Sancho estaba sentado en la proa de la galera, en la tamboreta, con las piernas extendidas y los pies cruzados cerca de la madre del espolón, que se alzaba rígido hacia el frente a la espera de algo a lo que embestir. En aquella cerrada noche de primeros de marzo de 1560 no se distinguía nada más que el fanal de la galera capitana, que marcaba el rumbo a seguir. El cielo, tan negro como las aguas, estaba tachonado de rutilantes estrellas, en las que los pilotos podían leer los caminos del mar y que a Sancho le parecieron más pequeñas y lejanas que nunca, como si no quisieran hollar aquella oscuridad en la que su espíritu se diluía embargado por una gratificante sensación de paz y quietud. Perdido en sus pensamientos, se sentía mecido por los suaves cabeceos de la galera en aquel mar donde un ligero y cálido viento levantaba minúsculas olas y empujaba delicadamente las velas de los navíos de la flota, que avanzaban con lentitud, impulsados también por algunos remos, pues era deseo del duque de Medinaceli, virrey de Sicilia, llegar a Yerba o los Gelves con las luces del alba, haciendo parte de la singladura de noche para presentarse al amanecer ante su objetivo. Los únicos que velaban aquella noche, además de algún que otro oficial, eran los timoneles, los cómitres que vigilaban la boga y los remeros de un cuartel designados para compensar con su esfuerzo el que le faltaba al calmo viento existente. Los otros dos cuarteles, es decir, las otras dos terceras partes de los remeros y el resto de la gente dormían o procuraban hacerlo, sabiendo que la jornada del día siguiente iba a ser dura.
Desde que se puso el sol, la actividad en los navíos se fue serenando y cuando los hombres cenaron y el trasiego del rancho hubo concluido, la calma comenzó a dominarlo todo. Las sombras cayeron sobre el mar y lo envolvieron aprovechando la ausencia de la luna y la lejana indiferencia de las estrellas. A medida que la luz se apagaba, Sancho se sentía más relajado y sin ganas de dormir, por lo que decidió dirigirse a proa pasando por la crujía, ese pasadizo central de la galera desde proa a popa que permite vigilar a los remeros y desde donde pudo ver en la cámara de boga los esfuerzos de los que remaban, mientras sus compañeros penados dormían tumbados en los espacios que quedaban entre los bancos de remo; también observó a los soldados, acostados en la ballestera, la pasarela existente a ambas bandas de la galera protegida con la pavesada, que solía armarse antes del combate y que el duque había ordenado montar esa tarde. Al llegar a proa, Sancho decidió pasar a la tamboreta para sentir la noche, protegiéndose con la capa del frescor que subía del mar y que sentía en el rostro con agrado. Desde allí contempló la creciente negrura ambiental, en la que languidecía el fanal de la capitana, sin alejar las sombras que le acechaban a sus espaldas y que no le permitían más que adivinar los navíos que les acompañaban en los bultos informes difícilmente perceptibles a su alrededor. El mar y el cielo constituían una especie de esfera negra sin contornos ni dimensiones, cuya negrura sólo era interrumpida fugazmente por un débil reflejo provocado por las estrellas o el fanal de la capitana en aquellas pequeñas olas, cuyas crestas no llegaba a rizar la ligera brisa que soplaba. Y mientras su cuerpo parecía deshacerse, convertido en una partícula más de aquel universo ennegrecido, los pensamientos acudían a borbotones a su mente, contrastando la tranquilidad de su cuerpo con la agitación creciente de su ánimo.
Sancho recordaba por qué estaba allí y sus recuerdos le llevaron a los días en que se formaba la expedición en Sicilia, preparada por el duque de Medinaceli, su virrey. Toda la isla contribuyó a aprestar la expedición, cuyo objetivo era Trípoli, donde se había establecido Dragut, convirtiéndola en su base de operaciones. De acuerdo con las órdenes reales, la partida estaba prevista para finales de enero. Con la experiencia adquirida en Palermo, los preparativos del nuevo envite contra el islam norteafricano no despertaron ningún interés en Sancho, que los vivió en Mesina como un espectador distraído; sólo cuando la partida se hizo inminente se preocupó por la empresa. Al saber la nave en que sería embarcada su compañía, se presentó en ella y vio que era una galera de veintiséis bancos, bogando veinticuatro en cada banda, con remos armados a tercerol, por lo que necesitaría ciento cuarenta y cuatro remeros, a razón de tres por banco. Le pareció muy marinera y le gustó la estampa que ofrecía, pues pudo verla con las velas desplegadas, tanto la del trinquete a proa como la del árbol mayor, en el centro. Cuando la miraba con aprobación oyó los gritos de un oficial ordenando la maniobra y los marineros empezaron a recogerlas. Se presentó al capitán, que le llevó a conocer a los oficiales y cómitres, quienes al saber que era el alférez de la compañía que iban a transportar prometieron darle todo tipo de facilidades y no poner cortapisa alguna a sus visitas, por lo que se propuso recorrerla de popa a proa y de babor a estribor para familiarizarse con su estructura y ver cómo se ultimaban los preparativos, cómo era y trabajaba la tripulación y cómo era abastecida y artillada la nave.
—¿Habéis estado antes en la mar?
Sancho miró a uno de los oficiales de guerra de la galera, que era quien le hacía la pregunta, y contestó mirando hacia proa:
—Sí. Estuve en la toma de la plaza de África.
—¿Qué decís? —preguntó asombrado su interlocutor, para añadir sin esperar respuesta—: Yo también estuve allí. ¡Fue una hermosa jornada!
—Sí. Lo fue.
—Como ya tenéis experiencia no vais a encontrar nada nuevo aquí, pues imagino que también iríais en una galera entonces.
Sancho se limitó a asentir con la cabeza y continuaba mirando a su alrededor con curiosidad; en esos momentos recorría con sus ojos el aparejo.
—Claro —decía el oficial—, que nuestra galera es tan airosa y galana como hay pocas; me imagino que ya lo habréis comprobado. Y lo mejor de todo es cómo navega, no hay otra tan marinera. Ya lo veréis.
—Estáis orgulloso de vuestra galera, ¿no es verdad?
—Sí. Lo estoy. Bueno, lo estamos todos… Venid, os la mostraré.
El oficial empezó su recorrido por el interior del buco o cuerpo principal de la galera, donde le enseñó con detalle la distribución de aquel espacio entre los varios departamentos que lo constituían y que en la popa eran el gabón o camarote del capitán y el escandelar de los oficiales de guerra; más a proa estaba la repostería, lugar donde se guardaban los víveres y efectos correspondientes a la plana mayor; le seguía la compaña o despensa para almacenar el vino, aceite, queso, carne y pescado en salazón; a continuación estaba la panera, donde se disponía el pan y el bizcocho o galleta; luego se encontraba la santabárbara o polvorín, a la que se entraba por la «taverna», una especie de cantina donde se alojaban los cómitres y en la que éstos guardaban vino y víveres que vendían a la marinería, a la tropa e incluso, y pese a estar prohibido, a la chusma, como genéricamente se denominaba a los galeotes o remeros, que podían ser individuos pagados —los denominados buenas boyas—, prisioneros hechos en el mar o en tierra, delincuentes condenados a esta pena por sus delitos o esclavos. En el pañol o cuarto del medio se guardaban velas, cordajes y demás efectos. Seguidamente se encontraba la enfermería, con sus literas dispuestas para recibir a los hombres que fueran heridos o enfermasen; en ella estaban también la botica y los repuestos de manillas, calcetas y ramales de los alguaciles para utilizarlos con los díscolos, rebeldes y prisioneros que pudieran hacerse. Y ya en la proa, se almacenaba el carbón necesario para el fogón.
Concluido el recorrido, el oficial se dirigió nuevamente a popa diciéndole a su acompañante:
—Veamos ahora un sector importante: desde dónde se dirige la nave. Empezaremos por la parte que llamamos espalda.
Sancho fue conducido a una plataforma más alta que la cámara de boga, al nivel de la crujía, en cuyos costados observó unas balaustradas bastante lujosas con bandines o bancos corridos que servían para sentarse y de lecho a los oficiales menores. Allí tomaron asiento el visitante y su guía, charlando largo rato sobre la empresa proyectada; en la conversación, el oficial mostró cierto recelo por la entidad de la plaza que iban a atacar, pero decidió no extenderse en tales consideraciones y cambió de conversación:
—Acabaré de mostraros esta parte. Mirad, allí está el tabernáculo.
Seguido de Sancho, se encaminó a un pequeño escandelar donde estaba la yésola o iglesuela, que no era sino una pequeña alacena. Cuando estuvieron delante de ella, el oficial comentó:
—Aquí se guardan las cartas de marear y los instrumentos de navegación. Y ese espacio que veis ahí es el destinado a entibar los barriles con el agua dulce que necesitamos.
Instantes después entraban en la carroza, que era el último reducto de defensa de la galera contra los ataques procedentes de la proa. Allí estaba la cámara de consejos, donde se reunía la plana mayor, en cuyo centro había una mesa, con el sillón del capitán al fondo y unos bancos a los lados; también se encontraba en esa parte de la galera el espacio denominado timonera, donde se situaba el timón o la caña para gobernar la nave. En conjunto, la carroza era un lugar protegido en sus laterales por tablones calafateados que en la parte superior, en este caso, tenían cristales; el techo estaba formado por un armazón o enrejado que permitía cubrir ese recinto con el tendal, una especie de toldo de lienzo o cañamazo que protegía de las inclemencias del tiempo. Sancho se volvió para mirar hacia proa y preguntó:
—¿Cómo esta artillada?
—Muy bien. Aquí, en popa, tiene dos esmeriles y en cada una de las bandas dispone de un falconete, cuatro pedreros de borda y, ya casi en la proa, un pedrero corto. Además, intercalados con los pedreros hay otras cuatro piezas menudas. En la proa hay cinco bocas más: dos pedreros cortos a los extremos, dos sacres más al centro y el cañón de crujía, donde ésta termina, montado en plano inclinado y apuntando en la misma dirección que el espolón.
Sancho asintió varias veces con la cabeza en señal de aprobación cuando el oficial concluyó, y tras conversar otro rato con él se despidió para volver a su aposento.
Con un hondo suspiro Dávila interrumpió sus recuerdos y miró a su alrededor en aquella negra noche. Sólo vio sombras y negrura y el fanal de la capitana, tan débil que parecía iba a apagarse. Se recostó nuevamente y prosiguió con sus recuerdos.
El día anterior a la partida observó la revisión del esquife, la embarcación menor de la galera empleada para hacer la aguada, para tomar lengua, es decir, recoger información y como salvavidas en caso de naufragio o hundimiento en combate; vio que para que no entorpeciera la boga era asegurado sobre calzos en uno de los bancos no armados de la banda diestra, en la misma en la que estaba el poyo, en el lugar del otro banco no armado y donde fueron colocadas las reses subidas a bordo para alimento de tripulantes y soldados, que serían sacrificadas a lo largo de la travesía o en las jornadas siguientes al desembarco, ya en tierra africana; a la misma altura que el poyo, pero en la banda contraria, estaba el fogón, una gran caja forrada de hierro para que el riesgo de incendio fuera menor, destinada a contener los hornillos en los que colocar los calderos donde se preparaba la comida de la dotación.
