Amberes

Nada más regresar a Bruselas Alba reanudó sus tareas de gobierno. Acuciado por la falta de dinero, una de sus primeras disposiciones fue ordenar el licenciamiento de los contingentes de tudescos, herreruelos y valones a fin de reducir gastos, además de convocar una Junta General de los Estados de Flandes, donde solicitó dinero para el rey por los desembolsos excesivos que la guerra había originado, pero su llamada tuvo escaso eco. También propuso a Felipe II la conveniencia de arraigar en Flandes a algunos españoles, para que se implicaran en aquellas tierras, favoreciendo de esta manera los intereses reales; inicialmente, su propuesta se refería a Jerónimo Salinas que estaba en Gante, Julián Romero destinado en Hedin y Sancho Dávila en Amberes, pidiendo para cada uno de ellos dos mil o mil quinientos florines de renta perpetua.

Dávila, que había llegado a Bruselas la tarde anterior, hablaba en la puerta del palacio del duque de Alba con Bernardino de Mendoza, disfrutando de un incipiente sol primaveral que las nubes habían dejado asomar inundando con sus rayos las calles y casas de Bruselas, aún mojadas por la lluvia que había caído durante toda la noche y hasta después del amanecer.

—Don Fernando se alegrará de las noticias que le traéis, Sancho. Que la ciudadela de Amberes ya esté dispuesta será una grata nueva, pues agobiado por la falta de dinero está licenciando tropas y teme que estos reinos queden indefensos —era Mendoza quien hablaba, poniendo a su amigo al corriente de lo que había sucedido en Bruselas en los últimos meses—. El dinero que envía su majestad es poco y llega tarde… Para colmo, una flotilla ha sido retenida por la reina Isabel de Inglaterra al tener que refugiarse en un puerto inglés obligada por el temporal.

—Algo he oído… También me he enterado de lo malamente que se han recibido los tributos creados por el duque…

—Sí. Son equivalentes a nuestra alcabala castellana, poco más o menos: suponen el diez por ciento sobre toda compra o venta, el cinco por ciento sobre las hipotecas y el uno por ciento del valor de todas las propiedades muebles e inmuebles: con lo que recaude por tales conceptos el duque espera mantener pagadas las tropas que conserva como salvaguarda de estas tierras y concluir las fortalezas que se levantan en varias ciudades del país.

—Se han producido desórdenes, ¿no?

—Así es, Sancho. El clero ha sido el que más y más alto ha gritado en su protesta, pues esos impuestos también le afectan… En general, el descontento es grande. El mismo Viglius, presidente del Consejo, se ha solidarizado con la opinión mayoritaria de protesta, sostenida por calvinistas y comerciantes… Cómo estarán las cosas que Namur, Artois y Hainaut sólo han consentido en admitir el décimo de la discordia cuando han visto a las tropas dispuestas a intervenir…

—Señor… —un secretario interrumpió la conversación de ambos hombres para añadir—: Su excelencia os espera.

Sancho se despidió de su amigo y con paso presuroso siguió al secretario, que lo acompañó hasta el despacho de don Fernando, quien le recibió complacido por la visita.

—Pasad, Sancho. Pasad y tomad asiento —el duque indicaba un sillón enfrente del suyo, al otro lado de la mesa, situada entre los dos grandes ventanales que daban sobre la plaza y por los que entraba el sol, iluminando de forma radiante la estancia caldeada por dos braseros encendidos, uno a cada lado del lugar donde trabajaba el aristócrata español. Sancho apartó su espada y se sentó, al tiempo que oía al duque preguntarle—: ¿Qué nuevas me traéis?

—Una en particular creo que os agradará: la ciudadela de Amberes ya está en condiciones de cumplir las misiones militares para las que ha sido construida. Quedan algunos retoques y obras en algunas dependencias interiores, pero su aspecto es impresionante. Si lo deseáis, podéis completar su artillado y destinar los efectivos necesarios para tener su guarnición al completo…

—En efecto, Sancho —Alba se retrepó en el sillón, plenamente complacido por lo que acababa de oír—. Es una nueva excelente… Por cierto… ¿sabéis algo de Jungeling?

—Sí, señor. El mismo día en que yo salía para Bruselas él llegó a la ciudadela con un carro cubierto, escoltado por quince hombres y un alférez, diciendo que venía de vuestra parte para cumplir un encargo. Yo ya estaba al tanto de su llegada por vuestros avisos.

—Bien —dijo el aristócrata con una sonrisa en sus labios—. Como sabéis, Sancho, mandé fundir los cañones tomados al enemigo en la última campaña y le encargué a ese escultor que hiciera una estatua mía para colocarla en lugar apropiado, de forma que cuando la gente de estas tierras la vea me odie a mí y no a nuestro rey.

—¿Y creéis que el patio de la ciudadela de Amberes es el lugar más apropiado?

—Sí… Esa ciudadela es la clave de nuestra presencia aquí, de forma que cuando piensen en ella pensarán también que yo estoy en su centro…

—Si vos lo decís…

—No te quepa duda, Sancho. Ya lo verás.

La conversación continuó luego sobre cómo se terminaría de dotar la ciudadela, qué nuevas llegaban de España y las perspectivas futuras en los Países Bajos. Alba aprovechó para comunicarle a Sancho algunas de sus inquietudes, en particular las relativas a Guillermo de Orange:

—Va a ser un enemigo difícil —le decía a Dávila—. Le conozco bien. Sé de sus servicios al emperador y ese lema que dicen ha elegido, «Yo me mantendré», o algo así, me inquieta…

—Pero hasta ahora no nos ha dado excesivos problemas y le hemos vencido con facilidad…

—Sí, es cierto. Pero eso no es ninguna garantía de futuro. Será un gran enemigo, Sancho. Si logramos vencerlo, su derrota nos engrandecerá, si no le derrotamos… pagaré por ello.

—¿Por qué decís eso, señor?

—Porque nuestro rey tiene prisa de que esto acabe… Los gastos aquí son cuantiosos y no tiene mucho dinero… Desea exterminar la herejía o, cuando menos, que cese su expansión y quiere castigar a los que empuñan las armas contra él… En tales condiciones, ¿cuánto crees que esperará? ¿Piensas que mantendrá al frente de estas tierras a alguien que no puede asegurarlas?… Yo creo que no. Si Orange vuelve a la guerra, lo hará con más fuerza que hasta ahora y para entonces el ambiente de la población puede sernos completamente hostil. Entonces será él o yo… Si acabamos con él, esto acabará… Si no, el acabado seré yo. Y ya te lo advierto, Sancho. No va a ser un enemigo fácil… Resistirá mientras tenga la menor posibilidad para ello. Si no lo hace así, me decepcionará, pues me consta que es un hombre bravo y tenaz.

Algo más tarde, Sancho se despedía de Alba y salía a la plaza. Cuando se encaminaba a la posada donde había pernoctado para recoger su caballo y volver a Amberes con los seis soldados que le habían acompañado, se encontró con Ruy, Lope y Gonzalo, que le dijeron que se unirían al grupo, si no tenía inconveniente, para hacer juntos el viaje hasta aquella ciudad. A Sancho le gustó tal perspectiva, pues hacía tiempo que no los veía y cuando ya cabalgaban fuera de Bruselas, delante del pequeño grupo que formaban, así se lo hizo notar a Ruy, quien contestó:

—En tiempos de paz no nos necesitáis, Sancho, y nosotros hemos de atender nuestros asuntos.

—¿Qué tal os fue en la última campaña? No tuve oportunidad de veros…

—No podemos quejarnos. Valenzuela tiene un sexto sentido que le permite adivinar dónde están los que tienen algo que perder… Y en la última retirada de Orange, descubrió a un personaje que conservaba junto a él un carro y una escolta de unos veinte hombres, quien se desentendió por completo de lo que hacía el resto del ejército rebelde, cuya proximidad nunca abandonó y cifró su único interés en poner tierra de por medio entre él y los soldados de Alba. Cuando ya estaban en Francia y vieron que no eran perseguidos, empezaron a sentirse seguros y a relajar su vigilancia. Nosotros decidimos seguirlos sin que nadie nos viera y cuando advertimos que se separaban de los demás les tendimos una emboscada; cada uno de nosotros tenía tres armas de fuego cargadas, por lo que pudimos hacer dieciocho disparos antes de que los de la escolta se dieran cuenta de lo que ocurría. Abatimos a catorce y al vernos aparecer gritando y dispuestos a luchar contra ellos, los supervivientes huyeron despavoridos, pensando que éramos bastantes más; el personaje en cuestión huyó igualmente, increpando a los que corrían delante de él, llamándoles con toda suerte de lindezas. Nosotros cogimos el carro y a toda la velocidad que podían los cuatro animales de su tiro regresamos, esquivando los retenes dejados por el duque para vigilar a los rebeldes… No nos convenía que se supiera que habíamos entrado en Francia.

—¿Y mereció la pena el riesgo?

—Sí, la mereció, Sancho. Ya lo creo que la mereció.

—¿Y a qué vais a Amberes?

—Todo indica que va a ser una ciudad clave. La ciudadela que se os ha encomendado ha convencido a los protestantes y rebeldes de que el rey Felipe no está dispuesto a soltar esta tierra… Los negocios que se hacen allí la han convertido en uno de los grandes centros económicos del momento… El dinero corre por sus calles a raudales… y queremos una parte. Vamos a conocerla… y hasta es posible que nos aposentemos en ella.

—Me alegro de tal decisión, pues de esa forma, si llega el momento, os tendré cerca.

—Estad tranquilo, Sancho. Si el momento llega, estemos donde estemos, nos tendréis cerca.

Cuando llegaron a Amberes, los ventureros se mantuvieron en el grupo de Dávila hasta llegar a la ciudadela. Al desembocar en la explanada existente entre la fortaleza y la ciudad Sancho detuvo su montura y lo mismo hicieron Ruy y sus dos compañeros. Los tres miraban la fortificación que tenían delante. Sus expertos ojos recorrieron todo el recinto que alcanzaba la vista y un gesto de aprobación se fue perfilando en sus rostros. Sancho también la contemplaba con indudable orgullo y satisfacción.

—Es un castillo a la italiana —decía Ruy sin apartar la vista—. Y su emplazamiento ha sido muy bien calculado… Controla la ciudad, el río y parte de los accesos por tierra.

—No ofrece mucho blanco a la artillería —añadió Lope—. Su guarnición podrá resistir bastante en caso de necesidad…

—Así es, señores —ahora hablaba Sancho—. Ha sido construida por un italiano y ha incorporado todas las ventajas de la trace, cuyas excelencias se comprobaron en las guerras de Italia de los primeros cincuenta años de este siglo… De bajas murallas y tan gruesas que su interior se emplea en usos diversos: alojamientos, almacenes, cuadras… Es una fortaleza rasante, muy diferente de la fortaleza dominante, de las que tenemos tantas en la Península y que fueron las empleadas contra los moros.

