La escasa luz que quedaba de aquel día invernal apenas si lograba atravesar los cristales de la amplia estancia donde se encontraba. Sin ninguna iluminación en el interior, llevaba un rato paseando por la habitación haciendo y deshaciendo el mismo recorrido para no tropezar con el escaso mobiliario existente en ella, compuesto por una mesa y varias sillas, así como un par de braseros, ambos apagados, cuya visión acentuaba más el aire poco acogedor que se respiraba entre las cuatro paredes, adonde llegaban amortiguados los ruidos de dentro y fuera del edificio.
—Pasad.
La puerta de la derecha se había abierto y por ella apareció un hombre, cuyas facciones y aspecto le resultaban inapreciables por la poca luz existente, además de que su silueta quedaba recortada por el resplandor que salía de las llamas de la chimenea que ardía en la estancia contigua, a la que se le invitaba a entrar.
Nada más superar el dintel de la puerta pudo ver la figura del duque de Alba, de espaldas y de pie al lado de una mesa cubierta de papeles, algunos de los cuales tenía en las manos y los miraba con atención, aprovechando el resplandor de un velón encendido.
—¿Qué hacéis aquí, Sancho? ¿Cómo os habéis atrevido a abandonar vuestra fortaleza?
—¡No he abandonado nada, señor! Pero no podía menos que venir a veros, pues sabía que preparabais la marcha.
La adusta figura del duque perdió su rigidez, se acercó pausada y cansinamente a la chimenea y sentándose en un sillón indicó el otro a su interlocutor con un ademán, mientras su vista se perdía entre las llamas y decía en un murmullo:
—Acercaos, mi buen Sancho, y calentad vuestros huesos mientras platicamos como viejos compañeros de armas. ¿Desde cuándo nos conocemos? ¿Cuánto tiempo lleváis conmigo?
—No sé exactamente cuántos años, señor —decía el recién llegado, echando a un lado la espada para sentarse más cómodamente—. Os vi por primera vez en Roma, en 1536, cuando yo no tenía más de trece años y vos erais muy joven. Ingresé después en el ejército para servir en las campañas del emperador, las que culminaron en la rota de Mühlberg, allá en Alemania… a vuestro servicio directo entré en la campaña contra el papa en Italia a poco de comenzar a reinar el rey Felipe…
Los dos hombres se perdieron en sus pensamientos durante unos instantes y fue de nuevo el duque quien rompió el silencio.
—Una de las cosas inquietantes de la vida es que jamás sabemos lo que nos depara. Cuando veníamos hacia estas tierras nunca se me ocurrió pensar que saldría de esta forma… ¿Qué me contáis? —añadió levantando la cabeza hacia su visitante.
—Nada, señor. Quería hablar con vos sobre la situación en que vais a dejarnos. El mundo se va a hundir a nuestros pies si no se pone remedio rápido. La rebelión parece incontrolable. Me preocupa mucho la suerte de Mondragón, que lleva demasiado tiempo cercado en Middelburg. Arnemuiden, también cercada, resiste a duras penas… para colmo, don Fadrique de Toledo, vuestro hijo, se marcha con vos, dejando a Francisco Valdés la responsabilidad del cerco de Leiden y…
Sancho Dávila se interrumpió al ver el gesto que le hacía con la mano el noble castellano.
—Lo sé, Sancho, lo sé… Pero el rey hace tiempo que quiere sacarme de estas tierras… Ya envió al de Medinaceli y… ahora llega Requesens…
—¡Llevadme con vos! ¡No quiero quedarme aquí! Hay otras tierras y otros frentes donde servir al rey… ¡Decidle que me saque de aquí! Os lo ruego. Llevo penando en los campos de batalla demasiado tiempo y no he ganado otra cosa que mi sueldo, por más que se me haya prometido una merced desde hace mucho tiempo…
—¡Callad, por Dios! —atajó enérgico el duque—. Sois un soldado y a los soldados no nos están permitidos esos pensamientos. Además, hacéis falta aquí. Don Luis va a necesitar mucha ayuda y gente leal en la que apoyarse…
Siguió un largo silencio. Alba miraba de reojo a su interlocutor, que con respiración profunda mantenía una dura pugna consigo mismo. Todavía excitado, dijo:
—Tenéis razón, señor duque… ¿Necesitáis algo antes de partir? ¿Queréis algo de mí?
—Nada, Sancho, nada… Me espanta el viaje que tengo por delante… Ya quisiera estar en Italia…
—Me marcho, pues —dijo Sancho al tiempo que se levantaba y miraba al duque fijamente a los ojos para tratar de ver en su rostro la debilidad que sus palabras denunciaban.
Alba permaneció aún unos instantes sentado y en silencio. Luego fue levantando lentamente su cansada figura, y cogiéndose del brazo de su visitante caminaron lentamente hacia la puerta:
—Tengo cama para vos. ¿No queréis quedaros? Hace mala noche.
—Gracias, me esperan… —contestó Sancho mientras negaba con la cabeza.
Antes de abrir la puerta se detuvieron y el duque le dijo, colocando sus manos en los hombros de Sancho, de forma que parecía a un tiempo un ruego y una orden:
—No desfallezcáis.
Sancho asintió con la cabeza sin apartar su vista de la de Alba.
—Que Dios os guarde.
—Y a vos, Sancho. Y a vos… Tal vez el destino… o el rey… vuelvan a reunimos.
Fuera de la habitación aguardaba con un cabo encendido el criado que antes le franqueara el paso. Aprovechando la débil luz, Sancho Dávila se dirigió hacia la salida cogiendo al paso su capa y su casco, que al llegar había dejado encima de una silla. Se echó sobre los hombros la prenda de vestir cerrándosela al cuello y se volvió a mirar a su jefe. Había tan escasa luz que más que ver adivinaba su expresión y notaba su mirada. Hizo un leve ademán de despedida y se volvió, oyendo a sus espaldas un quedo «¡Id con Dios!».
Enseguida se encontró en la calle. Su ánimo se debatía entre la furia y la resignación. Inclinó la cabeza para protegerse del frío y de la lluvia que le mojaba el rostro. Poco a poco se fue serenando; su mano izquierda aflojó la presión que ejercía sobre el pomo de la espada; su paso se tranquilizó sobre el piso mojado en el preludio de lo que iba a ser una fría noche; los escasos viandantes que se cruzaban con él le cedían el paso, un tanto perplejos al verlo completamente ausente.
Algo después llegaba al mesón donde se hospedaba. Abrió la puerta con decisión y entró en un salón grande con mesas y sillas repartidas en su interior, donde unos cuantos parroquianos en pequeños grupos bebían sin prisa. Al verlo entrar, todos callaron. Él se sintió reconfortado por el calor del ambiente. Mientras se despojaba de su capa y la sacudía, los presentes retomaban sus conversaciones, pues ya había dejado de interesarles. Sancho se encaminó hacia la escalera y la subió con rapidez, dirigiéndose a la puerta de una habitación donde golpeó suavemente, abriéndose ésta algo después.
—Por fin estáis de vuelta… Empezaba a estar inquieta.
El rostro de Sancho se distendió por completo al oír la voz suave de Agnes, que le había abierto, y la miró con toda la ternura de que eran capaces sus acerados ojos negros.
—El duque me hizo esperar —dijo a manera de disculpa, y le abrió los brazos ofreciéndole su pecho, al que ella acudió sonriente para retirarse enseguida lanzando un grito contenido al notar en su cuerpo el frío del peto metálico del soldado. Éste contuvo una carcajada y empezó a despojarse lentamente de la espada, el peto, el espaldar…
Ella también comenzó a desnudarse y, después de apagar el candil que los alumbraba, musitó entre dientes:
—He oído a la gente en la calle… Hablan de que hay cambios… de que han llegado órdenes y nuevos emisarios del rey…
—Ya os dije que la situación no era fácil.
Cuando acabó la frase ya estaba acostado debajo de las mantas, y al notar que su compañera también se metía en la cama añadió:
—Durmamos. Mañana al amanecer saldremos para Amberes. No quiero dejar mucho tiempo solos a Martín del Oyó y a Salvatierra.
—El duque, ¿se va?
—Sí.
—¿Y vos?
—No… Durmamos, Agnes.
Ella suspiró profundamente y, con una sonrisa, se acercó buscando el calor del cuerpo de su compañero. Éste la abrazó, quedando inmóviles ambos. Con la vista fija en el techo, Sancho Dávila recordaba muchas de las vivencias con Alba en una rápida sucesión que le llevó de nuevo a la conversación que habían tenido esa misma tarde. Fue entonces cuando notó la respiración acompasada de su compañera, que ya dormía. Al moverse para buscar una postura más cómoda percibió el olor de su cuerpo, embargándole una placentera sensación que le ayudó a conciliar el sueño.
La noche había caído hacía tiempo sobre Bruselas, donde el silencio sólo era alterado por el ruido de la lluvia. Una lluvia fría y redoblada.