La flota zarpó rumbo a Malta (no recordaba qué día exactamente), donde permaneció hasta el 10 de febrero, fecha en la que Medinaceli salió con todos los navíos que le pudieron seguir dejando orden a las naos y a las galeras de que se reunieran con él más adelante en el secano llamado de El Palo, un islote árido cercano a la costa africana; la galera donde viajaba Sancho fue una de las que tuvieron que quedarse, pues necesitaba unos arreglos en el aparejo, zarpando una jornada después con otras ocho, cuatro del duque de Florencia, la patrona de Sicilia, la patrona de Andrea Doria y las dos del señor de Mónaco. Pusieron rumbo a la Roqueta, una pequeña isla en la que pensaban hacer aguada, como un día antes la había hecho el duque, quien tomó la afortunada decisión de bajar a tierra con tres mil hombres para proteger la operación, colocando un escuadrón en un altillo cerca del mar con mangas de arcabuceros en los lugares más necesarios para la mejor protección de la aguada, pues al poco tiempo los moros empezaron a hostigarlos y se trabó una escaramuza que se enconó bastante y se prolongó varias horas, hasta que terminó de hacerse la provisión de agua y reembarcaron con gran orden, protegidos por las mangas de arcabuceros a las órdenes de don Álvaro de Sande, hijo del de Medinaceli. El fuego de los arcabuceros fue muy eficaz, causando numerosas bajas y manteniendo lejos tanto a la infantería como a la caballería de Dragut. El orden en la operación había sido tal que sólo hubo por parte de los cristianos siete muertos y una treintena de heridos, entre ellos el mismo Sande, alcanzado levemente encima de la ingle por un arcabuzazo sin consecuencias, pues sólo fue un rasponazo al darle de lado, por lo que no entorpecería en nada la actividad de don Álvaro. Medinaceli zarpó esa misma noche camino del punto de reunión y al día siguiente llegó la flotilla en la que viajaba Dávila, no siendo tan afortunados en la aguada, pues los norteafricanos los esperaban encorajinados por las bajas que les causaron los de Medinaceli y, deseando desquitarse, encontraron la ocasión al ver cómo disputaban los que estaban en tierra por ver quién sería cabeza, gobernándose tan mal que cuando fueron atacados en medio del reembarque se produjo un descalabro que se cifró en ochenta bajas entre los heridos, muertos y presos que quedaron en tierra, entre ellos cinco capitanes. Las galeras partieron hacia el punto de reunión establecido por Medinaceli, donde acabó de reunirse la escuadra.
Sancho se tocó la muñeca izquierda instintivamente, abandonando nuevamente sus recuerdos. No sentía dolor ninguno, pero tenía un moretón causado por una bala de arcabuz que le alcanzó en ese punto de rebote durante el complicado reembarque realizado en la Roqueta y pensó que había tenido suerte escapando tan bien librado de la operación, en cuyo transcurso temió lo peor en más de una ocasión, no sintiéndose seguro hasta que abordó la galera.
—¿Alférez Dávila…?
Una voz a sus espaldas le hizo volver plenamente al presente y, tras contestar afirmativamente, se levantó y abandonó la tamboreta, pudiendo comprobar quién había interrumpido sus pensamientos.
—¿Qué pasa, sargento?
—No… nada. Llevo un rato intentando conciliar el sueño inútilmente y os vi venir hacia aquí, por lo que me acerqué para hablar un rato… ¡Vaya noche oscura que hace!
Los dos hombres se apoyaron en el comienzo de la pavesada de babor, donde preguntó el sargento con voz queda para no despertar a los hombres que dormían próximos:
—¿Creéis que han estado los jefes atinados al decidir ir sobre los Gelves, cuando las órdenes del rey eran batir Trípoli?
—No lo sé, Díaz —contestó silente Sancho, que decidió dejar el tratamiento por el apellido de su interlocutor—. Parece que el virrey tenía noticias de que Dragut había salido de la isla para atacar los bastimentos de Sicilia, dejando sólo algunos turcos y la guarnición del castillo.
—Eso comentaban los hombres y también que el virrey temía se perdiera alguna nave en la travesía hasta Trípoli, pues no se fía del tiempo.
—Sí. El piloto ha hablado de la posibilidad de temporal… La estación no está segura y es más rápido virar y cargar sobre Gelves.
—¿Sabéis algo sobre Gelves?
Sancho asintió con la cabeza e hizo un gesto ambiguo con la mano al tiempo de responder:
—Algo he oído…
—Decidme qué, si no os importa.
—Yerba o los Gelves es como se denomina a una isla llana y arenosa, de unas seis leguas en alrededor, que en la parte del levante está unida a tierra firme, pues dista de ella menos de una legua, y con el agua tan baja que se puede salvar con un puente de madera. Sus tierras son flacas, de las que obtienen las familias, que viven en caserías apartadas unas de otras, alguna cebada si la riegan con la poca agua que pueden sacar de pozos muy hondos; por eso, es frecuente que las gentes tengan falta de pan e incluso tienen poco ganado. Las tierras que dan al mar en todo su recorrido son arenales con escasas yerbas, un poco más al interior se ven palmerales extensos y más adentro todavía, al este, dicen que hay olivos.
—No parece gran cosa…
—Pero lo es… Como el agua es muy baja por lo arenoso de la isla los navíos se quedan lejos y hay que desembarcar en botes y esquifes, que tampoco llegan a tierra, por lo que hay que caminar un buen trecho con el agua a media pierna y todo el equipo a cuestas… No será nada fácil. Y una vez en tierra… el castillo.
El sargento seguía con interés las explicaciones de Sancho, tratando de hacerse una idea de la isla; con el mismo interés preguntó:
—¿Cómo es el castillo?
—Dicen que es fuerte, hecho en el sitio donde los catalanes levantaron una torre cuando ganaron la isla hace no sé cuántos años. Junto al castillo hay una población tan escasamente murada que parece no aguantaría un asalto; me han dicho que se celebra un mercado o feria donde acuden cristianos, turcos y moros para intercambiar ganados y productos de la tierra, como trigo, cebada, lana, manteca, pasas, cueros… que luego llevan hasta Túnez, Alejandría y otras partes.
—¿Pero… y el castillo? —insistió el sargento.
Sancho inspiró profundamente, se apartó de la pavesada y dijo:
—Mañana lo veremos.
Y decidieron ambos hombres retirarse y tratar de dormir hasta poco antes del alba, en que todos serían despertados, pues Yerba estaría cerca.
Efectivamente. Los pilotos de la capitana no se habían equivocado en sus cálculos y cuando la primera luz del alba descorría sin prisas las sombras de la noche los hombres, ya desayunados y prestos, pudieron contemplar como ante sí, no demasiado lejos, empezaba a perfilarse el objetivo que iban a asaltar.
Medinaceli decidió desembarcar a dos leguas del castillo, cerca de una torre al poniente de la fortaleza, por haber en el sitio pozos y lagunas formadas por la lluvia. Aprovechando algunos secanos se tendieron varios puentes para que los soldados no se cansaran en exceso ni estuvieran mucho tiempo en el agua mientras marchaban a tierra. Bastante más difícil fue llegar con la artillería a la playa, pues hubo que improvisar unas balsas en las que llevar los cañones, empujándolos sobre los bajos y arenales, mientras las cureñas podían deslizarse, pues casi flotaban gracias a la madera de que estaban hechas, aunque guarnecidas y reforzadas de hierro en algunas partes.
El desembarco se hizo con toda normalidad al no hacer acto de presencia los enemigos. Sólo se presentaron en el campo cristiano dos enviados del jeque Muzaud, quienes dijeron a Medinaceli que su amo era el señor de los Gelves, que había venido de La Goleta y que los naturales lo recibieron como tal, habiéndole entregado los turcos el castillo, y que como Muzaud era servidor del rey de España, que reembarcara a sus hombres y que marchara contra Trípoli, que él ayudaría a la empresa con gente y vituallas, como amigo que era. Pero Medinaceli dio largas y excusas a los enviados, pretextando la necesidad de dirigirse hacia un lugar más cercano al castillo, llamado Esdrum, donde alojaría mejor a su gente, pues había doce o trece pozos de agua que necesitaba. Encaminando al grueso de la gente al lugar, Medinaceli se adelantó con una fuerte escolta y comprobó que los pozos estaban cegados, ordenando que los limpiaran. Cuando estaban en tal operación, otros dos emisarios llegaron con nuevas propuestas para entrevistarse los dos jefes, pero el cristiano alegó que no era el momento adecuado, pues quería antes que su gente se aposentara y descansara; los enviados se retiraron y cuando estaban en un palmar cercano empezaron a gritar, apareciendo muchos de sus correligionarios que habían estado emboscados y formaban en media luna para dar la batalla, viendo a los cristianos cansados y muertos de sed. El duque aprestó a la gente con celeridad y envió aviso al grueso de la fuerza que avanzaba por un llano despejado y liso, con el mar a la izquierda y unos palmerales a la derecha.
Sancho iba con el resto de los españoles en retaguardia; avanzaban con las banderas de las compañías desplegadas; Sancho llevaba la de la suya, con diez soldados a sus flancos que lo escoltaban, algo por delante de la compañía y detrás del capitán. Desde su sitio podía ver la batalla del ejército, donde marchaban los italianos con dos piezas de artillería y ya en vanguardia se encontraban los caballeros de la Orden de San Juan con su general al frente, los efectivos alemanes, dos banderas de franceses y algunas piezas de artillería. La marcha la protegían sesenta arcabuceros en tres mangas al mando del maestre de campo don Luis de Osorio por el lado del mar y a mano derecha marchaban otros tantos del maestre de campo Barahona, de manera que las mangas daban cobertura a los escuadrones que avanzaban, llegando sin mayores dificultades a los pozos, donde tomaron posiciones y se aprestaron a recibir la carga de los norteafricanos.
Dávila miraba con atención las líneas enemigas; con su mano izquierda sostenía la bandera y en la derecha empuñaba la espada. Le agradaba la posición que ocupaban los españoles, a la derecha de los pozos y a la izquierda de los caballeros de San Juan, en cuya veteranía confiaba; por delante de ellos los italianos habían formado dos mangas y a ambos lados, pero más hacia el castillo, se había distribuido el resto. Así formados esperaban la embestida de los diez o doce mil musulmanes que tenían enfrente. La primera carga llegó por el lado del mar y fue dura, pues los soldados de esa zona tuvieron que replegarse, dejando muertos y heridos, aunque causaron bastantes bajas a los atacantes, que se retiraron para reagruparse y cargar de nuevo.
