Palermo

La batalla de Mühlberg desarticuló el peligro que encarnaba el elector Juan Federico de Sajonia, al que un tribunal imperial condenó a muerte, pero fue perdonado por Carlos V, firmando más tarde la capitulación por la que el príncipe perdía su electorado —que fue entregado al duque Mauricio de Sajonia— y la mayor parte de sus bienes. Pero el norte de Alemania seguía en pie de guerra; los luteranos de la Liga consiguieron algunos éxitos militares y Felipe de Hesse, uno de sus jefes más cualificados, permanecía libre. No obstante, la resistencia de los enemigos del emperador sólo duraría unos meses más y se desmoronaría con rapidez, sobre todo después de la rendición de Wittenberg, de gran valor simbólico, pues allí había nacido el luteranismo. Para entonces las negociaciones con el de Hesse estaban muy avanzadas y el 19 de junio se rendía en Halle a Carlos V. Con los jefes rebeldes presos, el emperador decidió convocar la Dieta para dar solución a los problemas del Imperio. La reunión tendría lugar en Augsburgo, ciudad por la que el cesar sentía especial inclinación. Aquel verano de 1547 podía hacer pensar a los europeos que Carlos V vivía uno de sus momentos más gloriosos, pues su poderío militar brillaba espléndido. Por eso, todos los convocados acudieron a la cita en la ciudad imperial.

La entrada del emperador en Augsburgo fue impresionante para todos los que pudieron verla. La ciudad, engalanada como nunca, se abría gozosa al vencedor, a quien aclamaba luciendo sus mejores galas. Banderas, gallardetes, arcos de triunfo, flores, tambores, trompetas y un nutrido gentío poblaban las calles y plazas por donde discurría el cortejo testimoniando la gloria del cesar, que había dispuesto a sus soldados cubriendo la carrera y se hacía seguir por los tercios españoles en formación. Una manifestación de poder que se repitió el 1 de septiembre, día de la apertura de la Dieta. Allí estaban para verlo bastantes príncipes alemanes, en particular los electores imperiales eclesiásticos de Maguncia, Tréveris y Colonia, los también electores imperiales Federico del Palatinado, Joaquín de Brandeburgo y Mauricio de Sajonia, además del rey de Bohemia, casi todos los obispos y los representantes de las ciudades libres del Imperio. Los alrededores del palacio donde la Dieta se reunía estaban llenos de espectadores dispuestos a no perder detalle. Los soldados mantenían expeditos los accesos al mismo; varias formaciones militares lucían airosas e impresionantes en la plaza. Los tercios españoles eran fácilmente identificables, con su bosque de picas al cielo y con los arcabuceros formados en sus flancos; por encima, la bandera desplegada al viento y algunos gallardetes ondeando.

En una de aquellas formaciones, la más próxima al acceso al palacio, estaban Sancho, Muñoz y sus compañeros de armas.

—¿Te imaginas el gran salón lleno de tan distinguidos y nobles señores?

Sancho le hizo la pregunta a su camarada, que lo miró escéptico y respondió:

—Ni siquiera intento imaginármelo. No me interesa.

—Yo puedo hacerme una idea. Lo he visto engalanado para la ocasión. Los miembros de la Dieta se reúnen en una gran sala rectangular, con dos grandes ventanales ojivales en los dos lados más cortos. Encima de una tarima con alfombra roja está el trono imperial, con dosel y un tapiz que tiene bordadas las armas imperiales; lo han colocado en el centro de uno de los muros más largos. A ambos lados tiene otros sillones, me imagino que para su hermano Fernando y los príncipes que han sido sus aliados; cerrando el cuadro están los escaños para todos los asistentes y por su disposición es fácil imaginar que los electores tienen lugar preferente en las primeras filas, luego príncipes y obispos, después los representantes de las ciudades y, por último, invitados de todas clases.

—No te esfuerces, Sancho. No me interesa. No es ni será mi mundo.

En la conversación había dos desinteresados. Sancho, a quien no le interesaban las negativas de Muñoz, y éste, despreocupado por completo de la conversación de aquél, quien, no obstante, insistía en atraerse la atención de su compañero.

—¿Sabes, amigo? Hace un par de días, cuando movimos el equipaje del emperador, pude ver su famosa espada.

La conversación empezó a interesarle a Muñoz, entre otras cosas porque llevaban allí, en pie, quietos, tres largas horas y el cansancio y el aburrimiento lo estaban hartando. Preguntó:

—¿Qué espada?

—La espada calendario, creo que la llaman. Es una maravilla. El pomo es como una nuez gruesa con una fina labor decorativa. El puño tiene como unas ondas, para agarrarla mejor. La guarnición semeja unas cintas enlazadas, decoradas de la misma forma que el pomo. La hoja lleva grabado el calendario.

—¡Qué tontería! ¿Para qué querrá el calendario? Será para que cuando mate a alguien —aparecía el cinismo de Muñoz nuevamente—, antes de morir pueda ver teñida con su sangre la fecha que le ha correspondido. Y si no coincide con la del día, ¿qué? ¿Ya no se muere?… ¡Bah!

El veterano hizo un ademán despectivo e iba a dar por zanjada la conversación, pero Sancho siguió:

—Pues a mí me parece una idea estupenda… Tener una espada inconfundible y que cuando la vea cualquiera sepa de quién es… y si la pierdes, podrás buscarla, preguntar por ella y sabrás que es la tuya cuando la encuentres.

—Sancho, ¿estás perdiendo el juicio? Este sol que cae de plano, ¿ha puesto a hervir tu sesera?… Mira, una espada es una espada. Te sirve para atacar y defenderte. Nada más. ¿Piensas que si lleva una bonita decoración te será más útil o la manejarás mejor? ¡Vamos, Sancho! Tu destreza es lo que importa. No la hoja o la guarnición. He visto espadas como la que dices. No sirven más que para desfiles o fiestas. En una pelea se mellarían en los primeros golpes… o se partirían. ¿Y entonces, qué?… ¡Eh!… ¿Qué?

—Se puede tener una espada fuerte, buena para el combate y que sea la tuya, porque tú la has hecho diferente a todas las demás… ¿Sabes lo que te digo?… Que tendré la mía. ¡Ya lo verás!

Muñoz meneó la cabeza, dejando por imposible a su amigo, y replicó:

—Sí, Sancho. Será estupenda. La veremos. La veremos.

Días después, sentados ambos compañeros en una mesa de una taberna, esperaban que terminara el aguacero que una tormenta de fines de verano descargó generosa sobre Augsburgo.

—Esto ha terminado, Sancho. El ejército va a ser reformado. Sólo quedarán en pie los cuadros de oficiales y algunas unidades. Muchos soldados recibirán su licencia, otros cubrirán las bajas de las unidades que se van a conservar. Los tercios volverán a sus lugares habituales. Las armas han callado y hablan los príncipes y los señores. Como de costumbre, no se pondrán de acuerdo. Tarde o temprano volverán a pelearse y entonces nos llamarán para una nueva guerra. Pero yo no me voy a quedar aquí esperando que eso ocurra.

—¿Estás seguro de que van a reformarnos?

—Seguro. ¿No te has dado cuenta de que muchos alemanes y húngaros se han marchado? Es más, algunas compañías de la infantería alemana ya han sido reformadas. Es lo que suele suceder al final de cada guerra… o cuando hay un motín, como castigo de los amotinados, que son disueltos o dispersados entre otras unidades para que no vuelvan a las andadas.

Sancho estaba pensativo y dudaba. En ningún momento se había planteado dejar el tercio de Milán, pero después de haber estado en campaña no le apetecía la vida de guarnición. Muñoz le vio vacilante y habló de nuevo:

—Yo voy a volver a Italia, Sancho; al sur. No quiero estar otro invierno aquí. El pasado ha sido con diferencia el más frío de todos los que he conocido en mi vida… Hubo momentos en que pensé que si no nos disolvíamos en el agua caída sobre nuestros campamentos moriríamos helados sobre la nieve de las muchas nevadas que tuvimos que soportar… No, no me gusta este clima y me voy en busca de tierras más cálidas en invierno. A Nápoles o Sicilia… Además, allí está el mar, que en primavera y verano permite incursiones y ataques a los berberiscos o expediciones de corso, que siempre suelen dar beneficios.

