Bommenee

Había amanecido un día despejado. El sol llevaba caminando dos horas por encima del horizonte y una brisa fresca y suave llegaba del mar. Sancho estaba fuera de la ciudadela, a la entrada del puente, acompañado de Salvatierra, esperando que don Luis de Requesens pasara en su marcha hacia Bruselas. La guardia estaba atenta en la entrada de la fortaleza, bajo el mando del teniente Martín del Oyó. No tuvieron que esperar mucho más. Un carruaje salió a buen paso de la ciudad y enfiló la pequeña cuesta hacia la fortaleza. Lo precedían seis jinetes; a cada lado del carruaje iban otros dos y cerraban la marcha diez más. Dávila y Salvatierra se adelantaron a su encuentro. El vehículo se detuvo. Y por la ventanilla de la izquierda apareció la cabeza de Requesens.

—¡Buenos días, señores! —dijo dirigiéndose al castellano y a su acompañante.

—Buenos días, señor comendador —respondieron a coro Sancho y Salvatierra.

—Me marcho a Bruselas. Hay que seguir tratando con los Estados Generales y el Consejo. Espero noticias del rey. Posiblemente tendremos una amnistía que ofrecer, a ver si ésa es la solución. Don Bernardino de Mendoza ha sido llamado a Madrid; parece que irá como embajador a Inglaterra, para neutralizar los planes de Guillermo de Orange, que no hace más que insistirle a la reina Isabel para que le preste ayuda contra nosotros.

Sancho miró al interior del carruaje y vio a Chapín, que le saludó con un ademán al que él correspondió, al mismo tiempo que oía preguntar a Salvatierra:

—Señor, ¿creéis que estamos cerca del final de la guerra?

—No lo sé, pero lo espero… Esto está resultando demasiado costoso en hombres y dinero. La guerra es cara, Salvatierra; la guerra es cara. Intentaremos otro camino a ver si tenemos más suerte.

Luego, Requesens miró a Dávila y le dijo:

—En cuanto a vos, señor castellano, permaneceréis en Amberes y tendréis noticias mías. Tal vez haya que preparar la flota, si la situación no mejora…

—Esperaré vuestras órdenes, señor.

—¡Quedad con Dios, caballeros! ¡Nos vamos! —ordenó don Luis. El carruaje empezaba a rodar cuando de nuevo el comendador gritó:

—Un momento. Por cierto, Dávila, para la nueva etapa que vamos a comenzar quisiera que hubiera los menos entorpecimientos posibles… ¡Quitad esa estatua del patio de la fortaleza! Haced con ella lo que queráis, pero que nadie en estos Estados vuelva a verla. ¡Adelante!

Sancho no tuvo tiempo de responder nada. En realidad, se quedó tan sorprendido con aquella orden que tardó en reaccionar unos segundos; cuando quiso hablar comprendió que era inútil, pues el carruaje ya se había distanciado varios metros y su voz quedaría ahogada por el fragor de las ruedas. Miró a Salvatierra como para cerciorarse de que lo que había oído era realidad, y al ver cómo lo miraba su sargento mayor, la expresión de su cara y lo rápidamente que apartó la vista de él para dirigirla al carruaje, no tuvo duda de que aquello había sido una orden y, como tal, tendría que cumplirla. Dávila dejó pasar unos días. Quitar la estatua le parecía una traición a su amigo el duque de Alba y estaba seguro de que no iba a reportar ningún beneficio; la ciudadela estaba allí y él en ella: esa realidad no la cambiaría quitar la estatua, como tampoco la cambiaría el que no se desmontara. Finalmente, decidió cumplir la orden de Requesens.

El 4 de junio, desde la mañana temprano, había una gran actividad en el patio de armas. Esparcidos por aquí y por allá, incluso en el corredor de las almenas en lo alto de las murallas, los soldados hacían grupos que hablaban en voz no muy alta mirando a Dávila y Salvatierra que dirigían la operación de quitar la esfinge de Alba. Tres gruesos y largos troncos de árbol habían sido colocados alrededor de la estatua, unidos por la parte superior, de donde colgaba una polea, a la que se había pasado una cuerda de la que tiraban dos caballos de uno de sus extremos y del otro colgaba la escultura, enganchada por la cintura, que había sido izada ya unos centímetros y se balanceaba suavemente en el aire por encima del pedestal; un tirón más y la estatua se alzó lo suficiente para que cuatro hombres con mazos y cinceles empezaran a golpear el pedestal procurando separar los sillares que lo componían; cuando acabaron de demolerlo, desplazaron un pequeño carro hasta colocarlo debajo de la estatua, que empezó a descender lentamente, tan lentamente como retrocedían los caballos que la sostenían. Cuando descansó sobre el carro, se desengancharon los caballos y se desmontó el armazón de troncos. Seis hombres empezaron a empujar el vehículo y lo introdujeron en el interior de uno de los pabellones que daban al patio de armas.

Sancho y Salvatierra volvieron hacia el lugar donde había estado la estatua; los hombres quitaban los últimos restos del pedestal. Allí se había acercado también Martín del Oyó. Los tres en silencio. Salvatierra dijo entonces:

—¡Ea!, señores, no le demos más vueltas. Si estamos, estamos y si no estamos, no estamos… y el duque ya no está.

Sancho y Martín lo miraron en silencio, interpretando cada uno a su manera lo que acababan de oír.

El castellano de Amberes agradecía en su fuero interno aquellos días de tranquilidad. Los necesitaba después de los sucesos de los últimos meses. Estaba poniendo especial atención en comprobar los pertrechos de la ciudadela y mantener la instrucción y preparación de las fuerzas que la guarnecían. Un servicio de guardia permanente y rotatorio era la principal ocupación de los soldados, que también de forma rotatoria atendían a la limpieza del recinto y ayudaban en la cocina. Los que estaban libres de esos servicios se ejercitaban en el uso de las armas unas horas al día. El resto del tiempo, los soldados comían, dormían, ociaban, jugaban o salían a la ciudad. En general, dominaba un clima relajado que beneficiaba el estado físico y psicológico de los soldados.

Sancho procuraba pasar la mayor parte del tiempo con Agnes. Se sentía cada vez más dependiente de aquel trato que le tranquilizaba emocionalmente y le permitía sobrellevar sin demasiado desgaste la tensión existente en aquellos Estados. La habitación en la que se encontraban esa tarde era la que más le gustaba al castellano de la casa de su amiga. Era una estancia amplia, con dos ventanas a la calle por las que entraba la luz a raudales y, en ocasiones, un sol reparador que él siempre agradecía por tibio que fuera. Aunque la temperatura exterior era francamente buena, en el interior reconfortaba el calor procedente de la chimenea, donde ardían unos leños. Dávila estaba sentado cerca de ella, en un alto escaño de madera, y miraba las suaves llamas, que como lenguas doradas lamían los troncos en un juego incesante de subidas y bajadas. Sus pensamientos lo tenían absorto y su mirada se perdía entre las ascuas y las cenizas.

—Sancho, Sancho… ¿Me oís? ¿En qué estáis pensando?

La voz de Agnes le devolvió a la realidad.

—Perdonad, estaba completamente distraído. Decidme, ¿qué queréis?

—Nada —Agnes titubeó unos instantes antes de contestar, y después de otro silencio preguntó—: ¿Qué pensamientos eran los vuestros?

Sancho la miró. Ella estaba sentada en una silla cerca de la ventana de la izquierda, aprovechando la luz para repasar alguna ropa. Sus miradas se cruzaron. El se arrellanó en el asiento, echó la cabeza hacia atrás, dudando entre decir lo que realmente le preocupaba o referirse a cuestiones baladíes sin trascendencia. Al optar por lo primero, Sancho empezó a hablar sin prisas:

—La situación es muy confusa y no veo una salida… Como sabéis, Julián Romero tuvo que salir de Amberes antes de acabar el motín… Los soldados clamaban contra él… Muy preocupado debe de andar Romero para escribirme una carta… él, que no escribe nunca…

Sancho se interrumpió dudando una vez más de qué contar a Agnes, quien al oír la lentitud y la gravedad de la voz de su amigo recogió la costura, y echando un cojín al suelo al lado del escaño se sentó en él. En su movimiento se apoyó en el muslo de Sancho y, cuando estuvo sentada, recostó su cuerpo en la pierna del castellano. En el exterior la luz de la tarde se apagaba y una suave penumbra empezó a apoderarse de la habitación, sólo alterada por el leve resplandor que despedía la chimenea. Agnes no dijo nada, respetando el silencio de Sancho, y esperaba que de nuevo volviera a hablar; el calorcillo de la chimenea le proporcionó a la mujer una agradable sensación, y para hacerla más placentera apoyó ambos brazos en el muslo varonil y recostó la cabeza sobre ellos, dispuesta a esperar lo que fuera necesario.

