Dávila, Martín, Salvatierra y los seis ventureros de confianza de Sancho estaban reunidos aquella tarde en el cuarto de banderas, sentados en torno a la mesa y con caras circunspectas, oyendo las noticias que Valenzuela había traído de Bruselas, noticias que no eran nada tranquilizadoras. El recién llegado hablaba con gravedad:
—Señor, a mi llegada a Bruselas encontré la ciudad más revuelta que la última vez que estuvimos allí. Los burgueses andan soliviantados y cometen desmanes o favorecen que elementos sin fortuna los cometan; parece que están más decididos que nunca a echarnos, ejercen una gran influencia sobre el Consejo, del que todos piensan que, por su influjo, va a tomar definitivamente las riendas de la situación y que la presencia española tiene sus horas contadas. Los amotinados de Alost serán el pretexto de una acción generalizada contra nosotros, que justificarán ante el rey aduciendo los daños causados y nuestra insubordinación… eso, si no deciden seguir pasos parecidos al de Orange.
—¿Habéis visto a Romero y a Mondragón? —preguntó Sancho.
—No. No he podido verlos. Cuando llegué me extrañó no encontrar a ninguno de los hombres que habíamos dejado con Mondragón, por lo que me puse a indagar lo que había pasado. Los correos conocidos nada cierto me decían, por lo que decidí acudir al funcionario de palacio que dejasteis encargado de hablar con don Luis del Río. Cuando me vio entrar palideció y atropelladamente me dijo que había hecho cuanto le encargasteis. No le hice caso y le pregunté por los maestres de campo, me contestó que Romero seguía preso con Jerónimo de Roda y Alonso de Vargas y que tenían la correspondencia intervenida, pero que él podía hacer subrepticiamente que le llegasen algunas notas, comprometiéndose a darle la carta que llevaba para él. En cuanto a Mondragón, me dijo que había salido hacia Zierikzee para evitar que aquellas tierras se perdieran, pues las noticias que llegaban de allí eran muy alarmantes.
—¿Y la carta que os di para él? —volvió a preguntar Sancho.
—Ya debe de estar en su poder. Un correo amigo, que perdió en una partida de dados más de lo que tenía y me debe un puñado de ducados, se prestó a llevarle la carta a cambio de una rebaja de la deuda, así que se la di y le dije que cuando tuviera constancia de que la carta había sido entregada hablaríamos de esa rebaja.
—¿No habréis cometido una indiscreción, Valenzuela?
—Estad tranquilo. Envolví vuestra carta en otro papel que lacré para que no fisgoneara y le dije que era un envío de la señora de Mondragón, que está en Gante, en la ciudadela de aquella villa, pues con alguna frecuencia el matrimonio intercambia cartas. No sé si quedó muy convencido, pero no podrá saber quién remite la carta ni su contenido. Y la entregará. Estoy seguro.
—¿Hay más noticias? —de nuevo preguntaba Sancho, mientras los demás guardaban un atento silencio.
—Poca cosa más. Se dice que Alconeta y su compañía han abandonado su guarnición en Flandes y que obedeciendo la orden de concentración en Amberes se dirigen hacia aquí, perseguidos por más de mil enemigos. También que ha habido choques con los rebeldes en diversos lugares, pero los rebeldes han sido rotos y nada grave ha pasado.
—Bien, señores. Seguiremos adelante con nuestro plan —tomó la palabra Dávila, una vez más—. Yo mantendré el contacto con el Consejo, pues no quiero que dude de nuestra lealtad, pero no consentiré que sus órdenes vayan en perjuicio de los españoles que aquí estamos. También escribiré a Madrid dando cuenta de lo que hacemos, para que no se nos pueda acusar de felones, y trataremos de coordinar la resistencia contra los enemigos de nuestro rey. Ruy, saldréis mañana con el alba para Bruselas con una carta que luego os daré y que entregaréis a Berlaymont o a cualquier otro del Consejo; en ella les digo nuestra preocupación por las alteraciones que hay en Bruselas y porque se dice que están presos, de suerte que no pueden proveer ni negociar; les ofrezco nuestro concurso, pues la gente de guerra acudiría a liberarlos en cuanto den la orden, y les pido que autoricen la entrada en la ciudadela de doscientos hombres más. Veremos qué contestan y, sobre todo, veremos qué hacen y si siguen levantando tropas por su cuenta…
En ese momento un hombre de la guardia llamó a la puerta y sin esperar ninguna otra indicación irrumpió en la sala donde estaban reunidos, dirigiéndose al castellano:
—Señor, se aproxima a la ciudadela una compañía de arcabuceros a caballo, pero de la ciudad ha salido numerosa gente armada que trata de cerrarles el paso y detenerlos…
Valenzuela lo interrumpió:
—Serán Alconeta y los suyos. Los de la ciudad los entorpecerán para dar tiempo a sus perseguidores a alcanzarlos antes de que puedan entrar en la ciudadela y destruirlos. Hay que ayudarles.
—Vamos fuera. Martín, encargaos de la guardia, del puente y el rastrillo. Salvatierra, que los hombres se preparen, sobre todo los artilleros. Los demás, subamos a las murallas.
La tarde declinaba ya, aunque todavía quedaban unas dos horas de luz. La temperatura era gratísima, como correspondía a aquel mes de julio, soleado y caluroso. Cuando subían a la muralla percibieron los ruidos del exterior, mientras los tambores de dentro de la fortaleza llamaban a la guarnición a las armas. En pocos minutos todo estaba dispuesto. Sancho y Salvatierra se habían situado sobre la entrada de la ciudadela y habían dado orden a los artilleros de que aprestaran las piezas. Alconeta y los suyos avanzaban formando un cuadro, esperando el momento del choque con los que les cerraban el paso y sin perder de vista a los que les seguían por retaguardia.
Sancho se dirigió luego hacia las piezas situadas encima de la entrada principal y previno a sus servidores:
—En cuanto Alconeta se encuentre a doscientos metros de la fortaleza abriremos fuego contra los que han salido de la ciudad. Preparad las piezas; la primera andanada la hará la mitad de ellas; la otra mitad, que esté atenta a mis órdenes.
Los artilleros cumplieron sus órdenes sin vacilar y aguardaban con las mechas encendidas y los cañones orientados hacia el blanco indicado. Cuando Alconeta llegó a la distancia prevista, Sancho ordenó abrir fuego a los artilleros. Los proyectiles cayeron en medio de los hombres salidos de la ciudad, causando algunas bajas y mucha confusión. Los perseguidores habían acelerado la marcha al oír los estampidos y cuando se aproximaban para trabar combate vieron que la compañía de Alconeta se desplazaba velozmente aprovechando la confusión originada por los disparos de artillería de la ciudadela, empezando a cruzar el puente. Para que la entrada se hiciera con orden un tercio de la compañía había desmontado, formando en retaguardia, y esperaban la llegada de los perseguidores. Cuando estuvieron a tiro, se produjo un intercambio de disparos sin mayor trascendencia hasta que los cañones de la ciudadela tuvieron a su alcance a los perseguidores de Alconeta, sobre los que dispararon haciéndoles desistir de aproximarse más y dándoles a los recién llegados el tiempo necesario para entrar en la ciudadela y ponerse a salvo. Desde lo alto de las murallas los defensores pudieron ver cómo sus enemigos recogían los heridos y muertos y se internaban en las calles de Amberes, después de considerar las escasas posibilidades de éxito que tendrían en el establecimiento de un cerco en toda regla.