Las posibilidades de acción fueron un buen señuelo para Sancho, cuya mirada se animó y miró con interés a Muñoz, que le espetó:

—¿Por qué no te vienes conmigo? Tú ya conoces Italia y sabes cómo se vive allí.

La propuesta era del agrado del joven, que le preguntó:

—¿Tendremos posibilidad de alistarnos allí?

—No será difícil. En Italia siempre hay tropas en movimiento y de guarnición y en ellas se producen bajas, que se van cubriendo a medida que se producen o en levas periódicas. Existe especial empeño en tener la infantería española permanentemente al completo y nosotros somos españoles… Además, siempre tendremos la oportunidad de ser ventureros o aventureros.

—¿Y esos, qué o quienes son?

—Son combatientes que se unen a una tropa, pero que luchan a su costa. No tienen soldada, ni siquiera se les da la ración, pero participan en las ganancias y botines. Nosotros, cosa rara entre la gente de armas, hemos administrado bien nuestro dinero, por lo que podremos sobrevivir una temporada si no encontramos acomodo y, en el peor de los casos, tenemos la cadena de oro que nos dio de ventaja el duque de Alba. Lograremos un buen pasar y encontraremos nuestra oportunidad.

La voz del veterano sonaba firme y convincente. Sancho no tenía la menor duda de que por su boca hablaba la experiencia y que refería situaciones que él conocía perfectamente por haberlas vivido con anterioridad.

—Déjame que lo piense, Muñoz. Estoy confuso. Lo que me acabas de decir me plantea posibilidades que desconocía.

—Piénsalo cuanto quieras. Pero date prisa en decidirte. Me gustaría estar en Italia a principios del otoño.

—El Moro ha vuelto.

La noticia había corrido por Palermo con rapidez entre los soldados. Sancho pudo comprobar que Muñoz era sobradamente conocido en los medios militares y que raramente dejaba indiferente a quien lo veía; unas veces saludado de forma efusiva y otras mirado con ojos torvos, el veterano parecía disfrutar la expectación que su presencia provocaba, reencontrándose con un papel y una posición que había perdido en las campañas alemanas. Además, sentía especial deleite en ilustrar a su joven amigo sobre los entresijos de la vida en guarnición, de la misma forma que en el Danubio y en el Elba lo aleccionó para su mejor adaptación a las vicisitudes de la guerra. Una satisfacción que le había vuelto más locuaz que de ordinario y que provenía de la demostración de su experiencia y del reencuentro con un pasado y un escenario que para Muñoz resultaban muy gratos.

Ya llevaban una semana en Palermo, adonde habían llegado por mar desde Génova, después de hacer escala en Nápoles y Mesina, a bordo de un navío mediano dedicado al comercio de cabotaje, el mismo que usara Muñoz tiempo atrás para incorporarse a las campañas alemanas del emperador. Sancho recordaba con detalle la conversación que tuvieron nada más descender de la embarcación.

—Bien, amigo —le dijo Muñoz—. Ya estamos. Vas a conocer en este lugar más picaros y bribones que en toda tu vida, maestros en cuantas tretas de robo y expolio haya podido imaginar la mente humana. ¡Tendrás que tener los ojos muy abiertos si no quieres ser víctima de sus mañas!

—No será para tanto, Muñoz. Aquí ocurrirá lo que en todos los sitios.

—Sí, efectivamente. Ocurre lo que en todos los sitios, puesto que la naturaleza humana está corrompida y encuentra placer vejando a sus semejantes. Pero no se trata sólo del problema en sí, sino de la magnitud del problema, y aquí la magnitud es grande.

—Pero…

—No hay peros que valgan, Sancho. Si me quieres creer, me crees y si no, allá tú… No es mi propósito tener una conversación de esas que te gustan, sobre la naturaleza del ser humano. Sé lo que sé y con eso me basta…

—Está bien. Está bien. Te creo. ¿Qué hacemos ahora?

—Vamos a ir a un lugar donde podremos aposentarnos con la seguridad de que nadie nos desvalijará. Allí podremos dejar nuestras pertenencias sin temor y estaremos atendidos y cómodos.

—¿Y eso dónde es?

—En casa de una amiga, a la que libré de su marido… —Muñoz se calló, pero al ver el gesto de interrogación de la cara de su amigo continuó—. Un hijo de Satanás que la golpeaba y la prostituía, viviendo a su costa y martirizando a un hijo pequeño que él pensaba era de otro. Muchas veces noté en ellos los efectos de sus golpes. En una ocasión en que fui a verla, les estaba dando tal paliza que el chico estaba inconsciente, sangrando por la nariz y la boca, y a ella la pateaba en el suelo. Cuando vi aquella escena, mi vista se cegó por el furor que sentí; no dije nada, me acerqué sigilosamente, saqué mi daga y se la hundí en el corazón. El hijo de puta sintió tal sorpresa por mi aparición que no se dio cuenta de que se moría. Lo dejé en un rincón y me puse a reanimar al niño y a la mujer. Aquello fue muy lastimero, pues pasaron tres largas horas entre llantos y quejas de dolor hasta que se tranquilizaron. A media noche, con todo sigilo, cargué con el muerto y lo tiré en el muladar más próximo… Afortunadamente, a nadie le importó su suerte y la justicia no puso interés en esclarecer lo que todo el mundo pensaba que era un homicidio. La opinión generalizada era que se lo merecía. Ésa fue mi suerte.

—¿Cómo la conociste? —preguntó Sancho mientras andaban con todas sus pertenencias a cuestas callejeando por Palermo.

—Ya te he dicho que el cabrón de su marido la prostituía… La primera vez que estuve con ella fue a la vuelta de una expedición por el Mediterráneo. Nos gustó nuestro trato. Además… no sabes lo confortables que son sus pechos en las noches de invierno.

—Maldito malandrín. ¡Ya sé por qué no querías pasar otro invierno en Alemania!

Los dos camaradas se rieron a mandíbula batiente. Algo después, Muñoz se detenía en la puerta de una casa de dos pisos, de aspecto modesto y con la fachada algo deteriorada.

—Aquí es —dijo mientras entraba en el edificio. No se detuvo en el zaguán, que olía a húmedo y a orines de gato, y empezó a subir la escalera seguido de Sancho—. Vamos al piso de arriba.

Se pararon en el rellano y el veterano llamó a una de las puertas. Abrió una mujer en los inicios de una espléndida madurez, morena de ojos negros, boca roja, cara redonda y sonrosada y pechos generosos. Ni ella ni Muñoz dijeron nada, de momento. Sonrieron, se abrazaron y se besaron largamente. Luego, dijo él:

—Sancho, ésta es Giulietta. La mejor meretriz de todo este mar.

El muchacho sonrió haciendo una leve inclinación de cabeza. Ella le miró un instante, le devolvió la sonrisa y se dirigió a su hombre con voz alegre:

—¡Has vuelto otra vez, hi de puta!

Nuevas risas y abrazos y los tres entraron en la estancia, cerrando ella la puerta después.

—Giulietta, Sancho ha sido mi camarada en la última guerra y hemos venido a Sicilia para ver qué empresas se preparan y sumarnos a las que nos interesen. Quisiéramos que nos hospedaras en tu casa.

—Claro que sí. Sabes que me gusta que estés entre estas paredes. ¿Vais a alistaros o seréis ventureros, como a ti te gusta?

—No lo sé todavía. Sancho se alistará, probablemente. Quiere hacer carrera militar y ser cabo después de cinco años de servicio.

Ella miró al muchacho, que asintió con la cabeza y añadió:

—Siempre me ha gustado la milicia y ya llevo dos años sirviendo… Me anima pensar que dentro de poco seré cabo y en el ejército continuaré hasta…

…que sea general —interrumpió Muñoz riendo.

—Venid. Os enseñaré vuestros aposentos —dijo la mujer—. Mientras colocáis vuestras cosas y os acomodáis, prepararé algo de comer. Sancho, tú lo compartirás con mi hijo. No te molestará —hablaba mientras abría la puerta de una habitación con dos catres y un armario—, pues llega tarde y sale temprano. Trabaja en el taller de un artesano carpintero. En el armario tienes sitio para dejar tus cosas. Tú —se volvió hacia Muñoz—, donde siempre.