En la carta, Romero ponía al corriente a su amigo de lo que estaba sucediendo en el norte, donde el bloqueo de Leiden se había restablecido desde hacía días, después de que Luis Gaytán tomara La Haya y Valdés acabara con la guarnición inglesa del fuerte de Alphen, que había tomado al asalto con sus hombres. También le daba cuenta de la afortunada expedición de Chapín Vitelli, que había conquistado Worcum, Leerdor, Heukelum, Asperen y Beest y regresó a Bruselas tras iniciar la construcción de dos fuertes en la orilla izquierda del Mosa; en cambio, la columna de Chevreux fue desarticulada por las guarniciones de Hoorn y Enkhuizen, unidas al paisanaje, que se cebó en los soldados heridos y en los que quedaron aislados del grueso. Sancho pensó que esas cuestiones no le interesaban a Agnes, por lo que las omitió y retomó la conversación:

—El rey Felipe firmó una nueva amnistía para los rebeldes el 10 de marzo y aquí se ha hecho pública a principios de junio… Es una amnistía muy generosa, pues sólo exceptúa a los jefes más señalados de la rebelión; sin embargo pide una subvención de dos millones de florines… Me temo que sólo eso será suficiente para hacerla fracasar, sobre todo teniendo en cuenta que la guerra sigue en el norte. Además, el motín ha aparecido y sé lo que eso significa. Volverá a aparecer y de forma cada vez más frecuente, pues los soldados lo único que recuerdan es que se amotinaron y consiguieron lo que querían… Si eso lo hicieron una vez, lo harán más.

Un nuevo silencio invadió la habitación, ya casi a oscuras. Agnes se apretó más contra las piernas de Sancho, que continuó:

—La lucha sigue, pero ahora es el momento de los políticos, los diplomáticos y los negociadores… Los soldados somos una simple comparsa que hacemos nuestro oficio y esperamos… para que nos hagan volver a la lucha si fracasan o nos envíen lejos, pues si se ponen de acuerdo seremos testigos molestos, a los que nadie querrá ver para que no les recordemos los errores que han cometido antes, al no ser capaces de lograr el acuerdo con antelación a que se abriera esta caja de horrores que todos estamos viviendo.

Aquello le sonó a Agnes como a resumen final y no andaba descaminada. Sancho colocó sus manos sobre los hombros de ella y la apartó con suavidad, incorporándose para acercarse a una ventana y mirar a la calle, donde ya había caído la noche y apenas si pasaba gente circulando por ella. Agnes se levantó también y encendió una vela, con la que la luz volvió a la estancia. Sancho habló una vez más:

—Es hora de que vuelva a la ciudadela. He estado fuera toda la tarde.

—¿Os vais ya?

Él asintió con la cabeza, mientras cogía la capa, la espada y el casco de una silla y empezaba a caminar hacia la puerta de la calle. Ella le siguió. La luz de la vela apenas si llegaba a la entrada, pero sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, por lo que no necesitaban más para ver. Sancho se volvió y la abrazó, besándola. Fue un largo y cálido beso, en el que sus cuerpos estaban diluidos en la oscuridad casi total que los envolvía y no sentían más que sus labios. El encantamiento acabó por romperse y lentamente se separaron.

—Descansad —murmuró él.

—Cuidaos —musitó ella.

Inició el regreso sin prisas. La temperatura de la calle era muy grata e invitaba a pasear. En su marcha hacia la ciudadela, Sancho se cruzó con viandantes a los que distinguía con dificultad, pues la única luz que existía era la procedente de algunos hachones que ardían colocados en las fachadas de ciertas casas y la del interior de alguna que otra habitación que se filtraba por las ventanas hacia la calle. Por momentos la luz subía de punto, cuando se cruzaba con alguna persona de importancia que caminaba acompañada de uno o dos lacayos con pequeños fanales encendidos para iluminar el piso por el que caminaban. Sancho distinguió en algún momento, andando por delante, a soldados que llevaban la misma dirección que él hacia la fortaleza. Cuando se acercaba a una bocacalle oyó a alguien silbar una melodía tan desafinadamente que a duras penas podía reconocerla. Unos pasos después se encontraba con Salvatierra, que al ver a Sancho interrumpió sus silbidos, se puso a caminar a su lado y exclamó con una exagerada reverencia:

—Buenas noches, señor castellano.

—Buenas noches, Salvatierra. Muy contento estáis.

Sancho percibió el olor a alcohol que desprendía el aliento de su subordinado.

—No es para menos, señor. Los hados me han sido propicios. Poco después del mediodía —Salvatierra hablaba con locuacidad mostrando abiertamente su alegre satisfacción— llegó un barco que traía pieles y madera de Noruega o Suecia, me parece. Lo cierto es que su tripulación cobró nada más tocar tierra y varios marineros recalaron en la misma taberna donde yo estaba tratando de convencer a Gertrudis de que ella es la mujer de mis sueños…

—¿Os habéis prometido? —preguntó Sancho manteniendo el suave caminar hacia la ciudadela.

—¡Por Dios!, señor castellano —exclamó pomposamente el sargento mayor—. No he dicho que sea mi amor… En el fondo tengo alma de poeta y estaba haciendo algo de poesía para halagarla… O sea, adornaba la realidad diciéndole que es la mujer de mis sueños, porque si le digo que es la mujer que meto en mi cama sin duda me rompe un jarro en la cabeza.

Sancho miró el rostro de Salvatierra al paso por uno de los hachones colgados en la pared y la luz le permitió ver una expresión picara y risueña, que le reclamaba comprensión y complicidad. Dávila sonrió, lo que para Salvatierra fue suficiente, así que decidió continuar su historia:

—Como os decía, trataba yo de engatusar a mi camarera cuando llegaron esos marineros con tanta sed, que se trasegaron varios jarros cada uno en menos tiempo que se recita un credo, así que muy pronto apuntaron los síntomas de una buena borrachera y eso había que aprovecharlo, pues ocasiones así no se presentan todos los días, de manera que con Roque, el tambor, simulé una partida de dados y no tardaron ellos en decidir sumarse a la timba… Nos han durado una hora poco más o menos. Los hemos dejado borrachos como cubas, durmiendo tirados en el suelo y sin un cobre en el bolsillo. En conclusión, con las pagas atrasadas recibidas después del motín pagué mis deudas… bueno, casi todas mis deudas, porque lo que le debo a Gertrudis… —Salvatierra se interrumpió un momento haciendo un gesto ambiguo con la boca y continuó—. Y este dinero que acabo de ganar me permitirá vivir con holgura durante un tiempo.

—¿Y Gertrudis? —preguntó Sancho.

—¿Gertrudis? Allí la he dejado. Eso sí, le he recomendado que piense lo que le he dicho, así la próxima vez que me vea me recibirá con más ganas y será generosa con su cuerpo… Ese cuerpo rotundo que tiene… con dos pechos tan grandes como mi cabeza, esta cabeza que yo pierdo en cuanto los tengo a mi alcance… Una hermosura, señor castellano; una hermosura.

Los dos hombres estaban llegando al puente de la ciudadela.

Dávila se dirigió al cuarto de banderas, adonde había ordenado a Martín del Oyó que llevara al emisario recién llegado de Bruselas. En aquel pabellón estaban reunidas las enseñas de las diversas compañías con algunas armas y allí había decidido trasladar la estatua del duque de Alba, pensando que cuando hubiera que sacar las banderas para el combate los abanderados y los alféreces verían al antiguo capitán general y algo de su espíritu les imbuiría. Enseguida llegó el teniente acompañado de un sargento.

—El sargento Hernando Ramírez, señor.

—Pasad y tomad asiento —contestó Dávila, indicándole la amplia mesa con los bancos corridos en sus lados más largos; una vez que estuvieron sentados, añadió—: Y bien… ¿Qué os trae por aquí?

—Órdenes del comendador mayor, señor castellano. Me ha encargado que os ponga al corriente de los últimos sucesos, si no estáis al tanto, y que os prevenga.

Sancho le miró con atención y con un gesto le invitó a seguir hablando. El recién llegado no necesitó más para entrar en materia:

—El comendador mayor tenía muchas de sus esperanzas puestas en las escuadras de Pedro Menéndez de Avilés, aparejadas en Santander y que llegaron sin que los dos jefes estuvieran plenamente de acuerdo en su empleo y utilización. El motín y la reacción de los rebeldes de Zelanda acabaron con nuestras posibilidades navales, dejando el dispositivo estratégico de don Luis de Requesens sin cobertura naval y eso acabó notándose a la postre en la ofensiva contra Leiden, cuyo sitio ha terminado mal. Los sitiadores echaron fuera las bocas inútiles y, libres de todos los incapaces de empuñar las armas, prepararon la defensa entre Van der Does, señor de Noordwyck, que mandaba los mercenarios y aventureros, y el burgomaestre, Van der West, que organizó a los paisanos. Valdés con sus ocho mil infantes había preparado el cerco realizando unos trabajos de contravalación que incluían varios fortines. Gaytán y Martín Ayala se encargaban de abortar cualquier intento de los rebeldes de socorrer la plaza y de someter a las poblaciones próximas para anular las posibilidades de socorro a los sitiados. Como refuerzos, Valdés recibió veintisiete compañías de infantería que le llevó Julián Romero, quien en su tercio había refundido el de don Rodrigo de Toledo y el de don Gonzalo de Bracamonte. A principios de agosto el hambre ya empezó a sentirse dentro de la plaza, pero la resistencia continuaba.

