Bruselas

—Señor…

—Pasad, Sancho. Pasad y tomad asiento. Mientras se aproximaba a la mesa situada en el centro de la estancia, cubierta de papeles y en la que trabajaba don Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, Sancho Dávila observó el delgado rostro del aristócrata, que aún acusaba los efectos del penoso viaje realizado desde Cartagena, de donde salió el 27 de abril de 1567 con una flota de treinta y siete galeras de Juan Andrea Doria en las que iban embarcadas diecisiete compañías de infantería, reclutadas para la ocasión, compuestas por gente bisoña. Con él habían viajado también el veedor general Antonio Galíndez de Carvajal, los contadores Alonso de Alameda y Cristóbal Castellanos y el pagador general Francisco Lejalde. La travesía fue un suplicio para el recién nombrado capitán general del ejército expedicionario que debería reunirse en Milán con destino a los Países Bajos. En efecto, a consecuencia de un feroz ataque de gota, el duque tuvo que tocar en Niza, donde permaneció unos días buscando remedio para su mal; lo mismo hizo en Génova, que le tributó un delirante y multitudinario recibimiento que no disfrutó plenamente por un recrudecimiento de la enfermedad, provocando un retraso de varias jornadas. Cuando por fin llegó a Milán, se instaló en unas dependencias del palacio del gobernador, entonces el duque de Alburquerque, desde donde revisaba los últimos preparativos para emprender camino hacia Flandes. A su llamada, allí se presentó Sancho Dávila, que tomó asiento al otro lado de la mesa, frente a su superior.

—Hoy es 25 de mayo —el duque le hablaba sin levantar la vista de los papeles que clasificaba según su contenido—. Mañana al amanecer reuniré a la plana mayor del ejército para que comprueben si todo está en orden y si no, que resuelvan los inconvenientes que haya, pues partiremos el día 2 al salir el sol.

Alba se interrumpió mirando con más atención una de aquellas hojas. Sancho se sintió en la necesidad de responder:

—Por lo que he podido ver y oír, señor, todo parece estar presto…

—En esa confianza estoy, Sancho. Estoy repasando todas las providencias tomadas para cerciorarme, una vez más, de que se cumplen las órdenes del rey tal y como él lo ha mandado… don García de Toledo, virrey de Nápoles, ya ha enviado los tercios de Nápoles, Cerdeña y Sicilia… son gente veterana y aguerrida… el núcleo del ejército. Ya le he enviado trece de las diecisiete compañías de reclutas que he traído desde España para que sustituyan a los tercios en sus guarniciones habituales; las otras cuatro se han incorporado al tercio de Cerdeña; desde que comenzó la concentración en Milán los oficiales han estado preparando a otros tres mil ochocientos españoles bisoños, cuya instrucción no podemos descuidar y deberá acelerarse para que llegado el momento cumplan…

—El viaje es largo, señor, y en algunas zonas no muy seguro…

—Cierto, Sancho. Nuestra marcha va a levantar muchas suspicacias en Europa. Por eso se han tomado ciertas prevenciones… Alburquerque ha enviado a Juan de Albirola a los cantones suizos y con Marco Antonio Basso pondrán en antecedentes a los naturales; allí permanecerán hasta que pasemos; también ha levantado Alburquerque aquí cuatrocientos caballos y jinetes, que vendrán con nosotros a Bruselas, lo mismo que los alemanes que el rey había destinado a Malta, tras liberarla de los turcos hace dos años; nuestro paso por Saboya se verá facilitado por quinientos gastadores, que ya están preparados y nos irán abriendo camino… Creo que conocéis a don Bernardino de Mendoza, ¿no? —al ver el gesto afirmativo de Dávila, el duque continuó—: Ha salido hacia Lorena para asegurar la amistad del duque de ese territorio y su apoyo a la expedición… Francisco de Ibarra, proveedor general del ejército, ha salido para Borgoña con los recursos necesarios a fin de construir dos puentes de barcas sobre el Ródano, que necesitamos para que pase la gente, operación que custodiarán dos mil cien italianos que levanta el duque de Saboya para tal fin…

El duque se interrumpió y, tras un largo silencio, que empleó en acabar de ordenar los papeles que tenía delante, se recostó en el sillón y miró a Sancho, diciéndole:

—Bueno. Todo parece en orden. Mañana tendremos reunión con los jefes y oficiales y… en unos días partiremos. Os he llamado porque, como jefe de mi guardia que sois, deseo saber qué impresión tenéis de los hombres que la componen.

—Como sabéis, están alojados conmigo en el castillo. Los he seleccionado como mejor he sabido y creo que componen un buen grupo de veteranos, expertos y disciplinados… Perded cuidado en este asunto, señor. Llevo ya mucho tiempo en campaña y conozco a los hombres… podemos confiar en ellos. Además, cuento con un sargento que es un excelente soldado al que conozco desde hace años y desde entonces ha servido a mis órdenes a plena satisfacción. Se llama Domingo Ibáñez, está casado y tiene un hijo, lo que le da cordura y templanza. Si llega el caso, hará mis veces… También he revisado sus caballos, armas y demás equipo. Lo tienen al completo. En definitiva, señor, por lo que a nosotros respecta, podemos partir mañana. Estamos preparados.

Luego la conversación derivó hacia cuestiones triviales, y al rato Sancho se despidió. Volvía hacia el castillo absorto en sus recuerdos, que le habían llevado a los años de su juventud, aquellos que pasó preparándose para la milicia tutelado por don Félix, que había muerto tiempo atrás; hacía tanto que ya ninguno de los que estaban en la guarnición lo habían conocido y nadie sabía dónde estaba enterrado. A Sancho le hubiera gustado acudir a su tumba, no sabía muy bien para qué. ¿Para hablarle? Tal vez. ¿Para rezar? Aquel viejo soldado no necesitaría rezos, pues su vida había sido un dechado de rectitud y honradez, por lo que el Todopoderoso le esperaría benevolente y misericordioso. ¡Quién pudiera llegar al supremo Juicio como él!, pensó al tiempo que desembocaba en la explanada que había delante de la fortaleza. No. Si quería saber dónde estaba su tumba era por volver a sentir su proximidad, por estar cerca de quien tanto hiciera por él en su juventud. Una visita de reconocimiento y gratitud a un hombre —o lo que quedaba de él en la tierra— que tan decisivo fuera en sus años mozos.

A pesar del tiempo que llevaba en Milán —iba ya para más de un mes—, alojado en el castillo, no se había hecho a la idea de que don Félix ya no estaba. La serie de cambios que se habían producido en sus dependencias laceraba más sus recuerdos. La amplia estancia donde el anciano instruía a los hombres había sido convertida en un almacén de objetos indiscriminados, ya polvorientos por el desuso. A él le habían preparado un alojamiento en la torre de poniente, que antaño estaba destinada a las visitas ilustres o a los oficiales de paso.

En el patio del castillo Sancho encontró a Domingo Ibáñez, que charlaba con parte de los miembros de la guardia del duque. Al verle llegar, Domingo se adelantó y le dijo que unos hombres habían preguntado por él; al interesarse Sancho por quiénes eran, el sargento le contestó que no sabía, pero que habían quedado en volver esa misma tarde. Dávila se retiró a su aposento. En cuanto entró en la habitación se despojó del peto y el espaldar, dejándolos sobre la cama junto con el yelmo. Luego se desciñó la espada y la daga colocándolas sobre la mesa. En esos instantes, oyó golpes en la puerta y la voz del sargento que le decía:

—Sancho, os buscan los hombres de que os hablé.

—Traedlos aquí. Los recibiré en mi aposento.

Unos minutos después la puerta era golpeada de nuevo. Dávila abrió y sus ojos se dilataron por el asombro. Retrocedió para dejar franco el paso y con un ademán invitó a entrar a los recién llegados, al tiempo que exclamaba:

—Pasad, señores. Debo confesar que vuestra visita me ha sorprendido por inesperada… Han pasado más de seis años desde que nos despedimos en Cartagena.

—Tenéis razón, pero os dije entonces que lo más probable es que nos volviéramos a ver… —era Ruy, el portugués, quien hablaba— y aquí estamos.

Tras él entraron sus cinco compañeros, que fueron abrazando a Sancho entre chanzas y parabienes. Pasados los primeros momentos de natural alegría, el capitán de los guardias del duque de Alba preguntó:

—Bien, señores. ¿Qué os trae por aquí?

—Os dijimos que nos gusta la milicia, pero que elegimos a quien nos manda —Gonzalo se había adelantado a los demás en responder—. Hemos oído lo que se avecina y no queremos perdérnoslo.

