La Ciudadela

El resto de la impedimenta ya había llegado al lugar de la batalla. En medio de una gran agitación empezaba a levantarse el campamento, notándose un fuerte malestar entre la mayoría de los soldados. Nadie se acordaba ya de lo sucedido unas horas antes y nadie prestaba atención a los que se dedicaban, contra su gusto, a hacer de enterradores y sepultureros. Tampoco se fijaban en el improvisado hospital donde se atendía a los heridos. La preocupación de la gran mayoría de los allí reunidos era el tiempo que llevaban sin cobrar y la angustiosa falta de dinero, que los había obligado en más de una ocasión a recurrir al robo o al pillaje para sobrevivir.

Algunos grupos de los más decididos se movían entre sus compañeros de armas incitándolos a pedir lo que se les adeudaba y, si no se les daba, amotinarse y no seguir adelante hasta que no recibieran las soldadas. Pero allí no había ni dinero ni pagadores, por lo que su petición era irrealizable. Sólo el cansancio de la lucha hizo que la situación se aplazase hasta la mañana siguiente. Además, el aplazamiento tenía la ventaja de establecer contactos con otros grupos que después de la batalla marcharon en busca de alojamientos en los lugares próximos.

Con las primeras luces del alba empezaron los corros y las conversaciones, en una agitación creciente. Al poco tiempo se formularon propuestas del plan a seguir y se acordó la reunión de todos en Grave para comenzar el motín. Hacia allí se encaminó Sancho con toda rapidez, después de localizar a Valenzuela y despedirle a toda prisa para informar al comendador de lo que estaba sucediendo y la amenaza que se cernía sobre Bruselas o Amberes, hacia donde presumiblemente se encaminarían los amotinados para hacer más presión con sus peticiones. Sancho ordenó también a su emisario que antes de salir localizara a Ruy y le dijera que acudiera inmediatamente a su presencia.

—Por cierto, veréis a Lope en Bruselas o en Amberes, pues estará con Requesens. Decidle que vuelva inmediatamente. A él, a vos y a Ruy os necesito aquí, ya que serán necesarias muchas cartas y correos y sólo puedo recurrir a los que me merecéis confianza.

—Estad tranquilo, señor —dijo Valenzuela mientras montaba a caballo y emprendía la marcha—. Se hará como decís.

En cuanto Sancho llegó a Grave buscó al sargento mayor infructuosamente, y en una de sus idas y venidas se le presentó Ruy.

—Bien, Ruy. A partir de ahora seréis mi sombra. Estoy buscando a Salvatierra, pero no le encuentro.

—Será inútil. Está con los amotinados… —y masculló entre dientes—, que es con quien deberíamos estar nosotros.

—¡Maldita sea, Ruy! ¡Callad!… Si Salvatierra no está, necesitaré a cuatro o cinco hombres de confianza que con vos se peguen a mis talones, ¿podéis conseguirlos? —al ver el gesto de asentimiento del soldado, Sancho añadió—: Id a buscarlos y volved con ellos.

Para entonces, Sancho ya se había enterado de que los amotinados habían despedido a sus mandos, pese a que por el campo corrían noticias del apoyo que daban algunos jefes y oficiales al motín, y que habían elegido —como se hacía siempre en estos casos— a un representante, el electo, y a un consejo como interlocutores para las negociaciones futuras con Requesens y los representantes reales. Al saber la actitud de Salvatierra, Sancho decidió hablar con el electo y, para su fortuna, pudo localizarlo en un lugar apartado del bullicio, donde el nuevo jefe trataba de poner orden en sus pensamientos y en los papeles que los amotinados le habían entregado con sus reivindicaciones; por eso pudo acercarse a él, y habría escasos testigos de la entrevista.

Cuando Sancho se aproximó, vio que el electo era un veterano que había conocido a poco de estar en Flandes. Es más, durante un tiempo formó parte de la guardia del duque de Alba y sirvió a sus órdenes. El electo también le reconoció al instante y empezó a hablar:

—Sancho…

—¿Qué está pasando? —le atajó Dávila—. Por Dios, ¿sois conscientes de lo que ocurre? ¿No os dais cuenta de que estamos desaprovechando una magnífica ocasión para romper a los rebeldes? Sé que Guillermo de Orange ya sabe lo ocurrido en Moock y se retira hacia el norte desmoralizado. Es el momento de ir contra él…

—Sancho, Sancho, escuchad. Nadie os va a seguir. Nadie va a luchar… La gente quiere sus sueldos y no atenderá a razones que no se refieran a este asunto. Aunque quisiera, yo no puedo hacer nada… Si queréis saber cómo está la situación realmente, dentro de una hora nos reunimos en la plaza para establecer el plan a seguir. Acudid allí… pero no puedo garantizar vuestra seguridad.

Las nubes arrastradas hacia el sur por el viento se desplazaban a toda prisa en el cielo, produciendo un juego siempre cambiante de rayos de sol que se ocultaban o lucían con una rara luminosidad que acentuaba lo desapacible del día.

Sancho se había alejado un tanto de los amotinados y hablaba a los cinco hombres que Ruy había reunido.

—No tengo que deciros cómo están las cosas. Vosotros lo sabéis tan bien como yo. Quiero hacer un intento de que entren en razón. Para ello nos encaminaremos a la plaza y les hablaré. Tendremos dificultades en pasar, pues mi presencia provocará malestar en muchos de ellos, pero tengo que llegar al electo y hablar a todos, así que yo iré delante. Vosotros me seguiréis a cuatro o cinco pasos; de esa forma el que me mire a mí no os podrá mirar al mismo tiempo a vosotros. Y si alguien quiere abatirme, os anticiparéis y acabaréis con él sin contemplaciones. Ni yo puedo detenerme a hablar con los que nos salgan al paso ni vosotros dudar en la reacción. ¡Tenéis que ser expeditivos para que vuestra acción sirva de ejemplo y escarmiento! Si no, estamos perdidos los siete… vosotros y yo…

Sancho se interrumpió y miró fijamente uno a uno a los hombres que hacían corro escuchando sus palabras. Lo que vio en sus caras le tranquilizó y prosiguió:

—¿Estáis conmigo? —y al ver sus asentimientos, decidió—: ¡Vamos allá!

Y empezó a andar de manera decidida. Al poco tiempo llegó a donde ya había soldados que charlaban entre sí esperando noticias. Se adentró entre ellos sin dejar de mirar al frente. Los hombres lo reconocían y callaban al verle pasar. Unos metros detrás iban Ruy y los cinco hombres, en los que apenas si reparaban los demás. A medida que proseguía el avance, el número de soldados era mayor y crecía la dificultad para progresar. Sancho no apartaba la vista del frente y seguía con decisión hacia su objetivo. Oía frases amenazadoras a su paso, pero había decidido no prestarles ninguna atención para no mostrar la menor vacilación. En un momento, por detrás oyó desenvainar una espada y al instante un pistoletazo. Comprendió enseguida lo sucedido: alguien intentó agredirle por la espalda con una espada y Ruy o alguno de sus acompañantes lo había abatido. No se detuvo ni volvió la vista. Cuantos miraron hacia el lugar donde sonó el disparo pudieron ver desplomarse a un hombre y a otros seis que empuñaban sendas pistolas y espadas avanzando detrás de Dávila. La escena fue tan súbita e impactante que la atónita masa de soldados empezó a abrirse franqueándoles el paso. Sancho pudo llegar hasta donde estaba el electo con los elementos más agitadores. Uno de ellos le espetó:

—Aquí no tenéis nada que hacer. Ni vos ni los demás oficiales. Estamos decididos a que se nos pague lo que se nos tiene prometido y debido. Sabed que no estaremos solos, pues enviaremos emisarios a las demás guarniciones para decirles lo que hemos hecho y que se unan a nosotros en Amberes, hacia donde marcharemos enseguida. No queráis impedirlo o lo lamentaréis.

Sancho no hizo caso de la amenaza. Le volvió ostensiblemente la espalda y alzando la voz para que le oyera el mayor número posible de los congregados dijo:

—Caballeros, la gloria que alcanzasteis ayer en el campo de batalla hoy la perdéis arruinada por la sedición y la traición a vuestros jefes y a vuestro rey. Además, vuestro ejemplo será la perdición de estos Estados, pues nunca los españoles se habían amotinado antes y mucho menos ellos habían sido los iniciadores de un acto semejante, manteniéndose siempre como la salvaguardia de los territorios encomendados a su custodia. Vosotros hacéis novedad en esto. Una novedad que lamentaremos todos si no rectificáis y volvéis a la disciplina. No dudéis de que vuestra actitud será aprovechada por nuestros enemigos para recuperar posiciones y tratar de echarnos de estos Estados.