—¿Julián Romero está en Leiden? —preguntó Sancho.

—No. Después de reforzar a Valdés volvió al Brabante y allí está al mando de las fuerzas que controlan el territorio.

—Continuad.

—La verdadera gravedad de la situación apareció algo después. El comendador intentó tratar de nuevo con Guillermo de Orange, que estaba enfermo y poco interesado en los tratos. Viendo lo que sucedía en Leiden, ordenó romper los diques y las aguas lo anegaron todo entre Roterdam, Delft, Gouda y Leiden; eso le ha permitido a Buyssot, que llegaba de Flesinga con ciento sesenta bajeles, meter sus buques en lo que antes era tierra firme; como la rotura de diques continuaba en septiembre todavía, los nuestros se quedaban cada vez con menos tierra bajo sus pies, y cuando vieron llegar los barcos enemigos, desde donde los cazaban como conejos, huyeron… Así acabó el cerco de Leiden; un fracaso a la postre, que se consumó al cabo de once meses de inútiles esfuerzos.

El sargento guardó silencio y miró a Sancho y a Martín, que cruzaron sus miradas y callaban con expresión de desagrado en sus caras.

—Y lo peor llegó entonces… —siguió hablando el enviado del comendador—. Nada más fracasar el cerco de Leiden, los soldados se amotinaron pidiendo los meses que se les debían. Don Luis de Requesens quiso atajar la protesta enviando rápidamente cuatro escudos por soldado, pero sólo consiguió aplazarla… pues a los dos meses volvieron a las andadas. Valdés ahorcó a uno de los cabecillas para que sirviera de escarmiento… También inútil… Los amotinados apresaron a Valdés, al que califican de traidor porque decían que había recibido dinero de los sitiados en Leiden y que por eso el asalto se atrasaba siempre y cuando se hacía fracasaba por no estar bien orientado… Sin dirección clara, los amotinados mataron a su electo acusándole de haber entrado en tratos con los rebeldes y eligieron uno nuevo que los llevó a Utrecht para conquistarla… Francisco Hernández de Ávila y cien españoles guarnecían el castillo y rechazaron el ataque de los amotinados, que sufrieron grandes pérdidas… Al no poder conquistar el castillo, entraron en la ciudad y se instalaron en los arrabales… La situación podría haber sido un desastre completo si no fuera porque llegó Juan Osorio de Ulloa, enviado por don Luis de Requesens, para que los llevara a Maastricht, donde se les liquidaron sus pagas y después se repartieron por diversas plazas del Brabante para pasar el invierno.

En ese momento entró Salvatierra como un rayo, todo agitado:

—Señor, venid rápidamente; tenemos visita. Una escuadra que parece enemiga se aproxima remontando el río según los avisos que nos han dado.

Los tres hombres se levantaron como movidos por un resorte y salieron presurosamente al patio de armas. El sargento le decía a Sancho:

—Ésa era otra cosa que tenía que deciros, que os prepararais porque el de Orange posiblemente vendría a Amberes con su flota…

—Orange ya estuvo aquí hace como dos meses, pero no hizo nada al ver que le estábamos esperando; así que se volvió chasqueado. Es posible que ahora busque el desquite.

Dávila empezó a dar órdenes a diestro y siniestro:

—Salvatierra, que se armen los hombres que están en la ciudadela; enviad a algunos de la guardia a que recojan a los que hay en la ciudad y avisen a Champagney que ordene cerrar inmediatamente las puertas… Martín, encargaos vos de distribuir los hombres para la defensa de la ciudadela, pero utilizad sólo los imprescindibles y preparad al resto en el patio para llevarlos donde más falta hagan, dentro o fuera…

El castellano subió a la muralla para ver el peligro con el que tenían que enfrentarse. Desde arriba observó una flota que remontaba el Escalda hacia Amberes y gente despavorida que abandonaba las instalaciones portuarias buscando refugio dentro de las murallas de la ciudad. Los soldados habían preparado las piezas de artillería y aguardaban…

Desde la muralla, Sancho vio a Francisco en el patio y le llamó. Mientras llegaba distinguió también a Bernardo, al que dijo que subiera a la muralla para hablar con él. Cuando tuvo a los dos ante sí, les explicó:

—Francisco, llevarás a Bernardo a casa de Agnes. No sé lo que va a pasar aquí. Es posible que esto no dure nada o que se alargue, según las ganas e intenciones que tengan esos que vienen. Quiero que os quedéis con Agnes y la protejáis. No creo que si bombardean la ciudad alcancen su casa, pero si esto dura mucho y desembarcan, quizás haya saqueos y es necesario que estéis allí, pero no para que defendáis la casa… ¡que no se os ocurra! No podríais hacer nada contra una turba deseosa de sangre y oro… En cuanto empiece la violencia, sacad a Agnes de allí y corred fuera de la ciudad… Para eso os envío. Sólo para eso. Ya tendréis tiempo de ser héroes. Bernardo, ¿me has entendido? —y al ver que el joven asentía, concluyó—: Id, pues. Francisco, te arrancaré las orejas como no les hagas caso a Agnes o a Bernardo.

—Descuidad, obedeceré.

—Estad tranquilo, señor —dijo Bernardo—. La señora no correrá ningún peligro estando yo.

Los dos muchachos bajaron rápidamente al patio y se encaminaron hacia la salida de la ciudadela; cuando Sancho los vio cerca de la guardia, gritó:

—Martín, ¡dejadles salir!

El teniente hizo un gesto de asentimiento y dio las órdenes oportunas. Bernardo y Francisco salieron corriendo y, desde la muralla, Sancho los siguió con la vista hasta que desaparecieron por las calles de la ciudad. Desde su posición el castellano pudo ver poco después llegar a toda prisa grupos de soldados que entraban en la ciudadela y buscaban sus armas y sus unidades. Más tarde supo que las puertas de la ciudad se iban cerrando, señal de que sus avisos llegaron a Champagney y que éste actuaba. Mientras tanto, en el puerto y los fondeaderos las tripulaciones amarraron los barcos entre sí para dificultar la maniobra de los navíos de la escuadra atacante si decidían llevárselos, aunque lo más probable es que los destruyeran.

La escuadra enviada por Orange tomó posiciones sin efectuar ningún disparo de su artillería ni amagar un desembarco. Así pasó un tiempo, durante el cual los enemigos se estuvieron observando. Luego hubo un cañoneo, que causó pocos daños en la fortaleza y entre los barcos orangistas. Finalmente, los responsables de la expedición naval decidieron intentar un desembarco, esperando que la ciudad les abriera las puertas y los ayudara contra la ciudadela. Al menos eso era lo que pensaba Sancho, que no descartaba la existencia de un complot dentro de la ciudad para expulsar a los españoles. Pero fue la ciudadela la que abrió sus puertas, levantó el rastrillo y bajó el puente, empezando a salir los hombres que por previsión de Sancho esperaban en el patio. No llegó a trabarse la batalla. Al ver descender a la guarnición y que las puertas de la ciudad seguían cerradas, los rebeldes decidieron reembarcar a toda prisa y no aceptar el choque. Los defensores de la ciudadela volvieron a ella para no exponerse inútilmente a la acción de la artillería de los barcos. Y así llegó la noche. A la mañana siguiente, el peligro había desaparecido, pues la escuadra rebelde había levado anclas y se alejaba de Amberes, dejándose llevar por un viento suave y por la corriente del Escalda.

Requesens llegó a la ciudad algo después, en un viaje rápido desde Bruselas. Quería conocer por información directa de Dávila cómo estaban las cosas allí, pues su relación con Champagney era bastante tensa desde que acabara el motín, sobre todo porque el gobernador de Amberes criticaba abiertamente al comendador, diciendo a todo el que quería oírlo que su actuación en aquellas jornadas fue lamentable y que sólo por su conducta duraron más de la cuenta. Al mismo rey Felipe le escribió criticando a Requesens y al castellano de la ciudadela. Desde Madrid llegaron cartas preguntando lo que pasaba y don Luis contestó, exponiendo la conducta de Champagney, previniendo sobre sus tretas epistolares, pidiendo su traslado y defendiendo a sus subordinados, en particular a Sancho, de quien volvió a decir, en su carta del 12 de marzo de 1575, que «sin agravio de nadie, es el mejor soldado que Vuestra Majestad aquí tiene».

Los primeros meses de ese año fueron igualmente tranquilos para la gente de guerra. No así para Requesens y sus colaboradores más directos, pues se enfrentaron con una negociación que Orange no deseaba y que, por mediación del emperador Maximiliano II, cristalizó en una reunión en Breda, abierta el 2 de mayo y cerrada el 24 de junio, cuando los plenipotenciarios holandeses la abandonaron y pidieron la guerra. Una guerra que el comendador no había descuidado, convencido de que volverían a pelear. En efecto, ya el 7 de abril había escrito a su rey dándole cuenta de sus planes, para los que serían necesarios hombres y barcos. En ella decía:

Majestad, nuestro próximo objetivo será la isla de Schouwen, la más al norte de toda Zelanda. Quiero enviar allí a los españoles, para que amenacen directamente el corazón de la rebelión y para alejarlos de las provincias meridionales, donde son escasamente estimados a raíz de su comportamiento durante el gran motín del año pasado, además he nombrado a Sancho Dávila superintendente de la armada y capitán general de ella, pues ninguno lo hará tan bien como él, porque además del valor de su persona, tiene ya harta experiencia de estos canales, y va de mejor gana la gente de mar y de guerra con él que con otro.