Ruy asentía con la cabeza mientras Sancho hablaba y apostilló:

—Esos castillos son impresionantes, pero de otra época. Basta la artillería para derruirlos. Un buen tren de batir los demolería en unas horas… Bien. Nosotros nos vamos a la ciudad a ver qué nuevas nos ofrece y qué ventajas encontramos.

—Id con Dios —dijo Sancho despidiéndolos con un gesto, y cuando ya habían enfilado sus caballos hacia las calles próximas añadió—: ¡Sabéis dónde encontrarme!

Ellos contestaron al ademán de Dávila y Ruy concluyó:

—Descuidad.

Los años 1569, 1570 y 1571, en líneas generales, fueron años tranquilos para los hombres de armas y en Amberes los vivieron con una calma casi absoluta, pues sólo era alterada por algún sobresalto sin importancia; noticias más o menos inquietantes llegaban de vez en cuando y no siempre era posible comprobarlas, por lo que los rumores se sucedían y desvanecían sin mayor trascendencia. Fueron unos años que Dávila empleó en acabar de poner a punto la ciudadela, cuidando al máximo hasta el más mínimo detalle. Con Martín del Oyó había repasado una y otra vez los planos de Pacciotto y juntos la habían recorrido hasta los últimos rincones para decidir cuál sería la ubicación ideal de cada una de las dependencias. Con el paso de los días llegaron más soldados y los efectos que se necesitaban para terminar de armar el recinto. Las piezas de artillería se colocaron en sus emplazamientos; primero se cubrieron los muros que daban al río, luego los exteriores, por último los próximos a la ciudad; la pólvora, el salitre, las armas de respeto se dispusieron en piezas adecuadas, situadas en las partes más protegidas del recinto amurallado, en una de las cuales se colocó el aposento de los maestros armeros. Las banderas de las cinco compañías que formaban inicialmente la guarnición estaban reunidas en una amplia estancia, a la que se accedía desde el patio y en la que existía una mesa de grandes proporciones con dos bancos en sus lados más largos; Sancho y Martín habían decidido que fuera dedicada a las reuniones de oficiales y a la recepción de visitas; allí también se guardarían el pendón real y las enseñas de las unidades que de manera estable u ocasional estuvieran en la ciudadela; con una chimenea y dos ventanales, era una de las piezas de mayor dignidad del recinto. En los bastiones se situaron los alojamientos de los oficiales y parte de las estancias abiertas en los muros se destinaron a los dormitorios de los soldados. Los calabozos estaban en los sótanos de los dos bastiones más interiores. La cocina, en una pieza exenta en un extremo del patio, al otro lado de donde se almacenaba el forraje y el grano para los caballos, estabulados en un local, abierta al patio igualmente, que ocupaba casi toda la extensión del paramento más interior de la fortaleza, en cuya proximidad se dispusieron ordenados y prestos los carros que aquellos hombres necesitarían en sus desplazamientos. La mañana que colocaron las piezas de artillería sobre el parapeto de la puerta principal, con las que se completaba el artillado de todo el recinto, Sancho dijo con satisfacción a Martín del Oyó y a Salvatierra, que estaban a su lado y con los que había seguido atentamente los trabajos de los artilleros:

—Señores, esto se ha terminado. La ciudadela es una realidad plena… ¡Ahora sí podemos decir que estamos preparados para cualquier cosa que se presente!… ¡Si vienen, nos encontrarán!

Martín asintió con la cabeza, pero Salvatierra fue más explícito:

—¡No vendrán! Ver la ciudadela impone… ¿Qué hijo de puta mal nacido querrá jugársela ante ella?

Sancho eligió para su aposento una gran estancia del baluarte más próximo a la ciudad, estancia que él había ampliado, suprimiendo parte del pasillo para poder contemplar desde allí la ciudad por un lado y el patio de armas por otro; en uno de sus rincones había una especie de poyete donde estaban colocados unos lienzos, la palangana y un jarro con agua para su aseo. En un arcón guardaba las prendas de vestir y en un caballete había colocado su armadura y sus armas, consistentes en una pica, un arcabuz, un par de dagas y otras tantas espadas, además de la que llevaba en el pomo la esmeralda, de la que nunca se separaba. Un catre pegado a la pared era su lecho y en el centro de la estancia una mesa con un par de sillas completaban el sobrio mobiliario de la estancia, que en conjunto no resultaba acogedora, pero como Sancho decía, «para dormir, no se necesita más»; una chimenea adosada a una esquina era la única concesión al confort. En ese mismo baluarte, pero en la planta baja, Salvatierra tenía también su aposento, tan sobrio y austero como el de su superior. Él decía que no tenía cosas, «para que no me entorpezcan, por si tengo que andar ligero». A Francisco le habían instalado un jergón en uno de los almacenes de la ciudadela, apartado de todos los hombres, lo que para Sancho era una tranquilidad y para el chico una suerte, al poder tener «sus cosas» sin que nadie las viera o las cogiera.

La guarnición utilizaba la plaza de armas de la fortaleza para sus ejercicios. Era ésta una cuestión en la que Sancho puso especial interés e insistió bastante a Martín para que no la descuidara. Consideraba que no estaban en territorio amigo y después de la conversación con Alba sobre Orange pensaba que la guerra podría volver en cualquier momento, por lo que quería a su gente preparada. De modo que, varias horas al día, los hombres que no tenían servicio se ejercitaban con la espada, la pica o el arcabuz; montaban a caballo o hacían algunas maniobras de combate. El mismo duque de Alba quedó impresionado del aspecto de la guarnición en la primera de las visitas que hizo a Amberes, espoleado por la curiosidad de ver concluida la ciudadela y expuesta la escultura que encargó. Cuando terminó la visita a la fortaleza, paseando por el patio comentaba con Sancho las impresiones que había sacado. En una de esas idas y venidas se pararon cerca del grupo escultórico y lo contemplaron en silencio durante unos instantes. En él aparecía el duque erguido en altiva posición sobre unas figuras que simbolizaban a los vencidos y que, como tales, se humillaban a sus pies. Sancho comentó dubitativo:

—Tal vez en otro lugar la contemplaría más gente y cumpliría mejor el fin que perseguís con ella…

—No es necesario, Sancho. Ya sabe todo Flandes que la estatua está aquí y, como dices, no la ve mucha gente, pero algunos la ven y la describen a los demás… Al correr de boca en boca, las cosas se desvirtúan, de modo que, aun siendo real, esta escultura se va a convertir en un mito; muchos, si no todos, me odiarán por ella y la considerarán el exponente de mi política represiva… Quizás así evite que el descontento que se ha levantado en estas tierras alcance a nuestro rey.

—Pero eso os personifica en un verdugo y vos sois un soldado…

—Ante todo, yo, como tú y cuantos servimos aquí, somos vasallos y hemos de obedecer… Además, no me importa… Algún día el rey me enviará a otro lugar y si he logrado preservar su estima, ¿qué puede importarme entonces que estas gentes me recuerden como un verdugo si he cumplido con mi deber y seguiré siendo un soldado?

Sancho no compartía el planteamiento de su superior, pero no le desagradaba que la estatua presidiera el gran espacio abierto central de la ciudadela. Los hombres conocían los servicios de Alba y le admiraban por ello; su presencia metálica sobre aquel pedestal les recordaría en todo momento a las órdenes de quién servían, lo que facilitaría su labor como máximo responsable de la ciudadela, como castellano de Amberes, como castellano de Flandes.

La verdad es que el paso de los meses se había convertido para él en algo tan grato como insensible, pues compartía su tiempo entre la ciudadela y las visitas a casa de Agnes. La jornada diaria transcurría con un horario muy parecido día tras día. Después de levantarse, pasaba unas horas en la fortaleza con Martín y Salvatierra, atentos los tres a cuantas circunstancias se presentaban; la comida solía hacerla con ellos y entre los hombres de la guarnición y después de comer salía hacia la casa de Agnes, advirtiendo a Martín:

—Sabéis dónde encontrarme si me necesitáis.

Parte del camino hasta casa de su amiga lo hacía, por lo general, acompañado de Salvatierra, que como muchos otros soldados pasaba la tarde en Amberes entre tabernas y galanteos. Cuando Sancho entraba en casa de su amiga parecía que cruzaba el umbral de otro mundo muy diferente. Fuera quedaban las preocupaciones y los problemas, las discrepancias y los peligros. Dentro encontraba un remanso de paz y calma que le hacía sentirse jovial y ligero, algo así como si le quitaran años de encima. Los serenos ojos de Agnes, su sonrisa y sus caricias hacían el milagro.

En algunas ocasiones, Agnes se había atrevido a desafiar a sus honorables convecinos, saliendo a pasear con Sancho por Amberes; disfrutaban del sol de la tarde callejeando y contemplaban el atardecer en el puerto, admirando la puesta del astro entre mástiles y velas y sobre las aguas del río, que amarilleaban como el horizonte. Con las luces del crepúsculo volvían a la casa y la velada se alargaba hasta varias horas después de la cena. Luego, Sancho regresaba a la ciudadela, pues habían convenido que él no pasaría la noche en la casa, salvo en alguna ocasión muy especial y esa ocasión, hasta el momento, no se había presentado. Dávila llegaba a la ciudadela completamente relajado y sereno, con el olor de Agnes en sus ropas y el sabor de sus besos en la boca, distendida en una amplia sonrisa. Martín le aguardaba en la puerta de la fortaleza y tras charlar un rato se encaminaban a sus aposentos respectivos.

Cuando finalizaba el año 1569 la relación entre Sancho y Agnes estaba completamente consolidada. El castellano había considerado en repetidas ocasiones la conveniencia de que esa relación se «normalizara», pero no sabía cómo planteárselo a Agnes, pues era consciente de que su profesión militar podría llevarlo a cualquier otro lugar y temía que ella no se decidiera a seguirle y, si lo hacía, se preguntaba cómo ofrecerle las comodidades que su amiga disfrutaba en Amberes. Con tales cuestiones rondándole la cabeza, había sentido la tentación de planteárselas a Agnes en más de una ocasión, pero acabó por desechar la idea. En una fría y lluviosa noche de los primeros días de diciembre, cuando estaban sentados al calor de la chimenea de la cocina después de la cena, Sancho se decidió a dar el paso.

—Agnes… ¿sois feliz?

—Pues claro que sí. ¿A qué viene esa pregunta?

