Zierikzee

—Sancho, ¿es cierto que las finanzas del rey Felipe están muy mal y que anda desesperado buscando dinero?

Dávila se volvió hacia Agnes antes de contestar, sorprendido por la pregunta y sin tener clara una respuesta.

—Bueno —balbuceó—, que yo sepa, las finanzas de nuestro rey siempre han estado alcanzadas. Ahora parece que pasan por un momento especialmente grave, pues la bancarrota que declaró a primeros de septiembre ha tenido graves repercusiones, pero los soldados no hemos notado gran cosa la diferencia. Nuestras pagas siguen sin llegar, pese a las quejas de los hombres y las amenazas de motín. Es cierto que Salvatierra me comentó que por esta ciudad es cada vez más difícil ver a gente dispuesta a jugarse unas monedas, cosa que él interpretaba como que los negocios iban mal y que a mí me pareció la queja de un jugador de ventaja al que ya conoce la gente demasiado como para echarse unas manos con él.

—La cosa es grave, parece. Lo que sé es lo que me ha contado mi tío, que, como sabéis, desde que sucediera mi desgracia es quien lleva los negocios de mi familia junto con los suyos…

—¡Ese bujarrón que medio os ha abandonado…! —exclamó Sancho, interrumpiendo a su amiga.

—No lo juzguéis tan duro. Es un buen hombre, aunque no os lo parezca, Sancho. Me ha protegido desde entonces; no me ha retirado su afecto, se preocupa por mí y por mis cosas, mis ingresos llegan puntuales y gracias a eso puedo vivir sin falta y sin depender de nadie. Es cierto que en su relación conmigo es muy discreto y procura que nadie lo vea cuando viene, evitando siempre coincidir con vos aquí, pues él se debe a sus negocios y clientes y esta relación le perjudica, porque prácticamente nadie la aprueba… El tampoco, pero la comprende y nunca me ha dicho nada. Conoce lo que he pasado y mis sufrimientos y sabe que ahora soy feliz.

Después de una breve pausa, Agnes continuó:

—Como os decía, la quiebra ha afectado duramente las relaciones comerciales y los negocios en España y aquí. Muchas empresas se han venido abajo; sin ir más lejos, mi tío ha tenido que cerrar la que tenía dedicada al comercio de la lana y en relación con la feria de Medina del Campo, y la ha cerrado rápidamente para que no se vieran afectados sus otros negocios… Dice que a partir de ahora ya no serán lo mismo las relaciones entre Medina y Amberes y puede que tenga razón, pues yo sí he observado que algunos comerciantes han abandonado la ciudad con todos sus bienes. El motín los hizo dudar y la bancarrota real los ha decidido a establecerse en otras plazas, posiblemente en territorio rebelde, en Amsterdam o en algún otro lugar menos vinculado a los intereses españoles y más abierto al comercio con espacios de Asia o América, que, según dice mi tío, es donde está el futuro de los negocios.

—No sé, Agnes —dijo Sancho—. No entiendo nada de lo que me decís. Sólo sé que dependo para vivir de la paga que me da el rey Felipe y esa paga siempre llega tarde, por lo que no advierto diferencia entre las épocas en que le van bien los negocios a él y las que le van mal. Es más, me ha prometido una merced hace mucho tiempo y aún la estoy esperando, y me temo que no llegará nunca… Lo que en verdad me preocupa es que la guerra no progresa; nuestras armas se estancan más al norte, mientras las que están aposentadas se descomponen en la espera.

—Por favor, Sancho, desechad esos negros pensamientos y no hagáis caso de los malos augurios que os teméis… Nunca os he visto tan pesimista y, por lo que os conozco, me atrevo a decir que nunca habéis sido así… Andad, comed este guiso que os he preparado.

Agnes colocó un plato en la mesa delante de Sancho, que percibió enseguida el apetitoso olor que desprendía. Su amiga se sentó a su lado con otro, le dedicó una amplia sonrisa y se puso a comer despreocupadamente. Sancho la imitó.

El invierno en Amberes estaba resultando duro y monótono. El frío y la lluvia eran actores principales de unas jornadas grises sin otros alicientes para los soldados que esperar las noticias de la marcha de la guerra y si llegaban, por fin, las pagas que se les debían, además de los ejercicios y trabajos cotidianos. El ambiente invernal había reducido el ritmo de los negocios y de la vida ciudadana, pero Sancho advertía que la riqueza se estaba marchando de la ciudad, pues notaba que se producían cierres de comerciantes que se mudaban a otros lugares más al norte o lejos de los Países Bajos buscando seguridad para sus intereses.

En la ciudadela los días pasaban lentamente. La presencia de Dávila y la previsión de Martín del Oyó evitaban que la monotonía carcomiera los ánimos y el derrotismo se instalara en el ambiente. Sancho transmitía la fe que tenía en la causa por la que luchaba. Martín mantenía a los hombres ocupados en diversas tareas sin tiempo para aburrirse y procuraba que la ciudadela estuviera bien abastecida y siempre a punto para la defensa.

Una noche, Sancho llamó a su presencia a Martín y a Salvatierra. Se reunieron en el aposento del castellano y éste procuró que el conciliábulo pasara desapercibido para todos. Cuando estuvieron los tres, Sancho les dijo:

—Señores, estoy inquieto. Os he mandado venir porque quiero que hablemos y que me digáis cómo veis la situación. Los días pasan y conviene que tengamos previsto algún plan de acción como garantía de nuestra posición en estos Estados y en la ciudadela. Martín, empezad vos, ¿qué pensáis y que aconsejaríais?

—Señor, no se me oculta que la guerra no ha progresado como se preveía cuando llegamos a estas tierras hace seis o siete años. Estamos luchando en los mismos sitios y lo que hoy es nuestro mañana se pasa a los rebeldes y tenemos que volver a conquistarlo; los de Orange tienen una sólida base de operaciones en el norte, donde nosotros no podemos llegar, y cuentan con ventaja en el mar, en el que nos faltan navíos para hacerles frente en igualdad de condiciones. Pero sí puedo garantizaros que la ciudadela está dispuesta. Contamos con una cobertura de artillería, si no sobrada, sí suficiente. Los muros nos dan la defensa necesaria y con los últimos pertrechos recibidos tenemos posibilidad de resistir un asedio, aunque sea largo. Seremos un serio problema para quien quiera apoderarse de Amberes, pues no podrá considerarse seguro hasta que no haya acabado con la ciudadela y eso… no será fácil que lo consiga estando como estamos. En resumen, señor, podemos aguantar y para tener siempre una salida a mano procuremos no quedar aislados.

—¿Qué decís vos, Salvatierra? —preguntó Sancho mirando al sargento mayor.

—Pues veréis, señor castellano. En estos momentos la guarnición es de unos trescientos hombres; todos veteranos, tanto los oficiales como los soldados. Es gente de fiar, con experiencia en combate y dispuesta a todo lo que se le pida. En caso de necesidad, podremos admitir hasta el doble de los que ahora somos, con lo que nos bastaremos y sobraremos para defender este recinto tan bien o mejor que los rebeldes en Leiden. La moral se mantiene y la relación entre los hombres muestra una excelente camaradería. Coincido con vuestro teniente en que no hay motivo de preocupación por lo que a nosotros respecta. Estamos preparados para lo que sea.

—Oíros me tranquiliza, pero la inactividad y la falta de información me exasperan. No sabemos realmente lo que pasa en Zierikzee ni en Woerden. Las noticias que llegan de Bruselas son confusas… he decidido ir a visitar al comendador y enterarme de cuáles son los planes y de lo que se espera de nosotros. Partiré mañana por la mañana con una pequeña escolta compuesta por Ruy, Fernando, Gonzalo y Guzmán. Con ellos me bastará en este rápido viaje, pues sólo permaneceré en Bruselas las horas precisas para hablar con el comendador. Salvatierra, advertidles para que mañana estén dispuestos al salir el sol.

La conversación se prolongó todavía un rato, pues los tres compañeros de armas siguieron departiendo sobre los últimos acontecimientos vividos y haciendo mil conjeturas sobre un futuro incierto. Finalmente, Sancho los despidió. La noche hacía mucho tiempo que había caído y el silencio era total en la ciudadela.

Ruy hablaba con Gonzalo, Guzmán y Fernando a las puertas del palacio de Bruselas, donde aguardaban a Sancho Dávila, que había entrado a entrevistarse con el comendador. Habían llegado la noche anterior y en cuanto el palacio recuperó el ritmo cotidiano se presentaron a sus puertas con Dávila al frente y allí esperaban con los caballos ensillados.

Dávila había entrado decidido en palacio y llegó al salón, donde funcionarios y oficiales diversos charlaban en corros o entraban y salían de las diversas dependencias adyacentes. Él se encaminó directamente a uno de los mayordomos, procurando evitar a los funcionarios. Cuando estuvo frente a él, le dijo secamente:

—Soy el castellano de Amberes y me espera el señor comendador. Avisadle que estoy aquí.

El mayordomo le miró con cierta displicencia, pero vio el gesto de Dávila tan decidido que se limitó a decir:

—Esperad aquí.

Y se encaminó hacia una de las puertas del salón donde estaban, por la que desapareció, regresando al cabo de diez minutos, cuando Sancho empezaba a hartarse de esperar. Su actitud era tan evidente que el mayordomo se vio en la necesidad de explicar su tardanza.

