Los días habían pasado con monotonía y así continuaron. Sancho se había ido ejercitando bajo los sabios consejos de don Félix durante tres largos años. Su aspecto había cambiado, transformándose en un hombre joven, más bien alto, de amplias espaldas, pecho ancho y extremidades fuertes; bajo sus ropas se adivinaba un cuerpo musculoso, que mostraba gran agilidad y ligereza en sus movimientos, coordinados y elegantes. Su cabeza descansaba sobre un cuello recio pero airoso, contribuyendo a dar gallardía a su apariencia física, resaltada por unas facciones todavía no muy definidas, pero agraciadas. Cejas marcadas, ojos negros, nariz recta, mentón firme que se adivinaba bajo la barba negra, unida al bigote, del mismo color, por las comisuras de los labios. El pelo, también negro, peinado hacia atrás sin llegar a formar melena, dejaba al descubierto una frente despejada. En conjunto, su figura resultaba atractiva e inspiraba confianza por el aire de seguridad que desprendía.
Los años pasados en el castillo habían sido útiles para Sancho en dos sentidos fundamentales, pues además de su preparación física y militar había vivido en el ambiente castrense y pudo percibir sus realidades, inquietudes y matices. En cuanto a su preparación, había practicado con constancia todos los ejercicios que se recomendaban y exigían al soldado, en particular la carrera y los saltos; carreras y saltos que había realizado siempre con el falconete a cuestas. Podía recorrer el perímetro de la muralla, subiendo las escaleras de las torres de tres en tres y bajándolas de cuatro en cuatro, sin fatiga aparente, respirando por la nariz sin el más leve jadeo. Con la natación no tuvo problemas; sabía nadar desde pequeño, así que se dedicó a mejorar su estilo y aumentar su resistencia. Luego llegaron los lanzamientos de barra y de dardos, que servían de preparación para el manejo de la lanza y de la pica; don Félix le insistió en que lanzara con ambos brazos:
—Tira con la izquierda también, Sancho… Tira hasta que no puedas levantarla de cansancio. En un combate nunca sabes qué brazo te van a herir ni en qué condiciones tendrás que desenvolverte.
El mayor número de horas fue empleado por Sancho en el manejo de la espada y de la daga, en las que llegó a ser un gran experto, pues no sólo practicaba bajo la dirección de su anciano instructor, sino que también ayudaba a los oficiales y soldados en sus ejercicios, parándoles las estocadas o lanzando él las suyas para que ellos se las pararan. De vez en cuando, en plena lid, se oía la voz de don Félix:
—Sancho, la daga…
Era el momento en que debería haberla sacado, pues con su empleo hubiera dirimido el combate. A base de insistir con esa salmodia monótona, Sancho adquirió una habilidad nada común en el uso de la daga, hasta el punto de que sorprendió a muchos de sus contrincantes en los momentos en que más felices se las prometían; le gustaba ver sus caras de estupor cuando se encontraban con la punta de su daga en el cuello, ante sus ojos o la sentían apoyarse en alguna parte de su cuerpo.
Aquella tarde calurosa de julio habían tenido poco trabajo. El calor había sido un factor disuasorio para hacer ejercicio, así que no habían tenido visitas y pudieron dedicarse a reparar las armas con desperfectos o rotas. El anciano, ya al final del trabajo, tomó una de las mazas en sus manos y murmuró:
—Cada vez se usan menos… Si no tienes un escudo, te valen de poco… Son pesadas y no sirven más que para machacar rodelas y armaduras, romper cabezas, partir costillas o triturar miembros… Todo propio de un matarife y no de un soldado. Hoy la guerra es otra cosa y las armas de fuego la cambiarán más todavía…
Don Félix dejó la maza en el suelo mientras se secaba la cara y las manos con un lienzo blanco, diciendo en tono que parecía más una reflexión que otra cosa:
—Soplan más vientos de guerra… en medio de la tempestad en la que estamos.
—¿Qué decís, señor? —preguntó Sancho, que no alcanzó a oír con nitidez la frase de su maestro.
—Nada, Sancho… Pensaba en voz alta.
—Me pareció escucharos algo sobre guerra y tempestad…
—Bueno, sí… ¿Te has enterado de lo sucedido?
Sancho había escuchado con atención las conversaciones de los hombres en el castillo y gracias a ellas había ido conociendo nuevas sobre las últimas operaciones de una guerra que venía de atrás.
—He oído muchas cosas… —dijo— y no lo entiendo… No entiendo cómo unos años atrás el emperador triunfó rotundamente en Túnez y fracasó hace poco en Argel… ¿Qué ha pasado para semejante desastre? Y luego, cómo y por qué se encadena esta nueva guerra…
—Todo empezó en julio del año del Señor de 1541. Fue entonces cuando murieron en Milán dos individuos que trabajaban para el rey Francisco I de Francia, quien culpó a nuestro gobernador de ambos asesinatos. El emperador consideró que como la alianza entre el francés y el turco no estaba concluida y él no había terminado de atraerse a Barbarroja, decidió atacarlo en Argel, para que el pirata no auxiliara al rey de Francia ni a Solimán si se producía la guerra. El emperador salió de Mallorca con una flota y ya cerca de la plaza se le unió otra con más tropas, pero el desembarco no se hizo en buenas condiciones, allá por el 20 de octubre… La tempestad dispersó la flota, que perdió un número considerable de galeras y embarcaciones menores, sentenciando la empresa… Andrea Doria pudo recoger después de enormes esfuerzos a los hombres en Bujía y se retiró, ya en noviembre.
—¿Y el emperador?
—El emperador volvió sano y salvo… Pero el rey de Francia, al ver el fracaso de Argel, concluyó la alianza con el turco y en julio de 1542 empezaron unas operaciones que se han ido sucediendo en diversos frentes… Tarde o temprano llegarán aquí…
—¿Yo podría…?
—No, Sancho, no —atajó don Félix—. Esta guerra no es la tuya… Espera… porque aún no he terminado contigo… Tengo todavía cosas que enseñarte. Cuando llegaste aquí te dije que no tuvieras prisa y ahora te lo repito, ¡no tengas prisa! ¡Llegará tu momento!
—¿Cuándo, don Félix?
—Cuando estés preparado para sobrevivir, Sancho. ¡No sabes lo que es una batalla!… Seguiremos con tu aprendizaje —concluyó el anciano, que se encaminó hacia la puerta diciendo—: Anda, busquemos un lugar fresco y descansemos un rato.
Don Félix no andaba descaminado, pues cuando se aproximaba la primavera de 1544 los ejércitos empezaron a movilizarse de nuevo y aquel año se lucharía, sobre todo, en el norte de Italia y en el norte de Francia. La proximidad de la guerra originó una gran actividad en el castillo de Milán, por donde aparecía con frecuencia el marqués del Vasto, interesándose en los preparativos. Incluso se reclutaron algunos hombres para completar los efectivos que llevaría el gobernador hacia el frente. Sancho siguió con atención todos los prolegómenos de la campaña y trabajó de firme ayudando a los soldados que lo deseaban en su preparación para las duras jornadas que se avecinaban. Cuando llegó el momento de la partida, el castillo se quedó con la guarnición mínima. Sancho contempló la salida del tercio encaramado en la muralla, casi sobre la puerta principal, en la que se encontraba el castellano con su teniente y el sargento mayor. Una vez que las tropas se marcharon, un inusual silencio envolvió el recinto, donde los escasos ruidos resonaban, acentuando la sensación de vacío.
—¿Qué pensáis de todo esto, don Félix? —preguntó Sancho cuando llegó al banco de piedra adosado al muro donde el anciano tomaba tranquilamente el sol, ajeno al trasiego que hasta unos minutos antes había dominado el castillo.
—No sé qué pensar, Sancho… Como es lógico, deseo que venza el marqués, pero todo dependerá de lo que hagan los franceses, a los que manda el conde de Enghien.
El 14 de abril el conde venció al marqués en Cerisoles, en el Piamonte. La noticia llegó dos días después al castillo, causando la consiguiente consternación, pero en realidad la victoria no reportó ningún beneficio a los franceses, pues unos meses después el emperador avanzó incontenible en el norte de Francia en una ofensiva que se prolongó victoriosa desde mediados de julio hasta mediados de septiembre, momento en que se firmó la paz, acontecimiento que don Félix comunicó a Sancho:
—¿Te has enterado? —no esperó respuesta—. Muy pronto el castillo volverá a recuperar la actividad habitual, pues los hombres van a regresar. Ha terminado la guerra y se ha firmado la paz en Crespy o Crépy, un lugar entre Soissons y Senlis, donde el emperador y el rey de Francia han acordado renuncias de derechos sobre territorios en disputa y la devolución de las conquistas.
Esto último era algo que Sancho no acababa de entender y preguntó:
—¿Para qué se hace la guerra si se renuncia a lo conquistado?
El anciano se tomó unos segundos para contestar:
—La guerra no es sólo la guerra, Sancho. En ella intervienen también la política y la diplomacia, que hacen los resultados imprevisibles. Por eso, lo que se decide en el campo de batalla no se ve ratificado siempre en la mesa donde negocian los representantes de los reyes, quienes a veces están interesados en otras cosas muy diferentes a las que disputan en las batallas…
—Pero… eso ¿quién lo sabe?