—No sé… Lo digo por si pudiéramos hacer algo para que vuestros vecinos no os vean como la barragana del castellano de Amberes…

—No sigáis, Sancho —atajó la mujer decidida, apartando su cabeza del hombro de su amigo y mirándole fijamente a los ojos—. ¿Vos sois feliz? —al ver que él asentía, continuó—: Pues mantengamos las cosas como están. Sé de sobra que las ataduras no van con un soldado; por otra parte, mi mundo está aquí y no se me ha pasado por la cabeza vivir en otro lugar… Tampoco soportaría dar tumbos por el mundo, siguiéndoos de frente en frente, angustiada por si volvéis o no…

—Así viven y han vivido muchos hombres con sus familias…

—No lo dudo, Sancho. Pero no es nuestro caso. Vos no sois un soldado cualquiera, como tantos que carecen de raíces y futuro… Y yo no soy una mujer nacida en una de esas familias itinerantes… Los dos pertenecemos a mundos muy diferentes, perfectamente delimitados, con comportamientos establecidos… Me inquieta y me perturba que cada vez me implico más en vuestros problemas y noto que no estoy preparada para ello… Cuando lo pienso, me angustio y me domina la zozobra; entonces me aferró a lo que tengo… a lo que tenemos, y no quiero pensar.

Agnes se detuvo. Parecía como si no encontrara las palabras adecuadas para explicar sus sentimientos y convencer de sus razones a Sancho. Este estaba un tanto confuso, pues nunca había podido suponer que su amiga saliera con tales respuestas, por eso también guardaba silencio y así estuvieron unos minutos hasta que Agnes volvió a hablar:

—Dejemos las cosas como están, Sancho. Cuando esto acabe, volveremos a hablar sobre ello. Ahora no quiero mirar atrás ni adelante. Sólo quiero vivir este presente, que vos hacéis tan maravilloso —Agnes se detuvo otra vez y volvió a mirarlo de frente—. ¿Acaso vos no podéis o no queréis seguir como estamos?

—Por Dios, Agnes. Os consta que yo no podría prescindir ya de vuestra compañía… Para mí, sois como el aire y la luz. Vuestro trato es lo que me permite seguir viviendo aquí sin desfallecer y lo que hace que me levante cada día con la ilusión redoblada…

Sancho había ido aproximando su boca a los labios de Agnes, que lo recibió con los ojos cerrados y con toda su ternura. Cuando se separaron, ella volvió a reclinar la cabeza sobre el hombro varonil, se abrazó a su compañero y murmuró en un susurro, con los ojos cerrados y sintiendo complacida el calor de la chimenea:

—Dejemos las cosas como están, Sancho… Mañana, ya veremos qué hacer… Hoy, vivamos, simplemente.

Fue por entonces, en aquellos comienzos de diciembre, cuando cierta tarde que caminaban hacia la ciudad Dávila notó muy excitado a Salvatierra, que sonriente y eufórico parecía impaciente por llegar a su destino. Al verle en ese estado, el castellano de Amberes le comentó:

—Os veo impaciente y alegre… ¿qué cita tenéis que así la ansiáis?

—No tengo ninguna cita. Bueno, sí —corrigió de inmediato el aludido—. Bueno… no lo sé. Lo cierto es que frecuento una taberna o mesón… Me parece que lo llaman el Tulipán Rojo o algo parecido… Es un lugar magnífico, aunque el dueño es un cabrón como hay pocos… Para mí que se le ha agriado la voluntad y lo paga con su mujer y con quienes le sirven. Es un gordo fofo, rijoso y viejo que persigue a las criadas y mozas de su negocio… Jamás pierde de vista lo que se sirve y cobra de inmediato para que los borrachos no se olviden de pagar y los jugadores no le dejen a él la deuda si lo pierden todo…

—¿Y qué os lleva allí? —le interrumpió Sancho sin comprender muy bien dónde estaba el atractivo que resultaba tan irresistible para Salvatierra.

—Veréis —continuó éste—. Es un lugar espacioso y grande, muy concurrido por marineros, comerciantes y gentes de todo tipo, en el que hay numerosas mesas, en muchas de las cuales se juega y yo parece que paso por muy buena racha. Por eso tengo prisa en llegar y aprovechar mi suerte. Anoche me fui con la bolsa bien repleta.

—Pero la suerte como llega se va, Salvatierra. Además, algunos jugadores tienen mal perder…

—¡Y que lo digáis! Anoche mismo, sin ir más lejos, tuve que sacarme de encima a cintarazos a dos marineros de La Haya, borrachos como cubas, que lo habían perdido todo a los dados; no se resignaron a su suerte y me reclamaban su dinero diciendo que yo era un fullero. Los infelices estaban tan borrachos que no acertaban a mover sus cuchillos, de modo que pude despacharlos rápidamente con varios golpes de plano de mi espada y allí quedaron dormidos en la calle.

—Y ahora esperáis que la racha siga, ¿no?

—En efecto —Salvatierra hizo una pausa y añadió—: Bueno, no sólo eso… —Sancho le miró interesado—. Veréis… Entre las camareras hay una que parece la mujer más hermosa que haya nacido nunca y no sabéis con qué ojos me mira… Además, al final de las partidas se interesa por mi suerte y se alegra cuando gano. Yo me dejo querer y la cortejo, pues su cuerpo me tiene encandilado… Sus carnes, abundantes y prietas, parecen las de una diosa… y el mejor abrigo en las frías noches invernales… Su cara siempre alegre, sonrosada, con ojos grandes y labios gruesos, da gusto mirarla… En fin, que si no hay nadie a quien aligerarle la bolsa, paso las horas en su compañía, aunque su maldito patrón, que me está hartando, entorpece con mil argucias nuestro trato… ¡Ya pagará ese cabrón!

—¿Cómo se llama la dama, Salvatierra?

—Gertrudis. Se llama Gertrudis. Hasta su nombre es bello, ¿no es verdad?

Sancho hizo un gesto ambiguo entre el asentimiento y la sorpresa y como habían llegado al lugar donde sus caminos se separaban le dijo a manera de despedida:

—¡Que se os den bien el juego y la dama!

—Amén —apostilló Salvatierra con su picara sonrisa y haciendo un gesto de despedida.

Corría ya la segunda quincena del mes de febrero de 1570 cuando Sancho le propuso a Agnes que lo acompañara a Bruselas, pues el duque de Alba lo reclamaba. La reacción inmediata de la mujer fue negarse, pero ante la insistencia de su amigo y la posibilidad de pasar unos días solos donde nadie los conocía, la perspectiva de tal viaje acabó por resultarle atractiva y consintió. Resultó una novedad muy grata para ambos, pues les permitió unos días de asueto en que pudieron dedicarse el uno al otro sin más limitación que las pocas horas que Sancho pasó en conversaciones con Alba. La llamada de éste no se debía a nada especial, pues le gustaba tener trato directo con los jefes responsables del dispositivo militar que había establecido en los Países Bajos; por eso, además de los contactos epistolares, los llamaba periódicamente a su presencia o él hacía alguna visita a las guarniciones para comprobar su estado. En esos contactos charlaban de las cuestiones pendientes, de cómo veían la situación y de cuantos asuntos se relacionaban con el gobierno y el control de aquellos Estados. En este caso concreto, Alba quería dar personalmente una alegría a su subordinado, de modo que en un momento de la conversación le dijo:

—Por cierto, Sancho, el 22 de enero de este año el rey me ha enviado una carta firmada en Talavera donde me dice, entre otras cosas —Alba tenía una carta en la mano, de la que leyó un trozo—: «Habido respeto a los servicios de Sancho de Ávila y a vuestra intercesión he tenido por bien de le dar el hábito de Santiago como me lo pedís, aunque estaba puesto en cerrar la puerta a estos hábitos; pero a cosa que vos queréis y pedís tan de veras, no he podido dejar de olvidar». De modo que ya sois caballero de hábito de la Orden de Santiago y podéis llevar la cruz roja en el pecho.

—Os agradezco mucho vuestro interés, señor. He de confesaros que me enorgullece y reconforta que el rey reconozca mis servicios y así los premie… Pero no se me oculta que eso no hubiera ocurrido si yo no tuviera un valedor como vos.

Cuando se despidieron, Sancho volvió a agradecer al duque sus desvelos y su apoyo constante, pero se sentía tan escéptico respecto a la gracia real que le acababan de conceder que ni siquiera lo comentó con Agnes. En su fuero interno pensaba que la carta del soberano podía ser una forma de contentar a Alba sin que nunca llegara a materializarse, por eso decidió esperar a que llegara el despacho real y no hacer cábalas hasta entonces.

—De todas formas —se convencía a sí mismo—, aquí no estamos para llevar cruces en los jubones ni tenemos palacios ni lugares donde exhibirlas.

Pero el viaje tuvo para él y para Agnes una ventaja añadida: les resultó tan grato a ambos que decidieron repetirlo siempre que Sancho fuera reclamado a Bruselas, no tanto por la estancia en Bruselas en sí, sino sobre todo por las jornadas que duraba el viaje de ida y vuelta, pues lo hacían con lentitud, en un carruaje cerrado, al abrigo de todas las miradas, proporcionándoles cuatro o cinco jornadas de intimidad que vivían con toda fruición, hasta el punto de que comentaban con ilusión el anuncio de un nuevo desplazamiento y esperaban ansiosos el momento de partir. En aquellos viajes, Sancho miraba a su compañera con una sonrisa de complacencia cuando ella le tomaba sus manos entre las suyas y la veía sonreír ilusionada, mirando por la ventanilla del carruaje y comentando jovial lo que le llamaba la atención en el exterior.

Los meses siguieron pasando de forma insensible. Sancho había decidido no preocuparse más que de sus hombres y de su ciudadela, lo que significaba controlar Amberes y su entorno próximo. Todo lo demás consideraba que no le afectaba directamente, de forma que le concedía una importancia relativa y no se enfrentaría con ello hasta que no se le requiriera de manera expresa y precisa. De esta forma vivía una especie de ficción, pensando que la guerra era algo muy lejano y que nunca podría afectar a la especie de paraíso que él y Agnes habían construido. Aquella situación de felicidad nunca la había tenido en su larga vida de soldado y no estaba dispuesto a perderla, máxime cuando su amiga se aferraba a ella como un náufrago a su tabla de salvación, deseosa de dejar atrás para siempre el calvario que supuso la pérdida de su familia y sus consecuencias. Sin embargo no pasó mucho tiempo sin que comprobaran lo efímero de la felicidad.

En efecto. La situación general de los Países Bajos había seguido su curso; las respuestas a la política del duque de Alba no tardaron en producirse y fueron en aumento. Por lo pronto, las autoridades flamencas y valonas se mostraron profundamente disgustadas con las medidas fiscales adoptadas y se alinearon de inmediato con los más descontentos. Incluso entre algunos de los españoles en aquellas tierras hubo protestas, comunicando a Madrid su disconformidad con lo que hacía el capitán general y aquí y allá surgieron incidentes y dificultades que demostraban lo incierto de una situación donde se mantenían los rescoldos de la revuelta.