—¿Os habéis alistado? —preguntó de nuevo Sancho y Ruy volvió a hablar, mientras algunos negaban con la cabeza:

—¡Claro que no! Iremos, una vez más, como ventureros. Ya tenemos autorización para ello y como no somos los únicos, el duque de Alba ha dicho que nos señalará cuál será nuestro puesto en la marcha y nuestra función una vez que lleguemos a Bruselas…

—Por cierto —ahora era Fernando quien se dirigía a Sancho—, nosotros conocemos bien aquella tierra y por lo que sabemos de cómo andan los ánimos por allí… la cosa no va a ser fácil.

—Nos han dicho que sois el capitán que mandará la guardia de Alba… —ahora hablaba Valenzuela, y al ver asentir a Sancho, continuó—. Nos gustaría estar cerca…

—No creo que eso tenga problema —contestó Sancho—. Justamente esta tarde me preguntaba don Fernando por el estado de su guardia. Recibirá con gusto seis veteranos en su proximidad… y a mí me vendrá bien teneros cerca. Creo que necesitaremos gente hábil, experta y con capacidad de movimientos, capaces de moverse con la soltura que no poseen los soldados —Sancho cambió de conversación—. Y contadme, señores, qué es de vuestra vida.

—Hay poco que contar, Sancho —Ruy retomaba la palabra— Nos conocemos desde hace unos quince años y desde entonces vivimos en camarada —Sancho conocía bien ese modo de vida, que era el habitual entre los soldados españoles, consistente en reunirse en un grupo cuyos miembros se comprometen a ayudarse como hermanos en todos los lances, ponen sus pagas en un fondo común con el que cubren sus necesidades alimenticias, en primer lugar, y después las del vestir y las demás; era un tipo de vida que generaba un espíritu fraternal muy apropiado para dar cohesión y espíritu de cuerpo a las tropas—. La mayor parte de este tiempo lo hemos pasado entre Palermo, Mesina y Nápoles, pero también hemos viajado a otros lugares de Europa. Con frecuencia hemos salido al mar y las expediciones al Levante han sido siempre fructíferas.

—¿Y cómo sobrevivís cuando no hay jornada? —volvió a preguntar Sancho—. ¿Del botín?

—¡Qué más quisiéramos que haber dado con un botín de esa importancia! —decía Gonzalo con cierto desencanto—. Son nuestras habilidades las que nos mantienen. Yo, por ejemplo, en los juegos de naipes no tengo rival. Es tal mi suerte —decía con cinismo— que algunos me llaman fullero, aunque más de uno ha lamentado con su sangre tal ofensa… Y a Guzmán no hay quien se le resista con la taba ni con los dados… Tiene unos que parece que llevan el diablo dentro.

Guzmán había permanecido callado hasta entonces, lo mismo que Lope. Fue a este último a quien se refirió Valenzuela:

—Lope es muy fino en los demás juegos y es un experto en el gana-pierde romano, el flux catalán, la calabriada morisca, las tablas borgoñonas, el triunfo francés, la figurilla gallega, el albergue inglés, el tocadillo viejo… En realidad, los conoce todos y tiene una rara habilidad para saber cuándo debe arriesgar.

Finalmente, Ruy añadió:

—También damos escoltas, nos contratamos temporalmente al servicio de algún poderoso y escarmentamos a ladrones y capeadores por encargo o cuando actúan donde estamos. Si roban a la gente de bien hasta el punto de quitarles las capas y sus pertenencias, ¿cómo podremos desplumarlos nosotros en el juego?

Risas generalizadas acogieron las palabras de Ruy, quien inmediatamente habló con seriedad.

—Sancho, nuestra camarada tiene normas estrictas. Nada de mujeres en el aposento. Nada de borracheras ni de timbas. Todo eso, fuera. Lo mismo que cuanto pueda molestar la convivencia o el descanso de los demás. Un paje se encarga de cuidar nuestras pertenencias cuando no estamos y de asear los cuartos. El dinero excedente de nuestras ganancias lo repartimos por igual y cada cual lo invierte en lo que desea… Cadenas de oro, hebillas, botones, adornos de plata… Lo que quiera, pero el dinero del fondo común es intocable y se destina a cubrir nuestras necesidades para vivir, administrándolo un mes cada uno… Gracias a todo eso, entre nosotros no ha habido problemas y nuestra amistad se mantiene por encima de cualquier situación… Y ahora estamos aquí —concluyó Ruy— dispuestos a acompañaros a Flandes y ver si os podemos devolver el gran favor que nos hicisteis sacándonos de Argel.

—Por Dios, amigos. No me debéis nada. ¡Fue divertido chasquear a aquellos infieles!…

—De no ser por vos —Guzmán hablaba, al fin—, estaríamos muertos o pudriéndonos Dios sabe dónde. En la empresa que se avecina, Sancho, nos tendréis cerca para cuanto podáis necesitar.

—Vuestras palabras e intenciones os honran, amigos, y a mí me satisfacen y tranquilizan. Si como todo el mundo piensa lo que se avecina va a ser duro… ¡Será una suerte teneros al lado!… ¡Os he visto luchar!

De pronto Lope se percató de la daga y la espada que estaban encima de la mesa y preguntó:

—Esta daga… ¿no es igual que la que lanzasteis al mar desde el esquife, poco antes de que nos apresara el maldito Dormuz, que Dios confunda?

—En efecto, así es. Me la hizo un espadero toledano —contestó Sancho, mientras pensaba que fue una suerte encontrar al maestro que hizo la daga que le regalara el duque de Alba, pues, ¿qué espadero puede olvidar un encargo de tan importante personaje? El maestro en cuestión no tuvo dificultad en hacer una copia exacta.

Ruy había tomado la espada y la sopesaba expertamente. La volvió a dejar sobre la mesa y comentó:

—Parece una espada magnífica. El acero es excelente; su equilibrado es perfecto; el guardamanos, una filigrana; y el pomo… la hace tan única como inconfundible. No es fácil encontrar un esmeralda de ese tamaño…

—No, no es fácil. Fue una suerte encontrarla y para no perderla decidí engastarla en el pomo del acero que encargué al mismo maestro que me hizo la daga.

—Hizo dos trabajos espléndidos… ¡Os cobraría caro!

—Un rubí de buen tamaño.

La respuesta de Sancho —en cuyos labios había una sonrisa cachazuda— los sorprendió un tanto, provocando unos instantes de silencio, que Ruy interrumpió:

—¡Ea, señores!, nos vamos. Vos, Sancho, ¿nos tendréis al tanto?

Algunos ya estaban fuera de la habitación cuando Dávila respondió:

—Id sin cuidado. Lo haré.

El grupo ya había dado varios pasos alejándose camino de la salida cuando Sancho les preguntó:

—¿Cobrasteis aquella deuda?

—Por supuesto —contestó Ruy, que era el último del grupo, y añadió con una sonrisa—: ¿Acaso lo dudabais?

Sancho sonrió también mientras meneaba la cabeza de un lado a otro, y cerró desde el interior la puerta de su aposento.

Alba había convocado a sus jefes y oficiales en la sala de la Torre, una de las que los Sforza utilizaban para los grandes acontecimientos políticos o sociales. Con las primeras luces del día habían empezado a llegar los convocados. Sancho fue de los primeros. Cuando entró en la estancia vio una mesa con un sillón desplazados hacia un lado para dejar más espacio a los que concurrirían a la llamada; encima de la mesa le pareció reconocer los papeles sobre los que el duque trabajaba el día anterior. Desde donde estaba veía llegar a los demás. Allí estaban Gabriel Serbelloni, comandante general de la artillería; Antonio Olivera, comisario general de la caballería, Jerónimo Salinas, llegado de Puerto Hércules, Juan de Salazar, procedente de Palermo, Juan de Espuche, llegado del Piombino; César Dávalos, hijo del marqués del Vasto y hermano del de Pescara; Camilo del Monte, sobrino de Vitelli…, y allí estaba también Paccioto, un experto ingeniero italiano que el duque de Saboya había cedido al de Alba para los trabajos de fortificación que tendrían que acometerse en Flandes. Cuando hubieron llegado todos, apareció Alba, que saludó a los reunidos:

—Buenos días, señores. Los he convocado porque es necesario ultimar los preparativos y partir hacia Flandes. Como vuesas mercedes saben, los súbditos de aquellos Estados se han sublevado contra don Felipe II, nuestro señor. Se dice que los motivos de su rebeldía son múltiples. Se quejan de los impuestos que el rey pide para mantener los costes militares de la monarquía; como en sus tierras está anidando la herejía, protestan también de los decretos emitidos contra los seguidores de la equivocada religión y le acusan de introducir la inquisición pontificia, algo que hizo el emperador y que interpretan como el primer paso para establecer allí la Inquisición que funciona en los reinos españoles; los nobles se quejan de la presencia de extranjeros en el Gobierno y de tropas españolas y… En fin, señores, para qué seguir. Esas son cuestiones que a los soldados no nos competen… El rey tomó su decisión a raíz de lo sucedido en el mes de agosto del año pasado, cuando se produjeron unos tumultos salvajes e iconoclastas, iniciados en la región de Armentiere y Hondschoote y propagados con rapidez por Yprés, Gante y Amberes hasta alcanzar las provincias de Frisia, Holanda y Zelanda, unos tumultos originados, parece ser, por la falta de subsistencias, que se extendieron quemando iglesias y conventos, desbordando la autoridad de la gobernadora, doña Margarita de Parma…

Al referirse a la hermanastra del rey, Sancho oyó comentar en voz baja a alguien próximo a él:

—¡Ya es difícil! Es una mujer que no parece tal. Cualquiera que la vea por primera vez piensa que es un hombre vestido de mujer más que una mujer con espíritu de varón.