—Lo saben ellos y es suficiente… Ellos acuerdan las renuncias y las ganancias y no dudan en entregar en matrimonio a hijas o hijos en prueba de la sinceridad de una palabra que no piensan mantener más que cuando sea favorable a sus intereses. El soldado, en cambio, lucha y nada más… Por eso es importante saber sobrevivir en el campo de batalla… Sancho, llevo mucho tiempo en esta vida. Te podría decir que mi existencia ha sido y es esto —en un amplio ademán de los dos brazos parecía abarcar cuanto le rodeaba— y no siempre se le encuentra sentido a lo que ocurre. Lo mejor que puedes hacer es no pensar demasiado en el porqué de las guerras, pues en muchas ocasiones no se entienden. Además, tu opinión no le va a interesar a nadie; pero por tu oficio, si eres bueno en él, te abrirás camino y podrás llegar a ser alguien.
—No sé… —Sancho se debatía en un mar de dudas—. De nosotros… de los soldados —corrigió— no se espera otra cosa que luchar… así, ¿sin más?
Un gesto de ambigüedad y escepticismo se dibujó en su rostro.
—En efecto. Los que importan —contestaba el anciano— son los soberanos, los reyes. Ellos deciden y, en muchas ocasiones, marcan nuestros destinos… Y ellos, por lo general, no conocen las angustias que nos dominan cuando nos hieren en combate o vemos morir a nuestros camaradas o a los que nos obedecen… —el tono de voz del anciano hizo que Sancho le mirara y lo vio absorto en sus recuerdos, perdido en un pasado que evocaba con intensidad en aquellos momentos—. Tú todavía no sabes nada de esas angustias… pero las conocerás, tendrás que asumirlas y aprender a vivir con ellas… Desgraciadamente, no podrás dominarlas ni desterrarlas y más de una noche te despertará el dolor o la sangre de los rostros y los cuerpos de tus amigos o de tus hombres, evocados en una pesadilla que interrumpirá tu descanso.
Tras unos instantes de silencio, y viendo que Sancho se mantenía callado, el anciano levantó la cabeza y le miró:
—¿No has pensado en eso, verdad? —al ver que el muchacho negaba con la cabeza, continuó—: ¿Pues qué te imaginas? ¿Que las batallas son limpias como un juego de salón o como las prácticas que hacemos ahí dentro? No te confundas, muchacho. La guerra es sucia… sucia y dolorosa… sangrienta y terrible… Es el momento en que se liberan la crueldad y la destrucción, que como ángeles exterminadores vuelan sin clemencia… Un horror que sólo podrás neutralizar con el honor y la caballerosidad. Si actúas como un caballero, como un hombre de bien… podrás sobrellevar ese espanto.
—Pero entonces, ¿por qué nos atrae esta profesión?
—Porque tiene muchas cosas buenas también. Es el escenario para la heroicidad y la gloria. La amistad, la camaradería, la aventura, la acción… las vivimos nosotros como no las vive nadie. Y cuando te identificas con la causa por la que luchas tienes la sensación de ser útil y de hacer algo que no hacen la mayoría de los mortales… parece que eres dueño de tu propia estrella y que eres protagonista de la historia que en esos momentos se traza… Además, es como si fueras a un tiempo la justicia y el destino, pudiendo aplicar según tu criterio la una o el otro. Cuando no luchas, te ves arropado por una gran familia, con la ventaja de que puedes elegir a sus componentes. En todo momento formas parte de una fraternidad unida por los lazos más fuertes que se pueden tender entre los hombres, más fuertes incluso que los que existen entre los miembros de las órdenes religiosas o de los gremios.
—¿Vos lo habéis vivido así?
El anciano asentía con la cabeza al tiempo que contestaba:
—Y tú también lo vivirás. Ahora bien, ten cuidado de no envilecerte… Es cierto que vas a luchar por dinero… que van a pagarte por hacer la guerra, pero tú has elegido libremente esta profesión. No llegas a ella como tantos otros, que la utilizan como último recurso para sobrevivir… no eres un labriego, un pastor, un minero… un cualquiera desheredado de la fortuna que se muere de hambre y que acude al ejército para poder comer y hacer trapacerías o desmanes, desquitándose de un destino cruel que le ha familiarizado con la muerte, esa muerte que lleva a sus espaldas y que en cualquier momento puede poner fin a sus días; algo que ellos saben y que les impulsa a vivir sin tasa y sin freno a costa de todos y de todo.
Siguió otro largo silencio. Don Félix, perdido nuevamente en sus recuerdos. Sancho, emocionado, tratando de imaginar las nuevas dimensiones que la conversación con el anciano abría ante él. Durante todo el tiempo que llevaba en el castillo el muchacho había aprendido el manejo de las armas, pero había visto pocas heridas y menos muertes —éstas siempre provocadas por accidentes—, por lo que su visión de la milicia tenía mucho de idealización. Ahora, en aquella conversación con don Félix, la realidad se abría camino en su mente con sus desgarros y contradicciones, sembrando la duda en su espíritu y haciéndole flaquear el ánimo. La voz del anciano le devolvió a la realidad nuevamente:
—Si te mantienes como un hombre de honor conservarás el respeto de todos y tendrás una guía de conducta, además de tu conciencia. Tus hombres te seguirán sin dudar y, llegado el caso, morirán por ti, seguros de que tú hubieras dado la vida por ellos de haber sido necesario o de que la suerte así lo hubiera establecido. Si te amparas en tu honor no te envilecerás, pues comprenderás los horrores de la guerra, pero nunca los cometerás deliberadamente ni los justificarás y serás un ejemplo para cuantos tengas a tu alrededor.
La figura del anciano se agigantó en la estima de Sancho. Desde que le conociera había admirado su noble porte y lo distinguido de sus movimientos, además de la dignidad que ponía en todo lo que hacía; el trato durante esos años había hecho que sintiera por don Félix un afecto intenso mezclado con el respeto y la consideración. Ahora comprendía los consejos que el anciano había ido desgranando en las muchas horas que pasaban juntos y ciertas actitudes mantenidas ante él y ante los que acudían a ejercitarse; percibía abiertamente la gran calidad humana que poseía y la sabiduría de hombre de bien que guardaba en su alma. Sancho distinguía entonces con nitidez la recia personalidad de un hombre consecuente, que había elegido un destino, que se había mantenido fiel a él y que nunca había claudicado ante la adversidad o la molicie y eso le hizo sentir tan intensamente el afecto y el agradecimiento por cuanto estaba haciendo por él que los ojos se le humedecieron y, para que don Félix no lo notara, volvió la cabeza hacia el otro lado del patio de armas. Precaución inútil, por cuanto el viejo soldado miraba al suelo con el pensamiento muy lejos de allí.
—Bueno, ¡vayamos dentro! —concluyó el anciano, levantándose e instando con la mirada a Sancho para que abriera la puerta del recinto donde hacían los ejercicios y tenían sus aposentos.
Una vez en el interior, continuó hablando:
—Sancho, manejas bastante bien la espada y mejorarás todavía. Con la daga eres un maestro… Ha llegado el momento de que empieces a tirar con las armas de fuego. En la guerra tendrás necesidad de utilizar mosquetes, arcabuces y pistolas y es bueno que sepas cómo hacerlo. Y la pica, no podemos olvidarnos de la pica… pero la dejaremos para el final.
Don Félix le cantaba las órdenes y le repetía los movimientos:
—¡Arcabuz en posición!… Sancho, apóyalo en tierra y el cañón hacia arriba, vertical… ¡Cargar!… ataca la pólvora y mete la bala por la boca del cañón… ¡Cebar!… rellena de pólvora la cazoleta… ¡Avivar mecha!… ¡Calar horquilla!… apóyalo bien sobre ella, Sancho… De lo cómodo que estés dependerá el acierto del disparo… ¡Calar la mecha!… Agárralo fuerte para que no se mueva cuando dispare.
Poco después empezaron a oírse fuera las detonaciones de disparos aislados. Dentro, el humo de la pólvora se le metía de vez en cuando a Sancho en la nariz y en la boca, produciéndole cierto regusto que le parecía salitre.
En los dos años que siguieron Sancho completó su aprendizaje en el manejo de las armas de fuego y prosiguió la práctica de la espada y la daga, además de aprender a montar a caballo. Don Félix también se mostró en esto maestro eficaz. Enseñó a su alumno cómo manejar y cargar las armas y todo lo que sabía sobre equitación, desde descubrir las cualidades y defectos de los animales hasta cepillarlos y lavarlos, pasando por la manera de ensillarlos y montarlos; insistió mucho en que debía conducir al caballo con las rodillas y los acicates y mantenerse en él con la presión de las piernas para tener las manos libres en todo momento, pues las necesitaría en la lucha. Cuando ya montaba de manera aceptable, le dijo su maestro, que tenía una pica en las manos:
—¡Toma! Agárrala… La pica es la mejor defensa contra la caballería y te servirá para saltar fosos o escalar murallas. Mira… úsala así: el codo del brazo izquierdo levántalo hasta el hombro, cógela con esa mano y apóyala contra el hombro derecho; el brazo de ese lado lo mantienes estirado, hacia abajo y un poco para atrás, por encima del asta de la pica y a donde te llegue la mano, la coges para que te sirva de contrapeso… ¡Aaasí! —don Félix le colocaba los brazos y las manos en la forma que le decía—. Bien. Ésta es la posición de «armado y dispuesto». Si ataca la caballería, apóyala en el suelo e inclínala hacia delante: el caballo o el jinete se ensartarán en ella; si tienes que marchar, mantenla vertical; si tienes un obstáculo delante, apóyala en él y trepa por ella… En fin, poco a poco aprenderás.