Mientras Sancho entraba en el aposento que le habían destinado, su amigo se dirigió a la otra puerta que había en la habitación. El joven abrió el armario y se dispuso a poner sus pertenencias en el espacio que estaba libre. Allí colocó varias camisas, unos calzones, un jubón, una casaca, algunos pares de calzas, unos zapatos, un coleto, el saco de las balas y el frasco de la pólvora para el arcabuz, que había dejado al lado del armario. También guardó la capa, un herreruelo y la especie de saco de donde había extraído sus pertenencias. Cuando terminó, salió nuevamente a la estancia en la que habían sido recibidos. Una mesa con varias sillas estaba en el centro. En un extremo se encontraba cocinando Giulietta, sobre la lumbre de un hogar que además tenía la finalidad de caldear la habitación; por la única ventana entraba un sol radiante. Entonces oyó la voz de Muñoz llamando a la mujer, que acudió presurosa. La puerta de la habitación donde se encontraban estaba abierta y Sancho pudo ver una cama, sobre la que estaban algunas de las pertenencias de Muñoz, que hablaba en voz baja con la mujer, a la que daba una bolsa —a Sancho le pareció de dinero— y un envoltorio de paño pardo que reconoció, pues lo había visto en varias ocasiones y era en el que guardaba la cadena de oro regalada por Alba. La mujer recogió ambas cosas y se movió quedando fuera de la vista de Sancho durante unos instantes, los que tardó en guardarlas; el joven se alegró de no haber visto el escondite. Él, siguiendo los consejos de Muñoz y como habían hecho ambos mientras luchaban en Alemania, mantenía su dinero y la cadena en una almilla, una especie de camiseta acolchada de uso habitual entre los soldados, pues les permitía llevar consigo los objetos más valiosos que poseían.

También por indicación del veterano habían invertido la soldada extraordinaria por el paso del Elba en una hebilla de plata para el cinto que sujetaba el tahalí de la espada y en una botonadura para el jubón. Procedimientos empleados habitualmente por los soldados, junto con la compra de joyas. De esa forma, siempre llevaban con ellos sus bienes y podían venderlos fácilmente cuando lo necesitaban. Costumbre que se mantenía pese a los riesgos que entrañaba, pues siempre había individuos ojo avizor para ver quién alardeaba de poseer dinero o lo mostraba inadvertidamente y una vez localizado, convertirlo en víctima de la práctica llamada capear, que en sentido estricto significaba robar la capa a alguien, pero en realidad se les arrebataba todo cuanto llevaban. Hasta ahora, Sancho no había pasado por trance semejante, pero había conocido bastantes, con sus secuelas, pues muchas veces las víctimas, cuando se encontraban posteriormente con los ladrones, deseaban el desquite y se originaban reyertas en las que no era raro que hubiera heridos y algún que otro muerto, provocando las consiguientes investigaciones de la justicia que desembocaban en detenciones, juicios y sentencias. Sancho había visto la muerte en la horca de un individuo que había matado a otro en una pelea de esta naturaleza, ocurrida en Augsburgo, en las jornadas previas a la apertura de la Dieta. Mientras asistían a la ejecución del pobre diablo, Muñoz masculló entre dientes:

—Si ese desgraciado hubiera sido oficial o persona distinguida lo hubieran degollado en lugar de ahorcarlo. Parece como si los jueces no supieran que la muerte es, sencillamente, la muerte… ¡Como si el Creador hiciera diferencias entre los que llegan ante Él con el cuello descoyuntado y los que lo hacen con el cuello sangrando!

Sancho recordaba el suceso cuando Giulietta y Muñoz salieron del dormitorio. Instintivamente se llevó la mano al lugar donde guardaba la bolsa y la cadena y se sintió más tranquilo al percibir su contacto. La mujer les dijo que se sentaran a la mesa, donde preparó unas cucharas de palo y unos cuencos; desde la lumbre le llegaba a Sancho el olor a polenta, un olor que le recordó las muchas veladas romanas en casa del cardenal Del Olmo. En el transcurso de la comida, el joven percibió matices de cariño sincero entre su amigo y su amante, lo que le hizo pensar que mantenían una relación más profunda y entrañable que la proporcionada por simples encuentros carnales. Había en su conversación y en su trato una serenidad y un calor que parecía como si el tiempo se detuviera para ellos y fueran ajenos al mundo exterior. Viéndolos, Sancho pensó:

—Así que éste también siente… y es tan bastardo que sepulta sus sentimientos en el fondo de su alma para que nadie los sorprenda… ¡Duro como el pedernal a la vista de todos y frágil ante su compañera!

Cuando conoció al hijo de Giulietta, un muchacho de unos quince años, Sancho lo entendió todo: su parecido con Muñoz era tan manifiesto como elocuente. Por eso no le extrañó que su amigo le dispensara el mismo trato que a la madre. Una relación que se mantenía por encima del tiempo y de la distancia porque los tres, cada uno a su manera, habían llegado a la conclusión de que daban lo que podían sin pedir nada a cambio. No era gran cosa, pero a ellos les bastaba, pues desde que mantenían esa relación su vida había mejorado; la muerte del marido de Giulietta era el vínculo sobre el que descansaba esa mejora y se mantenía intacta porque Muñoz pasaba dinero a la mujer y ella completaba sus necesidades con lo que ganaba lavando y cosiendo ropa para damas de Palermo y esposas de oficiales. Atrás quedó la prostitución, contribuyendo bastante a ello un hecho en el que Muñoz volvió a ser protagonista y que Sancho conoció porque se lo contó Giulietta meses después, cuando estaba preocupada por las fiebres que había cogido su compañero y que tardaban en experimentar mejoría. Para desahogar la angustia generada por aquella situación, refería lo mucho que le debía a Muñoz y fue entonces cuando le comentó que tras la muerte de su marido algunos individuos querían seguir manteniendo con ella la misma relación que antes, a lo que se negaba sistemáticamente, pues ya por entonces buscaba rehacer su vida con la ocupación a la que ahora se dedicaba. En cierta ocasión, un soldado brutal y pendeciero, que había vuelto de una incursión por el Levante, se negó a marcharse hasta no salir adelante con su deseo. Fueron inútiles cuantas explicaciones se le dieron y al final quiso conseguir con su daga lo que se le negaba. Muñoz sacó su espada y lo atravesó en buena lid. El suceso trascendió aumentando la fama siniestra de quien ya era conocido como el Moro, tanto por el color de su piel como por su afición a las incursiones en tierras de infieles, con los que dicen que vivió un tiempo. Una fama que creció incrementada por la imputación de algunos crímenes que quedaron sin castigo y que le atribuyeron a él.

—Quienes me conocían llegaron a la conclusión de que era la puta de mi hombre, que me quería en exclusiva. Entonces me dejaron en paz y me mantengo con lo que él me da y lo que puedo ganar con esas tareas.

Giulietta, que había terminado su relato, señaló un montón de ropa que estaba encima de una silla, igual a los muchos que Sancho había visto desde su llegada.

Por lo demás, el joven soldado no tardó en descubrir que ninguno de los tres hablaba del pasado ni miraba al futuro; se limitaban a vivir el presente de la mejor manera posible y a disfrutarlo si la ocasión los reunía. Sin reproches, sin exigencias. Era su forma de actuar para no sentir dolor ni abrigar expectativas que el mañana podría frustrar. Por lo menos, ella y el niño ya habían sufrido demasiado bajo la tiranía del marido.

—Sancho, antes de ver qué proyectos militares hay, podríamos pasar unos días tranquilos. Tiempo habrá de que te alistes y de ver qué hacemos.

—Como quieras, pero ¿es tan diferente esto a lo que ya conozco?

—Ya me dirás… No tenemos prisa, ¿no?

Sancho negó con la cabeza y continuó andando al lado de Muñoz sin perder detalle de cuanto pasaba a su alrededor. Al llegar a una plaza muy concurrida a causa del mercado que concentraba en ella una auténtica muchedumbre, el muchacho colocó su antebrazo cerca del lugar donde llevaba la bolsa con el dinero y procuró evitar todo tipo de contacto con quienes pasaban a su lado. Así llegaron a una taberna y entraron, abriéndose paso hasta el mostrador por entre las mesas donde la numerosa concurrencia bebía y jugaba. Al reparar en el gran número de soldados jugadores que había, Sancho comentó en voz alta:

—A veces pienso que no servimos más que para guerrear o jugar.

—La vida en guarnición discurre lenta y los entretenimientos son pocos: el juego o las mujeres y como la edad no perdona, los hombres van dedicando cada vez más tiempo a jugar que a amar.