La nueva carga se produjo en masa y en todo el frente de la formación cristiana. La caballería fue la primera en lanzarse al ataque en medio de un griterío ensordecedor, pronto apagado por el ruido de la arcabucería, que trataba de mantenerlos lejos; tras ella iba la infantería, que lanzaba flechas y disparaba frenéticamente hasta llegar al cuerpo a cuerpo, donde hombres y caballos se mezclaban entre tiros, lamentos, gritos, golpes…
Los oficiales cristianos instaban constantemente a sus hombres a mantenerse agrupados, sosteniendo las posiciones, para ofrecer un bloque compacto, sin fisuras por donde penetraran los adversarios. Sancho clavó la bandera en el suelo arenoso, al lado del capitán, y se adelantó a la primera línea de sus hombres, donde combatió las dos horas siguientes. Afortunadamente para ellos, los arcabuceros estaban haciendo un gran trabajo y cada una de sus descargas les concedía unos minutos de tregua que les permitían recuperarse.
—¿Habéis visto, alférez, una cosa igual? —le decía a Dávila un veterano que luchaba a su lado—. He estado en varias jornadas en África y nunca nos han atacado tan recio.
Sancho paró la estocada del rival con el que luchaba y con el giro que tan bien dominaba le atravesó el pecho con la daga antes de que el desdichado tuviera tiempo de darse cuenta de que había llegado su fin. Mientras el cuerpo caía a tierra, respondió:
—Calla y pelea. No pierdas fuerzas hablando. Esto parece que no va a acabar nunca.
Unos minutos después pudieron ver a Osorio avanzar por el flanco con sus hombres; su marcha era demoledora y a ellos se sumaban los que iban quedando libres de enemigos, de forma que el tercio se convirtió en una especie de apisonadora que arrollaba cuanto encontraba a su paso. Por fortuna, antes de que su impulso se consumiera, los atacantes consideraron la batalla perdida y empezaron una retirada que dio alas a los cristianos, crecidos por lo que ya empezaban a considerar una victoria. Unos minutos después la retirada se había convertido en desbandada y grupos de soldados enardecidos perseguían a los musulmanes hasta que sus oficiales lograron hacerlos volver para recomponer las filas, comprobar las bajas sufridas y reorganizar las líneas.
Al día siguiente empezó la fortificación del campo con trincheras, pues el duque no quería sorpresas al tener que prescindir de parte de la gente enviada a las galeras, que necesitaban hacer aguada de nuevo y para ello debían ir a la Roqueta, lo que hicieron a las órdenes de don Sancho de Leiva, regresando sin haber tenido el menor percance. Reunidos todos nuevamente, el día 11 de marzo Medinaceli ordenó levantar el campo y marchar hacia el castillo. A media mañana se presentaron dos emisarios del jeque, que prometía entregar la fortaleza y dar al rey Felipe II el tributo que pagaba a los turcos a cambio de que permitiera salir a la gente con sus enseres, oferta que aceptó el jefe cristiano, por lo que suspendió la marcha y esperó.
El día 12 llegaron nuevamente los emisarios del jeque anunciando que el castillo había sido desalojado. Medinaceli envió a Barahona con tres compañías de infantería española para que comprobara que el aviso era cierto, pero se desató un auténtico diluvio que mantuvo inmovilizados a los hombres durante varias jornadas. Finalmente, el 19 se pudo comprobar la veracidad de lo anunciado por los emisarios y los cristianos se posesionaron de la fortaleza.
Medinaceli la recorrió con minuciosidad y decidió reforzar sus defensas para mantener la isla bajo dominio español y que no pudiera ser utilizada por los turcos. Ordenó a su hijo don Álvaro de Sande que fuera al pueblo donde se había establecido el jeque a pedirle que aportara todos los materiales necesarios para la obra, pues era su intención hacer inexpugnable la fortaleza. En los días siguientes los pertrechos fueron llegando y los trabajos de fortificación avanzaban bajo la dirección de Sande, que había organizado a las diferentes nacionalidades del ejército en tandas de trabajadores que se iban alternando de sol a sol. Viendo los trabajos en marcha y la situación controlada, Medinaceli decidió regresar a Sicilia con parte de la flota.
Mientras tanto, Dragut había tenido noticia de que los cristianos marchaban sobre los Gelves, y temiendo por la isla y por Trípoli envió a Constantinopla a Abú Alí para que trajese en su socorro a la armada turca. En un tiempo récord, algo más de una semana, se armaron en la capital del sultán sesenta y cuatro galeras, guarnecidas cada una de ellas con cien jenízaros; el almirante Pialí Bajá sería el responsable de la escuadra y quien la dirigiría contra los cristianos. El 1 de mayo zarpaban rumbo a Malta; quince días después se aprovisionaban de carne y agua en el Gozo. Antes de hacerse nuevamente a la mar, Bajá destacó dos galeotas a hacer lengua y regresaron con la noticia de que los cristianos habían tomado los Gelves y estaban fortificándola; su ejército lo componían en torno a doce mil hombres de todas las naciones con cincuenta y tres galeras, tres galeotas y treinta y cuatro naos. Con tales nuevas la flota turca zarpó rumbo a Yerba, navegando en descubierta dos galeras mandadas por Abú Alí y Cara Mustafá.
La nueva de la llegada de los turcos a la isla puso en alarma a la armada cristiana, que inmediatamente zarpó, pues sus mandos no quisieron aguardarla en aquel lugar, en posición tan desfavorable para ellos, así que se aprestaron con brevedad y rapidez, tomaron gente para su defensa y salieron precipitada y desordenadamente; al verla huir, Bajá ordenó su persecución, lo que provocó mayor desorden aún entre ellas, trabándose un combate que los cristianos del castillo pudieron ver, comprobando el mal cariz que tomaba. La batalla acabó en completo desastre, pues los otomanos se apoderaron de veintiuna galeras y diecisiete naos con toda la gente que en ellas estaba. Otras nueve galeras decidieron regresar a tierra y buscaron la protección del fuerte, pero contra ellas se dirigieron los enemigos, las tomaron y las quemaron; los supervivientes fueron hechos prisioneros, menos los que se lanzaron al mar para llegar a nado a tierra y refugiarse en el castillo, que abrió las puertas para recibirlos. Destrozada la flota cristiana, Bajá ordenó desembarcar a su gente y la artillería, haciéndolo en la Roqueta, desde donde se dirigieron a poner cerco al castillo.
—No parece que estos perros vayan a desistir, ¿verdad, alférez Dávila?
—No —respondió el aludido, que oteaba el campo otomano desde las almenas durante uno de los escasos momentos de tranquilidad que tenían—. No se marcharán de aquí hasta que tomen la fortaleza o los descalabremos de tal forma que consideren que la empresa es imposible. Pero tienen todas las de ganar… Esa batería de dieciocho cañones que han montado nos está derribando, pues no deja de batirnos reciamente y con dificultad damos abasto para taponar las brechas. Las salidas que hacemos no les causan demasiado daño… Afortunadamente, hasta ahora estamos resistiendo bien sus asaltos. Pero nuestros muertos y heridos son cada vez más…
Sancho se interrumpió al oír que le hablaban:
—Alférez —decía un soldado en los últimos peldaños de la escalera de la muralla—, os llama el capitán.
Sin responder nada descendió al patio del castillo y entró en la estancia donde estaban reunidos don Álvaro y los jefes de las fuerzas de la guarnición con algunos oficiales. Con él llegaron otros alféreces y cuando Sande consideró que ya estaban todos los convocados, habló:
—Señores, como ya sabéis algunos, vamos a hacer una nueva salida, más recia que las anteriores, a ver si logramos que levanten el cerco y vuelvan al mar. Los maestres de campo me han informado de cuáles eran sus mejores compañías y he mandado llamar a sus capitanes, quienes me han hablado de los hombres que consideraban más idóneos para mandar las distintas facciones que van a salir. Se trata de organizar cincuenta o sesenta grupos de unos cincuenta hombres cada uno que cargarán simultáneamente y por sorpresa sobre las trincheras y tiendas de los turcos para matar a cuantos hombres puedan, incendiar el campamento y destrozar sus defensas; cuando el campamento esté en llamas y la sorpresa haya desaparecido regresarán rápidamente. La salida tendrá lugar esta noche. No hay luna y la oscuridad será total. A medida que vayan saliendo los hombres se apostarán cerca de nuestras defensas exteriores e incluso los que puedan ganarán las pequeñas vaguadas que nos separan de los turcos. Cuando todos estén fuera, una antorcha encendida en la ventana de mi aposento indicará que ha llegado el momento de atacar y a partir de ese momento cada uno de ustedes, señores, hará lo ordenado como mejor pueda y sepa.
Dávila escuchó en silencio tanto a Sande como a los que hablaron después pidiendo alguna aclaración, que les fue dada con detalle; luego salieron al patio, formándose pequeños grupos en los que los oficiales de cada compañía hablaban sobre la empresa.
—Sancho —le decía su capitán—, no es intención de don Álvaro que salgan las compañías enteras, sino sólo una parte, la mitad más o menos. Elegid los hombres que consideréis oportuno de la nuestra y preparaos para esta noche. Vos y los que elijáis podéis dormir hasta la puesta del sol; luego cenaréis y a medianoche comenzará la salida. Id y que Dios os acompañe.
—Y a todos nos proteja —apostilló Sancho en tono solemne—. Avisaré a los hombres, señor.
Los elegidos eran veteranos, duchos en todo tipo de acciones, similares a los elegidos en las otras compañías, de forma que constituían un aguerrido y experimentado cuerpo de ejército. La salida de la fortaleza se realizó como don Álvaro había previsto. Los tres mil hombres que iban a cargar tardaron en tomar posiciones una media hora y en ellas esperaban con impaciencia. Cuando vieron agitarse la antorcha, se pusieron en movimiento con rapidez y silencio hasta que llegaron a las inmediaciones de las posiciones turcas. Entonces atacaron con un griterío ensordecedor. Los arcabuceros dispararon en los momentos iniciales aumentando la confusión con los estampidos y los gritos de los que eran alcanzados por los disparos. Sancho marchaba con los suyos directamente hacia el grupo de tiendas que tenía ante sí y que podía localizar fácilmente por la fogata que ardía cerca de ellas; sus hombres le seguían sin vacilar, formando una punta de flecha que se abría paso inexorablemente entre gritos y lamentos. Dávila oyó silbar algunos proyectiles cerca y sintió un golpe en el peto, pensando acertadamente que se debía a una bala rebotada que le había golpeado, por lo que bendijo su buena estrella. Unos minutos después el grupo alcanzaba las tiendas que tenía por objetivo y encontraba en el claro donde ardía la hoguera un grupo de turcos que se habían armado y protegían el lugar. En el combate que siguió la formación se descompuso, trabándose un cuerpo a cuerpo encarnizado. Sancho se batía con el arráez que los dirigía y en la primera oportunidad que tuvo lo ensartó con la daga, en el lance que dominaba a la perfección; conforme se desplomaba el turco, Sancho cogió uno de los palos que ardían y se dirigió a la tienda más próxima, incendiándola; cuando las llamas prendieron, se encaminó a la siguiente, pudiendo ver que algunos de sus hombres hacían lo mismo con las otras, señal de que finalmente los turcos que las defendían habían sido heridos o muertos. Mientras comprobaba que las tiendas estaban en llamas, le atrajo la atención las que salían de otro grupo próximo y la luz de los incendios le permitió ver cómo el grupo incendiario se retiraba en orden hacia donde ellos estaban; cuando llegaron a su altura, Sancho ordenó el repliegue, iniciando juntos el regreso.
