A lo largo de unos meses, Sancho y Van Loo habían consolidado sus contactos. Empezaron por establecer un código de signos para que las notas que se enviaran no pudieran ser descifradas, un código que atendía a la representación de ideas, no de palabras; igualmente acordaron pasarse la información disimuladamente en público, para que nadie sospechara, y únicamente en aquellas ocasiones en que la entrevista era inevitable se reunían en algún lugar discreto fijado de antemano. Tal y como lo estipulara el posadero desde el primer día, su único contacto era Dávila, quien ignoraba todo lo relativo a la red de confidentes que había logrado montar Van Loo, cuyos informes y advertencias tenían bastante precisión y fueron muy útiles a Alba en la prosecución de las detenciones o en la prevención de asonadas. Unos resultados muy superiores a los obtenidos de la información pasada por otros confidentes y soplones. El duque se mostró generoso en las gratificaciones y, tal y como había prometido a Sancho, unos meses más tarde pediría al rey que recompensara a Van Loo. Por lo demás, aquellos contactos acabaron por hacer que ambos hombres, Sancho y Van Loo, intimaran y tuvieran un trato distendido y amistoso. Ruy y los suyos también habían encontrado acomodo; las habilidades en el juego de unos, los contactos del grupo y su papel de intermediarios entre los informadores y Alba, por cuyos servicios los retribuía, les permitieron la holgura económica necesaria para vivir en camarada en una cómoda y amplia vivienda, próxima a la plaza del Sablón. Era la situación que ellos deseaban, pues les posibilitaba arriesgar lo justo y estar al tanto de los acontecimientos para elegir las oportunidades. La tensión reinante en el ambiente no les preocupaba en exceso.
Pero desde la periferia llegaban malas nuevas. Los rebeldes estaban con su gente prácticamente en la frontera. El comienzo de las operaciones era inminente. Alba había previsto tal contingencia y desde que llegó a Bruselas se esforzó en levantar un dispositivo militar que controlara el territorio, dispositivo apoyado fundamentalmente en una serie de fortificaciones ubicadas en las grandes poblaciones para mantenerlas a raya en caso de sublevación o garantizar su defensa si eran atacadas por el enemigo. Muy pronto empezó la construcción de las primeras ciudadelas, las de Besançon en el Franco Condado, Groninga en Frisia y Amberes, cuyos planos fueron trazados por el ingeniero italiano Pacciotto. Alba puso especial interés en que la ciudadela de Amberes se construyera con rapidez y para ello ordenó que se hiciera de tierra con objeto de ganar tiempo y que luego fuera recubriéndose de piedra. La ciudadela se alzaría hacia el oeste de la ciudad, en un extremo próximo al río, para controlar la ciudad y la navegación que fuera o viniera del mar. Delante de la ciudadela, una explanada se extendía hasta las calles próximas. Por detrás, las murallas de la nueva fortificación completarían el recinto defensivo de la ciudad. Cuando Alba vio concluidos los planos de la ciudadela de Amberes y consideraba la distribución de fuerzas sobre el mapa de Flandes, concluyó:
—Amberes es la llave de estos territorios… Quien mande su fortaleza no sólo será el castellano de Amberes, será el castellano de Flandes… y ese castellano no puede ser otro que Sancho Dávila.
A principios de 1568 llegaron noticias al duque de que se habían formado unas partidas de hombres armados que actuaban en bosques y pantanos, haciéndose llamar «los mendigos de los bosques» y perpetrando tropelías sin cuento cuyas víctimas preferentes eran frailes y sacerdotes. Sin posibilidad de momento de atajar tales desmanes, Alba publicó el 18 de enero un bando haciendo responsables a las feligresías de la seguridad e integridad de sus párrocos, pues se habían dado bastantes casos de mutilaciones por parte de los mendigos de los bosques, que cortaban orejas y nariz a los clérigos. Pero los efectos de tal medida no fueron gran cosa, ya que muchos descontentos engrosaban las filas de estas partidas. Además, las noticias de los planes de Orange hacían cada vez más concreta la amenaza de invasión.
—Señor duque, los hombres que envié siguiendo vuestras órdenes han regresado.
Sancho Dávila estaba de pie, delante de la mesa donde Alba trabajaba. Con aire absorto, como si no hubiera oído lo que le decía el capitán de sus guardias, don Fernando se levantó, dio unos pasos por la habitación que le llevaron ante uno de los ventanales de la estancia y mirando hacia la calle, preguntó:
—¿Qué nuevas traen?
—Confirman lo que sabemos, señor —Sancho se aproximó a la ventana mientras hablaba y se situó al lado del duque—. Ruy, Fernando y Valenzuela han estado varios días en los lugares donde se forman las tropas de Orange y sostienen que se prepara un ataque por tres frentes diferentes.
—Habrá que estar preparados. Por lo que sabemos, Guillermo ha reunido tropas de reitres y lansquenetes; dicen que se le han unido también algunas partidas de esos desalmados de los bosques. Su hermano Luis de Nassau ha reunido efectivos superiores en número y ambos esperan la ayuda de hugonotes franceses, que atacarán, presumiblemente, por el Artois. Con independencia de lo que hagan los herejes galos, Orange procurará separar nuestras tropas, por lo que atacará por lugares distintos.
—Nuestros informadores han sabido que esos ataques se producirán por tres columnas diferentes: Hoogstraeten y sus hombres actuarán en la tierra situada entre el Mosa y el Rin; Nassau con los suyos penetrará por Frisia hacia Groninga, a la que quieren convertir en base de operaciones futuras, y la columna de Orange, que entrará por Cleves, en el centro de las otras dos, servirá de apoyo y contacto entre ambas.
—De momento no me preocupan. Lo que planean es una operación compleja. No van a poder actuar simultáneamente y eso nos permitirá batirlos por separado… En fin, esperaremos… vigilantes, pero tranquilos… sin descuidar el gobierno de estas tierras.
—Ya se ha hecho público el anuncio del castigo que sufrirán las ciudades revoltosas y díscolas respecto a las órdenes de nuestro señor don Felipe.
—Y me imagino —añadió el duque— que habrá sembrado no poca inquietud… Es justamente lo que pretendía… Además, los castigos se aplicarán sin distinciones y a la luz del día, para que todos puedan ver lo que le ocurre a quien se subleva contra su rey.
La represión de los tumultos se llevó a cabo en medio de una escenografía que impactó poderosamente en los naturales de los Países Bajos, por donde circulaban noticias y rumores que pintaban la crueldad del gobierno de Alba con una aureola negra y sangrienta que iría en aumento con el paso de los años: se hablaba de decapitaciones en serie en las plazas públicas; de asaltos a ciudades por las tropas con los consiguientes incendios, muertes y saqueos; de ejecuciones masivas en horcas múltiples improvisadas en los lugares urbanos más concurridos; de arcabuceros que mataban por placer, de piqueros que ensartaban a las personas con sus picas sólo por el gusto de oírlas gritar; en suma, ríos de sangre derramada gratuita e injustamente… Noticias y rumores que empujaron a muchos a emigrar, corriente humana en aumento progresivo con el paso de los meses y los años, esculpiendo la imagen nefasta y perversa del duque, quien empezó a temer que el odio que él suscitaba se transmitiera a su rey, por lo que decidió buscar una solución para impedirlo, pero eso no le hizo desistir ni de su sistema policial y represivo ni de sus preparativos militares. Unos preparativos que Sancho seguía de cerca y le tranquilizaban, pues le anunciaban el fin de aquella vida de vigilancia y represión que tan poco le agradaba.
El 20 de abril, a media mañana, Alba requirió precipitadamente la presencia de Dávila en su despacho. En cuanto éste entró en la estancia, el duque le salió al encuentro, hablándole:
—Sancho, acabo de conocer un cambio en los planes del duque Juan de Montigny, lugarteniente de Hoogstraeten y señor de Villiers, que, como sabéis, había entrado en los Países Bajos por Juliers. Entonces envié, hacia Namur, contra él a la infantería y caballería alojadas en Lieja, Tournai y Oudenarde para controlar el paso del Mosa y el territorio. Pero los movimientos de nuestros hombres han hecho que Montigny cambie de idea y se dirija hacia Maastricht. ¡Hay que salir en su busca y echarlo o, mejor, derrotarlo para acabar con esa amenaza! Ya he enviado correos a Sancho de Londoño para que con las cinco banderas más ligeras de su tercio, el de Cerdeña, se dirija hacia Maastricht y hacia allí tendréis que dirigiros también con vuestros hombres.
—Los tengo dispuestos, señor. Esto no nos coge de sorpresa.
—¿Cuándo podréis partir?
—Les diré que se preparen y mañana al amanecer saldremos.
—¡Iréis a toda prisa! ¡Os quiero en Maastricht en dos jornadas! Apenas si tendréis tiempo de descansar, casi ni podréis quitarles las sillas a los caballos.
—Descuidad, señor. ¡Estaremos allí!
—Cualquier cambio de planes os lo notificaré de inmediato.
—Si os parece, señor, dejaré aquí tres de los ventureros que nos acompañan con vuestros guardias. Conocen el país, tienen contactos, son veteranos acostumbrados a sobrevivir en las condiciones más adversas… si los enviáis con un mensaje, me lo entregarán aunque tengan que remover cielo y tierra.
—Bien. Enviádmelos mañana para que sepa quiénes son.
—Los conocéis ya, señor. En cuanto los veáis los reconoceréis. Estarán a vuestra disposición desde unas horas después de nuestra partida. Sus compañeros vendrán conmigo, por si yo tengo que consultaros o informaros de algo.
Sancho hablaba con decisión y gravedad. En su fuero interno le agradecía a Villiers que se hubiera puesto en campaña: era la ocasión que deseaba para salir de Bruselas y olvidarse de aquel ambiente asfixiante, oportunidad que no estaba dispuesto a desperdiciar. En cuanto terminó la conversación con Alba ordenó a sus hombres que se prepararan para partir al amanecer. A Ruy le refirió el acuerdo con Alba y le pidió que decidiera quiénes irían con él a fin de que estuvieran dispuestos a la hora prevista para la marcha. Gonzalo, Fernando y Guzmán fueron los designados.
Cuando el 23 de abril Sancho de Londoño llegó a Maastricht ya le esperaba allí Sancho Dávila, quien había llegado desde Bruselas a marchas forzadas pasando por Tirlemont, donde recogió las compañías de Nicolo Basti, de caballería, y de Pedro Montañés, de infantería; además, habló con el conde de Eberstain, coronel de alemanes al mando de la guarnición de Maastricht, constituida por cuatro compañías, quien con dos de ellas se uniría a Sancho. Una vez en la ciudad, los dos Sanchos supieron que el enemigo se encontraba al otro lado del Mosa y decidieron que Dávila con Eberstain y sus hombres salieran en su busca sin esperar los refuerzos anunciados, consistentes en las cuatro compañías de Tournai, la de Bilvorde y el resto del tercio de Cerdeña. Mientras, Londoño descendería siguiendo la corriente hasta un pequeño castillo situado a una legua de Maastricht, donde dejaría la impedimenta. Esa misma noche, a la altura de la fortificación, cruzó el Mosa y se unió a Dávila en Juliers sobre las cuatro de la madrugada del día 24. Sancho había mandado por delante para hacer lengua a Gonzalo y Guzmán.