Ya en 1570 era patente la presión que ejercían los «Mendigos del Mar», como se denominaban unos expertos marineros, irreductibles en su oposición al rey español. Entre ellos empezaba a destacar Guillermo de la Marck, señor de Lumey, rico e intrépido, que reunió una fuerza no demasiado potente y se dedicó a recorrer aquellas aguas: entró en el Zuiderzee, costeó por Frisia, bloqueó Delfzijl y se internó por las rías sembrando el pánico entre las naves mercantes hasta el punto de que Amsterdam, una de las ciudades flamencas más ricas e importantes, hubo de pertrechar a su costa una flotilla, mandada por Gaspar de Robles, para defenderse y poner coto a sus incursiones. También se produjeron conspiraciones y alzamientos de escasa entidad, pero siempre perturbadores, como sucedió con Ruyter, que se alzó con cincuenta hombres, apoderándose del fuerte de Loewenstein, próximo a Gorcum, pero no pudo mantenerlo, pues Lorenzo Perea y sus arcabuceros lo recobraron con tan mala fortuna para el levantisco que voló despedazado por los aires al explotar la pólvora que manipulaba durante la defensa.

En estos meses «dorados» para Sancho y Agnes tampoco faltaron episodios que mantenían el odio de los naturales hacia los españoles, como cuando las tropas de guarnición en Flesinga, siempre escasas de pagas, se dispersaron por las aldeas para hacer una requisa por la fuerza, o como cuando se amotinó en Valenciennes una coronelía tudesca, plantando sus piezas en las calles con gran terror de los vecinos.

Todo este ambiente hostil y las intrigas cortesanas acabaron por minar el crédito del duque de Alba ante Felipe II, quien le buscaba sucesor, sin destituirle ni aceptarle la petición de relevo que don Fernando le cursara a poco de derrotar a Guillermo de Orange en 1568. Por fin, el rey eligió al duque de Medinaceli y le ordenó que fuera preparando la expedición que le llevaría a Flandes para asumir el gobierno de aquellas tierras. Los preparativos se alargaron en demasía, de manera que la decisión tomada no se pondría en práctica hasta bastantes meses después, retrasando además el mal tiempo la partida de la expedición sin que el rey aclarara en ningún momento cuáles eran sus auténticas intenciones.

No obstante, en Bruselas se estaba al tanto de lo que sucedía en Madrid y la noticia de que Alba ya tenía sucesor fue recibida malamente por los hombres de armas, pero no así por el Consejo y el aparato administrativo de aquellos territorios, que se alegraban de que desapareciera de allí el verdugo que gobernaba como un tirano y exprimía sus bolsas con descaro. La inquietud entre los militares subió de punto cuando empezaron a conocerse algunos de los designios de Medinaceli que aplicaría en cuanto llegara a Flandes. En particular, uno de ellos afectaba directamente a Sancho Dávila, en el sentido de que ya se hablaba de quién le relevaría en el mando de la ciudadela y que no sería otro que Juan de Mendoza. La noticia tuvo dos consecuencias inmediatas: una carta de Alba a Zayas, secretario real, y una nueva conversación de Sancho con Agnes sobre cuál sería su futuro.

La carta de Alba vino motivada por la indignación que le causó el que alguien que no conocía aquellas tierras ni a los hombres que tenía bajo su mando dispusiera cambios sin ningún tipo de consideración. Para evitar que Sancho fuera postergado, escribió al secretario en tono enérgico y suplicante a un tiempo; tras las fórmulas de cortesía de rigor, entraba directamente en materia:

Tengo al de Medinaceli por tan buen caballero que no puedo creer de él una monstruosidad tan grande como quitar a quien ha servido como Sancho Dávila y de quien puede recibir tanto servicio y buena compañía, hasta el punto de que sé por sus trabajos y sudores y muy mucha sangre derramada, que si estuviera al cabo del mundo, había de echar el duque el bofe y pedir puesto de rodillas a Su Majestad se lo hiciera venir aquí, en vez de empezar su mandato deponiendo a los hombres que yo he puesto, en particular a Sancho Dávila, de quien yo tengo tan larga experiencia de haberlo visto combatir un millón de veces y hecho tan buenas facciones como ningún soldado de nuestra nación que hoy esté vivo. Suplico a Su Majestad no consienta que tal materia se menee, que propongo para su servicio hombres tomándoles de los mejores que hallo y que no los conozco por información sino por vista de ojos. Grande agravio se me haría en maltratar y deshonrar los que yo meto adelante tan justamente, que no sabría dónde esconderme que la gente no viese.

La carta de Alba y, sobre todo, las circunstancias que rodearon el viaje de Medinaceli, no propiciaron los relevos que se rumoreaban entre los mandos de las guarniciones y tropas reales, de modo que Sancho seguiría como responsable de la ciudadela de Amberes, posibilidad a la que Agnes se aferró en cuanto su amigo le habló del tema para buscar una salida a su relación si el relevo se producía.

—Muy tonto ha de ser el rey Felipe si os lleva de aquí —le dijo a Sancho, sin querer afrontar el problema directamente.

—Agnes, hay grandes intereses en juego y las intrigas en la corte se suceden contra don Fernando y los que servimos a sus órdenes. No se trata de que el rey sea tonto o listo, se trata de opciones y planteamientos diferentes… de cambios de política, que cuando se producen hacen caer en desgracia y en el olvido a los sustituidos, que en este caso seríamos los de Alba. Para cuando eso ocurra, nosotros dos deberíamos haber decidido qué hacer. Yo puedo ser llamado a España o enviado a Italia o a las Indias o Dios sabe adonde y no me quedará más remedio que obedecer, pues como sabéis no soy hombre de fortuna holgada y he vivido de lo que he ganado como soldado… Ni siquiera sé cuáles son los bienes de mi familia allá en Ávila. Y entonces, ¿qué haríais vos? ¿Os quedaríais aquí? ¿Vendríais conmigo? ¿Qué haremos, Agnes? ¿Qué haremos?

En las últimas preguntas de Sancho había tanta ansiedad como angustia. La mujer percibió con claridad el apremio que había en ellas, pero no quiso aceptar el planteamiento de su compañero. Sólo pensar en planificar algo para el futuro bloqueaba su cerebro; además, cierto instinto le hacía presentir que cualquier cambio en la situación que vivían sería el final de sus relaciones, presentimiento que cuando lo consideraba le producía un auténtico dolor físico, de modo que su respuesta, una vez más, fue evasiva y dilatoria:

—No os precipitéis, Sancho. Pensemos con calma… El duque de Medinaceli lleva más de medio año en España preparando un viaje que no tiene visos de hacerse…

—Se hará, Agnes. Se hará. El rey Felipe no suele volverse atrás en sus decisiones y menos en asuntos de importancia como éste…

—Callad, os lo ruego, y oídme. En cualquier caso el viaje no se va a realizar mañana… faltarán meses para que llegue el de Medinaceli. ¿Cómo estarán entonces las cosas aquí? Eso nadie lo sabe. Como tampoco sabe nadie si os relevará o no en la ciudadela… Por eso, no hemos de precipitarnos. Esperaremos que los acontecimientos se vayan desarrollando…

—Agnes, esperar puede colocarnos en una posición en la que luego no podamos decidir y nos veamos arrastrados por los hechos…

—Es posible, Sancho, pero no lo creo. Además, ni vos ni yo tenemos ataduras que nos condicionen y… yo sí tengo una aceptable fortuna…

—Agnes… yo no podría aguantar mucho tiempo mano sobre mano… sin hacer nada, viviendo de vuestra hacienda, y no sabría observar impasible cómo se decide el futuro de estas tierras… No, ésa no es una solución…

—En cualquier caso, Sancho… Medinaceli no ha venido y vos seguís en la ciudadela. Vivamos el presente, pues. Luego, ya veremos…

—Sea como decís… Pero eso no es más que posponer los problemas…

—Por suerte o por desgracia, en cómo vivo ahora no veo problemas… Por eso, no me atrevo siquiera a pensar que pueda haber un cambio… No sé si me entendéis, Sancho, pero no me pidáis otra cosa… Dejemos las cosas como están —Agnes miró el rostro de su amigo, cuya sombría expresión le hizo sentir temor, y con inquietud le preguntó—: ¿Podéis aceptar lo que os propongo?

—¿Acaso lo dudáis?… ¡Sea como vos queréis! No volveré a insistiros… Esperaré a que seáis vos quien se decida a afrontar esta cuestión… ¡Y que entonces no sea tarde!

Dávila habló con un hilo de voz, dispuesto a no gastar más energías en tan baldía —y para él dolorosa— discusión; atrajo a la mujer hacia sí, le paso un brazo por los hombros y se retrepó en el escaño donde estaban sentados.

Una mañana llegó a Amberes la noticia de que el 2 de abril de 1572 el infatigable señor de Lumey se había apoderado de Briele, en la isla de Voorne, en la desembocadura del Mosa, aprovechando que su guarnición se había dirigido contra Utrecht, revuelta y agitada por los impuestos de Alba. Veinticinco barcos y seiscientos hombres le bastaron a La Marck para consumar la operación e inmediatamente emprendió la fortificación del lugar, adonde acudieron en las jornadas siguientes nuevos rebeldes que reforzaban la guarnición y realizaron descubiertas por el litoral, llegando hasta Roterdam. Al enterarse de tales nuevas, Sancho pensó que la guerra era inevitable, pero no quiso transmitir su pesimismo a Agnes. Desde entonces los acontecimientos se precipitaron y fueron seguidos con atención por Guillermo de Orange, quien había reunido un ejército y esperaba el momento de volver a la acción, enviando por delante a su lugarteniente T’Seraerts, para que tomara contacto con los de Briele y empezara a agitar a la población de la isla de Walcheren, en las bocas del Escalda, cuyo control sería una amenaza directa sobre Amberes, una amenaza que obligaría a Sancho, secundando las órdenes de Alba, a ponerse nuevamente en campaña, sin que Agnes se decidiera a afrontar cuál sería su situación de futuro.

—Sancho, ahora que ni siquiera puedo saber cuándo volveréis, ni cómo lo haréis, pedidme solamente que os espere… No queráis otra cosa. Mi angustia es infinita porque os vais… Mi dolor me llevaría a la tumba si no volvéis —ella se había desplomado en los brazos de Sancho, arrasada en lágrimas y asfixiada por profundos sollozos, que apenas si hacían audibles sus palabras—. Soy cobarde… indecisa, todo me da miedo… y lo único que sé es que no quiero perderos… Lo siento, Sancho, lo siento. ¡Perdonad, os lo ruego!

Dávila pudo comprobar la enorme angustia de su compañera, cuya cara desencajada reflejaba la zozobra interior que la embargaba. Entonces tomó una decisión: no volvería a agobiar a Agnes con sus apremios; vivirían el presente sin otras preocupaciones añadidas y cuando llegara el momento decidirían. Al fin y al cabo, él siempre había vivido así. No merecía la pena angustiarse en aquellos días que preludiaban una nueva guerra. Además, si él moría en combate, ¿para qué preocuparse del futuro? Lo importante era que acabara pronto la contienda.