Las jornadas siguientes transcurrieron para el duque de Alba en medio de los preparativos del viaje y ultimando la puesta a punto de todas las cuestiones de las que debía informar a su sucesor, don Luis de Requesens, comendador mayor de Castilla y gobernador de Milán, desde donde se había trasladado a Flandes para asumir la gobernación de aquel territorio, del que había sido nombrado capitán general por Felipe II. No fueron días fáciles para ninguno de los dos hombres. Alba llevaba malamente la situación. En su fuero interno estaba convencido de que su actuación había sido la única posible, por lo que interpretaba el relevo como un castigo inmerecido. Don Luis recelaba el estallido de una negra tormenta propiciada por la conducta de don Fernando, que no había entendido el carácter de aquellas gentes, dejándole un ambiente enrarecido de difícil solución y una guerra en curso sin medios suficientes para concluirla con garantías de éxito. Por eso procuraban evitarse todo lo posible y tácitamente acordaron que las cartas podían ser el mejor medio para efectuar la transición. Así quedarían por escrito las líneas maestras de una situación cuyos detalles podían suministrar los distintos jefes que Alba dejaba, por los que éste sentía una gran preocupación, temiendo que fueran postergados con la llegada del nuevo responsable, humillación que quería evitarles recurriendo al mismo rey; en particular, temía que Sancho Dávila no pudiera controlar su genio y acabara siendo víctima de un arrebato que le hundiría en la consideración y en la confianza de don Luis.
Para dejarle al soberano un retrato fiel del estado de ánimo de sus subordinados, una de las últimas cosas que hizo el duque antes de salir de Bruselas fue escribir al rey el 2 de diciembre de 1573, dándole cuenta de sus últimas disposiciones para garantizar la continuidad y significándole que…
A todos los demás que se querían ir, que son muchos, he hecho quedar, y entre otros, a Sancho de Ávila, el cual está muy descontento de ver que, al cabo de tantos años de servicio, Vuestra Majestad no le ha hecho ninguna merced… asegúrese Vuestra Majestad que en todos sus Estados no tiene un soldado como éste. Yo pienso dejarle aquí cerca del Comendador. Vuestra Majestad, por lo que toca a su servicio, honre mucho a este hombre enviándole muy buena merced y mandándole entrar en Consejo y descansará tanto el Comendador Mayor en las cosas de la guerra, que si se las encomienda, a buen seguro que le dé muy buena cuenta de ellas, y sea Vuestra Majestad cierto que pienso le he hecho muy gran servicio en hacerle quedar, porque estaba resuelto de irse y dejarlo todo.
Durante todo el mes de diciembre en Bruselas se respiraba un tenso ambiente, en el que las posturas se movían con ambigüedad poco propicia para encontrar la rápida solución que aquellos Estados necesitaban. Los miembros del Consejo esperaban que el nuevo gobernador adoptara una postura completamente diferente a la de Alba y que la fuerza dejara paso a la negociación. Los responsables del dispositivo militar temían que con ese cambio empeorara el estado de cosas de forma irreversible, siendo partidarios de mantener la línea de Alba. Requesens, por su parte, recelaba que negociar sin concluir las operaciones en marcha podía ponerlo en una clara situación de inferioridad. Por eso escuchaba a Alba sin tomar una determinación y deseaba que don Fernando emprendiera la marcha hacia Italia para entrevistarse con los jefes más destacados y saber su parecer, sin que ellos se sintieran mediatizados por la presencia del que hasta entonces había sido su jefe. Esperaba encontrar en esas conversaciones nuevas claves en las que basar su decisión.
Sancho Dávila ya conocía sobradamente aquella estancia, donde había hablado con Alba en numerosas ocasiones; sin ir más lejos, allí se habían visto la última vez que se entrevistaron antes de partir el duque. La conversación entre él y don Luis no estaba resultando fluida. Nada más verse, entre ambos hombres había surgido un muro invisible que ninguno de los dos quería franquear. Don Luis por entender que si él facilitaba las cosas perdería parte de su posición ante un subordinado. Dávila tenía la seguridad que le daba el conocimiento de la situación, por eso no estaba dispuesto a facilitarle las cosas al comendador hasta que no se lo pidiera abiertamente. Llevaban media hora larga reunidos en una conversación de medias preguntas, evasivas y monosílabos. En un momento, sus miradas se cruzaron y quedaron prendidas unos instantes, los suficientes para que ambos entendieran que ése no era un camino que condujera a alguna parte. Los dos pensaron que era preciso salir del punto muerto en el que se encontraban y don Luis se decidió a dar el primer paso. Se levantó dirigiéndose a la mesa, de donde tomó un papel, y dijo:
—He recibido una carta desde Namur, fechada el pasado día 22 de este mes de diciembre. Me la ha enviado el duque de Alba. ¿Conocéis su contenido?
Dávila hizo un gesto elocuente de que lo ignoraba.
—En ella hay un párrafo —continuó don Luis— que os afecta. Oíd: «He dicho al castellano Sancho de Ávila que se vuelva ahora para que allá pueda servir en lo que vuestra señoría le mandare y se hallará con su servicio tan bien como yo le he dicho muchas veces y se han hallado todos los generales debajo de cuantos ha pasado».
Al ver el leve estremecimiento que se produjo en Dávila, Requesens pensó que había dado con la clave de la situación y decidió mantener la conversación en el tono personal que la confidencia había propiciado.
—¿Pensabais marcharos?
—He luchado junto a don Fernando muchos años y he visto en él no sólo al jefe que todo soldado admira y desea, sino también al amigo, al compañero de armas… —Sancho hablaba lentamente, con su mirada perdida en el recuerdo—. Además, pienso que todo hombre tiene el derecho de elegir con quién vivir y con quién morir… y en mi caso eso no va en perjuicio de nuestro rey, que tiene muchos escenarios donde servirle —concluyó mirando directamente al comendador. Don Luis acabó de acercarse a su asiento y de nuevo habló:
—Pero él parece que os considera imprescindible aquí…
—Nadie es imprescindible.
La mirada de Dávila se había desviado ahora hacia la ventana. De pronto sintió fijos en él los ojos del comendador y de nuevo sus miradas se cruzaron. El castellano observó con detenimiento al nuevo gobernador de aquellos territorios. Don Luis era algo más bajo que Sancho; de cara alargada, donde predominaba una frente ancha y despejada, acentuada por una alopecia que sólo le dejaba cabello en los lados de la cabeza, asentada sobre un cuello más bien delgado, en consonancia con el resto de su cuerpo, que desprendía cierto aire de fragilidad contrarrestado por una mirada firme y decidida salida de unos ojos que le parecieron a Sancho de color indeterminado entre el marrón y el verde; la nariz, gruesa, sobresalía por encima del bigote, ancho y poblado, cuyos extremos caían sobre la barba, recortada y más bien fina, que contorneaba el rostro desde una oreja a otra. Entre el bigote y la barba, una boca pequeña de labios gruesos asomaba resuelta. El conjunto de aquella cabeza y rostro resultaba atractivo por la mezcla de proximidad, fragilidad y determinación que ofrecía.
—¿Puedo contar con vos y con vuestra ayuda sin reservas? —dijo entonces don Luis. Dávila contestó manteniendo fijamente la mirada:
—No lo dudéis ni un instante, señor.
El muro invisible por fin se derrumbaba. Ahora era posible construir para el futuro.
—¿Sabéis por qué os he llamado a Bruselas? —sin esperar respuesta, don Luis continuó—: He de establecer un plan de acción y quiero conocer qué pensáis del estado de cosas antes de tomar una determinación.
—Tal vez haya llegado el momento de cambiar la forma del gobierno de estas tierras. Pero creo que antes del cambio habría que despejar la situación y poder actuar después sin agobios ni limitaciones.
—¿Entonces…?
—Me parece que es imprescindible abastecer Middelburg y Arnemuiden para que no caigan en poder del enemigo… También habría que concluir victoriosamente el asedio de Leiden, donde Francisco Valdés no progresa… Después será el momento de ver cómo proceder con los tratos y negociaciones. Es lo que me aconseja mi experiencia y el conocimiento de esta tierra… —y añadió, a manera de disculpa para no resultar demasiado categórico—: Fui de los primeros en llegar…
—Los informes que poseo avalan vuestra opinión —dijo lentamente el comendador—. Creedme, no es nada fácil esta decisión —Sancho lo miró sin despegar los labios con cara impenetrable, pues la decisión de don Luis no le competía y no quería influir en ella. Don Luis entendió su actitud y, una vez más, comprobó la soledad del mando y el peso de la responsabilidad ante su rey—. Gracias por venir a mi llamada, Sancho.
Dávila entendió que la entrevista había terminado. Se levantó sin prisas y con la capa al brazo caminó hacia la puerta, diciendo:
—Esta misma tarde salgo para Amberes… Esperaré vuestras órdenes con mi gente dispuesta. Os serviré donde mandéis.
El comendador hizo un gesto de asentimiento. Inspiró profundamente y lo despidió diciendo:
—Id en buena hora.
Sancho abandonó el despacho, cruzó la antesala sin detenerse y al llegar al bullicioso salón del palacio se encontró con viejos camaradas. Julián Romero se adelantó presuroso y le espetó sin rodeos:
—¿Y bien?
—Ya sabe lo que pensamos… Esperaremos. Yo me vuelvo a Amberes luego. Pero si queréis, vayamos a una taberna y bebamos algo mientras conversamos.
Dávila miraba a los oficiales que se habían acercado al verlos hablar. Todos aceptaron la propuesta y se dirigieron a la salida. Ya en la plaza, encaminaron sus pasos hacia un establecimiento. Iban en silencio y en silencio se sentaron después de ordenar que les sirvieran unos jarros de vino. Ninguno de ellos se decidía a hablar como muestra de respeto y consideración hacia los dos jefes, cuya veteranía todos reconocían.
Sancho rompió el silencio después de un largo sorbo y les explicó lo sucedido con don Luis, siendo interrumpido en varias ocasiones pidiéndole aclaraciones sobre la conversación y detalles sobre el nuevo gobernador. Cuando consideró que nada sustancial podía añadir, Dávila se levantó, dejó unas monedas sobre la mesa y se despidió:
—Señores, tenemos que esperar. Pero pienso que la espera no será larga. Me marcho a mi ciudadela. ¡Tened vuestros hombres prestos! Vamos a necesitarlos… aunque sólo sea para salir con vida de aquí.