Cuando Dávila y los demás llegaron al lugar donde esperaban encontrar al enemigo vieron que éste había levantado el campo. Desconcertados por tal desaparición, trataron de averiguar la dirección que había tomado, algo que sólo pudieron descubrir por el regreso de Gonzalo, que dijo que Villiers había caído sobre Roermond, una plaza de Güeldres, grande, entre el Mosa y el Roer, en situación estratégica. Dávila emprendió de inmediato la marcha sobre la ciudad y cuando llegaron a sus proximidades pudieron comprobar el lamentable aspecto que ofrecía, ya que sus puertas habían sido quemadas por los de Villiers, que estuvieron a punto de tomarla, pero la llegada de las tropas reales hizo que se retiraran, destruyendo el puente para que no pudieran seguirles y adentrándose en la tierra de Cleves hasta Erkelens, otra plaza muy bien artillada pero sin guarnición, recogiendo vituallas en las aldeas que encontraban al paso. Dávila y Londoño decidieron perseguirlos, y arrancando lo que quedaba de las puertas de Roermond sobre ellas cruzaron el río, dando descanso a la tropa mientras se improvisaban las balsas.
A las tres de la madrugada del día siguiente reemprendieron la marcha. Iba en vanguardia la caballería, muy fatigada por las largas jornadas sufridas desde la salida de Bruselas; la infantería marchaba en batalla, también con evidentes huellas de cansancio, y cerraban la marcha las dos compañías de alemanes. Nadie confiaba en que pudieran alcanzar a los enemigos. Sin embargo, se produjo entonces la llegada de Guzmán para informar de que Villiers y los suyos seguían en las proximidades de Erkelens. Sancho logró que sus hombres forzaran la marcha hasta el punto de que a las ocho de la mañana tenían ante sus ojos al enemigo. Un pequeño grupo de su caballería pareció situarse para ofrecer resistencia y detener el avance de los realistas. Dávila lanzó contra ellos una parte de sus jinetes, pero el choque no llegó a producirse, pues los de Villiers se escabulleron de la pelea; sin embargo, los de Sancho descubrieron grupos de la infantería que se habían desperdigado recogiendo vituallas. Tal disposición los situaba en clara desventaja, pues permitió a los realistas batirlos por separado y siempre con superioridad de efectivos. Además, el grueso de la caballería invasora no intervino en la refriega, ya que se aproximaba en perfecto orden a una villa del duque de Cleves, situada a una legua de Erkelens, llamada Daelhem.
Reagrupados de nuevo los efectivos de Sancho, éste envió por delante a los arcabuceros a caballo para que empezaran a hostigar a los enemigos. El terreno era una zona quebrada de setos, fosos y bosquecillos, entre los que la caballería se movía sin cesar hostigando constantemente a los grupos que encontraba, hasta el punto de que desarticularon a los jinetes contrarios, cuyas bajas fueron cuantiosas, dejando el resto desamparados a los infantes, que se dirigieron hacia Daelhem, siendo cercados en los fosos por Sancho y los suyos, quienes decidieron esperar a Londoño.
Sin embargo, ignorante de lo que sucedía, Londoño había dejado descansar durante unas horas a los infantes y cuando empezaron a llegar grupos dispersos de enemigos que huían del ataque de Dávila se enteró de que habían sido derrotados y envió contra ellos a doscientos arcabuceros que se emplearon en cazar a los fugitivos. A las dos de la tarde supo, por fin, lo que estaba sucediendo en Daelhem y se dirigió hacia allí rápidamente. Cuando llegó, se organizó el ataque con la arcabucería desde tres lugares diferentes para concentrar a los enemigos en un solo foso. Pero muy pronto olvidaron las órdenes dadas y los hombres arremetieron contra las banderas y coseletes enemigos y, sin detenerse, se lanzaron dentro de los fosos, pese a que en algunos sitios tenían más de diez palmos de agua y estaban defendidos por más de mil hombres que, ayudados por los vecinos de la ciudad, se habían atrincherado en unos terraplenes y en una muralla recia edificada entre dos fosos.
La hora que siguió fue de auténtico espanto. Los que tenían buena posición disparaban con sus arcabuces contra los enemigos. Los hombres se buscaban con saña entre el agua, el barro y los recovecos de los fosos más o menos abarrancados, el olor de la pólvora se percibía a distancia y el humo de los disparos poblaba de nubéculas blancas el paisaje, donde resonaban los estampidos y los gritos de dolor. Poco a poco, los de Villiers fueron empujados hacia las murallas de la ciudad, en la que sólo pudieron entrar doscientos, pues los demás habían muerto o estaban heridos. Los hombres de Sancho lanzaron las escalas y subieron hacia las almenas; algunos infantes utilizaron las picas para apoyarlas en el muro y trepar por ellas. Sin embargo, los oficiales pudieron contenerlos y evitar que causaran daños en la villa. A este respecto, fue determinante el enérgico bando que Londoño hizo pregonar antes del combate. Cuando controlaron el perímetro de las murallas, Dávila exigió a los vecinos que le entregaran a los soldados enemigos que se habían ocultado en el interior, exigencia que empezó a ser cumplimentada de inmediato. Después, requirió la presencia de Fernando, a quien indicó:
—En cuanto esto acabe, no esperes más indicaciones mías y marcha rápidamente hacia Bruselas para darle cuenta de lo sucedido al duque de Alba.
Fernando cumplió el encargo recibido y unas horas después salía con su montura hacia la capital. Tres días después estaba ante el duque, que escuchó con atención su informe.
—Y en la ciudad —preguntó—, ¿qué pasó?
—Como os he dicho, excelencia, se habían refugiado en ella unos doscientos enemigos, pero sólo quedaron con vida sobre sesenta. A los demás no fue posible salvarlos de la furia de los soldados cuyos amigos habían sido muertos o heridos, que la empresa no pudo ser sin sangre para nosotros, ya que murieron dos de las cinco compañías y quedaron treinta y siete heridos, los más de ellos con dos o tres arcabuzazos o cuchilladas. Cuando finalizó la batalla, que se dio el domingo de Cuasimodo, día de San Marcos, los hombres volvieron a Erkelens, donde se proponían descansar y recuperar las fuerzas.
—Enviaré instrucciones a Dávila y a Londoño. Id a descansar y enviadme a uno de vuestros compañeros. Él será el portador.
Ruy fue el designado y con las cartas de Alba salió en busca de Sancho, a quien encontró unas jornadas después en Maastricht, adonde había llegado desde Erkelens, mientras Londoño se encaminaba hacia Roermond, pues se habían recibido noticias de que se estaban preparando más rebeldes en aquella zona; sin embargo, cuando llegó tuvo que evacuar la ciudad para no ser presa de la peste que se había declarado en ella; se encaminó hacia Venloo, de estratégica posición y donde dejó unas compañías de su tercio; desde allí pasó a Grave, acabando por regresar a Maastricht a esperar acontecimientos.
En las cartas que llevaba Ruy, Alba ordenaba que los presos fueran ahorcados en Maastricht, menos los de importancia y responsabilidad, que deberían ser llevados a Bruselas para ser interrogados y castigados posteriormente. Un encargo que Sancho puso en conocimiento de los otros jefes, decidiendo regresar a Bruselas, donde tendría un desagradable y lastimoso deber que cumplir y que comentó en el viaje de retorno con Ruy:
—En los fosos de Daelhem resultó herido de arcabuz mi amigo el sargento Domingo Ibáñez… Lo perdí de vista a comienzos de la batalla, al alcanzar a los enemigos… Me enteré de lo sucedido cuando tratábamos de contener a los hombres que se vengaban sobre los prisioneros… Uno de la guardia del duque me lo dijo para justificar sus actos.
Sancho guardó silencio, reviviendo en sus recuerdos los momentos vividos mientras trataba de encontrar a su amigo, al que finalmente descubrió en las cercanías del improvisado hospital, constituido por unas tiendas levantadas en uno de los claros entre los fosos cerca de la villa. El cuerpo exánime de Domingo estaba apilado junto a otros cadáveres. Se agachó junto a él para comprobar su estado y entonces oyó una voz a sus espaldas:
—No he podido hacer nada por él. Tenía tres arcabuzazos; en la pierna, en el hombro y en el costado.
Quien hablaba era un cirujano. Sancho se levantó y se volvió hacia él, preguntándole:
—¿Ha sufrido mucho?
—No. No lo creo… No he podido salvarle la vida, pero los descubrimientos de Paré me permiten aliviar el sufrimiento de heridos y moribundos… —el galeno miró a Sancho y al ver su cara aclaró—: Durante mucho tiempo, los cirujanos hemos seguido lo que decía Giovanni da Vigo en su obra, aparecida en 1514 con el título de Práctica copiosa. En ella nos dice que el proyectil se calienta mucho por el disparo y que la pólvora, arrastrada en parte por el proyectil, actúa como un veneno en las heridas que produce; como la pólvora está compuesta de azufre, salitre y carbón, por la calidez de cada uno de estos tres elementos resulta caliente en cuarto grado, venenosa y destructora, haciendo que las heridas de armas de fuego fueran doblemente peligrosas: por la lesión en sí y por ser heridas tóxicas. La curación pasaba por extraer la bala con un pico de cigüeña, si aún estaba dentro del cuerpo, y luego limpiar las paredes de la herida pasando un cordón de pelo, favoreciendo la supuración con sebo o aceite y emplastos vegetales…
Sancho había visto aplicar en numerosas ocasiones ese tratamiento y siempre le había sobrecogido ver el sufrimiento y el dolor de quienes lo recibían, sin que fuera eficaz, pues la gran mayoría de quienes lo habían padecido moría sin remisión. Su interlocutor siguió hablando tras una pequeña pausa:
—Hace unos años, un cirujano italiano, Bartolomeo Maggi, me enseñó otro tratamiento que había aprendido con su maestro, el francés Ambroise Paré, que éste aplicó al no tener aceite suficiente para tratar a todos los heridos; angustiado por carecer del remedio indicado, decidió aplicarles un digestivo de huevo, aceite de rosas y terebinto, pensando que no hacía nada a favor de esos hombres… Pero a la mañana siguiente los encontró sin apenas dolor y sin inflamación ni tumor en sus heridas, mientras que los que habían sido tratados de la otra forma estaban febriles, doloridos y con las heridas tumefactas y deformadas por la inflamación… Desde entonces optó por el remedio que acababa de descubrir, remedio que fue perfeccionando… llegó incluso a aplicar y mejorar una fórmula de un médico de Turín consistente en una cocción de cachorros recién nacidos, trementina, lombrices de tierra y aceite de lirios… Desde 1545 se conocen sus experiencias, pues las publicó en un libro, y quienes las aplicamos descubrimos sus excelencias… Desde hace unos años yo las empleo con gran escándalo de muchos de mis colegas… hasta que descubren sus excelencias y se van decidiendo a emplearlas, lo que no ocurre con facilidad.
