Roma, la vuelta

En el fresco amanecer de aquel 1 de septiembre de 1556 Sancho Dávila miraba con complacencia el espectáculo que tenía ante sí. Aún no había salido el sol, pero la luz de la alborada permitía ver todos los detalles del campamento que despertaba. Los hombres se afanaban aprestando los equipos y sus cabalgaduras los de caballería. Eran escenas familiares para él, que contemplaba una vez más sintiéndose identificado con el ambiente. Estaba apoyado en la bandera de la compañía, clavada en la puerta de su tienda, bien visible para todos sus hombres. La tarde anterior había sido bendecida juntamente con las de las demás compañías en una ceremonia impresionante, en la que Sancho, como alférez de su unidad, la portaba avanzando hacia el improvisado altar de campaña, escoltado por un grupo de doce hombres cuya misión primordial era protegerla con su vida para evitar que la capturara el enemigo; los miembros de la escolta eran veteranos, soldados escogidos, conscientes de la responsabilidad que recaía sobre ellos. Sancho había elegido el grupo en los días previos, cuando el duque de Alba dio la orden de prepararse para comenzar la campaña contra el papa, una campaña que se iniciaba en aquel amanecer. Rodilla en tierra y con las banderas abatidas recibieron la solemne bendición que los capellanes impartieron sobre ellas, rociando agua bendita, mientras los sacristanes entonaban en voz baja una salmodia en latín y movían pendularmente los incensarios. Los hombres asistían en silencio y en formación a aquel acto litúrgico, que para ellos era el anuncio de una nueva guerra, a la que tal vez no sobrevivirían. También había elegido Dávila a los dos tambores y al pífano que solía haber en cada compañía, conocedores de los toques militares, ya se tratase de parada, reunión, marcha o asalto; ellos eran los encargados de transmitir mensajes y estimular a los soldados con sus toques, que iniciaban cuando así se lo ordenaban el capitán o el alférez y los suspendían también según sus indicaciones.

El sol estaba a punto de remontar el horizonte. Los hombres de la escolta de la bandera habían llegado ya y se colocaban detrás de Dávila con los músicos, mirando el movimiento del campamento. El capitán se había adelantado unos pasos y aguardaba las órdenes para iniciar la marcha. El sargento y los cabos de la compañía estaban al frente de sus hombres, que esperaban impacientes. Por fin llegó la orden de partida y aquella masa empezó a moverse. El duque de Alba invadía los Estados Pontificios al frente de unos catorce mil hombres, de los que algo menos de la mitad eran italianos. Su marcha constituía la consecuencia lógica de las provocaciones realizadas por el anciano Paulo IV, elegido papa en mayo del año anterior. El nuevo pontífice pertenecía a la familia napolitana de los Caraffa, angevina por tradición y, por ello, enemiga del predominio español en Italia. Nada más acceder al solio pontificio Paulo IV buscó una nueva alianza con Francia y sus aliadas, en función de la cual aquélla enviaría un ejército a Italia para, unido a otro romano, hacer la guerra en Toscana y emprender la conquista de Nápoles, donde el duque de Alba era virrey y vivía con indignación los abusos y manejos papales, encaminados a excomulgar y privar a Felipe II del reino del sur de Italia. Felipe II se había convertido recientemente en nuevo rey español, al abdicar su padre Carlos V en él las herencias borgoñona, castellana y aragonesa, dejando la austríaca a su hermano Fernando, nuevo emperador. La ojeriza que el papa tenía a los españoles y a Carlos la había hecho extensiva a Felipe, deseando acabar con la presencia hispana en Italia, donde quería devolverle al papado el esplendor del poder vivido bajo Inocencio III, allá en el siglo XIII, momento culminante del poder de la Iglesia en lo espiritual y en lo temporal.

Al maltrato del embajador español marqués de Sarria y de los enviados Briceño y Garcilaso de la Vega se unían los manejos y ambiciones del mundano cardenal Caraffa —sobrino del papa y responsable de la política exterior del Pontificado—, la enemiga contra los Colonna —hispanófilos y señores de la campiña romana— y el progresivo reclutamiento de tropas, además de otras demasías que tenían sublevado a Alba, quien deseaba poner coto a tales iniciativas. Pero tardó en conseguir libertad de movimientos y pasar a la acción, pues en España se debatía la pertinencia o no de hacer la guerra al papa, cuya licitud finalmente fue el parecer mayoritario, por lo que el 8 de agosto el embajador español abandonaba Roma y el 1 de septiembre empezaba la guerra. Iban en la vanguardia del ejército hispano Ascanio de la Corgna, maestre de campo, y Marco Antonio Colonna, con dos mil infantes y la caballería, compuesta por mil doscientos jinetes ligeros, mandados por el conde de Pópulo, más los hombres de armas. Su objetivo inicial era Pontecorvo, primer núcleo que encontraban en su progresión por los Estados Pontificios. No hubo lugar al asalto ni al saqueo, pues la ciudad pagó por ser respetada.

Desde allí, ordenó Alba a don García de Toledo que marchara sobre Fossolonne con un contingente de cuatro mil españoles. Don García envió por delante unas partidas de varios hombres para que exploraran el terreno y corrieran la voz de adonde se dirigía. Colocó tres compañías en vanguardia y avanzó con el resto en batalla, salvo una pequeña facción con la poca impedimenta que llevaban, que cerraba la marcha. Los escasos naturales que no habían huido ante la llegada de las tropas se ocultaban para no ser vistos y observaban atentamente el paso de los hombres mandados por don García. Las compañías de vanguardia avanzaban con las banderas desplegadas, mientras pífanos y tambores hacían sonar sus instrumentos. Una de esas compañías era la de Sancho Dávila, que andaba ligero, con la bandera en sus manos y al viento, rodeado por su escolta. Entre los hombres pronto se corrió la voz de que Fossolonne estaba defendida por cuatro compañías a las órdenes de Julio Orsini y debatían entre ellos las opciones del asalto y la solidez de la defensa; alguno que conocía la plaza por haber estado en ella anteriormente se mostraba más explícito en los detalles y más firme en las opiniones. Pero no hubo lugar a nada, pues las avanzadillas de don García cumplieron bien su misión, logrando que en la plaza se enteraran del avance de los españoles y el jefe defensor, al saber la noticia, la evacuó por la noche con sus tropas; al día siguiente los habitantes de Fossolonne se rindieron, ejemplo seguido por Castro y otros lugares amurallados de los Colonna, donde el ejército invasor encontró vituallas abundantes.

Éxitos tan continuos y fáciles animaban a los invasores, deseosos de acción y aguardando la oportunidad de un saqueo. El avance progresaba sin dificultad en un clima eufórico y jovial, estimulado aún más al comprobar que la única resistencia seria la habían protagonizado dos compañías veteranas de gente del papa, pero atacadas por los arcabuceros y la infantería española, sus componentes fueron barridos literalmente en un combate cuerpo a cuerpo del que sólo sobrevivieron varias decenas, que escaparon hacia Roma. Sancho contempló desde lejos la escaramuza, sintiendo envidia por quienes intervinieron en el choque, cuyo resultado fue coreado en la distancia por los compañeros de armas, espectadores próximos y distantes a un tiempo de la refriega. Cinco jornadas después, Alba estaba en condiciones de asaltar Anagni, plaza importante y mal guarnecida, adonde el cardenal Caraffa envió a Torcuato Conti con ochocientos hombres en un nuevo esfuerzo por detener al general español.