La mirada de Sancho fue recorriendo las mesas, mientras Muñoz se hacía con los dos jarros de vino que le alargaba el mesonero. Le dio uno a su amigo, que le decía:

—¿Te has fijado en la variedad de juegos?

—Sí. Piensa que en el ejército imperial hay gentes de muy diversas nacionalidades y Palermo es un puerto muy concurrido. Cada uno viene con sus juegos y los unos acaban conociendo los de los otros, de manera que el jugador siempre termina encontrando a alguien a quien enseñar o con quien echar unas manos. Mira, en aquella mesa juegan al gana-pierde romano; aquellos marineros, al flux catalán; los que están ahí detrás, a la calabriada morisca; esos, al tres, dos y as bolones; aquellos, a la figurilla gallega; allí enfrente, al triunfo francés, lo mismo que los que están a su lado, pero los que vemos detrás, si no me equivoco, a las tablas borgoñonas; en aquella mesa, parece que prefieren el albergue inglés y en ésa, el pasar genovés, y si nos diéramos una vuelta por el local, veríamos más juegos, como la primera alemana… Hay juegos para todos los gustos y de todas las nacionalidades… Por cierto —añadió en voz baja—, tengo unos dados trucados… Esperemos que se presenten algunos incautos a quien desplumar.

Unas horas después Sancho entraba en casa de Giulietta llevando sobre los hombros a Muñoz. Cuando la mujer los vio llegar de esa guisa preguntó alarmada qué había sucedido. Sancho iba jadeante y contestó que nada, entró en el dormitorio y dejó caer a su amigo sobre la cama; la mujer lo acomodó en el lecho lo mejor que pudo, recorriendo su cuerpo con la vista para tratar de ver si estaba herido y acariciando su rostro con las manos; cuando se convenció de que no era nada más que el efecto de una monumental borrachera —el olor a alcohol del desvanecido Muñoz era muy elocuente de lo que le sucedía—, le arropó, salió de la habitación haciéndole señas a Sancho de que la siguiera fuera y le repitió la pregunta:

—¿Qué ha pasado?

—Nada. Estábamos en una taberna y unos marineros franceses, de Marsella, quisieron jugar unas partidas de dados. Muñoz se prestó a ello y con sus dados trucados los desplumó en un rato. Para que no se dieran cuenta de lo rápido que perdían su dinero, tu hombre bebió y les hizo beber. Cuando acabaron, ninguno de los cuatro podía tenerse en pie. Pero Muñoz, sin hacerme caso, siguió bebiendo hasta que llegó un momento en que cayó desvanecido sobre la mesa. Con agua fría he logrado reanimarlo algo y me lo traje caminando como buenamente pudimos…

—Él no puede beber… —dijo la mujer en un susurro y con un tono tan triste como inquieto—. No debe beber… las consecuencias son muy malas…

Sancho percibió que sucedía algo raro, así que abrevió el relato para hacer una pregunta:

—Cuando llegamos a la puerta se desplomó y lo subí a cuestas… Por cierto, Giulietta, en algunos momentos ha braceado de manera angustiosa y ha maldecido… ¿quién es Ahmed ibn Raschif?

La cara de la mujer reflejó una gran inquietud, mientras sus ojos se humedecían.

—Tengo cosas que hacer, Sancho.

Mientras decía esa frase, se dirigió hacia la mesa donde tenía un montón de ropa para coser y se enjugaba las lágrimas con el delantal.

Sancho se quedó desconcertado y sin saber qué hacer; tras unos instantes de duda, dio las buenas noches y se fue a su cuarto, donde ya dormía el hijo de Giulietta. Al echarse sobre la cama, la habitación empezó a darle vueltas y por unos momentos pensó que iba a vomitar. No había bebido tanto como Muñoz, pero no estaba acostumbrado a hacerlo, por lo que ahora pagaba las consecuencias con un tremendo mareo y un intenso dolor de cabeza. En el transcurso de la noche, el sopor en que se debatía no le impidió oír en varias ocasiones las voces contenidas de la mujer, que trataba de calmar a Muñoz, que emitía voces y gritos inconexos, como si fuera víctima de una pesadilla que le asaltaba con reiteración. Al apuntar la luz del día se hizo el silencio al fin. Cuando volvió a ser consciente el sol estaba muy alto. La cabeza le dolía algo, a causa de la resaca producida por el vino de la noche anterior, y tenía la sensación de haber recibido una paliza. Salió de la cama y de la habitación, encontrando a Giulietta con la comida dispuesta; sus ojos mostraban las huellas de un largo llanto.

—Giulietta, yo no sabía… no sé… —Sancho quería disculparse, pero no sabía de qué—. Desde que le conozco nunca había bebido así; yo… yo… tampoco…

—No te preocupes, Sancho. Tú no eres responsable de nada, así que no te culpes por lo sucedido.

—¿Cómo está?

—Bien. Lo peor ya ha pasado. Ahora duerme tranquilo.

—Giulietta, anoche te hice una pregunta…

—Él te la contestará… si lo cree oportuno.

En plena confusión, Sancho era incapaz de probar bocado. Cogió un jarro con agua y bebió con lentitud. El frescor del líquido le resultó delicioso y poco a poco su boca iba perdiendo la pastosidad que sentía desde que se levantara. Giulietta callaba y cosía, sin preocuparse de que la comida se enfriara. Finalmente la retiró sin hacer el menor ruido al comprobar que Sancho dormitaba en su asiento. Con las primeras horas de la tarde Muñoz se despertó. Esperó hasta estar plenamente consciente; sintió en su cabeza los efectos demoledores de la resaca y se incorporó con esfuerzo; se levantó, salió del aposento y se desplomó en una silla, al lado de Sancho; apoyó los brazos sobre la mesa y exclamó:

—¡Me va a estallar la cabeza!

—Sabes que no te conviene beber… —le dijo Giulietta a manera de reproche que desmentía lo afectuoso del tono empleado.

Muñoz asintió con la cabeza y volviéndose hacia Sancho le preguntó:

—Y tú, ¿qué tal estás?

—Regular, pero no tan mal como tú.

—No recuerdo el final de la velada…

—Cómo vas a recordarlo si estabas completamente borracho… Tuve que traerte a cuestas… Por cierto, delirabas y maldecías…

A Sancho no le pasó desapercibida la inquietud que apareció en su expresión, por lo que decidió continuar:

—Maldecías a un tal Ahmed ibn Raschif… ¿Quién es?

El rostro de Muñoz se ensombreció. Sus ojos se perdieron en la lejanía. Antes de que pudiera decir nada, Giulietta se levantó, dirigiéndose a la puerta de la calle.

—Tengo que salir —dijo—, volveré dentro de un rato —y cerró tras sí.

—Sancho… ese sujeto ha marcado mi vida. Nací en Salobreña, una población costera del reino de Granada, allá en España. Mi padre era descendiente de un matrimonio de musulmanes granadinos y mi madre una cristiana, hija de conquistadores llegados con los Reyes Católicos. Mi apellido es el de ella. Mi padre pensó que era mejor así, pues los tiempos no eran buenos para la comunidad islámica. El se dedicaba a comerciar con la seda, en rama o tejida, y cultivaba la tierra que los padres de mi madre le dieron como dote. Tuvieron cuatro hijos; uno murió a poco de nacer; otro, cuando tenía algo más de un año; sólo sobrevivimos mi hermana y yo, que soy el mayor de todos. Desde muy joven acompañaba a mi padre en sus viajes comerciales a plazas cercanas, como Almuñécar, La Herradura, Torrox, La Rápita, Adra… hasta Almería llegamos algunas veces. También iba con él a la tierra de mi madre, donde de vez en cuando pasábamos varios días para enterarnos de cómo iba la explotación, que llevaba un arrendatario, cómo había sido la cosecha y demás cosas por el estilo.