Alconeta se presentó a Dávila, a quien informó de su marcha, del tipo de gente que traía, que era toda veterana, y de que estaban dispuestos a resistir y a obedecer lo que se les mandara. Sancho seguía atentamente los movimientos de las fuerzas enemigas y cuando vio que se internaban en la ciudad, dijo:
—Alconeta, buscad con Salvatierra dónde acomodar a vuestros hombres y descansad. Martín organizará la guardia en previsión de algún ataque sorpresa. En cuanto a vos, Ruy, venid conmigo. Llevaréis esa carta que os dije. Cuando caiga la noche saldréis, nadie esperará una cosa así, y al amanecer ya estaréis muy lejos.
Las jornadas siguientes fueron muy tensas. La presencia de la flota enemiga en el canal ya dejaba sentir sus efectos negativos sobre el tráfico marítimo, fuente principal de la riqueza de Amberes. La ciudad sólo abría algunas de sus puertas y a las fuerzas de la guarnición se las veía especialmente inquietas desfilando por las calles, con retenes en murallas y puertas, con sonidos de trompetas y tambores, tratando de mantener la moral de sus componentes y la de los mismos ciudadanos; una moral que llegado el momento nadie sabía si se mantendría frente al enemigo o se diluiría como un azucarillo en un vaso de agua. La hora de la prueba parecía próxima, pues unidades leales a los jefes españoles iban llegando a la ciudadela en esos días.
Sancho se consumía con el paso de las horas sin saber nada de Agnes y sin encontrar la forma de ayudarla. Le exasperaba la tozudez de su amiga y se culpaba por su debilidad al no obligarla a marchar a un lugar más seguro. Por otro lado, sabía que él no podía abandonar la ciudadela ni un momento y mucho menos para ir a la ciudad, cuya agitación en gran parte se dirigía contra la guarnición y su castellano. Finalmente, no encontró mejor solución que enviar a Bernardo y a Francisco nuevamente para velar por la seguridad de Agnes. Los llamó a su aposento y cuando estuvieron en su presencia les dijo:
—Muchachos, os necesito una vez más. Es preciso que entréis en la ciudad y que lleguéis a casa de Agnes, donde os quedaréis para protegerla, aunque ella se niegue. No sé en qué acabará esto, pero Champagney ha cometido un grave error al permitir que fuerzas de la ciudad trataran de romper a Alconeta y los suyos. Todos se han dado cuenta de ello y se lo harán pagar a la primera oportunidad; ese acto ha desvanecido cualquier esperanza que yo pudiera tener de que Amberes se mantuviera al margen o soportara sin violencia el conflicto que tenemos por delante, así que tarde o temprano la ciudad pagará las consecuencias. Cuando ese momento llegue quiero que estéis con Agnes para que la saquéis de la ciudad y la tengáis en lugar seguro hasta que todo termine. Sé que no es fácil lo que os encargo, pues ni yo sabría dónde llevarla, pero cualquier sitio es más seguro que Amberes. Creo que su tío tiene unos almacenes a unas leguas, camino de Malinas. Enteraos si es verdad y, si así fuera, encaminaos hacia allí en cuanto haya el menor atisbo de peligro. Obligadla a ir y no preocupaos de nada de lo que quede en la casa. Os buscaré a los tres en cuanto pueda. ¿Os habéis enterado?
Bernardo y Francisco respondieron que sí. Sancho continuó:
—Saldréis de la ciudadela mañana antes de que amanezca por el postigo del meridión y os dirigiréis por el exterior de la muralla, con toda cautela, hacia la puerta Imperial, que abrirán poco después del amanecer. Permaneced escondidos hasta que veáis suficiente movimiento y que podéis entrar en la ciudad sin llamar la atención. No os entretengáis e id directamente a casa de Agnes, de donde no saldréis si no es con ella, ¿entendido? —al ver sus gestos de asentimiento, Sancho continuó—. Tú, Bernardo, deja cualquier tipo de ropa o efecto que pueda indicar que eres un soldado para que no corras el peligro de que puedan identificarte. Francisco, puedes llevarte los perros si quieres, aquí no van a estar bien de ahora en adelante —y añadió para sus adentros: si esto se alarga necesitaremos hasta las ratas para resistir—. Andad, preparad vuestras cosas y avisad a Salvatierra para que llegado el momento os deje salir. Buena suerte y no hagáis locuras. Haced estrictamente lo que os he dicho.
Sancho puso sus manos sobre los hombros de Bernardo y le dijo:
—Muchacho, no sé si te estoy pidiendo algo para lo que no estás preparado por tu juventud. Pero sé que harás lo que esté en tu mano y esta misión me permite sacarte del infierno que va a ser esto en poco tiempo, aunque tal vez te envíe a otro peor.
—Estad tranquilo, señor. Protegeremos a la señora con nuestras vidas si fuera preciso.
—Huid, Bernardo, huid si llega el momento. No tratéis de ser héroes porque estaréis perdidos y moriréis los tres.
—Así lo haremos. No os preocupéis.
Sancho le abrazó y se volvió a Francisco:
—Francisco, tú quieres ser soldado. El soldado es una mezcla de valor y prudencia. Esto que os encargo requiere ambas cosas. Pórtate como te he indicado yo y, sobre todo, como te diga Bernardo. ¿Lo harás?
El chico tenía húmedos los ojos y no pudo más que asentir con la cabeza, pues las palabras se negaban a salir de su garganta. Al verlo, el alma del viejo soldado se enterneció y se sintió incapaz de prolongar más tiempo aquella escena, así que le estrechó contra su pecho y les dijo:
—Id a prepararos y que Dios os proteja.
Los dos muchachos salieron del dormitorio de Sancho, que no estuvo mucho tiempo solo, pues unos minutos después golpearon la puerta y, cuando autorizó el paso, Ruy entró diciéndole:
—Ya estoy de vuelta, después de entregar vuestra carta, pero no vengo solo. Berlaymont, en nombre del Consejo, ha enviado a uno de sus secretarios para tener un parlamento con vos sobre la situación. Hemos hecho juntos el viaje y el teniente lo ha metido en la sala de banderas, pues le ha parecido oportuno quitarlo de en medio y que no vea ni oiga más que lo inevitable.
—¿Un secretario del Consejo aquí? Mucho nos honran esos señores. Me imagino el encargo que traerá, pues los movimientos de las tropas españolas están siendo una sorpresa para todos. ¿Qué tal es el personaje en cuestión, Ruy?
—A mí me parece un burócrata insoportable, creído y pagado de sí mismo; está convencido de que él será quien resuelva la situación haciéndoos entrar en razón y llevándoos a Bruselas a postraros a los pies del Consejo.
—Con que eso cree, ¿no? Bien. Veremos qué pasa. ¿Cómo se llama?
Ruy se quedó pensativo unos instantes y dijo:
—Creedme que no lo sé. En Bruselas se referían a él como el señor secretario, que es el tratamiento que yo le he mantenido durante el viaje en las contadas ocasiones en que hemos intercambiado palabras.
—Así que señor secretario sin nombre. Bueno. Lo dejaremos un tiempo solo para que pierda su aplomo. Luego iremos a ver qué quiere. De momento, decidle a Martín que eche el cerrojo de la sala de banderas, por si se cansa de esperar que no pueda salir, y quedaos cerca para explicarle a quien quiera ayudarle que mis órdenes son que permanezca encerrado hasta que yo vaya a verle personalmente.
—Así lo haré y lo haré encantado, pues se la tengo jurada a ese mequetrefe.