Con un estremecimiento causado por el dolor de su recuerdo, Sancho volvió a la realidad, viéndose al lado de Ruy. Los dos hombres cabalgaban delante de la batalla del ejército, sin perder de vista la vanguardia. La marcha era lenta para no fatigar innecesariamente a la infantería que iba en retaguardia con los prisioneros, los heridos que podían ser transportados y la impedimenta. Ruy escuchaba en silencio.
—¿Cómo se le puede explicar la muerte del marido a una esposa que depende de él y la muerte del padre a un hijo que sólo tiene cinco o seis años? No sé qué voy a encontrarme en Bruselas. No me importa ir tan despacio porque no sé qué hacer y cobardemente espero que alguien les haya dado la noticia antes de nuestra llegada, librándome a mí de semejante trance. Las malas nuevas vuelan…
Lo primero que hizo Sancho al llegar a Bruselas fue ver a Alba, a quien dio los últimos informes de la batalla de Daelhem: pérdidas de los invasores, bajas propias, situación en que quedaron las ciudades afectadas, disposición de las tropas realistas en la zona… Cuando concluyó, Alba le despidió:
—Habéis hecho un gran trabajo, Sancho. La verdad es que yo no os envié para menos… Id a descansar. ¡Os lo habéis ganado!… La situación aquí no ha cambiado. Más bien lo contrario. Descansad, porque voy a necesitaros muy pronto.
Sancho asintió y con un ademán se despidió de su superior. Salió a la calle decidido a ir en busca de Martina y Francisco. No quería dilatar más tiempo su encuentro para ver en qué situación se encontraban. Perdido en sus pensamientos, esforzándose en buscar palabras que pudieran resultar adecuadas, caminaba como un autómata hacia la casa, adosada a la muralla por la parte de poniente, donde Domingo y su compañero habían alojado a sus familias. Al acercarse vio que sucedía algo raro, pues había demasiada gente en la puerta, mucha agitación y algunas mujeres que lloraban en la calle, incluso había grupos de soldados cabizbajos y sin muchas ganas de hablar. Cuando los reunidos advirtieron su presencia, le miraron con interés, pero nadie le sostuvo la mirada, aunque le abrieron paso hasta la entrada. Sancho no preguntó nada y sin detenerse penetró en la casa, donde encontró a Francisco llorando en brazos de una amiga de su madre, mientras la esposa de Mínguez, arrasada en lágrimas, amortajaba a Martina. Mínguez se levantó del rincón donde estaba postrado y cogiendo al recién llegado de un brazo le sacó a la calle.
—Pero… ¿qué ha pasado? —preguntó Dávila completamente desconcertado, y al tiempo que se desasía con energía exclamó—: Hablad, por Dios. ¡Hablad!
—Veréis, capitán. Hace tres días llegaron noticias de los muertos. Cuando Martina se enteró de que uno de ellos era su marido enloqueció. Lloró con amargura día y noche, sin probar bocado… Hemos hecho lo que hemos podido… Mi mujer no la dejaba en ningún momento, pero al final el cansancio la durmió y su sueño fue aprovechado por Martina para salir de la casa, y gritando como una posesa subió a la muralla y se arrojó, golpeándose la cabeza y muriendo en el acto… A Francisco le hemos ocultado la forma en que ha muerto… Le hemos dicho que ha sido de pena… Y ya veis su estado.
Sancho estaba perplejo y empezó a sentirse mal. Un vago sentimiento de culpabilidad se iba definiendo cada vez más en su ánimo. Pensaba que si hubiera regresado más rápidamente hubiera podido salvar a aquella infeliz. Sin ser capaz de articular palabra volvió al interior de la casa y entonces fue cuando le vio Francisco, que se soltó de la mujer que le tenía en el regazo y corrió a abrazar a Sancho, quien puso una rodilla en tierra y le recibió apretándole con fuerza contra su pecho. Al notar los convulsos sollozos del niño, Dávila sintió una enorme angustia y se le hizo un nudo en la garganta que casi le impedía respirar. Durante unos minutos el chico permaneció llorando desgarradoramente, fundido en un abrazo con el soldado; luego se serenó algo y separando su rostro del hombro de Sancho le miró con los ojos negros llenos de lágrimas que resbalaban por sus mejillas abriendo surcos limpios en su cara churretosa y, con expresión de suma angustia, le preguntó:
—¿Tú también vas a dejarme, Sancho?
Y con el llanto redoblado, volvió a pegarse a Dávila con tanta fuerza como si quisiera meterse dentro de él.
—No, pequeño —Sancho necesitó unos segundos para poder articular palabras—. Yo no voy a dejarte. Anda, vente conmigo.
Se levantó con Francisco en brazos, que seguía llorando en su hombro, y al salir le dijo a Mínguez:
—No sé si tienen familia. Si aparecieran, dadles las pertenencias de Domingo y Martina. Si no, podéis quedaros con ellas. El chico sólo necesitará algún objeto personal que pueda recordarle siempre a sus padres. De lo demás, de cuanto pueda necesitar, ya me ocupo yo.
Después de caminar un rato, Francisco empezó a tranquilizarse. Cuando llegaron al aposento de Dávila se acostó en la cama de éste y con las sombras de la noche le llegó a la criatura el sueño reparador. Al fin se sentía seguro. Sancho se sentó a la mesa, donde uno de los lacayos le había servido la cena. Mientras comía desganado pensaba en la gran responsabilidad que acababa de asumir y no sabía qué solución darle, pues él estaba ocupado con frecuencia, lo que iba a provocar que Francisco pasara demasiado tiempo solo y eso no era bueno para un niño y mucho menos en sus circunstancias. Mientras discurría sin encontrar solución, oyó unos suaves golpes en la puerta, se levantó y abrió. El autor de los golpes era Ruy.
—Pasad, Ruy. Pasad.
—Me acabo de enterar… y he venido enseguida —en ese momento, el recién llegado reparó en Francisco y al decirle Sancho que dormía, continuó hablando—: Nos gustaría ayudar.
—Gracias por vuestro ofrecimiento… Pero no sé cómo podréis hacerlo…
—He hablado con los demás y hemos llegado a la conclusión de que a Francisco hay que sacarle de aquí… El ambiente en el que estáis vos le recordará permanentemente a sus padres…
—Pero yo soy un soldado —interrumpió Sancho—. ¿Cómo voy a evitar una cosa así?
—No se trata de que lo evitéis, sino de que el chico gane un tiempo hasta que se recupere… Además, vos no tenéis un destino estable… Mientras lo conseguís, podemos ocuparnos de Francisco. En nuestra camarada estará bien… Sabéis que tenemos normas estrictas… Allí estará al cuidado de una buena mujer y de un paje que se ocuparán del niño… Luego, podrá volver con vos, cuando ya esté habituado a su nueva situación.
Sancho se debatía en un mar de dudas. El sentido común le decía que la oferta de Ruy era lo mejor para el chico, pero la responsabilidad que había asumido le impedía reconocerlo. Ruy se percató de su zozobra y quiso tranquilizarlo:
—Pensadlo, Sancho. Pensadlo. Si decidierais aceptar nuestra oferta, podéis preparar al chico durante unos días y cuando esté listo vendremos por él. Tenemos la ventaja de que nos conoce… y tendrá un muchacho cerca, nuestro paje, para jugar.
Ruy se marchó a continuación y Sancho se desvistió. Luego se tumbó junto a Francisco, procurando no despertarle y sin dejar de darle vueltas al problema que le embargaba. Cuando ya se notaba por la ventana la luz incipiente del nuevo día, el sueño le venció. Pero para entonces ya había decidido aceptar la propuesta de Ruy, de forma que en los días siguientes se dedicaría a convencer al muchacho de que su marcha con Ruy y los demás no significaba el fin de su relación, pues volverían a estar juntos muy pronto.
—Ved la copia de la carta que envié al rey mientras estabais en la jornada de Daelhem.
Dávila se adelantó hasta la mesa en la que Alba trabajaba y cogió el papel que éste le tendía, empezando su lectura con atención. Fechado el 29 de abril, decía:
En la ciudadela de Amberes se metió anteayer la artillería y municiones y dos banderas de alemanes de las del conde Alberico con Galvio Cervellón, a quien he encargado aquella plaza en tanto que viene Sancho de Ávila, que como yo tengo escrito a Vuestra Majestad, es uno de los hombres más de servicio de todos cuantos Vuestra Majestad tiene en la nación; y si para la guardia de aquel castillo hubiera de pedir a un hombre con las cualidades que para ello se requieren, Vuestra Majestad crea que no se pudiere pintar más a propósito de lo que él es.
Al ver que Sancho había concluido la lectura, Alba volvió a hablar:
—Pues bien, vuestro nombramiento como castellano de Amberes ya es una realidad y quiero que os pongáis al frente de los trabajos que se realizan en aquella fortaleza.
—¿Dejaré vuestra guardia, señor?
—Me hacéis más falta allí, Sancho. Don Francisco de Toledo será vuestro sucesor en el mando de mi guardia. El tiene motivos sobrados para protegerme y os suplirá con acierto… ¿Cuándo os marcharéis?
—Puedo salir mañana mismo, señor. No necesito muchos bagajes para moverme.
—Bien. Me alegra oíros. Sin embargo, Sancho, es muy posible que os necesite también en campaña… Como sabéis, Luis de Nassau, con siete mil hombres, ha entrado en Frisia y se dirige hacia Groninga; en su marcha se le han unido su hermano Adolfo con tropas de caballería y grupos de paisanos armados…
—Es la segunda oleada de rebeldes que esperábamos, ¿no? —preguntó Sancho, quien al ver asentir al duque continuó—: ¿La situación es grave?
—De momento, no. Es cierto que se ha atrincherado en Appingedan y que ha fortificado Delfzijl, en la bahía de Dollart, donde intenta organizar una escuadra… Pero sus movimientos no han importado a la población de Frisia, que se mantiene en calma. Las últimas noticias que tenemos nos hablan de una retirada de Luis, incapaz de tomar Groninga por carecer de artillería, de modo que los de la plaza le ofrecieron dinero para que se retirara y él aceptó… De momento, creo que podéis iros a Amberes. Si me hicierais falta os llamaría…
—Y si llega ese caso… ¿a quién dejaré encomendada la ciudadela, señor?