—Nuestra misión es restablecer la calma —el duque continuaba hablando—, devolver aquellos Estados a la obediencia de nuestro rey y castigar a los culpables, sin importar quién ni quiénes. Puedo decirles que estoy autorizado a proceder incluso contra los caballeros de la Orden del Toisón si fuera necesario. No necesito aclarar que voy a cumplir las órdenes del rey y que espero hacerlo con el concurso de vuesas mercedes.

Un murmullo de aprobación y asentimiento resonó en la estancia, y cuando sus últimos ecos desaparecieron Alba, que había ido mirando a los presentes, habló nuevamente:

—Os he convocado para tener la última reunión antes de hacer el alarde general de la fuerza y partir, lo que quiero que se haga el día 2 de junio. Quien tenga problemas o dificultades que los plantee aquí y ahora para buscar la solución, pues para esa fecha todos hemos de estar listos. Empezaremos por la caballería. Veamos, señores.

Don Fernando de Toledo, gran prior de Castilla, hijo natural del propio duque de Alba y jefe de la caballería en el ejército reunido en Milán, se adelantó unos pasos y empezó a hablar:

—Señor, la caballería está presta. A mis órdenes están don Lope de Zapata, don Rafael Manrique —a medida que los nombraba, los aludidos se adelantaban y hacían una ligera inclinación—, Nicolao Basta, don César Dávalos, Don Juan Vélez de Guevara, don Ruy López Dávalos, los condes Curcio Mantinengo, de Novelara y de San Segundo, así como Pedro Montaner y Montero, cada uno al mando de cien lanzas, menos los dos últimos, que mandan cien arcabuceros a caballo. En total, mil cien hombres, a los que hay que sumar las cien lanzas y los cincuenta arcabuceros de vuestra guardia, a las órdenes de Sancho Dávila.

—¿Todo está preparado?

—Sí, señor, en cuanto deis la orden. No nos van a retrasar algunos caballos enfermos que sanan rápidamente.

—Bien —continuó el duque—. Veamos la infantería veterana.

Quien se adelantó ahora fue Chapín Vitelli, maestre de campo general, el segundo de Alba, soldado de celebérrima hoja de servicios.

—También estamos listos, señor —empezó a decir con el mismo ritual que don Fernando—. Don Sancho de Londoño manda el tercio de Lombardía, de dos mil hombres en diez compañías; don Alfonso de Ulloa manda las diecinueve compañías del tercio de Nápoles, de tres mil quinientos hombres; el de Cerdeña, responsabilidad de don Gonzalo de Bracamonte, maestre de campo como los anteriormente nombrados, tiene diez compañías con mil ochocientos hombres; las mismas compañías, pero con mil quinientos hombres, tiene el tercio de Sicilia, a las órdenes del también maestre de campo don Julián Romero. En total, ocho mil ochocientos veteranos.

—¿Cómo está el resto de la fuerza?

—Los tres mil quinientos españoles bisoños reciben instrucción de forma intensa; los alemanes de Malta ya están aquí y el duque de Saboya tiene preparadas las tropas prometidas.

Pasaron unos segundos, en medio de un silencio expectante, antes de que Alba volviera a hablar, para decir:

—Hablemos ahora de la impedimenta y otras cuestiones no menos importantes. Hablad, don Antonio.

Alba se refería al veedor general, Antonio Galíndez de Carvajal, que se adelantó un tanto y dijo:

—Excelencia, con los pagadores y los fondos enviados por su majestad hemos previsto las soldadas iniciales. En este terreno la empresa se iniciará sin dificultades. Por otra parte, los comisarios van por delante eligiendo los aposentos y los lugares de acampada, de acuerdo con el plan general de marcha que tuve el honor de presentar a vuestra excelencia hace días, donde están previstas con toda minuciosidad y detalle las etapas que cubriremos hasta Bruselas —en la sala había un silencio completo. Alba no perdía palabra de lo que estaba oyendo—. En cuanto a la impedimenta, se ultima la revisión de los carruajes disponibles y se ponen a punto. Todavía nos faltan algunos y también animales de tiro, pero los hemos localizado ya y estamos en tratos para adquirirlos o requisarlos, si no llegamos a un acuerdo con sus dueños.

—¿No tenemos bastantes carros ni animales? —preguntó el duque con cierta inquietud—. No era ésa la idea que yo tenía.

—Veréis, señor. Cuando se supo que habría jornada en Flandes, los soldados casados que pensaban iban a ser enviados allí se apresuraron a adquirir carruajes y asnos o mulos para que sus familias marcharan más cómodamente; los campesinos y trajineros de Milán percibieron que algo pasaba y subieron los precios, al tiempo que los escondían para provocar escasez y precios altos. Sin embargo, cuando vieron que estábamos buscando carruajes en sitios tan distantes como Pavía, Asti, Alejandría de la Palla…, los milaneses sacaron los suyos y los abarataron… Estamos ultimando las operaciones. En un par de días tendremos carruajes suficientes para toda la impedimenta, desde los víveres hasta las tiendas para las acampadas. Estaremos dispuestos para antes del día 2, señor.

—Hay dos cuestiones que me preocupan siempre que un ejército se mueve: la una es la serie de negociantes que acuden a vender a los soldados productos con los que paliar sus necesidades de todo tipo, permitiendo una conjunción nada feliz de vino, cerveza, dados, naipes y prostitutas, origen de múltiples reyertas; y la otra, los niños y mujeres que marchan con los soldados.

—Efectivamente, señor. Ya hay una nube de esos negociantes en torno a Milán, que esperan que nos movamos para moverse ellos también —quien hablaba era Miguel de Jaca y Abarca, comisario de muestras—. Los más de ellos son sobradamente conocidos y manifiestan abiertamente cuáles son sus negocios con muestras colgadas en sitios bien visibles, pues la mayoría de los soldados son analfabetos; esas muestras tienen una significación generalizada y representan siempre lo mismo; por ejemplo, la calabaza es símbolo de las tabernas; el cisne, el de los burdeles… Vos ya sabéis, excelencia. No creo que nos den problemas. A ellos tampoco les interesa entorpecer. Saben que de la armonía entre todos depende su negocio. Además, preparo un grupo de hombres que se encargarán de mantenerlos a raya. Respecto a las prostitutas —o miñonas, como suelen llamarlas aquí en Italia—, sabéis que son inevitables por necesarias…

—En efecto —aprobó Alba—. Además, soy de los que prefieren regular los vicios de mis soldados a enfrentarme a su indisciplina. Continuad, don Miguel.

—Tenemos garantizada la proporción habitual: entre tres y cinco rameras por compañía, y es posible que lleguemos a las ocho… Tampoco deberán surgir problemas por este motivo… Los médicos ya están prevenidos para procurar atajar —si es que pueden— los males que se presentarán en los hombres con este comercio carnal.

—¿Y en cuanto a las familias de los soldados?

—De acuerdo con los informes que han recogido mis hombres —continuaba el comisario—, las familias que van a acompañar a los soldados casados ya lo han hecho en ocasiones anteriores y saben a qué atenerse. Marcharán en retaguardia y por delante de los buhoneros, mercachifles y prostitutas, que nos seguirán a distancia y a quienes se les marcará un lugar para acampar, cuando lo hagamos al raso, separado del campamento.

El duque de Alba pareció satisfecho con las explicaciones recibidas. Avanzó unos pasos hasta situarse a uno de los lados de la mesa. Empezó a ojear los papeles que había en ella en medio del silencio expectante de sus oficiales y jefes. Unos minutos después, concluyó:

—Creo que todos los detalles están previstos y que no tendremos grandes sorpresas de aquí al día de emprender la marcha. Cruzaremos Saboya, Borgoña, Lorena y Luxemburgo, por donde entraremos en los Países Bajos para llegar finalmente a Bruselas. Señores, si queréis plantear alguna cuestión éste es el momento. Hablad, os lo ruego.