Hora y media más tarde, Sancho consideró suficiente el aislamiento del secretario del Consejo y acompañado de Martín y Salvatierra se dirigió al cuarto de banderas. Cuando descorrieron el cerrojo y entraron, el secretario estalló:
—¡Esto es intolerable! ¡Me habéis tenido preso en este lugar más de dos horas!…
Sancho le miró y le volvió ostensiblemente la espalda, poniéndose a hablar con Martín y Salvatierra, en el desarrollo de una especie de comedia previamente acordada. El desdén del castellano desconcertó al secretario, que, reconcomiéndose de ira, calló para ver qué hacían los tres soldados. Al cabo de unos minutos, Sancho despidió a los suyos y se volvió hacia el enviado del Consejo, diciéndole:
—Señor secretario, soy el castellano de Amberes…
—Sé muy bien quién sois —le atajó el aludido.
—Mejor así. Podemos prescindir de las presentaciones y las fórmulas corteses. Me ha parecido oíros decir cuando hemos entrado que estabais preso aquí. Os equivocáis de medio a medio. Ahí tenéis la puerta, podéis marcharos cuando queráis. Habéis venido por vuestra voluntad, se os ha franqueado la entrada y se os ha atendido como a un huésped precioso, pues vuestra seguridad nos preocupa. Son muchas las habladurías que corren sobre el Consejo y su gente, de forma que no podemos descartar los arrebatos de los exaltados. Justamente para evitaros daño se os ha tenido a buen recaudo… Si entendéis que eso es un atropello, os repito que ahí tenéis la puerta y podéis marcharos cuando queráis. Yo no os he llamado ni tengo nada que platicar con vos.
—Os equivocáis, señor castellano. Sí tenéis que platicar conmigo, pues me envía el Consejo para que tratemos ciertos asuntos.
—Decid, pues.
Los dos hombres estaban de pie frente a frente. El aplomo de Dávila contrastaba con el nerviosismo y el furor del secretario. Un estado que Sancho quiso aprovechar añadiendo:
—Aunque si no estáis en condiciones ahora podéis descansar y charlaremos mañana.
—Nooo. Hablaremos ahora. Estoy perfectamente, señor castellano.
—Pues si estáis perfectamente, tranquilizaos y no es necesario que gritéis. Tengo buen oído y os advierto que los gritos no me impresionan —Sancho hablaba con voz queda y fría, sacó su daga, que siempre llevaba en la cintura, en el lado derecho de la espalda, la dejó encima de la mesa, miró con dureza a su interlocutor y añadió—: Ni siquiera me impresionan los cañonazos en una batalla.
El secretario tragó saliva, hizo esfuerzos por serenarse y bajó la voz al tomar la palabra de nuevo:
—El Consejo censura severamente que hayáis admitido en la fortaleza a los arcabuceros de Alconeta, quienes son culpables de haber abandonado su guarnición.
—Decidle al Consejo que he hecho lo que creía que estaba obligado para mejor servicio de su majestad. Alconeta y los suyos se han acogido a la ciudadela buscando su seguridad, viendo al país tan alterado y que han muerto ya algunos españoles, además de lo poco que se puede hacer para apaciguar todo esto, estando el Consejo detenido y preso en Bruselas, aunque estamos seguros de que sus excelencias serán servidos de proveer lo que convenga al servicio del rey, ya que todos los soldados se emplearán en su servicio y en ponerlos en libertad. Esto es algo que no podéis dudar. Os lo aseguro. Si no lo creen, que den la orden y lo comprobarán. Observamos cómo los desórdenes crecen por doquier, en medio de un descontento generalizado.
—Ese descontento lo han provocado los españoles —argüía el enviado del Consejo— al comprobar los vecinos que los enviados de su majestad se mostraban enemigos. Traigo unas recomendaciones para vos: la primera es que los sublevados de Alost, como máximos responsables de la situación, deben ser castigados y vos aplicaréis ese castigo si se presentaran en Amberes. La segunda es que no hagáis más juntas de gente y no difundáis el rumor de que los señores del Consejo están presos en Bruselas. La tercera, última y más importante, es que no fomentéis iniciativas de ninguna clase y que obedezcáis en todo las órdenes que se os den de parte del Consejo.
—Yo también tengo algunas cuestiones que plantearle al Consejo: la primera —Sancho imitaba el tono y el proceder del secretario— es que los refugiados en Alost no tenían ninguna actitud hostil inicialmente y que se han visto obligados a proceder de la forma en que lo han hecho por las declaraciones del Consejo y saber que se juntaba gente en su contra. Por eso se metieron en Alost, para tener alguna posibilidad de defensa. La segunda es que me veo en la necesidad de reforzar la guarnición de mi ciudadela. No he llamado a nadie y no hago juntas de gente, pero no le negaré la entrada a quien defienda los intereses de mi rey. La tercera y más importante es que estoy seguro de que sus excelencias tendrán buena mano para acomodar este negocio según los intereses de su majestad, por lo que verán con buenos ojos que los hombres de armas hagamos un bloque unido para acabar con la matanza de españoles y para su defensa y la nuestra. No olvidéis decir que por eso les pido dinero para pagar a los hombres y que ordenen proveer las cosas necesarias para la ciudadela, que está con necesidades, y que para paliar algunas de ellas he hecho traer la artillería de los barcos y reforzar así la de la fortaleza.
Sancho daba de forma indirecta noticias de cómo iba aumentando la defensa de la ciudadela a fin de que se extendiera la creencia de que estaba preparada para resistir cualquier ataque. Algo que captó enseguida el secretario, que veía cómo Dávila se le escurría y ponía siempre por delante su lealtad al rey y su obediencia al Consejo, si éste actuaba de acuerdo con los intereses del soberano. El secretario señaló entonces la estatua de Alba y preguntó:
—Y eso, ¿no se os dijo que la destruyerais?
—No, no se me dijo que la destruyera. Se me ordenó desmontarla del patio y eso he hecho, pero podéis decir al Consejo que me mande algún artilugio para fundir metales y si decidiera enviármelo, que me añada también metal. Entonces fundiré la estatua y con su metal y el que mande el Consejo forjaré cañones que emplazaré en las murallas aumentando las posibilidades de defensa de la ciudadela.
Los dos hombres quedaron mirándose fijamente, retándose. El secretario fue el primero en desviar la mirada mientras preguntaba:
—¿Es vuestra última palabra?
—Sí… —respondió el castellano—, si no tenéis más que decirme.
—Volveré a Bruselas e informaré al Consejo.
—Me parece muy bien. No olvidéis nada de lo que os he dicho. ¿Cuándo queréis partir?
—Ahora mismo.
—Sea como queréis. Os daré una escolta.
—No la necesito.
—Por si acaso. Vuestra seguridad me preocupa.
Los dos hombres salieron al patio, que estaba lleno de soldados distribuidos en corros más o menos numerosos, la mayor parte de ellos preparando sus armas o revisando el equipo. Sancho descubrió entre los soldados a un individuo que identificó como Andújar, el hombre de confianza de Julián Romero que conoció en La Oca Feliz, quien le hizo una señal que el castellano interpretó como que quería hablarle. Antes de acercarse a él, ordenó a Martín del Oyó:
—El señor secretario se va. Preparadle una escolta.
Cuando el teniente se disponía a cumplir la orden, Sancho le dijo en voz baja para que no pudiera oírle el secretario, que estaba demasiado impresionado por el espectáculo que tenía ante sus ojos y que miraba atentamente para dar cuenta de ello al Consejo:
—Que en la escolta figure Lope, a quien diréis que hable conmigo antes de que partan.