—Ya he ordenado que se prepare a Martín del Oyó. Es un experto veterano, al que conozco desde hace tiempo… Ha participado a vuestras órdenes en Daelhem… Al reajustar las compañías como consecuencia de nuestras bajas he preferido reservarle para que sea vuestro teniente en Amberes. También necesitaréis un sargento mayor… ese puesto lo ocupará Francisco de Salvatierra, otro veterano, trapacero donde los haya, pero leal hasta la muerte. Ambos os obedecerán sin dudar. En ellos encontraréis dos buenos colaboradores. Os acompañarán desde mañana. Del Oyó permanecerá en Amberes durante vuestras ausencias cumpliendo las órdenes que le deis. Salvatierra irá con vos allá donde vayáis, pues será el enlace con los hombres que tengáis bajo vuestro mando en campaña.
Sancho pensó que el nombramiento de castellano de Amberes le daba una estabilidad en el destino de la que antes carecía, por lo que decidió llevarse con él a Francisco. Durante el viaje el niño apenas si hablaba; su mirada permanecía siempre triste y con frecuencia se le escapaban profundos suspiros; solía mirar a Sancho de vez en cuando, con una mirada preñada de inquietud. El soldado, cuando se daba cuenta de que era observado por el chico, le miraba a su vez y le sonreía con afecto, deseoso de transmitirle calor y seguridad.
También le sirvieron aquellas jornadas de viaje y las siguientes, ya en la ciudadela de Amberes, para conocer mejor a quienes iban a ser sus dos inmediatos colaboradores, pudiendo comprobar que el retrato hecho por Alba, aunque escueto, era bastante preciso. La veteranía fue el denominador común de los tres y la mejor aliada de Sancho para que aquellos dos curtidos personajes, tan diferentes entre sí, aceptaran como la cosa más natural que el experimentado capitán fuera su jefe. Su conjunción facilitó la unidad de mando y muy pronto sus buenos efectos se notaron en la ciudadela, cuya estructura en tierra ya estaba concluida y empezaban a forrarse de piedra los bastiones del perímetro, un pentágono regular con una gran explanada en medio, donde más adelante se levantarían edificaciones para dependencias como la cocina y otras de menor importancia y de carácter secundario en el conjunto de la fortificación. Sancho se instaló con una tienda en la parte más alejada del río para no entorpecer los trabajos que se iban a concentrar en la muralla cercana a la corriente de agua, y una vez que estuviera fortificada con piedra proseguirían las tareas en los dos paramentos contiguos hasta concluir en el quinto y último, cerca del cual estaba la tienda de Sancho y otras en las que se alojaba parte de la guarnición. El lugar era un hervidero de gente que trabajaba afanosamente para concluir la ciudadela con presteza, carros cargados con piedras y vituallas, recuas de acémilas que llegaban con los aprestos necesarios, cuadrillas de canteros y albañiles, maestros de obras que vigilaban atentos los progresos de la obra, gritos, relinchos… Una babel, en fin, donde todos sabían qué tenían que hacer y lo hacían sin que el resto les importunara o entorpeciera, por lo que al final de cada jornada los progresos eran visibles.
La monotonía de la fuerza de la guarnición y de las brigadas de obreros que trabajaban en la construcción de la fortaleza se vio alterada días después por una fuerte indisposición que afectó a la mayoría de los que allí estaban; vómitos, colitis y fiebre alta eran las manifestaciones del mal, que tenía postrados a bastantes de los hombres en sus catres. El mismo Martín del Oyó era uno de los afectados. Sancho y Salvatierra habían estado ese día reconociendo el puerto y los alrededores de la ciudad, por lo que estaban libres de la afección y esa circunstancia les hizo pensar a los cirujanos que la enfermedad debería estar en algo que habían comido los de la ciudadela. La indisposición duró en la mayoría de los casos tres o cuatro días y poco a poco los hombres volvían a la rutina diaria. Pero no sucedió lo mismo con Francisco, también alcanzado por el mal y con progresivo empeoramiento, lo que hizo a Sancho encaminarse con él a la ciudad en busca de un remedio mejor que el que se distribuía en la ciudadela.
De acuerdo con las indicaciones que le habían dado, se presentó en una casa de las calles próximas a la plaza de la catedral. Era un edificio alegre y luminoso, de dos plantas. Al llegar a él, se apeó del caballo y cogiendo en brazos a Francisco, que deliraba por la fiebre, golpeó en la puerta. Al poco abrió una mujer alta, de tez muy blanca, pelo rubio, cara ovalada, nariz fina, gruesos labios rojos y ojos azules. Al ver a Sancho con el muchacho en brazos, preguntó sorprendida:
—¿Qué deseáis?
—Me han informado de que en esta casa vive un hombre sabio, que conoce las artes de curar…
—Os han informado mal —interrumpió secamente la mujer, cuya edad Sancho estimaba en torno a los treinta y cinco años—. No es aquí. Es en la casa de al lado.
—Os lo agradezco, señora.
Sancho se disponía a encaminarse a la casa indicada cuando de nuevo oyó la voz de la mujer:
—Pero él ya no está… Se marchó cuando empezaron los desórdenes.
—¿Conocéis por ventura a alguien que pueda ayudarnos…? El chico está muy mal —concluyó Dávila, mientras esperaba ansioso la respuesta de quien le abriera la puerta.
—No. No sé de nadie.
De nuevo, el tono de la voz de la mujer se había endurecido y se disponía a cerrar la puerta. Entonces Sancho volvió a hablarle:
—¿Podríais darle, al menos, un poco de agua? La fiebre le consume.
En ese momento, Francisco se quejó roncamente. Sus ojos se entreabrieron llenos de tristeza y su cara pálida dibujó un rictus de dolor. Entonces le miró la mujer y en su expresión afloró un sentimiento de ternura, pero duró sólo un instante.
—Aguardad. Os la traeré.
Sancho se sentía angustiado. Había puesto muchas esperanzas en aquella visita y había quedado totalmente chasqueado. Se preguntaba qué hacer cuando reapareció la mujer con un jarro lleno de agua. Como Dávila tenía las dos manos ocupadas sosteniendo al chico, ella misma se aproximó y le levantó la cabeza para ayudarle a tragar; entonces se fijó en el rostro infantil, transido de dolor, cuyos ojos la miraban con esperanza y agradecimiento en medio de aquel sufrir. Una mirada que conmovió a la mujer, que preguntó:
—¿Qué le pasa al niño?
—No lo sé —contestó Sancho, refiriéndole lo sucedido en la ciudadela, concluyendo su relato con el hecho de que Francisco no mejoraba, pese a los cuidados que le habían prodigado, lo que le impulsó a buscar remedio fuera; por eso estaba allí y por error había llamado a su casa. Mientras duró su relato, la mujer no había apartado sus ojos de la cara de Francisco, al que limpió el sudor y refrescó el rostro con su delantal blanco mojado en el agua que el chico no había querido.
—Pasad y dejadme al chico… —la mujer se había echado a un lado y le franqueaba el paso al interior de la casa, mientras añadía—: De fiebres entiendo más que nadie.
Sorprendido por tan radical cambio de actitud, Sancho no percibió el tono de resignada tristeza que había en la última frase de la mujer; entró en la vivienda y siguió el camino que le marcaba la dueña hasta llegar a una pequeña dependencia cerca de la cocina, donde había un lecho en el que fue depositado Francisco. La mujer le tapó con toda ternura y volviéndose a Sancho le dijo:
—Podéis marcharos. Aquí no sois necesario. Ya me encargo yo.
—Pero… —balbuceaba Sancho.
—No hay peros… ¿Queréis ver sano al chico?
—Claro que sí. ¿Cómo podéis dudarlo?
—Pues entonces confiad en mí y marchaos.
Sancho se acercó al lecho y miró a Francisco. La expresión de su rostro, que denotaba una ternura y afecto nada comunes, además de la profunda inquietud que le creaba una situación tan inesperada y poco usual, no pasó desapercibida a la mujer, que se sorprendió de que semejantes sentimientos pudieran existir entre los soldados, embrutecidos en los campos de batalla.
—¿Cómo podré pagaros lo que hacéis por él?
—No podéis pagarme. Mi paga será salvarle, si puedo.
—¿Me permitiréis venir a verlo?
—Podréis recogerle cuando esté bien… —de nuevo el tono seco y áspero de la voz de la mujer había aparecido, pero tras una pequeña pausa volvió a suavizarse—. Mas si queréis venir podéis hacerlo, aunque no dejaré que le veáis si me pareciera que la visita no le conviene.
—Descuidad, señora. Nada más lejos de mi intención que importunaros. Mi agradecimiento hacia vos será eterno por esto que hacéis.
La mujer estaba un tanto sorprendida. El comportamiento y la sensibilidad de aquel soldado distaban mucho de lo que ella había oído y visto entre la gente de armas e, insensiblemente, había llegado a la conclusión de que un hombre que había mostrado semejante ternura y consideración en sus gestos y palabras tendría que ser muy diferente del estereotipo militar. Por eso se decidió a preguntarle:
—¿Quién sois?
—Soy Sancho Dávila, señora.
—¿El castellano de Amberes?
—El mismo, señora —Sancho continuó hablando al ver la cara de sorpresa que la mujer había puesto—. ¿Os molesta que sea así?
—No me molesta. Me sorprende, pues nunca pensé que el hombre que iba a controlar esta ciudad sería como vos.
—Mi aspecto y mis ademanes, ¿deberían ser de otra manera… más brutales, tal vez?
—No me refería a eso, aunque en vuestra profesión hay mucho de brutalidad…
—¿Entonces, señora…?
—No sé… Ha sido como una corazonada. En realidad no me importa nada. Hace mucho tiempo que lo que sucede a mi alrededor carece de interés para mí y ni siquiera la situación que estamos viviendo me preocupa… Y ahora marchaos, os lo ruego.
La mujer salió de la estancia y por el pasillo se encaminó a la puerta de la calle. Sancho la seguía y le preguntó:
—Y vos, ¿cómo os llamáis?
La mujer dudó antes de contestar. Finalmente, con la puerta abierta y Sancho ya en la calle, dijo:
—Agnes… Agnes van Meers.
—Gracias por vuestra ayuda. Volveré mañana.