Muñoz hizo una pausa y bebió un sorbo de agua; luego continuó:

—Cuando tenía yo veinte años, en el mes de junio de 1525, fuimos a esa finca. Al regresar a Salobreña nos sorprendió en el camino una partida de berberiscos que habían desembarcado para asaltar la ciudad y se adentraron en el interior en busca de algo que saquear. Mi padre no se preocupó al verlos y les habló en árabe, idioma que me había enseñado desde pequeño. Quería decirles lo que le agradaba verlos en aquella tierra que antes había sido del islam, pero no le dejaron concluir: le golpearon para hacerle callar; yo quise protegerlo y sólo conseguí que me golpearan a mí también. Nos ataron, nos amordazaron y nos llevaron a la costa. Los berberiscos no habían podido entrar en la ciudad; su ataque sorpresa había fracasado, sin conseguir otra cosa que unos cuantos rehenes además de nosotros, y decidieron reembarcar antes de que llegaran refuerzos enviados por las guardas de la costa. Nos llevaron a Argel, toda la travesía encadenados, y nada más llegar nos metieron en los baños, esas malditas prisiones subterráneas donde han muerto tantos cristianos, de ambiente denso, húmedo y pestilente. Al día siguiente fuimos reconocidos: nos preguntaron nuestros nombres y la profesión de mi padre; cuando se enteraron de que era comerciante decidieron pedir rescate y mantenernos en los baños hasta que llegara el dinero de nuestra libertad… Nunca supimos cómo pidieron el dinero… los días pasaban lentamente y las privaciones, con la dureza del lugar, minaron la salud de mi padre, que, además, no daba crédito a que un musulmán como él fuera tratado de esa manera por su propia gente. A los dos meses falleció… Sus deseos de vivir desaparecieron y se dejó morir… Yo continué dos meses más en aquel infierno hasta que mis captores consideraron que el rescate no llegaría nunca y que era preferible venderme; me dijeron que me lavara y me condujeron al Besitán… al mercado de esclavos…

Una nueva pausa y otro sorbo de agua antes de continuar.

—Nunca olvidaré aquella escena… Nos presentaban a los compradores en lotes que podían ser de un esclavo o de varios, según quisieran venderlos sus dueños… A mí me presentaron solo y vocearon de mí que sabía árabe, que era educado y que podía servir para llevar libros o dirigir a otros esclavos que trabajaran en la construcción… Gracias a eso evité la suerte de las galeras, aunque no tardaría en desearla, pues lo que me esperaba a mí iba a resultar el peor de los infiernos. Oí algunas pujas y vi acercarse a un individuo al que todos hicieron muestras de respeto… Sentí la viscosidad de su ojos hasta el punto de que me repugnó y, para mi desgracia, él fue quien me compró… Era Ahmed ibn Raschif… un rico comerciante argelino… rijoso y degenerado. No tardé en enterarme de que tenía un harén con más de veinte esposas y que sodomizaba a sus esclavos… Estuvo encaprichado de mí durante meses… soporté sus vejaciones sin poder hacer nada por evitarlo… Cada día le odiaba más y me odiaba a mí mismo por lo que estaba sucediendo… Pensé en quitarme la vida, pero otro esclavo de mi edad, capturado en Córcega, me dijo que se había propuesto sobrevivir para vengarse de ese hijo de puta, cabrón… La idea de la venganza se adueñó de mi espíritu y fue lo que me alejó del suicidio… Poco a poco se fue olvidando de mí y diversificó sus favores entre sus mujeres y algunos nuevos esclavos… pero mi odio no desaparecía porque de tarde en tarde me llamaba a sus aposentos…

Muñoz se levantó y caminó hacia la ventana: un atardecer plácido y luminoso caía sobre Palermo. Con la mirada perdida en la luz crepuscular, sin volverse, Muñoz continuó:

—Cuando llevaba tres años en aquella situación se había consolidado mi posición en las oficinas de la contabilidad de sus negocios. El viejo contable, cada vez más ciego, descargaba muchas tareas sobre mí. La educación que me dieron mis padres fue descubierta por Ahmed, que me colocaría más adelante, cuando ya llevaba siete años de cautiverio, como uno de los maestros de su hijo, de cuatro años. Era el único varón en su nutrida descendencia, de la que vivían dieciséis hijas… El chico llegaría a sentir gran aprecio por mí… En ese tiempo pude conocer bien los usos de mi dueño: tenía una mansión fuera de Argel, tierra adentro, donde pasábamos temporadas en algunas épocas del año. Y para conseguir libertad de movimientos renegué del cristianismo y fingí abrazar el islam. Así pude moverme por la ciudad sin levantar sospechas; conocí a algunos padres trinitarios, esos que se dedican a rescatar cautivos… Les expuse mi situación sin mucho éxito, hasta que di con uno más receptivo y audaz, que me prometió avisarme si en alguno de sus viajes tenía sitio para un polizón que pudiera escaparse de Argel.

Muñoz daba nuevamente síntomas de fatiga, así que se apartó de la ventana y volvió a sentarse a la mesa, donde continuó:

—Ese día llegó. Me dijo que zarparían dos días más tarde, a media noche para aprovechar la marea, que si me presentaba antes de esa hora me recibirían a bordo, siempre y cuando llevara algo valioso para el capitán del barco por lo que le mereciera la pena correr el riesgo de sacarme… Yo esperaba esa petición, así que había preparado varios objetos de plata y algunas monedas de oro, que había hurtado a mi amo amañando cuentas y ocultándole algunos regalos de los que recibía con frecuencia. Así que cuando el padre me avisó me decidí… No me costó trabajo… Llevaba diez años padeciendo las humillaciones de aquella mala bestia y tres como maestro de su hijo, un niño de siete años dócil y cariñoso, al que no era difícil tener afecto… Justamente aquella noche me llamó su padre… sólo pude contener mi furia pensando que tendría ocasión de matarlo cuando requiriera mis servicios sexuales… ¡Hijo de la gran ramera! Pero no pude… para mayor humillación, mantuvo en su aposento a tres eunucos… ¡Jamás me sentí más envilecido… ni más furioso! Cuando me dejó ir, me devanaba los sesos pensando qué podía hacerle antes de mi marcha para resarcirme de cuanto me había hecho en esos diez años, y entonces se me ocurrió…

Nuevamente se interrumpió Muñoz. Miró a Sancho, que no había abierto la boca en todo el tiempo, y le preguntó:

—¿Conoces la luna llena de Argel? —al ver la negativa de su amigo, continuó—: Yo la conozco muy bien… La he visto durante años… Es una de las cosas más hermosas del Mediterráneo… Al cielo y al mar los vuelve de plata y derrama una luz mágica por la tierra… Nunca la podré olvidar y no odiaré nada en esta tierra más que esa luna —Sancho se quedó sorprendido y siguió atento al relato—. Cuando me disponía a salir de la casa, descolgándome desde la azotea para luego saltar la tapia del huerto, pasé por delante del aposento del hijo de Ahmed; abrí la puerta con todo cuidado y a la luz de la luna que entraba por los ventanales pude ver que dormía al lado de una criada; me aproximé a ellos con sigilo, pero la mujer debió presentirme porque se despertó y me vio, reconociéndome… Qué vería en mi cara al mirarme que intentó gritar, pero la golpeé con fuerza en la mandíbula y se desplomó inconsciente… Me alegré porque me dije «bien, así un testigo le dirá lo que aquí ha ocurrido y quién lo ha hecho, con lo que mi venganza será completa»; el ruido que hizo su cuerpo al caer en el suelo de mármol despertó al chico, que me reconoció y sonrió… Yo salté sobre él, le atenacé la garganta con mis manos y apreté… A la luz de aquella luminosa y mágica luna que tantas veces me había cautivado… pude ver cómo la sonrisa de aquel niño se transformaba en sorpresa y luego en agonía… Me consideraba su amigo… No hizo nada por defenderse… No entendía qué pasaba… Sus ojos se desencajaron, su boca se abrió… su cara se amorató… y dejó de respirar… Yo estaba enloquecido. Salí de aquella estancia con tanta rapidez como pude… No hice ni un ruido al descolgarme de la terraza y escalar la tapia del jardín… Por las sombras de las callejuelas pude aproximarme al puerto sin que nadie me viera; localicé el barco con facilidad; a su alrededor había cierto movimiento, pues marineros y cargadores ultimaban sus faenas, mientras la tripulación esperaba el inicio de la maniobra para zarpar. Yo subí inmediatamente a bordo sin dificultad y sin que mi presencia llamara la atención, pues ninguno de los presentes me conocía; el padre me esperaba, enseguida me ocultó en la bodega y cuando me dejó en mi escondite le di los regalos para el capitán; algo después noté que el barco se movía y zarpábamos.