—El señor comendador no está muy bien —dijo al tiempo que con un gesto le indicaba la puerta por donde había venido, poniéndose los dos hombres a caminar hacia ella—. Unas fiebres lo tienen muy postrado… pero os recibirá.

Sancho andaba en silencio a lo largo del pasillo, siguiendo al mayordomo, que se detuvo ante una puerta. Golpeó suavemente con los nudillos y la entreabrió mirando al interior, después la abrió por completo, se hizo a un lado y anunció en voz más alta:

—Señor, el castellano de Amberes.

Sancho entró en la habitación y se encontró a Requesens hundido en un sillón, envuelto en una manta, cerca de una mesa donde se acumulaban los papeles y enfrente de una chimenea que ardía con un buen fuego calentando la estancia. La luz que entraba por las ventanas de aquel día nublado y desapacible le permitió ver claramente el rostro del comendador, al que encontró bastante demacrado, con los ojos aún más hundidos que cuando la campaña de Bommenee y Zierikzee. Le pareció que había adelgazado mucho, tanto que sus piernas no llenaban las calzas y la ropa le bailaba en el cuerpo.

—Pasad, Dávila, y acercaos —le dijo el comendador. Sancho obedeció y se aproximó a don Luis, que no se levantó, limitándose a señalarle un escaño próximo al suyo para que se sentara. El visitante volvió a mirarlo a la cara y advirtió un ligero temblor que atribuyó a la fiebre que lo consumía, una fiebre que lo tenía postrado y le brillaba en los ojos.

—Señor, no quiero importunaros…

—No me importunáis, Sancho, y celebro que estéis aquí, pues quería hablar con vos desde hace días.

—Yo también quería veros. Por eso he venido. Corren rumores y noticias contradictorios… Deseaba conocer de vos cómo está la situación y cuáles son vuestras órdenes para mí y los míos.

—La situación es mala, Sancho. No voy a ocultároslo. El sitio de Zierikzee sigue con muestras de ser eterno, máxime ahora que Mondragón no ha podido evitar que una flota avitualle la plaza y refuerce la guarnición en una audaz acción que tuvo lugar el 6 de febrero de este malhadado año de 1576. El fuerte Crimpen, en el cual yo tenía depositadas tantas esperanzas, ha tenido que rendirse a los de Orange, falto de municiones y vituallas. El cerco de Woerden se mantiene, pero no fío nada en ello, pues las tropas desfallecen y están próximas al motín, ya que no han cobrado nada desde hace un año. En el Brabante, la caballería se desparrama por los lugares y vive de la tierra, cometiendo desmanes que he querido atajar permitiendo a las autoridades y paisanos que acaben con los criminales… Un error, pues mi orden ha servido para que apresen y ahorquen a cualquier soldado que se separa de sus compañeros, no importa que haya cometido o no algún delito… Y para colmo, Chapín Vitelli ha muerto hace unos días…

Requesens se calló visiblemente fatigado, jadeando para llenar sus pulmones del aire que necesitaba, refugiándose más en la manta, algo que sorprendió a Sancho, que sudaba por el calor que desprendían los leños de la chimenea, y que le hizo pensar que era grave la dolencia del comendador.

—Anoche, cuando llegué a Bruselas, fue de lo primero que me enteré. La muerte del maestre general está siendo muy comentada y la lamentan todos los hombres de armas que lo conocieron… ¿Cuál fue la causa de su muerte, señor?

—La fiebre… esta fiebre que a mí me consume también. Los dos la cogimos en Zelanda y acabará conmigo igualmente, a no tardar mucho.

—Señor… —dijo Sancho en un intento de distraerle de sus funestos presentimientos, pero Requesens lo atajó:

—Me he acordado mucho de vos estos días, Sancho —éste miró al comendador con indudable curiosidad, y al ver esa expresión Requesens continuó—: En nuestra primera entrevista me dijisteis que todo hombre tiene derecho a elegir con quién vivir y con quién morir… Tal vez sea así, pero en mi caso no es cierto, como tampoco lo es en el de muchos de los que servimos… Si no, explicadme cómo llevo lustros sin ver a mi esposa, de la que apenas si puedo recordar su cara con claridad y si la veo ahora, después de tanto tiempo, a lo peor ni la reconozco… y explicadme también por qué voy a morir aquí, lejos de todos los míos, sin descendientes y con la desazón de no haber concluido la empresa que se me encomendó… en esta ciudad y en esta tierra por la que no siento ninguna simpatía y a la que no hubiera venido nunca si el rey no me envía.

De nuevo Requesens se calló para recuperar el aliento, y antes de que ninguno de los dos volviera a hablar unos golpes en la puerta anunciaban la presencia de un individuo que entró decidido en la estancia y, sin mirar a Sancho, se dirigió directamente al comendador, diciéndole:

—No conviene que os fatiguéis más. Ya os he dicho que no os hacen bien las visitas. Hay que acabar con esas fiebres y el mejor remedio es el descanso, buenos caldos de gallina y sangrías para que os supure el mal.

Sancho miró al médico con profunda desconfianza. Había visto tantos horrores en el campo de batalla y tantas intervenciones fallidas y dolorosas por parte de los médicos que no tenía ninguna esperanza en sus remedios. En más de una ocasión había pensado que prefería morir en la batalla a quedar herido y a merced de los médicos. En su fuero interno pensó que con aquél allí el comendador estaba perdido sin remedio y su muerte sería cuestión de días. Una de las cosas que agradecía a la Providencia era que sus heridas se las hubieran producido siempre con armas blancas, nunca con las de fuego, de las que temía más que la herida en sí los remedios que aplicaban los cirujanos.

Requesens no hizo caso del recién llegado; con las pocas fuerzas que le quedaban lo apartó a un lado para que le dejara ver directamente a Sancho, a quien dijo:

—Dávila, tenéis una gran responsabilidad, que no podéis eludir. Habéis de mantener la ciudadela por el rey Felipe y libre de motines y, además, no podéis defraudar a muchos de los que están aquí, que confían plenamente en vos… Si yo muero… y eso puede ocurrir en breve… casi todos los soldados verán en vos a su jefe natural y tendréis que actuar a la altura de las circunstancias hasta que el rey nuestro señor disponga lo más conveniente… Id con Dios. Volved a vuestra ciudadela y esperad sin olvidar las recomendaciones que os hago. No descuidéis la escuadra; tened prestos los navíos que ahora hay en Amberes y poned a punto los que arriben a aquel puerto, que ya he dado orden sobre ello. A ver si llega la ocasión de que igualemos a los rebeldes en el mar.

Sancho se levantó y se acercó al comendador, diciéndole:

—Pronto estaréis bien, ya lo veréis, señor. Me vuelvo a Amberes ahora mismo y en la ciudadela esperaré vuestras órdenes… Acabaremos esto con bien para todos. Descansad y recuperaos. No seáis tan pesimista.

—Gracias por vuestros deseos, Sancho. Id en buena hora y que Dios os bendiga.

—Que Él quede con vos.

Sancho abandonó la estancia. Un lacayo le acompañó hasta el salón y él buscó la salida, reencontrándose con sus hombres. Al verlo llegar, Ruy le tendió las bridas de su caballo y caminando abandonaron la plaza. Cuando se habían apartado un trecho, Dávila se detuvo y sus hombres le rodearon para oír lo que les decía en voz más bien baja:

—El comendador se muere… No sé qué pasará cuando eso ocurra, pero todo indica que se aproximan jornadas difíciles para las que tenemos que estar preparados. Nosotros cuatro volvemos a la ciudadela ahora mismo. Gonzalo se quedará aquí —Dávila lo miraba directamente—. Estaréis al tanto de todo cuanto suceda y cuando creáis llegado el momento volveréis a informarme.

—Descuidad. Así lo haré.

—Nos vamos, pues. Hasta la vista.

Sancho y los otros tres montaron a caballo y continuaron hacia la puerta de salida de Bruselas para Amberes. Gonzalo empezó a desandar el camino hacia la plaza.

Nada más llegar a Amberes, Sancho escribió al rey para comunicarle sus inquietudes, advertirle lo conveniente que sería tener prevista la sucesión de Requesens, dado el lamentable estado de salud del comendador, e informarle de la situación de la ciudadela, de cuyas necesidades enviaría relación más adelante. Le reiteraba, asimismo, su disposición en el párrafo final de su misiva: «Y en lo que me avisaren y vieren del servicio de Vuestra Majestad haré en todas las ocasiones lo que voy a ello obligado, sin alzar la mano a lo que toca a la armada de mar, procurando se entretengan y se hagan los efectos y servicios más necesarios hasta que Vuestra Majestad en todo mande lo que más sea de su servicio».

—El comendador murió el 6 de marzo —Gonzalo hablaba pausadamente. En su cara estaban reflejadas las muestras inequívocas de la fatiga acumulada en el viaje desde Bruselas, que había hecho sin descansar, parando tan sólo a cambiar de montura y tomar algún bocado—. Los negocios los dejó encargados a Berlaymont y a Mansfeld; al primero los asuntos civiles y al segundo los militares.