A medida que hablaba miraba las caras de los que tenía más próximos y comprendió que su arenga estaba resultando inútil. Por eso dejó de hablar y esperó una reacción en el auditorio, mientras pensaba rápidamente cuál sería su próximo movimiento. El electo se adelantó hasta él y le dijo lo suficientemente alto para que pudieran oírlo a bastante distancia que si la reacción del enemigo se producía, ellos volverían a admitir a los oficiales y le seguirían a él hasta donde lo ordenase. Sancho comprendió que había llegado el momento de desaparecer, pues su pretensión había fracasado, y, también en voz alta, replicó:

—La reacción del enemigo se producirá, y cuando nosotros nos enteremos será tarde. Por eso no hay que dejarle reaccionar… ¡Hay que ir sobre él! De esa responsabilidad no os va a eximir nadie a ninguno de vosotros y se os exigirá cuando esto acabe. Tenedlo en cuenta.

Al terminar de hablar ya se encaminaba hacia la esquina más próxima, pues deseaba abandonar el lugar antes de que nadie volviera a atentar contra él y su escolta. Iba a regresar a su aposento en Hermes y esperar unos días para ver cómo evolucionaba la situación y si llegaban noticias del comendador. Sabía que los amotinados tardarían varias jornadas en aclarar su situación respecto a las pagas y en enviar mensajeros pidiendo que secundaran su postura. Sólo cuando ambos extremos estuvieran claros para ellos emprenderían la marcha hacia el destino fijado.

El 19 de abril las noticias ya habían llegado a Amberes. Ese día se presentó ante Federico Perrenot, señor de Champagney y entonces gobernador de Amberes, un sargento de la ciudadela enviado por el teniente de la misma, Martín del Oyó. El motivo de su visita era informarle de que los españoles amotinados caminaban a buen ritmo sobre Amberes o sobre Gante y que ya estaban en Bolduque. Champagney contestó que mantendría la plaza, aunque existía el peligro de que los amotinados entraran en ella por un lienzo de la muralla que se había desplomado y cuyos deterioros se estaban reparando a toda prisa con un muro muy débil; justamente para fortalecer ese punto pidió la colaboración de las tropas que quedaban en la ciudadela. La respuesta del sargento fue contundente:

—Sabed, señor gobernador, que los hombres de la ciudadela no intervendremos, pues no existe en el mundo lugar donde soldados del mismo ejército luchen entre sí… y sabed también que los valones y tudescos que tenéis no bastan para contener a los que vienen.

En cuanto se quedó solo, Perrenot escribió a Bruselas informando al comendador de que la guarnición que tenía era poca para defender una ciudad tan grande y que no contaba con más artillería que media culebrina y dos pecezuelas de hierro orientadas al mar como toda defensa y apoyo de la flota propia. Enviada la carta, dio orden de que los valones ocuparan la muralla, reforzando la zona más débil, y que los tudescos se trasladaran al acuartelamiento más próximo a dicha zona para reforzarla si fuera menester.

Al día siguiente siguieron las medidas preventivas. La ciudad sólo abrió hacia la parte de tierra la puerta Imperial, que era la más cercana a la casa del gobernador y la más necesaria para el trasiego ciudadano; por la parte que daba al puerto se franquearon otras tres puertas tan sólo. También se emitió un bando severísimo prohibiendo a los naturales de la villa alojar a soldados españoles que no estuvieran enfermos, con lo que se pretendía que los soldados españoles en condiciones de empuñar las armas volvieran a sus banderas y evitar así elementos incontrolados en el torbellino que se avecinaba. Champagney se ocupó, sobre todo, de aprestar los medios de defensa disponibles, para lo que encargó a los burgomaestres y al superintendente de la Cámara de Cuentas que tuviesen preparada a su gente y que lo hiciesen con discreción a fin de no alterar a los ciudadanos; envió observadores para que le informaran de los sucesivos movimientos de los amotinados y repartió entre la gente de armas de la guarnición cien escudos por compañía para evitar el motín dentro de la ciudad, preparando un depósito de quince mil florines por si finalmente se producía poder atajarlo. En una carta comunicó a Requesens sus previsiones y le solicitó dinero y que actuara para remediar el entuerto. En Amberes, los ciudadanos empezaban a estar al corriente de todo y la intranquilidad aparecía en semblantes y conversaciones, máxime cuando comenzaron a precipitarse los acontecimientos. El día 21 de abril se produjeron incidentes entre los soldados, pues españoles de la guarnición de la ciudadela entraron en la ciudad y su presencia molestó a los valones, con los que surgieron diferencias.

A mediodía del 22 Sancho Dávila llegó a Amberes con una compañía de arcabuceros a caballo que había reunido al emprender su regreso. Se presentó en la puerta de San Jorge deseando entrar para ver los preparativos hechos en la ciudad y sacar sus propias conclusiones respecto a los acontecimientos inmediatos, además de saber cómo se encontraba Agnes. Pero la guardia no les permitió el paso más que a él y a sus criados, alegando que el gobernador les había ordenando impedir la entrada de hombres de armas. Ante la insistencia de Dávila de no separarse de su gente mandaron aviso al gobernador, quien ordenó que se les franqueara el paso a todos los que venían con él, esperando de esta forma que Sancho atendiera sus peticiones de ayuda para defender la ciudad. Cuando llegó el emisario con estas noticias los arcabuceros las consideraron una victoria y en cuanto se les franqueó el paso se desparramaron por las calles adyacentes celebrando ruidosamente la victoria obtenida días atrás con disparos al aire, arrastrando por los suelos las banderas arrebatadas al enemigo y deshaciéndose en bravatas amenazadoras de que pronto llegarían cinco mil españoles dispuestos a quedarse en la ciudad hasta que se les pagaran los sueldos atrasados y que si la ciudad les cerraba las puertas se apoderarían de todas las vituallas de la comarca y, con la ayuda de la ciudadela, la cercarían y saquearían.

Dávila se desentendió de los hombres que le habían acompañado y se encaminó rápidamente hacia la casa de Agnes. Ella le estaba esperando, pues la noticia de la vuelta del castellano había corrido como un reguero de pólvora por la ciudad mientras aguardaba en la puerta de San Jorge. Descendió del caballo y entró en la casa.

—Gracias a Dios que os encuentro. ¿Cómo estáis? —dijo mientras los dos se fundían en un estrecho abrazo.

—Yo estoy bien y al veros me siento segura. ¿Y vos? ¿Cómo estáis? ¿Cómo os fue en la batalla? ¿Estáis herido?

Sancho interrumpió sus preguntas tapándole sus labios con los suyos y prolongando el abrazo. Luego, sin soltarla, habló:

—Aquí no estáis segura, Agnes. De momento, los hombres vienen sin afán de violencia ni saqueo. Pero estas situaciones son imprevisibles y cualquier detalle puede provocar el desencadenamiento del apocalipsis. Si eso sucediera, y puede suceder, es preciso que no os sorprenda aquí. Os enviaré a lugar seguro…

La mujer puso cara de contrariedad e inició una respuesta que no pudo continuar al taparle Sancho la boca con la mano, al tiempo que le decía:

—Agnes, nunca os he obligado ni impuesto nada hasta hoy. Pero sé lo que son estas situaciones y no voy a consentir que os pase nada malo, de forma que tendréis que obedecerme y… por desgracia con prisa, pues me gustaría quedarme con vos ahora y disfrutar sin límite de vuestra compañía… Os he añorado todo el tiempo, pero no podemos perder un instante. Os diré lo que haremos. Aquí tenéis una carta —Sancho la había sacado de la pechera de su camisa—; como veis, va dirigida a Joseph van Loo de Ectresen. Lo encontraréis en una pequeña tienda de la plaza. Era un confidente del duque de Alba que me tenía a mí por interlocutor y al final nos hicimos amigos. Yo fui el principal promotor de la ayuda que recibió de nuestro rey, con la que pudo establecerse. Me debe unos cuantos favores y aquí —señalaba la carta— le digo que os ponga a buen recaudo, cosa que estoy seguro de que hará… Así que preparaos y aguardad la llegada de Francisco, él os guiará hasta Van Loo. La diferencia de edad entre ambos espero que sea vuestro salvoconducto, pues pareceréis madre e hijo, y si tenéis un encuentro desafortunado con algún grupo de incontrolados, que ya los hay, no creo que nadie ataque a una mujer que va acompañada de su hijo, pues las cosas no han llegado todavía a ese punto. Llevad unas monedas a mano, os servirán de pasaporte. Mientras preparáis las cosas, iré a la ciudadela y os enviaré a Francisco…

—Sancho… —interrumpió ella en tono de súplica y tristeza—. ¿No vais a quedaros ni un instante? ¿Vais a dejarme así, cuando aún me reconcome el dolor de la incertidumbre que he tenido todos estos días por vuestra suerte?