Muñoz apuró el agua del jarro que tenía delante. Se limpió la boca con el dorso de la mano y siguió:

—Conforme nos alejábamos empecé a darme cuenta de lo que había hecho… No podía comprender cómo mi enajenación había llegado al extremo de hacer víctima de mi odio a un inocente, que confiaba en mí… Silencié mi culpa… Pero no pude conciliar el sueño, porque delante de mis ojos tenía aquella cara desencajada… Me dejaron aquí en Palermo… No me atreví a volver a España, pues temía lo que podría encontrarme allí… Creo que empecé a volverme loco… pensaba que lo del niño había sido un error imperdonable, que el verdadero culpable de mi desgracia seguía vivo y que debíamos pagar por ello… él por mi desgracia, yo por mi asesinato. Al mismo tiempo, las pesadillas me atormentaban… Confesé mi pecado, sin experimentar alivio; recé y recé sin descanso… Pero Dios no me oyó… Tampoco alivió mi espíritu conocer a Giulietta… En el vino no encontré ninguna ayuda: adormecía mi conciencia, pero despertaba demasiados fantasmas para poder soportarlo… Además no controlaba lo que decía y no quería que nadie se enterara de mi secreto… Tú viste lo que pasó anoche… Decidí dejar de beber y me propuse buscar la muerte o mi venganza; me alisté en el tercio de Sicilia, que se levantaba por entonces en esta isla, y participé en expediciones marítimas, haciéndome famoso por mi denuedo y por mi crueldad: como no me importaba morir, era el primero en saltar al barco enemigo llegado el abordaje y a los esclavos que me correspondían les cortaba la mano derecha y los dejaba en libertad para que dijeran a Ahmed que yo seguía vivo y que algún día iría por él… Para que todos me identificaran yo llevaba un turbante, de ahí lo de «el Moro»… Mi brutalidad fue tal que mis compañeros me rehuían por miedo, pues era pendenciero y rápido en sacar la espada… en realidad, buscaba que alguien me matara para dejar de sufrir… no dormía de noche apenas, temía gritar en las pesadillas que me asaltaban, por lo que simulaba dormir cuando en realidad estaba bien despierto, ya que el miedo a los nefastos sueños que me asaltaban me atenazaba y no me atrevía a relajarme… pero aprendí a disimular mis debilidades y permanecía quieto durante horas, por lo que cualquiera que me viera pensaría que descansaba… En realidad, durante estos años lo más que he hecho ha sido dormitar… Mis excesos con el vino eran otro motivo que tenían mis compañeros de armas para rehuirme, pues antes de ser vencido por la bebida mi brutalidad afloraba y se manifestaba incontenible sin reparar en quién pudiera ser la víctima.

Muñoz respiró profundamente y preguntó a Sancho:

—¿Has notado este infierno que llevo dentro en el tiempo que hemos estado juntos? —Sancho estaba desbordado por la emoción y no pudo más que negar con la cabeza otra vez—. Pues fíjate qué maestría he adquirido en el fingimiento —continuaba hablando Muñoz—. Algunos rehenes que sobrevivieron a la mutilación que les infligí contaron a Ahmed lo sucedido y él, que deseaba la venganza tanto o más que yo, ha fletado un barco y lo ha puesto a las órdenes de un sanguinario capitán al que apodan los cristianos Ricitos, por lo ensortijado de su pelo y de su barba. Para que se le pueda reconocer desde lejos lleva una enseña roja, algo descolorida, pero que no va a renovar porque, según Ahmed, la tintará con mi sangre cuando me capture… Sé que le acompaña en algunas travesías para matarme él mismo si me encuentra y yo he salido al mar en más de una ocasión para matarlo yo a él… Es más, me hice venturero y leventer, que es como llaman a los que realizan este tipo de excursiones marítimas, sólo para tener más facilidad en mis desplazamientos y más posibilidades de encontrarle… Incluso estuve con el emperador en el ataque desafortunado a Argel, por si entrábamos en la ciudad y el destino lo ponía al alcance de mi espada. También en aquella jornada salvé la vida sin dificultad… Parecía como si la muerte me esquivara al darse cuenta de que la buscaba con desesperación… Así, hemos mantenido una cacería infructuosa el uno y el otro a lo largo de diez años. En 1545 él debía ser un viejo… por lo que cada vez saldría menos al mar… Giulietta pensó que un cambio de aires me vendría bien y como a estas alturas de mi vida ya no sé hacer otra cosa más que luchar, decidí alistarme de nuevo y hacer las campañas de Alemania, donde nos conocimos… No fue solución… Recordarás que desaparecía algunas veces y que me encerraba en largos y profundos mutismos… Temía que me descubrierais y se desvaneciera la fama que me precedía, en la que ya me refugio para evitar problemas, pues pendencieros y provocadores, cuando saben quién soy, desisten de enfrentarse conmigo…

»En fin, he vuelto porque si lejos de aquí mi alma no mejora, prefiero estar cerca de Giulietta y de su hijo… de mi hijo… para ayudarles en lo que pueda… Así que espero tener suerte y en alguna empresa conseguir un botín que me permita retirarme de este ajetreo y vivir en paz… si es que yo puedo tenerla después de aquel horrible infanticidio… A estas alturas, posiblemente Ahmed ya haya muerto o estará tan viejo que difícilmente podrá tenerse… Me gusta pensar que mi guerra particular ha terminado por incomparecencia del enemigo…

Y siguió un largo silencio, que rompió Sancho:

—No te envidio, amigo. Tu vida ha sido un infierno… No sé cómo has podido soportarlo…

—Ahora entiendes mis silencios, por qué rehuyo el trato con los demás y la razón de ser de mi fama… esa fama que me precede…

—¿Qué viste en mí para ofrecerme tu amistad?

—Te vi joven e inexperto y me recordaste al muchacho que era yo cuando me capturaron en Salobreña… Después comprobé que eras discreto, no hacías preguntas innecesarias y tenías valor: eras el compañero que necesitaba y me lo demostraste en el paso del Elba, cuando íbamos por aquellos pontones… Una cosa voy a advertirte, Sancho… Nunca… nunca hables de lo que me has oído esta tarde. Haz lo imposible por olvidarlo. Yo no quiero volver a hablar de esto y no quiero que se lo digas a nadie, pues a nadie le importa… No podría soportar que el Moro, con la fama que tiene, se convierta en el hazmerreír de todo el que sepa que ha sido sodomizado durante diez años…

—Descuida, amigo. Como tú dices, a nadie le importa lo que aquí hemos hablado.

En ese momento entró Giulietta, que miró a Muñoz, tranquilizándose al ver su cara relajada, aunque conservaba la tristeza producida por tan dolorosos recuerdos. Luego miró a Sancho, que le correspondió con una sonrisa que él quería que fuera tranquilizadora. La mujer se dio por satisfecha y consideró que era necesario dar por terminado el episodio, así que dijo en tono alegre:

—Preparaos para cenar. No habéis comido nada en todo el día y tendréis hambre.

Unos meses más tarde, Sancho se había enrolado nuevamente como arcabucero. Se anunció que el tercio de Sicilia iba a completar sus plazas y él decidió aprovechar la ocasión. Así se lo dijo a Muñoz, que prefirió mantenerse a la espera por si se presentaba la oportunidad de una expedición de corso, no tener impedimentos y seguir con su guerra personal. Sancho seguía alojado en casa de Giulietta y tanto ella como su hijo le consideraban uno más de la familia. La relación con Muñoz se había hecho más íntima y sólida, si cabía, desde que el veterano le contara su historia. Los días discurrían plácidos y felices a finales de 1549.

—Por cierto, Muñoz —dijo Giulietta durante la comida, un destemplado día invernal—, tendríamos que buscarle compañera a Sancho…

—Mujer, no te basta con que se entretenga… ¿Tienes que amancebarle o casarle?

—No es bueno que esté solo a su edad…

—A su edad es cuando tiene que estar solo… solo y libre. Que pueda volar lejos y trazar su destino sin que ninguna atadura lo detenga.