Pero no hubo problemas de entidad. Alguna que otra aclaración sobre aspectos particulares, algo que no tardó en percibir Alba, quien decidió acabar la reunión a la menor oportunidad, que se presentó cuando su respuesta a una pregunta sobre el forraje para los caballos fue seguida de un silencio más largo que los que se habían ido produciendo entre una pregunta y otra, por lo que dijo:

—Señores, podéis volver a vuestras ocupaciones. Avisad a los hombres y aprestadlo todo. ¡No quiero retrasos! Id en buena hora —los reunidos empezaron a salir de la estancia, añadiendo entonces el duque—: Vitelli, Fernando, Sancho…, esperad. Hemos de hablar sobre un par de cosas.

Los nombrados se detuvieron y esperaron a que la estancia quedara vacía. Fue entonces cuando el duque habló de nuevo:

—Tengo especial empeño en no tener dificultades innecesarias durante nuestra marcha a Bruselas. Os he retenido aquí porque quiero que habléis con los mandos para que transmitan a sus hombres que seré implacable con quien asalte, robe o merodee durante el viaje. Sobre todo con aquellos que se compliquen con mujeres casadas en los aposentamientos. Un marido burlado es imprevisible y si consigue la ayuda de familiares y amigos podemos tener problemas graves con las autoridades y el paisanaje… ¡Sería de locos complicar una empresa como ésta con líos de faldas! Hay meretrices de sobra y los bastimentos están asegurados… Hablad a los oficiales para que convenzan a sus hombres de que deslices en este terreno serán cortados de raíz y los autores quedarán sin ganas de repetir, pues todo el peso de mi autoridad caerá sobre los responsables. Advertidles también de que las mujeres que son compañeras de algunos de los hombres que vienen con nosotros deben ser consideradas como esposas y por tanto respetadas como tales… Sabéis tan bien como yo los altercados que se producen cuando algún borracho o insensato confunde a una de esas mujeres con una ramera vulgar… La verdad es que su aspecto no deja lugar a dudas, por lo que esas confusiones son comprensibles… pero hemos de atajarlas.

—Se hará como decís, señor —Vitelli respondía por los tres—. Informaremos a la gente. Además, los que os conocen no se sorprenderán y los comentarios que hagan con los demás ayudarán a nuestro fin.

—¡Pues a la tarea, señores! —concluyó Alba—. Si hay novedades, espero vuestra notificación.

Nada más salir del palacio del gobernador, Sancho Dávila se dirigió al castillo. Iba en busca de Domingo Ibáñez para interesarse por cómo tenían prevista la marcha. Cuando llegó a la fortaleza le informaron de que había salido; entonces se encaminó a una de las casas adosadas a la muralla por la parte exterior, donde sabía que estaban alojados la mujer y el hijo de su amigo. Antes de llegar pudo divisar en la puerta a Domingo y a su esposa; estaban sentados en un banco de piedra pegado a la fachada de la casucha que les servía de cobijo. Ambos se alegraron de verlo llegar.

—¿Qué tal, Martina? —saludó Sancho a su llegada—. ¿Cómo está Francisco?

—Hola, Sancho. Francisco está muy bien. Míralo, juega allí con unos amigos.

Sancho se volvió en la dirección indicada y observó a un grupo de niños que estaba a unos centenares de metros. De pronto, uno de ellos se separó del grupo a todo correr y se dirigió hacia donde estaban los tres. A medida que se acercaba, Sancho miraba con agrado y afecto a aquel chico de cinco o seis años; de buena estatura, moreno, de ojos negros y bien formado, desde que lo conocía había surgido un afecto mutuo; particularmente, la espada de Sancho había allanado mucho el entendimiento entre ambos, pues el niño admiraba aquella arma singular, admiración que hacía extensiva a su dueño, al que abrazó al término de su carrera mientras gritaba:

—Hola, Sancho. ¿Has venido a vernos?

Sancho contestó afirmativamente y unos minutos después lo despidió para que volviera a jugar. Luego se sentó al lado de la pareja y preguntó:

—¿Qué tenéis previsto para el viaje?

Domingo le comunicó que habían adquirido un carro y dos mulos con otra familia, la del veterano Mínguez, que también era de la guardia del duque y tenía dos hijas. El vehículo era espacioso y en él podían dormir las dos mujeres y los tres menores, además de transportar sus escasas pertenencias de vestidos y víveres. Sancho examinó el vehículo, que estaba con los animales a un lado de la casa, y comprobó que era capaz y recio; pensó que podría ser un buen medio de viaje. Después, la conversación derivó por otros derroteros y Sancho se despidió para marcharse.

Don Bernardino de Mendoza regresó de Lorena varios días antes de la partida. En la víspera, cuando caminaba por Milán, se encontró con Sancho Dávila y tras los saludos de rigor decidieron entrar en una taberna y beber unos vasos de vino, al tiempo que comían departiendo sobre los asuntos que se avecinaban.

—¿Cómo los veis y los entendéis vos, Sancho?

—Creo que estamos ante algo grande —contestaba el aludido—. Es más, pienso que es la jornada más importante de mi vida.

—Yo pienso igual. La situación en Flandes no es nada clara. La gobernadora carece de autoridad, los descontentos se manifiestan cada vez con más descaro… No sé qué vamos a encontrar allí… Y el duque de Alba parece decidido a emplear la fuerza sin contemplaciones.

—Por otra parte, los franceses están inquietos y temen que este ejército cargue contra ellos…

—Y ésa no es más que una de las complicaciones que pueden presentarse… Os diré que yo no parto al mismo tiempo que el ejército. Me reuniré con vosotros en Bruselas cuando termine mi misión en el Vaticano.

—¿Ahora vais a Roma? Acabáis de regresar de Lorena.

—Así es, pero tanto el duque de Saboya como el papa Pío V quieren que nuestro capitán general aproveche el viaje para entrar en Ginebra y acabar con el calvinismo, restableciendo la situación anterior, pues, como sabéis, la ciudad tenía al papa y al duque como señores y de ellos dependía.

—Pero hacer eso sería una locura. Puede provocar la intervención de los hugonotes franceses… Además, es imposible prever lo que puede durar esa empresa. Por si fuera poco, el retraso en atender los asuntos flamencos sería grande… y eso parece que no lo quiere el rey.

—Justamente ése es el motivo de mi viaje a Roma. El duque de Alba desea que explique al pontífice los motivos por los que no intervendrá en Ginebra y allí estaré hasta que Pío V se convenza.

Desde la tarde anterior estaban concentrándose las tropas en San Ambrosio, un pequeño lugar al pie de los Alpes, de manera que cuando despuntaba la aurora del día previsto trece o catorce mil hombres esperaban en formación la orden de marcha. Alba apareció a caballo, precedido por la mitad de las lanzas de su guardia; Sancho Dávila cabalgaba muy cerca de él, pero algo rezagado; los flanqueaban los arcabuceros y cerraba la marcha el resto de las lanzas. Se dirigió a donde aguardaba Chapín Vitelli y los demás jefes, a quienes saludó, y sin más preámbulos ordenó partir. La orden corrió de boca en boca por el campamento. Enseguida emprendió la marcha el cuerpo que formaría la vanguardia, mandado directamente por Alba y constituido por la guardia del duque, el tercio de Nápoles, dos compañías de arcabuceros españoles y tres de caballería italiana. Cuando el bloque ya marchaba camino del Mont Cenis, se movilizó el grueso o la batalla del ejército, con don Fernando de Toledo al frente y constituido por el tercio de Lombardía, cuatro compañías españolas de caballería ligera y toda la impedimenta con la gente que la llevaba a su cargo. Algo más tarde, Chapín Vitelli ponía en marcha la retaguardia con el resto del ejército expedicionario. Cuando todas las tropas estaban en marcha, le tocó el turno al grupo que formaban las familias de los soldados y, después, a los buhoneros, mercachifles y toda su cohorte.

En suma, una columna de más de tres kilómetros se encaminaba hacia Saboya, el primero de los Estados que tendrían que cruzar en su marcha hacia el norte, algo que resultó bastante penoso por lo difícil del terreno y la brusquedad de algunos parajes; en la progresión se seguía el curso de los ríos Arba e Iresa y los gastadores trabajaron con eficacia y acierto allanando obstáculos; los abastecimientos no faltaron gracias a las previsiones del duque, que recibió una felicitación de Felipe II por su excelente buen hacer. Al cabo de catorce días, el ejército acampaba en Monflor, primer pueblo de Borgoña, y tras otras catorce jornadas llegaron a Fontanay, el primero de la Lorena. Hasta el momento se progresaba a buen ritmo. A medida que el ejército avanzaba y dejaba atrás territorios, los ginebrinos empezaron a sentirse seguros y la alarma de los hugonotes franceses cedía. Además, la disciplina había sido excelente y un caso que se presentó en la Lorena fue atajado con la dureza que Alba advirtió. El caso en cuestión lo provocaron tres arcabuceros que robaron unos carneros para matarlos y comérselos con sus compañeros; en cuanto Alba se enteró de lo sucedido, ordenó devolver los animales a sus dueños y sentenció a los ladrones a garrote, algo que le pareció excesivo al duque de Lorena y a los naturales, que intercedieron por los desgraciados. Alba, que consideraba necesario un escarmiento, sólo consintió en perdonar a dos, por lo que tuvieron que sortear entre ellos quién sería el ajusticiado.