—Os aguardaba impaciente, Salvatierra. No quise importunaros anoche, cuando regresasteis de Walcheren, pero estoy ansioso por saber qué ha pasado allí. Han llegado noticias que hablan de un rayo de la guerra o algo así…

—Así es, Martín.

—¡Contad, vive Dios!

Salvatierra se sentía importante al ver la ansiedad del teniente y no tenía prisa ninguna por empezar a hablar. Hizo algunos movimientos como para desentumecerse y finalmente rompió a hablar pausadamente:

—Como sabéis, a raíz de la toma de Briele por los rebeldes, llegó el lugarteniente de Orange y empezó a intrigar en la isla de Walcheren para soliviantar a la población y ponerla contra nuestro rey. El duque de Alba comprendió la gravedad que tendría para Amberes que se perdiera esa isla y decidió conservarla a toda costa, máxime cuando Flesinga se negó a aceptar guarnición real y se sublevó. Luego siguieron llegando refuerzos a los sublevados y sólo Middelburg quedó para nosotros en la isla, en cuyo puerto los rebeldes se apoderaron de más de cuatrocientas embarcaciones y la cercaron por mar y por tierra, utilizando los navíos para bloquear el canal entre Walcheren y Zeid Beveland. Nuestro capitán general envió a su hijo don Fadrique a liberar Middelburg y asegurar la isla. Por eso vino a Amberes, desde aquí pasó a Berg-op-Zoom, donde estableció su base de operaciones y allí citó a la escuadra para que fuera ella la que limpiara el canal…

—¡Salvatierra, por Dios! Todo eso ya lo conocíamos antes de que partierais…

El sargento hizo un ademán con las manos recomendando calma y siguió:

—Pues bien, allí en Berg-op-Zoom llegó nuestro castellano en mi compañía —precisó pomposamente— con más de setecientos hombres embarcados en treinta y dos charrúas y un bergantín; doscientos de ellos eran valones, los demás españoles. Era el 16 de mayo. Desde allí, con todas las tropas, se dirigió hacia Middelburg, desembarcando en una playa de dunas, ante la armada rebelde que no dejó de hostigar pero con escaso provecho para ellos… El tal T’Seraerts, el lugarteniente de Orange, debía de estar muy seguro de que la plaza caería en su poder, pues no había tomado ninguna prevención por si era atacado… Su confianza fue su perdición; Sancho Dávila avanzó hacia la ciudad, colocando en vanguardia a los valones para que los enemigos no vieran a los españoles, y actuó tan rápidamente que pudo meter a parte de los hombres que mandaba en la ciudad y con el resto cargó de manera fulminante sobre los sitiadores, poniéndolos en fuga, acosándolos durante leguas y tomándoles la artillería.

Salvatierra hizo una pausa, mirando de reojo al teniente y comprobando con satisfacción la cara de interés que Martín tenía siguiendo sus explicaciones. Paseó su vista por el patio de armas, bañado por un cálido y radiante sol primaveral. Simuló una gran concentración mental, como si pusiera en orden sus recuerdos, y continuó:

—Los que huían se encontraron con ocho banderas rebeldes, que habían salido de Ramua…

—¿Ramua? —Martín interrumpió al sargento, que contestó para salir del paso, retomando el hilo del relato:

—Es un lugar llamado así o algo por el estilo… El objetivo de esas banderas era ayudar en la rendición de Middelburg y hubo unos momentos en que detuvieron a los valones y parecía que el combate se decantaría de su parte, pero en esos momentos críticos llegó nuestro castellano con el resto de la fuerza y los pulverizó; los más fueron muertos; unos que intentaron rendirse sin luchar fueron degollados en pleno fragor de la batalla y una gran parte murió ahogada en el río cuando trataba de alcanzar las embarcaciones. Dávila se apoderó de unas cuatrocientas de las naves que estaban inmovilizadas en el canal, dejándolo libre y apto para la navegación, además de apoderarse de cinco banderas enemigas y de otras piezas de artillería. Middelburg pudo ser abastecida y avituallada, se reforzó la guarnición y ante la escasez de fuerzas, se desistió de atacar Flesinga. Así que unos días después emprendimos el regreso en diez bajeles y para llegar a Amberes tuvimos que abrirnos paso entre bastantes más navíos enemigos que querían impedirnos remontar el río hasta aquí. Y llegamos anoche, cansados, heridos, pero salvos y victoriosos.

Salvatierra concluyó su relato con un amplio gesto de sus manos indicando que eso era todo. Pero Martín no se dio por satisfecho y volvió a la carga:

—¿Pero qué es eso de un rayo de la guerra?

Tras una nueva pausa de unos segundos simulando mirar fijamente algo fuera de la ciudadela a través del rastrillo, Salvatierra continuó:

—La actuación de nuestro castellano fue tan rápida como certera. Al frente de los hombres cargó con denuedo contra los enemigos, a los que perseguía por aquel quebrado y falso suelo como una centella vengadora. Su impulso se contagió a los hombres, que lucharon como leones. Cuando el combate con los de Ramua estaba empezando a perderse, llegó él como una exhalación con cincuenta caballos ligeros y otros tantos o más arcabuceros a caballo delante del resto de la gente. Cargó fulminantemente contra el centro de las tropas rebeldes, que fueron incapaces de resistir su empuje y se desmoronaron, lo que fue su perdición, como ya os he relatado.

Una nueva pausa efectista y Salvatierra continuó:

—Los hombres vieron luchar a ese prodigioso guerrero que es nuestro castellano y dijeron que en la batalla era como un rayo por su rapidez y sus efectos destructivos. Uno de ellos dijo que parecía el rayo de la guerra y desde entonces es la expresión que emplean todos cuando se refieren a él. Así que tenemos como jefe nada más y nada menos que al Rayo de la Guerra.

—Me hubiera gustado estar allí —comentó Martín con cierto pesar.

Salvatierra añadió ufano:

—No podéis imaginároslo. Llevo muchos años en esta profesión y nunca he visto nada igual: más que un jinete sobre un caballo parecía un centauro, y su espada, la del pomo con la esmeralda, que ya todos conocen, parecía la espada de uno de los jinetes del Apocalipsis. Fue realmente impresionante y ese nombre le hace justicia… Parecía como si tuviera prisa por acabar aquello y regresar a Amberes.

Pero aquel fue sólo un éxito a medias, pues Flesinga se mantuvo irreducible; Middelburg continuó cercada y el 24 de mayo, con dos mil hombres reclutados en Francia, Luis de Nassau se apoderó de la ciudad de Mons, al sur. Un golpe certero y audaz que ampliaba la revuelta, cada vez más consolidada en el norte, sobre todo en Holanda, ya decididamente por Orange. Alba se preguntaba qué sería lo más conveniente tal y como estaban las cosas, pues él sería el único responsable de la situación, toda vez que cuando Medinaceli llegó a Ostende el 11 de junio lo hizo con un despacho del rey en el que decía taxativamente que mientras Alba estuviera en los Países Bajos sería «el único que dispondrá». Llegaba Medinaceli con mil quinientos hombres, que reforzarían las tropas de don Fernando; no así las cincuenta naves que los transportaban, que fueron dispersadas por los Mendigos del Mar, obligándole a refugiarse en La Esclusa, para entrar finalmente el 19 de ese mes en Bruselas.

Alba convocó a sus jefes más cualificados para decidir cómo plantear la campaña. En la discusión, Chapín Vitelli, el maestre de campo general y segundo de Alba para las cuestiones militares, era partidario de caer sobre las ciudades costeras sublevadas y recuperarlas, mientras que el capitán general no quería dejar desamparada la zona del centro, temiendo que Orange invadiera el territorio por el este y pusiera en aprietos la capital. Tras sopesar ambas opciones, Alba se decidió por la suya, de modo que ordenó a su hijo don Fadrique que se dispusiera a cercar Mons con las fuerzas que no eran necesarias en Berg-op-Zoom y con las que ordenó sacar de Roterdam y otros lugares.

En Amberes se supo enseguida que el 20 de junio ya estaba constituido el cerco de Mons y que todo se hubiera ido al traste un mes después de no ser por Julián Romero, ya que para liberar la plaza antes de que se acumularan en el sitio más efectivos realistas el barón de Genlis organizó una expedición en su socorro de diez mil infantes y dos mil jinetes hugonotes. La arcabucería de Romero fue decisiva en el choque contra ellos, que tuvo lugar el 17 de julio en Saint-Gislain causándole seiscientas bajas y dispersando al resto excepto a trescientos, que fueron los únicos que lograron entrar en Mons. Tal fue la información que Sancho Dávila pudo obtener del propio Genlis, que fue hecho prisionero y enviado a la ciudadela de Amberes para que fuera mantenido allí en prisión, encerrándosele en uno de los calabozos. Fue un éxito importante, sobre todo pensando que el 9 de julio Guillermo de Orange había entrado en Güeldres con un ejército de veinte mil hombres y avanzaba incontenible. Roermond, Diest, Malinas, Termonde y Oudenarde, entre otras plazas, le abrieron sus puertas, aprovechando que Alba las había casi abandonado al realizar los últimos esfuerzos para fortalecer el cerco de Mons, al que se incorporaría con Medinaceli el 27 de agosto. La marcha de Orange era un paseo triunfal que empezó a torcerse al conocer la población las profanaciones de templos católicos y las matanzas de sacerdotes que realizaban sus mercenarios. Eso fue justamente lo que hizo que Bruselas no le recibiera con las puertas abiertas, como esperaba.

Sancho estaba apoyado en uno de los cañones del bastión de la ciudadela más próximo al río. Poco después de terminar de comer había llegado un correo con varias cartas que contenían noticias sobre las últimas novedades que se habían producido en Flandes. Una había atraído particularmente su atención; en ella, Alba le comunicaba que Orange marchaba hacia Mons con la intención de auxiliar a su hermano Luis. Sancho pensaba que la gran presión sobre Bruselas se aliviaba así no poco, pero no disminuía en nada la significación e importancia de la ciudadela de Amberes en aquellos momentos. Llevaba un rato en la parte alta del bastión dándole vueltas a estas cuestiones en su mente, mirando hacia el río, expuesto a la fresca brisa que procedía del mar en los comienzos de aquella tarde de primeros de septiembre, en la que unas nubes pasajeras ocultaban el sol a intervalos, impidiendo que sus rayos calentaran y matizando su luz de forma que el otoño se presagiaba en el ambiente. Una voz a sus espaldas le hizo volverse y vio a Martín que se le acercaba:

—Desde abajo he visto que lleváis un rato aquí, sumido en vuestros pensamientos… ¿Os preocupa algo?

—Pues sí, Martín. Las noticias que acabo de recibir hablan de nuevas sublevaciones y de que Orange va camino de Mons.

—Desde que Briele cayera en poder de La Marck y Luis de Nassau se apoderara de Mons, la situación ha ido empeorando, sin que nuestros esfuerzos hayan logrado mejorarla.