—Muchacho, quítale la montura, báñale las patas, cepíllalo y dale un buen pienso. Cuídalo por mí. Se lo merece.
Mientras hablaba se había apeado cansinamente de su cabalgadura, parada a la entrada del puente de la ciudadela, desde donde miraba cómo los últimos hombres entraban en ella. Cuando el muchacho le cogió las riendas, Sancho se volvió hacia la ciudad y añadió:
—Luego volveré, Francisco.
Y echó a andar. Su mano izquierda descansaba en la empuñadura de la espada y se envolvió en la capa, completamente calada por la lluvia, que no cesaba. Las botas empapadas rezumaban algo de agua a cada paso que daba. Se quitó el casco y ofreció su rostro al agua que caía. Le gustaba aquella fría sensación en la cara y el suave hormigueo que le producía el agua al resbalar por el pelo hasta el cuello de la camisa. Su paso por las calles de Amberes era seguido con miradas furtivas, las más de las veces llenas de inquietud, temor u odio. Al fin se detuvo ante una puerta y sin prisa la golpeó con el puño mirando a su alrededor, pudiendo ver algunos rostros curiosos que desaparecían rápidamente tras puertas y ventanas. El ruido del cerrojo le indicó que la puerta se abría.
—Por Dios… ¡Entrad!
Durante unos segundos miró con manifiesta complacencia aquel rostro femenino, blanco y delicado, donde destacaban unos labios rojos y unos ojos azules que le miraban sorprendidos. El levantó la mano lentamente hacia el cabello rubio que enmarcaba la cara de la mujer que le franqueaba el paso al interior de la casa. Y entonces sintió pesadamente todo el cansancio acumulado durante los últimos meses que había pasado en campaña.
—Estáis empapado… Vamos, pasad —con un decidido ademán cogió del brazo al hombre y lo arrastró hacia el interior llevándolo hasta la cocina, donde ardía el fuego de la chimenea. Le quitó la capa y le ayudó apresuradamente a desprenderse del peto y el espaldar—. Tenéis toda la ropa mojada. Quitáosla para ponerla al fuego y que se seque —añadió, mientras le alargaba un lienzo blanco para que se cubriera después de desnudarse. Mientras se despojaba de la ropa, ella le llenó un tazón con la sopa que humeaba en la olla cercana al fuego y se lo alargó. El aproximó una silla al hogar, se sentó y cogió el recipiente con ambas manos, llevándoselo a la boca y tomando un largo sorbo que saboreó con fruición. Sólo entonces habló, y su voz sonó como un eco lejano:
—Ha sido duro, Agnes… muy duro… Nada ha resultado como esperábamos… Salimos para ayudar a Mondragón, sitiado en Middelburg… Julián Romero fue el primero en zarpar… lo acompañaba el señor de Glimes… pero Boissot los destrozó y su flotilla se perdió… Glimes murió y mi amigo se salvó a duras penas… Yo había salido algo después, y cuando estaba con los navíos a la altura de Flesinga el comendador me hizo volver… No pude ayudar a Mondragón, que tuvo que rendirse y ha quedado preso… He oído que se prepara un cambio de prisioneros y que él será uno de los canjeados… ¡Dios lo quiera! Es un buen soldado que no merece pudrirse en una cárcel… luego le ha tocado el turno a Arnemuiden, que tampoco ha podido resistir, y con su caída toda Walcheren ha quedado para los rebeldes… El norte está perdido…
Su voz se entrecortaba por el cansancio y los sorbos que tomaba lentamente.
—Pero… ya estáis aquí… y a salvo… Para mí eso es mucho… Lo es todo —la mujer se acercó a él por detrás y le rodeó el cuello con sus brazos apretándose contra su espalda—. ¿Estaréis mucho tiempo en Amberes?
—No lo sé, pero no creo… El comendador viene hacia aquí a toda prisa… Veremos con qué planes.
Dejó el tazón a un lado y atrajo hacia sí a la mujer, que complacida se arrebujó entre sus brazos. A los pocos instantes sintió la tibieza del cuerpo femenino y la presión de sus pechos contra el suyo. Vio sus jugosos labios entreabiertos en una sonrisa de complicidad y notó que el cansancio desaparecía y que todo su cuerpo se reanimaba como por arte de magia.
No sabía con exactitud el tiempo que había transcurrido desde su llegada. Las luces vespertinas empezaban a desaparecer empujadas por la noche. Mientras cruzaba un pico de su capa sobre el hombro, preguntó:
—¿Por qué no os venís conmigo a la ciudadela y os instaláis allí? Estaríais más segura y yo más tranquilo. Vuestra seguridad sería una preocupación menos para mí…
—No insistáis… No puede ser. Mi gente está aquí…
—¿Vuestra gente…? Os odia por esta relación conmigo, que no os perdonan, y en cuanto puedan os la harán pagar…
—Eso no ocurrirá… No soy la única mujer unida a un soldado del rey Felipe…
—Sí… Es cierto… Pero ellos no son más que unos desarraigados a los que la guerra ha empujado a unos brazos amigos… Yo… yo soy el castellano de Amberes… Una referencia que concita odios y resentimientos… Al que tampoco perdonan su aparente fuerza… La fuerza plasmada en esa ciudadela, que todos consideran una amenaza latente para sus vidas… ¡Vamos, venid conmigo!
—No. Eso equivaldría a una claudicación… Ni me avergüenzo ni me arrepiento de esta situación… Os tengo… Sé cómo sois, y si algún día esto acaba vuestra vida tendrá que seguir fuera de esas murallas y yo estaré aquí… Esperándoos.
—Sea como queréis… Cuidaos, os lo ruego. Sois la principal razón para que ansíe volver a esta fortaleza y defender la presencia de mi rey aquí… pues eso me permite estar con vos… Ahora he de irme.
Agnes había oído complacida la recomendación de Sancho. Y con una sonrisa franca y abierta dijo, mientras cerraba suave y lentamente la puerta:
—Id… y recordad que aquí dejáis a una mujer feliz que os esperará hasta que queráis volver. Vuestro recuerdo es mi fuerza.
Al encaminarse a la fortaleza, el castellano oyó correr el cerrojo a su espalda. Suspiró hondamente y aceleró el paso. La lluvia había cesado, pero no el frío.
Aún estaba lejos del foso y se extrañó al oír bajar el puente. No había acabado de caer cuando percibió una figura que lo cruzaba con cierta precipitación y se dirigía a su encuentro. Enseguida reconoció a su sargento mayor, Salvatierra, y oyó que le decía:
—Estaba pensando en salir a buscaros… Don Luis de Requesens lleva ya aquí más de una hora y está reunido con los demás jefes en la sala de armas… las noticias recibidas no son nada buenas…
—¿Don Luis, aquí? ¿En la ciudadela? ¿Ya? —dijo entre incrédulo y sorprendido—. Bien, vayamos allá.
La puerta de la sala estaba entreabierta y a medida que se aproximaba pudo oír cada vez más claramente la voz de don Luis, que se interrumpió al verlo llegar.
—Señor… —dijo Sancho a manera de saludo y disculpa.
—Pasad, Sancho, y acercaos.
Don Luis le indicaba la mesa en torno a la cual mantenía reunidos a los jefes y oficiales que le acompañaban, en algunas de cuyas caras apareció una expresión sardónica y de complicidad al ver entrar al castellano. Sobre la mesa, dos grandes candelabros, chorreantes de cera, se bastaban para iluminar el centro de la estancia, cuyos ventanales sólo dejaban percibir la negrura de la noche exterior. La enorme chimenea de uno de los muros, con leños crepitantes, mantenía un cálido ambiente dentro del salón.
Al aproximarse a uno de los asientos vacíos, continuó con su disculpa:
—Tenía que hacer cosas en la ciudad…
Pero a Requesens no le interesaban sus disculpas, sino su experiencia, y le puso rápidamente al corriente de las noticias recibidas. De esa forma, Dávila supo que Luis de Nassau había reunido franceses, gascones y loreneses, formando una tropa de seis mil infantes y tres mil caballos que avanzaba incontenible por el Limburgo con el propósito de cruzar el Mosa y entrar en el Brabante. La conversación continuó y los reunidos fueron conociendo más detalles. Don Luis había ordenado hacer una nueva recluta y suspender el cerco de Leiden. En realidad, su plan no era nada complicado: acumular fuerzas en el Brabante como protección de Bruselas y Amberes y preparar unas tropas con las que salir al paso de Luis de Nassau para mantenerlo al otro lado del Mosa o derrotarlo si lo cruzaba. Todos los reunidos consideraron viable la idea de su capitán general. Requesens ordenó redactar de inmediato los despachos para Mendoza, Bustos, Gallo, Mondragón, Martinengo, Hernando y Antonio de Toledo a fin de que tomaran nuevas posiciones para proteger los posibles accesos del de Nassau a la capital a través del Brabante. Requesens, por su parte, saldría al encuentro del invasor con un ejército de cinco mil o seis mil hombres, casi en su totalidad españoles veteranos. Sancho habló entonces:
—Señor, conozco bien aquellas tierras, pues ya he combatido en ellas. Dadme a mí el mando de esos hombres y permaneced vos en Bruselas o aquí en la ciudadela, con Chapín Vitelli, mi teniente Martín del Oyó y algún otro. Así podréis tomar las medidas que consideréis oportunas si los de Nassau nos desbordan a mí y a los míos.
Don Luis meditó unos instantes y concluyó:
—Sea.