Para entonces la sorpresa había desaparecido y la reacción turca la dirigió Abú Alí, que se movía incansable con su escuadrón de turcos, animando aquí y allá, luchando contra los grupos que encontraba al paso. En las trincheras y posiciones de vanguardia los hombres habían peleado duro y según todos los indicios debieron de causar muchas bajas, pero sólo pudieron penetrar hacia el campamento por cuatro o cinco lugares, incendiando varios sectores que los turcos se esforzaban en apagar destinando a ello muchos hombres, lo que hizo que la retirada de los cristianos tuviera alguna menor dificultad. No obstante, las bajas se sucedían y a cada paso había que ir cerrando filas.
En el regreso, Sancho marchaba con algunos de los suyos al lado de seis individuos del grupo que se les acababa de unir, pudiendo advertir su habilidad en el combate; iban armados con espada y daga, que llevaban en las manos, y algunos de ellos con pistola al cinto. Sabían batirse hábilmente y se protegían entre sí con eficacia; no hablaban, sólo peleaban; no hacían un esfuerzo innecesario, ni cruzaban los aceros con los que les salían al paso nada más que el tiempo suficiente para ensartarlos con la espada o con la daga. No dudaban en ayudar a los compañeros que estaban en una situación difícil y en ningún momento se perdían de vista entre ellos. Cuando entraron en el castillo los seis estaban indemnes y eso fue causa de sorpresa y admiración para Sancho, pues casi todos los demás presentaban heridas de diversa consideración, aunque ninguna grave, pues si no, se hubieran quedado en algún momento de la retirada. El mismo tenía un cintarazo en el brazo izquierdo que el bracil de su armadura no pudo parar por completo.
En el castillo se había desatado una gran actividad. La mayor parte de los hombres estaban en la muralla con las armas prestas por si los turcos atacaban; el resto atendía a los que iban llegando, conduciendo a los heridos a una enfermería improvisada donde eran atendidos. De vez en cuando sonaban disparos de arcabuz dentro y fuera del recinto, en un intercambio más testimonial que efectivo. Con las primeras luces del alba, cuando los artilleros pudieron hacer puntería, fueron los cañones los que empezaron a sonar; sin embargo, el duelo artillero duró poco, pues las piezas cristianas fueron desmontadas por las turcas, que mantuvieron el cañoneo hasta medio día. Luego se hizo el silencio; el polvo fue disipándose poco a poco y los hombres empezaron a salir de los escondrijos que habían buscado para librarse de los efectos de la batería otomana; la muralla se pobló nuevamente de defensores que con las armas prestas observaban el campamento enemigo en previsión de un nuevo ataque.
—No parece que nuestra salida les haya hecho mucho daño…
Sancho miró al hombre que le hablaba a su izquierda y reconoció al que parecía ser el jefe de los seis que le habían llamado la atención la noche anterior. Los otros cinco estaban junto a él, protegiéndose tras las almenas.
—Anoche os vi luchar —dijo por toda respuesta, mirando nuevamente fuera de la fortaleza—. ¿De qué compañía sois?
—De ninguna. Somos ventureros.
—¿Ventureros aquí? —preguntó Sancho—. ¿En los Gelves?… ¿Qué esperabais encontrar?
—Participar en esta jornada fue la manera más rápida y segura de abandonar Palermo.
Los dos hombres hablaban sin mirarse. Sancho esperó unos instantes por si su interlocutor quería añadir algo, pero al ver que no lo hacía comprendió que no quería seguir hablando del tema, por lo que añadió:
—No, no parece que anoche les hiciéramos muchos daños a esos hi de puta…
En las jornadas siguientes la situación de los defensores empezó a ser insostenible, pues faltaban bastimentos y agua, hasta el punto de que la sacaban del mar y la hervían para reunir la condensación del vapor en las tapaderas de los recipientes y llevarse a los labios unas preciadas gotas, pero como no fue suficiente el procedimiento, los defensores estaban sedientos y empezaron las deserciones, abandonando el castillo muchos hombres para unirse a los turcos. Fueron días terribles, en los que don Álvaro pensó que no había más salida que capitular o dar la batalla final en una salida desesperada. Pero esta posibilidad, que fue la elegida por el consejo de oficiales, quedó abortada nada más ponerse en práctica, ya que los desertores habían advertido a los sitiadores de las dificultades que tenían los cristianos y les avisaron de los pasos por donde podían entrarles en caso de hacer una salida, de manera que los turcos reforzaron las trincheras y protegieron dichos pasos, sorprendiendo a los cristianos en cuanto iniciaron la acometida y rechazándolos nuevamente hacia la fortaleza.
Al día siguiente, don Álvaro de Sande fue a negociar la capitulación con Bajá. La negociación fue larga. Mientras esperaban el resultado, los hombres estaban apostados en las murallas, aguardando con impaciencia el resultado. Sancho recorría el recinto almenado oyendo los comentarios de los hombres y preguntándose qué hacer. En eso vio a los seis ventureros agachados en un rincón y hablando, como si estuvieran debatiendo algo. Se acercó a ellos y preguntó:
—¿Qué os parece la situación, señores?
Los seis guardaron silencio, sorprendidos por la actitud y la pregunta de Dávila. Finalmente, el que parecía el jefe contestó:
—La vemos muy mal. Después de tres meses de asedio, esto se acaba…
—Así es —dijo Sancho, agachándose y uniéndose decididamente al corro—, y va a acabarse de la peor manera… Terminaremos todos esclavos, ¡maldita sea!
Los seis individuos se miraron y en sus miradas hubo un tácito acuerdo, por lo que de nuevo habló quien llevaba la voz cantante.
—Nosotros vamos a intentar evitarlo.
—¿Tenéis un plan para escapar? Si es así, ¿podría unirme al grupo?
—También nosotros os hemos visto luchar. Vuestra compañía y concurso nos será útil; el plan es bastante arriesgado y es posible que muramos en el intento, pero preferimos intentar seguir libres a la certeza de morir esclavos.
—¡Contadme, señores! ¡Contadme!
—Veréis. Conocemos a Bajá y a Dragut y tenemos la certeza de que don Álvaro de Sande no conseguirá otra cosa en su trato con ellos que el respeto de las vidas y eso porque habrán perdido muchos galeotes, necesitarán remeros y, además, cuando vuelvan a Constantinopla tendrán que demostrarle al sultán el éxito de la empresa. Los afortunados que lleguen allí serán vendidos como esclavos y llevados hacia las posesiones del Asia, donde morirán tarde o temprano sin posibilidad de recuperar la libertad. Los principales, como don Álvaro, don Sancho de Leiva, don Berenguel de Requesens y demás oficiales serán encerrados en la torre del mar Negro y allí se pudrirán hasta que llegue, si es que llega, el elevado rescate que pedirán por ellos… Nosotros no queremos correr esa suerte.
—¿Cómo pensáis evitarla?
—Mañana por la mañana será la rendición del castillo, posiblemente. Si eso es así, esta noche sustraeremos del almacén provisiones y agua para tres días y en un esquife nos haremos a la mar. A fuerza de remo trataremos de llegar cerca de las rutas que desde Barcelona y Marsella convergen hacia Malta con la esperanza de que nos encuentre un navío español, francés, pontificio o de cualquier lugar cristiano y nos lleve a puerto.
Al terminar su explicación seis pares de ojos se clavaron en Sancho, que meditaba sobre lo que acababa de oír. Instantes después decía:
—Es arriesgado, sí. Teníais razón cuando me lo advertíais… —y tras una pausa, añadió—: Pero merece la pena intentarlo. ¿Contaréis conmigo?
—Ya os dije que vuestro esfuerzo nos vendrá bien en los remos, pues no podremos descansar y tendremos que turnarnos con frecuencia.
—Entonces sólo queda esperar la vuelta de don Álvaro y decidir luego.
—Así es.
—Continuaré con mi ronda y os buscaré tan pronto sepamos el resultado de la negociación.
Sancho se había levantado y después de dar dos pasos se volvió y dijo:
—Me llamo Sancho.
—Lo sabemos. Sancho Dávila —contestó el que había hablado de los seis hasta ese momento—. Mi nombre es Ruy; soy portugués. Ellos son Fernando, Gonzalo, Guzmán, Lope y Valenzuela.
A medida que los nombraba hacían un breve gesto para identificarse. Sancho los iba mirando uno a uno y cuando las presentaciones terminaron, con un ademán de su mano iba a reemprender la marcha, pero se detuvo nuevamente para preguntar:
—Por cierto, ¿y el esquife?
—Una noche Fernando se descolgó por la muralla y fue al lugar donde los turcos hundieron las ocho galeras que buscaron la protección del castillo. Hay un esquife hundido por una pequeña vía de agua; el lugar donde se encuentra es tan bajo que descansando en el fondo la borda aflora varios centímetros por encima de la superficie. Será fácil levantarlo y rápido taponar la vía.
Sancho asintió varias veces con la cabeza y reanudó la marcha, añadiendo:
—Hasta luego, pues.
Con la caída de la tarde, después de una jornada de dura negociación, volvió Sande y, como Ruy había dicho, sólo traía la promesa de respetar las vidas de los de la guarnición, que entregarían el castillo, cuyas defensas serían destruidas.
Sancho se reunió con los seis camaradas y decidieron abandonar la fortaleza esa noche. Guzmán, Gonzalo y Valenzuela se encargarían del agua y las provisiones. Ruy, Lope y Fernando buscarían lo necesario para reparar el esquife. Dos horas antes de la media noche se descolgarían por la muralla, cuando los hombres estuvieran dormidos presa de la desmoralización y los turcos descuidaran la vigilancia, pensando que la presa estaba segura. Aunque la noche no iba a ser muy oscura, esperaban tener un poco de suerte y cuando amaneciera estar lejos de aquellas aguas.