Luego se dirigió donde estaba Andújar, con quien habló unos instantes y por él supo que Julián Romero, Alonso de Vargas y Jerónimo de Roda seguían presos. No habían terminado de hablar cuando se les acercó Lope. Sancho, nada más verlo, le dijo:
—Lope, acompañaréis al secretario, que quiere volver a Bruselas. Iréis con él un buen trecho e impediréis que hable con Champagney o con cualquiera de la ciudad. Cuando esté lejos y no pueda volver, regresaréis vos recordándole a la escolta que no lo deje hasta llegar a Bruselas. ¡Que no hable con nadie! Es importante.
E inmediatamente se dirigió a donde estaba el enviado de Bruselas y le habló:
—Por cierto, las noticias que tenemos sobre Julián Romero es que está preso con Roda y Vargas. ¿Es cierto? —el secretario se limitó a mirarlo sin responder—. Es una cuestión que nos preocupa mucho, pero como ya está la escolta preparada y no quiero demoraros, escribiré al Consejo sobre ello. Id en buena hora.
Sancho no esperó respuesta alguna. Se volvió de espaldas y caminó alejándose del cuerpo de guardia, mientras oía subir el rastrillo y bajar el puente. El ruido de cascos de caballos que salían de la ciudadela le indicó que el grupo se ponía en marcha.
—Salvatierra, venid conmigo. Necesito que me convoquéis una reunión de jefes en la sala de banderas. Os diré a quién daréis aviso.
La noche estaba llegando y las sombras empezaban a invadirlo todo. Las primeras antorchas se encendieron e iluminaban algunas zonas de la ciudadela. Arriba, el cielo parecía desplegar un manto oscuro cuajado de estrellas, cuya belleza hubieran apreciado los soldados si hubieran estado en condiciones para ello. Bernardo y Francisco hacía tiempo que dormían, acumulando fuerzas y confiados en que Salvatierra los avisaría cuando llegara el momento de su partida.
Un criado retiraba de la mesa de la sala de banderas los platos y los últimos restos de la cena que habían hecho los jefes allí reunidos. Cuando hubo acabado, abandonó la estancia y entonces Sancho interrumpió la conversación, hasta ese momento intrascendente, y reclamó la atención de los presentes, que eran tres coroneles alemanes —los barones de Polviller y de Fransberge y Carlos Fugger—, Cornelius van Erden, el maestre de campo Francisco Valdés —cuyo tercio era el grueso de los amotinados de Alost—, el comisario general de la caballería Antonio de Olivera y el coronel Francisco Verdugo. Todos ellos habían ido llegando en los últimos días con más o menos hombres bajo su mando.
—Señores, los he reunido para que decidamos qué hacer en la presente situación. Me preocupa especialmente que Julián Romero siga preso con otros dos españoles, Vargas y Roda. También me preocupa la falta de decisión y claridad en los actos del Consejo. Creo que deberíamos forzarlo a definirse y así sabríamos nosotros a qué atenernos.
Los presentes eran de la misma opinión; a lo largo de un animado intercambio de pareceres barajaron las diferentes posibilidades que tenían a su alcance y acabaron por decidir que la prueba sería exigir la libertad de Julián Romero, una exigencia que formularían en una carta escrita allí mismo, fechada el 5 de agosto y dando como plazo para atender su petición el día 8 de ese mismo mes; si no, «dentro de pocos días —decía el escrito— iremos a procurar su libertad y la de la villa». Igualmente coincidieron en señalar la conveniencia de que otros jefes que permanecían leales supieran lo que estaba ocurriendo, por lo que convendría ponerse en contacto con ellos e informar, igualmente, a personalidades de peso en el país. Sancho, antes de dar por terminada la reunión, anunció:
—Señores, de acuerdo con lo hablado, ahora mismo concluiré la carta al Consejo y de inmediato se la llevarán. En los próximos días notificaré también a otras personas principales cuáles son nuestros afanes y, por supuesto, mantendré el contacto con Madrid por medio de cartas al rey y a Zayas.
De madrugada, Lope salió hacia Bruselas con la carta de sus jefes; llevaba orden de entregarla en mano a Berlaymont o a algún consejero destacado y advertirle que esperaría respuesta, por si querían dársela. Pero la respuesta que recibieron fue muy diferente a la que esperaban. Una respuesta que el mismo Lope llevó a Amberes a vuelta de caballo y entregó a Dávila, pidiendo permiso para retirarse a dormir, pues estaba completamente agotado. Dávila no daba crédito a lo que leía, pues los miembros del Consejo le decían:
Nos hemos maravillado infinitamente de que os metáis en cosas que no pueden sino causar nuevas trublas y movimientos por todo el país y lo que más nos hace maravilla de vuestro hecho es que sabiendo el lugar que tenemos aquí de la parte de Su Majestad por sus letras patentes y otras, os adelantéis a hacer juntas de gente de guerra, sacándolas de sus presidios sin nuestro saber ni orden, ni advertirnos de ello.
El Consejo acababa negando que Romero y los otros españoles estuvieran presos. Sancho reunió de nuevo a los jefes y los puso al corriente del contenido de la respuesta del Consejo. Todos sintieron con esa respuesta la misma desazón que el castellano y decidieron seguir adelante en su actitud. Gonzalo fue ahora el encargado de llevar las demandas de los militares y traer la respuesta del Consejo. Aquéllos proponían celebrar el día 9 una entrevista en Wilebruck para tratar de los diversos asuntos que les preocupaban. Aerschot, presidente del Consejo, aceptó la reunión y prometió enviar dos o tres consejeros, entre ellos un español, como pedían Sancho y sus compañeros. El día señalado se reunieron Jerónimo de Roda y Rosanguien con Dávila y Salvatierra, pues los demás jefes consideraron que la presencia allí de Sancho era inexcusable y que bastaría con que le acompañara su sargento mayor. Ellos permanecerían en la ciudadela en espera de noticias.
El lugar elegido para la cita era un albergue a las afueras de Wilebruck, situado en una zona muy despejada, fácilmente visible desde lejos. Era un edificio de dos plantas, más bien destartalado, con predominio de la madera en su construcción y ceñido en uno de sus lados por un pequeño canal que discurría al lado del camino. Dávila había enviado la noche anterior a un grupo de quince soldados, con Ruy al frente, para comprobar que el lugar estaba tranquilo y no se les preparaba ninguna encerrona.
Los consejeros fueron los primeros en llegar, a dos horas del mediodía. Algo después se recortaron en el camino unas siluetas de hombres a caballo. Ruy, vigilante, salió a su encuentro en cuanto las divisó, pues reconoció las figuras del castellano y Salvatierra. Cuando estuvo a su altura, informó:
—Señor, los del Consejo ya han llegado. Son Jerónimo de Roda y un natural de estas tierras. Han llegado acompañados de veinticinco hombres que no creo que intenten nada, pues sólo vienen con lanzas y espadas, sin ballestas, y hemos procurado que vean nuestros arcabuces, que tenemos siempre a mano con la mecha encendida… Saben que si hacemos una descarga inicial inclinaríamos la ventaja numérica a nuestro favor. También he apostado a una o dos leguas a cuatro hombres, uno por cada punto cardinal, para que vigilen si se aproxima gente armada mientras dura la reunión y nos avisen de inmediato para escapar.
—¿Dónde están los consejeros?
—Os aguardan en el salón de la planta baja, pero está preparada una estancia en el piso superior, que será donde parlamentaréis.