—Como sabéis, acabamos de llegar. Necesitaré un par de días para aprestar a la gente y preparar la marcha. Pienso que si Nassau se entera de nuestros movimientos, y se enterará, en vez de entrar en el Brabante se desplazará hacia el norte, hacia Maastricht, cuyas fortificaciones aún no están completamente a punto y donde Francisco Montes de Oca se mantiene con tres compañías tudescas. Si os parece bien, yo puedo dirigirme con mis hombres hacia allí para que tampoco pueda cruzar y abortar su invasión o romperlo si hay oportunidad.
—Me parece bien —dijo Requesens, y dirigiéndose al resto de los presentes inquirió—: ¿Alguna pregunta, señores? —y al ver los gestos negativos, los despidió—: ¡Buenas noches! Ya es hora de que descansemos.
Sancho Dávila salió del salón y se dirigió a su aposento, en la torre de la ciudadela más próxima a la ciudad, en cuya cima ondeaba el pendón real. Al entrar en su habitación vio los troncos ardiendo en la chimenea, la cama abierta y la comida humeante encima de la mesa, al lado de una vela encendida.
—Vuestro caballo ya ha sido atendido, señor —le dijo el chico que lo recibiera a la entrada de la fortaleza—, y os he preparado el aposento y algo de cena…
Sancho le miró agradecido y, sin decir palabra, empezó a comer.
—He oído que partiréis en breve… ¿Podré acompañaros en esta ocasión? Sabéis que quiero ser soldado.
Dávila respondió sin prisa:
—No, no vendrás, Francisco… aún eres muy joven y te necesito aquí, en Amberes… Sabes que hay una persona que me interesa mucho y quiero que estés al tanto en mi ausencia… para que la ayudes y la protejas, si menester fuere —Sancho vio el desencanto en la expresión del muchacho al escuchar la negativa y cómo su cara cambiaba al oír el encargo que le hacía después—. Vete a dormir. Estoy molido.
El chico salió de la estancia y cerró la puerta tras sí. Sancho se desvistió sin prisa, recreándose en posponer el momento de echarse sobre la cama para disfrutar más del inicio del descanso. Lo último que sintió fue algo así como si su cuerpo tumbado en el colchón se diluyera en la nada.
Un rumor vago, pero inconfundible para él, llegaba a sus oídos a través de una ventana del dormitorio. Poco a poco recuperaba la conciencia e identificaba el trasiego de los hombres de armas en el patio de la ciudadela. Se levantó, vistiéndose y lavándose con rapidez. Cuando ultimaba sus preparativos llamaron a la puerta.
—Adelante —gritó, y al ver que era Francisco, le dijo—: En cuanto tengas listas mis cosas, bájaselas a Salvatierra para que las una al resto de la impedimenta. ¡Mira que el caballo esté preparado!
Se dirigió a la puerta, y cuando salía se volvió hacia el chico:
—Cuídate… y cuídala en mi ausencia.
Sancho se dirigió veloz al aposento de Requesens, pues en esta ocasión se había instalado en la fortaleza, en una estancia del bastión de los oficiales. Cuando llegó, preguntó a dos lacayos que estaban en la puerta:
—¿Puedo ver al comendador?
—Pasad —contestó uno de ellos, franqueándole el paso—, os espera.
Desde el umbral, Sancho hizo notar su presencia. El barbero recortaba en esos momentos el bigote del comendador mayor de Castilla, quien se puso en pie y, dirigiéndose a Sancho, preguntó:
—¿Todo listo? —al ver la señal de asentimiento de Sancho, continuó—: Habéis hecho un buen trabajo en la preparación de esos hombres. Os deseo mucha suerte. En realidad, la suerte de todos nosotros depende mucho de vos y del éxito que alcancéis.
—Confiad en mí, señor. Por si tenéis que darme alguna orden o información después de mi partida, he dado a Vitelli un papel con los nombres de tres ventureros expertos y conocedores de esta tierra; me encontrarán en cualquier sitio que esté, incluido el mismo infierno, y son de total confianza. Yo llevo conmigo otros tres, para iros dando nuevas de lo que ocurra. Y ahora, si no me necesitáis…, mis hombres aguardan.
—Podéis marchar.
Sancho hizo un gesto de despedida y abandonó la estancia; caminaba a buen paso; se caló el casco y se abrochó la capa. Cuando salió al patio el aspecto que presentaba éste era imponente. Soldados de infantería agrupados por compañías esperaban el momento de iniciar la marcha; los de caballería se esforzaban en mantener tranquilos a los caballos que piafaban excitados por el bullicio; pajes y lacayos ultimaban los equipajes de jefes y oficiales; los últimos bultos de la impedimenta eran acomodados sobre los carros dispuestos al efecto. En medio, la estatua de Alba se mantenía imperturbable, ajena por completo al trasiego que la rodeaba. Dávila la miró con cierto deje de añoranza y luego desvió sus ojos hacia un bastión, donde pudo distinguir la figura de Requesens observando atentamente lo que sucedía en el patio. Salvatierra apareció entre los soldados y, al verlo, Sancho lo envió al puente para que pusiera orden en la salida de las tropas que iba a empezar de inmediato y advirtiera a las que esperaban fuera que la marcha era inminente. Un ayudante le acercó su caballo y montó en él, lo que hizo que su figura sobresaliera por encima de todos y que se le pudiera ver desde cualquier sitio del patio de armas. El redoble de un tambor reclamó atención y las conversaciones cesaron.
—Señores… ¡Nos vamos! —gritó para que todos pudieran oírlo—. ¡En marcha!
Y se dirigió hacia el puente, donde esperaba Martín del Oyó, al que Sancho recomendó que mantuviera la ciudadela siempre a punto; luego cruzó el foso y entonces pudo ver el conjunto de las fuerzas que habían ido llegando en las dos jornadas anteriores, reuniéndose fuera de la fortaleza, pues no cabían en el interior y habían ido acampando en sus inmediaciones. Sus jefes esperaban y Sancho les dijo:
—Como ya está acordado, señores, marcharemos en columna. La vanguardia la formarán las fuerzas que me llevo de la fortaleza, en el centro irán ustedes y cerrarán en retaguardia los bagajes. Volved con vuestros hombres y en marcha.
Picó espuelas y su cabalgadura arrancó a buen paso. Sabía que en cuanto se normalizara la marcha se le unirían sus colaboradores directos y deseaba tener un poco tiempo de soledad para sí y sus pensamientos, que enseguida volaron hacia la mujer que dejaba en Amberes. Había pasado toda la tarde anterior en su casa, adonde había llegado algo después de comer. La compañía de Agnes era una especie de sedante para sus nervios y su cuerpo. Disfrutaba con su trato y su sonrisa cristalina le animaba, fomentando su esperanza en la vida. Además, a veces se sentía un tanto culpable y a disgusto por la generosidad que ella estaba poniendo en aquella relación: ni una exigencia, ni un reproche, ni un mal gesto… amor entregado sin pedir nada a cambio, alegría en las llegadas y comprensión en las despedidas.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un jinete que se situó a su lado y le dijo:
—Sancho, hay que aflojar un poco la marcha. La infantería no podrá seguirnos así mucho tiempo y la formación se estirará más de lo conveniente.
Dávila reconoció la voz del recién llegado, que no era otro que Bernardino de Mendoza, y le contestó:
—Tenéis razón, pero quiero dejar pronto atrás Amberes. Pararemos dentro de un rato para que los hombres evacúen y reacomoden su equipo. Eso nos agrupará, y a partir de entonces marcharemos a un ritmo algo más lento.
Los dos jinetes prosiguieron juntos la marcha y al llegar a una loma que permitía ver toda la ciudad y el camino contemplaron un auténtico espectáculo: la ciudad estaba medio envuelta en una bruma matinal que la convertía en una masa grisácea y parda, en la que destacaban la catedral y las torres de algunas iglesias, así como el contorno amurallado, en el que las puertas se mantenían cerradas; es cierto que era muy temprano, pero, por lo general, a esa hora la vida urbana estaba ya en marcha… y es que los habitantes de Amberes no se fiaban de las intenciones de tantos soldados allí reunidos. Sin embargo, como la mayoría de las tropas ya habían dejado atrás la ciudad, dentro de las murallas se advertían algunas columnas de humo saliendo por las chimeneas, signo inequívoco de que se reanudaba el ritmo cotidiano. Por su parte, las tropas marchaban en una larga y gruesa línea. En vanguardia iban los gastadores, encargados de abrir el camino; los seguían algunas tropas de caballería ligera, de reitres alemanes, para vigilar la ruta y traer y llevar informes; algunas formaciones de piqueros, que parecían erizos cuadrados gigantescos que levantaban sus púas al cielo, eran las encargadas de tomar la iniciativa en caso de peligro; los arcabuceros, a sus flancos, se movían con soltura; detrás iba el grueso del ejército, el cuerpo de batalla, donde formaban la mayor parte de las tropas de infantería y caballería, en cuadros perfectamente diferenciados y, de momento, en un orden ejemplar; por último, en retaguardia marchaban pesadamente los carros de la impedimenta, responsables en la mayoría de los casos de la lentitud de los desplazamientos.
—Continuemos un poco más —dijo Sancho, mirando al sol que apuntaba ya en el horizonte, y picó espuelas, seguido por don Bernardino. Pensaba que habían tenido suerte con el tiempo al cesar la lluvia y salir el sol, aunque no tuviera la fuerza suficiente para mitigar la humedad ambiental.