Antes de atacar Anagni directamente, Alba decidió aislarla en la región para dejarla sin posibilidad de ayuda y minar la moral de los defensores. Para ello envió a don García de Toledo contra Veroli, a la que rindió; a Vespasiano Gonzaga le encargó apoderarse de Banco, lo que cumplió rigurosamente; los nuevos éxitos se airearon rápidamente y para evitar males mayores también abrieron sus puertas al ejército albista las plazas de Piperno, Terracina, Fiume, Acuti y Alatro, que se libraron del saqueo a cambio de abastecer a los invasores. Después, el cerco se cerró sobre Anagni. El campamento sitiador se levantó en su torno; desde las murallas los defensores veían el impresionante aspecto de las tropas allí dispuestas, podían distinguir los emplazamientos de las diferentes compañías fijándose en las banderas que ondeaban delante de las tiendas y allá, en el llano, algo más alejada y muy protegida, la tienda de Alba con el pendón real.

Sin apenas tanteos, el 15 de septiembre se produjo el ataque definitivo, en el que las tropas del duque abrieron dos brechas en los muros después de ímprobos esfuerzos y no pocas bajas. Abrir las brechas y mantenerlas expeditas no fue nada fácil, pues los defensores lanzaban desde arriba todo lo que tenían a su alcance. Sancho había llegado al pie del muro con sus hombres, que seguían al capitán; mientras se tendían las escalas habían recibido el fuego de los defensores, que arreciaron en sus esfuerzos cuando los primeros asaltantes empezaron a trepar por escalas y picas; Dávila había visto caer a dos hombres a su lado, alcanzados por los disparos de la arcabucería defensora, y decidió salir de su frágil escondrijo a la menor oportunidad, de manera que en cuanto vio las escalas dispuestas gritó a sus hombres que le siguieran y en una corta y rápida carrera saltó a una de ellas apoyándose en los hombres que la sostenían; nada más empezar la ascensión notó que algo rebotaba en su morrión y por el impacto que produjo pensó que era una flecha y que había tenido suerte de que no le alcanzara en otra parte de su cuerpo; levantó entonces los ojos para calcular a qué distancia estaba de las almenas y vio a una cuarta escasa de su cara una piedra que descendía con fuerza. Una fracción de segundo después notó el impacto en la cara, en el lado izquierdo, un poco más abajo del pómulo. Ni siquiera llegó a sentir dolor, sólo vio que el sol desaparecía, que el fragor de su alrededor cesaba y que se sumía en una súbita oscuridad.

Completamente inconsciente, como fulminado por un rayo, Sancho Dávila cayó hacia atrás; la caída fue amortiguada por los hombres que estaban al pie de la escala, quienes lo retiraron sin miramientos, pensando que estaba muerto al ver su cara ensangrentada y deformada por el impacto. Todavía se luchó largo rato en aquel lugar, pues los asaltantes no lograban abrirse paso y los papales no cedían en su defensa; los heridos iban siendo evacuados en la medida de lo posible y los que podían valerse por sí mismos, por permitírselo sus heridas, dejaban paso a los que llegaban de refuerzo ayudándose mutuamente en la retirada; dos de ellos, que habían sido alcanzados, el uno en una pierna y el otro en un brazo, se arrastraban para salir de la zona más batida, pasando al lado de Sancho, perdido todavía en la inconsciencia pero presa de algunos movimientos convulsos; al verlo, los dos heridos decidieron cargar con él y arrastrarlo a un lugar más seguro, donde pudieran hacerse cargo de ellos.

Ambos constituyeron una ayuda providencial para Dávila, que no volvió en sí plenamente hasta la tarde del día siguiente, encontrándose tumbado en un catre, en una tienda, con otros heridos de muy diversa gravedad. A un franciscano que iba de lecho en lecho con frases de aliento, oraciones y bendiciones para los que se quejaban, pudo preguntarle Sancho qué había pasado desde que se iniciara el asalto. El fraile le contó que habían sido rechazados, pese a que Gonzaga con sus italianos se lanzó al asalto con decisión, retirándose para reagruparse, pero no pudieron repetir el ataque al hacerse de noche. Al oírlo, el herido preguntó con alarma:

—Entonces, ¿Anagni resiste?

—No —replicó el fraile—. Conti, el jefe defensor, temiendo la repetición del asalto al día siguiente, es decir, en el amanecer de hoy, abandonó la ciudad para buscar refugio en Paliano, Tívoli y Roma.

—¿Y la plaza…?

—Sí… —interrumpió el franciscano, bajando la vista—. La retirada de la guarnición no la ha librado del saqueo, pues había opuesto resistencia y las leyes de la guerra en esas ocasiones admiten que los vencedores se apoderen de cuanto quieran, de manera que los soldados entraron a saco en ella…

El religioso se interrumpió unos instantes. Luego se levantó del catre de Sancho, donde se había sentado, y añadió:

—Te daré la bendición del Todopoderoso, a quien deberías agradecer que te haya protegido arrepintiéndote de tus pecados.

Mientras oía la bendición del franciscano —cuyo texto latino identificó, lo que le hizo recordar fugazmente sus estudios religiosos en Roma—, Sancho pensó en su herida; notaba cargada la cabeza y se sentía algo febril; también percibió que no veía con claridad. Al intentar incorporarse el dolor de su cabeza se agudizó intensamente, por lo que desistió de moverse, pensando cuál sería su aspecto, algo que pudo comprobar al día siguiente, cuando se levantó para ir a las letrinas y vio su rostro reflejado en la superficie del agua de un tonel que había a la puerta del improvisado hospital: le habían rapado la barba en la parte de la herida para poder limpiársela bien, una herida ancha y profunda, abierta y de aspecto horrible; tenía el rostro amoratado, completamente hinchado y deformado hasta el punto de que su ojo izquierdo, cerrado por completo, sólo era perceptible como una arruga debajo de la ceja.

—¿Estás loco? ¡Vuelve a la cama!

Sancho miró al sanitario que así le gritaba y avanzó vacilante para cumplir la orden. El esfuerzo le había debilitado, sintiendo un sudor frío que enseguida se manifestó en una tiritera. El sanitario le ayudó a volver al catre al tiempo que le decía:

—Tienes un gran tajo en la cara que te afecta hasta el ojo. Las calenturas que has tenido no han sido muy grandes, pero como hagas estas cosas sí lo serán y tendremos que sangrarte… Cuando lo necesites, ¡pide un bacín!

—Y el ejército, ¿marcha sobre Roma?