Estando aún en la Lorena, Ruy y los suyos se presentaron una noche en la tienda de Sancho Dávila. Querían tener mejor información de lo que iban a encontrar en los Países Bajos, pues los informes que Alba recibía apenas si trascendían a su estado mayor y entre los hombres circulaban noticias muy contradictorias. Acudían a Sancho para ver si él podía darles referencias ciertas, pero su interlocutor sabía poco más que ellos, ya que Alba no solía hablar de la misión que el rey le había encomendado y consideraba bastante el conocimiento de las noticias e informes llegados de Madrid antes de su partida. Al ver que no habían conseguido gran cosa, Ruy propuso abiertamente:

—Sancho, nos vamos a adelantar al ejército. Marchando solos y a nuestro aire le tomaremos una gran delantera, de forma que antes de que vos lleguéis con las tropas tendremos conocimiento exacto de lo que allí está sucediendo y volveremos para notificaros nuestros descubrimientos. Cuando entréis en Bruselas con los demás sabréis con detalle a qué ateneros y el porqué de la decisión real de mandar a su ejército.

—No sé… —Dávila vacilaba ante la oportunidad de tal propuesta—. Puede ser hasta arriesgado.

—Si es por nosotros, perded cuidado. Conocemos aquella tierra; en Bruselas sabemos de lugares seguros y dónde obtener información. Por otra parte, aquí nadie nos va a echar de menos…

—Bueno. Si así lo queréis y tan seguros estáis… Id, pues. Aguardaré con impaciencia vuestro regreso.

—De acuerdo —concluyó Ruy—. Saldremos a medianoche, cuando todos duerman y aprovechando que estamos pernoctando a campo abierto.

Así lo hicieron y, como vaticinara el portugués, nadie los echó en falta en las jornadas siguientes. Las tropas de Alba siguieron su marcha a un ritmo más lento y cuando acamparon en Thionville, muy cerca de Luxemburgo, ya presentían la proximidad de la meta de su viaje, el mosaico político denominado genéricamente Países Bajos, constituido por los ducados de Brabante —el más grande y complejo—, Luxemburgo, Limburgo, Güeldres y Zelanda, los condados de Flandes, Artois, Hainaut, Holanda y Frisia Occidental, Namur y Zatphen, y los señoríos de Malinas, Utrecht, Oweryssel, Groninga, Amberes y Frisia Oriental. Esa misma noche, Alba repasó una vez más la distribución que daría a sus fuerzas cuando llegaran a Bruselas; sentado a una mesa, con Chapín Vitelli enfrente, alumbrados por una bujía parpadeante y sobre un mapa del territorio, comentaban:

—Creo, Chapín, que esta distribución inicial es la más apropiada hasta que tengamos idea cabal de cómo rodarán los acontecimientos. Nuestro gobierno se ejercerá desde Bruselas, que con Gante y Amberes serán el triángulo clave para cumplir las órdenes reales. Cuando comiencen las detenciones, si hay tumultos, las tropas estarán cerca y podrán intervenir con rapidez, al tiempo que su presencia hará desistir a muchos revoltosos de cometer desórdenes.

—Tenemos previsto colocar el tercio de Nápoles en Gante, el de Sicilia en Bruselas, el de Lombardía en Lier y el de Cerdeña en Enghien.

—Esa ubicación está clara. Hemos de concretar la de la caballería de Borgoña, de nueve compañías de caballos ligeros y de las otras nueve compañías. Los comisarios me han hablado de unos lugares de los que he ordenado un nuevo reconocimiento para que me los confirmen.

—¿Y vuestra guardia, señor?

—Se situará en algún lugar cerca de Bruselas; pero lo determinaremos más adelante. Una vez que ya estemos allí y veamos cómo evoluciona la situación.

En Luxemburgo esperaban al duque de Alba unos enviados de Margarita de Parma. Se habían trasladado desde Bruselas para exigirle los poderes otorgados por el rey. Los enviados eran el español Gaspar de Robles y los naturales de aquellos Estados Berlaymont y Noirquermes, entre otros. Don Fernando se limitó a recibirlos, pero sin atender a sus demandas; es más, hizo alarde público de la recepción del conde Alberico de Lodrón, que también le aguardaba en Luxemburgo con más tropas alemanas. Algo más adelante, en Tirlemont, lo más granado de la nobleza flamenca salió a recibir al enviado real; en tal ocasión, el conde de Egmont le regaló dos magníficos caballos, dándole todo tipo de parabienes.

Justamente esa noche aparecieron Valenzuela, Gonzalo y Fernando en el aposento de Sancho. Estaban en la ciudad desde primeras horas de la tarde y decidieron esperar a la noche, cuando Dávila se quedara solo, para entrevistarse con él e informarle. La sorpresa de éste al verlos fue grande. La verdad es que no los esperaba y no había fiado mucho en que volvieran con noticias de importancia. Al comprobar que no estaban nada más que tres, preguntó por el resto y le contestaron que habían creído oportuno quedarse en Bruselas.

—Y ¿qué podéis decirme, señores?

—Pues veréis, amigo Sancho —Valenzuela empezó a hablar—. El estado de cosas actual se remonta a principios de 1565, cuando la mayoría de la población estaba descontenta por las consecuencias de unas malas cosechas y una parte de la nobleza flamenca, no muy rica y calvinista, empezó a celebrar reuniones secretas para ver cómo podrían actuar contra las medidas religiosas decretadas por nuestro rey. De esas reuniones, cada vez con mayor número de implicados, salió un manifiesto, al que llamaron el Compromiso de Breda, por el que se obligaban a luchar contra la Inquisición; se calcula que los firmantes eran unos dos mil y no pocos de ellos católicos, entre los que había nobles y burgueses ricos, aunque la nobleza más importante aún no había tomado partido. La pretensión de los comprometidos era entregar una solicitud a Margarita para que la trasladara al rey pidiéndole la anulación de las medidas religiosas y que legislara más en consonancia con la naturaleza de estos reinos. La gobernadora no se decidía a recibirlos, pero fue convencida por Guillermo de Orange, uno de los personajes de mayor importancia en los Países Bajos, y por el conde de Egmont, también de gran prestigio. El 5 de abril de 1566 acudieron a la entrevista con Margarita nada menos que doscientos cincuenta de los implicados, dirigidos por Luis de Nassau, hermano de Orange, y Broderode, un vizconde. Al ver semejante afluencia, la señora se alarmó y Berlaymont, uno de sus consejeros, para tranquilizarla le dijo: «No os alarméis, señora, son mendigos». Broderode habló en nombre de todos y Margarita les contestó que no tenía autoridad para anular las órdenes reales, que consultaría a su hermanastro el rey y que mientras llegaba su respuesta ella suavizaría la aplicación de los decretos. Unos días después, parte de los descontentos se reunió en un banquete en el palacio de Culenborg y decidieron adoptar como distintivo atributos de mendigos y desde entonces su grito de guerra es «¡Vivan los Mendigos!». En cumplimiento de lo prometido, Margarita escribió a Felipe II para que fuera a los Países Bajos y resolviera personalmente la situación, al tiempo que el Consejo de Estado acordó enviar a dos emisarios al rey con las peticiones hechas a Margarita; fueron designados el barón de Montigny y el marqués de Bergen.

Mientras Valenzuela hablaba, Sancho se había sentado con ellos a una mesa y servía unos jarros de vino, que bebían a pequeños sorbos. Aprovechando la pausa hecha por el narrador, les preguntó:

—¿Deseáis comer algo? —a lo que respondieron que ya habían cenado.