Sancho le escuchaba atentamente, sentado al otro lado de la mesa del cuarto de banderas, encima de la cual había dispuesta comida y bebida para el recién llegado. No había ningún testigo de la conversación, pues el castellano quería conocer las novedades que Gonzalo le traía y ponderarlas para discernir en qué términos deberían trascender al resto de la guarnición de la ciudadela.

—Pero como esa decisión no estaba refrendada por el rey, el Consejo de estos Estados ha reclamado todo el poder en medio de una fuerte pugna entre sus componentes —Gonzalo hablaba entre bocados y sorbos—. Como sabéis, en el Consejo ahora hay nada más que dos españoles, Luis del Río y Jerónimo de Roda, por lo que están en clara desventaja. Por suerte para nosotros, los consejeros naturales de estos reinos desconfían de Orange y eso les hace ser cautos en sus decisiones y se mantienen respetuosos con el rey, pero atendiendo más a sus propios intereses. Por otra parte, Viglius, al que siempre se ha respetado en estas tierras, está tan viejo y decrépito que no puede mantener a raya a Berlaymont y a Aerschot, al que el Consejo ha nombrado sucesor de Requesens. Han sido días confusos, en los que nadie sabía a qué carta quedarse, por eso he esperado hasta ahora, en que la situación se aclara al recibirse un despacho del rey, fechado el 24 de marzo, en el que confía interinamente el gobierno de estos Estados al Consejo, en tanto designa al nuevo capitán general… Y así están las cosas… y aquí me tenéis.

—Bien, Gonzalo —decía Sancho—. Os agradezco vuestro interés. Acabad de comer y descansad. La verdad es que no me sorprende demasiado lo que me acabáis de contar. Esperaremos unos días y veremos qué pasa. Voy en busca de Lope. He de encargarle algo.

Sancho se levantó y salió al patio, dirigiéndose a la guardia, y a uno de sus componentes le dijo:

—Buscad a Lope y decidle que vaya inmediatamente a mi aposento.

Luego se dirigió a la escalera y empezó a subirla en dirección a su aposento. Los malos presentimientos que tenía desde hacía meses se confirmaban al ver cómo estaban rodando las cosas. Mientras escuchaba a Gonzalo se le había ocurrido la idea de hablar con otros jefes para saber qué pensaban ellos y había tomado la decisión de entrevistarse con Julián Romero. Apenas si había terminado de cerrar la puerta del cuarto cuando oyó unos golpes suaves, abrió y se encontró con Lope, que preguntaba:

—¿Me buscabais?

—Sí. Pasad. Quiero que encontréis a Julián Romero, debe de estar en algún lugar del Brabante. En Bruselas podréis averiguar con facilidad por dónde anda. Decidle que necesito hablar con él, que fije el día, la hora y el lugar de la cita. Cuanto antes sea, mejor.

Lope asintió en silencio y se marchó en busca de su caballo.

El enviado de Sancho Dávila regresó una semana después. Cuando llegó a la ciudadela supo que el castellano no estaba, que había salido a la ciudad. Salvatierra le informó de que estaba en casa de Agnes y le dio las indicaciones precisas para que pudiera localizarla. Lope volvió a montar y fue en busca de la casa que le habían indicado, encontrándola sin dificultad. Al llegar a la puerta, se apeó de la cabalgadura y llamó.

Agnes y Sancho se quedaron bastante sorprendidos al oír los golpes. No esperaban a nadie y no eran horas de visita. Ella se dirigió a la puerta, volviendo instantes después a la sala donde se había quedado su amigo.

—Os buscan, Sancho. Un tal Lope.

—¿Lope? Al fin. He de irme, Agnes, y lo más probable es que salga a no tardar mucho para un corto viaje. Ya os he dicho cómo veo la situación y no me resigno a cruzarme de brazos y esperar. Volveré en cuanto pueda.

Sancho la besó un tanto maquinalmente, pues su pensamiento había volado a muchas leguas de Amberes, ansioso por saber las nuevas que traía Lope. Agnes devolvió el beso con cierto desencanto, pues desde que Sancho regresara de Bruselas, tras la entrevista con Requesens, pasaba menos tiempo con ella y le veía muy preocupado. Sus silencios eran excepcionalmente largos y cuando lo observaba sin que se diera cuenta veía en su rostro negras sombras que reflejaban su agitación interior y el pesimismo. Ella no sabía cómo ayudarle a disipar tan funestos pensamientos; en sus conversaciones con Sancho lo más claro que había sacado era la rivalidad que se estaba materializando entre los soldados y los «políticos», como Sancho solía llamar a los del Consejo, a sus partidarios y a toda su cohorte de funcionarios. Agnes se había desentendido de la guerra y no le interesaba ni la postura que defendían los enviados del rey Felipe ni la de los partidarios de Guillermo de Orange. Su actitud respondía a un mecanismo de negación de la realidad que le permitía olvidarse de los traumas vividos hacía unos años, no angustiarse con las contradicciones en que se vería sumida si pensaba en su relación con Dávila en aquellos momentos y disfrutar segundo a segundo las horas de dicha que le proporcionaban la compañía y el afecto de Sancho. Por eso le inquietaba la preocupación de su amigo e instintivamente veía en el Consejo una amenaza para su felicidad. Se sintió completamente impotente cuando el castellano cerró tras sí la puerta y se quedó sola. Las lágrimas brotaron a raudales de sus ojos y ella no hizo nada por contener esas lágrimas que en ella se habían secado durante muchos años. Sin embargo, ahora que el trato con el castellano le había devuelto la sensibilidad por la vida, con frecuencia su alma se llenaba de ternura y sus ojos se humedecían. En pleno llanto pensó cuál era la causa que lo producía y no pudo determinarla con exactitud. Lo único que sabía con certeza era que su espíritu se había encogido, que algo atenazaba su garganta y que aquel desahogo le vendría bien para recuperar la calma. Por eso siguió llorando un buen rato.

Ajeno al volcán anímico que había desatado en su compañera, Sancho caminaba por la calle al lado de Lope hacia la ciudadela. Ninguno de los dos hablaba por temor a oídos indiscretos. Cuando salieron de la ciudad y enfilaban el acceso a la fortaleza, incapaz de contenerse por más tiempo, dijo Sancho:

—Bien. Decid qué nuevas traéis.

—Localicé a Julián Romero en Tirlemont y aceptó muy bien vuestra propuesta, pues también él está preocupado. Como anda recorriendo los aposentamientos de la caballería, dice que podrá estar en Malinas dentro de cinco jornadas, así que podréis reuniros con él en una venta que está a una legua de la ciudad en dirección a Amberes llamada La Oca Feliz. Os espera por la noche para que lleguéis con la mayor discreción y os separaréis al alba. De esta forma será difícil que os vean y vuestra reunión no trascenderá.

Los dos hombres se habían detenido antes de llegar al foso. Cuando Lope terminó su informe, continuaron andando y entraron en la ciudadela. Una vez en el patio, Sancho retomó la conversación:

—Saldré hoy mismo. Sin forzar mucho la marcha podré llegar a la cita. Id a descansar, Lope… y gracias.

—Sabéis que estoy a vuestro servicio, señor —contestó el venturero, que se encaminó hacia las caballerizas, donde dejaría el caballo para después ir a la cocina a ver si encontraba algo que llevarse a la boca.

Sancho, por su parte, había ido en busca de Martín, su teniente. Cuando le encontró, le puso al corriente de los planes para reunirse con Romero y le advirtió que localizara a Fernando y a Valenzuela y que les dijera que se prepararan para el viaje, pues los llevaría como escolta. Concluyó:

—Saldremos en una hora.

Las últimas horas del viaje las habían hecho bajo una fina lluvia zarandeada en todas direcciones por el viento. Los tres hombres estaban empapados y ateridos; el camino se embarraba dificultando la marcha y las cabalgaduras daban muestras de cansancio, por lo que decidieron no obligarlas a ir a un ritmo más rápido para no agotarlas. La noche ya había caído y de no ser por la luna llena que se adivinaba detrás del ligero manto de nubes que cubría el cielo en algunas zonas la oscuridad habría sido total. Unos minutos más y alcanzaron la venta a la que encaminaban sus pasos. Al verla, los tres hombres se sintieron aliviados. Al llegar, fueron directamente a los establos, donde salió a recibirlos un mozo de cuadras que se hizo cargo de los caballos. Ellos cogieron sus jubones y entraron por la puerta de atrás al salón de la venta, donde ardía una chimenea, el patrón y una criada dormitaban apoyados en el mostrador y tres únicos parroquianos esperaban con unos jarros delante sentados a una mesa. Lo inhóspito de la noche había despejado el lugar, pues los viajeros, si los había, ya estaban en sus habitaciones y los posibles clientes habituales, que acudían en busca de conversación y bebida, no habían llegado para no sufrir las inclemencias del tiempo.

Nada más entrar, Sancho se fijó en los tres hombres y enseguida identificó a Julián Romero, que conservaba el casco en la cabeza y se envolvía en su capa. A sus acompañantes no los conocía, pero supuso que, al igual que él, Romero había llevado a dos hombres de su confianza. El ventero se animó al verlos entrar e inició un movimiento hacia ellos con expresión solícita, pero se detuvo en seco al ver cómo lo miraba Fernando. Sancho se dirigió directamente hacia donde estaban Romero y los suyos. Se despojaron de las capas y las sacudieron, arrimándose al fuego para secarse y calentarse. Tras los saludos de rigor, Julián habló:

—Os estábamos esperando para cenar. Andújar —se dirigía a uno de sus acompañantes—, decid que nos sirvan la cena.