—Sí. Pero tú olvídate de la guerra… Por lo menos, de momento. Tardarás unas semanas en reponerte, si no hay complicaciones… Tu herida es tan fea y de tan difícil cura… Si tienes buena encarnadura cicatrizará sin mayores problemas; si no, ya veremos que pasa. Protégela bien para que no se te infeccione. Mañana, todos los heridos vais a ser aposentados en Anagni, donde permaneceremos hasta vuestro restablecimiento. Allí estaréis mejor y al abrigo de la lluvia, que ha empezado a caer y que para los lugareños presagia un otoño húmedo.

Sancho ya no prestaba atención. El dolor de su cabeza había aumentado. Estaba tan mareado que sentía ganas de vomitar; unas arcadas irreprimibles le provocaron pinchazos dolorosísimos en la cabeza y en la cara. Al tiempo que se derrumbaba sobre el catre, oyó al enfermero:

—¿Lo ves? Eso para que te muevas…

Sancho no replicó. Sólo quería dormir.

La caída de Anagni convirtió a Alba en señor del territorio pontificio desde Pontecorvo hasta Palestrina y Frascati; su caballería recorría la campiña romana y la vanguardia estaba a los muros de la misma Roma, con la consiguiente inquietud de la población y de Paulo IV, pues en el ambiente flotaba la posibilidad de que se repitieran las jornadas de 1527, algo muy lejos del pensamiento e intenciones del general español, quien se quejaba de que llevaba aquella guerra con lágrimas en los ojos y que la suspendería en cuanto viera que el pontífice desistía de ofender a los Estados de su rey. Una conducta que no gustaba a los soldados, quejosos de aquella actitud por convertir la guerra, según ellos, en humo y viento sin consistencia, lejos de las jornadas sangrientas y prometedoras de los saqueos indiscriminados.

Las esperanzas papales de contener a Alba se desvanecieron cuando su sobrino Caraffa volvió de París con más palabras que otra cosa, pues los dos mil quinientos hombres que traía estaban desarmados, sin caballos y sin pagas; por eso en las mentes de tío y sobrino se abrió paso la idea de negociar con Alba para ganar tiempo y tratar de enderezar la situación. Y así, el 16 de septiembre, Caraffa inició un juego de ofertas, propuestas y contrapropuestas que se rompió cuando el día fijado para la entrevista entre el duque y el cardenal sólo acudió el primero. Viéndose desairado, Alba decidió seguir el avance sobre Roma, ocupando Tívoli mientras Colonna hacía lo mismo con Neptuno, rindiéndose después Vicovaro y Palombera, con lo que todo el campo romano, prácticamente, estaba en manos de Alba. Caraffa envió a Estandardo con tres mil infantes y doscientos arcabuceros a caballo a Mollano, pensando que el enemigo se dirigiría contra Ostia y Civitavecchia para cortar el abastecimiento de Roma, suposición en la que no andaba descaminado, pues el general español, que había detenido las operaciones durante un tiempo a causa de la constante lluvia otoñal que caía sobre la región, decidió no retrasar más el ataque a la ciudad papal; así que se presentó ante Ostia e inició el asalto, que resultó bastante duro sin poder doblegar a los defensores, decidiendo Alba retirarse para rehacer y reagrupar sus fuerzas y reanudar el ataque al día siguiente. Entre las bajas sufridas se contaban Álvaro de Acosta, maestre de campo, y su alférez Mardones. Al amanecer empezaron los preparativos de los sitiadores para el asalto, pero al verlos, los defensores de Ostia prefirieron parlamentar y se rindieron. Alba ordenó reparar los destrozos causados en las murallas y dejó a Juan Vázquez de Avilés como castellano o alcaide de la fortaleza, guarnecida por cuatrocientos españoles abastecidos para seis meses.

La primera semana de la convalecencia de Sancho había sido muy dura para el enfermo, con un casi constante dolor de cabeza, en estado febril y supurándole la herida, que se negaba a cerrarse. Sin embargo, un día amaneció con la cabeza despejada y el rostro bastante menos hinchado, aunque el ojo seguía sin poderlo abrir; la fiebre había desaparecido y advirtió en la herida los primeros indicios de cicatrización; en ese instante volvió a interesarse por el mundo y desde entonces seguía con atención las noticias que llegaban del frente, conteniendo su impaciencia por volver con la compañía. Finalmente, fue autorizado a reincorporarse y llegó al campamento del duque poco después de la toma de Ostia. Sus hombres le recibieron con alegría; muchos de ellos le conocían desde hacía tiempo y sabían de sus andanzas y experiencia militar, lo que para muchos era una tranquilidad y una garantía. El sesgo de la guerra hasta entonces y la proximidad a Roma tenían convencidos a todos de que la entrada en la ciudad del papa era inminente, una perspectiva que les resultaba muy atractiva, tanto si lo hacían como vencedores por rendirse Paulo IV como si lo hacían al asalto, que era lo que preferían, pues entre ellos corrían fabulosas noticias de las riquezas encontradas por los que la asaltaron treinta años antes.

Pero tales presunciones comenzaron a desvanecerse cuando se supo que después de la caída de Ostia Caraffa reemprendió aceleradamente las negociaciones con Alba. Dávila temió que la situación se resolviera por acuerdo y que sólo su general y alguna escolta entraran en Roma para ratificar ante el papa el acuerdo que pudiera alcanzarse en las conversaciones. Por lo que tomó una decisión que puso en práctica inmediatamente.

—Excelencia —el lacayo hablaba mientras avanzaba levemente inclinado en señal de respeto—, un alférez que dice conoceros desea ser recibido por vos. Me ha pedido que os muestre esta daga.

Alba la tomó en sus manos, reconociéndola nada más verla.

—¡Hacedle pasar! —ordenó.

Instantes después Sancho Dávila entraba en la tienda del duque, a quien le dijo:

—Os agradezco que me recibáis, señor.

—Tu nombre es Sancho Dávila, ¿verdad?

—Así es, señor.

—Has progresado desde la última vez que nos vimos… Hace ocho años, ¿no?

—Sí, señor… Fue allá, en la rota de Mühlberg.

—Entonces eras un soldado bisoño… Ahora eres alférez de una compañía…

—Del tercio de Nápoles, señor —apuntó Sancho.

—Bien, bien… —Alba le tendía la daga, que él tomó y la colocó a su espalda, donde la llevaba habitualmente—. ¿Qué te trae a mí?

—Veréis, señor. Vos sabéis que estudié en Roma durante unos años. Por eso tengo en la ciudad personas conocidas a las que aprecio y me gustaría ver. Si la guerra se resuelve por negociación y sólo vos con un cortejo reducido entráis en Roma, quería pediros que me permitierais formar parte de vuestra escolta…

La petición era insólita y Alba le miró con detenimiento e intensidad a la cara, percibiendo la cicatriz, a la que ya cubría casi por completo la barba.

—¿Y esa cicatriz? —le preguntó.

—Es del asalto de Anagni… No es la única, señor, y pienso que no será la última…

Alba dio unos pasos meditando. Se detuvo y le dijo al alférez:

—Lo que pides no es nada usual…

—Lo sé, señor… Pero vos en mi lugar, ¿qué haríais?