Agnes no contestó, cerrando la puerta. Sancho montó en el caballo y emprendió el camino de regreso a la fortaleza. El animal marchaba sin prisas, mientras el jinete pensaba en lo que acababa de ocurrirle. Aún sentía la fascinación que le habían producido aquellos ojos azules, limpios como la primera luz del alba y profundos como un abismo, donde se reflejaban con prontitud todos los estados de ánimo de su dueña; apartar su vista de ellos le había costado un gran esfuerzo a lo largo de la conversación, temiendo que su insistencia en mirarlos pudiera molestar a la mujer, de la que también había percibido su olor cuando se aproximó para darle de beber a Francisco, un olor limpio y grato, como los de aquellas rosas romanas cuya fragancia siempre le había deleitado. No entendía cómo la sequedad y frialdad iniciales de Agnes habían dado paso a tan caritativa solicitud y él no sabía si hacía bien o no en dejarle a Francisco para que le cuidara. No se explicaba por qué no había opuesto la menor resistencia… Pensando en el porte de la mujer, en sus ademanes, en la casa donde vivía, llegó a la conclusión de que era una dama muy diferente de las muchas mujeres con las que hasta entonces se había relacionado, todas ellas criadas, prostitutas, amigas y esposas de compañeros de armas… Agnes le parecía estar más cerca de las mujeres de altos jefes y funcionarios que de las otras; podía ser perfectamente la esposa de un magistrado, de un comerciante acomodado, incluso de un hidalgo o un título provinciano si viviera en Castilla. Pero si era una dama distinguida, ¿por qué en su casa no había nadie más que ella? Pues él no había visto ni siquiera a una criada… Demasiados enigmas para responder sin más elementos que una simple conversación y una visita que había durado unos cuantos minutos… Cuando ascendía por la pequeña rampa que conducía a la puerta principal de la ciudadela Sancho dio por terminada su meditación y concluyó que había conocido a una mujer especial, incluso llegó a pensar que era una mujer excepcional.
Francisco tardó en recuperar la salud unos siete u ocho días, aunque desde el segundo ya se advertía mejoría. Todas las tardes, cuando faltaban dos horas para ponerse el sol, Sancho acudía a casa de Agnes, donde la encontraba frecuentemente acompañada, unas veces por un hombre de unos sesenta años y aspecto grave, vestido de negro, que el castellano pensó era un calvinista recalcitrante y que resultó ser tío de Agnes; otras veces la acompañaba una sirvienta muy mayor, de rostro endurecido y arrugado, que demostraba su desagrado por la presencia de Dávila sin que éste comprendiera si tal desdén nacía por ser él un hombre o por ser español. Tanto ella como el tío abandonaban la casa en cuanto tenían oportunidad, quedándose Agnes y Sancho solos durante el resto de la visita, que se alargaba hasta la proximidad del ocaso.
En los momentos en que estaban en la casa nada más que ellos dos y Francisco, los minutos pasaban rápidos en una amena conversación que discurría con fluidez por los más variados temas, y en cuyo transcurso los interlocutores contrastaban vivencias y experiencias sin ser plenamente conscientes de ello. Eran charlas distendidas en las que se fue despertando entre ellos un mutuo interés y gracias a las cuales Agnes pudo saber muchas cosas de la vida anterior de Sancho, mientras que éste se enteró de que ella se había casado muy joven con un muchacho al que conocía desde pequeño, pues sus familias, dedicadas al comercio colonial, habían hecho negocios juntas muchas veces; al poco tiempo de casarse, tan sólo unos meses después, el marido de Agnes se marchó con unos barcos para tratar de aumentar el volumen del comercio familiar; regresó ocho meses más tarde y venía enfermo, con unas fiebres cogidas en lejanas tierras de ultramar, allá por Asia, fiebres que se lo llevaron a la tumba en treinta días, después de contagiar a sus padres y a su hijo de tan sólo unos meses de vida. Tras enterrar a su esposo, Agnes se hubo de ocupar de su padre, que moría al poco tiempo, y le siguió su esposa, todos víctimas de las mismas fiebres intensas e inmisericordes. Para entonces el mal ya había anidado en el bebé, cuya fragilidad le dejó sin opciones para resistir la enfermedad, muriendo una aciaga madrugada. Agnes creyó enloquecer ante tal cúmulo de desastres; su prematura viudedad le rompió la esperanza en la vida; la muerte de su hijo convirtió sus sentimientos en un erial yermo; la desaparición de sus padres la hizo desentenderse de todos los negocios familiares, que ahora llevaba su tío, ese que Sancho encontraba en alguna de sus visitas y gracias al cual ella había sobrevivido, pues fue quien más procuró ayudarla en su desesperación y quien puntualmente le entregaba el dinero que necesitaba. Así llevaba ya cinco años; sus familiares y amigos habían intentado buscarle un segundo matrimonio, pero sin éxito, por lo que decidieron dejarla a su aire, de forma que su existencia corría monótona, sin alicientes y con horizontes muy limitados, pues temía que la vida siguiera lastimándola y persiguiéndola. Por eso no quería tratos con nadie ni mucho menos implicarse en situaciones que pudieran alcanzar sus sentimientos. No quería ni siquiera tener a alguien en su casa, de manera que unas criadas, enviadas por su tío, la visitaban de mañana, le arreglaban y limpiaban la vivienda y se marchaban antes de la comida. Coser, bordar y leer eran sus actividades preferidas, sobre todo leer, a lo que aprendió en su juventud y le deparaba las mayores evasiones de una realidad que en nada le atraía.
La llegada de Dávila supuso un torbellino de aire nuevo en su existencia. A menudo recordaba con fruición cuando en una de sus primeras visitas ella había subido al piso superior y cuando bajaba, azorada al notar a Sancho observándola desde el pie de la escalera, dio un pequeño tropezón; al verla a punto de caer, el soldado se adelantó y la recogió en sus brazos manteniéndola en alto, dando un pequeño giro y depositándola en el suelo con toda delicadeza. Fueron unos instantes en los que Agnes pudo percibir la fortaleza del ancho pecho del soldado y sus fuertes brazos rodeándola y manteniéndola en vilo sin aparente esfuerzo. Los dos quedaron sorprendidos al verse abrazados, y ella, la primera en reaccionar, al tiempo que empujaba para separarse, musitó:
—¡Qué torpeza! Gracias por evitar que me cayera…
—¿Estáis bien?
—Sí… sí.
Completamente ruborizada y ya libre de los brazos de Sancho, Agnes se había dirigido a una de las salas donde solían pasar gran parte del tiempo que estaban juntos. Pretextando buscar algo, procuró que Dávila no viera su cara enrojecida ni la agitación interior que le había producido aquel abrazo inesperado y furtivo. Una sensación que ella tenía olvidada y que ahora despertaba briosa e incontenible.
Y así, insensiblemente, pasaban los días, hasta que el mismo Francisco preguntó que cuándo podría volver a la ciudadela. Agnes y Sancho sabían que eso se produciría tarde o temprano. La pregunta del niño quedó en el aire largo tiempo, pues ninguno de los dos se atrevió a responder. La mujer pensó que con el chico se le iría la razón de muchas de sus nuevas ocupaciones diarias y la causa que en su ánimo había despertado una maternidad años ha olvidada, un sentimiento profundo y gratificante que empezaba a hacerla sentirse de nuevo mujer. Sancho temió que la marcha de Francisco fuera el final de su relación con Agnes; para evitarlo, le contestó al chico que esa decisión correspondía a su enfermera; cuando oyó que ella le decía que esperara unos días más, respiró aliviado. Pero eso era posponer el problema; la marcha era inevitable, y al producirse jornadas más tarde, Sancho aventuró cuando se despedía:
—Si no tenéis inconveniente, seguiré viniendo por las tardes para informaros de cómo se encuentra Francisco…
—Me agradará tener noticias suyas —Agnes respondió con rapidez y se dio cuenta de que podía dejar traslucir algo que no quería que Dávila percibiera, por lo que añadió—: Podríais traerlo también a él… algunas veces.
Así lo hizo Sancho, y en las dos semanas siguientes continuó sus visitas, llevando en alguna ocasión al chico, cuyo aburrimiento durante aquellas horas hizo que se le liberara de semejante servidumbre, por lo que el castellano acabó yendo solo, sin que Agnes hiciera el menor comentario al respecto. Los encuentros entre ambos discurrían con placidez. La conversación siempre era fluida, favorecida por las lecturas de Agnes y la formación que Sancho había recibido en Roma. Gracias a lo que le contaba su amiga, Dávila iba conociendo mejor a aquellas gentes y aquel país. Agnes, por su parte, procuraba no pensar en lo que esos encuentros significaban; sentía que la vida renacía en su interior y ello le deparaba una sensación tal de plenitud que no deseaba perderla por ningún concepto: al cabo de ocho años empezaba a vivir de nuevo.
A finales de mayo se presentó Lope en la ciudadela. Cuando estuvo en presencia de Dávila le dijo:
—Sancho, el duque de Alba me envía a buscaros.
—Portáis malas nuevas… ¿verdad? —Lope asintió—. Aquí ya habían llegado rumores de la rota del conde de Aremberg. Decid, pues.
—Como ya sabíais, Luis de Nassau había entrado en estas tierras con un ejército y andaba por Delfzijl con los ojos puestos en Groninga. El duque envió tropas contra él. Aremberg fue el primero en tomar contacto con el invasor y el 22 de mayo sentó su campamento frente al de Luis, pero éste, temeroso del choque, se retiró por la noche hacia la abadía de Heiligerlee; buscaba una posición más favorable y pareció encontrarla en aquel promontorio rocoso situado entre bosques, turberas y pantanos. Aremberg debía esperar para trabar la batalla al conde De Meghe, gobernador de Güeldres, quien le apoyaría con mil quinientos hombres. Sin embargo, Aremberg cedió a la presión de la infantería española que llevaba entre sus hombres y siguió a Luis; cuando le alcanzó, se lanzaron al ataque sin esperar a Meghe y aquello acabó en desastre. Nuestros hombres se empantanaban en los barrizales, donde eran cazados fácilmente por los enemigos; la dificultad del terreno hizo que se dividieran en grupos, siendo batidos por separado; el mismo Aremberg, en lo más encarnizado de la pelea siempre, murió de un arcabuzazo, y aunque llegó Meghe poco después, la suerte de la batalla ya estaba decidida, pues las cinco coronelías de alemanes, al ver muerto a su jefe, se entregaron; de los españoles murieron cuatrocientos cincuenta, incluidos tres capitanes y siete alféreces. Entre las pocas bajas enemigas se encontraba Adolfo de Nassau, un joven fogoso e inexperto, hermano de Luis y de Guillermo de Orange.
Lope interrumpió el relato mirando la cara de Sancho, absorto en sus pensamientos, pero que instantes después reaccionaba preguntando:
—¿Qué pasó después?
—Meghe se ha retirado a Groninga, reforzando su guarnición, y allí se presentó Luis, pero no puede nada contra ella, como tampoco puede controlar a los doce mil hombres que manda, faltos de pagas y autores de desmanes y desafueros por donde pasan o están. Nuestro señor, el duque de Alba, ha decidido salir personalmente al campo para acabar con Luis antes de que su hermano Orange pueda intervenir y complique más la situación. Teme que la derrota de Aremberg anime a los indecisos y que la población de Frisia, tranquila hasta el momento, acabe por inclinarse hacia los rebeldes.
—¿Cuándo piensa salir?
—Está preparando las tropas a toda prisa, pero el Tribunal de los Tumultos ya ha emitido sentencias y muy pronto les tocará el turno a los dos hombres más ilustres que han sido juzgados. Lo más probable es que el duque espere hasta que se publiquen esas sentencias, que son inminentes, y luego, a toda prisa, se dirigirá en busca de los rebeldes.