Para entonces ya habían llegado al albergue y desmontaban. Uno de los hombres se hizo cargo de los caballos, que llevó a un corral de la parte posterior; Sancho y Salvatierra entraron en la casa y los demás hombres les siguieron. En el salón aguardaban Roda y Rosanguien y, en una mesa diferente, su escolta. Cuando vieron entrar a los españoles interrumpieron sus conversaciones. Los consejeros se levantaron y Sancho se les acercó, procediendo a saludarse. Un momento después, Roda indicó:
—Subamos al piso superior… tenemos una estancia preparada.
Y empezaron a andar hacia la escalera. Rosanguien iba el primero y Salvatierra se colocó en segundo lugar, andando despacio para que Sancho y Roda se quedaran algo separados del primero y así poder hablar Dávila con el consejero español sin que lo oyera el otro.
—¿Podemos hablar a solas? —preguntó el castellano.
—Mejor que no. Sería contraproducente, pues mi colega pensaría cualquier cosa… Pero descuidad… Estoy con vos y haré cuanto esté en mi mano a favor de los soldados de nuestro rey. Tampoco toquéis el tema de Romero, que ya me encargo.
Ya se encontraban ante la estancia que les estaba destinada y entraron en ella. Salvatierra echó un vistazo y lo encontró todo normal, por lo que se despidió:
—Señor, os dejo. Vais a tratar cosas que no son para un sargento mayor. Estaré abajo con los soldados —y cerró la puerta tras sí, alejándose por el pasillo hacia la escalera.
—¿Y bien, señor castellano?
—¿Y bien, señores consejeros?
—No se os oculta el descontento del Consejo —hablaba Rosanguien— por la serie de iniciativas vuestras tan desafortunadas y perturbadoras.
—Señor consejero, yo no he tomado ninguna iniciativa desafortunada ni perturbadora. Me he limitado a fortalecer la ciudadela que el rey me tiene encomendada. Lo demás ha sido fruto de las circunstancias en las que el Consejo tiene no poca parte, pues parece estar preso en Bruselas y no hace nada por liberarse. Sólo actuando bajo presión se pueden explicar órdenes y disposiciones que si fuera libre nunca se hubieran promulgado… Me refiero a la proscripción y demás medidas contra los españoles.
—Contra los españoles, no; contra los amotinados —le corrigió Rosanguien.
—Esos amotinados no habían cometido ningún delito antes de que se permitiera a cualquiera cazarlos como a perros rabiosos…
Viendo el cariz que iba a tomar la conversación, Roda se decidió a intervenir:
—Señores, lo pasado pasado está y no vamos a arreglarlo. Lo importante es que nos pongamos de acuerdo para actuar conjuntamente en pro de los deseos del rey Felipe —Sancho y el consejero se volvieron hacia Roda y olvidaron por un momento sus discrepancias—. Señor castellano, ¿qué desean vuestros compañeros de armas?
—Deseamos tener la certeza de que el Consejo actúa sin mediatizaciones de nadie, que procede en libertad. Sólo entonces podremos convencernos de que trabaja a favor de nuestro rey.
—¿Acaso lo dudáis?
—Francamente, sí.
—¿Cómo podríais convenceros?
—Si se respetan las condiciones que figuran en este pliego —Sancho sacó un papel de su pechera y se lo entregó a Roda—, cuyo contenido puedo resumiros, pues solicitamos que los señores del Consejo pongan en Bruselas una guarnición de soldados viejos y no bisoños; de esa forma el Consejo sería libre y nosotros tendríamos libertad para ir y tratar con ellos; pero si no quieren mudar las guarniciones, entonces que se establezcan en otro lugar. Igualmente, deben cesar las levas de gente de guerra en todas partes y en cuanto cesen, nosotros no nos juntaremos sin orden del Consejo, además de mediar para que los amotinados depongan su actitud y vuelvan a la disciplina.
—Son peticiones —hablaba Roda de nuevo— que pensamos el Consejo aceptará —miró a su compañero para ver si ratificaba sus palabras—, pero también el Consejo tiene demandas, como es el que cesen en la actitud que tienen de no obedecer sus órdenes, que no reúnan más gente en Amberes y que cesen las movilizaciones, devolviendo cada guarnición a su presidio.
—Señor, debo repetir que nosotros reconocemos la autoridad del Consejo y no he llamado a nadie a Amberes, por eso lo que el Consejo pide es muy fácil de cumplir; en cuanto los hombres vean su proceder de acuerdo con lo que le solicitamos, la situación por nuestra parte se resolverá, ya que cada tropa se irá a su destino a esperar las órdenes que quieran darle vuesas mercedes.
—Entonces podemos volver y explicar cada cual a su parte lo que hemos hablado y lo que hemos solicitado, ¿no es así? —Roda se detuvo para ver las caras de sus interlocutores; tanto Dávila como Rosanguien asintieron con un leve movimiento de cabeza—. Pues de acuerdo, comamos algo y partamos.
Los tres hombres abandonaron la habitación y descendieron al salón de la entrada, donde un hombre y una mujer aguardaban expectantes, y mientras Roda les decía que preparasen algo de comer, Sancho se dirigió a Salvatierra:
—Señor sargento mayor, que coman los hombres y monturas. Luego partiremos.
Y se distribuyeron por las mesas del salón, quedando en una Roda, Sancho y Rosanguien. En un aparte que pudieron hacer, Roda aseguró a Sancho:
—Estad tranquilo, señor castellano. Daré puntual cuenta al rey de lo que sucede en estos Estados y le hablaré de vuestra leal previsión.
Con las primeras luces del alba, Dávila y su escolta estaban a las puertas de la ciudadela. Martín, que había sido avisado de su llegada, los esperaba en el puente e informó de que no había nada nuevo digno de mención, salvo la llegada de algunos efectivos más.
—Está bien, Martín. Voy a descansar un rato. Salvatierra, que la gente descanse y, antes de retiraros, dejad aviso a los jefes de que nos reuniremos en la sala de banderas a medio día.
Sancho se apeó del caballo y se lo entregó a un ayudante. Luego se volvió al teniente y empezó a decir:
—Martín, ¿sabéis…?
Se interrumpió sin saber muy bien lo que iba a decir, pero no fue necesario que continuara, pues Martín había comprendido lo que quería y le contestó:
—Sí, señor; ella está bien; están bien los tres.
—Gracias, Martín.
Sancho se dirigió a su aposento, donde se derrumbó literalmente en la cama. Con Agnes en su pensamiento se durmió al poco rato, cayendo en un sueño profundo del que se despertó bruscamente sin tener ni idea del tiempo transcurrido desde que se acostara. Quedó en silencio, aguzando el oído, sin distinguir nada anormal. Miró por la ventana y al ver la posición del sol pensó que faltaba poco para la hora de la reunión. Se levantó parsimoniosamente y se dirigió al rincón donde tenía las cosas de aseo. Echó agua del jarro en la palangana, mojó una parte de la toalla y se la aplicó en la cara, sintiendo cómo la frescura del agua le despabilaba y serenaba. Repitió la operación varias veces, hasta que su cara estuvo habituada a ese contacto. Luego se frotó el cuerpo con la misma toalla y se vistió. Al llegar al patio comprobó una actividad superior a la existente cuando él se marchó, lo que le hizo recordar que Martín ya le había advertido que los defensores de la ciudadela habían aumentado. En su camino hacia la sala de banderas coincidió con algunos de los jefes convocados; otros ya estaban allí, y mientras se saludaban llegaron los que faltaban.