El aludido se dirigió hacia el ventero y la criada y habló con ellos, regresando a donde estaba el grupo. Los cuatro soldados se apartaron y se situaron en otra mesa, también cerca del fuego, dejando solos a Dávila y Romero, que empezaron a hablar de lo que les preocupaba. Unos minutos después, la moza depositaba en las mesas comida y bebida. Y mientras los escoltas hablaban en voz alta de cosas intrascendentes, los dos jefes mantenían un tono de voz más bajo de lo normal para que nadie pudiera oírlos.

—No sé qué piensa el rey —decía Sancho a su amigo—. Le he escrito dándole cuenta de todo y he recibido dos cartas en las que lo único claro es su apoyo al Consejo y su intención de nombrar un nuevo gobernador o capitán general. Oíd lo que me escribía el 24 de marzo —Sancho pasó rápidamente la vista por una carta que había sacado del pecho y, cuando encontró el párrafo que buscaba, leyó—: «Entre tanto que nombro persona para el gobierno general de esos Estados, lo he encomendado al cuerpo y colegio de mi Consejo de Estado que en ellos reside de la manera que lo tenía el comendador mayor de Castilla y que mi intención y voluntad es que obedezcáis al dicho Consejo y cumpláis sus órdenes todo el tiempo que tuviese la dicha autoridad; y si todos o algunos de ellos fuesen a ese castillo, o enviaren alguna persona o personas, los dejaréis entrar en él, sobre presupuesto que de su buena guarda y seguridad tenéis el cuidado que se requiere, que bien sé que no es menester encomendároslo porque tengo por cierto que en ello y en todo lo que tocare a mi servicio haréis siempre lo que habéis hecho, que lo tengo muy presente y con mucha satisfacción de ello y así tendré con vuestra persona la cuenta que merecéis».

Sancho se interrumpió al finalizar la lectura y preguntó a su amigo qué le parecía lo escrito por el soberano. Romero contestó:

—Es difícil saber lo que piensa el rey. El contenido de la carta coincide con las enviadas a otros personajes y algunos compañeros. Yo entiendo que hay un apoyo claro al Consejo, posiblemente para no empeorar las cosas del gobierno de estos Estados y también veo que nos exige que cumplamos con nuestros deberes de lealtad para con él si la gestión del Consejo no atiende plenamente sus intereses. Por lo demás, las promesas de recompensas y premios son como el azúcar que damos a los caballos para tenerlos contentos cuando nos interesa que no se pongan cerriles.

—Pienso como vos. El rey no puede prescindir ahora de los políticos ni de los naturales, pero creo que sólo confía en nosotros, en los españoles que aquí estamos. La cuestión es cuánto se mantendrán así las cosas. Mirad esta otra carta de nuestro rey, fechada el 3 de abril.

Sancho había desplegado otro papel, donde buscaba unas líneas concretas, que leyó: «Tenía yo por muy cierto que en ésta y en todas coyunturas y ocasiones me habéis de servir de la manera que siempre lo habéis hecho, y espero que con la orden y autoridad que he dado a los del Consejo de Estado pasará bien lo del gobierno de esos países, entre tanto que lo proveo en persona cual conviene, que será con la brevedad posible, como lo advertís».

—Como veis —continuó hablando—, tiene intención de nombrar un sucesor de Requesens, pero no dice nada sobre quién será.

—Roguemos porque sea un soldado y que nos conozca, si no, lo pasaremos mal —apostilló Romero.

—¿Por qué decís eso?

—Porque tengo un confidente en palacio y me ha comunicado ciertos informes que se han enviado a Madrid, cuyo contenido nos atañe.

—¿Vuestro informador es de fiar?

—Yo no le confiaría ni el arreglo de mis botas. Pero conozco de él ciertos manejos y tengo unos documentos que lo comprometen, por lo que procura que no me sorprenda ningún mal y me advierte de cualquier posible amenaza. Por eso creo que lo que me dice es cierto y conviene que lo tengamos en cuenta.

—¿De qué se trata? —preguntó Sancho intrigado.

—Parece que hace unos días el Consejo escribió al rey aprovechando ciertos papeles del cardenal Granvela que manipularon para lanzar la acusación contra nosotros y descargar la responsabilidad en el cardenal —fue ahora Romero quien sacó un papel de su pechera y lo desplegó buscando un párrafo determinado. Cuando lo encontró, advirtió a su amigo—: Escuchad lo que nos afecta: «Sancho de Ávila y Julián Romero con las ocasiones han tenido a su cargo más cosas de las que les competen por razón de los suyos; que a estos y a cualquier otros era de parecer que no creyese, antes procurase que estos fuesen a otra parte, y en su lugar vayan allí otros de nuevo». ¿Qué os parece?

—¡Malditos sean esos canallas! ¡Qué razón tenía cuando quise marcharme con el duque y cómo me equivoqué al consentir quedarme! Estamos dejando nuestras vidas al servicio del rey en estas desamparadas tierras para que ahora vengan éstos y siembren la duda de nuestra lealtad en el ánimo real.

—Tenemos que pensar con frialdad, Sancho, y trazarnos un plan a seguir, haciendo las cosas de manera que el rey no tenga motivos para dudar de nosotros y para defender nuestras vidas y las de nuestros hombres, si llega el caso de tener que enfrentarnos a todos. Os propongo lo siguiente. Oíd.

Julián Romero se inclinó hacia delante para que Sancho lo oyera sin perder palabra, pues iba a bajar aún más el tono de voz. Sancho apartó los platos, cuyo contenido ya hacía tiempo que habían terminado, y se dispuso a escuchar con atención redoblada.

—Es importante que mantengamos el contacto directo con el rey Felipe o con alguien de su entorno próximo. Para ello utilizaremos los mismos correos reales, pero les daremos nuestras cartas en el momento de partir, cuando no tengan tiempo ni ganas de comprobar si el envío es autorizado o no. Para ello nos valdremos de nuestros hombres de confianza, pues nadie se atreverá a dudar de nosotros ni de ellos, quienes se encargarán de entregar las cartas en el momento justo de la partida. De esta forma ninguno aquí sabrá que escribimos al rey ni lo que le decimos y él estará al tanto de lo que hacemos. Si nos envía alguna carta, mi confidente nos la hará llegar con toda discreción, pues por sus manos pasa todo el correo que entra y sale de palacio en Bruselas.

—Es una buena idea. Yo puedo escribir al secretario Zayas y al rey. De esta forma si el rey pregunta en la corte habrá alguien que sepa de nosotros y pueda contestarle.

—Bien. ¿Fiáis en vuestra gente de la ciudadela, Sancho?

—Por supuesto. Son veteranos incondicionales y mi teniente y mi sargento mayor son hombres de excepcional valía, a los que puedo confiar con plenas garantías mi propia vida. Y vos, ¿controláis las guarniciones desperdigadas por el Brabante?

—Estoy en ello. Como sabéis, hay amenaza de motín y yo, con el pretexto de llevar a cabo una muestra, puedo moverme a mis anchas por esta tierra sin que el Consejo me lo estorbe, ya que lo que menos desea ahora es un motín y piensa que mi iniciativa puede mover a los hombres a esperar algún tiempo más a ver si llegan las pagas. En menos de dos semanas sabremos con quién contamos. ¿Y Mondragón?

—Está empantanado en Zierikzee.

—Esa empresa habría que terminarla como fuera.

—Ya lo he pensado. Esperaré un poco aún, para ver cómo ruedan las cosas con el Consejo y en el cerco de la ciudad. Luego, si es necesario, acudiré yo mismo en ayuda de Mondragón.

—Vos podéis hacerlo. Vuestro prestigio es grande y el Consejo no se atreverá a impedíroslo. Es más, posiblemente os ordenará que vayáis, porque si el sitio acaba bien el Consejo se apuntara el éxito, y si fracasáis, podrá acusar de incompetencia a dos militares de prestigio, poniéndoos en evidencia ante su majestad.

—Si contamos con Mondragón, y yo estoy seguro de que así será —decía Sancho—, y conseguís que os obedezcan las guarniciones del Brabante, con mi gente de la ciudadela y los barcos que se reúnen y aprestan en Amberes podremos resistir y salir de aquí si las cosas nos van mal.

—Neutralizar al Consejo va a ser imposible sin las órdenes del rey y eso lo saben los consejeros, de quienes me temo lo peor, en el sentido de que querrán desembarazarse de los españoles, pues somos la única nación del ejército real que permanecerá fiel y leal en cualquier circunstancia.

—Si siembran la duda en el ánimo de nuestro señor don Felipe y él nos saca de aquí, todo lo tendrá perdido, pues a los consejeros no les será difícil expulsar o controlar a los alemanes, valones y demás hombres de armas. Por eso, deberíamos mantener a toda costa algunos enclaves estratégicos, y los hombres que sobren en esos cometidos reunirlos en un punto para hacernos fuertes y pasar a la ofensiva si fuera necesario.