Dávila la miró y sintió una profunda ternura cuando vio los ojos de Agnes que le miraban fijamente con inquietud y brillando por unas lágrimas que ella trataba de contener. Un nudo le atenazó la garganta e, incapaz de articular palabra, dio unos pasos hacia la mujer, que se lanzó a sus brazos. Fundidos en su proximidad, el tiempo y el mundo exterior dejaron de existir para ambos.

Champagney estaba al corriente de las provocaciones de los arcabuceros recién llegados y de que los amotinados ya estaban en Herentales, a cinco leguas de Amberes. De ello envió puntuales informes al comendador —que seguía en Bruselas tratando con los del Consejo—; también le informaba de la respuesta recibida en la ciudadela por un emisario suyo cuando fue a preguntar si se pensaba castigar a los agitadores; una pregunta que los soldados de la fortaleza contestaron diciendo que no habría oficiales suficientes para impedirles ayudar a los amotinados cuando llegaran.

El capitán Artajona, del tercio de Sicilia, se acercó a Perrenot cuando recorría los puestos de guardia y le dijo que había estado en la ciudadela, donde había llegado a la conclusión de que no podía esperarse ninguna ayuda de su guarnición, por lo que convendría disponer de gente suficiente en la parte de la ciudad más próxima a la fortaleza a fin de atajar la posible ayuda que los soldados de la misma quisieran dar a los amotinados llegado el momento; concluyó ofreciéndose a ir él mismo al día siguiente a informar al comendador. Perrenot decidió establecer contacto directo con Dávila, por lo que envió a la ciudadela a su sargento mayor y a dos de sus capitanes para felicitarlo por la victoria sobre Luis de Nassau y para que le informase de lo que supiese sobre los amotinados, además de permitirle recuperar las piezas de artillería y demás efectos que antes servían para defensa de la ciudad y ahora estaban en la ciudadela. Sin embargo, regresaron a las dos horas chasqueados, pues en la fortaleza les habían dicho que Sancho Dávila no estaba en ella y que ni siquiera le habían visto desde su marcha; por eso lo buscaron en la ciudad también infructuosamente y acudían a Champagney para saber si continuaban la búsqueda. Ante la seguridad de que Dávila estaba en Amberes, el gobernador los envió otra vez a la ciudadela. Cuando llegaron los recibió el teniente, quien los condujo a presencia de Sancho, que estaba aleccionando a Francisco de cómo proceder con Agnes y le entregaba una bolsa con dinero. Ante la imposibilidad de desaparecer, el castellano despidió al muchacho con las últimas recomendaciones y se volvió a hacia los recién llegados.

—Vuesas señorías dirán. ¿Qué me queréis, señores?

El sargento mayor habló en nombre de los tres e hizo un relato fiel del encargo dado por su señor, un relato que Dávila escuchó en silencio sin dejar traslucir el menor gesto y luego habló:

—Dad las gracias al señor Perrenot y decidle que no he hecho más que cumplir con la obligación que tengo con mi rey. Decidle también que hace días que dejé a los amotinados y que no puedo darle ninguna información sobre ellos. En cuanto a la defensa, que él vea cómo mejor puede defender la ciudad, pues yo me encargaré de mantener la ciudadela fiel para que ni se amotine ni la tomen los amotinados y en sus cuentas que no entre la artillería, pues las piezas sólo las entregaré para emplearlas contra los rebeldes, pero no contra los soldados de su majestad. Decidle también que mi jefe natural es el comendador y que sus órdenes son las únicas que obedeceré.

La contestación de Sancho enfureció a sus interlocutores, que difícilmente podían disimular su malestar. El castellano percibió claramente lo que sucedía, pues lo había provocado deliberadamente, y dio por concluida la entrevista diciendo:

—Y ahora, señores, conviene que cada uno atienda sus obligaciones. Vayan con Dios.

Martín del Oyó con un ademán les indicó la salida y los siguió hasta que abandonaron la ciudadela. Luego volvió de inmediato a donde había dejado a Sancho y le dijo:

—¿Creéis que el comendador aprobará vuestra actitud?

—No lo sé, Martín. Ahora le estoy informando en esta carta que enviaré con alguno de los nuestros. Además le anuncio que voy a salir al encuentro de los amotinados para ver si puedo canalizar su descontento y evitar violencias innecesarias.

—La recibirá enseguida, pues he oído que está a punto de llegar a Amberes.

En efecto, Requesens decidió trasladarse desde Bruselas a Amberes, lugar de destino de los amotinados, por lo que su presencia allí sería muy necesaria. Además, presentía el conflicto entre Perrenot y Dávila, sabiendo que éste no dejaría en la estacada a sus hombres y que buscaría una salida airosa para ellos. En cuanto entró en la ciudad, Champagney le instó a que se dirigiera a la ciudadela para que tomara el mando y la controlara evitando que se pusiera de parte de los amotinados, que proseguían su marcha inexorablemente. Requesens descartó presentarse en la fortaleza y construir trincheras para mejorar la defensa de la ciudad, otra de las pretensiones del gobernador, pues sabía que ninguna de las dos medidas facilitaría las cosas, antes bien las complicaría, porque existía el riesgo de que la guarnición de la ciudadela no le dejase entrar y de que los amotinados asaltaran la ciudad si la veían en disposición de rechazarlos. En esos momentos recibió la carta de Dávila, que le entregaba Lope; en su contenido, el castellano hacía protestas de fidelidad y le garantizaba que la ciudadela no sería de los amotinados, a cuyo encuentro salía para ver si podía canalizar la situación, algo que tranquilizó a Requesens, quien decidió concentrarse en los amotinados y en la ciudad y sus defensores.

—Señor comendador —hablaba Lope—, permaneceré cerca de vuestra excelencia si no tenéis inconveniente para llevar de inmediato a Sancho Dávila cualquier orden que deseéis transmitirle. Así me lo ha encargado.

El día 25 por la noche envió Requesens cuatro jinetes a vigilar los movimientos de los sediciosos. Al amanecer del día siguiente regresaron y contaron que dos de ellos habían estado mezclados con los amotinados, quienes decían que esperarían hasta las nueve de la mañana a que Sancho Dávila les llevase una respuesta favorable a sus demandas de parte del comendador y que si esa respuesta no llegaba marcharían sobre Amberes y entrarían en la ciudad con ayuda de los de la ciudadela. Estas noticias se expandieron por la ciudad, donde corría el rumor de que lo dicho no era más que una treta para meter dentro a los españoles, por eso instaron a Requesens a que entrara en la fortaleza y asegurara su concurso.

Pero el comendador estaba decidido a esperar sin provocaciones. Rechazó la propuesta una vez más y proclamó su confianza en Dávila. Igualmente, reprochó a Champagney el reparto de municiones que había hecho entre sus hombres y desautorizó su orden de trasladar a la ciudad piezas de artillería de los barcos, alegando que Sancho Dávila estaba entre los amotinados para calmarlos y canalizar la protesta y añadiendo que si los insubordinados cometían algunos desmanes sería fuera de las murallas y no en la ciudad. Champagney y los suyos se convencieron de que Requesens no quería hacer nada que aumentara el malestar de los amotinados y esa convicción les hacía sentirse a merced de los acontecimientos, convicción en la que se ratificaron cuando el comendador les encargó reunir doscientos mil escudos para evitar los posibles desmanes que los vencedores de Moock pudieran cometer. Por otra parte, los habitantes de Amberes se sentían igualmente atrapados, pues por esperar el arreglo de la situación fueron muy pocos los que salieron de la ciudad, ya que la mayoría no se decidía a abandonar sus bienes y dejarlos a merced de ladrones y saqueadores; y ahora, con los amotinados tan cerca y controlando los accesos a la ciudad, la salida con cualquier clase de bienes era la garantía segura del robo y la muerte. Así que tenían que esperar dentro de las murallas y resignarse a su suerte.