La reunión comenzó de inmediato. Sancho les hizo un minucioso informe de lo ocurrido en el albergue de Wilebruck. Todos los oyentes mostraron su conformidad con lo realizado por el castellano, quien pasó entonces a darles cuenta de sus otras gestiones:
—Habíamos acordado escribir a compañeros de armas de otras guarniciones para informarles de cómo iban las cosas por aquí y cómo discurría el motín. Pues bien, entre otros caballeros, he escrito a los duques de Cleves y de Brunswick, a los condes de Reulx, de Lalayn y de la Roche y al barón de Hierges. El contenido de la carta es muy simple y breve: explico las razones que han llevado a encerrarse a los de Alost, les refiero la situación en que se encuentra Bruselas y los señores del Consejo, y les señalo la conveniencia de que todos estemos unidos para un mejor servicio del rey y hacer masa de toda la gente y fuerzas que podamos para poner en libertad a sus excelencias y a Romero y Vargas.
»También —seguía hablando Dávila— le he escrito al obispo de Lieja y al arzobispo de Cambray. El tenor de la carta es prácticamente el mismo, salvo en lo que se refiere a las juntas de gente, y al obispo, dada la influencia que tiene en Bruselas, le digo que envíe a alguien con sus credenciales solicitando la liberación de los presos. Por otra parte, he continuado informando a nuestro rey Felipe y a Zayas de cuanto sucede en esta tierra y de la situación en que nos vemos; hoy mismo volveré a escribirles, relatando lo sucedido en la entrevista con los consejeros. A partir de ahora, creo que debemos esperar noticias y ver si con ellas llegan las órdenes.
Todos estuvieron de acuerdo en que se había hecho lo posible y necesario. Luego, la conversación derivó hacia cómo evolucionaban los acontecimientos en aquellos Estados. Cornelius van Erden manifestó:
—No va a ser fácil la enmienda de los negocios, pues la población está muy dividida y posiblemente ni la guerra ponga remedio.
—¿Por qué decís eso? —preguntó Verdugo.
—Porque las discrepancias religiosas han creado dos grupos, católicos y protestantes, y ambos grupos están divididos en partidarios del rey Felipe y partidarios de Orange y los suyos y en esos grupos hay quienes desean parlamentar y buscar una solución pactada y de compromiso que ponga a esta tierra a salvo de la guerra y de la ruina, frente a los intransigentes que no piensan en otra cosa que en la destrucción del enemigo. En tales circunstancias, no se logrará una solución del agrado de todos; en el mejor de los casos se impondrá la idea de una facción y eso siempre es excluyente y más en los tiempos que vivimos, pues, sin ir más lejos, Francia lleva años asolada por las guerras de religión.
—¿Qué noticias tenemos de otras guarniciones? —preguntó Sancho. Antonio de Olivera le contestó:
—Nuestras noticias son algo confusas. No obstante, parece que lo cierto es que Mondragón pasa apuros en Zierikzee; Montes de Oca y Martín de Ayala se mantienen sin problemas, de momento, en Maastricht; Álamos Maldonado, castellano de Gante, resiste con ciento treinta soldados y en cuanto a la caballería, es escasa y no sabemos muy bien cuál es su estado.
—Señores —volvía a hablar Dávila—, yo creo que vamos a tener un periodo de relativa tranquilidad, en el sentido de que el Consejo no va a tratar de litigar con nosotros ni se atreverá a entorpecer nuestros movimientos; pero también seguirá adelante con sus planes. Alguien acabará rompiendo la calma y entonces veremos de qué nos sirven nuestras previsiones y si hemos estado acertados en nuestros movimientos. Para cuando llegue ese momento nuestros hombres deben estar preparados, por eso conviene que no descuidemos su instrucción, así que cada cual se preocupe de los suyos y los haga trabajar algunas horas al día.
—Descuidad, que en eso estamos, Sancho —hablaba de nuevo Verdugo.
—Pues si a vuesas mercedes les parece, volveremos a reunimos cuando haya novedades.
La reunión formalmente se disolvió, aunque los hombres siguieron charlando entre ellos.
Tal y como habían supuesto, los días discurrían en medio de una tensa espera, cuyo ritmo sólo alteraba la llegada de un nuevo contingente o algún roce con las fuerzas de la ciudad, pues la relación entre la ciudadela y Amberes hacía muchas jornadas que estaba prácticamente rota. La ciudad apenas si abría tres o cuatro puertas, las imprescindibles para que la vida siguiera; en el río no se veía prácticamente ningún movimiento, pues los únicos barcos que entraban o salían eran los que se aventuraban a correr los riesgos derivados del estado de cosas que se estaba viviendo allí o de un encuentro con la flota rebelde, en cualquier caso dos opciones muy disuasorias para los comerciantes, que buscaban sobre todo la seguridad de su negocio; por tierra llegaban viajeros y mercancías, pero en menor número y volumen que unos meses antes, y los soldados, clientes habituales de prostíbulos y locales de bebidas, habían optado por no ir a la ciudad, seguros de que su vida correría un serio peligro, por lo que no se aventuraban más allá de la zona donde se encontraban al amparo de la ciudadela y pasaban el tiempo en juegos, en servicios de mantenimiento y limpieza de la fortaleza, ayuda en la cocina y ejercicios de combate individual, además de tener a punto sus armas y equipo.
Aquella noche hacía tiempo que el silencio más profundo envolvía la fortaleza. Era una noche plomiza de verano. La atmósfera resultaba pesada por el calor y la humedad. La luna nueva contribuía a aumentar la oscuridad del cielo, donde apenas si eran perceptibles las estrellas. Sancho había decidido suprimir las voces de alerta de los vigías redoblando la vigilancia con hombres en las almenas por todo el perímetro de la muralla. Era una manera de aliviar los agobios de los hombres por el poco espacio que iba quedando disponible para el descanso nocturno y la forma de garantizar una reacción rápida en caso de ataque. En el dormitorio de Sancho hacía calor y no ayudaban nada las ventanas abiertas de par en par. Martín, Salvatierra y el castellano llevaban reunidos un rato charlando de sus preocupaciones. Dávila no quería dejar de hablar frecuentemente con sus subordinados directos, por lo que mantenía reuniones de este tipo con ellos dos en las que, sentados a una mesa y entre vaso y vaso de vino, comentaban la jornada, las novedades, las previsiones y todos los asuntos relacionados con el estado de la ciudadela.
—A veces me preocupa el papel que se me atribuye en estos Estados por los nuestros —comentaba Sancho.
—¿A qué os referís? —preguntó el teniente.
—A lo que decía en su carta del 12 de agosto Juan Martínez de Cortabitarte, que me escribía desde Bolduque para decirme que, con autorización del Consejo, se levantaba gente en esa villa y me lo decía para que —Sancho cogió una de las cartas que había sobre la mesa y tras localizar lo que le interesaba, leyó—, «como persona de quien cuelga las cosas de estos Estados, ponga remedio»… ¿De dónde habrá sacado esta idea?
—Es la verdad, señor. Todo el mundo lo piensa y os ven como tabla de salvación. Todos saben la importancia de esta ciudadela y les tranquiliza saber que está encomendada al que llaman el Rayo de la Guerra y el castellano de Flandes. Para nuestros hombres ésa es la mayor tranquilidad y por eso confían en vos —ahora hablaba Salvatierra.
—Pero yo no puedo hacer nada y no tengo ningún despacho del rey que dé pie a pensar semejante cosa —replicó Sancho, haciendo un gesto ambiguo con las manos como rechazando las palabras del sargento mayor.