Cuando Sancho caminaba hacia los veintitrés años se sentía con frecuencia ansioso e inquieto. Era consciente de que había tocado techo en el lugar donde se encontraba y deseaba cambiar de aires, alistándose e incorporándose a alguna unidad que formara parte de un ejército. Era un deseo cada vez más vehemente y no sabía cómo planteárselo al anciano, pues en dos años su salud se había quebrantado de manera manifiesta, sobre todo a raíz del último invierno, cuando atrapó unas fiebres malignas que le provocaron varias crisis haciendo temer por su vida, y desde la última le había quedado una tos permanente, profunda y cascada, que le hacía esputar sangre en ocasiones. Su resistencia se había debilitado hasta el extremo de delegar en Sancho muchas de las funciones que él cumplía anteriormente. En tales circunstancias el muchacho no se atrevía a manifestarle su deseo de alistarse por temor a que el anciano viera en ello desconsideración e ingratitud. Por eso se quedó muy sorprendido cuando don Félix le dijo:
—Sancho, ya sabes todo cuanto yo puedo enseñarte. Ha llegado el momento de que vueles lejos de aquí y te abras paso en otro lugar como soldado. Debes alistarte y empezar a ver qué te tiene preparado la Providencia.
—Pero… ¿Ahora?
—Sí, ahora. ¿Por qué no?
—Porque estáis enfermo, señor, y mi ayuda os puede ser más útil que nunca.
—Sí… es cierto. Estoy enfermo y pronto estaré muerto. Mi vida toca a su fin, Sancho. Lo sé muy bien. Cuando eso ocurra, que será pronto, no conviene que estés aquí. Prefiero que me recuerdes vivo y que no te quedes, pues si no te vas, al sobrevenir mi muerte te dejarán al cuidado de la armería y acabarás pudriéndote en este lugar.
—No tengo prisa, señor. Además, vos me enseñasteis a saber esperar…
—Ha llegado el momento de que partas, Sancho. El emperador sigue en guerra con los protestantes en Alemania y necesita más hombres. En especial, desea completar las plazas de la infantería española que tiene a las órdenes del duque de Alba, aumentar sus efectivos y reunirlos a fin de pasar a la ofensiva. Por esta razón han llegado a Milán algunos capitanes para levantar varias compañías. Uno de esos capitanes es amigo mío y va a reclutar arcabuceros. Tú puedes ser uno de ellos y él te llevará a un escenario donde debes empezar a brillar.
—Pero…
—No, Sancho. No vamos a discutir. Ya lo he decidido, porque estoy seguro de que es lo mejor para ti. Siempre me has obedecido y ahora no vas a hacer una excepción. ¡Irás!… —en la mirada del anciano, Sancho pudo percibir la firmeza de su decisión—. Y algún día me lo agradecerás —concluyó, permaneciendo unos instantes ambos mirándose fijamente a los ojos, hasta que el joven asintió y bajó la vista.
Algo más tarde, Sancho vio a don Félix hablar con un capitán, que dedujo era su amigo, un tal don Alfonso de Aguirre, que había llegado la tarde anterior a Milán y había iniciado a la mañana siguiente con un alférez y un tambor las tareas de reclutamiento. Don Félix llamó a Sancho para que se acercara, y cuando llegó a donde estaban los dos hombres dijo:
—Alfonso, éste es el muchacho de quien te he hablado. Me gustaría que sentara plaza en la compañía que estás levantando. Es un experto en el manejo de cualquier arma propia de la infantería.
El capitán miró con atención a Sancho y le preguntó:
—¿Eso quieres, muchacho?
—Sí, señor capitán.
—Bien. Mañana por la mañana formalizaremos tu inscripción.
—No se trata sólo de que se aliste, Alfonso —empezó a decir don Félix al ver alejarse a Sancho—. Quiero pedirte que lo vigiles de cerca y, si es necesario, que lo protejas hasta que veas que se desenvuelve sin problemas entre sus camaradas.
—¡Por Dios, Félix! Ya es un hombre para que sepa guardarse solo.
—Sabe guardarse, Alfonso, pero no quisiera que por su ardor juvenil algún mal nacido lo abra en canal a traición, en una pendencia organizada para robarle cualquier cosa. Será un magnífico soldado.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque lo he preparado concienzudamente durante años y es sin duda el mejor de cuantos he conocido manejando la espada y la daga… Merece mejor suerte que morir acuchillado por inexperiencia en una partida de naipes o en un lupanar.
—Bien, Félix. Haré lo que me dices. Pierde cuidado.
La conversación continuó sobre otros temas y después llegaron los recuerdos compartidos de su amistad, iniciada dos décadas atrás, cuando el anciano era capitán de la compañía a la que se incorporó don Alfonso, entonces un muchacho.
Al cabo de tres semanas se habían levantado las cinco compañías de arcabuceros y para el 2 de abril se había anunciado el alarde general de los quinientos hombres que las componían delante del castellano y de un escribano, que pasaría nota al pagador real. El tercio de Lombardía partía también hacia Alemania y su maestre de campo Arce mandaría todo el contingente. Sus efectivos y los reclutados para la ocasión realizaron un alarde en la explanada delantera del castillo. Allí acudieron todos los soldados para que los capitanes comprobaran que tenían los equipos exigidos. Todos debían tener un morrión y, normalmente, espada y daga; los piqueros, llamados también coseletes por el tipo de armadura con la que se protegían (peto y espaldar con gola, braciles, escarcelas y mandiletes), tenían sus picas; los mosqueteros y arcabuceros, el arma de la que reciben su nombre con coselete, por lo general de cuero, más raramente de metal, como era el caso de Sancho, sin más aditamentos para su mejor movilidad y para no tener estorbos al disparar. Estaban también los llamados «picas secas», es decir, piqueros sin armadura que se disponían cerca de los flancos para hacer rápidas maniobras envolventes, llegado el caso.
Al día siguiente del alarde salieron hacia Alemania en un viaje que, salvo los oficiales, nadie sabía cuánto iba a durar y del que sólo conocían el destino, Ratisbona, donde les esperaba el emperador. Cuando estaban formados para partir, don Alfonso habló a sus hombres de forma parecida a como los demás capitanes lo hicieron a los suyos:
—Caballeros, el emperador aguarda nuestra llegada y espera de vuestra lealtad y valor que contribuyáis a su victoria sobre el hereje alemán. Muchos de vosotros no habéis luchado nunca y ninguno conoce la nueva táctica. No importa. Durante nuestra marcha os iremos instruyendo y cuando llegue el momento de incorporarnos al resto de la infantería que sirve en Alemania a las órdenes del duque de Alba sabréis cómo comportaros en combate. Desde hoy, en que habéis aceptado el honroso y valeroso oficio de soldado, podéis estar seguros de que vuestro valor y vuestra virtud os proporcionarán honra y estima, lo mismo que el cumplimiento del deber ineludible que tenemos de defender nuestra santa y sagrada religión. Un deber en el que nuestro rey y emperador nos da ejemplo, pues se ha convertido en su primer soldado y ha hecho de nuestra monarquía su principal baluarte contra la herejía y el infiel. Para cumplir adecuadamente con estos deberes tendréis que ser, ante todo, buenos soldados movidos por el espíritu caballeresco propio de nuestra milicia y eso lo conseguiréis siguiendo siempre a vuestra bandera, ésta que veis aquí —la mirada de los soldados se dirigió hacia la bandera indicada, de color blanco, situada a la espalda del capitán, colgada de su mástil y cayendo hacia el suelo, pues ni una ligera brisa la agitaba, motivo por el que no pudieron ver con claridad el escudo que llevaba—, a la que no dejaréis nunca desamparada, obedeciendo a vuestros jefes, a los que seguiréis hasta la muerte si fuera necesario y teniendo vuestras armas dispuestas en todo momento para entrar en acción a cualquier hora del día o de la noche. En nuestra marcha hacia Alemania tendremos tiempo de hablaros de todas estas cuestiones para que comprendáis el gran honor que podréis adquirir si os portáis como se espera de vosotros.
Acto seguido emprendieron la marcha. Fue un largo viaje de intensas jornadas, en cuyo transcurso recibieron la instrucción militar propiamente dicha, que tanta falta les iba a hacer. Desde aquel mismo momento inicial empezaron a oír las órdenes y toques con los que debían familiarizarse para obedecer con rapidez y precisión, sabiendo si tenían que reunirse, mantenerse firmes, combatir, avanzar o retroceder. Igualmente, fueron practicando con las armas, en particular con la espada, la ballesta y el arcabuz, y actuaron conjuntamente en ejercicios colectivos preparatorios del combate. En efecto, las cinco compañías y el tercio constituyeron un pequeño cuerpo de ejército que en el cruce de poblaciones marchaba en orden cerrado; les precedía el maestre de campo y su plana mayor y luego el capitán, el alférez con la bandera, el tambor y el pífano delante de cada compañía y, al final de todas, la impedimenta en carros. Cuando se desplazaban por los caminos se dividían en tres secciones: la vanguardia, el grueso y la retaguardia; la vanguardia iba marcando la ruta, que seguía el grueso o cuerpo de batalla, donde se reunían la mayor parte de los soldados, mientras que la retaguardia agrupaba la impedimenta y una pequeña escolta. Cuando el camino discurría por lugares abiertos se practicaban ejercicios destinados a que cada soldado supiera siempre lo que se le ordenaba, cuál era su sitio y no se produjera confusión en el cumplimiento de las órdenes. El «cuadro de gente» era una formación muy habitual y consistía en un cuadrado irregular que marchaba con las banderas en el centro; también lo era el «cuadrado de terreno», un cuadrado perfecto con el mismo número de filas por los cuatro lados; más raramente se recurría a la formación de escuadrones de «gran frente», también una formación rectangular irregular, en la que el lado frontal o posterior llegaba a tener hasta tres veces más que las dimensiones del resto. Otras variantes eran el «cuadro de gente con centro de picas secas», el «cuadro con gente volante», que situaba delante otro pequeño cuadro que iba explorando y abriendo el camino, o la «media luna», llamada así porque ésa era la forma que adoptaba el tercio. Pero la formación más característica, sin duda, era un rectángulo de piqueros protegidos por las mangas o formaciones laterales de los arcabuceros.