Sin embargo, sus previsiones se torcieron, pues sacar el esquife les costó Dios y ayuda y la reparación no fue fácil, ya que no pudieron parchear el casco adecuadamente y el cierre de la vía no fue hermético, motivo por el que seguía entrando agua, y aunque podía achicarse, lo cierto es que en esas condiciones la marcha sería lenta. Decidieron hacer un nuevo intento con lona y brea para taponarla y el remedio fue algo más eficaz, pero no definitivo. Así que se preguntaron qué hacer, puesto que la alborada apuntaba ya: volver al castillo y correr la suerte de los demás o lanzarse al mar en esas condiciones a sabiendas de que podrían ser divisados con facilidad desde la flota turca. Optaron por lo último y zarparon. Bogarían de cuatro en cuatro, dos descansarían y otro achicaría el agua. En el primer turno, a los remos estarían los más fuertes: Fernando, Gonzalo, Guzmán y Sancho.
El esquife avanzó rápido en aquel mar plateado y sereno del amanecer. La luz del sol se hacía cada vez más intensa y desde el bote pudieron percibir los movimientos propios de la salida de la fortaleza y la entrada de los turcos en ella. Algo más tarde vieron caer algunas defensas y hasta ellos llegaban los gritos de los vencedores. Ninguno de los huidos hablaba. Remaban con desesperación y tenían la vista clavada en tierra, donde los prisioneros eran encadenados y en columnas llevados a las galeras turcas, algunas de las cuales zarpaban ya rumbo a Constantinopla. A medida que se alejaban de la costa se sentían más seguros, y cuando ya se consideraban casi a salvo vieron cómo una galera se separaba del resto y ponía proa hacia ellos. Ruy exclamó:
—¡Maldita sea! Nos han visto —y con resignación añadió—: Era de esperar, con esta luz… La vía de agua nos ha hecho perder un tiempo precioso…
Sancho y los otros tres dejaron de remar, ya que todos habían comprendido que el intento de fuga había fracasado. Se limitaron a contemplar la galera que se acercaba rápidamente. Cuando estuvo cerca, Fernando dijo:
—Es ese perro de Dormuz.
—¿Quién es? —preguntó Sancho.
—Un renegado genovés que se ha convertido en uno de los peores azotes de estos mares. Normalmente actúa solo buscando presas fáciles y cuando ve posibilidades de negocio se une a la flota turca.
—Su galera es inconfundible —hablaba ahora Gonzalo—. Esas medias lunas de color negro rojizo en las velas lo identifican. Dicen que las pinta al comienzo de cada travesía utilizando un tinte que obtiene mezclando no sé qué sustancias con la sangre de los galeotes que ya no sirven para remar, a los que da muerte desangrándolos como cerdos.
Sancho se puso en pie y empuñó la espada, como aprestándose a la defensa.
—Dejadlo estar, Sancho —le dijo Ruy—, no tenemos ninguna opción. Si nos ven con ganas de resistir nos arcabucearán desde la borda. Será nuestra muerte segura. Si queremos ser libres tenemos que escapar y para escapar hemos de vivir. Lo más probable es que nos lleve a Argel, lugar que frecuenta por el comercio de esclavos, y para nosotros es mucho mejor Argel que la torre del mar Negro. Volved la espada a la vaina y arrojadla con las demás al fondo del esquife.
Sancho obedeció lentamente sin apartar los ojos de la galera. Luego se echó mano a la espalda y cogió la daga, la contempló unos instantes y la arrojó al mar para que nadie más pudiera usarla. Ninguno de los presentes le preguntó por qué lo había hecho, pensando que alguna razón tendría.
Algo más tarde llegó a su altura la galera; varios arcabuceros los encañonaron desde la borda; fueron izados a cubierta, donde recibieron insultos, azotes y golpes por intentar huir, hasta que intervino Dormuz, un hombre voluminoso, de bigote y poblada barba negra, vestido a la morisca como el resto de su tripulación y tocado con un turbante, quien había seguido todo el proceso de la captura desde el castillo de popa, desde donde gritó:
—Ya basta. Encadenadlos a los bancos que estén faltos de remeros y volvamos con la flota. ¡Hemos de cobrar nuestro servicio! Y luego, rumbo a Argel, y si en el camino encontramos alguna presa tanto mejor.
La tripulación prorrumpió en gritos de júbilo al oír las palabras de su capitán y los cómitres hicieron restallar los látigos sobre las espaldas de los galeotes para que empezaran otra vez a remar.
Sancho y sus compañeros fueron despojados de todas sus armas y vestiduras. Sus captores se repartieron lo que consideraron de valor y tiraron por la borda lo demás; mientras les ponían los grilletes en los pies por donde los encadenarían a los bancos, les arrojaron unos lienzos para que se cubrieran algo el cuerpo. Terminada la operación, fueron empujados a la cámara de boga y repartidos por los bancos donde faltaban remeros. Ruy y Sancho quedaron cerca el uno del otro, aunque en filas distintas; los demás fueron llevados hacia la popa. La galera era de veinticuatro bancos de remo de galocha, es decir, de un solo remo por banco empuñado por varios remeros, tres por lo general. Sancho fue encadenado en el banco del fogón, el séptimo de la banda de babor, entre dos cautivos con la piel curtida y marcada por los latigazos, barbudos y delgados, con los ojos hundidos y mirada un tanto extraviada; estaban tan castigados que parecían ancianos; el hombre de su derecha, el más próximo al casco, le pareció que le miraba con recelo y ojos febriles; el otro le recibió con absoluta indiferencia. El remo que tenían que mover entre los tres era, como los demás, de once o doce metros de longitud, incluyendo la pala —la parte que se hundía en el agua—, la caña —el trozo exterior a la galera— y el guión —la parte interior que manejaban los galeotes—. El diámetro del guión era de veinticinco centímetros, más o menos, grosor que no podía ser abarcado por las manos, por lo que se habían fijado en él unas manetas o asidores, que sí podían empuñarse y así mover el remo, apoyando el pie en la peaña, un travesaño que permitía hacer mejor el esfuerzo que exigía la boga. Cuando se vio rodeado de la chusma, condenado a su misma suerte, Sancho pensó que había bajado al infierno.
Mientras remaba, miró la toldilla tendida a lo largo de la galera y pensó en la menguada protección de las inclemencias del tiempo que daba a los galeotes, pues no protegía totalmente ni de la lluvia ni de los embates de la mar crecida y cuando hacía calor aumentaba la temperatura del viciado y húmedo ambiente que se respiraba en la cámara de boga. Pronto el sudor inundó todo su cuerpo y los músculos de sus brazos y piernas parecían próximos a estallar.
—¡Desgraciados! ¿Dónde creíais que ibais? ¡Como si fuera posible escapar en el mar con un esquife! —Sancho miró a su compañero de la izquierda—. ¡Vas a enterarte de lo que es bueno! ¡Has venido a la casa del dolor y la crueldad! Antes de que acabe el día desearás mil veces haber muerto y cuando te revientes remando en alguna persecución, cuando el calor haga arder el grillete y te queme la piel, cuando no tengas protección de la lluvia helada en algún puerto durante la escala invernal y los músculos y los huesos se te congelen… ¡Ay!
El látigo cayó sobre la espalda del que hablaba provocando su queja, al tiempo que el cómitre ordenaba:
—¡Calla y rema, perro!
Cuando alcanzaron la flota turca y el esfuerzo cesó, Sancho estaba extenuado; su jadeo producía un ruido sordo y agitado; sentía los pulmones a punto de estallar y el corazón en la garganta; pero al mirar a su derecha vio que su otro compañero estaba casi peor, apoyado en el casco y con la cabeza gacha, hundida entre los hombros. De vez en cuando tiritaba con violencia para quedar inmóvil hasta la próxima convulsión. Cuando al fin recuperó el aliento y pudo hablar, Sancho se dirigió a él:
—Eh, amigo, ¿qué te pasa?
—Yo no soy tu amigo y no me pasa nada —contestó huraño y añadió como hablando consigo mismo—: ¡Saldré de aquí! ¡Saldré pronto de aquí!
Sancho, viendo su aspecto, pensó que efectivamente saldría pronto, pero no vivo.
Poco después llegó la hora del rancho y los recién encadenados pudieron sufrir sobre sus propias carnes la deficiencia de una alimentación que no les era desconocida, pero que ignoraban en sus peores consecuencias por no haber sido nunca galeotes. Varios marineros repartieron la ración diaria de bizcocho o galleta, un pan hecho con la harina más grosera y salvado, en forma de torta pequeña, que se cocía dos veces para secarlo por completo, a fin de evitar la fermentación durante las travesías, lo que no siempre conseguían; la ración era veintiséis onzas y estaba tan duro que había que remojarlo, a veces en la misma agua del mar; algo que todos tenían que hacer, pues el escorbuto era mal frecuente entre la gente de mar, por lo que sus dentaduras dejaban mucho que desear, perdiendo bastantes piezas y aflojando las que les quedaban en las encías. Dávila recordó algo poco habitual que vio al regreso de la jornada de África, cuando volvía herido en el muslo, ocasión en que se dio a los galeotes medio azumbre de vino, donde remojaron el bizcocho con fruición. Minutos más tarde llegaba el complemento del bizcocho, una ración de habas peladas, cocidas en agua con algo de aceite. Tampoco pilló de sorpresa la menestra a Sancho, pues por sus travesías anteriores sabía que estos guisos se hacían con habas, lentejas, judías o guisantes —esas eran las menestras ordinarias— o bien con arroz o garbanzos —si se trataba de menestras finas—. En cualquier caso, las legumbres se tostaban antes de zarpar para que se conservaran mejor. Con los restos del bizcocho se hacía la mazamorra, nombre con el que designaban una sopa aguada que no servía más que para calentar el estómago por las noches. Sancho pudo observar que algunos de aquellos desgraciados vieron reducida su ración, ya exigua, como castigo por las faltas que habían cometido.
El resto del día la galera permaneció fondeada y al amanecer de la jornada siguiente emprendió la travesía hacia Argel. Los remeros bogaban con calma, pues Dormuz no tenía prisa, esperando encontrar alguna nao o galera cristiana que asaltar antes de llegar a puerto. Cuando se hizo de noche la galera se detuvo, recogiendo las velas, sin encender ningún fanal para no ser vista a lo lejos. El debilitado compañero de Sancho pareció recuperarse. Dávila volvió a interesarse por su estado, con el mismo poco éxito que antes, pero provocando la intervención del otro remero del banco, que volvió a hablar con suficiencia, desprecio y en voz lo bastante alta para que el otro desgraciado lo oyera:
—Déjalo, no merece que te ocupes de él. Morirá pronto. Es incapaz de aguantar esta vida. Lleva aquí menos de seis meses y ya ves cómo está… ¡Cómo estaría si llevara tres años como yo! Y eso que en este tiempo no han servido nunca la comida por la noche, para que sin luz no podamos ver el pan agusanado ni los bichos de las habas o lentejas… a veces tienen tantos que notas su sabor viscoso en la boca… Y no digamos cuando el agua se corrompe; se enturbia y apesta de tal forma que procuras no beber hasta que a los pocos días se aclara… Pero aquí no aguantas ni un día sin tomar agua, por lo que la bebes esté como esté para no enloquecer de sed —volvió a mirar al individuo que había provocado su intervención antes de seguir hablando—. A este paso, pronto se le quebrantarán los huesos y sufrirá granos y hemorragias, pues ya tiene llagas y lesiones en la boca. Los dientes se le caen que da gusto…
El galeote estaba describiendo los síntomas del escorbuto, que en la época pensaban que era una infección transmitida por la suciedad o el aire; para evitarla frotaban las maderas de las naves con vinagre, operación que ni siquiera era remedio útil contra los chinches, piojos, pulgas y demás parásitos que encontraban abrigo entre las tablas y desde allí invadían literalmente a los hombres, a los que cosían con sus picaduras. Posiblemente fuera el escorbuto la enfermedad más frecuente en los navíos de aquella época, pero no la única, pues también hacían estragos entre los embarcados el beriberi, la pelagra y la tuberculosis; ésta era la gran competidora del escorbuto, provocada por la debilitación del organismo, machacado de tanto sufrir directamente las inclemencias del tiempo. También era sobradamente conocido el tétanos, causado por las heridas mal curadas y que denominaban con el expresivo nombre de pasmo.