—Eso no le interesa a nadie en estas circunstancias. Lo que les importa es que si llega el momento haya alguien a quien acudir o en quien apoyarse y ese alguien sois vos. Si no, ¿cómo os explicáis esa otra carta de que hablabais que os ha enviado Montes de Oca desde Maastricht diciendo que se levanta gente en Lieja y en Aquisgrán, lugares donde se compran y venden armas abiertamente y a unos precios elevadísimos?
—Ya que hablamos de cartas —les dijo Sancho—, le he escrito a Gabriel de Zayas otra vez con más noticias y le digo, entre otras cosas —cosas que Sancho omitió a sus hombres, referentes a la reclamación de esas mercedes siempre prometidas y nunca recibidas—: «Acá —había empezado a leer— se procurará evitar toda rotura y tampoco creo nos dejaremos morir de miedo; templaremos las velas hasta que aclare el tiempo y haya carta de Su Majestad o venga el nuevo gobernador. Al fin, les estamos en las entrañas de su país, aunque ellos parece las tienen malas». ¿Os parece que exagero?
Los dos hombres sonreían y Martín fue quien contestó:
—Muy florido en el estilo estáis, pero preciso en las ideas. Creo que está bien. ¡A ver si viene ya el nuevo gobernador!
—¿Se sabe ya quién es? —preguntó Salvatierra.
—Con certeza, no —contestó Sancho—, pero todo parece indicar que va a ser don Juan de Austria, el hermanastro del rey.
—Pues ya es hora de que venga. Esta situación no puede durar. En cualquier momento va a saltar —vaticinaba Martín del Oyó.
—Pues durmamos —concluyó Sancho con un punto de ironía— en previsión de que eso pueda ocurrir mañana.
No pasaron dos jornadas sin que la temida ruptura se produjera, pues los agentes y la propaganda orangista habían ganado para su causa al nuevo señor de Glymes, gran bailío del Brabante, que se había distinguido en los sucesos de Bruselas por su clara actitud antiespañola, que él explicaba culpando a los españoles de la muerte de su padre en la desgraciada expedición dirigida por su progenitor y Julián Romero en socorro de Migdeburgo. Su inexperiencia y el calor antiespañol de su entorno hicieron que el joven soñara con romper una tropa española y con tal idea se puso en movimiento el 13 de septiembre de 1576 llevando a sus órdenes mil infantes y quinientos caballos. Al día siguiente, Glymes se encontró con la columna que habían organizado Alonso de Vargas y Julián Romero tras recuperar su libertad y a la que se habían incorporado los Basta y Bautista del Monte, entre otros. Wissenaken-Saint-Pierre, paraje entre Lovaina y Tirlemont, fue el escenario del encuentro, en el que los hombres de Glymes quedaron destrozados.
La noticia llegó unos días más tarde a Amberes, donde también se supo después que los rebeldes habían reunido los Estados de Flandes en Gante, en cuya fortaleza resistía la guarnición española, de la que llegaría a ser principal sostén la esposa de Mondragón, que se encontraba en ella; se decía que el 26 de agosto sitiaba la ciudadela un ejército muy numeroso y bien artillado.
—Señor castellano, ¿puedo hablar con vos?
Salvatierra estaba de pie ante Sancho Dávila, que escribía en la mesa del cuarto de banderas disfrutando, una vez más, del silencio y la quietud nocturna.
—Decid, pues.
—Estoy harto preocupado por Gertrudis. No sé nada de ella desde hace mucho tiempo y vengo a pediros permiso para que me dejéis ir a visitarla esta noche.
—¿Habéis enloquecido, Salvatierra? ¿Cómo pensáis que vais a entrar en la ciudad sin que os descubran?
—Está todo previsto. Uno de los que nos trajeron bastimentos subrepticiamente hace unas noches es amigo mío y hablé con él de esta visita. Me dijo que hay un postigo al poniente que apenas si es conocido y raramente se usa, pues da a un sitio muy insalubre. Me aseguró que estaría allí esta noche y que si reparto unas monedas entre los cuatro tudescos que lo vigilan me dejarán entrar y salir sano y salvo.
—¿Y vos os fiáis de eso?
—Sí. Por dos razones. Una, le debo dinero, que me ganó en una partida de cartas; si me matan o me entrega, perderá cualquier posibilidad de cobrar. Dos, es primo de Gertrudis y desea que despose a su prima para que ella se convierta en una señora respetable.
—¡Por Dios!, Salvatierra, lo que decís parece realizable… ¿Y si yo fuera con vos?
Ahora fue el sargento mayor quien pensó que el loco era su jefe, al que le preguntó:
—¿Y la ciudadela?
—Sólo estaremos fuera unas horas. Regresaríamos antes del amanecer. Nadie advertiría nuestra ausencia y no tendremos que prevenir más que a Martín para que nos abra a una señal y hora convenidas.
—Si lo queréis, ¡sea!
Los dos fueron al aposento de Martín, que ya compartía con otros oficiales por el número de contingentes que se habían ido acogiendo a la ciudadela. Salvatierra entró sin dificultad, pues la puerta estaba abierta para aliviar el calor de dentro de la estancia. Lo zarandeó y antes de que pudiera emitir ningún sonido le tapó la boca y le murmuró al oído:
—Perdonad. Soy Salvatierra y os requiere el señor castellano. El sargento mayor aflojó la presión y Martín se incorporó sin hacer ruido, saliendo ambos al pasillo, donde aguardaba Sancho, que le cogió de un brazo y le apartó a un rincón. Martín, sin más indumentaria que una larga camisa que le llegaba casi a las rodillas, los miraba sin salir de su asombro y antes de que fuera capaz de articular palabra Dávila le hablaba en voz queda:
—Martín, voy a salir con Salvatierra a solventar cierto asunto personal. Saldremos de la ciudadela por un postigo y cruzaremos el foso en una barca. Saltaremos a tierra y bordearemos la ciudad hasta un postigo que guarnecen unos tudescos comprados, por el que entraremos en Amberes. Necesitaremos que una hora antes del amanecer estéis sobre la muralla del sur y que advirtáis a los centinelas para que si ven acercarse a dos hombres, que seremos nosotros, no disparen ni den la alarma y nos abran el postigo.
Sancho hablaba despacio para dar tiempo a despabilarse por completo al teniente, quien preguntó cuando su jefe calló:
—¿Y esto no es un disparate, señor?
—Es posible, Martín, es posible.
—Y si no volvéis, ¿qué digo?
—Lo que queráis. Será una cuestión que ni a Salvatierra ni a mí nos importará, pues estaremos muy preocupados por otras cosas o ya habrá dejado de preocuparnos todo.
—Aguardad un instante que coja mi ropa e iremos al postigo por donde vais a salir.
Sancho y Salvatierra se habían vestido con ropas diferentes a las habituales y se liaban en sendas capas para ocultar sus figuras y evitar que los hombres de la guardia del postigo pudieran reconocerlos. Martín dijo que eran dos espías que iban a una misión especial a la ciudad y les abrieron la puerta, que fue atrancada nuevamente con sus cerrojos en cuanto salieron. Ellos subieron a la barca y se desplazaron silenciosamente hasta la orilla.
Sin hacer ruido y como dos sombras furtivas, en la oscuridad total de la noche, los dos hombres se dirigieron hacia el lugar que le habían indicado a Salvatierra y se presentaron en el postigo, que abrió su puerta unos pasos antes de que llegaran a él, saliendo el primo de Gertrudis para decir:
—¡Maldita sea, Salvatierra! Sólo os esperaba a vos. ¿Con quién venís?
—No os importa. Pensad que si no es por él no puedo venir, pues es quien va a pagar a vuestros amigos.