Hierges, Mondragón y Sancho Dávila serían las tres piezas clave de los planes que se desarrollarían en los próximos meses, y mientras los dos primeros luchaban en tierra cumpliendo las órdenes de Requesens, Sancho preparaba en Amberes la flota que se le había encomendado.

A fuerza de verla, aquella imagen le resultaba familiar y empezaba a agradarle. Amberes se levantaba rotunda y majestuosa. Protegida por su muralla, con la catedral lanzando al cielo su airosa torre y con edificios públicos y casas que mostraban el poderío del dinero que los negocios generaban en las orillas del Escalda y en las calles de la ciudad. Era una mañana luminosa de junio. El sol se levantaba decidido en el horizonte y muy pronto dejaría sentir sus efectos, pero de momento se percibía aún el fresco del amanecer. Sancho salió de la cama; ya había decidido ir a ver cómo progresaban los trabajos de preparación de los barcos que Requesens le había ordenado. Pero la visita la haría más avanzada la mañana, cuando pudiera comprobar cuánta gente había trabajando y cómo adelantaban sus trabajos. Así que decidió vestirse parsimoniosamente después de lavarse a conciencia, para lo que hizo llamar a Francisco y le ordenó que le llevara un par de cubos de agua caliente. Él sacó una tina de madera de debajo de su catre y echó en ella el jarro de agua que había junto al lavabo, saliendo en busca de más para llenarla hasta la mitad. Al poco llegó Francisco andando torpemente por el peso de dos cubos de agua llenos hasta rebosar. Sancho cogió uno de ellos y lo vertió en la tina, reservándose el otro.

—Está bien, Francisco. Ya me apaño yo. Prepárame algo para desayunar. ¡Tengo un hambre de lobo!

El chico salió sonriendo y a buen paso, diciendo:

—Enseguida vuelvo, señor.

Sancho se despojó de la camisa blanca que le cubría casi hasta las rodillas y se metió en la tina resoplando a causa del frescor que todavía conservaba el agua. Al poco tiempo, ya habituado a esa sensación, empezó a enjabonarse el cuerpo y los cabellos, frotándose con energía, y concluyó echándose por encima el agua del cubo que había reservado. Después permaneció unos minutos tranquilo, recreándose en el sosiego del momento, hasta que unos golpes en la puerta le indicaron que tenía que salir del agua. Tomó una toalla de la silla más próxima, se envolvió en ella y abrió, franqueándole el paso a Francisco, que traía una bandeja con el desayuno:

—Déjala encima de la mesa y puedes marcharte, Francisco.

El chico así lo hizo. Sancho se vistió y desayunó con verdadera fruición. Cuando hubo terminado se acercó a la ventana de su cuarto y miró una vez más por ella. Sí, era un día espléndido, que llegaba después de una jornada feliz, pasada en gran parte con Agnes; no había ningún problema en la fortaleza, los trabajos en el puerto continuaban sin traba… hasta Champagney le resultaba tolerable en aquel momento.

Poco después apareció en el patio de la ciudadela armado al completo y con expresión feliz en el rostro, contestando al saludo de los soldados que encontraba al paso. Antes de llegar al cuerpo de guardia ya vio allí a Martín del Oyó y se cruzó con Salvatierra, que lo saludó ceremonioso:

—Buen día, señor castellano.

—Bueno lo tengas, Salvatierra. Porque hoy es un buen día.

—En efecto, señor; tenemos buen tiempo, hace sol, el peligro no nos ronda y tengo algunas monedas en la bolsa… Sí, hoy es de esos días en los que uno puede reconciliarse con el mundo sin esfuerzo y la vida parece maravillosa por completo… Espero que Gertrudis piense igual —masculló por lo bajo.

—¿Qué decís? —preguntó Sancho, que no había podido oír la parte final.

—Nada. Son cosas mías, señor.

—Andad, coged vuestras armas y acompañadme al puerto con tres o cuatro hombres.

Sancho continuó hasta la entrada de la ciudadela y empezó a charlar con su teniente mientras aguardaba a Salvatierra, que llegó al poco tiempo acompañado de cuatro soldados, entre los que estaba Bernardo.

—Ya estamos, señor castellano —dijo Salvatierra.

—Vamos, pues.

Y empezaron a andar hacia la ciudad y el puerto.

—Sargento mayor, he observado —decía Bernardo— que últimamente siempre que os referís a nuestro jefe lo llamáis señor castellano con…

—En efecto, muchacho —lo interrumpió Salvatierra—. No encuentro otra forma mejor de llamarlo. Lo conozco desde hace mucho tiempo y ha sido una suerte tenerlo como jefe: manda sin ofensa, nunca dice una palabra de más, calla con más frecuencia que habla, es el primero en el combate y el último en retirarse, defiende a sus hombres con denuedo y no se arredra ante nada… ¿Le has visto actuar en el motín?

—Sí, ya lo creo, menudo fue…

—Pues ya sabes…

Sancho caminaba solo, unos pasos por delante, sin poder oír la conversación, que por otra parte nada le importaba. Estaban llegando a la orilla del río, a la zona donde se preparaban los barcos deseados por Requesens e inexcusables para enfrentarse a los rebeldes allá en Zelanda. Dávila notó un olor inconfundible, penetrante y pastoso que identificó de inmediato, descubriendo su procedencia, pues varias fogatas ardían desperdigadas por la orilla con un recipiente cerca de las llamas en cuyo interior humeaba la brea fundida que utilizaban los calafates para cerrar las juntas de los cascos y cubiertas de las naves. Sancho y sus acompañantes se vieron sumidos enseguida en un auténtico ajetreo de hombres que iban y venían con herramientas, con tablas, con piezas de formas diferentes, y que bullían en torno a los cascos de las naves que estaban terminando de construir o que reparaban; se trataba mayoritariamente de pontones o barcos «chatos», de quilla poco pronunciada para poder navegar bien por los canales y las tierras anegadas. En cuanto los navíos estaban en condiciones de flotar, se los empujaba al agua y, anclados, se terminaban las tareas necesarias, en especial la cordelería y el velamen. Cánticos, ruidos, voces, golpes, órdenes… sonaban a su alrededor en un aparente e ininteligible caos al que poco a poco se fueron acostumbrando, y Sancho empezó a fijarse en las tareas concretas que realizaban los que allí trabajaban, distinguiendo a los maestros que analizaban los troncos y ramas de los árboles amontonados aquí y allá para ver en cuáles encontraban las piezas que necesitaban y encomendar a los carpinteros su confección; en varios lugares se habían montado aserraderos, donde se preparaba la tablazón; los oficiales dirigían a sus cuadrillas en la construcción o la reparación de los navíos mientras los cordeleros trenzaban los cabos y preparaban el velamen.

Anclados a cierta distancia de la orilla se encontraban ya dispuestos los navíos que no necesitaban reparaciones. Algunos de ellos habían sido comprados a armadores de la ciudad o a comerciantes que vieron en la venta un buen negocio. Sobre la cubierta, Sancho distinguía a marineros que comprobaban todos los detalles. Miró satisfecho a su alrededor para cerciorarse una vez más de que todo marchaba según lo previsto y se dirigió a los prácticos que día a día seguían las faenas que allí se hacían:

—¿Progresamos, señores, según los planes trazados? En una o dos jornadas empezarán a llegar las tropas que me acompañarán en esta jornada.

—En efecto, señor —respondió el más caracterizado de ellos—. Concluir los trabajos es cuestión de días. Podréis haceros a la mar enseguida. Es el momento de empezar a preocuparse de las vituallas, pues en tres días podrán empezar a cargarse y uno después vos y vuestros hombres podréis zarpar.

Sancho llevaba un rato despierto, aguardando inmóvil las primeras luces del alba. Cuando distinguió a través de la ventana que la negrura del cielo empezaba a dejar paso a un color gris oscuro, se levantó y se aproximó a los cristales. Miró la calle a través de ellos, desde el segundo piso de la casa, y la vio completamente desierta; podía distinguir difícilmente algunos tejados de otros edificios, pero sin contornos ni perfiles. Todo era una sombra de la que lentamente irían emergiendo las formas. Se quedó inmóvil durante unos minutos pasando revista a los sucesos de los últimos días. Había decidido zarpar esa mañana sobre las diez y tenía un extraño presentimiento. No podía definir lo que sentía, pero le desazonaba hasta el extremo de aceptar la misión a regañadientes. Había pasado mucho tiempo dándole vueltas a la cuestión y no daba con la clave: no sabía si le molestaba irse de Amberes o iniciar una aventura naval no gustándole nada el mar. ¿Temía por Agnes o por él mismo? ¿Se trataba de una operación con posibilidades de éxito o resultaría un fracaso, el principio del fin de aquellos Estados del rey Felipe?