Cerca de las once de la mañana llegaron avisos de que los insubordinados se acercaban con Dávila al frente, quien los condujo por el foso hacia un portillo de la muralla. Perrenot alertó a sus hombres y mandó preguntar a Requesens si Dávila actuaba siguiendo órdenes suyas o lo hacía por su cuenta. El comendador se presentó de inmediato en el lugar y ordenó que se retiraran algunas compañías de valones que se disponían a enfrentarse a los que avanzaban por el foso, de los que una treintena ya habían entrado en la ciudad; luego ordenó a los de fuera que permanecieran quietos y no cometiesen desórdenes, pues estaba dispuesto a darles satisfacción.

Los amotinados habían formado un compacto grupo entre la ciudad y la ciudadela y algunos de ellos exigieron que se les buscara alojamiento dentro de la villa, donde finalmente lograron entrar con gran disgusto de Requesens, empeñado en evitar que la sangre corriera y se alterara la paz; por eso ordenó a Champagney que acuartelara a sus hombres y se dejara sitio en los alojamientos para los llegados, cada vez más excitados; a la caída de la noche ya estaban decididos a echar de la ciudad a don Luis y los suyos, apoderarse de Perrenot para matarlo y expulsar a los valones y tudescos. Pero Requesens supo protegerse con los hombres que permanecían fieles, mientras Sancho reforzaba la guarnición de la ciudadela.

A la mañana siguiente, la insolencia de los amotinados creció. El gobernador de Dola, un lugar cercano que se sentía amenazado, se presentó ante el comendador para comunicarle la inquietud de los habitantes, a los que se ofreció a armar y dirigir si se atacaba a los amotinados. Don Luis siguió recomendando calma y que se apaciguaran los ánimos. Esa mañana los españoles amagaron con un asalto que no se produjo, y después de semejante golpe de efecto el electo envió a un propio para decir que Champagney y los suyos deberían salir de la ciudad, a lo que él contestó que si no se lo mandaba el comendador no saldría y defendería su ciudad hasta morir si fuera preciso. Pero no habría lugar a ello, pues al poco llegó Vitelli a donde se encontraba Perrenot y le dijo:

—Señor gobernador, me envía don Luis para ordenarle que lleve a sus hombres fuera de Amberes.

—Nuestra salida —exclamó Champagney— reducirá mucho las posibilidades de defensa de la ciudad, ¿por qué nos ordena salir el comendador?

—Porque los amotinados son la mejor gente de guerra que tiene aquí el rey Felipe y es preciso conservarlos.

La respuesta enfureció a Perrenot, que ordenó el agrupamiento inmediato de valones y tudescos para salir por la puerta Imperial camino de Ectresen. Él prometió volver en cuanto hubiese alojado a su gente por si podía ser de utilidad.

El 1 de mayo el motín no había perdido intensidad ni empezaba a vislumbrarse el final, aunque aceptaran los revoltosos, después de muchas negociaciones, que se les tomara una muestra para saber con certeza las pagas que se les debían y recibir cinco de esas soldadas en ropa, pagándoles las restantes en dinero. La muestra empezaría a tomarse al día siguiente, en la Bolsa, adonde acudirían todos y donde don Luis había preparado ocho mesas al efecto. Sin embargo, el acuerdo peligró cuando algunos empezaron a alborotar y se salieron fuera pidiendo a voz en grito que se les dijera con claridad si se les pagaría después de concluida la muestra. Don Luis logró templar los ánimos al calmar a los inquietos provocadores y, por fin, se empezó a pasar la muestra, que concluyó sin más problemas. A su término, Requesens ordenó que se retiraran a Liera, a dos leguas de Amberes, desde donde podrían tratar lo que se ofreciese. Para esas fechas ya habían llegado otras tropas que abandonaron sus guarniciones deseosas de que se les tomase muestra y se les pagasen los atrasos. Y ello sería una nueva fuente de preocupaciones para don Luis, quien en días anteriores les había solicitado a los capitanes listas juradas y firmadas de sus hombres y de la relación de las pagas que se les debían.

Al saber los capitanes que se les pasaría la muestra a los hombres, se presentaron ante don Luis. Uno de ellos, portavoz del sentir general, habló:

—Señor, nos sentimos vejados en nuestro honor, pues hemos procedido como es costumbre en el ejército y en nuestras listas hemos incluido unas plazas de más por ser imposible sustentarse dignamente con los sueldos tan escasos que nos pagan y ahora resulta que tenemos que soportar que un simple oficial del contador anule algunas de las plazas de nuestras relaciones cuando la gran mayoría de ellas es rigurosamente cierta.

—Señores, no son tiempos de tretas ni trapacerías —replicó don Luis con energía—. Las arcas están vacías y urge pagar a los hombres… pero pagarles de manera fiel y fidedigna, pues no estamos para dispendios superfluos. Así que la muestra continuará.

—Pero, señor, comprended…

—No voy a consentir irregularidades en estos momentos… así que volved con vuestros hombres, porque esto está pareciendo un motín de capitanes.

Y los despidió destempladamente.

Los capitanes salieron furiosos y enviaron las listas requeridas, pero sin firmar ni jurar, y cuando vieron al día siguiente comenzar la muestra, mandaron a don Luis una carta con el también capitán Marcos de Arenas en la que le comunicaban su deseo de dejar el mando de sus compañías. Don Luis no cedió:

—Arenas, estoy demasiado ocupado y harto como para considerar la estupidez que contiene este papel. Advertid a vuestros camaradas de que como no cambien de actitud no sólo les retiraré sus compañías, sino también les cortaré la cabeza por su insubordinación.

La muestra prosiguió en los días siguientes con toda calma; llegaban noticias de que hacia Amberes se encaminaban, además, los capitanes y oficiales que habían sido despedidos por los amotinados en las jornadas anteriores. Entre los llegados estaba Julián Romero, contra el que los insubordinados estaban furiosos por el escaso apoyo que había dado al motín. De nuevo los ánimos se excitaron y con intención de calmarlos don Luis llamó a los de Liera para que acudieran a Amberes con sus banderas esperando que, al verlos, los revoltosos se apaciguaran. Pero los efectos fueron justamente los contrarios, pues los amotinados interpretaron que aquello era una treta, tocaron alarma y tomaron literalmente las calles y cometieron atropellos y saqueos que pudieron ser contenidos a duras penas, exigiendo a cambio que todos los oficiales salieran de Amberes y en particular Julián Romero, al que derribaron la puerta de su alojamiento y pudo escapar difícilmente, saliendo de la ciudad hacia Bruselas. La agitación duró hasta la tarde, pidiendo entonces los soldados que regresaran los alféreces para que les notificaran cuánto se les debía a cada uno y redactando sus demandas, que entregaron al electo para que las hiciera llegar a don Luis.

La situación parecía insalvable. Pero Requesens intentó un nuevo camino. Reunió a sus colaboradores directos para que negociaran con los hombres si estarían dispuestos a cobrar de inmediato una parte de la deuda, abonándoseles el resto en breve.

—Tal vez así podamos poner fin a un suceso tan extraordinario, del que han nacido tantos inconvenientes y están tan cerca de suceder otros mayores, pues me he enterado de que la mayor culpa de este motín es de algunos capitanes y oficiales, de que ya me acordaré bien a su tiempo, si luego no lo remedian. Para convencer a los hombres no dudéis en prometerles el perdón. Estoy seguro de que la oferta causará mella en bastantes, pues no querrán pagar por los desórdenes cometidos.

Sancho había permanecido callado toda la reunión. No estaba seguro de que pudiera controlar la guarnición de la ciudadela. Pensaba así porque había sido desobedecido, ya que había ordenado que no dejaran entrar a nadie en el recinto y había visto en el patio una facción de los amotinados. Sin embargo, no quiso darse por enterado y decidió esperar. Cuando abandonó el edificio donde don Luis se alojaba, se encaminó a la fortaleza pensando la mejor forma de cumplir la orden del comendador. Nada más llegar reunió a los hombres y les expuso la propuesta de don Luis, propuesta que fue bien acogida por todos, así que subió a su aposento y se puso a redactar el compromiso contraído, que todos deberían suscribir. Cuando estaba en ello, a las diez de la noche fue interrumpido por la alarma que tocaban los de la ciudadela y que fue oída también en la ciudad, provocando un efecto de contagio; había decidido acabar de redactar el escrito y salir luego a averiguar qué sucedía cuando escuchó dentro del recinto amurallado unos disparos y varios cañonazos; se disponía a salir y de pronto se abrió violentamente la puerta de la habitación, irrumpiendo en ella un grupo de soldados:

—Señor, venimos a comunicaros que esta ciudadela está por el rey y por los soldados. Por eso os pedimos las llaves y os mantendremos encerrado en este aposento hasta que la situación se resuelva.