Sancho escuchaba la conversación entre curioso y divertido. Le hacía gracia que discutieran su futuro en su presencia y sin que le preguntaran lo que él pensaba. Las ordenanzas sólo permitían que el soldado viviera con una mujer de manera permanente si estaban casados, pero había excepciones, como la de Muñoz, excepciones bastante más numerosas de lo que se pudiera imaginar sin que nadie hiciera nada por impedirlo; sin embargo, Sancho no se veía en semejante tesitura. No conocía más que a algunas prostitutas y varias amigas de Giulietta prestas a proporcionar un alivio por unas cuantas monedas con tal de que fuera rápido y no se enteraran sus familias. Pero todas eran mayores que él y ninguna le apetecía como compañera permanente; sólo acudía a ellas para encuentros ocasionales. Por otra parte, la prostitución se consideraba inevitable por necesaria, pues algunos jefes decían que preferían mejor controlar los vicios de sus soldados que su indisciplina, así que se reguló esta vieja práctica en las guarniciones y en campaña, en el sentido de que se consideraba conveniente la existencia de tres a cinco mujeres de esa condición por compañía, aunque algunos elevaran su número a ocho; de forma que las metresas y masaras, como se las llamaba en Flandes, quiracas en Malta o miñonas en Italia, eran un elemento permanentemente presente en el entorno del soldado. Además, la existencia de estas prostitutas, siempre dispuestas, reducía mucho la posibilidad de que el soldado se complicara en amoríos con mujeres casadas donde estaban destinados, pues tales aventuras no generaban más que dificultades y lances sangrientos y enconaban las relaciones con los habitantes del lugar, sobre todo con los maridos burlados y los familiares y amigos de las «perdidas».

—Tiempo tendrá —continuaba Muñoz— de casarse y tener hijos —luego habló dirigiéndose a Sancho—. No le hagas caso. No cometas el error de muchos de nuestros compañeros, que se han casado y cuando cambiaron de destino no pudieron tener a sus mujeres ni a sus familias cerca de ellos, acabando amancebados; no pocos han muerto sin volver a ver a su esposa legítima ni a sus hijos, si los tuvieron.

—Pero por lo menos —argumentaba Giulietta—, mientras vivieron sin su familia, una mujer les pudo hacer ver que no estaban solos y ellos disfrutaron de una compañía siempre necesaria.

—Sí… pero ¿a qué costo? La mayoría de las veces no compensa situación semejante.

Sancho sabía a qué se refería su amigo. En el tiempo que llevaba en Palermo había visto que bastantes soldados tenían compañera fija, sin importarles que hubiera sido prostituta, pero exigiéndole fidelidad en su nueva relación; los había visto dedicarse a ellas con interés y dándoles todo tipo de comodidades y lujos para que destacaran por encima de las demás, aparte de ser una forma indirecta de mostrar lo prósperas que les iban las cosas: ése era el destino de la mayor parte de sus pagas y de los botines que pudieran conseguir. Cuando las relaciones se establecían sobre esos supuestos, el amante no toleraba infidelidades de la mujer, lavando su honor con sangre, y no había disculpa ni le servía a ella de excusa que su amante hubiera estado mucho tiempo fuera por causa del servicio. Si la mujer aceptaba la propuesta de su valedor, atrás debería dejar su pasado de meretriz para adoptar un comportamiento similar al de una esposa fiel.

—No os preocupéis por mí, amigos. No es mi intención comprometerme ni casarme. De momento mi vida no ofrece garantía de futuro a nadie… Pero gracias por tu interés, Giulietta, sé que te preocupa mi bienestar y te lo agradezco. Por cierto, Muñoz —Sancho cambió de tema—, va a haber acción y quizás te pueda interesar…

Y siguió relatándole la información que había recogido por la mañana en el puerto y que hablaba de una expedición de castigo contra Dragut, el pirata berberisco que por sus ataques continuados desde hacía dos años se estaba convirtiendo en el sucesor más cualificado y dinámico del temido Barbarroja. El nuevo azote de la cristiandad mediterránea había consolidado su fama en 1548, cuando la flota imperial protegía la travesía del príncipe Felipe, hijo de Carlos V, entre las costas catalanas y genovesas, circunstancia que el pirata berberisco aprovechó para salir de su base de operaciones, la isla de los Gelves, y saquear la costa napolitana, incluida Puzol, a ocho millas de la capital, y Castellammare, apoderándose de una nave de la Orden de Malta a la vista de los mismos fuertes napolitanos.

—¿Adonde va la expedición? —preguntó Muñoz.

—Según se dice, quieren neutralizar las ventajas conseguidas por Dragut. Al parecer quería una posición mejor que su guarida de los Gelves. Por eso este año conquistó Sousse y Monastir primero y la plaza de África después, una fortaleza que pertenecía al rey de Túnez, quien se ha quejado al emperador y a éste no le ha gustado saber que tiene a tan peligroso enemigo cerca de la ciudad que conquistó años atrás en uno de sus más brillantes éxitos militares.

—Pero la fortaleza de África es de las más fuertes y sólidas de la costa berberisca.

—Por eso iremos contra ella.

Muñoz calló unos instantes. Luego, como hablando consigo mismo, dijo:

—Iré yo también… Los argelinos pueden decidirse a ayudarles y con un poco de suerte a lo mejor me encuentro con el cabrón de Ahmed o con su criatura Ricitos.

La acción que se preparaba era de indudable interés para los cristianos, pues concertaban muchas fuerzas en ella. Y es que la plaza de África, actualmente llamada Mahdia, era una ciudad fortificada a 165 kilómetros al sur de Túnez, en una pequeña península situada estratégicamente por su proximidad a Malta y Sicilia en el centro del Mediterráneo. Poseía todas las condiciones, en suma, para ser otro bastión como Argel. La responsabilidad principal de la operación correspondía al virrey de Sicilia, Juan de Vega. Don García de Toledo, hijo del virrey de Nápoles, apoyaría con todas sus fuerzas; entre los soldados de experiencia estaba Luis Pérez de Vargas, uno de los mejores capitanes de aquellas latitudes; también irían Cosme de Médicis y Muley Hasán, rey de Túnez. Andrea Doria con su flota sería quien los llevaría hasta la fortaleza.

A mediados de junio había concluido, prácticamente, la reunión de los efectivos y se hacían a la mar. Un total de cincuenta y tres naves partían rumbo al sur. El grueso principal de la fuerza expedicionaria lo componían los tercios de Lombardía, Nápoles y Sicilia; no faltaban ventureros y leventes que esperaban beneficiarse de semejante acción, pues no en vano iban contra la guarida de Dragut, a quien se suponía propietario de innumerables riquezas. Para rendir la plaza con más facilidad se había preparado un numeroso tren de artillería, traída de Nápoles y de La Goleta a fin de incrementar la reunida en Sicilia. El 28 de junio se produjo el desembarco y el comienzo de las operaciones de cerco, un cerco duro y tenaz, en el que se empleó con profusión la artillería para batir las sólidas murallas de la fortaleza. Los cristianos empezaron a levantar sus trincheras y a preparar los emplazamientos de la artillería; pero la plaza resistiría con denuedo hasta el 10 de septiembre de 1550, dando tiempo a que Dragut, que estaba en una de sus expediciones, tuviera conocimiento del ataque y volviera presuroso a socorrer a los sitiados.

Dragut planeó su ataque a la retaguardia de los cristianos coordinándolo con una salida de los sitiados. Así esperaba coger entre dos fuegos a los sitiadores y derrotarlos. El lugar elegido para el ataque por el pirata berberisco era la zona donde pastaban los caballos y animales de los imperiales, pero la reacción de éstos fue rápida y detuvieron su avance. Al oír el fragor de la batalla, los sitiados hicieron la salida, pero se estrellaron contra las trincheras cristianas. Mientras, la artillería no cesaba de batir las murallas.