Sancho Dávila decidió abandonar el camino de Bruselas y enfilar directamente la ruta de Maastricht. Las noticias que se tenían de la marcha de Luis de Nassau confirmaban que también él había desistido de entrar en el Brabante y se desplazaba hacia el norte, todavía al otro lado del Mosa. Se trataba de una prueba de velocidad y resistencia: si Sancho llegaba antes a Maastricht la reforzaría, dificultando los planes de Luis; si éste se anticipaba, podría conquistarla y eso sería un éxito de consecuencias imprevisibles. Sancho envió por delante algunas tropas de caballería y varias compañías de infantería con el encargo de llegar a toda prisa a Maastricht y que a su paso hicieran el ruido suficiente para que llegara a Luis de Nassau la noticia de que los refuerzos españoles ya habían alcanzado la ciudad. Su previsión dio resultado, pues Luis desistió de plantarse ante Maastricht y siguió hacia el norte, hacia Nimega, donde esperaba encontrarse con los refuerzos reunidos por su hermano Guillermo de Orange. Dávila decidió pasar a la ofensiva y dificultar los movimientos de su enemigo, procurando sobre todo impedir que los dos hermanos unieran sus fuerzas.
De modo que el 8 de marzo de 1574 Sancho y Bernardino de Mendoza prepararon una emboscada de tanteo, sorprendiendo a algunos efectivos de Luis que se habían separado del grueso del ejército invasor. El éxito les animó a mantener ese tipo de operaciones y diez días después enviaron a los capitanes Águila y Morales con doscientos españoles y al coronel Gallo con seiscientos valones para hostigar a los invasores. Los hombres de Dávila prepararon cerca de Bemelen una encamisada que sembró el caos en una de las alas de las tropas de Luis, quien decidió refugiarse en la misma Bemelen para recuperarse y recomponer sus fuerzas. El día 21 Nassau continuó la marcha hasta Fauquemont y después hasta Guipen. Mientras, su hermano Guillermo lanzaba la caballería en maniobras de distracción, a las que Dávila no prestó ninguna atención, pues su objetivo era el ejército de Luis. Se limitó a enviar unos observadores para que lo mantuvieran al corriente de lo que ocurría.
El 3 de abril llegaron refuerzos al campo realista; Dávila recibió con entusiasmo a los españoles veteranos que traía Bracamonte y decidió pasar abiertamente a la ofensiva, empezando por reforzar Roermond, posible objetivo de Luis, pues estaba en la ruta hacia Nimega. Al saber Nassau estas nuevas del campo enemigo, consideró que su mejor opción era contactar con su hermano y enfiló directamente hacia Nimega sin más dilaciones. Dávila le siguió de flanco y decidió una arriesgada operación: cruzar el Mosa y dar la batalla decisiva. Esa noche llamó a Gonzalo y le encomendó una misión. Cuando volvió a la mañana siguiente, le recibió en su tienda:
—Teníais razón. Hay un puente de barcas aguas abajo.
El recién llegado explicó con minuciosidad cuanto le había sucedido y había visto en el transcurso de su descubierta. Concluido su relato, Sancho le acompañó fuera de la tienda, le despidió y gritó:
—Salvatierra, tráeme a Bracamonte. Necesito hablar con él rápidamente. Dile también a don Bernardino que venga. Enseguida.
Al verlo partir a buen paso, Sancho entró en su tienda y esperó impaciente. Minutos después llegaban los dos militares requeridos.
—Pasad y sentaos. Creo que ha llegado el momento de plantear la batalla decisiva y para ello… cruzaremos el Mosa —al ver la cara de sorpresa de sus interlocutores, Sancho continuó—: Es lo que menos esperan y puede hacerse sin mucha dificultad…
—¿Cómo? Explicaos —decía Bracamonte, mientras la cara de don Bernardino reflejaba interés.
—Por eso estáis vos aquí, porque os necesito y necesito a vuestros veteranos. Atended, según mis cálculos, estamos a unas dos horas de Knik. Esa distancia podéis recorrerla forzando la marcha en menos de una hora y media. Si el grueso parte dos horas después que vosotros, tendréis un margen de tres horas para haceros con la situación, ver si el puente de barcas se mantiene y, si no, tendréis tiempo de recomponerlo y consolidarlo, además de tomar posiciones al otro lado para protegerlo hasta que lleguemos nosotros y pasemos. Rápidamente nos dirigiremos hacia Moock y allí nos situaremos y esperaremos al de Nassau y los suyos. ¿Qué os parece?
—Me gusta, Sancho. Me gusta —exclamó Bernardino—. Puede resultar. Imagino la cara de sorpresa de Luis de Nassau cuando nos vea cerrándole el paso hacia el norte al otro lado del Mosa.
—Sancho —Bracamonte hablaba pausadamente—, sabéis que este plan requiere rapidez y el éxito depende de la sorpresa…
—Sí, sin duda… y seremos rápidos, pues hace días que no llueve; el suelo está seco y no llevaremos más que una parte mínima de la impedimenta. El grueso de los carros saldrá después para que no nos retrasen. Vos saldréis antes de anochecer, como si fuerais a una simple descubierta; cuando sea de noche llegaréis a Knik, por lo que no os verán y podréis actuar sin llamar la atención; si os vieran, no será hora de que puedan dar aviso. Después saldremos nosotros, con muy pocos carros para que no nos entorpezcan los movimientos, cruzaremos el río de noche y plantaremos los reales de amanecida… Antes del mediodía Luis de Nassau se dará de bruces con nosotros y ésa, caballeros, será la hora de vencer…
Bracamonte asintió con la cabeza y Sancho continuó:
—No comentéis con nadie lo que acabamos de hablar —se dirigía a Bracamonte—. A vuestros hombres les decís que vais a una misión rutinaria —cambió la mirada hacia Bernardino y continuó—: Ya conocéis el plan, Mendoza. Pensad en él, y cuando caiga la tarde tendremos reunión de oficiales; entonces podréis ayudarme a su mejor planificación y animar a los hombres, pues esto va a sorprender a muchos y habrá reticentes. Tampoco habléis con nadie. Es fundamental que la marcha sea una sorpresa para todos. En cuanto a vos —se volvió nuevamente a Bracamonte—, ¿habéis entendido bien lo que esperamos de vos? —y al ver que asentía, añadió—: Entonces no es necesario que volvamos a hablar. Salid una hora antes de anochecer… ¡Suerte! Pensad que todo depende de vos y de los vuestros.
Sancho los despidió en la puerta de su tienda y mientras se alejaban paseó su mirada por el campamento, formado por tiendas alineadas en un declive que bajaba suavemente hacia el Mosa, que, impresionante, se deslizaba hacia su izquierda buscando el mar. Los hombres descansaban tratando de recuperar fuerzas; algunas hogueras daban calor, permitían cocinar alimentos y se convertían en lugar de reunión de grupos de camaradas, cambiando impresiones o bebiendo… esperando. Se volvió hacia el interior de su tienda dispuesto a contener su impaciencia hasta que llegara el momento de actuar, echándose en el catre con la esperanza de dormir un rato.
Pasó el resto de la tarde tumbado, en un duermevela que no acababa de relajarle. Al calcular por la luz exterior que la hora se aproximaba, se levantó y salió buscando con la vista a Bracamonte y los suyos, que estaban ultimando los preparativos de la marcha. Minutos después los hombres empezaron a montar y, con Bracamonte al frente, partieron hacia el norte, en la misma dirección que las aguas del río.
Cuando los perdió de vista, Sancho ordenó a uno de la guardia que buscara al sargento mayor y lo trajera inmediatamente. Poco después, Salvatierra apareció con una expresión de sorpresa en el rostro. Nada más entrar en la tienda oyó que Sancho le decía:
—Avisa a los capitanes. Reunión aquí, ahora, enseguida —como Salvatierra no se movía, urgió—: ¡Vamos, despierta y corre!
—Sí, voy. Ahora mismo.
Diez minutos más tarde una treintena de hombres rodeaba a Sancho Dávila, que tenía a su izquierda a don Bernardino de Mendoza.
—Caballeros, he decidido dar la batalla —el castellano de Amberes hizo una pausa mientras miraba uno a uno a los presentes—. Creo que ha llegado el momento de que midamos nuestras fuerzas con el de Nassau y echarlo a Alemania o al infierno.
Después les explicó el plan y la urgencia con que debía llevarse a cabo el paso del Mosa. Por último, se abordaron los detalles de la marcha y del cruce del río, prolongándose la conversación entre preguntas, respuestas y alguna que otra reticencia. Al cabo de otros diez minutos Sancho estableció las directrices que deberían tenerse en cuenta:
—Concluyamos, caballeros. Diego, Rodrigo, Carlos, Andrade, Valcárcel y Martín con vuestra caballería os adelantareis a nosotros y apoyaréis a Bracamonte, si fuera necesario; si todo estuviera en calma, seguiréis sin deteneros hacia Moock y nos esperaréis cuando estéis cerca, pero sin aproximaros demasiado. Después irá la infantería; yo marcharé con ella. Nos seguirá la impedimenta indispensable, que llevaremos por si Nassau tarda en atacar y la batalla se demora. Irá escoltada por dos compañías de caballería y Bernardino. Conforme vayamos cruzando continuaremos nuestro camino hacia Moock. Una vez que hayamos pasado todos, Bernardino dejará una compañía en el puente que esperará la llegada del resto de la impedimenta mañana por la mañana. Para entonces ya deberemos estar todos en Moock y preparados para la batalla. ¿Entendido? —gestos y voces de asentimiento fueron la respuesta—. Avisad a vuestros hombres. En media hora debe partir la caballería. Quiero rapidez y silencio. Que los fuegos del campamento sigan encendidos, pero que la luz que desprendan no permita ver los movimientos de las tropas. Si hay observadores no verán nuestra salida y pensarán que seguimos aquí. Adelante, caballeros.