Los tres hombres ya habían entrado por la puerta y Sancho deslizó una bolsa llena de monedas en la mano de uno de los tudescos, después de hacerla sonar para que pudieran oír las monedas los demás. Y sin más palabras, él y Salvatierra se perdieron en las sombras de las calles de Amberes. Antes de separarse acordaron reunirse tres horas después en la esquina en que estaban en esos momentos y cada uno siguió su camino.
Dávila llegó a casa de Agnes. Un leve ruido en la ventana fue suficiente para que la mujer se asomara extrañada y su sorpresa no tuvo límites cuando descubrió a su amigo. Se dirigió rápidamente a la puerta y abrió. Los dos se fundieron en un abrazo y en un beso apasionado e intenso que mantuvieron hasta que sus bocas se separaron jadeando. Sólo entonces fueron capaces de balbucear algunas palabras entrecortadas por nuevos besos y caricias. Fueron unos momentos en los que Sancho entendió nada más que Francisco y Bernardo dormían abajo en la parte de atrás y Agnes supo vagamente cómo su amigo había podido entrar en la ciudad. Rápidamente subieron al dormitorio.
—No sabéis cómo os he echado de menos y no sabéis cómo me he maldecido por no obligaros a seguirme… Añoro vuestra compañía.
—Estaba muy preocupada por vos. He visto llegar hombres de armas constantemente… no sabía dónde estabais… Me faltaban vuestras caricias y vuestro calor.
Agnes se abrazaba al pecho desnudo de Sancho mientras notaba deslizarse por sus piernas hacia el suelo la ropa que a ella la cubría hasta ese momento y los dos se propusieron recuperar los días perdidos. Tiempo después, sudorosos y serenos, pudieron hablar con tranquilidad y casi en susurros para no despertar a Francisco y Bernardo. Se contaban lo que había sido su vida hasta ese momento e inevitablemente acabaron hablando de la situación en que se encontraban.
—Agnes, el apocalipsis puede llegar a Amberes en cualquier momento. Os repito que tenéis que salir de aquí. Las noticias que están llegando a la ciudadela hablan de operaciones que enardecen el ánimo de los hombres que están conmigo. Como a Champagney o algún otro se le ocurra atacarnos, será su sentencia de muerte y esta ciudad está demasiado cerca de la ciudadela como para poder parar a los hombres enardecidos por el combate y la victoria. Hace unos días supimos lo ocurrido en Maastricht, donde el conde de Eberstain con sus tudescos y valones expulsó a la guarnición que mandaban Martín de Ayala y Montes de Oca; sin embargo, los expulsados fueron auxiliados por Vargas, volvieron sobre la ciudad, escalaron la muralla y recuperaron la plaza en medio de una feroz matanza que alcanzó al vecindario. Cuando los de mi ciudadela oyeron el final, gritaban y empuñaban las armas deseando verse en una situación similar… La locura se está apoderando de esta tierra, Agnes. Yo tengo que quedarme, pues me debo a mi rey y a mis hombres, pero vos podéis salir. ¡Marchaos ahora que podéis!
La pareja había salido de la cama y se vestía.
—Tal vez tengáis razón y debiera haberme ido cuando me lo dijisteis por primera vez. Pero no quería estar lejos de vos y nunca pensé que las cosas llegaran a este punto.
—Mi experiencia me lo decía, Agnes, y debería haberos obligado… pero vuestra compañía es tan necesaria para mí, que posiblemente he consentido en vuestras negativas engañándome a mí mismo, sabiendo que de esta forma os tenía cerca.
—Ya no vale lamentarse, Sancho. Por si os sirve de algo, estas horas que me habéis dado valen para mí una vida.
—Para mí también, Agnes, y lo único que deseo es vivir otras muchas como éstas en vuestra compañía… temo que eso nos resulte ya imposible… No me importa morir. La muerte es la más segura compañera de un soldado, por eso desde joven estoy acostumbrado a verla y no me espanta… Pero la sola idea de que podáis morir vos me rompe el alma…
—Yo no me atrevo a pensar cómo sería la vida con vos, juntos ambos en una misma casa. Me parece que tendría una felicidad alcanzada por muy pocos mortales y es un pensamiento en el que no quiero recrearme, pues cuando al despertar me encuentro sola… me llora el corazón.
—Tengo que irme, Agnes. Puedo sacaros de Amberes a vos, a Francisco y a Bernardo…
—No llegaríamos muy lejos. Hay patrullas que vigilan los soldados que se van sumando a la guarnición de la ciudadela y esas patrullas detienen, roban e incluso matan a los que ven que huyen de la ciudad, amparándose en la permisividad o en la debilidad de Champagney… Además, hay espías por todos lados dentro de la ciudad. Tendréis suerte si no os descubren… ¡Tened mucho cuidado!
Habían descendido la escalera y estaban ante la puerta de la calle.
—No despertéis a los chicos, Sancho. Es mejor.
Sancho la atrajo hacia sí y la besó con fuerza. Ella correspondió al abrazo y al beso, pero unos instantes después apartaba su boca, empujaba suavemente con sus manos separando a su amigo y susurraba:
—Debéis marcharos, si no os descubrirán y no podréis salir de la ciudad…
—Adiós, Agnes… ¡Que Dios os proteja!
—Adiós, Sancho… ¡Que Él os proteja a vos también!
Un último beso y Sancho se alejó apresurada y silenciosamente de la casa, mientras Agnes cerraba la puerta convertida en un mar de lágrimas, subía la escalera y se arrojaba en la cama para seguir llorando mientras le quedara llanto. A Sancho el corazón le latía aceleradamente y parecía querer salírsele por la boca. Iba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que había llegado al punto de encuentro con Salvatierra, quien al verlo llegar se puso a caminar a su lado, mientras preguntaba:
—¿Qué tal están Agnes y los muchachos?
—Bien, ¿y Gertrudis?
—También bien.
—¿Se quedará en Amberes?
—Sí, ¡maldita sea! ¡No me hace ningún caso!
Los dos hombres habían llegado al postigo. El primo de Gertrudis les abrió la puerta y los apresuró:
—¡Vamos, salid! Deprisa.
En cuanto traspasaron el umbral, la puerta se cerró tras ellos y con paso rápido iniciaron el camino de retorno a la ciudadela. Ya no estaban tan pendientes de no hacer ruido; les interesaba más alejarse de la ciudad y llegar a la zona de protección de la fortaleza; cuando se sintieron seguros, de nuevo extremaron las precauciones. Una leve luz amarilleaba en el horizonte, lo que demostró a los dos hombres que se habían retrasado. Pero el teniente no iba a fallarles. Aguardaba inquieto y expectante desde mucho antes de la hora convenida; su fina vista descubrió a Salvatierra y a Sancho cuando se aproximaban, deteniendo la acción de algunos centinelas que también los habían divisado; les explicó que eran los dos espías que llegaban de la ciudad, que los protegieran si los perseguían y que él bajaba a ordenar que les abrieran el postigo, lo que hicieron en cuanto llegaron los dos hombres, que habían amarrado la barca y de nuevo se habían envuelto en sus capas para no ser reconocidos. Seguidos del teniente, los recién llegados se dirigieron hacia los pabellones cuando ya estaban fuera de la vista de los demás. Sancho se quitó el embozo de la capa y dijo:
—¡Gracias, Martín! Nos habéis hecho un enorme favor y os estamos agradecidos.
—Estoy a vuestras órdenes, señor.
Como dos sombras furtivas, Sancho y Salvatierra subían la escalera, mientras Martín, con un largo suspiro y una amplia sonrisa, se dirigía al parapeto de la muralla.