Fernando tomó la palabra entonces:

—En junio de ese año parece que llegó la respuesta de Felipe II; prometía que iría en cuanto los negocios se lo permitieran y que atemperaría las medidas religiosas. En definitiva, medidas dilatorias que los descontentos interpretaban como un triunfo que llenó de moral a los predicadores calvinistas, que actuaban sin tapujos en las grandes ciudades como Gante, Brujas, Yprés, Amberes y la misma Bruselas. La inquietud de los católicos iba en aumento al ver cómo los cantos religiosos protestantes se mezclaban con vivas a los «Mendigos»; a mediados de julio, Margarita temía el estallido de una revuelta, sobre todo en Amberes, donde Orange, que es burgomaestre de esa ciudad, logró contener la situación con gran dificultad. Acabando ese mes, los firmantes del Compromiso de Breda designaron a doce representantes que, con Luis de Nassau al frente, acudieron a Margarita vestidos como mendigos y provocando las risas de los cortesanos, que los llamaron los doce apóstoles. Estos pidieron a la gobernadora que se confiase la defensa de sus intereses a Orange, Egmont y Horn con la velada amenaza de que si no se les satisfacía buscarían ayuda extranjera.

—Poco después de eso sucedieron los tumultos, ¿no es así? La pregunta de Sancho la respondió Gonzalo:

—En efecto. Los protestantes atacaron las iglesias católicas en Saint-Omer, como ya sabéis, con las secuelas conocidas. La gravedad de los desórdenes fue tal que la gobernadora se vio desbordada y tuvo que transigir con los descontentos, lo que hizo que Nassau y los suyos la ayudaran a restablecer la calma. Sin embargo, Orange recibía puntual información de lo que tramaba el rey en Madrid y la interceptación de un correo con una carta de don Francés de Álava, embajador español en París, dirigida a Margarita, resultó decisiva, pues en ese escrito se hablaba de tender unas trampas a los principales implicados, detenerlos y ajusticiarlos. El 3 de octubre Orange y Nassau se reunían en Dendermonde con Egmont, Horn y Hoogstraeten para decidir qué hacer. Nassau propuso abiertamente la sublevación armada y la cesión de la soberanía de aquellos Estados al emperador. Las dudas iniciales de Egmont se disiparon al entrar en contacto con los príncipes protestantes alemanes en relación con este asunto.

—La situación —hablaba nuevamente Fernando— se complicó a raíz de la estancia de Orange en las provincias de Holanda y Utrecht, desde donde regresó a Amberes a principios de febrero de este año de 1567. Allí le esperaban los calvinistas muy excitados y se produjo la insurrección en varios lugares; cerca de dos mil rebeldes, mandados por Juan de Marnix, señor de Toulouse, se aprestaban a apoderarse de Amberes, pero las tropas de Lannoy, enviado por Margarita, los deshicieron fácilmente; los otros focos de la revuelta también fueron controlados, de forma que a principios de abril la gobernadora era dueña de la situación, exigiéndole entonces a Orange que jurara servir fielmente al rey. Orange se negó, pretextando escrúpulos de conciencia. Los intentos para convencerle fueron inútiles: el 22 de abril abandonaba los Países Bajos camino de Alemania y se establecía en Dilemburgo.

—¿Qué hacen los revoltosos ahora? —preguntó nuevamente Sancho—. ¿Qué hacen sus otros jefes?

—Las noticias de que el duque de Alba llegaba con un ejército han aumentado la tensión —Valenzuela retomaba la palabra después de dar un sorbo al jarro de vino que sostenía con ambas manos, apoyando los codos en la mesa—. Católicos y protestantes temen lo peor, pero nadie parece dispuesto a ceder. La gobernadora dicen que está muy molesta con el rey, al que reprocha no venir a Flandes y enviar en su lugar a un verdugo. Personajes como Egmont y Horn se mantienen a la expectativa y muchos calvinistas ya piensan en emigrar para salvar sus pertenencias y la vida. Cuando Alba llegue a Bruselas se va a encontrar con múltiples descontentos, los rescoldos de una revuelta que necesita poco para rebrotar y a Orange y los suyos buscando medios militares por si fuera necesaria la guerra para echar de aquí a los españoles.

—Sombrío panorama, ¡vive Dios! —exclamó Sancho, que se levantó de su silla y dio unos pasos en silencio por la habitación, antes de preguntar qué pensaban hacer ellos. Le contestaron que marcharían con el ejército, pues habían decidido informar a Ruy y los otros dos si se producían en el campo real novedades dignas de mención, lo mismo que ellos harían lo propio en función de lo que aconteciera en Bruselas.

Poco después acababan el vino y se retiraban. Sancho les preguntó:

—¿Tenéis dónde dormir?

—Sí. No os preocupéis. Gonzalo nos ha presentado a unas damas, que dice son primas suyas… Iremos a cumplimentarlas.

El tono zumbón de Fernando y las sonrisas de Gonzalo y Valenzuela eran tan elocuentes que Sancho no necesitó más explicaciones.

Por fin, el 22 de agosto de 1567 Alba entraba en Bruselas. Venía acompañado del tercio de Sicilia y su guardia y había ordenado a las demás tropas que se encaminaran directamente hacia los emplazamientos previstos. Él llegaba desde Lovaina, enfilando directamente la puerta de la ciudad a la que conducía el camino; se aproximaba a la capital cruzando una zona despejada que permitía percibir el recinto amurallado y el pequeño foso que lo precedía. En la puerta, la guardia estaba formada en hilera por la parte de fuera y en un altozano próximo algunos personajes importantes a caballo contemplaban el cortejo del duque, que era recibido sin ceremonial alguno. Rompía la marcha una compañía de arcabuceros montados, precediendo a Alba, sobre un caballo blanco, con Chapín a su derecha, don Fernando y Sancho Dávila un poco más atrás; Domingo Ibáñez llevaba un estandarte con las armas del duque y seguían los tambores y trompetas que tocaban constantemente; las formaciones del tercio de Sicilia, más rezagadas, se acercaban con las banderas al aire en el centro y los arcabuceros en los lados del cuadrado que formaban los piqueros. El aspecto era, en verdad, impresionante y lo fue aún más cuando las tropas entraron en la ciudad y por las calles, que resultaban estrechas a su paso, se aproximaban al palacio de la gobernadora. Los habitantes de Bruselas miraban con prevención aquel alarde de fuerza y presintieron que algo tan poderoso como terrible acababa de hacer su aparición. Los rostros de Alba y sus acompañantes, con expresión grave, reflejaban la importancia del momento.

Llegados a la puerta del palacio, Alba desmontó y, seguido de Chapín, don Fernando, Dávila y los demás jefes, penetró en el interior, siendo conducidos a presencia de Margarita de Parma, que lo esperaba en pie, en el gran salón, con el gesto adusto y claro malestar. Alba ignoró tales muestras de desagrado o desdén y cuando estuvo a unos pasos se inclinó ceremonialmente y saludó:

—Dios os guarde, señora.

—También a vos, duque.

—El rey, vuestro hermano, os envía su afecto y reconocimiento.

—También me envía un ejército que no he pedido y en cambio me niega su presencia, que he solicitado con reiteración…

—Los negocios de Estado, señora… —dijo Alba a modo de disculpa y con cierto cinismo en la voz.

—Debería considerar los negocios de estos Estados más importantes que ningunos otros…

Margarita se interrumpió, pues la conversación estaba siendo inconveniente, ya que se encontraban en medio de la corte, en presencia del Consejo de Estado y de los principales personajes de la Administración flamenca; una concurrencia demasiado selecta e importante como para que en su presencia se criticara al soberano. Así que, sin deponer su aire altivo y desdeñoso, añadió:

—Según se me ha informado, vos, duque, os encargaréis de todos los asuntos relacionados con la guerra y a mí me competerá el resto del gobierno.

—Cierto, señora. Aunque en caso —añadió con firmeza don Fernando— de duda sobre algún asunto, a mí me corresponderá decidir a quién compete.

Un ramalazo de ira, a duras penas contenida, se reflejó en los ojos de la gobernadora, que volvió a preguntar:

—En ese caso, además de los militares, ¿cuáles son vuestros poderes?

Alba contestó con insolencia, dispuesto a mostrar a Margarita que su mando era más ficticio que real y que su relevo no tardaría en producirse:

—Señora, ahora mismo no los tengo muy presentes, pero las circunstancias los irán aclarando y poniendo de manifiesto… y vos seréis la primera en enteraros.

La respuesta le sonó a Margarita como una amenaza, convenciéndola de que había perdido la confianza de su hermano y de que sería relevada en el gobierno de aquellas tierras. Con el mismo tono distante, desdeñoso y frío, despidió al duque y dio por concluida la entrevista. Don Fernando se trasladó al hotel de Culemburg, donde se alojaría y establecería su cuartel general. En las horas siguientes fueron llegando a Bruselas noticias sobre cómo las tropas iban alcanzando sus emplazamientos. Los protestantes empezaron a sentirse atrapados en una tela de araña, sin que los católicos se sintieran más tranquilos, aunque se alegraban de que desapareciera la posibilidad de nuevos desórdenes. En las jornadas siguientes, tal y como vaticinara el duque, Margarita pudo comprobar los amplios poderes que el rey había dado al noble castellano y despechada escribió una carta con su dimisión el 29 de agosto, sin que fuera atendida, por lo que la reiteraría el día 8 del mes siguiente y no le fue aceptada hasta el 5 de octubre, pero permanecería en Flandes hasta el mes de diciembre, en que salió de Bruselas con un acompañamiento de cortesanos, lacayos y hombres de guerra montados y a pie como escolta. Su salida se producía con la misma falta de ceremonial que la entrada de Alba. Iba a Parma, en Italia, para reunirse con su esposo, Octavio Farnesio.