Julián Romero asintió y añadió:

—Amberes puede ser el mejor punto de reunión, llegado el caso. Advertiremos a la gente para que acuda allí si llega la ocasión. Esa será la consigna: concentración en Amberes.

Ambos hombres se levantaron poco después dando por concluida la conversación. El ventero roncaba aparatosamente sobre el mostrador y la camarera hacía tiempo que había desaparecido, después de retirar los platos vacíos y dejar nuevas jarras llenas sobre las dos mesas, de las que los soldados habían ido llenando sus vasos. Los escoltas se levantaron también al ver a sus jefes en pie y todos se encaminaron hacia la escalera en busca de los cuartos superiores y de los catres que se les habían reservado. Andújar les fue indicando las habitaciones correspondientes y unos minutos después todo quedó en silencio.

En su cama, Sancho oía el viento exterior y algunas veces la lluvia lanzada contra la ventana por alguna ráfaga de aire. Estaba muy cansado, pero se sentía más tranquilo al saber que no estaba solo, que su pesimismo no respondía a figuraciones suyas, pues era compartido por sus compañeros de armas, y que, llegado el momento, lucharían al unísono. Con esa tranquilidad se durmió.

—La ausencia de capitán general y la responsabilidad militar que me ha confirmado el rey Felipe me permiten escribir a Madrid con las cuestiones que considero más convenientes para el servicio de su majestad. Así puedo dejar clara mi conducta y ponerla al resguardo de lo que diga el Consejo de mí. Pero no es la relación con mi rey la que me preocupa, Agnes. Sois vos y vuestra seguridad.

Sancho estaba recostado sobre su espalda, apoyada en la almohada que previamente había colocado contra el cabecero de la cama, y abrazaba a Agnes, que, desnuda como él y bajo las sábanas, se pegaba a su cuerpo, reclinando la cabeza sobre el pecho de su amigo.

—Ya hemos hablado muchas veces de eso y no vais a hacerme cambiar de opinión.

—Agnes, en mi larga experiencia de soldado nunca he conocido una situación como ésta. Presiento el peligro y temo que no voy a equivocarme. Las tropas hablan de motín por falta de pagas. Ahora no hay quien las contenga, pues no tenemos capitán general y no se fían de los extranjeros del Consejo. Si el motín se produce, vendrán a Amberes, que es una ciudad rica y la tenemos controlada; aquí pensarán encontrar el dinero que les compense sus soldadas, si el rey no lo envía. Y cogerán ese dinero de grado o por fuerza sin que nadie pueda impedirlo… Si eso ocurre, vos estaréis en medio y yo no sé si podré ayudaros, pues ni siquiera puedo prever si estaré aquí o no… Deberíais venir conmigo a la ciudadela e instalaros allí, donde estaréis segura aunque yo no esté…

—Nunca, Sancho, nunca. Ya os lo he dicho. En la ciudadela no hay mujeres y no quiero que el ascendiente que tenéis sobre vuestros hombres se vea mermado por mi causa, pues al verme allí pensarán que el castellano ha metido a su barragana en casa. No quiero ver sus risitas ni leer en sus caras el pensamiento de que soy una puta afortunada.

—Eso es lo que piensan vuestros vecinos, que sois una puta…

—Sí, lo piensan. Pero quiero ponérselo difícil. Cuando esto acabe, mis negocios seguirán siendo mi garantía y como mi dinero es tan bueno como el de los demás y yo no tengo poco, mal que les pese volverán a tratar conmigo… acabarán por readmitirme y volveremos a la normalidad. Si, además, vos seguís aquí conmigo, mi dicha será completa.

—Agnes, me temo que las cosas ya nunca volverán a ser como antes… Algo me dice en mi fuero interno que estáis equivocada, pero no puedo convenceros, pues no tengo más argumentos que mi experiencia y lo mucho que significáis para mí… En fin.

Sancho miró la ventana y al ver la luz exterior añadió:

—Fernando no tardará mucho en venir a recoger las cartas que les he escrito al rey y a Zayas para llevarlas a Bruselas y darlas al correo real. Voy a terminar de prepararlas.

Antes de que terminara de hablar, Agnes ya había salido de la cama y se vestía presurosa. Sancho la vio desnuda unos instantes y pudo apreciar una vez más la belleza de aquel cuerpo sonrosado; miró sus piernas esbeltas de muslos torneados, su trasero redondeado y firme, su cintura estrecha y su espalda lisa y airosa; en un momento en que ella se volvió a coger la camisa, él vio sus pechos una vez más, unos pechos generosos que admiraba como todo aquel cuerpo femenino que la vida había puesto en su camino. Entonces levantó su vista al rostro de Agnes, que lo miraba complacida al saberse contemplada y admirada y con una sonrisa abierta y picara preguntó:

—¿Qué? ¿Os gusta lo que veis?

No le dio tiempo a responder, pues añadió enseguida:

—Salid de la cama y vestíos o tendréis que recibir a Fernando de esa guisa.

Cuando acababa la frase ya estaba bajando la escalera. Sancho se levantó, se vistió con rapidez y se encaminó a la sala por la que sentía predilección en aquella casa para leer por última vez las cartas, que había fechado el 25 de abril. En una le decía al secretario real que no temía ningún ataque a Amberes por el momento, pero que el país estaba en armas y podría generalizarse la guerra, una guerra entonces localizada en Zierikzee y en algunos otros puntos; concluía pidiendo dinero para ultimar la puesta a punto de la ciudadela en previsión de posibles males futuros. En la carta que dirigía al rey, de tenor muy parecido a la de Zayas, acompañaba una relación de las cosas necesarias para mantener su ciudadela bien abastecida y dotada durante los seis meses siguientes.

Esa relación la había preparado minuciosamente con Martín y Salvatierra. Pusieron especial énfasis en la artillería, muy necesaria si tuvieran que soportar un asedio; la última vez que habían disparado las piezas fue con ocasión de la visita de la flota de Orange; después no hubo lugar y la inactividad había deteriorado algunas, de lo que se percataron al examinarlas cuidadosamente para hacer la relación; además, solicitaba el envío de varios cañones más para reforzar la defensa de la parte que miraba al río y la que estaba frente a la ciudad, que era por donde podría sufrir los ataques más directos. Astas de repuesto para las picas, pólvora, municiones para los cañones, arcabuces y mosquetes, espadas y dagas, víveres de todo tipo, pertrechos para reparar destrozos en los muros… En definitiva, todo lo que podría necesitar durante un largo asedio una guarnición muy superior a la que en ese momento había en la ciudadela.

—Sancho, ha llegado Fernando —le interrumpió Agnes, que entraba en la estancia acompañada del soldado.

—Un momento —dijo mientras se levantaba y plegaba las cartas. Luego se acercó a su emisario y, tendiéndoselas, le dijo—: Sabéis lo que tenéis que hacer, ¿verdad?

Fernando asintió con la cabeza, mientras recogía las cartas y las guardaba entre el peto y su camisa.

—Volveré en cuanto las haya entregado y me cerciore de que el emisario ha salido de la ciudad. Luego estaré a las puertas del palacio para asegurarme de que nadie ha olvidado ningún envío o ya sea tarde para hacer volver al correo.

—Bien, id con Dios.

—Quedad con Él, señor. Hasta pronto.

Fernando se dirigió a la puerta haciendo al salir una leve inclinación de cabeza a Agnes, que lo despidió con un gesto amigo.

En las semanas siguientes, Sancho dedicó toda su atención al Consejo, al que notificaba la situación de la ciudadela, que consideraba necesario reforzar, pero no aludía a las debilidades que pudiera tener su defensa; hablaba de la conveniencia de tomar algunas iniciativas y se refería con frecuencia al sitio de Zierikzee, confesando su interés por ir a reforzarlo. El Consejo respondía formulariamente, sin decidirse a tomar ninguna determinación, a la espera tal vez de que su posición se consolidara ante el monarca y que éste le diera mayores facultades aún. Por otra parte, también sus miembros se abstenían de tomar decisiones de las que luego tuvieran que arrepentirse o fueran anuladas por el nuevo capitán general cuando llegara, si es que finalmente llegaba. A primeros de junio Dávila recibió por fin autorización para reforzar el cerco de Zierikzee con algunas tropas y se dispuso a partir.

Con Martín y Salvatierra llegó a la conclusión de que no convenía sacar gente de la ciudadela y sí, en cambio, sería oportuno debilitar la guarnición de la ciudad, llevándose algunas de las compañías que estaban a las órdenes de Champagney, por lo que acudió a entrevistarse con él. La entrevista no fue fácil, pues el gobernador de Amberes era consciente de que si dejaba ir a parte de sus hombres quedaría en franca inferioridad respecto a la ciudadela, acabando con su libertad de acción, que era en definitiva lo que deseaba Sancho, para evitar así cualquier veleidad de Perrenot y toda posibilidad de connivencia con los rebeldes. En la conversación, Sancho mezcló la energía con la exigencia y la adulación, dio por supuesta su fidelidad al rey Felipe y explicó las ventajas que obtendría en el futuro por acceder a su petición. Champagney sabía que poco podía hacer y que no era oportuno negarse a semejante demanda, estando las cosas tan confusas en el país. Además, si los españoles salían malparados y se consolidaba la causa rebelde, ya explicaría él la serie de extorsiones padecidas para obligarle a ceder parte de sus hombres. Así que consintió en lo que Sancho le pedía, declarándose al margen de las funestas consecuencias que pudieran derivarse de la indefensión en que quedaría la ciudad, consecuencias de las que declaró único responsable al castellano, a quien no le inmutó lo más mínimo tal responsabilidad.