—Lo intentaría como tú. Sí —el duque asentía con la cabeza mientras hablaba y añadió—: No sé lo que pasará en las negociaciones, pues ese Caraffa tiene más de zorro astuto e hipócrita que de cardenal. Sea como fuere, si entro en Roma lo harás conmigo. Pierde cuidado, que no me olvidaré.

Pero de momento no hubo lugar a esa entrada, ya que las negociaciones entre el general español y el sobrino del papa cristalizaron finalmente el 28 de noviembre en un armisticio que se prolongó hasta enero de 1557, cuando Enrique II de Francia declaró la guerra a España, iniciando la lucha en los Países Bajos y enviando con veinte mil hombres a Italia al duque de Guisa, que fue recibido en Roma con gran alegría por Paulo IV. Alba se había retirado a sus bases de retaguardia, cerca de las fronteras napolitanas, un repliegue que permitió a franceses y pontificios recuperar posiciones, como Ostia, que se rindió inexplicablemente, por lo que su alcaide más tarde sería juzgado y decapitado; sin embargo, los aliados perdieron demasiado tiempo discutiendo el plan de operaciones, imponiéndose finalmente el parecer de Paulo IV de atacar Nápoles en vez de Toscana o Milán. A disgusto por no ser su plan, Guisa se puso en movimiento el 5 de abril; hasta el 11 no lo hizo Alba, que se encaminó con sus fuerzas hacia Civitella, asediada inútilmente por Guisa durante veinticuatro días, al cabo de los cuales levantó el cerco para evitar que allí lo alcanzara el duque español y se dispuso a llevar la guerra a Toscana.

La resistencia de Civitella fue decisiva en esa fase de la guerra y así lo reconoció Alba, que felicitó a los defensores y les hizo una serie de concesiones como recompensa a su heroica defensa, en la que las mujeres jugaron un papel destacado. La marcha del francés y la presencia de las tropas españolas generó un aire de fiesta y euforia entre los soldados y la población, que alojó a parte de aquéllos mientras se reanudaban las operaciones. A Sancho Dávila, como alférez, le fue asignada una casa al lado de la que correspondió a su capitán; así que se presentó en ella y, tras llamar, una mujer de unos cuarenta años, gruesa, escasamente agraciada, morena, de ojos negros y labios grandes en su cara redonda, con la piel reluciente y una gran sonrisa, le abrió la puerta, franqueándole el paso:

—Pasad, señor alférez, pasad.

El tono de voz de la mujer quería ser meloso y acogedor, pero sus efectos sobre Sancho fueron negativos, pues inmediatamente pensó ¿qué buscará ésta?, aunque lo que dijo fue:

—Gracias, señora. Os estoy muy reconocido.

La mujer siguió sonriendo hasta que apareció una chica joven, que se quedó tan sorprendida de ver allí a Sancho como éste de verla a ella.

—Es mi hija —explicó la dueña de la casa, y, dirigiéndose a la chica, dijo con energía—: Tú, ¡vuelve a la cocina!

La mujer dio unos pasos y subió los primeros peldaños de la escalera situada enfrente de la entrada. De nuevo, con su meliflua sonrisa, se dirigió al militar:

—Vamos. Seguidme. Os mostraré vuestro aposento.

Le llevó a una habitación del piso superior, con ventana a la calle, por donde entraba luz a raudales. A Sancho le gustó la habitación. Descargó de su hombro el hatillo que llevaba dejándolo sobre la cama, y colocó la bandera de la compañía en la ventana para que sus hombres la identificaran fácilmente.

—¿Estaréis a gusto aquí, señor alférez?

Oyó la pregunta de la mujer, que aún estaba en la puerta de la estancia, y respondió sin volverse, mientras deshacía el hatillo y colocaba varias prendas de ropa que sacó de él encima de un arcón próximo a la cama:

—Lo estaré, señora. Seguro que sí. La habitación es amplia y luminosa, la cama grande y tierna. ¿Qué más puede desear el cuerpo dolorido de un soldado?

La mujer iba a decir algo que a Sancho no le interesaba, fuera lo que fuese, por lo que añadió:

—He de ir a recibir órdenes de mi capitán. Una vez más, gracias. Y ahora, gentil dama, debéis disculparme. Volveré luego.

Sancho pasó el resto de la tarde con hombres de su compañía, mezclados en el jolgorio generalizado que aún duraba en la villa. Con más vino de la cuenta encima regresó a su aposento. Llamó a la puerta y le abrió la joven, que le saludó sonriente. La voz de la madre sonó arriba en la escalera:

—Raffaella, ¿quién es?

—Es el alférez, madre.

—Está bien. Vete a la cama.

—Sí, madre —y añadió en voz más baja, mientras desaparecía en una de las estancias de la planta baja, alargando la palmatoria encendida a Sancho—. Tomad y que tengáis buena noche.

—Gracias. Buenas noches.

Dávila ascendió la escalera con cierto trabajo a causa del nivel etílico de su cuerpo, procurando no caer ni que se le apagara la vela. Por fin, entró en su habitación, se descalzó y se dejó caer en la cama. Instantes después entraba la dueña de la casa en la habitación; llevaba puesto un camisón blanco que la cubría hasta los pies; el generoso escote de la prenda estaba cerrado con cintas que se cruzaban en sentido ascendente. Siempre melosa y sonriente, le preguntó a su huésped:

—Decidme, señor alférez, ¿os gustaría yacer con una hidalga?

Desde su nebulosa alcohólica, Sancho se esforzaba en no perder el contacto con la realidad:

—¿Con una hidalga, decís? ¿Quién es ella?

—La tenéis ante vuestros ojos.

La mujer contoneaba torpemente su cuerpo a los pies de la cama, mientras aflojaba las cintas del escote y se alzaba una punta del camisón hasta la rodilla, dejando ver una pierna gruesa y blanca, donde apenas si resaltaba la pantorrilla. La visión no le resultó a Sancho excitante, sino disuasoria.

—¿Sois hidalga?

—Así es. Desde esta mañana, pues el duque de Alba, como recompensa a las mujeres de Civitella por su participación en la defensa, nos ha concedido a todas el título de hidalguía, eximiendo de impuestos a nuestros maridos.

—Señora, vos no sois digna de un alférez, sino de un capitán como mínimo. Os presentaré al de mi compañía, que estoy seguro apreciará vuestros encantos. Yo no merezco tanto, pero os agradezco vuestra intención. Además, de nada podría yo serviros por ahora, pues un caballo me dio una coz hace unos días en salva sea la parte, que está como muerta.

Dávila se giró en la cama, apagó su palmatoria y cerró los ojos. La mujer estaba desconcertada y tras permanecer perpleja unos instantes se dirigió a la puerta de la habitación, salió y cerró tras de sí. Sancho abrió los ojos para comprobar que se había quedado solo, pero los cerró inmediatamente al notar que la habitación empezaba a girar precipitadamente:

—Puestos a yacer —pensó, mientras intentaba dormirse—, prefiero a la hija.