A este respecto, fueron repetidos hasta la saciedad dos ejercicios, el denominado caracol y la adopción del orden de batalla. El primero, alabado por todos los tratadistas de la época, consistía en formar filas de cinco hombres para reunirlas o separarlas con lentitud o rapidez sin que se produjeran dudas o confusiones entre los hombres y así acostumbrarlos a mantener siempre su puesto. La transición al orden de batalla debería hacerse con toda rapidez, desplazándose los hombres prestos para la lucha y sin descomponer la formación hacia el lugar indicado por el oficial que los mandaba, y que podía ser al frente, a los flancos o a retaguardia. Tras caminar unos trechos en esa formación, se les mandaba recuperar el orden de marcha, que volvía a perderse cuando se les ordenaba nuevamente formar en batalla.
Con tales prácticas y ejercicios los reclutas y los veteranos salieron del Milanesado y se adentraron en Alemania. Las detenciones para descansar, comer o pernoctar se utilizaban de vez en cuando por los capitanes para aleccionar a sus hombres sobre una serie de valores que se consideraban indispensables en el buen soldado, valores como el honor, la lealtad, el temor de Dios, la obediencia a los mandos, la camaradería… Unos ideales que Sancho contrastaba con la vida cotidiana y veía la diferencia entre ellos y la realidad que él había conocido en la guarnición del castillo de Milán, bastante más prosaica, muy alejada de aquellos valores, difícilmente reconocibles en la inmediatez de una existencia azarosa y no siempre caballeresca. Afortunadamente para él, pensó, las conversaciones y lecciones recibidas de don Félix le ayudaron a encontrar el equilibrio en tal divergencia, sin perder la hombría de bien que tanto le recomendara el anciano y que, gracias a su trato, el muchacho sentía profundamente y se la había propuesto a sí mismo como modo de vida.
Uno de los días que le tocó hacer la guardia y estuvo cerca de la tienda del maestre de campo Sancho pudo oír la conversación del jefe y sus oficiales comentando las noticias recibidas, que contrastaban con lo que ellos ya sabían. El joven soldado se enteró entonces de que participarían en la segunda guerra que el emperador iba a hacer contra la Liga de Smalkalda, formada por los príncipes protestantes del Imperio; una guerra cuyos objetivos eran el dominio de las cuencas del Danubio y del Elba y se iniciaba en inferioridad para Carlos V, cuyo grueso lo constituían algo más de cincuenta y dos mil infantes, unos ocho mil quinientos efectivos de caballería y unos dos mil artilleros, mientras que la Liga contaba con más de setenta mil infantes y diez mil caballos, doblando su artillería a la artillería imperial. Pero lo peor para el emperador era la necesidad de reunir esos efectivos en Ratisbona, donde él se encontraba, ya que las tropas que llegaban de Italia —compuestas por los hombres ofrecidos por el papa Paulo III y las reunidas con los tercios de Milán y Nápoles— tenían que cruzar los Alpes, de la misma forma que los efectivos enviados por la gobernadora de los Países Bajos debían cruzar el Rin, línea controlada por la Liga; por su parte, la recluta de tropas en Alemania presentaba no pocas dificultades, dada la proximidad a los territorios protestantes, de manera que quienes más fácil lo tenían y serían los primeros en llegar eran los españoles que defendían Hungría.
En esa misma noche y como consecuencia de la conversación que había oído, Sancho supo que el ejército protestante se había concentrado en Augsburgo, del que se separaron quince mil hombres que se dirigieron bajo las órdenes de Schertlin von Burtenbach hacia los pasos alpinos de Ehrembergklausen y de Fern, sobre el Tirol, cuya ocupación supuso una clara amenaza para Innsbruck, ciudad imperial, a la que atacaron infructuosamente, ya que fue bien defendida por el coronel Castelalto, al servicio de Fernando, hermano del emperador y Rey de Romanos. Burtenbach, que en su marcha había ocupado la villa de Fussen, en el valle alto del río Lech, no fue secundado en sus planes ofensivos por la Liga de Smalkalda, cuyo Consejo le ordenó replegarse sobre el Danubio.
Sin embargo, esta campaña incidió directamente sobre las fuerzas que Carlos V esperaba desde el sur, que tendrían que buscar los otros pasos disponibles: más al oeste el de Splügen —que une Chiavenna con la cuenca alta del Rin en Suiza— y más al este el de Tarvis, que se creía era la ruta que seguiría el tercio de Nápoles, desembarcado en Fiume y que alcanzó Baviera por Salzburgo después de cruzar Carintia y Estiria. Los efectivos salidos de Milán tuvieron que dar un enorme rodeo, pues la ocupación de Fussen les impidió utilizar la comunicación más directa, que era la ruta del Lech, y les obligó a marchar siguiendo el curso del Inn hasta Kufstein, fortaleza que controlaba el paso hacia los Alpes bávaros, defendida por cuatrocientos arcabuceros españoles, la única vía que les quedaba practicable.
De esta forma, Sancho pudo hacerse una idea de cómo estaban las cosas en aquellos momentos y comprendió los movimientos hechos hasta entonces siguiendo un itinerario que no tenía mucho sentido para sus compañeros de armas. Cuando salió de la guardia y volvió a su tienda comentó lo escuchado con un sujeto al que todos los que le hablaban llamaban por su apellido, Muñoz, y al que denominaban el Moro cuando hablaban de él. Sancho lo había conocido porque estuvo a su lado en los ejercicios del caracol y en el orden de batalla, motivo por el que pasaban juntos muchas horas del día. Muñoz era un hombre de edad indefinida y aspecto correoso. Elástico como un felino, sus ojos negros eran capaces de traspasar la oscuridad; de pelo negro ensortijado, el color de su tez explicaba el apodo que había recibido, además de los rumores que corrían sobre ciertas andanzas suyas en el Mediterráneo y en el norte de África, que lo perfilaban como un individuo curtido en todos los avatares, rápido en el uso de las armas y expeditivo en las soluciones, según habían podido comprobar —se decía— algunos desgraciados que se le enfrentaron. Todo ello había creado a su alrededor una aureola de hombre duro y arisco sin otra amistad que su propia sombra, siendo evitado, temido y respetado a un tiempo por los que militaban en su compañía.
El Moro parecía contento con tal situación; hablaba poco, era frugal y nunca se quejaba. Su experiencia le había permitido hacerse una rápida composición de lugar sobre los componentes de la compañía y enseguida había detectado quiénes eran veteranos y quiénes bisoños, los grupos que se habían formado y las actitudes de los más ante el servicio. El hecho de que Sancho fuera un recluta sin experiencia hizo que no le mereciera mayor atención y sólo se fijó en él a raíz de un altercado que se produjo en una acampada, cuando a Sancho se le cayó una bolsa con dinero al sentarse cerca de una hoguera y la recogió diciendo que era suya uno de los del corro, cuya bravuconería apoyada en el servilismo de varios secuaces se había dejado sentir sobre otros miembros de la compañía. El muchacho replicó que se equivocaba y le exigió la devolución. El otro se levantó, retrocedió unos pasos, desenvainó la espada y con una sonrisa de suficiencia dijo:
—Si la quieres, tendrás que quitármela.
Sancho no dijo nada; sacó su acero y empezaron a batirse. El bravucón se percató enseguida de que el joven sabía manejar la espada bastante mejor de lo que él había supuesto, por lo que decidió acabar rápidamente el combate con estocadas que Sancho paraba sin dificultad; en una de ellas, al tiempo que su enemigo se lanzaba hacia delante, el muchacho le desvió el acero hacia la izquierda, desplazó su pierna de ese lado hacia atrás, giro sobre la derecha al tiempo que sacaba la daga y cuando completó el giro su adversario pudo comprobar la presión del puñal en la garganta.
—Y bien, ¿de quién es esa bolsa?
El rival no contestó; sacó la bolsa de su pechera y la arrojó al suelo. Sancho le hizo soltar la espada golpeándole el antebrazo con el guardamanos de la suya.
—Recógela del suelo y dámela.
El individuo obedeció, convencido de que el tono de voz de Sancho presagiaba males mayores si se negaba. Cuando tuvo la bolsa en su poder, el muchacho envainó su acero y mirando a los ojos a su rival le advirtió:
—No vuelvas a confundirte… Ni quieras intentar nada contra mí… La próxima vez no tendrás tanta suerte.
Acto seguido se sentó a la lumbre, mientras el derrotado y los que le secundaban se alejaban. Los que quedaron al fuego reanudaron la conversación. Algo más tarde, Sancho se retiró para acostarse; antes de llegar a su tienda le alcanzó Muñoz, recorriendo juntos el último trecho.
—Has tenido un buen maestro —le dijo el Moro—. Basta verte manejar la espada para darse cuenta de ello… No, no eres un rival fácil, pero harás bien en no confiarte con ésos… pueden volver por ti antes o después.
Sancho no contestó; se limitó a mirarlo no sin sorpresa, pues ignoraba que hubiera sido uno de los espectadores de la pelea y le extrañaba que le hablara de esa forma cuando antes apenas si habían cruzado alguna palabra.
—Por cierto, deberías coserte la bolsa del dinero a la ropa, por dentro… —Muñoz hablaba tocándose significativamente el lado izquierdo a la altura de la cintura y un poco hacia la espalda—. Si la llevas cerrada y pegada al cuerpo, evitarás que se te caiga y que las monedas suenen cuando te muevas.