Dávila volvió después a la ciudadela para informar a su segundo y a Salvatierra del resultado de la entrevista y mandó llamar a Ruy, Lope, Fernando, Guzmán, Gonzalo y Valenzuela, reuniéndolos a los ocho en la sala de armas, pues quería dejar los cabos bien atados antes de su partida. Cuando todos estuvieron allí, empezó a hablar:

—Señores, Champagney ha transigido en cederme tres compañías de valones, de las que no me fío en absoluto. Por otro lado, es conveniente que dejemos asegurada la ciudadela y que durante mi ausencia no se produzca ninguna perturbación. Creo que con unos ciento cincuenta hombres, poco más o menos, podremos atender los dos negocios. Conmigo vendrán a Zierikzee unos cincuenta; el resto se quedará aquí a las órdenes directas de Martín. El problema es levantar esos hombres y para ver cómo lo hacemos os he reunido.

Sancho hizo una pausa y, tras aclarar en su mente lo que les iba a decir, prosiguió:

—Ruy, Lope y Valenzuela vendrán conmigo; Fernando, Guzmán y Gonzalo se quedarán aquí. Ellos serán nuestros enlaces. A vos, Salvatierra, también os quiero conmigo. Ruy, ¿podréis localizar a los que nos acompañaron en la visita al electo cuando el motín de hace dos años?

—Sí, señor. Aunque dos de ellos murieron en los canales de Schouwen. Pero puedo conseguir otros quince o veinte de la misma condición.

—Hacedlo, pues. Vendrán con nosotros y serán nuestra garantía si los valones intentan algo o nos vemos apurados en Zierikzee. En cuanto a los otros que dejaremos aquí, ¿qué podéis decirme?

Sancho miró a los hombres con los que estaba sentado en los bancos de la mesa de la sala de armas. Tras unos instantes de silencio, Martín habló:

—Los tenemos, señor. Las guardias son largas y tediosas; los hombres hablan durante ellas y yo los oigo, por lo que los conozco y sé cómo piensan. No os preocupéis. Dejadme ese asunto a mí y con la ayuda de Fernando, Guzmán y Gonzalo reuniremos un grupo que garantizará la seguridad de la ciudadela en el peor de los casos.

—De acuerdo —admitió Sancho, que agregó para despedir a los presentes—: Los que tenemos que partir mañana preparemos el equipo; los que se quedan, que pongan manos a la obra.

Terminada la reunión, Sancho encargó a Francisco que le preparara sus cosas y se dirigió a casa de Agnes. Por el camino reverdecieron sus negros presentimientos, por lo que nada más estar delante de su amiga empezó a decir:

—Agnes, mañana voy en ayuda de Mondragón. No sé cómo ni cuándo volveré. Me veo en la necesidad de volver a insistiros en que vengáis a…

—Y yo me veo obligada a negarme nuevamente —Agnes le interrumpió poniendo en sus palabras cierto tono de hastío, y después de una breve pausa añadió—: ¿No tendremos otra vez esta discusión, verdad? Ya conocéis sobradamente mi posición y no me haréis cambiar…

—Como queráis… Deseo que no tengamos que lamentarlo —dijo Sancho resignadamente.

—Vamos, entrad y disfrutemos las pocas horas que nos quedan antes de separarnos nuevamente… Olvidemos el mundo de ahí fuera y seamos sólo nosotros, que es lo que realmente nos importa.

Agnes se abrazó a la cintura de Sancho y se lo llevó al interior de la casa.

Con las primeras luces del sol, Sancho, Salvatierra, Ruy, Lope y Valenzuela cruzaban a caballo el puente de la ciudadela y se encaminaban a la ciudad, seguidos por un grupo de cuarenta hombres, que se consideraban suficiente garantía para las jornadas que iban a vivir. En la plaza más próxima a la puerta Imperial aguardaban las tres compañías de valones, formadas, con sus oficiales y banderas al frente. Los tres capitanes se adelantaron al ver llegar a Sancho, un tanto sorprendidos de ver la compaña que traía. Sancho los saludó y dio las últimas instrucciones:

—Señores capitanes, partiremos ahora mismo, tal y como hemos hablado. Delante irá un grupo de gastadores abriéndonos paso y marcando el itinerario de la marcha, luego irán vuesas mercedes con sus hombres y cerraremos la marcha los míos y yo. Nuestro destino es Zierikzee, pero antes de presentarnos allí haremos algunas comprobaciones de la seguridad del territorio próximo a la isla. ¡En marcha!

Los soldados empezaron a moverse de acuerdo con las órdenes de Dávila y unos minutos después la columna abandonaba Amberes a buen paso. La marcha se hizo sin ninguna dificultad y los días siguientes transcurrieron sin sobresaltos ni estorbos. El tiempo era de una bondad excepcional y un sol radiante se convirtió en permanente compañero de viaje.

Cuando el 20 de junio alcanzaron Ouquerque, en la isla de Beveland, Sancho decidió alargar unas horas más el descanso y dedicarlas él a escribir otra vez a Zayas con las últimas novedades y algunos planes que había trazado para el futuro, una vez tomada Zierikzee. Durante el viaje, Sancho había llegado a la conclusión de que los esfuerzos inmediatos deberían hacerse en el mar, para contrarrestar la clara superioridad orangista, pues de lo contrario la misma Amberes corría el riesgo de quedar aislada o cercada por la flota enemiga, por eso escribía:

Lo que me parece convendría ejecutar, siendo tan buena razón del año, y teniendo comodidad de navíos al propósito es meter gente en la isla de la Plata, que en ella no hay fuerza si no es en la cabeza del village un fuerte de tierra, y la isla es de mucha comodidad para la armada y gente de los herejes y para la provisión, como vuesa merced sabe, y de ella recibe mucho daño el Brabante. Asimismo, de esta isla de la Plata se podrá pasar a las demás islas de Holanda y a la de Brill con la comodidad de los navíos que digo, yendo tomando los canales, los estrechos y los bajíos.

Para ese plan era imprescindible la flota, la tripulación adecuada y pagar los trabajos de puesta a punto de las naves y las soldadas, por lo que solicitaba el envío de dinero y hombres y concluía:

Y sobre lo que arriba digo, si a vuesa merced pareciera lleva alguna razón, Su Majestad envíe luego orden y provisión, que yo tengo la armada a mi cargo, como vuesa merced habrá entendido. Si entiende Su Majestad que en hacerlo no piensa le he hecho el mayor servicio, y a mí mayor fuerza en encargarme de ella que en cuantas le he servido y que he padecido mayores trabajos, gastos y peligros que en cosa de mi vida y me encargué de ella por ordenármelo el Comendador y no por ningún otro designio y si pareciéndole a Su Majestad otra cosa, de cualquier manera recibiré yo mucha merced en que la encargue a otro y convendrá que vuesa merced me haga el bien de tener la mano para que se me haga recompensa por lo que he servido y gastado de mi hacienda, mirando por el mejor servicio del rey.

En su argumentación, Sancho analizaba y sopesaba cuidadosamente cada uno de los movimientos de la empresa hasta el más nimio detalle: hombres, guarniciones, itinerarios, tiempo, etc. Concluida la carta llamó a Salvatierra, Ruy y Valenzuela. Cuando estuvieron en su presencia les habló:

—Valenzuela, aquí tenéis una carta que debéis llevar a Bruselas y darla al correo real. Ya sabéis lo que hay que hacer, ¿verdad?

—Sí, señor. Además conozco a varios correos del rey. Difícil será que no tope con alguno de ellos. Dad por hecho el encargo.

—Partid, pues. Entregad esta otra en el Consejo —la carta que le alargaba contenía el mismo plan de acción que proponía a Zayas—. Después dirigíos a la ciudadela o esperad en Bruselas por si hay novedades. No regreséis con nosotros, pues no estaremos mucho tiempo más por estas islas.

Valenzuela se despidió y fue en busca de su caballo, partiendo instantes después. Mientras, Sancho seguía su conversación:

—Salvatierra, voy a adelantarme con Ruy para entrevistarme con Mondragón, una entrevista que quiero tener antes de que lleguemos con los valones, por eso vos os tendréis que hacer cargo de la marcha y conducirlos a Zierikzee detrás de nosotros y sin demasiada prisa.

—Lo haré, señor castellano. Podéis ir tranquilo.

—Ruy, comamos algo y partamos. Mañana por la noche, lo más tardar, me gustaría estar con Mondragón.

—Sancho, bienvenido seáis —dijo Mondragón.

—Bienhallado seáis vos, Cristóbal —correspondió al saludo Dávila.

—Tenía gana de que estuvierais aquí. Me tranquilizó el mensajero que me enviasteis, pero me consumía la falta de noticias claras desde la muerte del comendador de lo que ocurre en el país… ¿Qué pasa en Bruselas?