El avance de Alba continuaba sin grandes obstáculos. Marco Antonio Colonna conquistó Valmontone y Palestrina y se presentó con su caballería a la vista de Roma; después cayó sobre Paliano y contra él fue el obispo de Terracina con tres mil suizos y otras fuerzas superiores en número. Al saberlo, Alba envió a Colonna siete banderas alemanas, la coronelía de Feltz y mil quinientos españoles. El encuentro fue de gran dureza e inicialmente las fuerzas españolas parecieron ceder, pero luego se recuperaron y los suizos salieron derrotados. Mientras tanto, don Fernando Álvarez de Toledo, que iba en pos de Guisa por el valle de Sacco, se presentó también ante Roma, a cuya vista acamparon sus tropas.

Los romanos estaban otra vez poseídos por el temor a unas nuevas jornadas sangrientas, como las vividas treinta años atrás. Sancho reconocía perfectamente las murallas y sabía qué lugares había detrás de aquellas defensas; allí, frente a Sant’Angelo, su ansiedad por encontrarse dentro de la ciudad era enorme y había imaginado cien veces cómo sería el reencuentro con el cardenal, con Luis, con Giacomo; se había preguntado en numerosas ocasiones qué habría sido de Carolina, cuyo recuerdo siempre le producía uno de los más dulces sentimientos que había experimentado en su vida; también sentía curiosidad por saber la suerte de la fata Marina y de tía Marcia… Ahora, a la vista de Roma, los recuerdos se agolpaban en su mente y la ansiedad por entrar en ella aumentaba a cada segundo, atormentado por la posibilidad de que se llegara a un acuerdo, Alba olvidara su promesa y él tuviera que quedarse fuera de la ciudad como el grueso del ejército, perdiendo la oportunidad de ver a las personas que recordaba.

Por entonces ya se conocía una noticia desoladora para los pontificios y sus aliados: allá en el norte, el 27 de agosto de aquel año de 1557, Felipe II había obtenido una resonante victoria en San Quintín sobre los franceses, que habían sido severamente castigados, por lo que Enrique II reclamaba al de Guisa para que volviera y recompusiera sus fuerzas. Guisa abandonó Italia y comunicó al papa que quedaba en libertad de negociar por separado con los españoles. Paulo IV se resistía a tratar con Alba, pero finalmente hubo de ceder a las recomendaciones del colegio cardenalicio y se avino a negociar. El 8 de septiembre, en Cave, se entrevistaron con Alba los cardenales Caraffa, Santa Flor y Vitelli. Alba se mostró tajante en sus exigencias: demolición de las fortificaciones hechas por el papa contra Nápoles, desmovilización de sus tropas —de las que conservaría sólo dos mil infantes—, compromiso de no atacar Estados españoles, anulación de las bulas y breves contrarios al rey español, no acoger en Roma a forajidos huidos de Nápoles y devolución a los Colonna y a los amigos de España de los bienes que se les habían arrebatado. Todas sus exigencias fueron atendidas, incluso la relativa a los Colonna y a los prohispanos, si bien ésta se reconoció en un acuerdo que se mantuvo secreto. A cambio, el rey español devolvería las conquistas con algunas compensaciones, pediría perdón al papa y su general iría a besarle el pie. El 12 y el 14 de septiembre se firmaron, por fin, las paces y los acuerdos. La entrada de Alba en Roma quedó fijada para el día 19 a las ocho de la tarde. La buena nueva de la paz fue recibida con alegría por la población, pero entre los soldados produjo cierto desencanto, pues la esperanza de un rico botín había sido un poderoso señuelo durante toda la campaña. La entrada de Alba en Roma se presumía por las gentes como un gran acontecimiento, un espectáculo prometedor y excepcional y no se equivocaban: sus esperanzas no iban a quedar defraudadas.

En efecto, el día señalado, a las siete de la tarde, se formaba el cortejo que llevaría el duque de Alba a Roma. Sería una escolta no muy grande, pero lucida. Para Sancho Dávila, las horas de aquella jornada habían pasado con desesperante lentitud; desde la mañana vigilaba con mal disimulado interés la llegada de algún emisario de Alba, cosa que no ocurrió hasta las cinco de la tarde, cuando ya comenzaba a desesperar y daba por hecho el olvido del duque. Un sargento mayor se había aproximado haciendo preguntas a los hombres que encontraba al paso, hasta que unos que charlaban despreocupados le señalaron ostensiblemente, y hacia él se encaminó. Cuando llegó a la altura de Sancho, preguntó:

—¿Sois el alférez Dávila? —al ver que éste asentía, continuó—: El duque de Alba me envía a buscaros, formaréis parte del séquito que llevará a cumplimentar al papa.

—Bien. Cogeré mis armas. Comunicad entretanto la orden del general a mi capitán, para que sepa mi ausencia. Está dentro de la tienda que tenéis a vuestra espalda. Me reuniré con vos en un instante.

Sancho se apresuró a reunir su equipo y armas, se despidió del capitán y siguió al sargento mayor, quien lo llevó a presencia de don Fernando Álvarez de Toledo, que celebraba en su tienda una reunión con los jefes del ejército sobre cómo sería la entrada en Roma:

—Pasa, Sancho. Toma asiento —le dijo al verlo entrar—. Imagino que ya habrás adivinado el motivo de mi llamada —el aludido, completamente nervioso al ver la selecta concurrencia, asintió con la cabeza—. Vendrás conmigo a Roma. No seremos muchos, pero ofreceremos un gallardo espectáculo.

El duque hizo una pausa que Dávila aprovechó para expresar su agradecimiento, pero Alba hizo un gesto con su mano para que no continuara hablando sobre ello y retomó la conversación:

—Iremos a caballo. Conmigo vendréis los jefes de mi guardia, don Fadrique —que era el hijo mayor del duque— y los abanderados; detrás nos seguirá mi guardia y cerrarán la marcha cinco compañías en formación; tres de piqueros y las otras dos de arcabuceros. Tú, Sancho, llevarás el estandarte de mi casa; por eso vendrás con nosotros, en cabeza. Y ahora, señores, preparémonos. La ocasión se acerca.

Sancho salió con los demás de la tienda sintiéndose profundamente honrado por el duque. No sólo se había acordado de su promesa, sino que además le confiaba su estandarte. Un profundo agradecimiento a Alba le hizo exclamar en un susurro:

—¡Me gustaría servir a sus órdenes directas para corresponder a su gentileza!