Quien así hablaba era el que habían elegido electo los amotinados de la fortaleza, que iba acompañado de tres oficiales y del sargento mayor Salvatierra, a quien ya no se le notaba la herida del brazo y que se las había ingeniado para regresar sin problemas. El furor que sentía Dávila le atenazaba la garganta, pero masculló amenazadoramente:

—¡El que quiera las llaves de este castillo tendrá que tener antes mi vida!

Salvatierra se adelantó sin que nadie pudiera reaccionar y se apoderó de las llaves de las diversas dependencias de la ciudadela, que Sancho tenía en un manojo encima de la mesa. Cuando las tuvo, dijo con un ademán tan claro como expeditivo:

—¡Vámonos y dejémoslo encerrado!

La verdad es que todos se sintieron aliviados de que la situación se resolviera tan rápidamente, pues temían el genio de Dávila, quien vio vaciarse la estancia como por encanto, y a los pocos segundos una llave echaba el pestillo de la puerta. Sancho empezó a pasearse de un lado a otro, cada vez más furioso. Los minutos se le hacían interminables y le exasperaba no saber lo que estaba ocurriendo en su fortaleza. La noticia de su prisión trascendió enseguida y don Bernardino fue el encargado de comunicarla a Requesens:

—Los soldados del castillo se han amotinado, señor comendador —le decía—, alteración que jamás ha hecho la nación española hallándose en castillo por muchas pagas que se le debiesen. Han intentado echar a Sancho de Ávila y a su teniente Martín del Oyó fuera del castillo, novedad asimismo nunca oída, cual tratar de que salga de la fortaleza o plaza quien tiene hecho pleito homenaje o juramento de defenderla o perder la vida en ello. Y así les dijo Sancho de Ávila que no saldría con ella del castillo, por lo que se contentaron con echar a su teniente y a él encerrarlo en sus aposentos.

Requesens comprendió la gravedad de la situación y temió que aquello fuera el final, pues sin el freno de la fortaleza los amotinados podían revolverse en cualquier momento.

—Esto parece caminar hacia el peor de los finales… El motín de los del castillo —hablaba el comendador— ha sido la mayor maldad del mundo…, y así como cuando se amotina un regimiento de alemanes o de otra nación una compañía permanece fiel, pues es como la de guardia, parece que hubieran de seguir esto los del castillo, ya que ellos con su fortaleza se puede decir que son la compañía de guardia de todos estos Estados y que lo que han hecho viene a ser muy perjudicial, pues gran daño puede reportar a estos Estados.

—Yo no lo doy todo por perdido —le interrumpió don Bernardino—. Conozco a Sancho y sé cómo sus hombres lo respetan. No creo que se mantenga mucho la disidencia de la ciudadela estando él allí, aunque sea preso. Esperemos noticias, don Luis.

Era medianoche. Dentro de la ciudad todavía grupos de hombres más o menos borrachos recorrían las calles ruidosamente de vuelta o en busca de amores mercenarios. Los habitantes de la ciudad hacía horas que estaban atrincherados en sus casas temiendo lo peor, un temor acrecentado entre los que vivían en las proximidades de las hogueras que los amotinados habían encendido en algunas calles y plazas para prolongar sus libaciones y el trato con aquellas prostitutas que se atrevían a desafiar al resto de la población mostrándose en compañía de los soldados a la vista de todos y sin recato alguno, pues como una de ellas decía a sus compañeras:

—Aprovechemos la ocasión. Comamos, bebamos y ganemos dinero. Cuando esto acabe, si los ciudadanos nos hacen aquí la vida imposible, podremos irnos con lo ganado a otra ciudad donde aprecien nuestros servicios.

Fuera de la ciudad la oscuridad era total y dentro de la fortaleza el silencio lo dominaba todo. Sancho seguía en su encierro y empezaba a resignarse a su suerte cuando oyó rumor de pasos en el corredor e instantes después una llave descorría el cerrojo, abriéndose la puerta. Por ella apareció Salvatierra con un cabo encendido en la mano.

—Señor —dijo dirigiéndose a Sancho e indicándole con un ademán la salida—, estamos a vuestras órdenes.

—Salvatierra, he dudado de vos.

—No me extraña, señor. Pero me he visto obligado a actuar como lo he hecho para salvar la vida y poder seguir siendo útil a mi rey y a mis jefes. Recordaréis que después de la rota de Moock os comuniqué mi inquietud. Pues bien, me fui a dormir porque estaba destrozado y la herida me dolía a rabiar. No sé cuánto tiempo llevaba dormido cuando sentí un cuchillo en la garganta y una voz amenazadora que me volvía a la conciencia diciéndome: «¿Verdad, sargento mayor, que estáis con los amotinados?, porque si no es así convendría que rezarais si queréis estar en breve en el cielo». No tuve otra opción que jurar que efectivamente estaba con ellos y me creyeron sin reservas, cosa fácil pues se me deben muchas soldadas. Así que me perdí entre los amotinados para pasar lo más inadvertido posible y poder regresar pronto a la ciudadela.

Sancho escuchaba con atención mientras se armaba.

—En cuanto a lo ocurrido hace unas horas —continuó Salvatierra—, he actuado así porque no veía otro modo de poder devolveros la libertad. Señor, llevo más de veinte años luchando por mi rey. Nunca he visto un motín como éste, en el que no queda ninguna unidad sobre las armas para oponerse al enemigo si ataca, que es lo que se hace siempre en estos casos. Estamos tan sin norte que es preciso que esto acabe o que haya alguien en garantía. Por eso he actuado como lo he hecho y por eso estoy aquí para liberaros. Los hombres que están ahí fuera —se volvió hacia los que aguardaban en el pasillo tan en silencio que se oía el crepitar de las antorchas que llevaban para alumbrarse— son de absoluta confianza, lo mismo que el centenar que esperan órdenes en el patio. Aquí tenéis vuestras llaves —Salvatierra concluyó alargándole el manojo que cogiera de la mesa horas antes.

—Bien. Decidme cómo está la situación.

Sancho había terminado de armarse y estaba presto a entrar en acción.

—De momento la cosa está en calma. Le he dicho al despensero que esta noche fuera muy generoso con el vino, de manera que los que no son leales, que son la mayoría, bajo los sopores del alcohol duermen en sus catres y yacijas. Los nuestros están dispuestos para lo que ordenéis.

—Tomad estas llaves. Cerrad las puertas y bajad los rastrillos interiores salvo los que permitan a los amotinados llegar desde donde duermen al patio. Reforzad el puente para que no tengan intención de forzarlo y salir. Recoged todas las armas y que cuando despierten no tengan a qué echar mano. Pero antes que nada, en silencio y con rapidez, vayamos a detener a los que quedan despiertos y a la guardia, para que no den la alarma. Cuando terminemos colocaréis a nuestros hombres en las almenas a fin de que controlen el patio y los vean los amotinados. Entonces, yo les hablaré.

Las órdenes de Sancho se cumplieron con exactitud y diligencia. Él despachó un propio para que comunicara a Requesens que volvía a hacerse con la situación, que contara con el apoyo de la ciudadela si fuera necesario. Cuando el alba empezaba a apuntar, salió al patio de armas y recorrió el pasadizo de las murallas con la vista, comprobando que los hombres ya estaban apostados y a la espera. Salvatierra se le acercó para decirle que todo estaba bajo control, tal y como había ordenado. Sancho asintió y recomendó que los de las almenas de la parte más próxima a la ciudad no perdieran de vista lo que ocurriera en ella, por si era necesario intervenir, y añadió:

—Volved dentro, Salvatierra, no quiero que os vean de momento. Elegid quince hombres y con ellos custodiad el arsenal y las armas recogidas. No salgáis pase lo que pase hasta que yo os lo ordene.