Desde aquella noche la relación entre ambos se hizo más estrecha. Para Sancho resultó beneficioso que todos le vieran en compañía del Moro, pues su demostración de esgrima y la frecuencia de ese trato hizo pensar a la mayoría que eran tal para cual; el mismo bravucón que lo provocara empezó a pensar que había salido demasiado bien parado del lance como para volver a intentar otra añagaza o buscar venganza. Además, el joven pensaba que por su veteranía no había nadie mejor que su nuevo amigo para que le fuera curtiendo en las diversas facetas de la vida castrense. Por su parte, Muñoz había encontrado en Sancho el compañero leal, que hace pocas preguntas, dispuesto a aprender lo que no sabía por su juventud e inexperiencia y con el que podría contar en momentos de dificultad, acentuando su ascendiente sobre los demás al ver que tenía un decidido camarada.
Sancho no se equivocó en su apreciación, pues muy pronto empezó a beneficiarse de la experiencia del Moro, que le enseñó a colocarse el equipo y las armas en la marcha, a aliviarse los pies doloridos, a dosificar esfuerzos, a calcular el alcance de las armas de fuego… De forma que lo que para los otros bisoños era un camino monótono y agotador, repetitivo de ejercicios, para él se había convertido en una escuela de primer orden, cuyo aprovechamiento le reportaría indudables beneficios posteriores. Por eso, el viaje no le estaba resultando largo ni aburrido y cobró nuevos alicientes cuando con otros varios soldados, incluido el Moro, fueron incorporados al tercio de Milán, que sufrió algunas bajas por el camino, decidiendo el maestre de campo mantener las plazas al completo y que las bajas repercutieran en las unidades que le acompañaban, cuyo destino sería el de integrarse en otras o completar sus efectivos con los suyos.
Pues bien, Muñoz escuchó interesado el relato que Sancho le hizo de lo que escuchara a los oficiales, al término del cual comentaron largamente el contenido de la conversación, haciendo conjeturas y tratando de imaginar los movimientos siguientes de los enemigos del emperador en el vano intento de prever sus desplazamientos futuros.
Tiempo después, cierta mañana y en plena marcha, corrió entre la tropa el rumor de que ya no iban a Ratisbona, sino que su meta era Landshut, lo que acortaba su viaje. El cambio de destino se debía a los últimos movimientos realizados por los beligerantes. En efecto, después de retirarse de los pasos alpinos, Burtenbach se dirigió hacia Donauwörth, ocupando este lugar sobre el Danubio, de gran importancia estratégica, donde la Liga reunía sus fuerzas; a finales de julio ya se encontraban allí el elector Juan Federico de Sajonia con el landgrave de Hesse y todos sus hombres, que unidos a los levantados por las ciudades protestantes de la Liga suponían unos efectivos en torno a los 100.000 soldados, de los que 10.000 eran de caballería, los demás eran infantes y disponían de 100 piezas de artillería. Confiados en el poder de este ejército, los protestantes se dispusieron a ocupar Landshut, población bávara que cortaba las comunicaciones entre Ratisbona, refugio del emperador, y Kufstein, defendida por españoles y paso del tercio de Milán. Si eso llegaba a producirse podría frustrarse la unión de las tropas imperiales, por lo que Carlos V se decidió a salir de Ratisbona y ocupar Landshut, donde aguardaría la llegada de los efectivos españoles e italianos que esperaba, encargando al duque de Alba, capitán general de aquel ejército, que organizara la defensa de la plaza hasta la llegada de los refuerzos. Las fuerzas de la Liga entraron también en Baviera, hacia Ingolstadt, y fue entonces cuando declararon la guerra al emperador con toda la aparatosidad medieval: un paje y un trompeta llevaron a Carlos una carta del elector de Sajonia y el landgrave de Hesse, en la que explicaban su conducta y presentaban sus quejas por la actuación imperial, convencidos de que la superioridad numérica de su ejército les daría la victoria.
Aquella jornada de mediados de agosto se había iniciado al amanecer, como de costumbre, y llevaban varias horas caminando por un bosque, en el que serpenteaba el camino con ligera inclinación ascendente. Sancho advirtió en el suelo numerosas marcas que hablaban de la intensidad del tráfico que circulaba por él; de hecho, en bastantes ocasiones se habían tenido que hacer a un lado para permitir el paso de carruajes que se cruzaban con ellos, mientras que los que llevaban la misma dirección eran adelantados y acababan engrosando el grupo que llevaba la impedimenta, más lento en el avance. Sin alzar mucho la voz, el Moro dijo:
—Estamos cerca del campamento imperial.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Sancho.
—¿Estás ciego? ¿Has visto en algún momento durante todas estas jornadas que llevamos andando un trasiego como éste? —Muñoz no esperó respuesta—. Demasiados carros, demasiados animales y víveres para que se trate de una feria o de un simple mercado urbano. En cuanto podamos divisar el valle veremos el campamento y Landshut. Estoy seguro.
No andaba descaminado el veterano soldado. Algo más tarde el camino salía del bosque para descender suavemente desde las ligeras alturas que limitaban el valle, donde divisaron el final del viaje. En medio del llano, la ciudad se erguía rodeada en gran parte por las tiendas e instalaciones de las tropas imperiales allí acampadas, protegidas por las empalizadas, vallas y terraplenes que Alba había mandado construir para reforzar la defensa que proporcionaban las murallas. Desde la distancia en que se encontraban no podían percibir más que un abigarrado conjunto, en el que destacaban algunas torres de la ciudad, el colorido de las tiendas dominado por el blanco y banderas y gallardetes al viento. A medida que se aproximaban fueron percibiendo cada vez más detalles, hasta que se detuvieron a cierta distancia. Al poco tiempo llegó un jinete procedente de las fuerzas acampadas en las proximidades de la ciudad, siendo conducido ante el maestre de campo. Sancho preguntó:
—¿Quién es ése y a qué viene?
—Ha venido para guiarnos hasta el lugar donde está previsto que levantemos nuestras tiendas —contestó Muñoz—. Ya hay mucha gente aquí y si no me equivoco todavía tienen que llegar bastantes más. Por eso hay que tomar precauciones para que el lugar no se convierta en una Babel ingobernable.
Instantes después reanudaban la marcha con el jinete recién llegado al frente, que los condujo a un hueco en la empalizada por donde entraron en el campamento; las tiendas estaban situadas dentro del recinto acotado por terraplenes y vallas a ambos lados de lo que podía considerarse un camino central y sin guardar ningún orden entre ellas; circulares o rectangulares, algunas tenían las lonas rayadas en un color llamativo, como rojo o azul, sobre fondo blanco, mientras otras sólo tenían algunas grecas o cenefas coloreadas para que destacaran sobre la tonalidad parda o amarillenta de la lona. Con los faldones de las puertas recogidos o levantados, Sancho miraba con curiosidad el multiforme conjunto que le rodeaba, viendo a los soldados ocupados en las más diversas tareas o entretenimientos: algunos limpiaban sus armas, otros se batían, aquellos se agarraban y procuraban derribar al oponente colocándolo de espaldas al suelo e inmovilizándolo, ésos jugaban a los naipes sobre el cuero de un tambor, no faltaban los corros de conversadores, ni los que apoyados en los maderos que formaban los recintos para ganado levantaban la vista y miraban con cierta curiosidad el paso de los recién llegados. En su marcha Sancho pasó por delante de corralizas donde había vacas y bueyes, también reparó en los espacios acotados con comederos para los caballos y las zonas donde las piezas de artillería estaban alineadas con los proyectiles en el suelo dispuestos en montones, mientras los artilleros se ocupaban en mantenerlas prestas; algo más alejadas, unas hogueras y los cacharros y recipientes que había sobre ellas y en las proximidades denunciaban su finalidad culinaria, atendida por un grupo de individuos que trajinaba afanoso y en cuyas inmediaciones funcionaban algunos molinos de campaña, movidos por dos bestias, mientras unos soldados echaban grano por las aberturas superiores y recogían en costales la harina que el girar de los animales iba produciendo.
Muñoz vio la cara de sorpresa de Sancho y le preguntó:
—¿No pensabas que necesitábamos cocinas de tan grandes dimensiones?
—La verdad, ni siquiera me lo había planteado. Pero me ha llamado mucho la atención, como la gran cantidad de bastimentos de todo tipo que veo…
—Pues podías haberte hecho una idea viendo los carros con la impedimenta que llevamos. Sancho, un tercio necesita unos cuatro mil kilos de comida al día… galletas, pan, vino, carne, tocino, pescado… Puedes imaginarte lo que se necesitará diariamente para alimentar a los que aquí nos hemos reunido.
De pronto desembocaron en un espacio despejado donde se detuvieron; era el lugar que se les había asignado; unos quinientos metros más allá continuaban las tiendas y se percibían instalaciones y recintos similares a los que habían dejado atrás. El maestre de campo envió a un sargento a buscar la impedimenta para que la condujera hasta allí y ordenó a los capitanes que mandaran descansar a sus hombres mientras aguardaban la llegada de los carros para proceder a montar las tiendas e instalarse.
Durante la espera, uno de los veteranos se acercó a un grupo de soldados alemanes que estaban próximos a donde se encontraban y charló unos minutos con ellos. Cuando regresó con Sancho y los demás, todos esperaban que hablara y les diera noticias de lo que se comentaba en aquella gran acampada. El veterano se sentó en el suelo, recostándose sobre su equipo, y habló parsimoniosamente:
—Aquí hay unos veinte mil infantes alemanes, pertenecientes a cuatro coronelías con cincuenta banderas y otros dos mil de caballería pesada; nos están esperando a nosotros y dos tercios más: en total, unos ocho mil ochocientos españoles de infantería. También aguardan tropas reclutadas y pagadas por Paulo III, que combatirán por espacio de seis meses: parece que son otros doce mil infantes y con ellos deben llegar novecientos jinetes, de los que seiscientos son pontificios, doscientos toscanos y el resto de Ferrara. Nuestra artillería se calcula en treinta y seis piezas.