—Pues hasta donde a mí se me alcanza, sucede que en el Consejo, que dirige estos Estados, la presencia española ha quedado tan mermada que casi no tiene importancia y los naturales se han apoderado del gobierno que nuestro rey les ha encomendado en tanto nombra un capitán general, nombramiento que se retrasa haciendo concebir a los del Consejo esperanzas de tener tanta importancia en las provincias del sur como Orange la tiene en las del norte. Por lo que, si alguien no lo remedia, podemos vernos en aprietos.

—¿Y Julián? ¿Controla el Brabante?

—Más importante que controlar un territorio en estos momentos es contar con las fuerzas necesarias para mantenerse frente a los enemigos, si llega el caso, y Julián cuenta con las suficientes. Y vos… ¿cómo estáis aquí?

—Yo tengo mis dudas, hasta el punto de que no sé si lo mejor sería que la plaza continuara resistiendo.

—¿Y eso?

—Se habla de motín, Sancho. Son muchos meses sin sueldo los que llevan estos hombres y todos desean acabar esto, recibir su dinero y marchar a otros lugares a divertirse y descansar. Y todos sabemos que no es fácil que llegue dinero en la abundancia necesaria, sobre todo después de la bancarrota del año pasado.

—¿Qué tenéis previsto, entonces?

—Aquí no podemos estar mucho más tiempo, aparte de que la ciudad está muy debilitada, pues el refuerzo que recibieron en febrero al final se ha vuelto contra ellos, ya que fueron más bocas para comer y más ánimos para flaquear, poniéndose el tiempo a nuestro favor, porque sus inclemencias han sido escasas y hemos podido mantener el cerco con más comodidades que las esperadas. Pienso que la resistencia está a punto de desmoronarse; a lo largo de este mes de junio han venido a negociar varias veces. Yo ya he consultado las condiciones con el Consejo y sólo faltan algunos extremos en el acuerdo para que la capitulación sea un hecho. Como os digo, no tardará en producirse, pues una de las condiciones que se les ofrecen es dejar la salida libre y sin represalias a todo el que quiera marchar.

—Bien. Veremos qué pasa entonces. En cualquier caso, comprobad si algunas unidades estarían dispuestas a seguiros hasta donde hiciera falta sin hacer muchas preguntas. Yo vuelvo con Salvatierra y en unas dos jornadas más estaremos aquí. Si estallara el motín, cualquier previsión en relación con los hombres que tenéis aquí ahora sería inútil. En cualquier caso, Romero y yo estamos de acuerdo en que las tropas españolas se reúnan en Amberes para resistir o buscar salida.

Sancho abandonó el aposentamiento de Mondragón y con Ruy emprendió el camino para reunirse con Salvatierra, que avanzaba sin prisas hacia el campo sitiador. El 30 de junio se incorporaban a las fuerzas que cercaban Zierikzee, pero no tuvieron oportunidad de participar en ninguna operación. Bien de mañana salieron de la ciudad unos parlamentarios que pidieron hablar con Mondragón, quien acudió a la cita acompañado de Dávila y otros jefes. Tras varias horas de larga discusión quedaron establecidos los términos de la capitulación de la plaza: recogida de las armas, no habría saqueos, pagarían doscientos mil florines y podrían salir quienes lo desearan con sus pertenencias, lo que permitió a muchos combatientes ir en busca de otros lugares donde defender la causa rebelde o enrolarse en otras unidades para cobrar un nuevo enganche.

Sin embargo, en cuanto las tropas ocuparon la ciudad y la normalidad fue un hecho, las tropas se amotinaron y eligieron un electo, Navarrete, que nada más salir elegido fue a parlamentar con Mondragón.

—Señor —le decía—, se nos deben muchas soldadas y se dice que el poco dinero que hay se empleará, ahora que la campaña ha terminado, en licenciar a los alemanes del conde Aníbal. Vengo a hablar con vos para saber cuándo cobraremos nosotros.

—Desgraciadamente no puedo deciros nada en ese sentido, pues no tengo ni idea de cuándo el rey enviará los fondos necesarios. Tal vez estén ya en camino… —añadió sin mucho convencimiento, pero con la esperanza de dejar abierta la posibilidad de que el motín no se consumara por completo.

—Si no hay dinero —concluyó Navarrete—, nos vemos en la necesidad de abandonaros y marcharemos sobre Bruselas o Malinas para que nos paguen. No queremos permanecer más tiempo aquí, en estas tierras inhóspitas y expuestos a peligros procedentes del paisanaje o de los rebeldes. Bajaremos hacia el Brabante buscando la proximidad de los nuestros.

—Pero si abandonáis ahora —replicaba con vehemencia Mondragón— se perderá lo que tanto esfuerzo nos ha exigido durante meses.

—No se perderá. Designad una guarnición que permanecerá aquí. Los demás nos iremos.

—¿Sabéis que tendré que informar al Consejo de vuestra conducta…?

—Sí, lo sé —exclamó rotundo Navarrete—. Es lo que deseamos, a ver si él encuentra con qué pagar nuestras soldadas.

Mientras tanto ya habían empezado los recuentos para hacer la primera estimación de las pagas que se debían a cada uno y a cuánto ascendía el monto total de las fuerzas allí reunidas. Nada más terminar la conversación con el electo, Mondragón escribió al Consejo para informar del feliz término del cerco de Zierikzee y del amotinamiento de las tropas, advirtiendo de que en breve se pondrían en marcha hacia el Brabante. La reacción del Consejo no se hizo esperar y declaró a los amotinados fuera de la ley, autorizando su exterminio por cualquier procedimiento. Comenzó entonces una lucha sorda entre autoridades locales y paisanaje, por un lado, y los amotinados por otro. Éstos extorsionaban en su marcha a las poblaciones y lugares que encontraban a su paso. Los naturales, expoliados de esta forma violenta, aguardaban su oportunidad y cazaban a los que se separaban del grueso, se retrasaban o caían enfermos. En definitiva, se abría la caza del español. Al ver el ambiente generado por el bando del Consejo, Navarrete decidió refugiarse en Alost con los mil seiscientos españoles que le seguían. La plaza elegida estaba sólidamente amurallada y podía ser defendida fácilmente por ese número de soldados.

Por su parte, Dávila y Mondragón, con sus fuerzas de confianza, abandonaron la isla después de dejar una pequeña guarnición, y se dirigieron a Bruselas sin descanso. Cuando llegaron a la capital advirtieron la hostilidad del ambiente contra todo lo español. La plebe había asesinado a un criado de Jerónimo de Roda, quien con Julián Romero y Alonso Vargas fueron encerrados y aislados por completo; sólo sus altos cargos y su significación personal los salvaron de una suerte peor. Igualmente, advirtieron que los consejeros, que gozaban de libertad de movimientos, eran vigilados de cerca en su actuación, viéndose mediatizados por el temor a las iras populares.

Así estaban las cosas cuando Fernando volvió de Amberes para informar a Sancho de unas noticias que en forma de rumor corrían por la ciudad. Sancho había tenido la previsión de colocar a varios de sus hombres en lugares estratégicos de la urbe, como la Plaza Mayor, la puerta del camino a Amberes o el mercado. Por eso, Fernando fue localizado nada más llegar a Bruselas y conducido a presencia de Dávila, que pasaba la mayor parte del tiempo en el palacio o en sus inmediaciones.

—Señor —dijo Fernando cuando estuvo en presencia de Dávila—, me envía el teniente para informaros de que la flota enemiga se ha establecido en el canal de Amberes e interrumpe la navegación por el mismo, así como el abastecimiento de la ciudad de Dargut, que, como bien sabéis, se hace a través de Amberes. La situación en Dargut es desesperada y se ha dirigido al Consejo para preguntar si puede negociar con el enemigo las condiciones de su aprovisionamiento.

Dávila se dirigió al palacio y pidió ser recibido por Luis del Río, pero se le dijo que estaba muy ocupado y que ese día no recibiría a nadie. Desesperado, pensó entonces en valerse del confidente de Julián Romero y preguntó a Valenzuela si veía en aquellos momentos a algún correo en el salón. Valenzuela miró en todas direcciones hasta descubrir a un personaje que departía tranquilamente con otros cuatro individuos.

—Aquél de allí, señor. El que esta más cerca de la columna y casi me atrevería a jurar que alguno más de los que están con él también está empleado en el transporte del correo de su majestad.

—¿Cómo podríamos saber quién recibe la correspondencia de Madrid aquí?

—Muy fácil. Preguntándoselo. Aguardad un instante.

Valenzuela se encaminó decidido hacia el grupo donde estaba su conocido y habló con él unos instantes. Luego hizo un gesto a Dávila yéndose hacia un extremo del salón, donde esperó que se le reuniera el castellano, al que indicó:

—Cuando llegan los correos, dejan lo que traen al funcionario que hay en esa estancia. Ya me he enterado de que normalmente está solo. Como en este momento.

Sancho se dirigió hacia la dependencia indicada, diciéndole a Valenzuela:

—Quedaos en la puerta y que no entre nadie hasta que yo salga.

Luego abrió la puerta y penetró sin la menor vacilación. Detrás de una mesa encontró a un individuo que se quedó perplejo al verlo entrar de forma tan decidida. Antes de que pudiera moverse ya se le había acercado Sancho, colocando su daga sobre la mesa y poniendo su rostro a unos centímetros del funcionario.