Sancho no le respondió; abandonó el remo y buscó en el remiche una parte seca y libre de excrementos para intentar dormir, algo que ya hacían muchos de sus compañeros de cautiverio, disponiéndose el resto a hacer lo mismo. Cuando se agachó, el hedor le pareció más intenso, pues no en balde aquellos desgraciados vivían sobre sus propias deyecciones y las de los animales vivos que transportaban. Entonces se acordó de su amigo Muñoz, que al embarcar para la jornada de África le recomendó llevar un trozo de ámbar, estoraque o menjuí para olerlo cuando el mal olor arreciara a los pocos días de emprender la navegación; fue el mismo Muñoz quien le recomendó ir siempre en proa, cuando le dijo:
—Así dejarás atrás el olor que sale de la cámara de boga y no lo sentirás tanto; conozco casos de individuos que se han desmayado por no haber previsto llevar algún perfume con ellos y no poder sufrirlo.
Al día siguiente, Dormuz ordenó desplegar las velas para aprovechar el viento y continuar sin prisas el viaje. La jornada fue tranquila, permitiendo a los galeotes descansar y recuperar fuerzas. Pero tal placidez no duró; después de una noche de calma, en la que las velas colgaban como tapices sin que las moviera un soplo de aire, y nada más salir el sol, los penados volvieron a la boga. En el centro del día, el vigía avistó una galera a lo lejos, desencadenándose una frenética persecución que se prolongó durante seis horas; primero remó la chusma completa, al cabo de las dos horas se dio refresco a un cuartel y continuaron remando los otros dos, turnándose cada media hora; tales descansos no impidieron que algunos remeros se desmayaran por el esfuerzo y los latigazos. El compañero de Sancho, siempre al límite de sus fuerzas, en un momento de la persecución se soltó del remo e iba a caer hacia atrás cuando Dávila lo sostuvo con un brazo sin dejar de remar con el otro:
—¡Por Dios! ¡Cógete al remo y simula que bogas o te molerán a latigazos! —le dijo zarandeándolo para despabilarlo—. ¡Vamos, apúrate!
El cómitre los había visto y no estaba dispuesto a consentir que por blandenguerías se les escapara la presa, así que los golpeó varias veces con el látigo al tiempo que gritaba:
—¡Perros, remad! ¡Remad, malditos!
Sancho recibió los azotes en la espalda; sintió primero un fuerte e intenso dolor que le traspasó hasta los huesos; luego notó brotar la sangre, que resbalaba hacia su cintura, y un gran escozor localizado en las heridas que la tralla le había causado. Pero se consoló al ver que su compañero se había cogido nuevamente al remo y acompañaba sus movimientos. Aprovechando el fragor de las voces de ánimo, los gritos, las maldiciones e imprecaciones de todo tipo, junto a los gritos de la marinería, Sancho le habló:
—No hagas fuerzas; sólo acompaña el movimiento. Así te cansarás menos.
El desgraciado lo miró por fin con mirada lúcida, aunque sus ojos estaban tan hundidos que difícilmente se le veían en las cuencas. En su rostro había una cierta expresión de agradecimiento. Sancho lo observó y al ver su rostro tuvo la sensación de que se enfrentaba a su destino; entonces pensó con angustia cuánto tiempo tardaría en convertirse en un despojo semejante. Una meditación de la que le sacó su otro compañero de banco, siempre sarcástico, que exclamaba:
—¡El buen samaritano! ¡Entérate de que aquí no hay piedad! Harías mejor en ocuparte de ti mismo y procurar sobrevivir todo el tiempo que puedas.
Los gritos de la tripulación y el ruido de los primeros cañonazos indicaron a los galeotes que la presa ya estaba a tiro, con lo que una nueva preocupación se añadía a sus desventuras, aunque se disipó pronto, pues al comprobar que la otra nave sólo contestaba con fuego de arcabucería pensaron que no tendría artillería y por tanto no existía el peligro de que recibieran los impactos de los proyectiles. Todos ellos habían oído contar historias sobre el hundimiento de galeras que arrastraban al fondo a sus galeotes, pues nadie los soltaba de las cadenas, ni siquiera en tan desesperado lance, como tampoco los liberaban si se declaraba un incendio a bordo, muriendo muchos achicharrados antes de sepultarse en el mar con lo que quedaba del navío. Es más, no pocos de los encadenados en la galera de Sancho habían visto casos de esos, por lo que su inquietud era más que justificada.
Un grito más fuerte que el resto hizo pensar a los remeros que algo muy favorable a Dormuz y los suyos había sucedido y no se equivocaban. Varios cañonazos habían destrozado el timón de la galera enemiga, dejándola sin dirección. Al verlo, los hombres gritaron de alegría, pues su patrón ordenaba una maniobra que a todos les gustaba: dirigir la galera propia para enfilar de costado a la otra y embestirla con el espolón. Para llevarla a cabo, los cómitres persuadieron con sus látigos a los extenuados remeros de que debían hacer un nuevo esfuerzo para que el golpe con el espolón penetrara bien adentro de la galera asaltada.
Para entonces, además del ruido de la artillería se oía también un intenso intercambio de disparos de arcabuz, así como los gritos de los heridos. En la nave de Dormuz todos los hombres disponibles estaban tras la pavesada esperando el momento del abordaje. El impacto de la galera contra la otra fue brutal; el ruido de las maderas que se partían y los gritos de los galeotes de la zona del choque se oyeron por encima de todo el fragor y un instante después se lanzaron al asalto por la tamboreta, que había quedado empotrada en la borda enemiga. Fue una riada de fieras sedientas de sangre y botín lo que cayó sobre aquella galera veneciana cuyos defensores, amilanados por el enemigo, no fueron capaces de ofrecer una resistencia ordenada. En la cámara de boga de la galera renegada no quedaba más que uno de los cómitres, pues los demás luchaban como el resto de la tripulación; sobre los remeros habían caído varios muertos o heridos, que se desplomaban hacia atrás al ser alcanzados por algún proyectil y allí se quedaban muertos o agonizantes hasta que después del combate los retiraran. De pronto, en las proximidades de Sancho cayó un rejón y pensó que los dos metros de la cadena a la que estaba amarrado le permitían alcanzarlo, posibilidad que valoró de inmediato, observando al cómitre para comprobar que no lo había visto caer; igualmente, miró a su alrededor y sus ojos se cruzaron con los de Ruy, lo que acabó de decidirlo. Se lanzó sobre el rejón y con todas sus fuerzas lo arrojó contra el cómitre, que recibió el impacto en el pecho y, tras poner cara de sorpresa al verse ensartado, se desplomó muerto. Todo había sido tan rápido que nadie se percató de lo sucedido, pues en la cámara de boga la preocupación de los galeotes en esos momentos era comprobar las consecuencias del choque del abordaje, que en muchos de ellos había producido traumatismos diversos. El único que vio lo sucedido fue el compañero de la izquierda de Sancho, que lo miraba atónito. Antes de que dijera nada, Dávila lo amenazó atenazándolo por el cuello:
—¡Como digas algo de lo que acabas de ver te estrangulo con tu propia cadena!
Los dos remeros se miraron fijamente y cuando el otro apartó la mirada Sancho aflojó la presión sobre el cuello y acabó por soltarlo, mascullando:
—¡No lo olvides!
Ruy no había perdido detalle y cuando de nuevo lo miró Sancho, asintió en señal de aprobación.
Algo más tarde todo había terminado. Los muertos de ambos bandos fueron lanzados al mar; en el caso de los galeotes, los alguaciles cortaban la cadena de los desdichados y tras subirlos a la crujía eran arrojados al agua por la corulla o la espalda de la galera. Los tripulantes de la nave vencida que habían sobrevivido fueron cargados de grilletes y con parte de ellos se completaron las bajas de la chusma, con lo que Dormuz pudo completar todos los bancos de los remeros; los demás aumentarían las ganancias del botín recogido, que junto con los esclavos podría ser vendido en Argel.
Sancho volvió a ocuparse de su compañero de la derecha. En el choque de las dos galeras había recibido un fuerte golpe en la cabeza contra el casco y una de las muñecas se le había hinchado espectacularmente, produciéndole gran dolor al más mínimo movimiento. A las palabras de ánimo de Sancho respondió quedamente y con desaliento:
—No saldré nunca de aquí… mi muerte está próxima. Apenas si puedo tragar, me arden las entrañas y no tengo fuerzas ni para levantar mis brazos… —se detuvo unos instantes y miró a Dávila, preguntándole—: ¿Por qué quieres ayudarme?
Sancho le miró sin saber muy bien por qué. Estaba convencido de que su destino sería como el de aquel desgraciado y pensaba confusamente que si alargaba la vida de su compañero alargaría también su propia suerte, pero su respuesta fue mucho más simple:
—Porque lo necesitas y si yo estuviera en tu lugar me gustaría que lo hicieran por mí.
Para entonces el saqueo había concluido y se obligó a los galeotes nuevamente a volver a los remos para ciar y desenganchar los dos navíos, maniobra ayudada por la marinería empujando con pértigas a la nave veneciana, que ya empezaba a escorarse a causa del agua que entraba por la vía causada por el espolón. Una vez separadas las galeras, los de Dormuz lanzaron varias antorchas a la cubierta y a las velas de la otra para incendiarla y asegurarse de su hundimiento. Cuando las llamas prendieron, el renegado ordenó continuar la navegación hacia Argel.