—Eso supone que en total seremos en torno a cuarenta y cuatro mil hombres —decía uno de los presentes—, un número bastante inferior al que se dice que han reunido los herejes.
—El emperador espera, además, la llegada de un contingente que procede de los Países Bajos y que está formado por unos veinte mil hombres, donde hay cuatro banderas de españoles que lucharon con el ejército inglés en la pasada guerra contra Francia, ayudándole a conquistar Boulogne.
—Bueno, eso equilibraría algo las fuerzas… pero es menester que lleguen. Si no…
El soldado no acabó la frase. La agitación que se produjo entre los hombres anunciaba la proximidad de la impedimenta y la inminencia del comienzo de los trabajos necesarios para la acampada.
En los días siguientes, las tropas que faltaban fueron llegando. Las guardias funcionaban día y noche, organizadas en pequeñas unidades con funciones policiales, vigilando el campamento para evitar infiltrados o cualquier otro peligro. Un día, a media mañana, se produjo una gran expectación entre los soldados, pues un lucido grupo de jinetes salió de la ciudad y empezó a recorrer el campamento exterior. Componían ese grupo el emperador, el duque de Alba y otros generales que querían comprobar directamente y por sí mismos el estado de las tropas que estaban allí reunidas, pues el comienzo de las operaciones era inminente. Los gritos y aclamaciones se sucedían al paso de Carlos V, que contestaba con movimientos de cabeza y gestos con las manos. Sancho lo recordaba de cuando le vio en Roma y lo encontraba más avejentado de lo que esperaba, tal vez porque el pelo empezaba a clarearle y porque se le había agudizado un tanto el prognatismo, acentuando el parecido de su rostro al de un anciano a quien se le hubiera hundido la mandíbula superior por la falta de dientes. Pero la figura que realmente interesó al muchacho fue la del duque de Alba, que cabalgaba sobre un brioso corcel blanco y llevaba una de las armaduras que viera en casa del cardenal; su apariencia apenas si había cambiado, pues estaba tan sarmentoso y curtido por el sol como cuando lo conoció en Roma, tal vez con algo menos de pelo o eso le parecía al joven, aunque muy bien podía ser la impresión producida por una forma diferente de llevar el cabello o de cortárselo. Sancho los miraba atentamente cuando pasaban por delante y su vanidad juvenil se sintió algo defraudada porque ninguno de ambos personajes había reparado en él, pero su desazón duró poco, pues enseguida pensó en su insignificancia perdida entre otros muchos millares de insignificancias, demasiadas para que nadie pueda singularizarse en semejante multitud innominada: eran soldados, sin más.
Al día siguiente, al atardecer, Muñoz regresó de la ciudad, adonde había ido después del almuerzo. Se marchó sin dar explicaciones, desapareciendo de pronto, y a su vuelta no hizo ningún comentario. Cuando terminaron de cenar y se quedaron solos, el veterano le dijo a su joven amigo:
—Mañana nos anunciarán la marcha. Partiremos pasado mañana al amanecer.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo comentaban en la ciudad los hombres de la guardia del emperador… Es más, parece que algunos aposentadores ya buscan lugares que puedan acogerlo a él y a su séquito en las próximas jornadas.
—¿Y hacia dónde vamos?
—Eso no lo sabe nadie. Dicen que los movimientos de los enemigos obstaculizan la unión con las tropas que vienen de Flandes…
Sancho le miraba con atención, esperando una explicación más amplia. Muñoz levantó la vista hacia él y al verle la cara, continuó:
—En estos momentos, el emperador no cuenta con fuerzas suficientes para enfrentarse a los herejes con posibilidades de triunfo. Necesita las tropas que vienen del norte para tener opciones claras de acabar con sus enemigos.
—¿Entonces por qué nos movemos?
—Por lo que a mí se me alcanza, el emperador emprenderá una campaña de movimientos para mantener en jaque al ejército de la Liga sin buscar batallas campales y dar tiempo a que llegue el conde de Burén con los hombres de Flandes…
—Entonces es posible que tengamos que hacer etapas más largas… De treinta o cuarenta kilómetros diarios en lugar de los veinte habituales, ¿no?
—Es posible —contestó Muñoz—. Cuando reúna sus fuerzas, el emperador cambiará el planteamiento de la guerra.
Tal y como Muñoz lo anunciara, por la mañana se advirtió a los hombres que saldrían al alba siguiente, que prepararan sus equipos. La tarde transcurrió en preparativos y conversaciones llenas de conjeturas sobre la campaña que iba a iniciarse. Sancho estuvo toda la tarde muy callado, perdido en sus pensamientos; el Moro se dio cuenta del mutismo del muchacho y antes de acostarse, cuando la tranquilidad y el silencio se iban imponiendo en el campamento, se acercaron a uno de los cercados de los caballos. Entonces preguntó el veterano:
—¿Por qué callas tanto?
—Bien sabes por qué… Mañana empiezo mi primera campaña. Hasta ahora todo ha sido fácil para mí… He tenido suerte y nunca he visto una batalla ni correr la sangre… De la guerra sólo conozco los desfiles y la vida de guarnición… No sé lo que pasa en un combate y desconozco si sabré aguantarlo.
—Sabrás.
La palabra pronunciada por Muñoz sonó como una sentencia en aquella noche serena y calurosa del mes de agosto. Sancho contemplaba un cielo negro cuajado de estrellas, que brillaban con intensidad por la ausencia de la luna. Los caballos resoplaban de cuando en cuando. Algunas voces lejanas llegaban como rumores ininteligibles. El silencio era cada vez mayor y el tiempo parecía detenerse.
—Muy seguro estás de lo que haré.
—Lo sé por mi experiencia, que no es poca.
—¿Dónde la has conseguido?
—La tengo y basta. Un soldado no tiene pasado —la voz de Muñoz se había hecho grave y bajado en intensidad; a pesar de la oscuridad, Sancho pudo percibir que el rostro del veterano se había ensombrecido y sus ojos parecían contemplar escenas muy alejadas de allí, mientras la respiración se le aceleraba—. Tampoco tenemos futuro. Sólo hay presente para nosotros, y el presente lo hacemos a cada instante…
El Moro se calló, lanzando un profundo suspiro. Sancho aguardó unos instantes antes de volver a hablar:
—Será mejor que durmamos. Mañana va a ser un día duro.
Y sin cruzar más palabras se fueron a dormir, algo que ya hacían los otros compañeros de tienda.
En las jornadas siguientes se desarrollaron una serie de movimientos organizados por el duque de Alba, que supo mantener las tropas imperiales siempre en posición ventajosa respecto a sus enemigos, sin alejarse del Danubio, entre Donauwörth, Neuburg e Ingolstadt, dando tiempo a que Burén pasara el Rin cerca de Maguncia, por Bingen, y esquivando a los enemigos cruzara el Estado de Württemberg para unirse el 15 de septiembre a Carlos V cerca de Ingolstadt. Estas operaciones resultaron todo un éxito, pues las tropas de la Liga no pudieron derrotar a ninguna de las dos partes del ejército imperial, aunque estuvieron cerca en una ocasión en que los protestantes hicieron tal alarde de artillería que el mismo emperador dejó constancia de ello en sus Memorias.
Realmente, ése fue el bautismo de fuego de Sancho. Hasta entonces las operaciones habían discurrido sin que se trabaran acciones de gran importancia, contentándose ambos bandos con escaramuzas de intensidad diferente a la espera de la ocasión que permitiera trabar con ventaja la batalla decisiva, cosa que no ocurrió. En varias jornadas, la rapidez del desplazamiento imperial había exigido un esfuerzo suplementario, que los hombres soportaron bien viendo el ejemplo dado por el propio Carlos V y sus generales; Alba, además, se mostraba incansable buscando en todo momento las mejores posiciones para poderse proteger con los mínimos trabajos. Pese a todo, en aquella ocasión que tanto impresionara al emperador sus hombres tuvieron que soportar a campo abierto y en tierra llana un intenso cañoneo desde las ocho de la mañana que se prolongaría hasta las cuatro de la tarde, en cuyo transcurso recibieron de ochocientos a novecientos kilos de artillería gruesa.
Mientras aquello duraba, Sancho sentía su corazón desbocado, latiéndole en la garganta; las piernas le temblaban hasta el extremo de temer que las rodillas le fallaran; el aire enrarecido dificultaba su agitada respiración; le atenazaba la tensión nerviosa que soportaba a lo largo de aquellas horas, durante las cuales había tenido ganas de salir corriendo en numerosas ocasiones, y lo hubiera hecho de no tener a Muñoz a su lado, al que vio agazapado, apretando los puños, carcomido por la ira y la impotencia pero aguantando. En cierta ocasión sus miradas se cruzaron y el Moro le guiñó un ojo al tiempo que hacía un enérgico ademán de asentimiento con la cabeza. Fue entonces cuando Muñoz se percató de las vacilaciones de ánimo de Sancho y decidió evitar que desfalleciera; le habló con frecuencia y le hizo moverse varias veces en busca de abrigo. Viendo la situación de los imperiales, el de Hesse quiso atacar y dar la batalla, pero el de Sajonia no se decidió, al comprobar la estoica resistencia de que habían hecho gala bajo el bombardeo.