A la hora acordada apareció el cardenal Caraffa con el duque de Paliano y el marqués de Montebello, que salían al encuentro de Alba para acompañarlo en el recorrido. Durante unos ciento cincuenta metros el cortejo bordeó las murallas para entrar por la puerta más próxima a Sant’Angelo; al pasar por delante del castillo papal, la artillería hizo sus salvas de rigor; las calles por las que discurriría la comitiva hasta el Vaticano estaban llenas de público que vitoreaba incansable; cuando alcanzaron el palacio pontificio, la guardia del duque y las compañías de escolta se quedaron formadas en la plaza de San Pedro; sólo el reducido grupo que acompañaba a Alba penetró en palacio por el patio de San Dámaso y desmontó; gallardetes en los balcones daban cierto aire solemne y festivo al recinto, donde se agolpaba mucho personal pontificio entre clérigos y soldados; la guardia palatina cubría y marcaba el camino a seguir hacia el interior del palacio. Llegados a la puerta de acceso, Caraffa se hizo a un lado y dejó el paso ostensiblemente a Alba, deferencia que éste aceptó sin dudar, con desagrado del cardenal, que pensaba que el español le cedería a él la precedencia. Por las galerías que decorara Rafael el general vencedor fue conducido a las salas de Constantino, donde le esperaba Paulo IV con veintiún cardenales. Alba se adelantó hacia él, dobló la rodilla en tierra y le besó el pie, en nombre de Felipe II y como señal de sumisión y respeto; el papa le alzó y le abrazó, dándose mutuas excusas y explicaciones; luego Alba saludó uno por uno a los cardenales presentes, con lo que el acto se dio por concluido. Al general español y a sus acompañantes se les había preparado alojamiento en el Vaticano y en algunas casas próximas a él; las tropas que aguardaban en la plaza fueron enviadas de vuelta al campamento fuera de las murallas, dejando únicamente un retén más testimonial que otra cosa y que sería relevado cada dos horas.

Sancho apenas si era consciente de lo que había vivido desde que se situó en el séquito ducal, unas decenas de metros detrás de su general. Los lugares por donde pasaba le eran sobradamente familiares y los recuerdos se agolpaban en su mente; con la vista recorría las calles y casas comparándolas con las imágenes que pervivían en su memoria; algunos descampados habían desaparecido y en su lugar se levantaban edificios o plazas; el piso de algunas calles había mejorado, lo mismo que la urbanización de la plaza de la basílica de San Pedro, cuyas obras, ahora bajo la dirección de Miguel Ángel, habían progresado y ya se presentía la cúpula que coronaría el edificio, aunque todavía no existía ni siquiera el anillo inferior de la misma. Sancho con otros abanderados fue alojado en el mismo palacio, en unas habitaciones que él consideró próximas a las de la servidumbre o funcionarios menores, pues estaban cerca de uno de los postigos laterales, vigilado por tan sólo dos guardias y por el que se salía a una de las calles próximas a la plaza, lo cual alegró a Dávila, pues le permitía gran facilidad de movimientos para entrar y salir de palacio. Aquella noche tardó en conciliar el sueño porque la emoción le impedía dormir.

Al día siguiente, por la mañana, el duque de Alba dejó libertad de movimientos completa a quienes le acompañaban, salvo a su hijo y los más altos jefes militares, que tendrían que acompañarle a todos los actos, empezando por el almuerzo que ese mismo mediodía había organizado en honor del papa. Los demás podrían disponer libremente del tiempo que durara la estancia en Roma, salvo imprevistos que se avisarían adecuadamente. Por su parte, Paulo IV ya había empezado a cumplir lo acordado, poniendo en libertad a españoles y proespañoles detenidos meses atrás.

En cuanto supo que Alba no iba a necesitarle, Sancho se lanzó a la calle y aceleradamente se dirigió al palacio del cardenal Del Olmo, pero se llevó un gran chasco al encontrar que el edifico estaba cerrado. Llamó a la puerta en varias ocasiones, esperando inútilmente respuesta del interior; al ver lo infructuoso de sus intentos, decidió ir a la parte posterior por si tenía más suerte, pero obtuvo el mismo resultado, así que volvió de nuevo a la puerta principal, donde reanudó sus llamadas sin que nadie respondiera. Decidió entonces continuar sus pesquisas por los lugares que antaño frecuentara con Luis, empezando por el seminario donde estudiaron; cuando llegó y preguntó por don Piero le contestaron que había muerto años atrás; al inquirir si seguían allí los otros profesores, las respuestas fueron igualmente desalentadoras: algunos habían muerto y otros ya no estaban. Salió a la calle más descorazonado aún que cuando llegó y prosiguió su búsqueda por las iglesias con las que habían tenido contacto en aquellos años y ninguno de los párrocos y sacristanes conocía a su amigo. Confundido, anonadado, desesperado se sentó en uno de los bancos de la última iglesia en la que acababa de preguntar por su amigo. Al rato se levantó para volver al palacio del cardenal y ver si ahora tenía más suerte.

Cuando llegó, volvió a aporrear con fuerza en la puerta en varias ocasiones, utilizando incluso el pomo de la espada para que se oyeran mejor los golpes, hasta que el vecino de una casa próxima, cansado de tanto golpe, salió a decirle que el palacio llevaba años cerrado y que de cuando en cuando varios criados iban a limpiarlo y cuidarlo, por lo que no parecía abandonado. Sancho quedó plenamente desconcertado y durante unos instantes enmudeció; luego, preguntó:

—¿Cuándo vienen esos criados?

—Dos veces por semana y trabajan ahí dentro todo el día; si no hay cambios, que suele haberlos, mañana deberán estar aquí.

Sancho dio las gracias y se alejó como un sonámbulo de tan desconcertado como estaba; había pensado que las cosas no estarían tal y como él las dejó, que se habrían producido cambios al cabo de los años, pero nunca se había imaginado una cosa semejante. Mientras volvía al Vaticano se devanaba los sesos tratando de adivinar lo ocurrido sin otro resultado que aumentar su angustia y su incertidumbre. Por último, al darse cuenta de que por ese camino no conseguiría nada, decidió esperar al día siguiente y ver qué informes le daban los que acudieran a limpiar el palacio donde había pasado unos años muy especiales de su existencia.

Y así lo hizo. Muy de mañana llegó al palacio, que seguía cerrado, aunque debía de haber alguien dentro, pues algunos balcones estaban abiertos. Golpeó la puerta y esperó. Tuvo que repetir la llamada dos veces más hasta que, al fin, la puerta se abrió y apareció un criado que quedó desconcertado al ver que era un soldado español quien llamaba. Sancho lo asaeteó a preguntas, que el individuo respondía parsimoniosamente y no siempre con claridad. De sus respuestas, Dávila sólo pudo saber que no vivía nadie allí, que el palacio era una propiedad pontificia y que había un responsable de su mantenimiento, de quien pensó que podría darle una información más amplia y veraz, por lo que preguntó:

—¿Quién es él? ¿Viene por aquí?

—Sí, siempre que estamos aquí pasa para ver lo que hemos trabajado. Se llama Giacomo Vincio.

¡Giacomo Vincio! Por fin un nombre conocido. Al oírlo, sus ojos se iluminaron y su talante mejoró instantáneamente.

—¿Puedo esperarlo?

—Sí —contestó el criado—. Pasad y haced lo que vos queráis.