Agnes también se había despertado, pero no hizo ningún movimiento y observaba desde la cama el cuerpo desnudo de su compañero, que se recortaba a través de los cristales contra el cielo gris azulado del alba que llegaba. Sancho se apoyaba con una mano en el quicio y tenía ligeramente torcida la cabeza, lo que le permitía a la mujer ver parte de su rostro. Un rostro de facciones duras, que eran suavizadas por la barba y el bigote que lo cubrían en parte, tapando la cicatriz de la mejilla derecha y dejando al descubierto un labio inferior no muy grueso, una nariz recta, dos ojos negros, duros y penetrantes y una frente despejada; el pelo, no muy largo, un tanto áspero, que ya empezaba a blanquear, contribuía a darle a su cabeza una indudable dignidad.

Sancho seguía de espaldas a la cama y Agnes pudo percibir la fuerte línea que formaban sus hombros, conformando una espalda ancha y firme, con los dorsales marcados; sus brazos, aún algo musculados, colgaban hacia el suelo y las piernas conservaban la firmeza dada por tantas y tantas cabalgadas, aunque habían perdido algo de su masa muscular, destacando las cicatrices de su muslo izquierdo; la cintura empezaba a perder su forma, pues el estómago había adquirido una ligera prominencia y no conservaba ningún rastro de abdominales, pero sí la cicatriz que desde la izquierda, horizontalmente, le llegaba casi al ombligo. Agnes le miraba con complacencia y ternura, pues veía a un hombre que ya caminaba hacia el ocaso de su vida, que había sufrido tanto en el cuerpo, según demostraban las tres grandes cicatrices y las otras muchas de menor importancia que tenía repartidas por su anatomía, como en el alma, pues no era difícil percibir los estragos hechos en sus afectos por una vida solitaria y castrense. Ella daba gracias al cielo y a la vida de que lo hubieran cruzado en su camino en un momento en que estaba especialmente abatida y desesperada. Una intuición especial de mujer le permitió percibir que él estaba también necesitado de afecto y desde que se unieron se complementaron: el hombre le proporcionó un cariño tan tosco y primitivo como sincero, convirtiéndose en el apoyo que ella necesitaba, en la roca a la que pudo asirse con firmeza cuando estaba a punto de naufragar por segunda vez en su vida; la mujer fue el remanso de paz que el alma del guerrero necesitaba e introdujo en su existencia el amor, algo que Sancho nunca había vivido hasta entonces Dávila se volvió, y al verla con los ojos abiertos le hizo una seña para que continuara durmiendo, recomendándole silencio poniendo el dedo índice sobre los labios. Ella le miraba, siguiendo todos los movimientos que el castellano hacía al vestirse. Cuando él hubo concluido, se acercó a la cama, metió la mano debajo de la ropa y agarró la de Agnes sacándola por el embozo. Ella hizo ademán de levantarse, pero él la contuvo apretándole la mano que le tenía cogida:

—Seguid acostada y procurad dormir. Aún es muy temprano.

—Prometedme que volveréis, Sancho.

—No es necesario, Agnes. Sabéis muy bien que volver a vuestro lado es lo que más deseo. Dormid y hasta pronto.

Sancho la besó suavemente en los labios y en la frente, volvió a meterle la mano bajo la ropa que tapaba su cuerpo y se incorporó, dirigiéndose a la puerta. Después de abrirla, se volvió e hizo un gesto de despedida. Mientras la cerraba oyó la recomendación de Agnes:

—Protegeos y volved. Os espero.

Dávila recorría la orilla del Escalda vigilando atentamente la conclusión de las operaciones de carga de las vituallas y de las tropas llegadas del Brabante. Sobre las diez de la mañana, la hora prevista, todo estaba dispuesto. Convocó entonces una reunión de oficiales, tanto del ejército como de la flota, para informarles de la situación que encontrarían cuando se unieran al grueso de las tropas que ya actuaban en Zelanda, y allí mismo, de pie a la orilla del río, les habló:

—Señores, de acuerdo con los despachos y noticias recibidos en los últimos días, en las islas a las que nos dirigimos se lucha desde mediados del mes de junio, prácticamente. Se han desarrollado una serie de operaciones preparatorias de la que motiva nuestro viaje y para la que nos esperan: la conquista de la isla de Schouwen.

Sancho miraba las caras de sus subordinados, que escuchaban con atención, y continuó tras una breve pausa:

—El primero en moverse fue Hierges, que se dirigió a la ciudad de Burén con siete mil infantes flamencos y españoles, algunos caballos y catorce piezas de artillería. La operación fue un éxito, pese a las discrepancias entre flamencos y españoles, pues éstos decidieron dar el asalto a las cuarenta y ocho horas de iniciado el asedio, pereciendo la mayor parte de la guarnición y huyendo a duras penas los pocos supervivientes. Después entró en acción Mondragón al mando de dos mil infantes y siete piezas de artillería; a finales de junio, en una maniobra en cuyo transcurso los hombres tuvieron que actuar muchas veces con el agua al pecho, se apoderó de los pólderes de Klundert, Funard y Ruigenhil.

Sancho trataba de simplificar el relato. No tenía mucho sentido ser demasiado prolijo; además, en los informes se aludía a lugares que él oía por primera vez y no estaba muy seguro de si eran correctos los nombres que les decía a sus oficiales. Por otra parte, lo verdaderamente importante era la situación que iban a encontrar a su llegada y, por desgracia, eso no lo sabrían hasta estar en su destino. Sancho veía interés en sus subordinados y una cierta ansiedad en conocer con alguna precisión cómo estaban las cosas en los lugares adonde se dirigían, pues los nombres que él había citado poco o nada les decían, así que, para no alargar innecesariamente su perorata, concluyó:

—En resumen, señores, al ver nuestros éxitos, Guillermo de Orange ha reforzado algunas plazas y ha roto el dique de Ryderdreck para frenarnos. El comendador está decidido a seguir adelante con su plan y ahí intervenimos nosotros. Nos esperan para lo que podemos considerar el asalto final y allá vamos.

Concluida la exposición, Sancho volvió a mirar a sus hombres esperando alguna pregunta; como no la hubo, ordenó al grupo de oficiales que le rodeaba que subieran a las embarcaciones y dio la orden de zarpar. Lentamente, con orden, los navíos empezaron a levar anclas y largar las velas para alcanzar el centro de la corriente del Escalda y deslizarse a su favor en busca del mar, donde estaba previsto reagruparse para dirigirse en formación hacia el norte de Zelanda, la zona de operaciones elegida por Requesens.

El mismo día que se incorporaron al grueso de las fuerzas de Requesens, éste, por la tarde, convocó a los jefes a una reunión en su aposento para notificarles el plan que se pondría en práctica al anochecer del día siguiente, 28 de septiembre.

Cuando todos los convocados estuvieron reunidos, Requesens entró en la estancia y se dirigió a una amplia mesa situada en el centro, donde desplegó un mapa del territorio de operaciones. Mientras se efectuaban los saludos de rigor y cortesía, Sancho escudriñó la figura del comendador. Su porte, noble, había perdido prestancia al haberse cargado algo de espaldas y dar la sensación de tener acumulado un gran cansancio; su mirada seguía viva, pero los ojos se le habían hundido y brillaban cansados en el fondo de sus cuencas; la nariz, recta, se le había afilado algo; sólo los labios conservaban la expresión y el aspecto con que él los recordaba.

—Caballeros, como saben, nuestro objetivo es Duiveland y Schouwen para cortar las comunicaciones de los rebeldes entre Holanda y Walcheren, dejándolos aislados en el norte a fin de reducir el ámbito de la rebeldía contra nuestro rey. Para llevar a cabo esa conquista vamos a realizar una maniobra arriesgada y sorprendente, tanto que el enemigo no la espera, y que consistirá en atravesar el brazo de mar que separa las islas de Tolen y Duiveland; para ello iremos embarcados hasta Philipsland y nos dirigiremos finalmente por tierra a Zierikzee.

Requesens había ido desplazando su dedo índice de la mano derecha por el mapa al mismo tiempo que hablaba, deteniéndolo en los lugares que iba nombrando para que los presentes pudieran hacerse idea clara de la operación. Al terminar de hablar miró a los reunidos, que callaban a la espera de más información en actitudes tan elocuentes que el comendador continuó, dirigiéndose a cada uno de los que nombraba:

—Sancho Dávila, vos iréis al mando de los barcos que protegerán nuestros movimientos y transportarán a los mil quinientos valones y tudescos que están a las órdenes de Cristóbal de Mondragón, el gobernador de Zelanda. A vos, Osorio de Ulloa, y a vuestros cuatro mil españoles os toca la peor parte, pues tendréis que vadear a pie el mar de Zype, de legua y media, entre Saint Annaland y Oor-Duiveland —los dos dedos índices de las manos de Requesens señalaban sendos lugares en el mapa, que Osorio miraba con atención—. Si todo sale bien y ponemos pie en la isla, Zierikzee y Bommenee estarán perdidas y el triunfo será nuestro. Y ahora, señores, pormenoricemos en las diversas operaciones y veamos cuál es la mejor forma de realizarlas.