Don Fernando Álvarez de Toledo inició su gestión sin contar para nada con la gobernadora y decidió crear el instrumento que castigara a los culpables. El 5 de septiembre de ese año de 1567 creaba el Tribunal de los Tumultos, ante el que serían llevados los culpables de los desórdenes. Componían el tribunal flamencos y españoles versados en Derecho: Noirquermes y Berlaymont, próximos a Margarita; Juan de Vargas, licenciado y regente del Consejo de Italia; Adrián Nicolay, canciller de Güeldres; Pedro Ascot, presidente del consejo de Artois, Jacobo Martensen, presidente del consejo de Flandes; Luis del Río, doctor; Juan Blasere, consejero del consejo de Malinas; Hessels, consejero del de Artois; Asset, consejero del de Flandes y Jerónimo de Roda, otro español de gran experiencia. Pronto dejaron de asistir Noirquermes y Berlaymont; su ejemplo fue seguido por otros flamencos, mientras que Vargas y Hessels fueron los más activos y, por ende, los más odiados.

Unos días después, concretamente el 9, Alba convocaba en su residencia de Culemburg al Consejo de Estado, incluidos los personajes que estaban bajo sospecha; el pretexto de la reunión era revisar y comentar los planos de las fortalezas que se proponía levantar en ciudades como Thionville, Amberes y Luxemburgo. Don Fernando de Toledo estaba encargado de tomar las disposiciones adecuadas para detener a los sospechosos; cuando la reunión terminó los convocados se disponían a abandonar el palacio, pero a la salida de la estancia Sancho Dávila con algunos de sus hombres y en presencia de don Bernardino de Mendoza, que ya había regresado de Roma, se acercó al conde de Egmont y le invitó a pasar a una habitación próxima, donde le pidió cortésmente que le entregara la espada y la daga. Egmont obedeció completamente azorado y sin explicarse lo que ocurría, informándosele de que estaba preso por orden del rey. Por su parte, el también capitán Jerónimo de Salinas prendió en el patio del palacio al conde de Horn. A lo largo de la tarde fueron detenidos Bakkerziel, secretario de Egmont, Antonio de la Lov, secretario de Horn, y Antonio de Stralen, amigo de Orange y burgomaestre de Amberes. Un golpe audaz, cuyas consecuencias eran imprevisibles, pero aunque la noticia de las detenciones se extendió como un reguero de pólvora, de momento no hubo reacción entre los naturales.

Por la noche, Alba escribía al rey para darle cuenta de lo ocurrido. Un lacayo le advirtió de que Sancho Dávila estaba en la antecámara y deseaba verlo. El duque ordenó que le hicieran pasar y unos instantes después aparecía el visitante, que se disculpaba:

—Señor, sé que es muy tarde. Perdonad que os interrumpa…

—Pasad, Sancho —contestó Alba, que con un gesto rechazaba las disculpas y preguntó—: ¿Qué os trae por aquí?

—Señor, llevo demasiados años en el ejército para saber de sobra lo que es un soldado… Hoy, al detener a Egmont, me parecía que éramos corchetes o alguaciles… No me ha gustado lo que hemos hecho… Vencer a un hombre en buena lid es muy diferente a detenerlo por sorpresa y con engaño…

—¡Callad, Sancho! —Alba se había levantado, saliendo de detrás de la mesa en la que escribía y sobre la que ardía un velón que daba luz a la estancia; se sentó en uno de los dos sillones que había delante, ordenándole a Sancho que ocupara el otro—. Escuchadme con atención. Nosotros somos soldados, efectivamente. Pero antes que soldados somos súbditos del rey y como tales le debemos obediencia. Lo que significa que si el rey nos pide que seamos corchetes, lo seremos; si quiere que seamos verdugos, lo seremos igualmente… aunque nos repugne. Cuando te asalten pensamientos de tal naturaleza recuerda que los detenidos han sido rebeldes o traidores y que merecen esa suerte…

—Pero, señor, no somos jueces ni verdugos. Además, yo no me he preparado para eso…

—¿Acaso creéis que me he preparado yo?

—Vos sois distinto, señor. Sois el responsable del gobierno de estas tierras y vuestra responsabilidad y capacidad de mando es muy superior… Estoy tan confuso… Nunca pensé que me vería en situaciones como las de hoy… Hasta he llegado a pensar que me gustaría que las prisiones hechas provocaran la reacción de los rebeldes y protestantes y llegara la guerra… Simplificaría las cosas…, por lo menos para mí…

—Si os sirve de consuelo, Sancho… yo también he pensado que prefiero la guerra a esta situación… Pero de momento es lo que tenemos y hemos de dar gracias a Dios de que el país entero se mantenga tranquilo… Así lo estoy escribiendo al rey… ¿Habéis comentado esto con don Bernardino o con don Fernando?

—No, señor. No lo he hecho… Es tal la desazón que siento que sólo me he atrevido a comentarlo con vos.

—Si tenéis oportunidad… ¡hacedlo! Tal vez os ayude…

Los dos se sumieron en un profundo silencio, cada uno perdido en sus inquietudes y zozobras. La luz del velón no alcanzaba a iluminar plenamente la estancia y su mortecino resplandor contribuía a mantener las sombras en el ánimo de ambos. Alba, más duro, fue el primero en reaccionar y se levantó del asiento, como queriendo alejar tan desazonantes pensamientos. Sus palabras devolvieron a Sancho a la realidad:

—Deberíais marcharos. Nos esperan jornadas muy duras… Cuanto más descansados estemos, será mejor.

—Tenéis razón, señor… Perdonad que os importunara…

—No me habéis importunado, Sancho… Yo también tengo mis dudas… y mis preferencias. Pero hay situaciones en las que no cabe elección y ésta es una de ellas.

Dávila se levantó y se encaminó hacia la puerta y como despedida añadió:

—Quedad con Dios, señor.

—Por cierto, Sancho, vamos a necesitar confidentes. Ved qué podéis hacer.

Dávila no respondió. Asintió con la cabeza y, precedido de un lacayo que le alumbraba con una bujía, cruzó el patio del palacio y salió a la calle, camino de su aposento.

El Tribunal desarrollaba una jornada de trabajo intensa, de siete horas diarias, imponiendo numerosas penas de muerte y confiscaciones de bienes, cuyo número permitió a sus opositores llamarlo tribunal de la sangre y presentarlo como un ejemplo de lo que quería el rey español y su enviado Alba. Entre las primeras decisiones del Tribunal se cuenta la de citar a Guillermo de Orange, a su hermano Luis de Nassau, a los condes de Culemburg, de Hoogstraeten y Van den Berg y al barón de Montigny para que comparecieran en un plazo de cuarenta y cinco días. Obviamente, ninguno de ellos lo hizo, por lo que acabarían condenados en rebeldía y sus bienes confiscados.

Al cabo de unos días en que permanecieron incomunicados, Alba decidió llevar a Egmont y Horn a la fortaleza de Gante, donde ya había guarnición española. Jerónimo de Salinas fue el encargado del traslado, lo que se hizo con tan buen orden que el mismo jefe de la escolta se sorprendió. El cambio había sido decidido por Alba para evitar alteraciones. A lo largo de la marcha se fueron relevando los hombres de la nutrida escolta hasta llegar a Gante. El mismo Salinas fue encargado de custodiar a los presos en la fortaleza.

Desde una esquina, Dávila asistió a la partida de los detenidos. Al verlos salir hacia Gante un gran desasosiego le invadió como consecuencia de vagos y dramáticos presentimientos. Los que presenciaban la marcha de Egmont y Horn comentaban en voz baja y miraban con cierta compasión las huellas que el trance estaba dejando en sus rostros, cuya palidez acentuaban las barbas, castaña la del uno y morena la del otro; los ojos hundidos con grandes ojeras hablaban de noches de insomnio o pesadillas sobrecogedoras. Al pasar la escolta y los escoltados, las miradas de Egmont y Dávila se cruzaron; en la de aquél había un reproche; la de éste no traslucía la emoción que le embargaba. Se estuvieron mirando fijamente a los ojos hasta que uno de los arcabuceros del cortejo se interpuso entre ambos.