Al poco tiempo empezaron a aparecer hombres en el patio. Con caras de sueño, el pelo revuelto, la ropa desaliñada y aspecto de cansados, se miraban extrañados unos a otros sin saber qué pasaba. El asombro aumentó al verse rodeados por compañeros armados. Sus preguntas destempladas quedaban sin respuesta. Cuando la mayor parte ya se había reunido allí con el electo al frente, Sancho se hizo ver en lo alto de la muralla para afearles de nuevo su conducta y decirles que, puesto que había recuperado las llaves y el control de la ciudadela, olvidaría lo sucedido, y si deponían su actitud lograría el perdón para todos. Sabía que la oferta era del agrado de una buena parte de los amotinados de la ciudadela, que después de unas horas habían comprendido la magnitud y la insensatez de su falta; por eso aceptarían una propuesta en ese sentido y Sancho se la ofrecía con garantías, pues añadió:

—Y para que veáis que os hablo con verdad, el mismo Chapín Vitelli vendrá a garantizároslo. Que vaya vuestro electo y lo traiga y él os dirá la verdad que hay en mis palabras.

La idea de que el electo fuera en busca de uno de los jefes más veteranos y de mayor prestigio para que el perdón estuviera garantizado les pareció bien a todos. Mientras el electo se preparaba para salir, Sancho se acercó al capellán y le dijo:

—Acompañaréis al electo y le diréis al comendador que lo retenga y no lo deje volver; que venga sólo Vitelli.

El electo y el capellán salieron, levantándose el puente de nuevo. Sancho se retiró a sus habitaciones a esperar, mientras los demás hombres aguardaban en corros conversando en el patio o volvían al interior. Sin embargo, uno de los sargentos, viendo a los de las murallas y sintiéndose desarmado como los demás, temió alguna treta de Sancho y empezó a agitar nuevamente a los hombres. El alférez Villalobos, hombre de cuerpo y genio recio, lo llamó desde lo alto de la muralla y le dijo que fuera a hablar con él. El sargento subió y desde el patio se les vio y oyó discutir acaloradamente, recomendando calma aquél y pidiendo garantías éste, hasta que de pronto el alférez sacó un cuchillo y apuñaló al sargento, levantándolo en alto y lanzándolo al foso por encima de las murallas, lo que dejó perplejos a los hombres, que volvieron a serenarse.

Mientras tanto el electo y el capellán habían llegado ante Requesens, a quien pusieron al corriente de su misión. El comendador aceptó enviar a Vitelli en apoyo de Dávila, pero no retuvo al electo, pues el capellán no le dijo nada en este sentido. Cuando Sancho lo vio llegar con Vitelli no salía de su asombro y decidió dejarlo en el cuerpo de guardia de la ciudadela, en tanto él trataba con el enviado de don Luis lo que se les iba a decir a los soldados. Cuando estuvieron de acuerdo, volvieron al cuerpo de guardia en busca del electo y lo encontraron muerto. Preguntaron:

—¿Qué ha pasado?

El jefe de la guardia respondió:

—El alférez Villalobos se presentó de improviso y se acercó al electo llamándolo traidor, hijo de puta y cabrón y dijo que lo iba a matar por cometer tantas bellaquerías contra el rey y los soldados. Y sin más lo acuchilló.

Vitelli montó en cólera y dijo que el electo estaba bajo su protección, que el asesinato era una falta imperdonable de quien lo había hecho y de cuantos no lo habían impedido, y se marchó sin querer tratar nada con los de la ciudadela. Relató lo ocurrido a don Luis, que no sabía qué partido tomar con los de la fortaleza. Algunos le aconsejaron meter tudescos o de otra nacionalidad en ella, pero él lo consideró una afrenta para los españoles, sin que la medida garantizara nada.

Al mediodía, Sancho reunió a todos los hombres en el patio dispuesto a clarificar la situación. Afeó el proceder de Villalobos y volvió a empeñar su palabra de conseguir el perdón para cuantos depusieran su actitud amotinada, y como no quería perjudicar a nadie dejaría salir a cuantos quisieran seguir con el motín sin tomar ningún tipo de medidas contra ellos; únicamente retendría sus armas, que recuperarían cuando la situación se normalizara.

—A las dos de la tarde —anunció Sancho— se bajará el puente. Los que quieran salir podrán hacerlo libremente. Los que se queden obedecerán las órdenes que reciban y se comprometerán a no prestar ayuda a los amotinados de la ciudad, permaneciendo al margen. A cambio les garantizo la gracia del rey.

A la hora anunciada, el puente levadizo empezó a bajar; luego se levantó el rastrillo y la guardia con el sargento mayor al frente permitió la salida a cuantos lo desearon, que fueron unos cien. Cuando Salvatierra comprobó que ya ninguno más quería salir ordenó bajar el rastrillo y levar el puente. Al empezar ambas maniobras se presentó Sancho Dávila en la puerta y le ordenó:

—Id y relatad lo sucedido al comendador. Decidle que la fortaleza ya está completamente segura.

Por otro lado, los españoles amotinados de Amberes habían seguido con todo interés los sucesos de la ciudadela y una parte bastante considerable de ellos había mostrado su disconformidad con que también se amotinara. Por eso empezaron a tranquilizarse cuando vieron que la situación allí estaba controlada y los menos levantiscos ya deseaban una solución, pues el motín se alargaba sin caminar hacia nada positivo. En esa tesitura, Requesens tomó la iniciativa pidiéndole al consejo de los amotinados que le enviaran de cada compañía a dos hombres que consideraran sensatos y capaces de explicar a sus compañeros lo que entre ellos iban a tratar a fin de acabar con el motín.

Los designados llegaron a presencia de don Luis, con quien estaban Vitelli, Dávila y don Bernardino, entre otros. En la reunión, el comendador expuso sus argumentos y los escribió en un papel del que se hicieron numerosas copias. El nuevo electo y los suyos entendieron razonables las propuestas y se marcharon para darlas a conocer, pero en cuanto los de fuera leyeron los papeles los rompieron y se alborotaron de nuevo por considerar insuficientes tales propuestas, hasta el extremo de que cuando el electo quiso hablarles no consiguió otra cosa que ser objeto de varios arcabuzazos, que por suerte para él no le alcanzaron. El resto del día los amotinados lo pasaron entre disparos y desórdenes, inquietando a todo el mundo. En sus idas y venidas por la ciudad pasaron varias veces por delante de la casa donde se alojaba don Luis pidiendo a gritos que se le echara de la ciudad. Viendo la situación, Dávila se retiró a la ciudadela con el beneplácito de Requesens, pero antes de hacerlo dejó a Ruy el encargo de mezclarse con los amotinados para ver lo que sucedía en la ciudad y que fuera a contárselo con el alba.

Los primeros rayos de sol penetraban por la ventana del dormitorio y cruzaban la estancia hasta estrellarse en la pared opuesta, desparramando por toda la habitación una luz gozosa y alegre que envolvía a los dos hombres que hablaban. Ruy le decía a Dávila:

—Ha sido una noche toledana… —en ese momento entró un asistente con una bandeja en la que traía varios trozos de bizcocho y dos tazones humeantes. La dejó encima de la mesa y salió tan silenciosamente como había entrado. Sancho y Ruy cogieron cada uno un pedazo de bizcocho y un tazón y la conversación prosiguió entre bocados y sorbos—. Los amotinados no han estado ociosos. Han elegido un nuevo electo y un nuevo consejo, dando muchos palos al que hasta entonces habían tenido, un hombre sensato que procuró aquietarlos y que si ostentó semejante cargo fue obligado por la fuerza, pues a él no le gustó nunca. En cambio, el nuevo electo es un desvergonzado bellaco de infantería que deseaba mucho verse en tal puesto, es un fulano…, un tal Alderete, natural de Alcalá, que debe de ser el más mal hombre que hay en la tierra y que es quien ha causado este daño e impide los remedios.

—¿Y ahora qué pretenden? —preguntó Sancho tras el último sorbo.

—No lo sé muy bien. Parece que van a conjurarse o no sé qué… Algo harán, pues ese electo no se estará quieto.

—Id a descansar. Mandaré a alguien en vuestro lugar para que vigile a ese loco.

Sancho salió al patio de armas buscando a Salvatierra, pero aún no se había levantado. Se dirigió a la puerta de entrada, donde encontró a Martín del Oyó, su teniente, lo apartó para que sus hombres no pudieran oírlos y le preguntó si tenía algún hombre de confianza. El aludido contestó que sí y llamó a uno de sus hombres.

—Bernardo, ven aquí.

Un joven se volvió al oír su nombre y acudió presuroso a donde se le requería. Sancho lo miró con interés. Era un joven casi barbilampiño, de ojos negros, como su pelo, de buena estatura y que miraba de frente. En su cabeza adivinó muchas ilusiones juveniles, ilusiones que el mismo Sancho había tenido cuando andaba por aquellos años y que la vida se encargó de sepultar. Posiblemente, pensó Dávila, a los veinte años yo daría una imagen parecida.