Los allí reunidos se echaron hacia delante para ver mejor el mapa y no tardaron en hacer preguntas sobre tal o cual lugar, profundidad de las aguas por donde iban a transitar, distancias y demás extremos inexcusables en los planes de la gente de guerra. Requesens contestaba con minuciosidad y detalle hasta que la conversación entró en un punto muerto, por lo que decidió disolver la reunión:

—Bien, señores, parece que todo está claro. Dedicad el día de mañana a comprobar que vuestros hombres tienen el equipo y las armas prestos, pues cuando las primeras sombras empiecen a caer nos pondremos en movimiento.

Con las últimas luces de la tarde se inició la acción en Tolen. Los soldados se pusieron en movimiento y los barcos empezaron a descender hacia Philipsland. Llegar a este islote no tuvo ninguna dificultad. Los problemas empezaron a partir de ese momento, sobre todo para los españoles de Osorio, que sufrirían más directamente la acción de la flota enemiga, que se había situado a lo largo de la costa de Duiveland y que en cuanto supo que avanzaban por el agua empezó a disparar su artillería y a aproximar su infantería en lanchas para hostigar a los soldados que marchaban desnudos de tres en fondo, serpenteando en una larga columna, cogidos de la mano para no perderse y no salirse del vado y, en algunos momentos, con la ropa y los arcabuces sobre la cabeza, evitando así que se mojaran. La marcha fue toda una prueba para los soldados y sus oficiales. Legua y media andando por aquel infierno era demasiado, máxime si la marcha se hacía a tientas, prácticamente, pues hasta varias horas después no empezaría el alba a clarear y a traer algo de luz a aquella noche oscura y cerrada en la que se oían disparos, maldiciones, gritos de dolor y juramentos. Los muertos eran inmediatamente abandonados y a los heridos sus camaradas procuraban ayudarlos, aunque eran muchos los que decían que continuaran sin ellos, como hizo Isidro Pacheco, alcanzado en el pecho por un arcabuzazo; otros se batían con denuedo en la retaguardia animados por Andrés Valcárcel, que dio un destacado ejemplo de valor y perseverancia, organizando la defensa de los que estaban con él hasta que en el momento en que alcanzaba la orilla un gancho enemigo lo agarró por el hombro, lo arrastró aguas adentro y sus hombres ya no lo volvieron a ver más. En conjunto, la operación fue un éxito por la audacia y la fortuna con que se llevó a cabo; pero resultó muy costosa: sin ir más lejos, en la hora del recuento comprobaron que de los doscientos gastadores que iban en retaguardia sólo habían sobrevivido diez.

Mientras tanto, Dávila y Mondragón se dirigieron a la costa y desembarcaron en ella, procurando a toda prisa localizar los seis fortines que la protegían. Para entonces ya empezaba a amanecer y la luz del día mostraría a los rebeldes que los españoles estaban en su retaguardia. Mercenarios ingleses, franceses y escoceses cargaron contra Osorio y sus hombres, pero fueron dispersados y puestos en fuga sin que recibieran ayuda de las guarniciones de los fortines, que Sancho y Mondragón habían conquistado aproximándose a ellos con los barcos de quilla plana que les permitían desplazarse por el agua que cubría la tierra anegada.

Las fuerzas de Osorio se unieron con las de Dávila y Mondragón poco después. Los tres jefes decidieron dar un descanso a los hombres para que recuperaran fuerzas. Mientras, ellos decidían cuáles serían los siguientes movimientos.

—Yo continuaré con dos mil hombres hasta Zierikzee —dijo Mondragón—. Cuanto antes lleguemos más limitaremos sus posibilidades de defensa y mayor será su sorpresa.

—Yo os acompañaré con algunos voluntarios —hablaba Osorio—, pues mis hombres han padecido mucho en el paso del canal y lo mejor será dejarlos como guarda de la flota.

—Yo también iré con quienes quieran seguirme.

—Pero… ¿y las naves?

—Hay expertos prácticos en ellas y será bueno que costeen hacia Zierikzee, manteniendo a raya a los barcos enemigos. Para eso no me necesitan… Le diré a Crispín Núñez que tome el mando y le daré instrucciones. Cuando queráis, señores, continuamos la marcha.

Los tres se levantaron del suelo donde habían estado sentados y empezaron a dar órdenes para seguir. Los escuchas que habían enviado al hacer el descanso volvieron entonces e informaron que más de quinientos orangistas se habían refugiado en la plaza, que habían oído que Brouwershaven estaba guarnecida y que había un pequeño fuerte con cuatrocientos hombres y seis piezas de artillería.

El éxito de la maniobra realizada culminaría en los movimientos siguientes, pues la guarnición de Brouwershaven evacuó la plaza sin resistencia y el fuerte cayó en el primer asalto, aunque causando pérdidas sensibles; una de las más sentidas fue la de Gabriel Peralta, que resultó especialmente valioso en el cruce del canal y que se había ofrecido voluntario para esta operación. Su muerte se produjo en el momento que alcanzaba las almenas y no tuvo la menor opción, pues al terminar la escala se cogió con ambas manos a dos almenas a fin de acabar de subir a la muralla y cuando su cabeza apareció en el vano, un rebelde le acercó el arcabuz a la cara y disparó, reventándole la cabeza y lanzándolo al foso como un fardo. Los que vieron lo sucedido se encorajinaron más y entraron como diablos en el fuerte, arrasando cuanto encontraban a su paso y dando muerte a todo lo que vivía. Los rebeldes quedaron encerrados en Bommenee y Zierikzee.

Terminadas estas operaciones, llegó la hora del balance. Desde el comienzo de la acción habían pasado casi cuarenta y ocho horas, tan largas como duras. Los tres jefes volvieron a reunirse para decidir qué hacer y dar un descanso a los hombres, contar las bajas, restañar heridas y recomponer el equipo. No era una previsión inútil. Por primera vez en muchas horas, Sancho pudo mirarse a sí mismo y se vio calado hasta los huesos, sucio de barro y sangre, con desgarrones en la ropa, dos abolladuras en el peto y varios cortes en brazos y piernas. Mondragón y Osorio estaban por el estilo, pero tampoco ellos habían sido heridos de gravedad. Los hombres se reunían en grupos; estaban, igualmente, mojados, embarrados y ensangrentados; como buenamente podían se limpiaban y restañaban sus heridas en un primer momento; después, se ocupaban de sus armas; unos en silencio; otros, febrilmente locuaces; todos dejando escapar la tensión y los nervios acumulados.

—Osorio —dijo Sancho—, convendría hacer un recuento. Encargádselo a uno de los sargentos mayores y enviad a quince o veinte hombres a recoger a los heridos con dos capellanes, que los atiendan y los acerquen a los barcos. Designad una escuadra de enterradores para que demos cristiana sepultura a los muertos y que un sacerdote haga el responso. También hemos de enviar a alguien que informe al comendador de cómo nos ha ido.

Osorio se levantó y fue camino de un grupo de soldados, donde distinguió a un sargento mayor y dio cumplida cuenta de las órdenes de Dávila. Cuando terminaron de revisar el equipo, algunos soldados encendieron hogueras con las astas de las picas rotas, ropas destrozadas, matorrales secos y todo tipo de materiales inservibles o de desecho; bastantes se habían quedado dormidos, agotados por tan duras horas.

Algo más tarde empezaron a llegar bastimentos y vituallas, con lo que se pudo improvisar una especie de campamento donde podrían aguantar el tiempo necesario hasta decidir qué hacer.

—Sancho —dijo Mondragón—, el efecto sorpresa ha pasado. Bommenee y Zierikzee van a resistir. Creo que podemos tomarnos un respiro, comer y descansar. Así daremos tiempo a que el comendador sepa lo sucedido y ordene lo que crea conveniente; si no nos llegan sus órdenes, luego decidiremos qué hacer.

Sancho miró a Osorio, quien asintió con la cabeza. Al ver el gesto, Dávila concluyó:

—Sí. Eso es, posiblemente, lo más acertado. Advertid a los capitanes para que avisen a sus hombres y que empleen el tiempo en descansar hasta que volvamos a la acción. Os espero dentro de veinte minutos en la tienda. Comeremos algo.

A continuación se volvió hacia un grupo de criados y les ordenó:

—Vosotros, preparadnos una mesa con algo de comer y donde podamos dormir.