—Así es. Brujas, Gante, Leiden, Haarlem, Frisia, Güeldres no son sino eslabones de una cadena de revueltas que cada vez se incrementa más… Holanda está perdida prácticamente, pese a que allí se mantiene una flota en el mar y hay guarniciones españolas en Roterdam y Schiedan; pero no sabemos cuánto tiempo durará su fidelidad, pues el resto de los lugares se niegan a recibir guarniciones, lo que significa que los revoltosos no tendrán problemas para hacerse con ellos, si no les abren las puertas directamente. En Flesinga han roto los diques y han inundado la isla en gran parte. Los rebeldes levantan tropas fuera de estas fronteras y muchos paisanos se les unen, sin que las reclutas del duque y las tropas que ha traído el de Medinaceli igualen sus efectivos, por eso presiona insistentemente a los arzobispos de Colonia y Tréveris, al obispo de Münster y a otros príncipes alemanes para que le envíen los hombres prometidos, que van llegando con lentitud exasperante, y la falta de dinero lo entorpece todo, pues la vuelta a la guerra consume rápidamente lo que don Fernando recauda con esfuerzo entre los naturales… En fin.

Sancho hizo un gesto de hastío. Martín añadió:

—Estamos en el peor momento desde que vinimos hace unos años.

—Tenéis razón, Martín. Y nuestra responsabilidad no puede ser mayor. Nos encontramos en el centro de la tormenta. Por el sur está Bruselas, donde si las cosas van mal pueden necesitarnos; afortunadamente, Orange ha pasado de largo. Por el oeste, el Brabante, de momento muy desguarnecido por las exigencias del cerco de Mons; tendremos serios aprietos si la revuelta va adelante en aquellas tierras. Al este, Walcheren corre el riesgo de perderse, y ya hubiera sucedido eso de no ser porque Middelburg resiste. Si Walcheren se pierde, el enemigo tendrá libre, prácticamente, el acceso hasta Amberes y tendremos su flota a las puertas de la ciudadela. Al norte, Berg-op-Zoom también ha quedado muy mermada en sus efectivos, ya que los excedentes se llevaron a Mons y las guarniciones y tropas que hay todavía más al norte quedan libradas a sus propias fuerzas prácticamente, pues desde aquí ya no tendríamos posibilidad de socorrerlos… Así que desde cualquier lugar pueden pedirnos ayuda y desde cualquier punto puede llegarnos el peligro. Por eso, la ciudadela de Amberes no puede flaquear y ha de mantenerse firme como una roca: ahora más que nunca es para nuestro rey la tabla de salvación de estos reinos.

—En ese sentido no hay cuidado —comentó Martín—. Los hombres tienen alta la moral, en la ciudad no se registran movimientos alarmantes, aunque algunos infiltrados de Orange están intentando caldear los ánimos y malquistarnos aún más con los habitantes… La ciudadela aguantará y parte de su guarnición podrá acudir donde sea necesaria… Y luego está la flota…

—No me habléis de la flota, Martín —Sancho interrumpió a su teniente, haciendo simultáneamente un gesto con la mano como queriendo apartar esa cuestión—. Me está dando demasiados quebraderos de cabeza ponerla a punto con esta penuria en la que estamos… —tras una pausa añadió—: Hasta que Mons no caiga no tendremos respiro.

Nada más verle la cara Agnes comprendió que algo importante había ocurrido, así que se colgó de su cuello y lo besó con reiteración por todo el rostro, mientras le decía:

—Ya tenía ganas de veros así, Sancho. Sin sombras que nublen vuestros ojos y endurezcan vuestra expresión —él sonreía y sin convencimiento trataba de librarse de aquel aluvión de besos—. Llevabais meses que erais un sombra de vos mismo.

—Tenemos buenas noticias, al fin —contestó Sancho entre beso y beso.

Agnes aflojó la presión y acabó soltándole, pero lo arrastró por un brazo al interior diciéndole:

—Venid aquí, sentaos y contadme.

—Son cosas de la guerra, Agnes. Os aburrirán…

—Es posible, pues la guerra no me interesa… En realidad, me espanta, pero por esta vez haré una excepción. ¡Empezad ya o caeréis en desgracia ante mí!

La sonriente expresión de Agnes y su ademán —que quería ser autoritario y distante, pero que resultaba cómico— impulsaron a Sancho, divertido al verla de esa guisa, a hablar.

—Veréis. Guillermo de Orange se decidió a ir en ayuda de su hermano Luis, cercado en Mons. Sus movimientos fueron seguidos con atención en la ciudad y en el campo sitiador. El 11 de septiembre acampó en Harmiguies, una aldea a una legua de Mons. Esa misma noche, Julián Romero con seiscientos arcabuceros decidió atacar el campamento de Orange. Para que sus hombres se reconocieran en la oscuridad les hizo ponerse una camisa encima de la coraza, un recurso habitual en nuestras tropas desde las guerras de Italia, que hace que a estos ataques sorpresa les llamen encamisadas; pues bien, la operación fue un éxito, ya que los rebeldes, cansados por las marchas de tantos días y posiblemente creyéndose seguros, no tomaron las debidas precauciones. Romero y los suyos entraron en el campamento como exhalaciones exterminadoras y en menos de una hora le infligieron tanto daño que Orange y los suyos no pudieron recuperarse; degollaron a los centinelas para que no dieran la alarma; los arcabuceros disparaban a cuantos se les ponían a tiro, prendían fuego a las tiendas y barracas donde dormían y guardaban las vituallas, mataron muchos caballos para que la caballería quedara inutilizada… Antes de que los atacados pudieran reaccionar, habían causado más de ochocientas bajas y no prendieron al mismísimo Orange, que dormía confiado, porque su perro favorito le despertó al comienzo del ataque y tuvo tiempo de escapar.

—¡Qué horror! —exclamó Agnes con rechazo y desdén—. No sé qué encontráis los hombres en la guerra para que siempre tengáis alguna a la que acudir.

—La guerra no es sólo muerte y destrucción. Hay principios y valores…

Sancho iniciaba una especie de disculpa sin saber muy bien cómo concluir y justificar su profesión militar, cuando ella zanjó la cuestión al preguntar con cierta extrañeza:

—¿Por eso venís tan contento?

—No. Hay más. La derrota de Guillermo dejó a Mons sin posibilidad de recibir otra ayuda. El cerco se estrechó sobre ella y días después, el pasado 23 de septiembre me parece recordar, se rendía al duque de Alba, quien entró en la ciudad con Medinaceli y concedió a la guarnición y a sus jefes Luis de Nassau y Francisco de la Noue todos los honores. El de Nassau, que estaba enfermo, fue sacado en una litera y así se le llevó hasta su casa de Dilemburgo… Para nosotros hubiera sido mejor que muriera en el asedio; es un buen general y tan tozudo como su hermano. En cuanto se recupere volverá a las andadas y levantará un nuevo ejército contra nosotros.

Sancho hizo una pausa y miró a su amiga, que había perdido la expresión alegre con que le recibiera.

—Lo que en verdad me ha alegrado, Agnes, es que después de la caída de Mons la resistencia de los rebeldes se está desmoronando. Alba dejó pacificado el sur y antes de volver a Bruselas decidió tomar Malinas, de forma que el centro y el sur del país vuelven a estar controlados por nuestro capitán general. Ahora nuestros esfuerzos podrán centrarse en Walcheren y en el norte… Y si os parece, señora, dejemos la guerra a un lado y ocupémonos de nuestros asuntos, que son los importantes.

Agnes recuperó la sonrisa como por encanto y los dos estaban decididos a que aquellas horas que iban a pasar juntos no fueran ensombrecidas por ningún motivo.

Próximo a concluir diciembre de aquel año de 1572, Ruy y sus amigos aparecieron en Amberes. Sancho había perdido el contacto con ellos cuando con el duque de Alba decidieron incorporarse al cerco de Mons. Nada más llegar a Amberes se encaminaron a la ciudadela y Sancho se sentó con ellos, Salvatierra y Martín en la sala de las banderas, con unas jarras de vino y algunas viandas. Ruy era quien llevaba la voz cantante en el relato de lo que les había ocurrido en los meses precedentes. Ellos habían formado parte del grupo de Romero que atacó el campamento de Orange y luego se incorporaron a las tropas que lo persiguieron en su huida hacia el norte. Decía Ruy:

—Cuando entramos en el campamento no tuvimos oportunidad de saquear sus pertenencias, pues fue un ataque muy rápido, pero sí nos percatamos de algunos bagajes que convenía no perder de vista y tras ellos íbamos cuando nos sumamos a los perseguidores de Orange. Aquello era una alocada huida; los perseguidos habían cifrado su salvación en llegar lo antes posible a las provincias del norte, así que corrían y corrían dejando atrás armas, heridos, vituallas y bagajes. Los nuestros corrían con el objeto de ser los primeros en apoderarse de los despojos que dejaban para ver si había algo de valor y cuanto más corrían ellos, más corríamos nosotros… Finalmente, decidimos abandonar aquella carrera febril incorporándonos al cerco de Malinas y tuvimos suerte, pues cuando cayó en poder del duque de Alba, el 1 de octubre, nosotros estábamos allí y participamos en el saqueo de tres días a que fue sometida por don Fadrique y su gente, como mandan las leyes de la guerra. El olfato de Valenzuela ha vuelto a sernos muy provechoso.

—¿Qué hicisteis después? —preguntó Salvatierra.

En ese momento Ruy daba un largo sorbo y fue Gonzalo quien continuó el relato:

—Al poco tiempo, Zelanda se sublevó y casi al mismo tiempo se produjeron asonadas en Utrecht, en Frisia, en Overijssel, en Groninga y en Zutphen, así que Alba y su hijo se dedicaron a acabar con los focos rebeldes más amenazadores.

—Sí… Nos fueron llegando noticias —el que hablaba era Sancho—. La conquista de Zutphen, el incendio de Naerden, el control de Maastricht y Nimega, la rendición de Roermond y Güeldres… en fin. Esas operaciones son las que han marcado la disposición de fuerzas que existe actualmente en estos Estados: el sur y el centro están por el rey, pero el duque en el norte no controla más que las plazas en las que tiene guarnición. En el norte, allá en Zelanda, en Utrecht, en Overijssel, en Frisia, se inclinan por Guillermo de Orange, que ha sido reconocido como estatúder por Holanda, donde se había proclamado la libertad de cultos el verano pasado. Así que Guillermo se ha establecido en Delft y desde allí ya gobierna esos territorios.

—Por cierto —exclamó Lope—, Orange ha desterrado a La Marck, al que todos han vuelto la espalda, sin acordarse de los servicios prestados cuando nadie era capaz de enfrentarse al duque de Alba. Estaba olvidado y abandonado en Lieja, donde parece que ha muerto a causa de la mordedura de un perro.