Como el trabajo de los galeotes había sido extenuante aquella jornada, por la noche se les sirvió además del bizcocho y la menestra una escudilla de mazamorra. Sancho observó las dificultades de su compañero para comer alimentos sólidos, pues difícilmente podía masticarlos y tragarlos, así que decidió darle su ración de sopa para que no desfalleciera. Al tendérsela, el desgraciado la miró sorprendido y ávido, acabando por cogerla ante la insistencia de Dávila; la bebió con tanta precipitación como había tomado su ración y al terminar colocó la escudilla sobre sus rodillas y con los dedos rebañó el interior para tomar los restos de bizcocho. Cuando concluyó devolvió la escudilla y se dejó caer en el remiche, sin importarle sobre qué lo hacía. Sancho miró el suelo y sintió un profundo asco. Durante la jornada los hombres habían orinado y excrementado en pleno esfuerzo, incapaces de controlarse. Ahora, llegado el momento de dormir, apartaban con los pies los excrementos y se tumbaban sin miramientos, agotados por el esfuerzo y resignados a las miserias de su situación. Sancho hizo lo propio, acomodándose en la parte más seca, y cuando intentaba conciliar el sueño oyó la voz de su compañero que le decía en un susurro:
—Me llamo Diego de Avellaneda; soy de Alcalá, en cuya universidad he estudiado leyes. En Cartagena embarqué en una galera con destino a Génova, donde iba a tratar unos negocios de mi familia. En el viaje iban también otros pasajeros, que corrieron mi misma suerte cuando nos atacó una galera berberisca, que nos cautivó y nos llevó a Argel. De esto hace ya más de un año y medio…
El galeote se interrumpió para tomar aliento, sin que Sancho dijera una palabra. Instantes después continuó hablando:
—En Argel nos metieron en los baños y a través de un fraile mercedario enviaron noticia de nosotros y de lo que pedían por nuestros rescates… El buen padre nos dijo que no desfalleciéramos, que volvería él o alguien de su orden con el dinero para llevarnos de vuelta a España… Pero pasó un año sin que tal ocurriera. Cuando se supo que el duque de Medinaceli se movía contra Trípoli o los Gelves, Dormuz se presentó en Argel pidiendo que le completaran las plazas de galeotes, y fuimos elegidos siete con el compromiso de que en cuanto terminara la jornada nos volvería a Argel, donde siguen esperando nuestro rescate…
De nuevo Diego se calló; su voz se había entrecortado por los sollozos que procuraba disimular. Sancho le preguntó:
—¿Tus compañeros están a bordo?
—Estaban. Dos murieron apenas zarpar, incapaces de aceptar su suerte; los otros cuatro murieron de resultas de la batalla con la flota cristiana ante los Gelves. Ellos eran los hermanos Adrián y Pedro García, creo que iban a Roma; Antonio de Guzmán, un pintor de Valencia, que deseaba ver las obras de Miguel Ángel y los demás artistas italianos; Alonso Venegas, comerciante catalán con negocios en Génova y Milán; Juan de Mercado, que apenas si hablaba y nadie sabía nada de él y un tal Carlos Bermúdez, que para mí huía de la justicia; aunque con alguna distinción en su porte, no me gustaba su aspecto siempre huidizo.
Viendo el agotamiento de Diego, Sancho le recomendó que descansara, que al día siguiente continuarían hablando. Él, antes de conciliar el sueño, se quedó pensando en lo que le había dicho Avellaneda y se dio cuenta de que con Ruy y los suyos eran también siete. Una coincidencia a tener en cuenta. Cuando estaba a punto de dormirse le despabiló una rata que como otras muchas se movía por entre los hombres y los excrementos buscando comida, propagando entre los galeotes la peste bubónica y el tifus exantemático con sus mordiscos. Eran unos animales repulsivos para Sancho, casi tanto como las serpientes, que le inspiraban un profundo asco desde niño, hasta el punto de que nunca consintió tocar ninguna por inofensiva que fuera, ni siquiera las que sus amigos de Ávila atrapaban en el Tormes cuando se bañaban. Algo más soportables le eran los ratones, que también abundaban en las galeras, pero tampoco los aguantaba. Recordó entonces que en su infancia perseguía con piedras a las ratas y a los ratones y que en muchas ocasiones los acechaba con un gato, al que lanzaba contra ellos cuando los sorprendía.
Con la luz del alba Sancho se despertó y miró a Diego; vio su cuerpo hecho un auténtico cardenal; cualquier movimiento por pequeño que fuera le producía un verdadero suplicio; apenas si podía tragar su propia saliva y respiraba con dificultad; los labios los tenía como botas y en los ojos brillaba la fiebre. Por fortuna para ellos el viento soplaba con fuerza y las velas de la galera la impulsaban rápida sobre las aguas. Por eso la jornada no fue dura para los galeotes, pero para Diego fue agónica. Aquel despejado día de los inicios de un precoz otoño el sol descargó toda su fuerza sobre el mar. La toldilla daba ligero alivio evitando los rayos directos, pero humedecía el ambiente haciéndolo pesado e irrespirable. Muchos de los remeros estaban desplomados en los remiches, insensibles al ardor de los grilletes que les quemaban los tobillos. En uno de sus escasos momentos de lucidez, Diego se acercó a Sancho y le dijo:
—Acércate, amigo… —su voz era pastosa y entrecortada—, voy a contarte mi historia y no quiero que la oiga nadie.
Sancho se aproximó cuanto pudo y escuchó con dificultad, pues la voz del galeote era menos que un susurro.
—Cuando fui capturado me arrebataron mis pertenencias, incluidas mis ropas. Sin embargo, pude ocultar una esmeralda algo mayor que una nuez y varios rubíes… —una nueva pausa para tomar aliento—. Me los escondí en el taparrabos; la esmeralda en el agujero del ano… como era más grande que el orificio no podía entrar, por lo que podía ceñirme bien los harapos… Los rubíes eran mucho más chicos… los escondí en la raja del culo… Los baños de Argel son un mundo, donde se compra y se vende todo, así que para mejorar mi suerte y esperar el rescate fui vendiendo los rubíes, siempre uno a uno, nunca al mismo guardián, y después de la visita de algunos frailes, explicando, si me preguntaban, que alguno de ellos me había dado la piedra preciosa…
A Sancho el relato empezó a parecerle una pura fantasía, increíble para cualquiera que hubiera oído lo que se contaba de las cárceles argelinas, por lo que trató de que su compañero se callara y ahorrara fuerzas:
—Está bien, Diego. Procura descansar. Ya me contarás el resto.
Pero el efecto de sus palabras fue el contrario al deseado, pues el desgraciado se agitó con inquietud y retomó la palabra:
—No…, no me va quedando tiempo. Escucha… Cuando me enteré de que me traían a esta galera sólo me quedaban la esmeralda y un rubí… Deseaba conservar las dos piedras para venderlas cuando recuperara la libertad y con lo que me dieran por ellas poder reanudar mi vida sin estrechez. Pensé que la esmeralda me la descubrirían, por lo que me trague el rubí… para recuperarlo después. Cuando me vi amarrado a este banco desfallecí; apenas si comía, mi salud se debilitó y era tal el asco que sentía que procuraba dormir sentado en el banco con la cabeza apoyada en el remo, en postura parecida a la que me habían dicho que adoptaba fray Pedro de Alcántara en la portería de su convento… y también procuraba recuperar mi rubí… Daba de cuerpo por la noche, desde el mismo banco y luego, para que nadie me viera y no notaran nada raro, con el pie recorría mis excrementos a ver si encontraba la piedra; cuando terminaba la búsqueda me orinaba en mis pies para lavármelos… Un día lo encontré y por fin pude hacerme con él…
Como el silencio se prolongaba, Sancho miró a su compañero y lo vio con el sentido perdido. Se ha dormido o está desmayado, pensó, considerando que la historia que le acababa de relatar era fruto de la fiebre y de todo punto increíble.
Al caer el sol, una suave y fresca brisa se levantó en el mar vivificando el cuerpo y los espíritus de los penados, que se sintieron más reconfortados cuando recibieron la cena. Como no habían remado en todo el día, algunos hablaban entre sí, otros estaban sentados o tumbados. El frescor de la noche era agradecido por tripulantes y galeotes, motivo por el cual en la galera el silencio tardó más que de costumbre, pero finalmente llegó. Diego llevaba horas tumbado en el suelo, la mayor parte del tiempo inmóvil. Nadie reparaba en él y quien lo veía de esa guisa pensaba que dormía o descansaba. Al tumbarse para dormir, Sancho lo miró y le pareció que reposaba tranquilamente, de forma que cerró los ojos y procuró buscar una posición cómoda. Al rato, sintió unos golpes en su espalda y se volvió.
—Esto se acaba —oyó a Diego—. Voy a darte algo.
Sancho vio que se metía la mano en el taparrabos, pareció buscar y la sacó cerrada, como empuñando algo. Luego tendió el brazo hacia Dávila, quien puso su mano abierta y en la palma le dejó el moribundo dos objetos duros de tamaño diferente, uno mayor que una nuez, el otro como una cereza. Sancho no tuvo que verlos para saber lo que eran y no salía de su asombro: aquel frágil individuo había tenido el coraje y la habilidad de ocultar en aquel infierno una esmeralda y un rubí sin que nadie lo hubiera descubierto… Esas piedras habían sido su gran estímulo para tratar de mantenerse vivo en el cautiverio. Dávila estaba realmente estupefacto. Se guardó las piedras preciosas en el mismo sitio en que las había llevado su dueño y decidió esperar la mañana. Cuando llegó la aurora, Diego llevaba varias horas muerto; en cuanto el cómitre se percató de ello, mandó a un alguacil para que cortara su cadena, lo izaron a la crujía y fue lanzado por la borda. Horas más tarde llegaban a Argel.
Dormuz dirigió la maniobra de aproximación; los que entendían su lengua comunicaron a sus compañeros las órdenes dadas y muy pronto corrió entre la chusma una frase que los animó:
—Vamos al fondeadero de carena.
—¿Qué es eso? —preguntó Sancho a su compañero de remo.
—Es un lugar donde reparan las naves y eso significa que la nave que es llevada allí ya no se mueve hasta la próxima campaña, es decir, hasta fines de febrero o principios de marzo —el galeote miró a Dávila y al ver que éste seguía mirándolo con atención y sin comprender del todo, continuó hablando—. Dormuz debe considerar que por este año ha ganado suficiente entre el pago de los servicios prestados a Alí Bajá y lo que pueda obtener de la venta de los botines capturados, de los prisioneros que ha hecho y de los esclavos. Nosotros también seremos llevados a los baños y puestos a la venta; así se ahorra nuestra exigua manutención, ya que no vamos a serle útiles en meses, pues es mejor que la galera esté vacía para la carena y para su tratamiento con vinagre a fin de limpiarla de chinches, pulgas y demás.
—¿Quieres decir que nos van a sacar de aquí para llevarnos al mercado de esclavos?
—En efecto. En cualquier caso no te alegres. Tan malo es ser galeote como esclavo de algún moro importante o rico, y no digamos nada si te llevan tierra adentro… Despídete de volver a ver cualquiera de las cosas que te interesen… No saldrás de las montañas y mucho menos del desierto.
—¿Eso suele ocurrir?
—Suele ocurrir, sí. Pero no sé si nos ocurrirá a ti o a mí… Si no nos sucede, volveremos al remo en la próxima salida, por lo que tampoco hay motivos para alegrarse.