Mientras esperaba el regreso de sus camaradas, Sancho empezó a dar cortos paseos delante de la tienda para desentumecer sus piernas; en una de sus idas y venidas miró hacia el oeste; gruesos nubarrones llegaban del mar dejando caer una gruesa cortina de agua; calculó que llegarían en pocas horas adonde estaban ellos e hizo un gesto de contrariedad, pues el mal tiempo que se avecinaba dificultaría las operaciones. Un viento húmedo y frío le confirmaba en sus pesimistas vaticinios. Entró en la tienda y se despojó del peto y el espaldar, se desciñó la espada y cogiendo una capa se envolvió en ella para abrigarse, sentándose en una banqueta a esperar a Mondragón y Osorio, que llegaron algo después y sin preámbulos se dispusieron a dar buena cuenta de lo que los criados habían preparado de cena. Bizcocho, algo de tocino, cecina, algunas aves asadas y vino constituían lo que ellos veían como un festín, al que se entregaron con voracidad. Tras varios minutos comiendo, el hambre empezó a desaparecer y se reanudaba la conversación entre los tres hombres haciéndose más fluida a medida que el tiempo pasaba y los bocados se espaciaban. Finalmente, Osorio y Dávila dejaron de comer y de vez en cuando daban un sorbo a su jarro. Mondragón seguía comiendo con el mismo ritmo casi que al comienzo de la cena, y en cuanto se sintió totalmente saciado se levantó y se dejó caer en uno de los jergones, quedándose dormido al instante. Al verlo, Sancho y Osorio decidieron imitarlo y se tumbaron también. Mientras se dormía, Sancho pensó en Mondragón y se preguntó mentalmente:

—¿Será verdad que cuando la lujuria afloja la gula aprieta?

Horas más tarde, las operaciones continuaron, planteándose simultáneamente el asedio de los dos reductos rebeldes de la isla. Mondragón se encargó de sitiar Zierikzee, y no fue empresa fácil por los espacios anegados; es más, Van Doop logró meter en la plaza mil doscientos hombres reforzando a los que allí había. Dávila y Osorio sitiaron a primeros de octubre Bommenee, defendida por seiscientos mercenarios a las órdenes de un francés viejo y manco. Así las cosas, los realistas decidieron mantener el cerco de Zierikzee y acabar primero con la resistencia de Bommenee, concentrando la artillería en su asedio.

Para entonces, el tiempo había empeorado, desatándose un temporal de lluvia y frío que dificultó lo indecible el traslado de la artillería hasta Bommenee, pues la existencia de canales obligaba a descargar las piezas de las acémilas y montarlas en barcazas, esperando las mareas para poder desplazarse en aquella zona. Cuando finalmente pudieron montarse las baterías empezó el bombardeo. El 26 de octubre los sitiadores decidieron el asalto, pero se hizo tan desordenadamente que acabó en un auténtico desastre con sensibles pérdidas, algunas tan señaladas que quien más quien menos de los sitiadores se quedó con ganas de revancha. El bombardeo continuó.

Días después, unos campesinos que salieron de la ciudad pidieron entablar negociaciones para tratar de la rendición. Fue una maniobra de distracción aprovechada por los defensores para romper los diques, anegar parte de las obras del cerco y hacer que la marea inundara el foso del fuerte y lo enlazara con un canal por donde esperaban que desembarcaran refuerzos. Al ver la maniobra, se decidió un nuevo asalto, que se emprendió por varios sitios simultáneamente. Dávila tomó posiciones delante del fuerte y se puso al frente de sus hombres en el ataque, que comenzó el 30 de octubre. La resistencia de los sitiados fue feroz, esperando que la marea subiera y anegara a los atacantes, como ocurriera en el primer asalto, pero en esta ocasión no hubo lugar. Sancho y los suyos se lanzaron al foso con garfios y escalas mientras los protegían los arcabuceros disparando contra los defensores de las almenas; los atacantes empezaron a escalar la muralla y lograron llegar a lo alto, sin decidirse a saltar dentro, pues ignoraban las fuerzas con las que iban a encontrarse, manteniendo un tiroteo con los defensores, que tampoco se determinaban a subir para expulsarlos. En tales momentos de indecisión, Sancho, que también estaba en lo alto, gritó:

—Soldados, dadme una rodela, que voy a saltar, y el que sea bien nacido que me siga.

Pero antes de que pudiera hacer nada, un arcabucero llamado Toledo se le adelantó y desde arriba se dejó caer sobre un carro de paja en el patio. Al verlo, los demás se decidieron; algunos le imitaron en el salto, otros se descolgaron por sus picas, los más bajaron por las escaleras y pronto se trabó una feroz lucha cuerpo a cuerpo. Para entonces, Osorio también había puesto pie en la ciudad y en muy poco tiempo la resistencia se desmoronó. No hubo cuartel para nadie. De los defensores sólo unas decenas pudieron escapar en barquillos ligeros que se movían bien en aquellas aguas de poco fondo. Al cabo de seis horas la lucha había terminado, y cuando la excitación y el furor dejaron paso al cansancio y la calma todos pudieron ver el horror. Una vez más volvieron a repetirse las escenas de atender a los heridos y reunir a los muertos, mientras los capellanes trataban de llevar la paz a los cuerpos sangrantes y a los espíritus convulsos.

—Pasad, Sancho, y sentaos —dijo Requesens al verle llegar—. Ya estoy informado de lo sucedido en Bommenee. Como de costumbre, habéis hecho un buen trabajo. Ahora es necesario concluir. Me gustaría ir con todas nuestras fuerzas disponibles contra Zierikzee para rendirla antes de que llegue el invierno, pero no se me oculta la dificultad de la empresa, por lo que tal vez sea más sensato esperar a que pase el invierno y ahorrar fuerzas para la primavera.

—En efecto, señor —contestó el recién llegado mientras tomaba asiento—. La empresa es muy difícil y me temo que nos agotaremos inútilmente en ella sin conseguir nada positivo.

—¿Por qué decís eso?

—Sé cómo están mis hombres y es fácil suponer que los de Mondragón estarán igual o peor. Llevar la artillería a Zierikzee va a ser enormemente difícil, pues la tierra que no está inundada es un barrizal y los canales son otras tantas barreras que se oponen a nuestro paso. Por otro lado, no tendremos muchas posibilidades de reunir más hombres, pues, como sabéis, Meghen sitia Woerden desde los primeros días de septiembre sin conseguir nada y otras operaciones emprendidas tampoco han tenido buen final. El tiempo es frío y lluvioso y el invierno lo tenemos a las puertas…

—Entonces, ¿qué sugerís?

—Esperar, señor. Esperar la primavera si es posible y, entre tanto, reorganizarnos y mantener los cercos de Zierikzee y Woerden.

—Mondragón piensa igual que vos.

Los dos hombres se volvieron hacia él, que había permanecido callado durante todo el tiempo. La alusión lo sacó de su mutismo:

—Así es, señor comendador. Y no sólo yo, sino también otros jefes que han participado en las operaciones de los últimos meses, como Osorio. Vemos claramente que los hombres necesitan un largo respiro y que se les abonen las pagas que se les deben.

—El dilema parece resuelto, pues. Entonces, vos, Mondragón, os quedaréis al frente del cerco de Zierikzee. Osorio y cuantos no sean necesarios aquí vendrán conmigo a Bruselas y reforzarán el Brabante. Vos, Dávila, volveréis a Amberes, donde esperaréis mis órdenes.

Sancho se despertó cuando el sol entraba a raudales por la ventana de su aposento. Había llegado la noche anterior después de un largo día de camino y bastantes horas a caballo que le habían dejado muy cansado. Al llegar, Martín del Oyó le puso al corriente de las novedades de la ciudadela. En realidad, nada de importancia, salvo la conveniencia de solicitar fondos para completar vituallas y abastecimientos, que pronto faltarían. La conversación se alargó media hora más, hasta que Sancho lo despidió alegando su profundo cansancio. Por eso tardó tanto en despertar y cuando lo hizo el sol ya había superado ampliamente el horizonte, pero no bastaba para disipar el frío húmedo ambiental, aunque su presencia se agradecía.

Cuando el castellano descendió al patio, encontró a Francisco jugando con dos perros de raza imposible de identificar. Tenían toda la apariencia de ser animales callejeros, de tamaño mediano, caras inteligentes y pelo marrón claro manchado de blanco. Los perros saltaban alrededor del muchacho, provocando sus cabriolas comentarios alegres de Bernardo, que desde la guardia no perdía detalle del juego de Francisco. Desde que Sancho los enviara a proteger a Agnes cuando el motín, Francisco y Bernardo habían estrechado su trato. El joven soldado encontraba en el chico muchos rasgos de su infancia perdida, mientras que Francisco había traspasado la admiración que sintiera por Sancho Dávila a Bernardo, que se había convertido en su nuevo héroe, un héroe mucho más asequible y más cercano a él.

—¿Y esos perros? —le preguntó Sancho.

—Los necesitamos para combatir las ratas, señor —contestó Francisco, que de vez en cuando e insensiblemente daba a Sancho el tratamiento que veía en sus subordinados; al ver la cara de sorpresa de su protector, el chico continuó—: Como sabéis, duermo en un almacén, donde siempre ha habido ratas, como en otros lugares de la ciudadela; pero últimamente han aumentado demasiado y son tantas que ya no le temen a nada, ni siquiera al fuego, y cuando ven la luz de una bujía inmediatamente llega todo un ejército que te rodea y espera a que te descuides para quitarte la comida, si la tienes, y si no, te ataca y muerde sin esperar a que estés dormido. La situación ha mejorado desde que están aquí los perros, pues son excelentes cazadores de ratas y en poco tiempo las echarán de aquí. Fijaos qué hábiles son. Orión, Diana, ¡a por ellos! —el chico se había dirigido a los perros, que al oír sus nombres enderezaron las orejas y miraron a quien los llamaba a tiempo de ver como Francisco lanzaba dos pedazos de madera sobre los que se lanzaron, atrapándolos con los dientes antes de que cayeran al suelo y dirigiéndose con ellos en la boca hacia el muchacho, que se los recogió y concluyó—: ¿Veis? ¿No os lo decía?