—¿Qué haréis ahora?

A la pregunta de Sancho, Ruy contestó:

—Vamos a tomarnos un respiro. Alba está licenciando algunas tropas de alemanes porque no le alcanza el dinero. La mayor parte de los hombres llevan más de un año sin cobrar, por eso los saqueos son inevitables, ya que fían más de un golpe de suerte en un saqueo que de lo que les pueda llegar de la suma que la ciudad pacte con su captor para no ser saqueada… Permaneceremos en Amberes, que posiblemente recupere algo de su pulso al estar en calma el sur y el centro, aunque el peligro no haya desaparecido en las bocas del Escalda… En cualquier caso, descansaremos y cuando vuelva a haber alguna operación importante allí estaremos.

—Ya hay una operación importante en marcha —precisó Sancho—. Hemos tenido noticia de que don Fadrique salió de Amsterdam con treinta mil hombres para cercar Haarlem, que se había negado a admitir guarnición española. Esa ciudad es uno de los focos rebeldes y calvinistas más significados y el duque de Alba tiene especial empeño en someterla por lo que simboliza.

Valenzuela explicó de inmediato:

—Lo sabemos y nos consta que va ser un asedio largo y espinoso. Frente a Haarlem el terreno es llano, pero está a la orilla de un lago unido al mar, por lo que cercarla por completo es muy difícil, ya que no sólo hay que controlar el territorio de alrededor, sino también las aguas. El invierno mantiene el lago helado y por él, en trineo, los sitiados pueden recibir refuerzos, y si los barcos que tengan prestos para defenderse son derrotados y destruidos por la flota que hay en el norte, como la ciudad tiene astilleros, durante el invierno pueden construir nuevas embarcaciones para volver a defenderse cuando las aguas se deshielen. ¿Decís que ya ha empezado el cerco?

—Sí —contestó Sancho—. El 18 de diciembre quedó concluida la trinchera y emplazada una batería de dieciséis cañones recios que empezaron a bombardearla enseguida. También está allí la escuadra que operaba en aquellas aguas, lo que significa que la ayuda que Walcheren pueda recibir se la tendremos que proporcionar nosotros con los barcos que se aprestan aquí en Amberes.

—Habíamos oído que preparabais una escuadra con la que ayudar a la isla —dijo Ruy—. Si seguimos en Amberes cuando zarpéis iremos con vos.

Valenzuela no andaba descaminado en sus impresiones sobre lo que sería el cerco de Haarlem. Los defensores, bajo las órdenes de Riperdá, resistieron con denuedo más de seis meses. Se combatió entre el hielo y la niebla, se luchó en tierra y en el lago; se lanzaron al asalto con ímpetu los unos y con tesón resistieron los otros. Los intentos de socorro acabaron en desastre. La resistencia hizo desfallecer al propio don Fadrique. Desde que se estableciera el cerco de Haarlem, en Amberes se trabajó duro preparando la escuadra, una tarea que no era del agrado de Sancho —pues todavía le producía escalofríos recordar los sufrimientos padecidos como galeote— y así se lo manifestó a Alba, quien contestó categórico:

—Decís, Sancho, que no os gusta el mar. A mí hay muchas cosas que no me gustan y sin embargo tengo que hacerlas. A vos os corresponde poner a punto esos barcos y lo haréis, aunque no os guste, ¿o acaso creéis que el enemigo se detendrá si le decís que como no os gusta el mar no habéis aprestado los barcos?

Así que, sobreponiéndose a su desagrado, Dávila asumió la organización de la flota, pero sus visitas al puerto fueron escasas, ordenando a los calafates que acudieran a la ciudadela a dar cuenta de lo que iban haciendo y cómo progresaban en sus trabajos, que no lo hacían al ritmo deseado, con los consiguientes retrasos, a los que hubo que unir los temporales de aquel invierno, demorando la partida de Sancho hasta el 11 de febrero. Pero la expedición no iba a ser muy afortunada, pues a poco de zarpar se presentó una flota holandesa que se dispuso a cerrarle el paso. Durante tres horas los dos bandos intercambiaron disparos de cañón y de arcabuz, procurando Sancho mantenerse alejado de los navíos enemigos y no ser taponado. El cañoneo fue intenso, como el fuego de la arcabucería; sin embargo el viento, la lluvia y el oleaje no daban facilidades para las maniobras ni para hacer puntería. No obstante, las bajas menudearon y hasta el mismo Sancho resultó con un rasponazo en una pierna sin mayor importancia, vendándose él mismo la herida sobre el puente. Al cabo de las dos primeras horas los navíos de Amberes lograron abrir un pasillo y mantenerlo expedito durante el tiempo necesario para que pasaran por él algunas naves con vituallas para Middelburg. Luego, incapaz de mantener esa vía durante más tiempo, Sancho decidió refugiarse en Ramua con el propósito de regresar a Amberes, pues no veía posible escapar a la flota rebelde con tan pocos efectivos y lastrado en sus movimientos por los barcos de vituallas.

Estando en Ramua, los rebeldes de Flesinga intentaron incendiar las naves realistas enviando contra ellas cuatro navíos ardiendo, atados por parejas, cargados de pólvora y alquitrán. Al ver aproximarse aquellas llamas flotantes, Sancho ordenó a Salvatierra salir con dos barcos para ver qué eran e impedir que llegaran a donde ellos estaban anclados. Salvatierra iba en uno de los navíos, embarcándose en el otro Ruy y su grupo; al aproximarse a los barcos en llamas comprendieron el ardid y con las pértigas y ganchos que se utilizaban para el abordaje lograron desviar su rumbo lejos del resto de la flota. Cuando el viento los empujaba hacia los diques, las llamas alcanzaron las cargas de pólvora; durante unos minutos las explosiones se sucedieron y el alquitrán ardiendo saltaba por los aires cayendo inofensivamente al mar; por último, varados contra los diques, las llamas acabaron de consumir los destrozados cascos. Unas horas después Sancho ordenó el regreso a Amberes, que resultó igualmente difícil y peligroso, aunque el enemigo no puso tanto empeño en coartar sus movimientos porque el hecho de que el castellano de Amberes desistiera de sus planes para ellos ya era un triunfo, toda vez que Middelburg seguía en precaria situación.

Agnes se quedó enormemente sorprendida al ver a Sancho aparecer en su casa. Había oído que una flota atracó por la mañana, pero no pudo imaginar que sería la de su amigo, que se había despedido para una ausencia bastante larga. El castellano relató los pormenores de la jornada a Agnes, que se alarmó al escuchar el incidente de su herida en el muslo pero se tranquilizó al saber que ya había empezado a cicatrizar.

—Estoy tan furioso como desanimado, Agnes. En tierra derrotamos a cualquier ejército que nos salga al paso; todavía no hemos encontrado una ciudad que resista nuestros asedios… Pero en el mar no progresamos; los rebeldes se adaptan mejor a esa forma de luchar… Pueden abastecer las ciudades de la costa; interrumpen nuestras comunicaciones; impiden los socorros a las guarniciones aisladas como Middelburg… Para colmo, las revueltas surgen aquí y allá y ciudades que hoy están por el rey mañana no lo están y hay que ir a volverlas a la obediencia.

—Francisco ha venido varias tardes a verme —Agnes intentó cambiar de conversación—. ¡Cómo está creciendo!

—Lo peor de todo —Sancho estaba sentado en un escaño cerca de la chimenea, con la vista perdida en las llamas de los leños— es que nuestras bajas son muy numerosas. Han muerto magníficos oficiales, como el capitán Salinas, que sirvió conmigo en Italia… El mismo Julián Romero ha tenido mucha suerte al quedar tuerto, alcanzado en un ojo por el rebote de una bala de arcabuz. Entre los nuestros ya es común el dicho «Castilla mi natura, Italia mi ventura y Flandes mi sepultura»…

Esta vez, Agnes fue más resuelta; se sentó directamente encima de Sancho, le pasó los brazos por el cuello y le dijo sonriendo:

—Sancho, os hablaba de Francisco…

El castellano abandonó sus negros pensamientos y prestó atención a lo que le decía su amiga. Pronto la guerra quedó fuera, olvidada. El calor que despedía la chimenea había templado el ambiente de la habitación. El contacto de sus cuerpos fundidos en un abrazo caldeó sus ánimos en el inicio de lo que para ellos seria una noche excepcional, pues fue la primera que Sancho no regresó a la ciudadela, permaneciendo en casa de Agnes. Fuera, un viento frío recorría la ciudad, lanzando la lluvia contra los cristales y silbando en los recovecos de las calles empapadas. Los dos estaban despiertos mucho antes de amanecer; abrazados y en silencio, felices, observaron cómo llegaba la luz del día. Ambos se rindieron a la magia de aquel lento despertar, cuyo embrujo no deseaban alterar ni siquiera con el susurro de sus voces.

La fracasada expedición demostró a Sancho que los rebeldes también se habían percatado de que la única ayuda que Walcheren podía recibir sería la que desde Amberes pudieran prestarle y estaban dispuestos a impedir cualquier intento de los realistas en ese sentido, por lo que mantenían una flota en las inmediaciones de las bocas del Escalda. El castellano decidió preparar otra de mayor entidad que la anterior para llevar a cabo un nuevo intento; dieciocho urcas con soldados y vituallas eran el grueso de la expedición, que completaban seis charrúas con armas y demás efectos y otras embarcaciones menores. En abril se hacía de nuevo a la mar. El objetivo era avituallar a Mondragón en Middelburg y proteger Walcheren.

Desde sus inicios, la empresa resultó tan difícil como la anterior. El primer objetivo del viaje, que era atracar en Ramua, se consiguió a costa de perder cinco barcos, por dos de los enemigos, lo que era un logro importante, que el duque de Alba, exultante de alegría, comunicó a Felipe II diciéndole que «las pérdidas han sido muy pocas a trueque de avituallar la isla y Sancho de Ávila ha hecho a Vuestra Majestad muy señalado servicio». El paso siguiente era socorrer a Juan de Pacheco, que había logrado hacerse fuerte en Dargus, sitiado por más de cuatro mil infantes y gran número de barcos. Sancho sopesaba las posibilidades de romper el cerco para proporcionarle pólvora, que era su principal necesidad. Salvatierra, impetuoso, se ofreció voluntario:

—¡Dadme cualquier cosa que flote, buscaré voluntarios y entraré en Dargus o moriré!

—No se trata de entrar o morir, Salvatierra. Se ha de entrar o no ir. Ningún bien nos haréis a nadie si morís en el intento y yo os necesito vivo.

Tras una larga discusión al sargento mayor se le ocurrió una estratagema, aprobada por Sancho. Salvatierra fue en busca del grupo de ventureros y les explicó el plan. Al oírlo, Lope exclamó divertido:

—Será peligroso, pero osado. Merece la pena intentarlo a ver si dejamos chasqueados a esos herejes calvinistas.