Sumido en sus pensamientos, Sancho observó la comitiva hasta que la perdió de vista y aún permaneció un rato en aquel mismo lugar. Luego se encaminó hacia el palacio de Culemburg; la presencia de los efectivos de la guardia dejaba ver a las claras que el duque de Alba estaba dentro. Cuando se acercaba al edificio distinguió al sargento Domingo Ibáñez, que nada más verle el rostro comprendió que algo le pasaba, preguntándole en este sentido. Sancho tardó en responder, pues no acertaba a expresar su estado de ánimo:

—No sé… Estas detenciones me van a volver loco…

—¡Por Dios, Sancho! No son los únicos detenidos y no hacemos más que cumplir con nuestro deber…

—Sí… ya lo sé. Pero eso no me impide sentir que he apresado a un hombre que posiblemente muera…

—La justicia determinará —le interrumpió el sargento— si es culpable o no; si lo es, será castigado como tantos otros y vos no deberéis consideraros responsable de su suerte… El la trazó con su conducta…

—Todo eso está muy bien. Pero yo lo único que sé es que soy un soldado y se supone que me han traído aquí a luchar, no a hacer de carcelero o verdugo.

—¿Acaso preferís la guerra?

—La guerra es terrible, Domingo… pero tiene algo de grandioso. Por lo pronto, las posiciones están definidas y hay en ella todo un juego de habilidad, destreza, suerte y sufrimiento que la hace única. No se parece en nada a la situación que estamos viviendo, ni que hayamos vivido hasta ahora, pues cuando estamos en guarnición o en aposento no se nos mezcla en asuntos de esta índole. Sé que estoy haciendo lo que debo, que es obedecer lo que se nos manda… pero no me gusta y me revuelve el ánimo.

—En ese sentido podéis estar tranquilo… Tengo la corazonada de que habrá guerra y a no tardar mucho.

La conversación quedó interrumpida, pues en ese momento llegaron Ruy y Fernando y, tras los saludos de rigor, Dávila recordó el encargo de Alba respecto a los confidentes, que seguían siendo necesarios por las actuaciones del tribunal y, pensando en los contactos de los recién llegados, les preguntó si conocían a alguien que pudiera servir para ello. Ruy apuntó:

—Conocemos a un hombre que tiene a medias con otro socio una posada cerca de la Gran Plaza. Se llama Joseph van Loo y parece un buen hombre. Tiene contactos, es católico y considera a nuestro rey como el legítimo señor natural de estos Estados. A nosotros nos ha ayudado en ocasiones anteriores. Tal vez consienta en pasarnos información.

—¿Cómo podremos saberlo?

—Pienso que lo mejor será preguntárselo —dijo Ruy como si pensara en voz alta—. Hagamos una cosa, Sancho. Es la hora de comer. Vayamos a su posada, comamos allí y mientras le observáis; si os agrada, cuando los clientes se hayan marchado o queden pocos hablaremos con él.

Y así lo hicieron. Sancho se encontró con un hombre de unos sesenta años, de complexión más bien fuerte, rubio, de ojos casi grises, todavía ágil en sus movimientos, discreto en sus maneras y muy observador. Le agradó su aspecto y así se lo dijo a Ruy, quien le hizo una seña para que se acercara y le comunicó que querían hablarle. Van Loo les dijo que esperaran y cuando los parroquianos habían abandonado casi por completo el comedor de la posada les indicó que pasaran a una habitación interior, en la que podrían hablar sin que nadie les viese ni oyese. Dos horas más tarde, Ruy y Sancho salieron a la calle y se encaminaron al palacio de Culemburg. El primero preguntó:

—¿Qué vais a hacer pues, Sancho?

—Ahora mismo voy a comunicárselo al duque para que él decida. A mí me ha parecido persona adecuada para confiar en ella. Ya os contaré.

—Es mejor que no me digáis nada. Esas cosas cuantos menos las sepan, mejor.

Ruy se despidió de Sancho en las puertas del palacio y éste penetró en el interior y se encaminó directamente a los aposentos del duque; aunque no era la mejor, la hora tampoco era intempestiva. Alba le recibió al instante y él abordó directamente el tema que le había llevado allí:

—Señor, he preguntado a gente que conoce estas tierras y me han hablado de un tal Joseph van Loo, un posadero, que podría ser uno de nuestros confidentes.

Alba estaba sentado cerca de un brasero, con la mesa al alcance de su mano y consultando escritos. Al oír a Sancho, dejó los papeles y le dedicó toda su atención; mientras atizaba el brasero, comentó:

—El tiempo no es malo, pero se agradece este calorcillo —y sin pausa ninguna preguntó—: ¿Habéis hecho alguna pesquisa? ¿Le habéis visto?

Sancho asintió con la cabeza mientras respondía:

—En efecto, señor. He charlado con él largo tiempo y creo que puede ser uno de nuestros informadores. Parece un buen hombre. Es católico y teme que la herejía pierda estas tierras. Tiene tanto miedo como los demás y le preocupa que la insolencia de los protestantes acabe por anular a los católicos. Además, considera que los promotores de los desórdenes son reos de lesa majestad, por sublevarse o declararse en rebeldía contra su señor legítimo, nuestro rey Felipe.

Sancho miraba el atardecer por una de las ventanas del salón donde se encontraban. Desde allí oyó nuevamente al duque:

—¿Os fiaréis de él?

—¡Qué remedio! —exclamó Sancho—. La verdad es que creo que es sincero. Además ha puesto condiciones y eso me ha convencido más… De no ser así, hubiera desconfiado de su ofrecimiento.

—¿Qué condiciones son ésas?

—Veréis. Quiere que sus informes se le paguen. Con el dinero que reciba se separará de su socio y se establecerá en Ectresen, donde tiene unas casas en las que puede montar su propio negocio. Cuenta con varios colaboradores, que están repartidos por otros establecimientos de la ciudad; algunos de ellos son parientes suyos. Estos colaboradores le darán la información a él, que será quien me la transmita a mí. Yo seré su único contacto y tampoco conoceré a sus informadores.

—¿Vende muy caros sus servicios?

—Para alguien que se juega la vida no lo creo. Pienso, además, que se contentará con lo que se le dé, pues desaprueba por completo la situación originada por los herejes y rebeldes. Desea volver a tiempos anteriores y cree que la presencia aquí de las tropas del rey Felipe es el mejor instrumento para arreglar las cosas… Señor, se le podrían dar cantidades más o menos simbólicas y si, en verdad, los resultados responden a sus ofrecimientos, podríais solicitarle al rey nuestro señor una cantidad lo suficientemente importante para que pueda establecerse cuando ya no nos sea útil.

—Es una buena idea, Sancho, y si las cosas ruedan bien así lo haré.

—Mañana iré a verle y concretaremos nuestro plan de acción… —Sancho se interrumpió, dudando si debía decir lo que pensaba, decidiéndose finalmente—. Por cierto, señor, la conversación con Van Loo me ha resultado muy beneficiosa…

—¿Y eso?

—Me he encontrado con un natural de estos reinos que aprueba lo que estamos haciendo aquí y dice que como él hay millares…

—Sancho, ni los gobernantes ni los soldados dependen en sus acciones de la opinión de las gentes. Dependen de sus conciencias y de las órdenes que reciben. Ésas son las únicas normas que deben regir sus actos.

—Efectivamente, señor. Pero convendréis conmigo en lo reconfortante que resulta que lo que hacemos sea estimado por quien lo vive directamente.

—Eso sucede muy pocas veces y siempre con reservas… Pero si la conversación mantenida con el confidente os ha servido, me alegro, y espero que desde este momento veáis las cosas tan claras como yo. Además, Sancho, somos hombres de acción, no nos conviene pensar demasiado.

Unos días más tarde, mientras las detenciones continuaban, Dávila se enteró de los cargos por los que se les había incoado proceso a Egmont y Horn; se les acusaba de traición y deslealtad, lo que ambos negaban. La esposa del primero y la madre del segundo trabajaban tenazmente para conseguir que fueran juzgados por un tribunal de la Orden del Toisón, a la que ambos pertenecían; pero sus esfuerzos fueron inútiles, como también lo fueron las intercesiones del emperador, de algunos príncipes alemanes y de ciertos señores flamencos. Para colmo, se tenían noticias de que Hoogstraeten por el sur y Luis de Nassau por el norte se aproximaban con tropas, haciendo inminente la guerra, algo que no beneficiaba ni a los condes ni a los demás detenidos. A las puertas de una guerra que parecía inminente, Alba decidió el 9 de octubre confiscar los bienes de Orange y de su hermano Luis, desterrándolos perpetuamente de aquellos reinos y poniéndolos fuera de la ley con otro decreto de 18 de mayo de 1568.