Los oficiales volvieron con sus hombres e hicieron correr la voz de que había que partir inmediatamente, sin ruidos y sin escándalos. Los fuegos existentes fueron mitigados y su luz apenas desbordaba unos metros el lugar donde ardían. A su alrededor, aparentando tranquilidad y relajación, se movían los pajes, lacayos y soldados que marcharían al día siguiente con la impedimenta. Los soldados preparaban con toda celeridad su equipo dentro de las tiendas, mientras los de caballería aparejaban sus monturas y se agrupaban en torno a sus mandos. Bernardino de Mendoza con el sargento mayor y varios pajes y soldados aprestaban en seis carros los efectos que consideraban imprescindibles para las próximas horas.
En el tiempo previsto, la caballería salió del campamento. Luego las demás fuerzas. Dávila iba a caballo, imperturbable en apariencia, pero impaciente por verse con sus hombres al otro lado del Mosa. La marcha fue rápida y cuando calculó que la caballería ya debería estar en el puente le dijo al capitán que caminaba detrás de él, acompañado por el alférez de su compañía, el abanderado con la bandera enrollada en el asta, los dos tambores y el capellán:
—Alcántara, voy a adelantarme… Os esperaré en el puente o allí tendréis instrucciones.
Y sin esperar respuesta se adelantó con Salvatierra a galope. Media hora más tarde le salían al paso los primeros hombres de Bracamonte, quienes le informaron de que la caballería ya había cruzado y que le habían indicado el camino que traía el resto del ejército, por lo que le esperaban en el sitio justo. Sancho preguntó por Bracamonte. Le indicaron que estaba a la entrada del puente y hacia allí se encaminó. Cuando llegó, le habló sin apearse:
—¿Qué tal ha ido todo?
—Bien —le contestó Bracamonte—. Los de Knik se sorprendieron mucho al vernos llegar y se temieron lo peor… al cerciorarse de que nuestros movimientos no los amenazaban se encerraron en sus casas y no quisieron saber nada más. El puente de barcas estaba intacto, de manera que no tuvimos más que protegerlo.
—¿Y la caballería?
—Ya ha pasado. Os lleva casi una hora de ventaja. ¿Cuándo llega el grueso?
—Calculo que tardará aún algo más de una hora. Yo voy a seguir, quiero estar con la caballería cuando se aproxime a Moock y estudiar el terreno para estar en posición lo antes posible. El capitán Alcántara viene en vanguardia; decidle que siga de acuerdo con el plan previsto. Cuando llegue don Bernardino de Mendoza, que viene con la retaguardia, poneos a sus órdenes, pues tiene instrucciones concretas de cómo proceder aquí y hasta llegar a reunirse con el resto del ejército.
En esos momentos llegó un jinete a galope tendido. Dávila le reconoció y se adelantó hacia él. Cuando ambos se reunieron, el jinete empezó a hablar:
—Señor, he sido la sombra del ejército enemigo en los últimos tres días. Avanzan sin demasiadas preocupaciones en esta dirección para llegar hasta Nimega o esperando cruzar el río, según todos los indicios, por aquí. Empiezan a tener problemas de abastecimientos y ya se están produciendo deserciones y bajas por enfermedad, pues la mayoría de ellos creían que se les llevaba a una campaña fácil en el Brabante y no a estas marchas agotadoras sin rumbo claro. Pienso que las filas del de Nassau han quedado diezmadas por ambas causas, de manera que no estamos en tanta inferioridad numérica como al principio.
—Bien, Valenzuela. Habéis hecho un gran servicio. Estaba intranquilo, pues desde que os envié hace una semana no había vuelto a saber de vos… Descansad aquí hasta que llegue la impedimenta y continuad con ella hasta Moock. ¿Y Lope?
—Ha vuelto con la caballería para llevarla al lugar en que deseabais tomara posiciones, según los informes de los escuchas. Si la noche se mantiene despejada, cuando lleguéis podréis comprobarlo.
Sancho hizo un ademán de despedida y alzó la voz:
—Sargento mayor, nos vamos —y con un trote largo se adentró en la noche.
Los movimientos del ejército de Dávila se fueron desarrollando en la forma prevista y a medida que los distintos contingentes llegaban al lugar de reunión varios jinetes comunicaban a sus jefes el emplazamiento que debían ocupar y donde los hombres descansarían hasta el momento de la acción. También les comunicaban la orden de Sancho de que en cuanto apuntara el día acudieran a su tienda, donde tendrían la última reunión antes de la batalla.
La tienda de Dávila había sido emplazada en una pequeña loma y era fácilmente identificable porque el pendón real ondeaba en la parte delantera. Sancho había optado por utilizar la enseña real en lugar de cualquier otra; por eso ondeaba en la ciudadela y por eso la llevaba en campaña; no era un uso muy ortodoxo según las normas de la guerra, pues el rey no estaba allí, pero nadie dijo nada, pues al fin y al cabo todos pensaban que luchaban por los intereses del rey Felipe. Para Sancho, además, tenía la ventaja de que todo el mundo la conocía, por lo que como reclamo superaba a cualquier otra. Cuando el día apenas si se vislumbraba en el horizonte, la tenue luz permitió a los jefes localizar el lugar de la cita y hacia ella se encaminaron, llegando en una especie de goteo durante varios minutos. Cuando todos estuvieron reunidos, Sancho les habló:
—Señores, hemos dado el primer paso hacia la victoria: la marcha ha sido un éxito. Felicitad a vuestros hombres porque se lo han merecido. He recibido noticias del campo enemigo y las deserciones y enfermedades han reducido sus efectivos. Aún siguen aventajándonos en caballería, pero tendremos que neutralizar esa ventaja con nuestros piqueros y arcabuceros; además, nuestra posición en el campo de batalla es más ventajosa y nos dará la iniciativa, que estoy seguro de que los veteranos aprovecharán holgadamente frente a los enemigos, la mayor parte de ellos bisoños sin apenas experiencia. Si os fijáis en el terreno donde nos hemos colocado veréis que estamos en la ladera de un pequeño promontorio al que se llega desde un valle casi cerrado, con un acceso que se estrecha, que es por donde esperamos que entre el de Nassau y los suyos siguiendo el trazado del camino. De forma que los dejaremos avanzar lo suficiente para que, si se deciden a dar la batalla, la estrechez del acceso al valle los obligue a ir metiendo sus efectivos poco a poco en él, con lo que no podrán beneficiarse claramente de su ventaja numérica y nosotros no dejaremos de hostigarlos; si, por el contrario, rehuyen la batalla y dan la vuelta, habrá tantos hombres dentro que no podrán salir, creando un tapón a la entrada que dificultará los movimientos del enemigo, que buscará resistir o salir por las alturas próximas, que como veréis son pequeñas lomas, pero suficientes como para producir la dispersión de sus efectivos y ello nos permitirá batirlos por separado.
»Sabemos que el ejército enemigo —continuaba Sancho— tardará en llegar aún unas horas, pues se pondrá en marcha en estos momentos, al amanecer, y avanza despacio y confiadamente. La compañía del capitán Riquelme ha detenido a cinco observadores que había enviado el de Nassau, por lo que éste aún no tiene nuevas de nosotros. Esa compañía se mantiene todavía en el campo y me trae la información necesaria de los movimientos de los rebeldes… Y ahora, caballeros, ¡salgamos fuera!
Sancho avanzó hasta situarse al lado del pendón real. Una tenue luz diurna iba levantando poco a poco las sombras. Sólo un ligero resplandor azulón permitía adivinar por dónde saldría el sol del amanecer de aquel 14 de abril. Los demás jefes y oficiales fueron situándose a ambos lados del castellano de Amberes, mirando todos el paraje donde estaban para familiarizarse con él. Entonces pudieron comprobar que el campamento realista estaba situado entre Moock y Over-Asselt, describiendo una especie de media luna y aprovechando perfectamente las irregularidades del terreno.
—Allá al frente —continuó Dávila cuando comprobó que ya se habían situado todos—, en los grupos de árboles de las lomas de ambos lados del camino, ha dispuesto sus hombres Bracamonte para actuar a mi señal desde aquí. La caballería está oculta allí abajo, en el bosque, hacia nuestra izquierda; Mendoza está acabando de colocar los carros de la impedimenta y se incorporará a mi plana mayor en cuanto llegue, conservando bajo sus órdenes los hombres que trae para emplearlos donde más falta hagan. La infantería se ha situado en las zonas más despejadas: será el señuelo que atraerá a la caballería de Nassau. Nuestros arcabuceros la diezmarán y nuestros piqueros la rechazarán. Llegado el momento, atacaremos todos de manera convergente hacia el centro del valle. Embestiremos con la acostumbrada resolución y se verán las mismas pruebas de ellos en huir y de nosotros en vencer.
Sancho había hablado lentamente, permitiendo que todos fueran identificándose con el escenario de lo que sería la batalla y que pudieran ir reconociendo dónde estaba su propia unidad y las de los compañeros.
—Y ahora, caballeros, lo mejor será que vuelvan con sus hombres y descansen hasta que llegue el momento de entrar en acción. Cuando vean ondear el gallardete amarillo será la señal de que los hombres deben estar sobre las armas, pues la batalla será inminente… Vayan vuesas mercedes… ¡Dios y a ellos! —apostilló con energía.
Le respondió un coro de voces y los hombres empezaron a dispersarse, encaminándose cada uno hacia su unidad.