Sancho se calló. Su mente trabajaba de prisa y enseguida se le ocurrió un plan de acción, que pondría en marcha cuando empezaran el desembarco, algo que no se demoró mucho, pues en cuanto la galera atracó donde iba a ser puesta a punto de nuevo se inició el desalojo, empezando por la gente de guerra; cuando ésta hubo descendido, los alguaciles soltaron a los hombres de las cadenas de los bancos para utilizarlos en los trabajos de descarga de la nave. Sancho procuró acercarse a Ruy y en un momento en que estaban solos en la despensa, simulando dificultad en hacerse con la carga, lograron un par de minutos vitales durante los cuales le dijo en voz baja, para que no pudiera oírlo el cómitre que vigilaba en la puerta a fin de que ninguno de los galeotes hurtara algún comestible o comieran sobre la marcha:
—Ruy, cuando nos pregunten nuestro nombre en los baños, que es donde nos llevarán después, tú dirás que te llamas Juan de Mercado; Valenzuela se llamará Alonso Venegas; Lope y Guzmán serán los hermanos Adrián y Pedro García; Fernando pasará por Antonio de Guzmán y Gonzalo por Carlos Bermúdez. Empieza a retener los nombres, te los repetiré en las próximas idas y venidas hasta que los memorices. Cuando nos reunamos en los baños os explicaré el porqué de este cambio de nombres.
En los siguientes viajes, Sancho fue repitiendo uno a uno la nueva identidad de sus amigos, en una especie de sonsonete que nadie entendía salvo Ruy, aunque procuraba que nadie lo oyera:
—Fernando, Antonio de Guzmán…
—Lope y Guzmán, Adrián y Pedro García…
—Gonzalo, Carlos Bermúdez…
—Alonso Venegas, Valenzuela…
Varios viajes después, cuando la despensa ya estaba casi vacía, Ruy masculló:
—Ya basta, Sancho. Tengo los nombres.
—Bien —contestó Dávila—. En cuanto puedas corre la voz entre ellos. Yo haré lo mismo… Por cierto, yo soy Diego de Avellaneda y todos somos castellanos. Para evitar demasiadas preguntas por los vigilantes a la hora de registrarnos, fingid que estáis enfermos y yo responderé por vosotros.
En cuanto la despensa estuvo vacía y se emprendió la descarga de la taverna y las otras dependencias, Ruy y Sancho se separaron y procuraron coincidir con los otros cinco compañeros, a quien fueron diciendo cuál era su nueva identidad y que recibirían una explicación más tarde.
Tres horas después, la galera había quedado sólo con el aparejo y los remos. Dormuz y algunos de sus hombres fueron los primeros en dirigirse a los baños; el renegado iba a tratar con los de la prisión la entrega de esclavos que iba a hacer. Uno de los contramaestres había sido encargado de vender el botín. Los galeotes fueron reunidos en tierra y los alguaciles los encadenaron por los grilletes de los pies en varias hileras, que encaminaron a los baños. Sancho y sus amigos se colocaron juntos, siendo aquél el primero de la hilera. Cuando llegaron a los baños ya les estaban esperando, de manera que el registro se hizo muy rápido y sin dificultad, permitiéndole los guardias hablar a Sancho por los seis que le seguían, pues cuatro de ellos llevaban a los otros dos, que parecían muy enfermos. Inmediatamente fueron conducidos al interior, liberados de las cadenas y grilletes y encerrados en una amplia estancia subterránea, cerrada por una reja que los confinaba en el lugar. El hedor y la humedad los golpearon de pleno al penetrar en aquel antro. Cuando llegó la noche, los siete pudieron reunirse y Sancho les contó con todo detalle lo sucedido en la galera. Sólo silenció lo relativo a la esmeralda y el rubí. Cuando concluyó, Ruy dijo:
—Entonces, nos resta esperar.
—En efecto —Dávila hablaba de nuevo—. Esperar y pedirle a Dios que el mercedario llegue con el rescate antes de que nos vendan o se inicie la próxima campaña en el mar.
Los días pasaban con lentitud desesperante. Los siete hombres aguardaban impacientes el paso de las horas y a medida que transcurría el mes de octubre su desesperanza aumentaba, pues sabían que a finales de ese mes los navíos buscaban puerto para pasar el invierno y ya no zarparían hasta principios de la primavera. Así que el paso de los días mermaba sus posibilidades de salvación. Pero tuvieron suerte. Una mañana vieron entrar a un grupo de vigilantes que iban voceando nombres diversos, entre los que estaban los que ellos habían adoptado; en total eran veinticinco los cautivos que los guardianes querían localizar, pero sólo aparecieron veinte; después de repetir los nombres de los que faltaban varias veces por los baños, los guardianes desistieron de la búsqueda y con el grupo marcharon a la salida. Allí esperaban tres padres mercedarios con otros hombres; uno de ellos parecía el patrón de una nave, dadas las muestras de deferencia que recibía de los otros, marineros a juzgar por su aspecto. El grupo fue detenido a cierta distancia, desde donde pudieron ver a uno de los guardianes entregar la lista utilizada para localizar a los cautivos a otro carcelero, que estaba sentado sobre una alfombra en el suelo con un vaso humeante en la mano; delante de él, también sobre el tapiz, había varias bolsas de dinero. Tras escuchar al guardián, el individuo tomó una de las bolsas, se levantó y se dirigió hacia los frailes, con los que habló y les devolvió la bolsa; Sancho pensó que era el precio del rescate de los cinco individuos que no aparecieron. La conversación terminó. El carcelero volvió a sentarse con una amplia sonrisa en la cara y los frailes avanzaron hasta el grupo de cautivos que iba a ser redimido, comunicándoles tan grata nueva e instándolos a abandonar los baños y dirigirse al puerto para embarcar.
La alegría entre los redimidos era inmensa. Pasaban de la risa a las lágrimas sin solución de continuidad, daban gracias a Dios, a la Virgen y a los santos, besaban las manos y los hábitos de los frailes, se abrazaban… El temor a ser descubiertos hacía que Sancho y sus amigos se mostraran recelosos y menos expresivos, hasta que Guzmán dijo por lo bajo:
—Deberíamos hacer lo mismo que ellos. Cualquiera que nos vea no entenderá por qué no nos alegramos…
Así que fueron uniéndose al coro de agradecimientos, risas y lágrimas. Ya habían perdido de vista los baños cuando un mercedario les dijo:
—El viento y la marea no nos van a permitir zarpar hasta medianoche. Os llevaremos a una casa donde podréis lavaros y os daremos ropas limpias.
Sus palabras fueron recibidas con renovadas muestras de alegría y gratitud, pero en Sancho y los suyos sembró más zozobra, pues estaban ansiosos por salir de Argel. Tuvieron que resignarse.
Lavados, vestidos y comidos, algunos de los liberados fueron presa del sueño mientras rezaban el rosario, que había iniciado uno de los frailes; el cansancio y la angustia acumulada durante tanto tiempo habían aflorado entonces y eran incapaces de soportar más emociones. Con las primeras sombras se dirigieron al puerto, a una nao que aguardaba; una vez a bordo, se los llevó a popa, donde les habían preparado acomodo para la travesía hasta Cartagena.
El viaje a tierras españolas fue rápido y feliz. Un viento favorable sopló casi todo el tiempo. A medida que se distanciaban de Argel, la preocupación mayor fue no caer en manos de algún pirata berberisco que volviera a capturarlos. Sus temores no se cumplieron y cuando desembarcaron en la ciudad murciana todos dieron gracias al cielo por su misericordia y empezaron las despedidas.
Cuando se quedaron solos, Sancho preguntó a sus amigos:
—¿Qué haréis ahora, señores?
—Iremos a Sicilia —contestó Ruy por todos—. Recordaréis que os dije que la expedición a los Gelves fue una manera rápida y segura de salir de Palermo. Volveremos allí, pues tenemos una cuenta que saldar.
—¿Tan alta es la cuenta que os merece la pena?
—La cuenta es de dinero y honor… —Tras dudar unos instantes, Ruy decidió continuar—. Veréis. Un gordo seboso comerciante nos contrató con más gente como escolta de un envío de géneros a Marsella que transportaría en una galera. Temía el ataque de algún pirata berberisco o renegado. Antes de llegar, efectivamente nos asaltaron. Bastantes de la escolta murieron en defensa de la galera; rechazamos el abordaje, pero no pudimos evitar que se declarara un incendio y que antes de sofocarlo quemara parte de los géneros que llevábamos. Por ese motivo, el comerciante no pudo cobrar todo lo que esperaba, así que bastante molesto emprendió el viaje de retorno y nosotros con él. Cuando llegamos a Palermo, y ya en su casa, el cabrón se vio seguro, comunicándonos que por las pérdidas sólo nos pagaría la mitad de lo estipulado, cosa que nosotros no aceptamos. Tuvimos una fuerte discusión con él y lo amenazamos, pero había preparado unos sicarios que permanecían ocultos y que aparecieron a la llamada de sus gritos. Entablamos una pelea que causó grandes destrozos en la casa, además de resultar varios muertos y heridos entre nuestros atacantes, pero como eran bastante superiores en número, decidimos escapar, no sin antes intentar incendiar el edificio. El maldito acudió a la justicia y nos acusó de asalto, incendio y homicidio, así que tuvimos que ocultarnos y decidimos ir a los Gelves para escapar. No pudimos cobrar nada entonces. Por eso vamos a volver para que nos pague.
Sancho volvió a preguntar:
—¿Y después, qué?
—Como ya os dije, somos ventureros, así que volveremos a participar en campañas militares. Hasta ahora nos ha ido bien.
—Pero si os gusta la milicia, ¿por qué no os alistáis?
—Porque de la misma forma que hemos elegido bando, queremos elegir a quien nos manda y con quién luchar. Y vos, ¿qué haréis?
—Todavía no lo he decidido, pero lo más probable es que vuelva a Italia —Sancho dudaba, pues no tenía nada claro lo que iba a hacer—. A Nápoles o a Milán, para continuar mi vida militar.
—Si así lo hacéis —dijo Ruy con una gran sonrisa—, es muy posible que volvamos a vernos. No sólo porque sabéis luchar, sino también porque os estamos muy agradecidos por habernos sacado de Argel. De no ser por vos y por vuestro plan, habríamos acabado pudriéndonos en cualquier lugar infesto de esos infieles que Satanás confunda.
Ruy guardó silencio. Sancho los miró uno a uno y concluyó:
—Ea, pues, señores; hasta entonces.
—Gracias, Sancho. ¡Nos veremos en Italia!
Los seis abrazaron a Dávila y se dirigieron a la ciudad en busca de la oportunidad que les permitiera marchar enseguida a Sicilia. Sancho los miró alejarse con una sonrisa. Les había tomado afecto. Apretó los muslos y los glúteos y sintió el duro contacto de la esmeralda y el rubí. El sol aquella mañana le pareció más radiante que nunca.