—¿De dónde eres, muchacho?

—De Tembleque, señor; cerca de Ocaña.

—¿Y a qué has venido a Flandes?

—Me alisté porque tenía problemas en mi pueblo y pensé que lo mejor era desaparecer y buscar gloria y fortuna para regresar luego.

Sancho intuía algún drama amoroso o alguna incomprensión o dificultad familiar y decidió no seguir preguntando en ese terreno.

—¿Estarías dispuesto a hacerme un servicio? Puede ser arriesgado.

—Lo haré. Decid.

—Como sabes, la postura de muchos amotinados ha cambiado a raíz de que la ciudadela volvió a la obediencia. Ahora bastantes de ellos quieren terminar airosamente la protesta, saber cuándo y cómo se les pagará y volver al servicio, pero hay elementos que no están interesados en que esto termine y desean mantener la agitación para medrar no se sabe qué —Dávila hablaba despacio y no dejaba de observar la cara del muchacho para ver cómo reaccionaba ante la información que le daba y lo que iba a pedirle—. Los manejos de esos mal nacidos han provocado la elección de un nuevo electo, un mal bicho que no quiere ceder en nada. Tu misión será ir a la ciudad, mezclarte con ellos como si fueras un amotinado más y contarme luego lo que hayas visto y oído.

—Entendido, señor castellano. Volveré luego.

Sancho volvió a su aposento y miraba con ansiedad por la ventana. Aquella inactividad e incertidumbre las llevaba malamente y se consumía en una espera inútil. Se pasó una mano por la cara y se tentó la barba y el bigote, notándolos ásperos y enmarañados. Pensó que podría entretenerse si se los atusaba algo, de modo que se encaminó hacia el poyete donde estaban la palangana, el jarro con agua, un lienzo y otros útiles de aseo. Se miró en el espejo que colgaba de la pared y tuvo la sensación de ver a un desconocido más viejo que él, pues encontraba ante sí a un hombre que frisaba los cincuenta años, cuyo pelo —menos espeso que en la juventud— empezaba a blanquear, de mirada penetrante pero cansada, de tez morena curtida por soles y vientos de todas clases y latitudes y una barba híspida que por las comisuras de sus labios se unía a un fino bigote. Él tenía una imagen de sí mismo más benévola, por lo que tuvo que rendirse a la evidencia y reconocerse en la que tenía delante. Eso le decidió a asearse y recomponer su imagen, si es que ello era posible. Mientras realizaba tales operaciones volvió a perderse en sus pensamientos, de los que fue sacado bruscamente al oír unos golpes en la puerta. Se dirigió a ella, la abrió y un soldado le tendió una carta, diciéndole:

—Un lacayo la acaba de dejar en la guardia para vos.

Sancho reconoció enseguida el remitente, que no era otro que Van Loo. Había recibido tantas cartas de él como para identificarlas sin dudar. El mero hecho de recibirla era ya buena noticia, pues significaba que Agnes y Francisco habían llegado a su destino. Con el alma reconfortada, empezó a desdoblar lentamente la carta. Al desplegarla se encontró dos círculos muy próximos, uno mayor que el otro, debajo una línea recta continua, más abajo una cruz y un garabato que parecía una V y una L entrelazadas. Al ver aquellos trazos Dávila sonrió y respiró aliviado; hacía años que Van Loo y él habían establecido un sistema de comunicación por medio de signos y aquéllos le decían que Agnes y Francisco (los dos círculos desiguales) habían llegado bien (línea recta continua), que los había puesto en lugar seguro (la cruz) y que los protegería con todas sus fuerzas (la especie de rúbrica con letras entrelazadas). Se guardó la carta y volvió a reír más distendida y ampliamente. Ahora podía respirar tranquilo. Durante todos aquellos días el recuerdo de Agnes había llegado a su mente con frecuencia, pero no se había permitido ninguna concesión, apartándolo de inmediato. Preocupado por si había llegado a su destino sin problemas escoltada por Francisco, había esperado noticias ansiosamente sin reconocérselo a sí mismo, pues temía que aquel viaje hubiera sido el final de lo más hermoso que le había ocurrido en los últimos años. Y ése era un pensamiento que le dolía, por lo que enseguida lo apartaba de su mente. Ahora, con la certeza de que estaba viva y a salvo y que el reencuentro era una esperanza cierta, Dávila se pudo permitir recrearse en el recuerdo de Agnes.

De pronto volvió en sí. No sabía cuánto tiempo había pasado en aquel estado y se sorprendió de que hubiera podido olvidarse de la realidad en las circunstancias tan difíciles por las que pasaban. Miró hacia la ventana y calculó que debería de ser ya casi mediodía, por lo que se dirigió al patio de armas. Un indefinible olor a comida flotaba en el ambiente. Entonces vio entrar a Bernardo, que se dirigió directamente hacia él. Al llegar a su altura, Sancho lo cogió de un brazo y se lo llevó hacia el centro del patio, a las proximidades de la estatua de Alba, donde le animó:

—Cuéntame, muchacho.

—Señor, cuando llegué a la ciudad supe que el electo había ido a la iglesia mayor en demanda de un clérigo que dijera una misa a la tropa: el sacerdote que allí había le dijo que eso no era posible por las disposiciones del Concilio de Trento; entonces él no hizo caso ninguno; entró en el templo, cogió cuanto necesitaba y volvió con los hombres, diciendo la misa un clérigo de una compañía. La oyeron los amotinados con toda atención y al final de la misma el electo les exigió jurar que no saldrían de Amberes hasta que no se les pagase cuanto se les debía y las autoridades accediesen a sus peticiones. Cuando la misa terminó y empezaron a dispersarse por calles y plazas, vieron que en las paredes habían pegado carteles donde, en unos, se recomendaba que obedecieran al comendador y en otros se contradecían estas recomendaciones con extrañísimas invenciones y desvergüenzas.

—¿Y la gente de la ciudad?

—Pues está afligida y alterada, ya que para ella esta situación supone gran incertidumbre, hasta el punto de que el motín y los amotinados han sido la causa de que malparan infinidad de mujeres y aun muerto desastradamente algunos hombres, y se huyen de la tierra con sus haciendas y aun sin ellas cuantos pueden, así mercaderes como burgueses, y en ninguna casa hay orden ya en la villa, porque además de haber echado al gobernador se han ido los del Consejo ciudadano y no hay quien administre justicia; en consecuencia, los amotinados lo tienen todo tiranizado, ya se han apoderado de todas las puertas y hay el temor de que falten vituallas, no osando nadie traerlas por los desórdenes de éstos… Pero eso, lo sabéis vos ya…

—Lo has hecho bien, Bernardo. Vuelve a la guardia. No me olvidaré de ti.

Entonces apareció Salvatierra en el patio. Los dos se encaminaron hacia la puerta principal.

—No sabía que estabais aquí, señor. Deseaba veros para informaros de la forma en que he dispuesto el servicio y repartido a la gente, por si hemos de intervenir…

No pudo continuar, pues llamó la atención de ambos hombres la llegada de un jinete que gritaba:

—Mensaje para el señor castellano… mensaje para el señor Sancho Dávila.

Al llegar al foso se detuvo y esperó a que alguien le indicara.

—Yo soy quien buscáis, decid qué os trae.

—Me envía el comendador para deciros que acudáis a una reunión que se celebrará en su casa dentro de una hora, que no faltéis, pues la materia es importante.

—Volved y decidle que iré sin falta. En cuanto a vos, Salvatierra, lo que hayáis previsto, bien está.

Sancho se volvió a uno de la guardia y le ordenó:

—Preparad mi caballo. Saldré en media hora.

Sancho fue de los primeros en llegar a la casa del comendador. Conforme llegaban eran introducidos en una amplia estancia con ventanales a la plaza de la catedral, por donde entraba generosamente la luz del centro del día y por donde se veía un cielo azul limpio y claro. A medida que llegaban los convocados se saludaban entre sí. Dávila se dirigió directamente a donde estaban Bernardino de Mendoza, Jerónimo de Roda y Chapín Vitelli. Pensaba que ellos serían los mejor informados y esperaba que le dirían algo del motivo de la reunión, que le parecía grave. Pero no hubo lugar. Requesens entró en la habitación y tras los saludos de rigor se puso a hablar sin rodeos:

—Caballeros, los he reunido porque a ninguno se le oculta lo difícil de esta situación y la larga duración de un motín que no ha empeorado más por la firmeza de la guarnición de la ciudadela. He conversado con algunos soldados y con el electo y su consejo y he llegado a la conclusión de que la solución sólo se alcanzará si se pagan las soldadas que se deben y habrá que pagarlas todas a la vez, pues no quieren aplazamientos; el abono será en dinero, ya que pagar parte en especie tiene muchos problemas, entre otros el precio tan elevado que ponen los mercaderes a sus productos y el que las pagas en ropas presentan infinitas dificultades y retrasos.