Mientras tanto, en el bando enemigo la tardanza de los exploradores había levantado algunos recelos. Sin embargo, consideraban que aún tenían ventaja, pues existía una clara superioridad numérica a su favor, pese a las bajas y deserciones que se habían convertido en un goteo incontenible. De manera que continuaba el avance hacia el norte buscando la oportunidad para cruzar el Mosa. Las noticias que llegaban del bando realista indicaban que Sancho Dávila se desplazaba en la misma dirección que ellos, al otro lado del río, pero al parecer sin ánimo de batallar. Cuando con las primeras luces del día 14 llegaron noticias de que los españoles habían cruzado la corriente y les esperaban unas leguas al norte, Luis de Nassau y su cuartel general quedaron asombrados, sin acertar a explicarse semejante movimiento del castellano de Amberes, ya que al luchar a este lado ellos podrían hacerlo más libremente que si la batalla tenía lugar durante el cruce del río, momento en que Sancho Dávila podría haber obtenido alguna ventaja al carecer de embarazos y no tener que enfrentarse desde el comienzo de la lucha a todo el grueso del ejército enemigo. En consecuencia, se decidió continuar la marcha hasta la toma de contacto con los realistas.
Con el sol ya luciendo alto, Riquelme y sus hombres irrumpieron galopando en el valle; el capitán divisó enseguida la tienda de Sancho y enfiló hacia ella su caballo, apeándose con toda rapidez al llegar. Dávila, que había sido avisado por uno de la guardia, salió a su encuentro. Riquelme habló precipitadamente:
—Señor, ahí están… En una media hora la vanguardia aparecerá por aquel recodo del camino y penetrará en el valle…
—Bien —contestó Sancho—, situaos con vuestros hombres allí detrás. Retrasaremos vuestra participación en la batalla mientras se pueda.
Luego ordenó:
—Sargento mayor, ¡gallardete amarillo!
Salvatierra clavó una pica en el suelo que llevaba un gallardete de ese color amarrado en la parte superior. Inmediatamente, los hombres empezaron a movilizarse. De vez en cuando el viento llevaba hasta Sancho las voces de los oficiales animando a sus hombres a obedecer con presteza: «¡Vamos, vamos, desenfundad las picas y caladlas! ¡Preparad las cuerdas! ¡Comprobad las cargas y las balas! ¡Ensillad los caballos! ¡A la formación, a la formación!…», eran expresiones que se oían por doquier. Veinte minutos después todos los hombres estaban preparados.
No tuvieron que esperar mucho. El ejército de Luis de Nassau apareció en el recodo del camino y enfiló la entrada del valle. Los hombres siguieron avanzando hasta quedar a unos mil metros de los de Sancho Dávila. Fue entonces cuando llegó un grupo de jinetes desde la retaguardia y se situó en vanguardia. Era el general acompañado de sus lugartenientes: querían comprobar las fuerzas enemigas. Vieron unidades de infantería en perfecta formación. Los capitanes al frente; detrás de ellos, los abanderados con las banderas desplegadas; a su lado, el alférez y los tambores; por último, los hombres: los piqueros con las picas al cielo, el metal reluciente y destellante al sol de la mañana; los arcabuceros y mosqueteros, en las mangas o flancos de los piqueros, con la cuerda o mecha encendida. Todos con casco, peto y espaldar, jubón, calzas acuchilladas, espada ceñida y daga; los que tenían armas de fuego, pendientes del cuello y en banderola, llevaban las sartas de cargas, el frasco, el polvorín y el saquillo para las balas; los mosqueteros, además, la horquilla para apoyar el mosquete al disparar. Los jinetes estaban dispuestos en líneas, sobre caballos ligeros y ágiles, armados con lanza, espada y daga o una pesada maza o martillo de armas, en el caso de los estradiotes, o el pistolete, si se trataba de los reitres. En conjunto, un semicírculo impresionante que esperaba en perfecto orden.
Abajo, las fuerzas de Nassau seguían fluyendo y poco a poco se abrían hacia los flancos. El general había abandonado la primera línea y daba órdenes rápidas. Unos carros de la impedimenta se adelantaron y se colocaron en vanguardia, constituyendo una especie de empalizada que en el bando realista se interpretó como un intento de obstaculizar la carga de la caballería. Simultáneamente, las tropas tomaban posiciones; la caballería buscó los flancos en vanguardia, mientras la infantería se agrupaba en el centro y se abría hacia los lados por detrás de la caballería. La partida ya estaba montada. Las piezas sobre el tablero. Había llegado la hora de moverlas.
Dávila tomó la iniciativa. Envió un lugarteniente a las unidades de infantería del centro con la orden de que avanzaran lentamente hacia el enemigo. La caballería de Nassau se adelantó hasta ponerse enfrente de los que avanzaban y cargó decididamente. La infantería de Sancho se agrupó en bloques compactos, dejando espacio a los arcabuceros y mosqueteros para disparar cuando los jinetes enemigos estuvieran a tiro; descargas cerradas que empezaron a causar sus efectos destructores entre jinetes y monturas. Cuando el choque era inminente, las fuerzas de infantería se abrieron, dejando entrar en el interior a los arcabuceros y mosqueteros para que se prepararan de nuevo, mientras ellos dirigían sus picas hacia el enemigo y paraban la embestida sin que las lanzas de los agresores los alcanzaran; fue un movimiento que se repitió varias veces mientras se animaban otros lugares del frente.
En efecto. Tan pronto como vio la acción trabada en el centro, Dávila ordenó a las tropas de los flancos que se desplazaran en busca del enemigo, encargándole a don Bernardino que apoyara con su caballería la progresión hacia el centro de cuatro compañías de piqueros, y mientras éstas batían por la retaguardia a la caballería enemiga y la separaban del resto del ejército la caballería rompía la barricada y dejaba libre el camino para cargar contra el centro enemigo. De esta forma se fue cerrando un cerco que acabó de completarse al cargar Bracamonte con sus fuerzas a la entrada del valle, cuando aún no habían tomado posiciones las últimas fuerzas enemigas que llegaban al lugar. Sin embargo, la posición nuclear de las tropas de Nassau estaba favoreciendo su resistencia y cuando Dávila vio que el ataque de sus hombres corría el riesgo de debilitarse abandonó su posición y, descendiendo hacia la izquierda, retiró algunas unidades, con lo que alivió la presión en el flanco para reforzar el centro con los refuerzos que él mismo llevó al choque con el enemigo.
Para entonces el combate se había generalizado y se luchaba sin orden, buscando matar para no ser muerto, formándose una amalgama de hombres sudorosos y cubiertos de polvo y sangre, tiznados por la pólvora, que luchaban cuerpo a cuerpo. Sancho entró en liza como una exhalación, arrollando a cuantos encontraba a su paso y golpeando a diestra y siniestra. Un tropezón de su caballo lo tiró a tierra, cayendo con fortuna, pues unos cuerpos muertos amortiguaron el golpe y se dejó rodar hasta encontrar la posición para incorporarse aprovechando la misma inercia de la caída. Inmediatamente vio llegar a Salvatierra, que se abría paso hacia él con algunos de la guardia para evitar que quedara aislado entre los enemigos. Por lo demás, el refuerzo resultó decisivo, pues los enemigos empezaron a retroceder y justamente por el lado que Sancho había desguarnecido los hombres de Nassau emprendieron un movimiento para escapar de la presión, un movimiento que degeneró en huida y que acabaría por debilitar la resistencia del resto de sus compañeros, que cuando fueron conscientes de lo que ocurría buscaron escapar por su cuenta, sin fiar en ninguna otra alternativa.
Con las fuerzas que luchaban en el centro Dávila se abría paso hacia la zona donde había estado el cuartel general de Nassau antes de la batalla y comprobó que su progresión se hacía paulatinamente más fácil, pues la resistencia enemiga ya no era tan fuerte y cada vez había más huecos entre los rebeldes. Jadeante, enronquecido de gritar órdenes, sudoroso, ensangrentado, con la boca reseca y los ojos enrojecidos por el polvo y el humo, Sancho parecía un diablo salido del infierno. Era ese rayo de la guerra que decían los soldados y que luchaba con los hombres que estaban a su lado, quienes se abrían paso a golpes y espadazos o sucumbían ante los enemigos. Cuando Sancho comprobó que ya no había resistencia prácticamente, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Perseguid a los que huyen! ¡Que no escapen! ¡Hay que evitar que puedan reagruparse! ¡Corred la voz!
Dos horas después todo había terminado. El cielo se empezaba a encapotar y el sol se había ocultado tras las nubes para no contemplar aquel horror. Quejidos de dolor se escuchaban por doquier; los heridos yacían mezclados con los muertos; cuerpos despedazados o mutilados estaban esparcidos cubriendo la tierra, caballos muertos habían aplastado a los hombres sobre los que habían caído al desplomarse. En el cielo ya aparecían aves de rapiña atraídas por tan dantesco espectáculo, que para ellas era un prometedor banquete. Los capellanes se aproximaban solícitos a los heridos para reconfortarlos y bendecían solemnes a los muertos. No pocos soldados deambulaban tratando de encontrar sus armas perdidas o revisaban los cuerpos caídos buscando a un amigo desaparecido, ayudando a un camarada herido o lamentando la muerte de un conocido, sin desaprovechar en cualquier caso registrar los cadáveres con la esperanza de un expolio o saqueo sustancioso. También empezaban a llegar mujeres, que se movían entre los caídos buscando al amigo, al pariente, al esposo o al amante. Y los perros. Perros hambrientos que se cebaban en los muertos, y aunque eran espantados por los procedimientos más expeditivos, en cuanto los hombres se descuidaban volvían a la carga con redoblados bríos en busca de una comida abundante como en pocas ocasiones encontraban.