—Tengo prisa —empezó a decirle con voz queda y amenazadora—. Será bueno que hablemos sin rodeos y con claridad. ¿Conocéis a Julián Romero? —el hombre tragó saliva y no pudo contestar más que con un leve movimiento afirmativo de cabeza—. Entonces sois quien busco. ¿Cómo está el maestre de campo?

—Bien —balbuceaba al hablar—… ya deberá estar libre y con sus hombres… ha pasado malos momentos…, pero ya está fuera de peligro, como los otros españoles detenidos con él.

—Cuando os pongáis en contacto con él decidle que Sancho Dávila está en su ciudadela. Y ahora, en cuanto terminemos de hablar, iréis en busca de Luis del Río y le diréis que yo, de vuelta de Zierikzee, he querido hablar con él, pero me lo han impedido, y que al tener noticias de lo que sucede en Amberes creo que como mejor puedo servir al rey es reasumiendo el mando de la ciudadela, a la que me dirijo en estos mismos momentos; que allí pueden encontrarme para lo que gusten mandar. ¿Habéis comprendido? —el funcionario asintió y Sancho apostilló—: Más vale que sea así, pues como no cumpláis mis encargos os juro que os buscaré y después de atravesaros el corazón con esta daga le haré una funda con vuestra piel para colgármela a la cintura.

Unas gotas de sudor frío perlaban la frente del individuo, que posiblemente nunca se habría visto en situación semejante. Cuando Sancho se apartó de él y pudo moverse, se levantó y dijo:

—Descuidad, señor. Voy ahora mismo en busca del consejero Luis del Río y le daré vuestro aviso.

Habían salido al salón del palacio y Sancho, señalando a Valenzuela, le dijo amenazadoramente:

—Más vale que hagáis lo que os he dicho. Él o alguien como él os vigilará y me tendrá informado.

Sin más detenciones, Sancho salió a la plaza. Buscó a Mondragón y a Ruy y los puso al corriente de lo sucedido, añadiendo:

—Cristóbal, yo parto ahora mismo para la ciudadela. Os dejo aquí a mis hombres, excepto a Salvatierra, Ruy, Valenzuela y Lope. Con ellos y los vuestros tendréis algún margen de maniobra. Parece que Romero ha recuperado su libertad de movimientos; cercioraos de que es así y, si no, ved cómo podéis ayudarlo, pues conviene que lo tengamos libre. No lo olvidéis: concentración en Amberes, llegado el caso.

—Descuidad, amigo. Todo se andará. Podré desenvolverme bien aquí, pues al haberse amotinado mis hombres todo el mundo entenderá mi presencia en Bruselas. Id con Dios y buena suerte.

—Mantendremos el contacto por los procedimientos habituales —concluyó Sancho antes de despedirse.

Dávila llegó a la ciudadela y Martín le puso al corriente de lo sucedido durante su ausencia, informándole detalladamente de la situación en Dargut, del número de navíos enemigos y de la situación de los trabajos en los barcos que se aprestaban en Amberes. Luego él se dirigió a casa de Agnes, volviendo sobre el tema que ella no quería oír.

—En el viaje de vuelta me he enterado de que Van Loo ha muerto, al parecer en circunstancias raras, pues nadie sabe explicar a ciencia cierta qué le produjo la muerte. Lo cierto es que su desaparición nos cierra la posibilidad de que él os proteja como hiciera con ocasión del motín de 1574. ¿Tenéis algún pariente o algún lugar donde trasladaros temporalmente? Los amotinados se han refugiado o, mejor, los han obligado a refugiarse en Alost, desde donde pueden marchar sobre Bruselas o venir aquí, que es lo que me temo, y como su ejemplo va a ser imitado por otros españoles encorajinados por el trato que reciben, si se presentan en Amberes va a ser muy difícil controlarlos y esto puede convertirse en un infierno.

—Sancho, sabéis que no me relaciono de manera directa con más parientes que mi tío y aunque me relacionara no iría a su casa por nada del mundo. Me estarían refregando permanentemente mi pecaminosa y poco edificante relación con vos… No estaría segura… No. Lo tengo decidido, como sabéis, y me quedaré aquí… mal que os pese.

—Agnes, por favor, ceded. Tengo el presentimiento de que estamos viviendo nuestros últimos días juntos y eso es algo que me quita el sueño y llena mi ánimo de zozobra. ¡Debéis salir de Amberes!

—No, Sancho —la mujer le cogió la cara con las dos manos y recalcó—: No.

Luego le abrazó y pegó su rostro al pecho de Sancho, quien la abrazó igualmente, diciéndole:

—Os equivocáis, Agnes. Os equivocáis.

—Decís que tenéis el presentimiento de que vivimos nuestros últimos momentos juntos, ¿qué hacemos, entonces, desperdiciándolos?… ¡Aprovechémoslos! ¿Cómo y cuántas veces tengo que deciros que no quiero estar lejos de vos, que la vida sin vos no me interesa nada, pues para mí ya no sería vida?

—¿Tan mal os parece —preguntó Sancho— que trate de protegeros para que nuestra vida juntos dure más?

—Sé que todo lo que hacéis es por mi bien y eso os honra y a mí me halaga, pero… Ea, venid arriba, quiero que veáis algo que os tengo preparado.

En la cara de Agnes florecía esa sonrisa que a Sancho le parecía el mejor sedante de sus males y fatigas y en sus ojos tenía una mirada tan picara como prometedora y se dejó llevar pensando que, tal vez, sus presentimientos eran exagerados e infundados.

El 13 de julio el Consejo había enviado una carta al castellano de Amberes planteándole formalmente la petición de Dargut de parlamentar con el enemigo sobre su abastecimiento y preguntándole si existía alguna posibilidad de expulsar del canal a la flota enemiga. Sancho demoró su respuesta hasta el día 19, mostrándose muy ambiguo en lo referente al abastecimiento de Dargut y señalando que en unos quince días tendría dispuestos veinte barcos y varios pontones, con los que podría enfrentarse a la escuadra enemiga con posibilidades de éxito, si bien necesitaba algo de dinero para buscar las tripulaciones de los navíos, pues estaba seguro de que con que se les diera una pequeña cantidad encontraría a los individuos necesarios. Pero la respuesta de los miembros del Consejo, emitida ese mismo día, no dejaba lugar a dudas, pues le decía:

Hemos visto lo que nos habéis respondido sobre los medios que habría para hacer desalojar a los enemigos y sus navíos de los canales entre Amberes y Vergas, lo cual consideramos que será negocio largo y de gran costa, a lo cual no vemos cómo podremos proveer todavía siendo este negocio de la importancia que es. Pensaremos en que se haga todo lo que sea posible, y será bien que de vuestra parte vayáis también mirando y entendiendo todo lo que podrá servir al avanzamiento de este negocio.

Sancho no necesitó leer el resto de la carta para saber que los consejeros autorizarían a Dargut a negociar con los rebeldes, pero lo que no esperaba, y eso le molestó enormemente, fue que le recomendaran que tomara las medidas oportunas para que no fueran molestados mientras trataban y resolvían la cuestión de su abastecimiento. Por eso les escribió diciéndoles que su permiso era una medida contraproducente, pues, al conocerse, la gente del país reduciría su apoyo y ayuda a la causa regia y muchos colaborarían abiertamente con los rebeldes.

Unos días más tarde la situación se complicó, pues en una carta del 26 el Consejo se refirió a los amotinados de Alost diciendo que «dejarlos mucho tiempo allí no conviene en ninguna manera al servicio de Su Majestad y para echarlos de allí es menester haber alguna artillería», por lo que le piden que envíe relación de las piezas que hay en la ciudadela y del estado en que se conservan. Sancho, que no estaba dispuesto a desprenderse de la artillería, medita la respuesta durante cuarenta y ocho horas, al cabo de las cuales responde que la que hay está en malas condiciones y añade como explicación de su postura reticente que Requesens nunca quiso sacar las piezas de la ciudadela, aunque las necesitó en más de una ocasión y «también Vuestras Excelencias tienen entendido que el intento de Su Majestad es que esta plaza estuviese mejor guarnecida y provista para su conservación, por lo cual les torno a suplicar sean servidos de mandar proveer su adecuado equipamiento».

Por otra parte, Dávila consideraba que la condena del Consejo y su postura nada flexible había empeorado la relación con los amotinados de Alost y temía que el mantenimiento de tal actitud provocara nuevas insubordinaciones, por lo que recomendó a los consejeros que «en la forma del castigo convendría mucho mirar en que fuera de manera que Vuestras Excelencias puedan alzar la mano siempre que quisieren y hallaren convenir al servicio de Su Majestad, porque han acudido a mí algunas personas que temen mucho podrían resultar grandes inconvenientes de mantener una postura inclinada siempre al castigo».

Además, llegaron a Amberes noticias de que se hacían levas por orden del Consejo para formar unas tropas que Sancho pensaba iban a emplearse contra los amotinados y contra los españoles en general, pensamientos que comunicó a Julián Romero y Cristóbal de Mondragón en sendas cartas que Valenzuela se encargaría de entregar a los destinatarios, diciéndoles que convendría comenzar la concentración de las fuerzas leales en Amberes.