—¿Dónde los has conseguido?

—Me los regaló Salvatierra, que fue quien les puso nombre. Como no se les escapa una rata, a la hembra le puso el nombre de una diosa cazadora de la Antigüedad y al macho el nombre del gran cazador que juró cazar a todos los animales de la tierra y parece que lo hubiera conseguido si no lo castigan los dioses.

Sancho sonrió y se dirigió hacia la guardia de la ciudadela, donde estuvo charlando varios minutos; cuando emprendía el camino de la ciudad le alcanzó Salvatierra, que se puso a caminar a su altura, cruzando el foso.

—Buenos días, señor castellano —Sancho contestó al saludo con un movimiento de cabeza—. ¿Vais a la ciudad? —volvió a preguntar el sargento mayor, quien al ver la señal de asentimiento, concluyó—: Pues os acompañaré, si no os importa.

—Ya me ha contado Francisco que le habéis regalado los dos perros…

—No tiene importancia —lo interrumpió Salvatierra—. Hace unos días llegó un barco francés de La Rochela; uno de la tripulación, el contramaestre o algo así, fue a la posada donde trabaja Gertrudis y pidió entrar en la partida de cartas que estábamos jugando cuatro o cinco de los allí reunidos. En muy poco tiempo perdió casi todo su dinero y pensó en retirarse del juego, por lo que le pregunté si no podría jugarse alguna otra cosa de su propiedad; me contestó que sólo tenía dos perros que llevaba en el barco para que exterminaran las ratas y acepté la propuesta porque Francisco me había comentado el problema y yo odio las ratas. Las odio hasta el extremo, pues me parecen despreciables, son animales que viven en la basura y convierten en basura todo lo que tocan; atacan por la noche y como habitan en sitios oscuros no puedes verlas ni combatirlas eficazmente. En fin, son una mierda. Acepté que se jugara los perros; fue por ellos, les pusimos un precio y perdió. Así que le llevé los dos animales a Francisco.

—También me ha comentado los nombres… No os creía ni tan leído ni tan estudiado. Nunca dejáis de sorprenderme, Salvatierra.

—Sabed, señor castellano, que estuve a punto de ser bachiller por Salamanca, pero no lo conseguí por un hijo de puta.

—¿Quién era él?

—Era el dueño del mesón donde me alojaba cuando fui a estudiar a aquella universidad. Allí trabajaba una preciosa muchacha que enseguida me distinguió con sus favores, y aunque procurábamos ser discretos varios de mis compañeros y el propio amo algo se recelaban. Y el muy cabrón debía de llevar malamente que alguien le robara del árbol la fruta que se había reservado para él, por lo que se dedicó a espiarnos sin que nosotros supiéramos nada y una noche, cuando estábamos en lo mejor, el maldito irrumpió en mi cuarto con una hoz en la mano gritando: «¡Os tengo que matar a los dos! ¡Y va a ser ahora mismo!». La chica saltó al suelo con rapidez y se metió debajo de la cama; yo pude lanzarle una almohada a la cara y evitar así la primera embestida, dirigiéndome hacia la puerta. Pero él reaccionó rápido y sigo vivo porque su segundo golpe dio en el quicio de la puerta y no en mi cuello. Así que nos trabamos en un cuerpo a cuerpo, caímos rodando al pasillo, él encima, pero yo pude meter un pie y, apoyándolo en su pecho, lo despedí con fuerza hacia atrás, empezando a retroceder el desgraciado hasta que le faltó pie en la escalera y cayó rodando, con gran alarma mía. Cuando me acerqué al hueco lo vi tirado en el suelo, inmóvil y en una postura que me pareció que se había descoyuntado. Así que volví a mi habitación. Le dije a la chica que me culpara de la muerte del cabrón y que me iba.

Salvatierra hizo una pausa. Miró a Sancho y al ver su cara de interés continuó:

—Me vestí a toda prisa pensando en cómo esquivar a alguaciles y corchetes, acordándome entonces de que había un capitán reclutando gente en una posada cerca de la Plaza Mayor; así que me dirigí allí, lo encontré, me alisté y él se encargó de ocultarme y sacarme de Salamanca.

Los dos hombres se habían detenido en la puerta de una posada. Salvatierra volvió a hablar:

—¿Por qué no entráis, nos tomamos unos tragos y conocéis a Gertrudis?

Sancho tenía muchas ganas de llegar a casa de Agnes, pues a pesar de estar de vuelta el funesto presagio que tenía antes de partir no había desaparecido y de vez en cuando le rondaba la mente como una especie de siniestra llamada de atención sobre la gravedad de unos acontecimientos que no habían terminado y en los que se abría tan sólo un paréntesis. Pero entendió que negarse a lo que le sugería su subordinado sería una descortesía, por lo que aceptó y ambos entraron en el local.

Enseguida una camarera se acercó a ellos, ya sentados a una mesa. Conforme se acercaba la chica el sargento mayor informó:

—Ésa es. ¿Verdad que es hermosa? ¿Habéis visto algo igual en vuestra vida?

Sancho se fijó en la mujer, todavía joven, metida en carnes, de pechos y caderas enormes que conservaban algo de firmeza por la juventud de la chica; cuando estuvo más cerca pudo verle la cara, sonrosada y tersa, con unos ojos verdes que podrían parecer más grandes si ella tuviera menos peso y con un cabello rubio que recogía en su cabeza con un casquete.

—Gertrudis —continuó Salvatierra—, saluda al señor castellano y ponnos a los dos lo que a mí me pones siempre.

La mujer hizo un gracioso mohín de saludo a Sancho, que también le contestó con un gesto. Ella dio la vuelta y fue a traer la bebida. Salvatierra la siguió con la vista sin apartar sus ojos de las balanceantes y mullidas caderas de Gertrudis, añadiendo en tono confidencial:

—Creo que me quiere bien y me está siendo muy útil.

—¿Útil en qué?

—En mis partidas de naipes. Veréis. Hay muchas formas de relacionarse con una mujer: como esposo, novio, amigo, cómplice, amante… Las mejores son las de amante y cómplice. Las demás son mucho más aburridas y menos interesantes. Gertrudis y yo somos amantes y también cómplices. En cuanto me pongo a echar una partida, ella no deja de observar la mesa en que juego y, si advierte una baza importante, ve mis cartas y las de los demás y me informa por señas.

—Pero eso es muy arriesgado, porque si os sorprenden tendréis disgustos —dijo Sancho.

—No pueden vernos, pues hemos tomado la decisión de no mirarnos mientras juego. Ella procede de la siguiente forma: pasa por detrás de mí para ver mis cartas, después pasa por detrás de los otros jugadores y luego me hace unas señas que son muy simples y que hemos establecido nosotros. Yo no la pierdo de vista, pero nunca miro su rostro, sólo su cuerpo y sus brazos, pues si la veo que después de enterarse de nuestras cartas se dirige a coger una bandeja, me está indicando que mis cartas son las mejores y tengo la victoria en la mano; si, por el contrario, anda con los brazos caídos, no tengo nada que hacer y si lleva varias jarras en cada mano me advierte de que hay tantos jugadores como jarras que pueden tener opciones de ganar la baza, una baza que yo tendré que defender.

Gertrudis ya había llevado un par de jarros a la mesa donde charlaban los dos soldados.

—Sois un caso, Salvatierra —dijo Sancho sonriendo—. Bien, yo os voy a dejar; tal vez esté un incauto esperando a que lo despluméis.

—Como queráis, señor castellano. Sabed que aquí siempre sois bien recibido.

Al ver que Sancho ya caminaba hacia la puerta, alzó la voz:

—Id con Dios.

—Adiós y gracias —replicó Sancho.

En cuanto salió a la calle aceleró el paso dirigiéndose directamente a la casa de Agnes, adonde llegó en escasos minutos, golpeando la puerta para hacer notar su presencia a los de dentro. A los pocos instantes la puerta se abrió y Sancho pudo ver la cara de sorpresa de Agnes, que mostró una sonrisa amplia iluminándole la cara, mientras sus ojos saltaban de alegría. Mirando directamente al visitante, la mujer pudo ver que él también sonreía y que su sonrisa distendía todo su rostro, mientras en su mirada advertía un brillo que ella interpretó como una muestra de ternura.

Sancho entró en la casa y la puerta se cerró tras él dejando fuera el mundo, un mundo que ambos consideraban hostil y habían decidido que por ningún concepto pudiera afectar a la realidad que los dos soñaban y que se esforzaban en vivir en las pocas horas de intimidad que tan esporádicamente disfrutaban.