Después de la entrevista con Lope, Sancho se sintió malhumorado y reticente. Sólo cuando caminaba por la tarde hacia casa de Agnes se percató de ello y descubrió que su estado de ánimo se debía a que la nueva campaña iba a apartarle de aquella mujer, a la que tendría que explicar que se iba. Ella percibió algo raro en Dávila, que no estaba nada locuaz y con frecuencia se perdía en sus pensamientos; para salir de dudas le preguntó si le pasaba algo.
—Nada y todo, Agnes —respondió Sancho, que al ver la mirada de interrogación que ella le dirigía continuó—: ¿Os acordáis de que llegaron nuevas sobre una rota de tropas del rey en campo abierto? —ella asintió—. Pues esas noticias se han confirmado; el duque de Alba va a salir contra Luis de Nassau y quiere que yo le acompañe… Mañana marcharé para Bruselas…
—¿Estaréis mucho tiempo fuera?
—Eso nadie lo sabe… Lo que dure la campaña… Si no le derrotamos antes, hasta la llegada del invierno… ¿Me permitiréis visitaros a mi vuelta?
—No estoy segura de que queráis hacerlo… ni de que yo lo desee.
La noticia no le había gustado nada a Agnes. La cogió completamente por sorpresa, pues en ningún momento se le había ocurrido pensar que Sancho, como soldado que era, podría ser requerido allá donde hiciera falta, hecho con el que ahora se enfrentaba de sopetón. Por otro lado, la relación con el castellano de Amberes estaba levantando habladurías entre sus paisanos, que la consideraban amancebada con el personaje más odiado de la ciudad por los simpatizantes de los rebeldes; unas habladurías que a Agnes no parecían importarle gran cosa, por más que su círculo de amistades se redujera y ya no aparecieran por su casa personas que antes iban a visitarla con cierta frecuencia. Su tío había obviado el tema; durante mucho tiempo había querido que su sobrina rehiciera su vida y en el fondo se alegraba de que la joven volviera a disfrutar de la existencia, pero le desagradaba que hubiera sido un extranjero papista al servicio del rey el que lograra sacarla de su apatía. Sancho oyó con zozobra la frase final de Agnes, a la que preguntó:
—¿Me privaréis de vuestro trato? ¿Os he molestado en algo?
—No se trata de eso… es que no creo que esto conduzca a nada, salvo a buscarme más complicaciones…
Agnes se dio cuenta de que estaba siendo deliberadamente desagradable y que deseaba lastimar los sentimientos de Sancho, de la misma forma que él involuntariamente había herido los suyos al comunicarle su marcha; por ello intentó suavizar la situación:
—Y Francisco, ¿qué haréis con él?
—Se quedará aquí con mi teniente… Ya le he dicho que no deje de visitaros en mi ausencia… Os quiere mucho y os está tan agradecido como yo por lo que hicisteis…
—Ya os dije que no tenéis que agradecerme nada…
Tras una larga pausa, Sancho se levantó y dijo:
—Es tarde. Debo irme… Aún no me habéis respondido… ¿Puedo volver?
Habían llegado a la puerta de entrada, que Agnes abrió; cuando Sancho ya estaba en la calle, ella respondió:
—Ni siquiera sé qué ocurrirá mañana… Ya veremos. Id con Dios.
Agnes cerró la puerta y apoyándose de espaldas en ella maldijo en silencio a todos los hombres, estúpidos seres que se enzarzaban en descabelladas guerras y en empresas inútiles, sin darse cuenta de que la vida ya tenía tragedias tan espantosas que no era necesario buscarlas ni crearlas con aquellos enfrentamientos armados. Se había enfurecido por la impotencia que sentía ante la situación que alejaba al hombre cuyo trato la iba devolviendo a la vida, a la que renunció cuando murió su marido, también lanzado a una aventura que le pareció absurda entonces y a la que nunca encontró sentido después, una aventura que acabó con su familia y destrozó su existencia dejándola tan sola y sintiéndose tan desamparada que deseó mil veces la muerte. En esa tesitura, temía que la historia volviera a repetirse y ya empezaba a lamentar haber dado cabida en su vida a aquel soldado llegado del sur. Si hubiera seguido encerrada en su pequeño mundo ahora se ahorraría muchas penas y angustias. Sus lamentos la llevaron a culparse por haber atendido a Francisco y trabado amistad con Sancho, preguntándose cómo se le ocurrió hacer semejante cosa, contraviniendo la conducta que había seguido desde hacía años, rehuyendo el trato de los hombres para evitar un nuevo enamoramiento y esquivando el roce con los niños, que le recordaban al hijo que perdió. Por su parte, Sancho estaba desconcertado una vez más. Entendía que Agnes pudiera molestarse, pero se le escapaba la razón de la acritud de sus palabras y del radical cambio de actitud hacia él. Todavía pensaba en ello cuando llegó a la ciudadela, donde le esperaban Martín del Oyó y los maestros de obras, con quienes estuvo hablando más de una hora planificando que no decayera el ritmo de los trabajos y lo que debería hacerse en la fortaleza durante su ausencia. Luego, cuando se quedaron solos, le dijo a su teniente sobre Francisco:
—Martín, colocad al chico en un lugar apartado de los soldados… No quiero que sea víctima de sus bromas ni de su torpeza carnal…
—Descuidad, Sancho… Ya tengo previsto el sitio… Yo podré vigilarlo y él no se dará cuenta de que lo observo. Estará en uno de los almacenes de los víveres, desde donde no puede oír ni siquiera las conversaciones de los hombres y si alguno intenta llegar hasta él tendrá que pasar por delante de mí… ¡Estad tranquilo!
Sancho llegó a Bruselas a tiempo de presenciar los dos ajusticiamientos más sonados de los dictados por el Tribunal de los Tumultos, una coincidencia que le repugnó. El ambiente que encontró en la ciudad no podía ser más tenso a causa de las ejecuciones de Van Staelen y otros, que habían tenido lugar el día 1 de junio, fecha en que se declaró terminado el sumario instruido contra Egmont y Horn, a quienes condenó el tribunal a la pena capital, que debería aplicarse al día siguiente. Conocida la sentencia, ambos nobles fueron conducidos desde Gante nuevamente a Bruselas y recluidos el día 3 en el Bivodhuis, frente al Ayuntamiento. El día 4, el tribunal —a cuya sesión asistió Alba— ratificó la sentencia. El duque mandó llamar al obispo de Yprés, a quien dio el encargo de comunicar a los condenados cuál y cómo sería su fin, pues la sentencia se aplicaría al día siguiente. Egmont, resignado a su destino, confesó y comulgó, además de escribir al rey pidiéndole que tuviera en cuenta los servicios prestados para que no dejara abandonados a sus hijos y a su mujer.
A las diez de la mañana del día 5 Egmont fue conducido desde la llamada Casa del Rey hasta la plaza del Sablón entre Julián Romero y el obispo de Arras. El condenado caminaba con serenidad; la multitud se apiñaba a su paso; en cada esquina redoblaban los tambores; la plaza estaba literalmente tomada por los hombres de armas, pues en previsión de posibles alteraciones del orden Alba decidió colocar en ella las fuerzas de la guarnición, de modo que aquel recinto se convirtió en un bosque de picas que dificultaban la visión a muchos de los asistentes. También estaban los arcabuceros y parte de la caballería. Una ligera brisa hacía ondear los gallardetes creando un falso aire de fiesta. Egmont pasó entre las formaciones y saludó con tristeza y pesar a varios capitanes que habían servido a sus órdenes en campañas anteriores; luego subió con gravedad al cadalso, forrado de negro, situado en medio de la plaza, donde esperaban unos sacerdotes y algunos soldados con estandartes, entre ellos el de las armas reales y el de Alba; el condenado besó un crucifijo que habían colocado en un pequeño altar en el mismo cadalso, se arrodilló en un cojín en el suelo y mientras se encomendaba a Dios, con un mandoble el verdugo le cercenó la cabeza, que cayó rebotando en el tablado. Poco después le tocaba el turno a Horn, asistido por un sacerdote de La Chapelle; el mismo Julián Romero le ayudó a subir al patíbulo y murió de manera parecida a su compañero. En la plaza, muchos de los presentes acudieron a mojar sus pañuelos en la sangre de los dos ajusticiados como muestra de solidaridad, afecto y pesar. Las cabezas cercenadas permanecieron expuestas públicamente durante tres horas, al cabo de las cuales se restituyeron a los cadáveres, conduciéndose el de Egmont al convento de Santa Clara y el de Horn a la iglesia de Santa Gúdula, patrona de Bruselas, donde fueron velados hasta el entierro, realizado al día siguiente. La noticia corrió de boca en boca y de pueblo en pueblo provocando gran congoja en las gentes.
Un ominoso augurio flotaba en el aire. Católicos y protestantes estaban convencidos de que después de las circunstancias en que se había producido la muerte de ambos condes las cosas serían diferentes. Las noticias que llegaban de movimientos de tropas rebeldes alentaban internamente a unos tanto o más que inquietaban a otros. Y en esa situación, Sancho Dávila había abandonado Amberes y se preparaba para una nueva campaña.
Alba decidió responder a Luis de Nassau con toda contundencia; había ordenando a sus fuerzas, en torno a quince mil hombres, concentrarse en Deventer, adonde llegarían también dieciséis piezas de artillería de Malinas, y envió una flota a Delfzijl para que anclara ante la plaza. Cuando el 10 de julio llegó Alba con Dávila y sus colaboradores directos a Deventer, todo estaba dispuesto; allí estaban Chapín Vitelli, Bracamonte, Lope de Figueroa, Londoño, Julián Romero… Al verlos y contemplar el aspecto de sus hombres, Alba se sintió seguro y complacido; inmediatamente se pusieron en marcha y cuatro días después entraron en Groninga, sin que Luis pudiera impedirlo, aunque al ver llegar los refuerzos reales consolidó sus trincheras al norte de la ciudad, en una posición que Alba analizó con detenimiento, comprobando que era un terreno esponjoso, falso, con pequeños prados y cruzado por diques y caminos; en definitiva, poco apto para la caballería y la artillería. Por eso, el duque decidió inquietar a los rebeldes con ataques de los arcabuceros, que ya se mostraban habilísimos en ese tipo de operaciones. Luis decidió entonces retirarse en espera de mejor oportunidad, preparando puentes sobre los canales para facilitar la marcha de sus hombres, y a fin de proteger su retroceso dispuso una maniobra de diversión consistente en lanzar hacia delante, como si atacara, una gruesa columna. Eso era lo que esperaba Alba, tener un enemigo compacto y a su alcance, así que cargó con los hombres que le quedaban disponibles, en un ataque demoledor que les causó trescientas bajas y desarticuló por completo la columna atacante, que se retiraba en desorden; cuando el resto del ejército de Luis advirtió lo sucedido, se desataron las prisas y el pánico cundió en la retaguardia, donde los hombres pensaban más en salvarse que en luchar, por lo que se apiñaban en los puentes, que se hundían incapaces de soportar el peso de tantos como querían pasar al mismo tiempo. Pero esta circunstancia fue la salvación del resto, pues los hombres de Alba no pudieron cruzar, dándoles a los que huían la oportunidad de reorganizarse y tomar el único camino que tenían a su alcance, el de Schlochteren y Wedde. La retirada les había costado otras seiscientas bajas.