Cuando la artillería de la Liga enmudeció, Alba reagrupó a sus hombres para llevarlos a una posición mejor, protegida y más sólida. Al ponerse en marcha, cada compañía organizó el transporte de los heridos y el recuento de bajas. Mientras se dirigían al nuevo emplazamiento, Sancho miraba a su alrededor comprobando cómo había quedado el lugar, con abundante tierra removida por los proyectiles; los hombres, sucios y polvorientos, tosían caminando aprisa, limpiándose las lágrimas de los ojos enrojecidos por el humo y el polvo que flotaban en un aire denso, caliente y dulzón.
—En mi vida había visto nada igual —le decía Muñoz a Sancho, caminando a su lado y frotándose los ojos para mejorar su visión—. Han sido ocho horas terribles. ¡Malditos herejes! El diablo los confunda.
—Sí… —contestó el muchacho—. Pensaba que esto no iba a acabar nunca. Pese a todo, hemos tenido suerte. Hubo un momento en que parecía que todos los proyectiles iban contra nuestra compañía… Caían a nuestro alrededor como agua de lluvia.
Aquel fue el peor momento vivido hasta la llegada de Burén y los suyos a mediados de septiembre. Después, en lo que quedaba de ese mes, con todos sus efectivos reunidos, el emperador consolidó su posición en el Danubio apoderándose sin esfuerzo de Neuburg, Donauwörth y Lauingen. Operaciones hábilmente calculadas, escasamente costosas en hombres y material, que las tropas imperiales llevaron a cabo con entusiasmo, reforzada su moral tras la reunión de todos sus efectivos.
Pero con la llegada del otoño las cosas cambiaron. El tiempo empeoró, endureciendo la vida de los combatientes. Con las dificultades llegaron las privaciones, las enfermedades y las deserciones. El 18 de octubre el cardenal Farnesio se retiraba de las operaciones con las tropas pontificias que pagaba el papa. Las lluvias constantes embarraban campos y caminos dificultando los movimientos; a veces hubo que levantar los campamentos en lodazales insanos donde los hombres apenas si podían descansar ni mantener secas sus ropas. El único consuelo que tenían era pensar que sus enemigos estaban en condiciones parecidas. El emperador puso especial empeño en mantenerse sobre el campo, esperando que se produjera el ataque de su hermano, el Rey de Romanos, con el duque Mauricio de Sajonia sobre las tierras del elector sajón Juan Federico. La ofensiva se produjo a principios de noviembre con los efectos esperados: llevar la guerra a tierras de los enemigos y dividir las fuerzas de la Liga, al tener que acudir parte de ellas a defender el electorado amenazado. Para entonces ya era imposible pensar en una gran batalla campal. Los días se acortaban y las inclemencias del tiempo dificultaban al máximo los movimientos con todas sus secuelas negativas: retraso en los abastecimientos, víveres escasos, fiebres… Parecía claro que la campaña sería para quien lograra mantenerse más tiempo sobre las armas.
Con los pies hundidos en el fango, sentados o recostados en fardos empapados, Sancho, Muñoz y sus otros compañeros de tienda se protegían de la lluvia que caía con intensidad desde hacía horas. El ruido de las gotas sobre la lona formaba un suave redoble que acompañaba los últimos vestigios del crepúsculo, precursor de otra larga noche sin nada que llevarse al estómago, algo que todos sabían, pollo que algunos de los presentes dormitaban envueltos en paños o pieles para protegerse del frío y del agua. Toses y estornudos eran las notas disonantes en el suave y monótono concierto que formaban las gotas de lluvia.
—¿Os habéis fijado en el emperador? —preguntó Sancho a los presentes—. ¿Habéis visto cómo llevaba la pierna esta mañana cuando iba a caballo?
—Sí —contestó el que tenía a su derecha—. Se la protegía con ese lienzo porque padece un ataque de gota en el pie. Cualquier cosa que le roza le causa gran dolor.
—Más me preocupa a mí saber cuándo va a terminar esta campaña —el que hablaba era un escuálido personaje, envuelto en lienzos que sólo le dejaban visibles los ojos y que tiritaba cerca de la puerta de la tienda—. Hace frío, llueve y muy pronto llegará la nieve… O nos vamos a invernar o daré el tornillazo como hacen tantos otros.
—¿Qué dices? ¿Vas a convertirte en un tornillero? —preguntó el que estaba a su lado.
—No me importa. Además es un buen negocio. Desertas, desapareces y con la primavera vuelves a alistarte: de esa forma cobras y nadie sabe que eres un tornillero. Es un buen modo de vida. Fíjate, estamos en un punto en que no sabemos si ha habido más muertos y heridos que enfermos y desertores. A este paso, el emperador no contará con hombres suficientes para acabar la lucha en el lodazal en que estamos.
El soldado acabó la frase golpeando el barro con su pie, produciendo salpicaduras que alcanzaron a los que estaban próximos a él, con las consiguientes protestas.
—Pues el emperador no va a desistir —terció otro en la conversación—. Aunque enfermo como muchos de nosotros, está dispuesto a aguantar más que los herejes y no dejar de acosarlos hasta que se rindan o se dispersen.
—¿Y cómo va a hacer eso? —volvió a preguntar el potencial tornillero.
Se hizo un silencio porque nadie parecía conocer la respuesta. Nadie, menos Muñoz, que, tras unos segundos, dijo:
—De eso se encargará el duque de Alba, que nos moverá en encamisadas como las de las guerras de Italia y otras artimañas que él conoce como nadie.
Todos le miraron sorprendidos y curiosos. Sancho le preguntó:
—¿Qué son las encamisadas, Muñoz?
—Son ataques nocturnos. Se llaman así porque quienes los realizan encima de la coraza llevan una camisa para reconocerse en la oscuridad. Si están bien dirigidas, no tenéis idea de lo eficaces que pueden ser.
—Yo no sólo he oído hablar de ellas. De hecho, he participado en algunas, pues Alba las emplea en todas sus campañas y ésta es ya mi tercera guerra.
Sancho miró al veterano que acababa de hablar. Era un hombre maduro con una cicatriz en la cara. Sus ojos negros brillaban con luz algo febril. Ni el bigote ni la barba disimulaban la delgadez de su rostro, lo único que dejaban a la vista las mantas en que estaba envuelto.
La noche ya había caído sobre los acampados. La lluvia continuaba constante e implacable. El sueño poco a poco los fue venciendo a todos.
Las jornadas siguientes fueron igualmente intensas. Alba utilizó la encamisada con frecuencia y para ello recurrió de manera preferente a la infantería española. Ni siquiera la nieve fue capaz de detener aquella forma de luchar que les reportaba éxitos constantes, aunque no fueran de mucha entidad, pero que minaban la resistencia de los adversarios y reforzaban la moral de sus protagonistas, algo muy necesario para los imperiales, cuyas fuerzas se agotaban, lo cual era evidente para todos. El mismo Sancho recordaba la dantesca visión que tuvo del campamento imperial al amanecer, cuando regresaban de una encamisada que había puesto a prueba su resistencia: había nevado toda aquella noche de inicios del mes de diciembre y seguía nevando aún de amanecida, alcanzando la nieve una altura de dos pies sobre el suelo; la gente estaba muy esparcida buscando el calor que despedían famélicas hogueras donde humeaban recipientes con sopas aguadas y sin sustancia; los caballos ofrecían un aspecto igualmente lamentable, agotados y faltos de comida después de haber estado ensillados toda la noche. La nieve había vencido no pocas de las tiendas dándoles un aspecto ruinoso. Sólo la tienda imperial y las próximas a ella, las de los generales y altos mandos, mantenían su prestancia. Ante aquel panorama, sin sentir los pies por el frío, con las manos heladas, calado hasta los huesos como el resto de sus compañeros, Sancho se preguntaba hasta cuándo serían capaces de resistir.
Afortunadamente para ellos, el elector Juan Federico ya había iniciado las negociaciones y poco después se retiraba a Sajonia con todas sus tropas. Así comenzaba la disolución del ejército de la Liga, que dejaba el campo al emperador, quien decidió acabar con cualquier posibilidad de reacción de los protestantes invernando en Rothenburg para cortarles el camino hacia Franconia e impedirles así que pudieran recuperarse aprovechando los recursos de aquellos obispados. La rendición de las grandes ciudades de la Liga se inició con la de Ulm el 23 de diciembre; en su vuelta a Flandes, Burén se apoderó de Francfort del Meno y la dejó guarnecida; en enero se rindieron Augsburgo y Estrasburgo. También se rindieron el conde Federico del Palatinado, el arzobispo hereje de Colonia, Hermann de Wied, y Ulrico de Württemberg. En realidad, el sur de Alemania quedaba para Carlos V. Ése fue el resultado de la campaña del Danubio.
Mientras pasaba lo más duro del invierno entre nieves, lluvias y heladas, los soldados procuraban recuperar fuerzas y resarcirse de los sufrimientos y privaciones que habían dejado atrás. Acantonados en diversos lugares entre Ulm y Augsburgo, los costes de su mantenimiento recayeron sobre las ciudades que los recibieron. Sancho, Muñoz y sus camaradas, como casi toda la infantería española, fueron colocados cerca del emperador. En este tiempo se diluyó bastante la variopinta multitud que había seguido al ejército en los meses anteriores. Las cantineras y prostitutas habían desaparecido prácticamente, incapaces de competir con la oferta urbana; lo mismo había sucedido con mercachifles y buhoneros, que si en las marchas y acampadas imponían sus precios y una oferta limitada, ahora sucumbían ante la abundancia de los mercados de las ciudades. Las familias o concubinas de los soldados reconstruían sobre bases algo más estables una convivencia siempre azarosa.