Sancho aún tenía la boca reseca. La sangre coagulada del enemigo ennegrecía sus manos. Sin el casco, con el pelo revuelto, los ojos hundidos, la cara ahumada y varios cortes en el cuerpo, de donde ya no manaba la sangre que había teñido su ropa, parecía un poseso. Su espíritu era preso de una convulsa agitación que se esforzaba en no manifestar, apoyado en el asta donde flameaba el pendón real. Estaba esperando novedades. Había enviado a Salvatierra a hacer recuento de las bajas propias y a don Bernardino de Mendoza a informarse de las del enemigo.
Éste fue el primero en regresar:
—Sancho, podemos estar tranquilos. Hemos vencido en toda línea: Nassau ha muerto en el combate; parece que los hombres de Bracamonte lo cazaron cuando se retiraba. Enrique y Cristóbal de Nassau, lugartenientes de Luis, hijos del conde palatino, también han muerto; por el lugar donde estaban sus cadáveres muy bien pudieron caer en la primera embestida de la caballería; nos hemos apoderado de algunas piezas de artillería que traían y que no utilizaron en la batalla porque marchaban en retaguardia, el bagaje también ha quedado para nosotros; ya he ordenado protegerlo y agruparlo para evitar el pillaje, y como trofeos podemos llevarnos treinta y siete banderas enemigas que han quedado sobre el campo con más de tres mil muertos y heridos. Los supervivientes se han desbandado y no se reagruparán porque no tienen quien los mande. ¡Hemos ganado!
—Está bien, Bernardino. ¡Gracias a Dios todo ha salido bien! Esperaré a Salvatierra y luego iré a Hermes con un grupo, y desde allí escribiré al comendador informándole de todo. Mañana o pasado emprenderemos el regreso. Id a descansar.
Don Bernardino se despidió con un gesto y salió. Un enorme bostezo le hizo ver la magnitud de su cansancio. Algo después llegó Salvatierra; traía la manga izquierda destrozada y llena de sangre, con un rudimentario vendaje casi a la altura del hombro y un gesto de profunda preocupación en el rostro, un gesto al que Dávila no dio importancia, atribuyéndolo al cansancio de la jornada.
—No hemos tenido muchas bajas —comenzó a hablar el recién llegado—. No llegarán a dos mil; la mayor parte de ellas se produjeron en los primeros momentos del choque y en su mayoría son heridos de no mucha importancia. Pero entre los muertos hay personas tan importantes como los capitanes de caballería Diego, Carlos y Valcárcel; la infantería tampoco se ha ido de vacío. Alcántara y los también capitanes Rodrigo Vivar y Luis de Burgos han muerto y otros de no menor valía están heridos, como el mismo Bracamonte —al ver el gesto de inquietud de Dávila, se apresuró a añadir—: Aunque no está grave. En cualquier caso, ha sido una victoria por la que no hemos pagado un precio demasiado elevado…
Sancho recordaba bien a los muertos; con alguno de ellos había tenido un trato estrecho y se conocían desde hacía años. Estaba intentando recordar cuáles de ellos tenían familia y quiénes de los supervivientes se habían distinguido en la acción para recomendarlos al comendador. Salvatierra, al verlo tan ensimismado, pensó que daba la entrevista por cancelada y le llamó la atención:
—Señor… he visto y oído cosas entre los hombres que no me gustan nada… —al ver que recuperaba el interés de Dávila, continuó—: Son muchos los que hablan de que no se les paga… algunos gritan que llevan tres años sin cobrar y a casi todos se les debe más de uno… Algunos oficiales han querido intervenir, pero han salido corridos y con las orejas gachas… Me temo lo peor: el motín.
—¡Maldita sea! ¡Ahora tenía que ser…! Voy a salir de aquí, Salvatierra, pues si esto empeora quiero tener libertad de movimientos; como estaba previsto, me dirigiré a Hermes. Desde allí informaré a Requesens y allí esperaré noticias… Encargaos de recoger esta tienda y los efectos y en cuanto podamos emprenderemos el viaje de regreso a Amberes. Enviadme a Valenzuela o a Lope, necesitaré un correo para el comendador. Disponed con los capellanes el entierro de los muertos.
Los dos hombres salieron de la tienda. Salvatierra buscaba algunos soldados para recogerla. Sancho se dirigió a su caballo y montó, empezando a descender la pequeña elevación. Al llegar a un grupo de soldados que esperaban les ordenó que le siguieran, así que montaron y en columna de a dos siguieron al jefe. En el camino, Sancho se perdió en sus recuerdos. La batalla pasaba por su mente en una perturbadora sucesión de imágenes, hasta el extremo de que se pasó una mano por la frente como si quiera sacar de su cabeza aquellas escenas. Empezaba a embargarle el profundo desencanto que últimamente dominaba su ánimo con más frecuencia de lo que era de desear. No le encontraba mucho sentido a su existencia, que había discurrido en los campos de batalla durante más tiempo que en cualquier otro lugar. Eso le había privado de alegrías que disfrutaban la mayor parte de los mortales, como las que deparaban una vida tranquila y una familia. La verdad es que él nunca le había dado mucha importancia a esas cosas, pues había valorado al extremo su independencia y su libertad. Sin embargo, desde que conoció a Agnes su visión estaba cambiando y ahora comprobaba hasta qué punto eso era así, pues años atrás una victoria como la obtenida en el día de hoy le hubiera hecho plenamente feliz y no pensaría más que en agarrar una buena borrachera en algún perdido lupanar con una meretriz cualquiera. Sin embargo, sentía una profunda desazón y ante sus ojos aparecía nítida la cara de Agnes; recordaba el tacto de sus manos recorriéndole la espalda y la sensación que le producían los dedos femeninos cuando jugueteaban con los pelos de su pecho. Suspiró profundamente y alzó la vista, viendo a su izquierda un pequeño regato que formaba el hilo de agua que discurría al lado del camino. Su frescura le pareció enormemente apetecible y les dijo a sus hombres, indicando el grupo de casas que se veía a quinientos metros escasos:
—Continuad y localizad el cuarto que me ha destinado el aposentador. Yo iré enseguida. Procurad que cuando llegue todo esté dispuesto. Dadme ese jubón —ordenó a uno de sus acompañantes, que le tendió lo solicitado.
Descendió del caballo, se despojó de la espada y de las demás prendas de vestir y se metió en el agua, que estaba helada y le despertó todos los sentidos, empezando de nuevo a sentir el dolor de las heridas y golpes recibidos. Se frotó enérgicamente aquellas partes del cuerpo donde tenía sangre reseca o manchas de suciedad, y cuando se consideró limpio se acercó a la orilla, sacando unas calzas y una camisa del jubón. Al terminar de vestirse tomó al caballo de las riendas y andando se encaminó hacia los edificios.
—Aquél es vuestro aposento —dijo uno de los soldados, apostado al comienzo de las construcciones—. Es aquella casa de la esquina.
—Desensillad el caballo y ponedlo con los demás. Que beba y coma.
Sancho se dirigió a la casa indicada y llamó. Un hombre viejo le abrió la puerta y le franqueó el paso, echándose a un lado sin decir palabra. El soldado hizo un leve gesto de saludo y se dirigió hacia la mesa que estaba en el centro de la estancia, encima de la cual había un plato humeante. Al fondo, una chimenea calentaba la estancia. La tarde estaba tocando a su fin. Comió con rapidez, pues su hambre era mucha; cuando estaba terminando llamaron a la puerta y otro soldado puso en la mesa tinta, pluma, papel y un pequeño tarro con salvadera.
—¿Era esto lo que me encargasteis, señor?
Sancho asintió y le dio las gracias. Terminó de comer y entonces reparó en que el hombre que le abriera la puerta no se había movido de la entrada. Le indicó que podía acercarse a la lumbre, irse o acostarse; lo que deseara. El hombre se aproximó al fuego, sentándose a un lado, desde donde podía ver perfectamente al huésped. No eran nada agradables los recuerdos que tenía de situaciones anteriores iguales a la de ahora. Sancho lo miró fijamente durante unos segundos, luego se concentró en la carta que tenía que escribir. En ella exponía a Requesens todo lo sucedido desde su partida, haciendo especialmente minucioso el relato de la batalla, distinguiendo a aquellos que se lo merecieron, recordando a los muertos y pidiéndole que intercediera ante el rey para que recompensara a quienes lo habían servido tan lealmente. No había concluido aún cuando llamaron a la puerta. Sancho se anticipó al hombre y se levantó a abrir.
—Pasad, Lope. Enseguida acabo.
Le indicó el asiento cerca de la lumbre, enfrente del que ocupaba el otro hombre, y él se sentó nuevamente a la mesa para concluir su escrito. Lo releyó con calma, echó salvadera para que la tinta se secara y dobló el pliego.
—Ya está. Tomad, Lope. Dádselo en Amberes a don Luis de Requesens y si no os quiere allí a su servicio regresad conmigo.
—Parto ahora mismo. Se lo daré a don Luis en mano. Descuidad —hablaba mientras se dirigía a la puerta. Salió por ella y a los pocos instantes oyeron un caballo que partía a galope.
Sancho reparó entonces en un jergón en el suelo, a un lado del fuego, y le pareció muy confortable para dormir. Cogió un lienzo grande que estaba encima de una silla para envolverse en él y se acostó. Sólo tuvo tiempo de pensar: sería estupendo que Agnes estuviera aquí y sentir su mano en la frente. Para entonces ya dormía con un sueño profundo.