Los demás asintieron y con el sargento mayor inmediatamente pusieron manos a la obra. Cogieron una barca de pesca de las que se usaban en la zona, la cargaron de pólvora, se disfrazaron como pescadores, dejando las armas ocultas, y por la noche, aprovechando el regreso de otras barcas, lograron burlar el cerco y dejar la pólvora en Dargus, que abandonaron por el mismo procedimiento. Sancho respiró aliviado cuando ya de regreso se presentaron ante él, que los felicitó efusivamente y les comentó que en su ausencia se habían recibido nuevas cartas del duque de Alba, que ordenaba permanecer a la flota en aquellas aguas hasta abastecer a Middelburg y luego recuperar Flesinga, dejándole esa responsabilidad a Juan Moreno, pues Sancho debería encargarse de enviar a Haarlem a los españoles que servían en las tropas que actuaban bajo sus órdenes, algo que Dávila anunció a sus amigos así:

—Señores, la empresa que estabais esperando ya se ha presentado. El capitán general nos quiere a los españoles en Haarlem, así que aquí dejaremos a todos los de las demás naciones con Moreno y Salvatierra, y yo acudiré con los españoles a la llamada del duque. ¿Vendréis con nosotros?

—Por supuesto que sí. ¿Cuándo partimos?

El que hacía la pregunta era Ruy, y Sancho le contestó:

—Dentro de dos jornadas, las que tardaré en dejar esto organizado y preparar la marcha.

En la ciudad sitiada la lucha proseguía con encarnizamiento. Las salidas y emboscadas encrespaban el ambiente de ferocidad por ambas partes; las trincheras crearon un auténtico laberinto en la parte de tierra, mientras una flota sitiadora era dueña del lago desde marzo, rechazando todos los intentos de avituallamiento por esa parte; minas y contraminas —no siempre bien calculadas— estallaban como volcanes repentinos destruyendo cuanto estaba a su alcance. Finalmente, el 12 de julio de 1573 Haarlem se rendía. Los sitiadores entraron en ella dos días después. Las pérdidas fueron grandes por ambas partes. En concreto, Alba perdió casi cinco mil hombres, de los que ochocientos eran españoles. A la ciudad se le impuso una contribución de doscientos cincuenta mil florines y el botín resultó escaso, pues era muy poco lo que les quedaba a los defensores. El triunfo fue seguido de un motín, negándose los hombres, ya dentro de la ciudad, a obedecer hasta que no se les pagase lo que se les debía y no depusieron su actitud pese a que Chapín Vitelli desplegó toda suerte de razonamientos para convencerlos, por lo que tuvo que intervenir el duque de Alba, angustiado por la falta de dinero y pidiéndoselo a Felipe II desde el mismo campo de Haarlem, al tiempo que le comunicaba el gran triunfo obtenido. En esos momentos se debían a los españoles treinta meses, a los alemanes y valones casi un año, y siete meses a la armada de Holanda. El prestigio militar de Alba y su habilidad negociadora le permitieron salir del trance, dándose los hombres por contentos, de momento, con el abono de cuatro pagas y otra pequeña suma a cuenta de lo que se les debía. Cantidades que se abonaron de la contribución pagada por la ciudad según el acuerdo de la capitulación. Pero esto no era más que una solución de circunstancias, pues el problema no se resolvía, sólo se aplazaba, y no tardaría en rebrotar con mucha mayor gravedad.

Por otra parte, la rendición de Haarlem no llevó a la materialización de muchas esperanzas depositadas en ese hecho. Por lo pronto, la caída de la ciudad no supuso el sometimiento de aquellas provincias, como Alba esperaba; la resistencia continuó y el capitán general, además de solicitar nuevamente el relevo a Felipe II, se decidió a imponer su autoridad por la fuerza y a toda costa, aunque con la misma falta de éxito que hasta entonces. Don Fadrique fue enviado contra Alkmaar, pero tuvo que levantar el campo cuando los vecinos, por recomendación de Orange, rompieron los diques e inundaron las tierras; la escuadra mandada por Bossu fue destrozada por la holandesa en Enckhuysen el 11 de octubre, como colofón de la serie de tumultos y revueltas que se producían en muchas provincias, incluido el Brabante, donde un capitán rebelde, llamado Poyet, se apoderó de Gerttruidenberg, soliviantando todo el territorio. Justamente para evitar que la situación del Brabante empeorara, Alba envió a Sancho Dávila a que conquistase la fortaleza de Sangetresdembergh y el castillo de Hoogstrat, próximo a ella. El castellano de Amberes también se sintió defraudado tras la caída de Haarlem al ver cómo progresaba la revuelta por doquier, impidiéndole regresar a Amberes, que era lo que deseaba; de forma que de mala gana aceptó el encargo ducal y se encaminó hacia los lugares designados con un cuerpo de ejército, formado por once compañías de alemanes y tres de caballería española de lanzas y arcabuces, seis piezas de batir y algunos gastadores, en el que iban también Salvatierra y los ventureros de Ruy.

—Perdonad, Agnes. Es muy tarde, pero no he podido resistirme a venir…

—Pasad, por Dios. Pasad. Vuestros golpes en la puerta me han dado un susto de muerte… No os quedéis ahí. Hace un frío de muerte.

Agnes se abrigaba con una manta que había liado a su cuerpo. Sancho entró en la casa. Su amiga pudo observarlo entonces a la luz de la bujía que llevaba en la mano y vio en él la viva imagen de la derrota y el abatimiento.

—He llegado esta tarde, pero Martín del Oyó me ha entretenido con las novedades habidas aquí durante mi ausencia… Nada importante comparado con lo que ocurre en otros lugares. He dejado acomodada a la gente y cuando todo estaba en calma y mi presencia ya no era necesaria me he decidido a venir… ¡No podía estar más tiempo sin veros!

—Vayamos a la cocina, Sancho. Aún quedan ascuas en el hogar y el agua que siempre tengo junto al fuego debe de estar caliente… Os daréis un baño. Os veo cansado y deshecho… —Agnes le ayudó a despojarse del peto y el espaldar, que dejaron en la entrada con sus armas, y abrazada a su cintura lo empujó hacia la cocina—. Desnudaos mientras preparo el agua. ¿Dónde habéis estado?

La mujer arrimó una especie de tina de madera a lo que aún quedaba del fuego, que avivó; vertió en ella el agua del recipiente metálico que estaba próximo a la lumbre y volvió a llenarlo en una tinaja que estaba adosada a la pared, colocándolo sobre las ascuas.

—Meteos ahí, Sancho, antes de que el agua se enfríe, y lavaos mientras voy calentando más. No me habéis contestado. Decidme, ¿de dónde venís?

—Después de lo de Haarlem, el duque me envió a tomar el castillo de Hoogstrat y la fortaleza próxima de Sangetresdembergh. La toma del castillo no fue difícil y en él dejé al capitán Calderón con una compañía de valones como guarnición. En cambio, no intenté la toma de la fortaleza. Cuando la estaba reconociendo para ver las posibilidades que teníamos, la caballería de los defensores hizo una salida y se trabó una escaramuza en la que perdí el caballo… Durante un rato tuve que luchar a pie en medio de los jinetes y al lado de otros de mis hombres que también habían corrido la misma suerte… Recibí un par de coces de los animales y uno de los enemigos me arrolló, pero descargó su espada contra el que estaba a mi lado… Me hicieron pasar un mal trago y puedo contarlo porque Valenzuela estaba cerca de mí y me sacó de allí a grupas de su yegua… Después deliberamos si atacar o no la fortaleza, pero como en un asalto con las menguadas fuerzas que tenía no conseguiríamos entrar, se consideró necesario el asedio y cuando lo consulté al duque me contestó que no era oportuno enzarzarse en otro asedio por esa fortaleza, cuya captura pocos beneficios iba a reportar; así que regresé a Amberes y aquí estoy.

Sancho hablaba sentado dentro del recipiente donde se bañaba. Agnes se colocó detrás, lo inclinó suavemente hacia delante y recorrió su espalda repetidamente con un paño húmedo ejerciendo una ligera presión. Después le hizo recostarse y con el hueco de sus manos dejaba caer agua en la cara de su amigo, restregándole la frente y las mejillas.

—Agnes, en breve llegará el nuevo capitán general. El rey ha decidido relevar al duque de Alba y manda en su lugar a don Luis de Requesens…

Al escuchar lo que acababa de decirle su amigo, Agnes se detuvo y preguntó quedamente:

—Así que Alba se marcha, ¿no? —y sin esperar respuesta, continuó—. ¿Y quiénes se irán con él?

—Sólo se marchará don Fadrique… Bien que me agradaría salir de aquí. No me gusta nada lo que está sucediendo, pero no creo que el rey consienta en que nos vayamos ninguno, sobre todo después de haberle dicho el duque que los hombres que él ha elegido son los mejores para los lugares en que nos ha colocado… —Sancho se incorporó y miró a su amiga directamente a los ojos, comprobando la inquietud que sentía, por lo que decidió hablarle con claridad sobre lo que iba a hacer—. Agnes, pienso plantearle al duque de Alba si puedo acompañarle en su marcha y servir en otra parte, pues a nuestro rey no le faltan compromisos, pero no lo permitirá… Le conozco bien y querrá que ayudemos a su sucesor. Si por ventura accediera, entonces decidiremos nosotros qué hacer. Ocuparse de eso ahora no conduce a nada, pues las posibilidades de que se realice son escasas.

Tras una pausa, añadió:

—En cuanto a vos, me habéis cambiado la vida hasta el punto de que prefiero vuestra compañía a cualquier otra cosa. He pensado mucho en la muerte últimamente, pero no por miedo, sino porque me privaría de seguir con vos. Por eso hay órdenes que cumplo sin ganas y jornadas a las que no quiero ir… pues me separan de vos… Me han reconcomido la impaciencia y el malhumor al ver que la rebelión no cesa y la guerra se alarga, toda vez que aspiro a vivir en paz a vuestro lado… Pero eso no parece que sea posible tal y como están las cosas… Así que he decidido no volver a preocuparme de si la guerra se acaba o no. La aceptaré tal como viene, y lo que tenga que ser, será… Vos, si lo consentís, seréis mi refugio, el remanso donde recalaré cada vez que pueda… siempre que mi oficio de soldado me lo permita…

Cuando terminó de hablar Sancho miró a Agnes. La preocupación había desaparecido de su rostro, aunque un punto de inquietud brillaba en sus pupilas. Con una sonrisa le dijo:

—Me habéis tenido abandonada varios meses…

Sancho la besó en los labios largamente. Cuando sus bocas se separaron, él se levantó y salió del agua, mientras ella le envolvía con un lienzo y le frotaba enérgicamente para secarlo y desentumecerlo. Se aproximaron al fuego, sentándose a su vera.

—Agnes, he de hablar con el duque de Alba antes de que se marche… Tendremos que ir a Bruselas.