Sancho entró en el patio, escudriñando con la vista todos los rincones. El criado, tras cerrar la puerta, desapareció escaleras arriba. Dávila suspiró profundamente y decidió recorrer el edifico; empezó por las cocinas, cuya limpieza y orden así como la ausencia de leña y de víveres demostraban que hacía mucho tiempo que no habían sido utilizadas. Siguió por las habitaciones de la servidumbre, que estaban vacías; luego fue al comedor, donde solamente quedaban unas sillas y la mesa central; en el gabinete donde solía estar el cardenal faltaban algunas pequeñas piezas, como una mesa de tarea, primorosamente labrada, que le había llamado poderosamente la atención a Sancho cuando la vio por primera vez y que le dijeron que había sido un regalo que le había hecho al cardenal el conde de Tendilla, capitán general del reino de Granada, para agradecer un favor a alguien de su familia; la biblioteca no conservaba más que los anaqueles, ya que los libros habían desaparecido. La zona abuhardillada donde él y Luis habían tenido sus aposentos estaba vacía y abandonada por completo. Varios criados limpiaban el polvo y sacudían alfombras y algunas cortinas que aún estaban puestas y acusaban el paso del tiempo, porque mostraban ciertas partes gastadas y descoloridas; dos o tres criadas fregaban el suelo de las habitaciones y pasillos. Al ver a Sancho se quedaban sorprendidos, pero tras el saludo de rigor volvían a sus conversaciones y risas sin dedicarle más atención; a él no se le ocurrió en ningún momento preguntarles nada, pues esperaba que Giacomo le diera toda la información. Así que bajó nuevamente al patio de la entrada y se sentó, pensativo y melancólico, en uno de los bancos de piedra que había adosados a las paredes, decidido a esperar lo que hiciera falta.

Ensimismado en sus recuerdos, no era consciente del tiempo transcurrido cuando oyó una llave girar en la cerradura y abrirse la puerta. Dávila se levantó y se dirigió al encuentro del recién llegado, en el que pudo identificar al objeto de su espera, pues no llevaba barba y en sus mejillas mostraba los hoyuelos inconfundibles que siempre había tenido Giacomo Vincio, ahora algo metido en carnes.

—Giacomo, ¡al fin!, viejo amigo —al ver la cara de sorpresa del interpelado, añadió—: Soy Sancho. ¿No me dirás que no te acuerdas de mí?

Giacomo le miró fijamente y le reconoció, fundiéndose ambos en un abrazo y diciendo el italiano a modo de disculpa:

—Sancho, querido amigo… Ha pasado tanto tiempo…

—Sí, mucho… Y esto ha cambiado tanto. Cuéntame, ¿qué es de tu vida?

—Me he casado, tengo dos hijos y espero el tercero. Mi madre vive con mi familia, pues mi padre murió tiempo ha…

—Vaya. Lo siento, amigo mío. Tu padre era un buen hombre.

—Sí. Lo era, pero… En fin. Y tú, ¿qué es de ti?

—A la vista está. Ser soldado era mi máxima aspiración y ahora soy alférez de una compañía del tercio de Nápoles. Me encuentro aquí, en Roma, porque el duque de Alba me ha traído en su séquito… y no quería dejar pasar la ocasión de veros…

—Como puedes comprobar, el palacio está abandonado. El cardenal Del Olmo se marchó a España con Luis, abandonándolo todo…

—¿Cómo fue eso? ¿Qué pasó aquí después de irme yo?

—Las cosas siguieron como tú las conocías durante un tiempo. Luis fue ordenado sacerdote y ejerció su ministerio como auxiliar en varias parroquias hasta que el cardenal le convirtió en su secretario y le llevó al Vaticano. Luego se convocó el concilio general en Trento, que se suspendió para continuar después… Pero a la reapertura ya no fue el cardenal Del Olmo, cansado y confuso, según me dijo Luis, quien me aseguró que Del Olmo quería retirarse a rezar y poner su alma en paz con Dios, por lo que pidió autorización al papa y se marchó a Valladolid, donde tenía las propiedades que compró por intermedio de mi padre. En doce carros reunió sus pertenencias, incluida la biblioteca, y volvió a España, llevándose a Luis con él para que siguiera atendiendo los cometidos que desempeñaba a su servicio desde hacía varios años. La intención de Luis, según me dijo en la despedida, era volver a Ávila con su madre en cuanto tuviera la menor oportunidad y ejercer el sacerdocio en aquella ciudad…

—¿Hace mucho que se marcharon?

—Sí. Unos diez años más o menos… No puedo decírtelo con exactitud. Cuando Del Olmo se marchó este palacio volvió a ser una propiedad pontificia, como las tierras que le concedió Clemente VII al cardenal, y desde entonces así se mantiene, sin que nadie volviera a ocuparlo. Su limpieza y atención fueron encargadas a mi padre y tras su muerte, a mí. Por eso estoy aquí.

—Y de tía Marcia, ¿qué ha sido?

—A los tres años de marcharte tú, poco más o menos, fue denunciada una bruja, a la que se encarceló y se torturó en prisión para hacerle confesar sus culpas y pecados… la llamaban la fata Marina; en el interrogatorio para probar su inocencia dijo tener una hermana en casa de un cardenal español y esa hermana resultó ser tía Marcia, que también fue detenida y encarcelada sin que Del Olmo, muy sorprendido por lo que ocurría, pudiera hacer nada por evitarlo. No lograron probarle ningún delito ni pecado, así que la dejaron libre… Tú conocías a la anciana, Sancho; la estancia en prisión y el celo de los verdugos la quebrantaron de tal modo que ya no se recuperó, muriendo al poco tiempo de resultas… Al menos se fue sin saber que su hermana murió en la cárcel, incapaz de soportar por más tiempo los duros interrogatorios a que era sometida…

—¿Y… Carolina?

Sancho había dejado esta pregunta para el final. Giacomo lo miró antes de contestar, advirtiendo en sus ojos interés e inquietud.

—Carolina se presentó en Roma en cuanto supo lo de tía Marcia. Vino a casa del cardenal y estuvo hablando largo tiempo con él, quien le consiguió un permiso para verla en la cárcel, y luego permaneció entre nosotros hasta que tía Marcia murió, regresando después con sus dos hijos y su marido.

—¿Y ahora, dónde está?

—Sus desgracias no terminaron entonces. Como sabes, Del Olmo la había enviado con su marido a cultivar una de sus propiedades en la Romana… En uno de los viajes que hicieron al pueblo que tenían más próximo para hacer algunas compras y vender productos de los que obtenían en la tierra, se le rompió una de las ruedas al carro en el que viajaban… El marido quitó el tiro del carruaje y calzó el eje para sacar la rueda estropeada, con tan mala fortuna que en el forcejeo el eje resbaló del soporte y el carro se le vino encima al desgraciado, atrapándolo debajo… Carolina pugnó por sacarlo y viendo la inutilidad de sus esfuerzos, pues no podía mover el carruaje, fue en busca de socorro montada en el animal de tiro… Cuando regresó con ayuda, su marido había muerto aplastado por el peso…

—¡Qué horror! Pobres ambos —exclamó Sancho conmovido y entristecido—. ¿Qué ha sido de ella después?