Don Fernando acordó con sus oficiales dar descanso a las tropas hasta el día siguiente, mientras equipos de pontoneros preparaban los pasos para continuar la marcha. Por su parte, Luis de Nassau unió a sus fuerzas las que tenía en Appingedam, Delfzijl y Schlochteren, acampando con todas ellas en la orilla izquierda del Ems, cerca de Gemmigen, en las proximidades de la desembocadura del río. La posición estaba bien elegida y se atrincheró en ella con acierto, pero no se percató de que a sus espaldas sólo había una salida, el puente de Reyden, cuatro leguas por encima del campamento. Alba advirtió enseguida tal circunstancia y envió a Sancho Dávila con dos compañías de caballería y otra de arcabuceros a caballo para apoderarse del paso y de una casa que había en sus proximidades; la empresa no era fácil, pues además de tener que dar un gran rodeo, la marcha en aquellos lugares era muy fatigosa por la cantidad de fosos que encontraban a su paso; finalmente, tras pasar el río y varios canales a nado, Sancho apareció con los suyos cerca del puente, trabándose una dura escaramuza que se resolvió a favor de los realistas, retirándose los rebeldes. En toda la operación, Salvatierra había estado en las proximidades de su jefe, que pudo comprobar su experiencia en combate y su habilidad para dirigir a los hombres; luchaba a su lado, los animaba, los prevenía, bromeaba, gritaba, maldecía… todo un torbellino de acciones que enardecía a los que estaban a su alrededor. Desde ese momento, Sancho pensó que sus espaldas estaban bien cubiertas y eso le dio seguridad y se sintió agradecido respecto a su sargento mayor.
El de Nassau había quedado atrapado en el ángulo formado por el golfo y el río; Alba colocó sus tropas delante de él, de forma escalonada para que pudieran ayudarse mutuamente, y el 21 de julio empezó el ataque. Dávila fue el primero en entrar en acción; con treinta de los suyos se adelantó para tantear al enemigo, pudiendo comprobar sus posiciones y facilitar informes precisos de cómo estaban situados; de acuerdo con ello, reforzó su grupo y comenzaron las escaramuzas. Detrás de él fue Julián Romero con quinientos arcabuceros y trescientos mosqueteros. Les siguió Londoño con otros mil arcabuceros. El enemigo los recibió con fuego intenso de arcabucería, de manera que el paisaje se llenó de estampidos y movimientos de hombres que procuraban batirse a distancia; los de Luis, en posiciones más altas, se esforzaban por mantener a los realistas en los llanos para que fueran anegados por las aguas que se desbordaban al romper diques y abrir esclusas. Alba movía al resto de sus tropas con precisión, de forma que aunque los diversos grupos no se veían entre sí por estar separados por diques y canales y marchar por los espacios intermedios, actuaban al unísono gracias a las disposiciones de su general. Luis creyó que Dávila y Londoño, situados en el centro del ataque, iban solos y decidió atacarlos abiertamente, incluso con barcas cargadas de arcabuceros que marchaban por los canales. La situación se mantenía indecisa, sin que se supiera claramente cómo discurriría el resto de la batalla, pero entonces se produjo un hecho inesperado para todos, salvo para sus protagonistas y Alba: Lope de Figueroa irrumpió con sus hombres como un torbellino entre los enemigos, distraídos por Dávila y Londoño, y en un movimiento fulminante penetró en el campamento rebelde. Sobre esa línea el duque concentró nuevos esfuerzos y muy poco después Dávila entraba en el campamento expulsando también a los pocos que resistían aún; luego César Dávalos cargó con sus hombres contra los que huían, precipitándolos en el río, que en aquel sitio corría ancho y revuelto: era el comienzo de una persecución que duró toda la noche y el día siguiente completo. En realidad aquello fue una matanza, pues los rebeldes no fueron capaces de organizarse para resistir o retirarse, no les preocupaba nada más que su propia salvación y ello fue lo peor para todos: quedaron sobre el campo en torno a ocho mil quinientos, una elevada cifra de bajas que le hizo escribir al cardenal de Bentivoglio que «la batalla fue tal que sin duda pocas veces habrán sucedido en que más daño recibiesen los vencidos y menos los vencedores».
Cuando llegó la noche, Alba ordenó a Vitelli que las tropas se alojasen donde estaban y que descansaran. Él escribió a su rey con el resultado de la batalla, lamentando que el triunfo no hubiera sido aún más rotundo. Luis de Nassau se salvó cruzando a nado el Ems y adentrándose en Alemania con la parte de sus hombres que no se había apartado de él; los demás supervivientes se dispersaron o se entregaron prisioneros a los vencedores. El 23 de julio Alba consideró terminada la campaña; regresó a Groninga, donde dejó guarnición y las trazas de un pequeño castillo como refuerzo de la defensa de la ciudad; también mandó fortificar Delfzijl y al tener noticias de unos desmanes en Dams cometidos por los soldados del tercio de Cerdeña, lo disolvió y luego lo reformó, degradando a Gonzalo de Bracamonte, su maestre de campo.
Fueron operaciones que se llevaron a cabo en agosto y los inicios de septiembre, tiempo en el que el duque vigilaba y aguardaba los movimientos del ejército que Guillermo de Orange preparaba en los alrededores de la abadía de Romeridorff, cercana a Tréveris. Al finalizar el mes contaba con unos veinte mil hombres de a pie, nueve mil de caballería, veinte cañones de campaña y seis de batir. Todos los efectivos eran alemanes y crearon la primera dificultad, bastante seria, cuando se amotinaron antes de empezar la campaña, en un tumulto del que el propio Orange salió herido de un arcabuzazo, aunque sin gravedad. Alba había podido reforzarse algo con la recluta del grueso del tercio de Flandes, gracias a la llegada con dinero desde España de don Fadrique de Toledo, su primogénito. En previsión de los movimientos de su enemigo, el duque dispuso sus tropas escalonadas en el Brabante y a lo largo del Mosa; él estableció su cuartel general en Maastricht, que consideraba el lugar más amenazado, y organizó una red de enlaces que le permitiera concentrar sus fuerzas allí en menos de tres días.
Orange dividió su contingente en pequeñas partidas e hizo un sinfín de movimientos, logrando confundir a Alba. Orange simuló un ataque sobre Lieja y la noche del 6 de octubre, con todo sigilo, por el vado de Stocken cruzó el Mosa y entró en el Brabante. Al saberlo, don Fernando movió sus tropas, protegiendo la amplia zona de Malinas, Tirlemont, Lovaina, Bruselas y Amberes y empezó a hostigarlo constantemente por medio de encamisadas rápidas y constantes, que desestabilizaban al enemigo y dificultaban su aprovisionamiento hasta el punto de que el hambre y el desorden aparecieron entre ellos, reforzados el 19 de octubre por tres mil infantes y quinientos caballos hugonotes franceses. Pero Alba no cambió su estrategia. Siguió fiel a su táctica de hostigar al enemigo, sin trabar la batalla decisiva a no ser con la seguridad de ganarla; mientras, pequeñas acciones, rápidas y fulgurantes, continuaron minando la moral de Orange y los suyos, entre los que acciones sin importancia en principio se convertían en desastres, como ocurrió cuando cruzaban el riachuelo Ghet, operación en la que sufrieron más de dos mil bajas al caer los de Alba sobre la retaguardia. Para colmo, el lluvioso otoño había aumentado el caudal del Mosa de tal forma que Orange no podía vadearlo, pues carecía de barcas, y las condiciones en que se desenvolvía su gente favorecieron la aparición de una epidemia que se contagió con rapidez entre sus hombres. Guillermo se sintió bloqueado entre el río y el ejército de Alba, por lo que decidió cargar contra Tirlemont, pero tuvo que retirarse y de nuevo los soldados realistas, ahora ayudados por los paisanos, castigaron su retaguardia. Desde entonces, Lieja fue el objetivo que se propuso conseguir Orange, cercándola el día 1 de noviembre, aunque sin conseguir nada positivo, por lo que el día 5 decidió levantar el cerco y, ante la imposibilidad de cruzar el Mosa, se encaminó hacia la frontera francesa con toda rapidez. Si bien la operación no le resultaría fácil.
En efecto. En su retirada, Guillermo pasó por Gemblours, Gosselies, Binche, Quesnoy, Bouchain y Cateau-Cambrésis, donde intentó el último saqueo; con Alba siempre castigándole su flanco derecho mediante rápidos golpes de mano, sus bajas se sucedían. Tan sólo a la salida del Brabante tuvieron los orangistas una oportunidad, pues cuando las tropas de Alba cargaron contra su retaguardia ésta resistió dando tiempo a que acudieran fuerzas en su ayuda, sembrando el desorden entre las compañías de españoles y alemanes que atacaban; un trance que se pudo corregir gracias a la rápida intervención de Sancho Dávila y César Dávalos, que acudieron con sus hombres; la pelea fue tan enconada que tanto César como Sancho resultaron heridos. Este fue alcanzado en un muslo por un golpe de alabarda, obligándole a permanecer retirado de la acción durante una semana, en cuyo transcurso se consumó el desastre de los invasores, que continuaban su retirada, dejando rezagados por doquier, exterminados por los paisanos católicos de Namur y Hainaut o por sus perseguidores.
Alba esperó unos días en la frontera, pues sin caballería no tenía posibilidades de continuar persiguiendo a Orange. Cuando vio que la situación estaba totalmente despejada decidió volver a Bruselas y ordenó el regreso de sus tropas a los alojamientos habituales: Mondragón a Deventer; Alonso de Ulloa a Maastricht, Bolduque, Weert y Grave; Sancho de Londoño a Utrecht, Bomel y Worcum… Sancho acompañó al duque a la capital, adonde llegaron en los primeros días de enero de 1569, haciendo una entrada triunfal. El éxito de la campaña se había extendido con rapidez por toda Europa, admirada nuevamente por el genio militar de Alba. En Roma, el papa Pío V le consideró el nuevo paladín de la cristiandad y le envió un sombrero y un estoque, guarnecido de oro y pedrería, bendecidos en San Pedro. Terminada la guerra, el duque podría pensar prioritariamente en el gobierno.
Desde Bruselas Dávila se encaminó a Amberes. Hasta el ruido de los cascos de su caballo en el suelo parecía repetir las preguntas que se hacía a cada momento respecto a Agnes y que le machacaban la cabeza: ¿seguirá en Amberes? ¿Querrá verme? ¿Qué actitud tendrá?