Simultáneamente, Andrónico Spínola enlazó estrechamente dos de los navíos utilizando los garfios de abordaje; subió a ellos un escogido grupo de cien hombres, en el que se encontraba una parte de la compañía de Hernando Zafra, capitán llegado de Nápoles, Sancho con el alférez y parte de los compañeros de la suya, Muñoz y otros ventureros y leventes. Su propósito era dejarse llevar por la marea y la brisa y aproximarse por mar a las murallas de la plaza, cuyos defensores las habían abandonado por ese lado para concentrarse en la zona donde se libraba la batalla. Los cálculos no fallaron y los navíos flotando a la deriva arribaron a los pies de uno de los bastiones. Desde la cubierta de los barcos se lanzaron escalas y garfios y por ellos treparon los asaltantes. Sancho subió con la agilidad de un mono, siendo descubierto cuando se encaramaba en las almenas. Afortunadamente para él, los defensores llegaron cuando ya había más compañeros suyos en la muralla, iniciándose un cuerpo a cuerpo brutal. Poco a poco, el grupo de imperiales se abría paso hacia una de las puertas de tierra cuando se desplomó parte de la muralla, incapaz de soportar más el fuego artillero. Ése fue el comienzo del fin. Los sitiadores se dirigieron a la brecha abierta y entraron como un torrente incontenible extendiéndose como una mancha de aceite. La lucha prosiguió todavía unas horas sin cuartel. Los hombres que escalaron la muralla desde el mar se abrieron paso hasta la brecha y permanecieron juntos luchando para mantener expedito el paso. Sancho y Hernando Zafra estuvieron toda la jornada luchando codo con codo. En uno de los lances del combate, Sancho fue alcanzado en el muslo izquierdo por un golpe de cimitarra que le hizo un corte limpio de arriba abajo, empezando a sangrar escandalosamente, empapando la media y el zapato. Hernando le alargó un trozo de lienzo para que taponara la herida. Poco después se oyeron los gritos de victoria; los defensores supervivientes se rendían o escapaban de la ciudad, mientras Dragut reembarcaba y se retiraba. Los vencedores no esperaron para iniciar el saqueo, desatándose una orgía de sangre y fuego en las calles de la ciudad. Muñoz desapareció y no se le volvió a ver hasta la noche, ensangrentado y cubierto de polvo, pero sin un rasguño.

—No he tenido suerte —dijo por todo comentario.

Cuando terminó la resistencia, Hernando Zafra abandonó con sus hombres la brecha de la muralla para buscar en la ciudad al resto de su compañía. Al marcharse le dijo a Sancho:

—Luego te veré, muchacho.

Con el muslo vendado todavía, la herida de Sancho había mejorado hasta el punto de no suscitar ya ninguna inquietud. Se enterró a los muertos y se hizo el recuento de bajas, entre las que estaba Luis Pérez de Vargas. Los cirujanos atendieron a los heridos. En el caso de Sancho se evitó la gangrena, pero le debilitó la abundante sangría de la herida, lavada generosamente con agua salada y vino. Durante varios días padeció fiebre alta, que le hizo delirar en ocasiones, pero a los pocos días experimentó una mejoría clara que le puso fuera de peligro. El contingente cristiano permaneció casi veinte días en la plaza conquistada, aprestándola para la defensa, recomponiendo las murallas y estudiando la guarnición que se iba a dejar. Sancho asistía a aquellos trabajos como mero observador. Su muslo vendado le impedía participar en ellos, por lo que tenía puesto su interés en recuperarse lo más rápidamente posible. Muñoz le atendía solícito y lo tenía al corriente de cuanto sucedía. Concluidos los trabajos de refuerzo de la plaza y decidida la guarnición que iba a permanecer allí, el contingente cristiano emprendió la travesía de regreso a Sicilia. Durante el viaje se supo que algunas compañías iban a ser reformadas, por lo que de nuevo habría un reajuste de efectivos. Para mediados de octubre, Sancho ya podía caminar sin dificultad. Estaba con Muñoz sentado en una plaza de Palermo, disfrutando de los últimos rayos de sol del atardecer.

—¿Así que has vendido los rubíes?

—Así es, Sancho.

—¿Bien?

—Digamos que soy un hombre feliz y con un buen pasar. Y todavía me queda el oro de la daga.

—¿Quién te los ha comprado?

—Manlio. ¿Quién si no? Es el único que tiene posición para pagarlos y gusto para apreciar lo que valen. No en vano es el orífice más famoso de Palermo, a quien la gente importante hace sus encargos. Las joyas que monta son realmente únicas. Se resarcirá holgadamente del desembolso que ha hecho conmigo. Estoy seguro de que ya tiene una clienta para esos tres rubíes… Son únicos… Nunca había visto nada igual. Bien montados, pueden ser una maravilla irrepetible.

Los dos amigos charlaban calmadamente y de nuevo se hizo un silencio entre ambos. Sancho disfrutaba el calorcillo de aquel atardecer. Muñoz recordó lo sucedido en el ataque al reducto de Dragut. Cuando dejó el grupo con el que había entrado en la ciudad se lanzó a buscar por las calles a Ahmed o a alguien de los suyos. Búsqueda baldía, pero en un momento de la cual se vio peleando entre un grupo de asaltantes contra unos sitiados que luchaban dirigidos por alguien de porte noble y elegantes maneras. Las alternativas del combate acabaron poniéndolo frente a Muñoz; buenos espadachines ambos, su enfrentamiento se alargaba sin visos claros de quién sería el vencedor, hasta que en uno de los retrocesos de la esgrima, el musulmán tropezó con unas piedras y descuidó su guardia para tratar de conservar el equilibrio, algo que no conseguiría, pero antes de que llegara al suelo Muñoz lo atravesó con su espada: no tuvo tiempo más que de lanzar una amenaza:

—Perro infiel, ¡la maldición del Profeta te persiga hasta después de la muerte!

—¡Púdrete en el infierno —replicó Muñoz— con tu Profeta, tu Dios y toda tu ralea, hijo de Belcebú!

El veterano iba a reincorporarse a la pelea cuando se fijó en la espada del muerto y la cogió, admirando sorprendido la bella factura de la empuñadura y de la hoja. De pronto tuvo un presentimiento: cacheó el cadáver y metida en el fajín que llevaba sobre la armadura, cubierta por la capa, encontró una daga, que sacó, quedando atónito: era de oro entera y en la empuñadura lucían tres rubíes iguales, de un tamaño algo mayor que las avellanas; uno estaba en el pomo y los otros dos en los extremos del guardamanos. Evidentemente aquello no era un arma, era una preciada joya, por eso su dueño no la usó en el combate. Muñoz desgarró un pedazo de la capa del muerto, lio en él la daga y se la guardó en la pechera.

—¡Y llegaste diciendo —hablaba Sancho— que no habías tenido suerte!

—No me refería al botín, sino a Ahmed y los suyos. No estaban allí.

—Era lo más lógico…

—No creas, Sancho. Es un mercader y como tal viaja… Podía estar en la fortaleza de África colocando sus productos.

—¿Qué vas a hacer con tanto dinero?

—Estoy pensando en poner una posada o un mesón… Con Giulietta puedo llevarlo fácilmente… ¡Quédate, Sancho! Me ayudarás en él.

—No, amigo mío. No estoy en disposición de ser cantinero… Sabes muy bien a lo que aspiro. Te lo agradezco sinceramente, pero debo rechazar tu ofrecimiento.

—¿Seguirás aquí de guarnición?

—No —Sancho acompañó el monosílabo con un movimiento de su cabeza que ratificaba la negativa—. No me gusta el mar. Lo he comprobado en la última expedición que hemos hecho… En una o dos semanas me voy a Nápoles. El capitán Hernando Zafra vuelve allí con sus hombres y me ha pedido que vaya con él, que me nombrará cabo de su compañía, pues considera que tengo años de servicio y méritos suficientes para serlo.

—¿Cuándo lo has decidido? —le preguntó Muñoz con cierta inquietud, pues tuvo el presentimiento de que cuando se marchara Sancho ya no volverían a verse—. ¿Por qué no lo reconsideras?

—Lo he decidido hace unos días, cuando vino un emisario del capitán para que fuera a verle. Hablamos largo y tendido de aquella jornada y me dijo que le gustaba mi forma de pelear, que sería un ejemplo para los componentes de su compañía. Como además me ofrecía el empleo de cabo, la decisión no fue difícil… Me voy, amigo. Debo seguir mi destino. Este año de 1550 creo que va a ser un año clave en mi vida.

—Es posible que cuando te marches no volvamos a vernos, Sancho…

—Es posible, Muñoz, es posible… Pero te prometo que si vuelvo por aquí acudiré a tu mesón y nos beberemos todo el vino que tengas para celebrar el reencuentro… —Sancho se interrumpió unos instantes; sus ojos se cargaron de afecto hacia su amigo y continuó—: Da por terminada tu guerra… Disfruta de Giulietta y de la vida… ¡Te deseo toda la suerte de este mundo en la nueva vida que vas a emprender! Te lo has ganado, amigo. Entierra tus fantasmas y olvida el pasado. ¡Vive al fin, amigo! ¡Vive!