—Al quedarse sin marido, el cardenal tuvo que enviar nuevos encargados, pero ella no regresó, fue admitida como criada en una casa noble de la Romana y se estableció luego por su cuenta, viviendo con sus hijos de trabajos ocasionales, ayudando a damas o vendiendo labores de encajes y bordados que hace con verdadero primor.

—¿Está muy lejos de Roma?

—Depende de cómo lo mires… necesitarás algo más de una semana para ir y volver…

—El duque de Alba se marchará antes de Roma y nos llevará a todos con él de vuelta a Nápoles… ¿Tú la ves?

—Raramente, ¿por qué?

—Me gustaría ayudarla…

—Puedo hacerle llegar lo que quieras.

—¿Sí? —preguntó Sancho con interés, y al ver el gesto afirmativo de su amigo, deslizó su mano por la pechera y sacó la cadena de oro que Alba le regalara en Mühlberg, alargándosela a Giacomo—. Envíale esta cadena de oro. Te lo ruego.

—Descuida. Así lo haré. ¿La acompañarás con una carta?

Sancho dudó unos instantes, y negando con la cabeza, dijo:

—No. No será necesario. Quien la lleve que le diga que es de parte de un soldado que la recuerda con añoranza…

—Se hará como dices, Sancho. Por cierto, ¿te has casado?

—¿Casado yo? No, Giacomo, mi vida no es para hacer una familia, al menos por ahora… ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada… Haremos una cosa, caro amigo —dijo el romano con un tono de voz más animado, como tratando de alejar los viejos recuerdos—. Voy a dar una vuelta a ver qué hacen estos holgazanes, más pendientes del trasero de las criadas que los acompañan que de las tareas que deben cumplir… Y como ellas se dejan, hay que estar encima para que no se desmanden… Luego iremos a mi casa para que conozcas a mi familia y comerás con nosotros.

—Me abrumas con tu amabilidad, Giacomo.

—Me ha dado una gran alegría verte. De veras, Sancho…

—Es la misma alegría que tengo yo de haberte encontrado…

—Además, Sancho… tienes que contarme lo que ha sido tu vida desde que huiste de esta casa.

La estancia de Alba en el Vaticano se prolongó durante tres días, al cabo de los cuales salió para Nápoles. Precedido del pequeño retén que estuvo con él en Roma, acompañado de las personalidades y abanderados y seguido de su guardia, el duque se dirigió hacia la muralla para abandonar la ciudad y reunirse con el ejército que aguardaba fuera para emprender la marcha inmediatamente hacia el sur, recogiendo al paso las guarniciones y los destacamentos que habían quedado desperdigados en la campiña romana para controlar el territorio. Sancho no volvió la vista atrás ni una sola vez, convencido de que, ahora sí, la etapa romana de su vida se cerraba definitivamente. Allí no quedaba nada suyo y nada de lo que encerraba Roma le interesaba lo más mínimo. Pero eso no era óbice para que sintiera una cierta desazón y la amargura de haber perdido un pedazo de sí mismo.

Al comienzo de la marcha, Dávila se había acercado a Alba para preguntarle a quién entregaba su estandarte y si podía reintegrarse a su compañía. El duque le preguntó:

—¿Encontraste en Roma a quien buscabas?

—No. Sólo a un viejo amigo… Las demás personas que conocía ya no estaban. O habían muerto o se habían marchado…

—Los soldados no debemos mirar atrás… ni adelante. Nunca encontramos lo que dejamos a nuestro paso y nunca logramos lo que imaginamos. Es mejor no pensar. La vida acaba de enseñarte que para un soldado lo único importante es el presente.

—Pero eso que decís, señor, es aplicable a cualquier hombre…

—No del todo, Sancho. Nuestra vida tiene elementos que no afectan a los otros hombres, que pueden reencontrarse con su pasado o preparar un futuro. La mayoría no se juega la vida en una batalla, no está amenazado por un tiro de arcabuz, por un espadazo, por la caída de un caballo, por un disparo de artillería, por un lanzazo… por tantos azares que vivir, a veces, es muy difícil. Y si esto es así, ¿para qué mirar atrás si probablemente no volverás? Y ¿para qué pensar en el futuro si no sabes si tú tienes futuro? El presente, Sancho, el presente es lo que cuenta para nosotros. Eso es lo único cierto que tenemos y hay que vivirlo como nuestra honra y honor nos lo indiquen…

—Visto así, nuestro destino es muy triste… triste y solitario…

—Pero puede ser glorioso y es siempre fascinante…

—¿Y es por eso por lo que nos atrae esta vida?

Alba no contestó. Le parecía haber descendido a un grado excesivo de confidencias con Sancho, expresando en voz alta algunos de sus más recónditos pensamientos, inimaginables en un hombre con la fama que le precedía. Además, ellos no eran filósofos y a él le gustaba aquella vida. Se volvió un poco en la silla para ver mejor al alférez y advirtió en su porte y en la expresión de su rostro el gesto firme y decidido de quien está seguro de lo que hace.

—Y ahora, señor, que la guerra ha terminado, ¿qué haréis vos?

—Para mí no ha terminado la guerra. Desde Nápoles iré al norte para recuperar allí lo que nuestro rey ha perdido.

—¿Puedo acompañaros?

—No, Sancho. Has sido herido en esta campaña, ¿verdad?

—En efecto, señor.

—No hay que tentar la suerte. Con una herida por campaña basta. Quédate en Nápoles. Tiempo habrá más adelante.

Tal como lo había dicho, Alba se dirigiría después al norte de Italia y una vez concluida la guerra en este escenario se encaminaría a los Países Bajos para reunirse con su rey y Manuel Filiberto de Saboya en la lucha contra los franceses, que serían derrotados en Gravelinas, casi el colofón de una guerra que Sancho Dávila siguió con interés desde Nápoles. Atento a lo que sucedía en el norte de Europa, empezaron a resultarle familiares algunos nombres de soldados que destacaron en aquellas acciones, nombres como los de Julián Romero, Navarrete, Mondragón y otros profesionales de las armas que por entonces destacaban en su carrera, que culminarían años después.

De lo que nunca tuvo noticia Sancho fue de lo que hizo Giacomo respecto al encargo que le hiciera en relación a Carolina. Por eso nunca supo lo ocurrido. De la misma forma que tampoco supo que cuando ella atendió a tía Marcia en sus últimos días ésta le había contado cómo se marchó él de casa del cardenal. No supo que un emisario de su amigo se presentó en casa de Carolina y le entregó la cadena. Ella, extrañada, la miró y se percató de su valor, por lo que preguntó:

—¿Quién me la envía y qué quiere a cambio?

—Quien te la envía no quiere ni espera nada.

—Pues, ¿quién es?

—No me han dicho su nombre, sólo que es un soldado que te añora.

No supo que ella entonces no dijo nada, ni que en su cara apareció una sonrisa mientras apretaba contra su pecho aquella cadena que le recordaba un tiempo feliz, ni que con aquel contacto y aquel recuerdo se sintió reconfortada.