Requesens hizo una ligera pausa y continuó:

—Eso era algo que yo me temía desde el principio, pues mi experiencia así me lo indicaba. Por eso he escrito al rey con reiteración suplicándole envíe dinero; mi misma hacienda la he puesto al servicio de nuestro señor don Felipe para este fin y la ciudad me ofrece un préstamo de doscientos mil escudos, aunque a un interés tan alto que no me decido a aceptarlo. Los Estados Generales están reunidos en Bruselas, pero se desentienden de nuestra suerte y esperan de mala gana. En resumen, no disponemos más que de sesenta mil escudos, que son insuficientes.

Tras una nueva pausa, siguió:

—Por si esto fuera poco, los dueños de los alojamientos de los soldados les reclaman lo que éstos les deben, diciéndoles que por qué no les pagan si la ciudad ha dado dinero suficiente para pagar cien ejércitos y esto los solivianta más, su insolencia crece y no falta entre ellos quien pide la firma del papa, además de la del rey, para que garanticen su seguridad. Señores, temo que recurran definitivamente a la violencia y que incendien la ciudad y traten de hacerse con la ciudadela. Si eso ocurriera, sería el final de todos nosotros. Los he convocado porque quisiera oír sus pareceres.

La idea más generalizada era la de tomar la iniciativa y reducir a los amotinados por la fuerza si no se avenían a razones y los presentes hacían preguntas encaminadas a establecer la verdadera magnitud del motín, grave de por sí. Mondragón preguntó:

—¿Cuántos son los insubordinados?

Requesens le contestó:

—Ahora mismo no se sabe. Cuando hicimos la primera muestra superaban los cinco mil, pero luego llegaron más y hay otras tropas en situación tan crítica que si nos ven actuar contra los amotinados quizás tomen parte por ellos. Es el caso de las fuerzas del duque Enrico de Brunswick y del conde Otto de Hamburgo, que han llegado hace varios días al lugar donde se les tomará la muestra y están esperando; en cuanto a las fuerzas de infantería del conde Aníbal y de parte de su caballería, en el Luxemburgo, con parte de la caballería del conde Mansfeld y de otros maestres, están pasando la muestra, pero no hay forma de enviarles dineros y, además de destruir todo el país, se ha de temer harto no se vayan a los enemigos, y el conde de la Rocha me ha escrito que los tudescos que tenemos en Holanda le han protestado que si no llega el socorro antes del día 15 de este mes de mayo desampararán los fuertes, y lo mismo creo que harán las demás tropas extranjeras; la caballería de arcabuceros de García de Valdés, de guarnición en Utrecht, ha abandonado esa ciudad y, amotinados también, están a cuatro leguas de Amberes… La desvergüenza de los amotinados no tiene medida, pues proclaman que no conocen a un rey que les retiene su sueldo y que en Francia y otras partes les rogaban, por lo que muchos se irían a servir al príncipe de Orange.

—La solución, señores —se interrumpió el comendador, para continuar enseguida— es hallar dinero suficiente y pagar, pues carecemos de medios para salir airosos. Las noticias que llegan de fuera no son nada halagüeñas. Orange ha enviado a varias compañías de ingleses a construir un fuerte entre Haarlem y La Haya y yo envié a impedirlo al coronel Verdugo, quien debía sacar tres compañías de tudescos de las seis que están en Haarlem, pero éstas se negaron a ir si antes no les pagaban, alegando que bien sabían ellos hacer allí lo mismo que los españoles en Amberes, con lo que quedan amotinados y cometiendo desórdenes; asimismo, compañías de valones andan sueltas por el país… En suma, se les paga o nos perdemos.

La reunión se prolongó bastante rato y no se encontró mejor solución que aceptar el préstamo de la villa obligando a un menor interés y a una mayor cuantía, suplicar al rey nuevamente el envío de dinero agilizándolo por todos los medios y exigir a los acomodados de Amberes unos donativos voluntarios con los que completar la suma necesaria, gestiones todas de las que se encargaría Requesens. La reunión se disolvió y Sancho se encaminó a la ciudadela con su caballo al galope por las calles de la ciudad para no quedar atrapado si algunos amotinados se empeñaban en cerrarle el paso.

Don Luis decidió, en primer término, escribir a su rey y enviar la carta de inmediato, recomendando al portador la mayor urgencia posible. En la carta destacaba, por un lado, que «Holanda estuviera ya por nosotros, si no nos hubieran hecho perder esta ocasión, y con haberse puesto ahora los enemigos en medio también tendrán harta dificultad aunque nuestra gente se desamotinase» y por otro, que «nunca estuvieron los trabajos de estos Estados con tan gran apariencia, y aun pudiera decir evidencia de acabarse brevísimamente como lo podíamos desear, como cuando éstos se amotinaron, y con su desorden y maldad lo han vuelto tan atrás que ha de ser milagro grandísimo que no se pierda todo… mayor lástima es que el castigo que nos viniere haya sido por mano de los españoles, de quien esperábamos el remedio», para concluir que le envíe dinero con la máxima rapidez y en cantidad suficiente. Luego despachó a Vitelli a negociar el préstamo con la villa y él se dedicó a citar y recibir a los dirigentes de los diversos gremios y asociaciones de la ciudad para exponerles que o contribuían económicamente a poner término al motín o con toda probabilidad se desatarían desórdenes y violencias tales que la mayor parte de ellos perecerían.

Los diez días siguientes transcurrieron en medio de febriles negociaciones y presiones. Los amotinados mantenían una actitud con flujos y reflujos entre la violencia y el abandono. Sancho Dávila desde la ciudadela estaba ojo avizor y atento a las órdenes de Requesens. El dinero fluía lentamente y el 20 de mayo empezaron los pagos, las unidades que iban cobrando recuperaban sus jefes y oficiales y abandonaban la ciudad rumbo a su destino. De Amberes salieron pagadores camino de Utrecht, Luxemburgo, Haarlem y demás plazas con guarnición. El horizonte se despejó con rapidez y el día 24 de mayo se pudo dar por concluido el motín, al cabo de cuarenta y siete días; para esa fecha ya no quedaban tropas en la urbe más que la guarnición de la ciudadela, que también había cobrado. Champagney regresó esa tarde con el Consejo ciudadano y sus tropas. Se presentó a Requesens, al que felicitó por la solución del motín, y volvió a instalarse como antes del mismo. El comendador decidió emprender la marcha al día siguiente hacia Bruselas, pues deseaba retomar los contactos con los Estados Generales. En suma, la normalidad se restablecía tan rápida como fácilmente.

Cuando caía la tarde y el sol se desplomaba en el horizonte, Dávila miraba la ciudad desde el punto más alto de su ciudadela. Un sentimiento de satisfacción y orgullo le invadía. Sabía que muchos habitantes de la ciudad lo estarían viendo y Dios sabe qué sentimientos provocaría en ellos. Pero no le importaba. Su ciudadela había sido la roca que se mantuvo firme, pese a todo, en medio de la zozobra general. Su ciudadela había sido paradójicamente la salvaguardia de Amberes, habiendo sido proyectada para que sirviera de control disuasorio de la misma. Este era un pensamiento que le reconfortaba y le daban ganas de gritar a los naturales: «¡Dad gracias a esta fortaleza, a la que tanto odiáis, por salvaros la vida, pues su fidelidad al rey Felipe ha sido la que ha puesto coto a los desmanes y violencias de los amotinados! No sólo ha sido la ciudadela de Amberes… Ha sido la ciudadela de todo Flandes y yo su castellano».

La serenidad de la tarde era majestuosa. El río fluía lentamente y el mar se adivinaba en completa calma; el cielo se había mantenido limpio durante la jornada, una limpieza que conservaba en su totalidad. Sancho, con su espíritu en paz, se sintió embargado por una placentera sensación.

—Bueno —se dijo a sí mismo—, esto ha concluido. La calma ha vuelto a la ciudad… Es hora de que vuelva Agnes.