Los resultados de las acciones militares se fueron conociendo con rapidez por todo el país. Agnes, que había limitado su existencia al recinto de su casa y al ámbito familiar desde que sufriera la pérdida de los suyos, se sorprendió en numerosas ocasiones durante aquellos meses con una sensación de desazón e inquietud, sensación que se le alivió momentáneamente cuando entre las primeras noticias que llegaron de la guerra oyó algunas de las acciones realizadas por Sancho. Analizando el hecho, hizo un descubrimiento que la alarmó inicialmente: no le interesaba el resultado de las operaciones, sino saber que Dávila seguía vivo. Al descubrir tal realidad, la desechó por descabellada, pero cuando con el paso de los días volvieron la desazón y la inquietud, Agnes empezó a rendirse a la evidencia y abrigó de manera creciente el deseo y la esperanza de que Sancho volviera indemne.
Finalizada la campaña, las tropas empezaron a volver a sus acuartelamientos y en Amberes no tardó en saberse que el castellano regresaba victorioso. Agnes vivió aquellos días con ansiedad e inquietud, embargada por sentimientos contradictorios; su razón le indicaba que lo mejor era que Dávila desapareciera de su vida para siempre y ella pudiera retomar su existencia anterior, apartada, anodina y estéril, sin sufrimientos ni alegrías; pero su naturaleza y sus sentimientos habían despertado y le hacían desear el reencuentro con Sancho, el hombre que a través de un niño la había vuelto a la vida, a sentir de nuevo.
El día en que a media mañana llegaron Dávila y sus hombres, cruzando ostensiblemente la ciudad, Agnes estuvo con el alma en vilo; en más de una ocasión le pareció que llamaban a la puerta, poniendo atención extrema por si la llamada se repetía y lamentando que eso no sucediera; a veces, el corazón le latía aceleradamente al tiempo que los recuerdos se agolpaban en su mente alentando deseos que ella se esforzaba en reprimir, desatando en su ánimo una lucha feroz entre la razón y los sentimientos que la dejaba agotada.
Nada más llegar, Sancho recorrió la ciudadela con Martín del Oyó, que le fue informando de la situación. Los adelantos eran evidentes y aquello empezaba a configurarse como una impresionante fortificación que avanzaba con ritmo rápido, como demostraba el enjambre de obreros que afanosamente desarrollaban sus tareas. También vio a Francisco, que le tributó un cálido recibimiento y no cesó de hacer preguntas sobre lo sucedido en campaña, preguntas de carácter general que personificaba en Sancho, al que había idealizado concediéndole el papel de vengador de su padre, un papel que elevaba a su protector a la categoría de héroe y le hacía sentirse seguro bajo su amparo, lo que permitió a Francisco ir superando su desgracia y adaptarse a la nueva situación. En los años siguientes, el niño crecería entre adultos, reservándose una parcela para sus juegos infantiles, por lo general en solitario y mimetizados por las actividades de los mayores que le rodeaban, sobre todo por cuanto hacía su héroe, el castellano de Amberes, al que miraba con indescriptible admiración cuando lo veía ejercer como tal. Francisco se convirtió enseguida en un personajillo de la ciudadela, conocido de todos los que allí estaban, que lo trataban con agrado y consideración, tanto por el chico como por no molestar a su protector.
Cuando por fin pudo quedarse solo, Sancho pensó en Agnes, cuya evocación le había estado rondando por la cabeza desde que el duque de Alba lo enviara de vuelta a Amberes. En los meses de campaña, el recuerdo de Agnes le había resultado tan grato como estimulante y en numerosas ocasiones deseó volver a su lado, sentimiento nuevo para él, pues nunca mujer alguna lo había despertado en su alma, ni siquiera la romana Carolina, cuyo recuerdo aún conservaba vivo, pero dominado por el afecto y el agradecimiento, un recuerdo muy diferente a como vivió el de Agnes, mucho más pletórico y contradictorio, reconfortante unas veces, inquietante otras, moviéndole por sucesivos estados de ánimo que iban desde la exaltación a la duda, pasando por la melancolía, el deseo, la incertidumbre, el desaliento, la ternura… Tal cúmulo de sentimientos experimentaba que acabó por hacerse una pregunta a la que no quiso o temió dar una respuesta, y eso que se la repitió miles de veces durante la inactividad que le causara la herida de alabarda:
—¿Será amor esto que Agnes ha despertado en mí?
Después de comer, y pretextando el cansancio del viaje, Sancho advirtió a Salvatierra y a Martín del Oyó de que quería descansar. En realidad, deseaba seguir solo para decidir si esa misma tarde de su llegada iba a casa de Agnes o no. Quería hacerlo, pero le espantaba no ser bien recibido… o hallar la casa vacía. Cuando se aproximaba la hora en que habitualmente la visitaba antes de su partida, aún no había decidido qué hacer; optó por salir de la ciudadela y pasear con la esperanza de que sus pensamientos se aclararan. Cuando iba hacia la salida, Martín del Oyó hablaba con Salvatierra en la puerta principal de la fortaleza, junto a la guardia; ambos miraron un tanto extrañados a su jefe al verle acercarse caminando completamente absorto, pero no se atrevieron a interrumpir sus pensamientos porque al pasar junto a ellos dijo lacónicamente:
—¡Volveré luego!
Tras una pausa, los dos hombres continuaron hablando mientras veían al castellano alejarse hacia las calles próximas de la ciudad. Sin destino decidido, Dávila se puso a callejear por Amberes y sus pasos acabaron por llevarlo ante la casa de Agnes. Sorprendido y resignado, llamó a la puerta. Aguardó unos instantes que le parecieron eternos. Desde el interior no llegaba ningún ruido. Ante la falta de respuesta a su llamada pensó que no habría nadie en la casa, pero antes de alejarse decidió golpear de nuevo; la puerta en esta ocasión se abrió al momento. Agnes había oído la primera llamada y con el corazón latiéndole alocadamente en la garganta se acercó sigilosa a la puerta sin atreverse a abrir y deseando que fuera Sancho quien llamaba. Cuando de nuevo oyó los golpes en el exterior abrió de inmediato y ante ella apareció real la figura del hombre que tantas veces había recordado en los últimos meses. Sancho, nada más ver a Agnes, quedó preso de nuevo de la fascinación de aquellos ojos azules. Durante unos segundos ambos se miraron en silencio, un silencio que la mujer fue la primera en romper al preguntar:
—¿Vos? ¿Habéis vuelto al fin?
Sancho asintió y dijo a manera de disculpa o explicación:
—Me hubiera gustado hacerlo antes… En realidad, no quería irme…
Agnes retrocedió franqueando el paso al recién llegado, que entró y cerró la puerta tras sí, sin apartar sus ojos de los de la dueña de la casa, que volvió a tomar la palabra:
—¿Tantas y tan graves eran vuestras obligaciones aquí, en Amberes? —Sancho negó con la cabeza—. ¿Pues qué os podría retener aquí?
—Vos, señora… —Sancho habló sin rodeos y, al oírlo, Agnes enrojeció; al verla así, el castellano continuó—: Vuestro recuerdo me ha acompañado estos meses constantemente… Vuestros ojos han iluminado mis sombras; el eco de vuestra voz ha sido el bálsamo de mi angustia… El deseo de volver a disfrutar de vuestra compañía me ha permitido sobrellevar mi impaciencia… El regreso me inquietaba en extremo por si no os encontraba… Ahora, al fin, estoy aquí… con vos.
Al terminar de hablar, Sancho avanzó hacia ella, que completamente ruborizada retrocedió. El soldado se detuvo. Agnes respiraba entrecortadamente y se estrujaba las manos a la altura del cuello, con los brazos pegados al pecho, encogido y un poco inclinado hacia delante. Sancho la miraba atento y ansioso. Tras unos minutos, que se desgranaron con lentitud, la resistencia de Agnes se derrumbó y en susurros, con voz entrecortada, exclamó:
—Vuestra ausencia ha sido para mí un infierno; pensar que pudierais morir me quitaba el sueño… En mis desvelos me parecía oír vuestra llamada en la puerta… Las noticias sobre vuestras acciones alentaban mi vida porque me decían que vos conservabais la vuestra… —Sancho empezó a acercarse a ella, que esta vez no retrocedió; la tensión a la que había estado sometida desde la llegada del castellano había desaparecido, lo mismo que el rubor, pero sus mejillas permanecían coloreadas, resaltando su boca, sus ojos y los rasgos del ovalado rostro que a Sancho le pareció más hermoso y bello que nunca—. Aguardaba impaciente vuestro regreso… y ahora, al fin, estáis aquí… conmigo.
Dávila había llegado hasta ella, le puso las manos en los hombros y la atrajo hacia sí. Al ver que Agnes consentía en tal proximidad, la abrazó, notando al poco los brazos y manos de ella en la espalda. Él fue empujándola suavemente hasta la pared y pegó su cuerpo completamente al de la mujer, que tras un estremecimiento inicial vibraba intermitentemente. Sancho permaneció inmóvil, manteniendo el contacto y atento a las reacciones de ella, que él notaba claramente por la estrecha proximidad de ambos. Agnes sentía una excitación intensa, que se había desatado incontenible en su cuerpo tanto tiempo adormecido y yermo. Lentamente, separó la cabeza del pecho del soldado, con el rostro hacia arriba, entreabrió los labios, cerró los ojos y esperó. Instantes después notó la boca de Sancho sobre la suya y a través de sus párpados cerrados le pareció que una luz esplendorosa inundaba la entrada de la casa, que ella había mantenido oscura desde no sabía cuánto tiempo. Era como si aquella estancia fuera iluminada por un sol radiante, tan cálido como le resultaba el abrazo de aquel hombre cuya boca, en contacto con la suya, despertaba en su interior un torrente de deseo. Sancho percibía en su cuerpo y en sus sentimientos la intensidad anímica de Agnes, dando por bien empleada la espera y agradeciendo al cielo que hubiera puesto a aquella mujer en su camino. Aunque la deseaba febrilmente, Dávila sentía una placidez como nunca antes había experimentado. Procurando que ni sus cuerpos ni sus bocas se separaran, Agnes le fue llevando hacia el interior de la casa. Sobre una alfombra, entre cojines y almohadas, desnudos y envueltos en un lienzo, Agnes y Sancho volvían poco a poco a la realidad. Abrazados y en silencio, no sabían realmente el tiempo transcurrido desde la llegada del castellano, pero la escasa luz crepuscular que percibían por la ventana evidenciaba la inminencia de la noche. En aquellos momentos les parecía que sus cuerpos flotaban en el aire, como si fueran a disolverse en el ambiente, en la seguridad de que compartían el mismo sentimiento. Cada uno a su manera, pensaban que en sus vidas empezaba una nueva etapa y estaban dispuestos a vivirla con intensidad desde ese mismo instante. Por eso se abrazaban con fuerza y sentían tan reconfortante el contacto con el otro.