En semejante inactividad, las horas pasaban lentas y monótonas, aunque más confortablemente que en campaña. La taberna, el prostíbulo, los juegos de cartas y dados, además de los galanteos, eran los pasatiempos habituales. En aquellos días, Muñoz dio nuevamente muestras de su independencia, rehuyendo todas las situaciones que pudieran implicarlo en cualquier sentido. Seguía con su frugalidad habitual y salía normalmente solo, conviviendo con sus camaradas únicamente en el aposentamiento que le habían asignado; algunas veces volvía con olor a perfume barato, denunciando haber pasado la tarde o la noche en una relación culpable. Sancho, por su parte, tenía una mayor relación con sus compañeros de armas, pero no acababa de encontrar a ningún grupo con el que realmente se encontrara a gusto; rehuía el trato con los veteranos que bravuconeaban alardeando de estar de vuelta de todo; no le gustaba jugar a las cartas ni a los dados, más que nada porque veía que en las timbas se originaban demasiadas peleas; las relaciones esporádicas con algunas rameras le dejaron tan indiferente como las que tuviera en Milán y le hicieron recordar en más de una ocasión a Carolina, sorprendiéndose al comprobar que con el tiempo aquellos recuerdos no habían perdido intensidad y aún le resultaban gratificantes.
—Haces bien en no complicarte la vida con una mujer —le dijo Muñoz a Sancho una tarde que estaban solos—. Eres demasiado joven y esta vida que llevamos no es para vivirla en compañía.
—Realmente, no he encontrado hasta ahora ninguna que me interese —contestó Sancho, después de pensar unos instantes y decidir no entrar en detalles—. Por eso no me he planteado vivir en compañía, como hacen muchos de nuestros camaradas. Pero entiendo a los que después de una campaña como la que hemos pasado buscan para ellos solos una mujer en la que descargar sus afectos y angustias.
—No digas tonterías. Viviendo como vivimos acabamos completamente embrutecidos y no estamos para esos sentimientos sutiles de que hablas… La cosa es mucho más sencilla: se trata de lujuria, deseo carnal puro y simple, y piensan que actuando así no sólo se aseguran su satisfacción cuando lo quieran, tengan o no dinero, sino también se reconfortan pensando que poseen algo, aunque se trate de una cosa tan poco valiosa como una vida.
El cinismo y el resentimiento dominaban las palabras de Muñoz, a quien Sancho preguntó:
—Si eso es como dices, ¿cómo explicas que algunos tengan hijos?
—Otro error y otro engaño. ¿Quién en su sano juicio traería descendientes al mundo en medio del infierno que es la guerra?
—Si la guerra es un infierno, ¿qué somos nosotros? ¿Condenados o diablos?
—Las dos cosas —contestó Muñoz, echándose hacia delante y apoyándose con los codos en la mesa a la que estaban sentados—. Las dos cosas, Sancho: si te matan, te hieren, te dejan mutilado o enfermas eres un condenado; si matas, hieres, incendias, saqueas o mutilas eres un diablo.
—¿Así de sencillo?
—Sí. Así de sencillo. No lo dudes.
—¿Que no lo dude? —preguntó Sancho—. ¡Lo niego! Muñoz, ¿cómo puedes decir cosas semejantes? Tú has visto a los hombres sufrir en las batallas y en las marchas; has visto cómo se ayudaban y los has visto llorar cuando ha muerto alguno de sus amigos. También has visto las escenas de ternura que se han producido cuando se reencuentran con sus familias o compañeras… No, amigo mío, no. ¡Son hombres que viven! Y como están vivos, ¡aman y sufren!
—¡Ingenuo imbécil!
Los dos hombres se miraron fijamente a los ojos unos instantes, creándose entre ambos un silencio ominoso.
—Muñoz, ¿qué has pasado para hablar así? —preguntó Sancho—. ¿Por qué sigues en el ejército?
El veterano bajó la vista. Durante varios segundos buscó la respuesta y cuando iba a hablar se detuvo, hizo un ademán con la mano como si apartara algo invisible que tenía delante del rostro y concluyó:
—¡Bah!, dejémoslo y vayamos a comer algo.
Sancho se dejó arrastrar hacia la calle pensando que se había perdido una gran oportunidad para que Muñoz le hablara de sí mismo y entonces se dio cuenta de que tampoco él le había contado nunca nada de su vida anterior. Habían convivido, se habían ayudado, pero no sabían nada el uno del otro. Por lo menos, Muñoz era consecuente: no le gustaba que le hicieran preguntas sobre su vida y él tampoco se las hacía a los demás. Al salir a la calle, el frío les azotó el rostro. Se embozaron en sus capas y caminaron con cuidado para no resbalar en la nieve helada.
Aquellas jornadas tranquilas no iban a durar mucho. Con la llegada de la primavera de 1547 volvieron las operaciones. Enero y febrero habían discurrido en medio de una gran tensión en las alturas, pues el emperador —gotoso y cuyo envejecimiento prematuro se había acentuado en los últimos meses— seguía con inquietud las nuevas que les llegaban de Sajonia y de Italia. En Sajonia, el elector Juan Federico había reaccionado con acierto y logró frenar a los invasores del Rey de Romanos y de Mauricio de Sajonia; particularmente grave fue el descalabro que sufrió en Rochlitz el margrave Alberto Alcibíades de Brandeburgo-Kulmbach, al que el emperador envió con ocho mil quinientos hombres como refuerzo de Fernando o de Mauricio, pero fue derrotado y hecho prisionero antes de que conectara con ellos. En Italia, la actitud de Paulo III era cada vez más hostil al emperador, sobre todo desde que conoció las concesiones hechas por Carlos V en las capitulaciones firmadas con las ciudades de la Liga; la suspensión del Concilio de Trento en marzo (en el que el papa y el emperador discrepaban, pues aquél hizo que las sesiones abordaran las cuestiones dogmáticas, mientras que Carlos V quería que trataran las cuestiones disciplinarias para no entorpecer más el acuerdo con los protestantes) y su traslado a Bolonia huyendo de la enfermedad infecciosa que aconsejó el cierre de sesiones complicarían aún más las relaciones con el pontificado.
Sopesando todos los factores, incluida la probable vuelta a la guerra de Francia, el emperador, pese a no estar en las mejores condiciones físicas, decidió ponerse nuevamente al frente de sus ejércitos. A principios del mes de marzo salió de Ulm. Le acompañaban los tercios de Arce, de Alonso Vivas y de don Álvaro de Sande con las cuatro banderas que sitiaran Boulogne; en total, unos nueve mil infantes; había otros dieciséis mil alemanes de la misma arma y dos mil caballos. En Nördlingen tuvieron que detenerse unos días, pues la gota impidió continuar al emperador; para no retrasar más la marcha fue transportado en litera, continuando hasta Nuremberg. Por delante había ido Alba, que introdujo en la ciudad una guarnición, organizó el campamento fuera de ella y preparó la llegada de Carlos V, a quien los habitantes de la ciudad tributaron un gran recibimiento, pero como no mejoraba de la gota hubo de permanecer allí casi una semana, saliendo finalmente hacia Sajonia, donde le esperaban su hermano Fernando, el duque Mauricio de Sajonia y el margrave Juan Jorge de Brandeburgo, quienes aportaron fuerzas de caballería al ejército imperial: mil setecientos jinetes el primero de ellos, de los que novecientos eran húngaros, muy considerados por su valor y eficacia, mil el duque y cuatrocientos el margrave. Eger fue el punto de reunión y allí pasaría el emperador la Semana Santa.
La tarde del Sábado Santo Carlos V estaba sentado en un amplio y cómodo sillón, al lado izquierdo de una chimenea donde ardían gruesos troncos caldeando el ambiente de la habitación de forma un tanto excesiva para la estación. Sus piernas descasaban en mullidos cojines. Sin volverse, oyó abrirse la puerta de la habitación y a un gentilhombre que le anunciaba la presencia del duque de Alba. El emperador hizo un movimiento con su mano izquierda al tiempo que decía:
—Pasad, don Fernando. Pasad y acomodaos.
Alba entró en la habitación y con pasos amplios y enérgicos se situó al otro lado de la chimenea. Hizo una inclinación ante su rey y le miró a la cara, pudiendo ver los estragos de la gota en un rostro cansado y algo desencajado por el dolor y la falta de sueño. Con un gesto, Carlos V le indicó el otro escaño que estaba delante de la chimenea y el duque se sentó en él, desplazándolo un poco a la derecha para no recibir tan directamente el calor de la lumbre.
—Hemos de acabar con esta situación de una vez por todas, mi buen Alba. El invierno ha sido duro para los hombres y no sé cuánto serán capaces de aguantar… y yo no resisto esta gota maldita.
El duque callaba mirando al emperador con atención. Un lacayo abrió la puerta y colocó en la mesa un par de candelabros con varias velas encendidas. La estancia se animó algo al perder los tonos grises y oscuros de la ya escasa luz vespertina.
—He pensado mucho en el plan de campaña que hemos trazado con mi hermano, el duque Mauricio y el margrave. Me parece audaz y directo en su planteamiento. Pero aunque no lo fuera, es el más apropiado para nuestros intereses. Así que saldremos de inmediato para Sajonia, en busca del elector, y daremos la batalla decisiva. Para alcanzar al elector tendremos que eliminar los destacamentos y guarniciones que ha puesto en nuestro camino. Eso será misión vuestra. ¿Habéis pensado algo sobre ello?
—Sí, majestad. Saldré con la infantería y alguna caballería. La rapidez en la acción y la ventaja del número nos permitirán acabar con esas resistencias una a una; incluso, situando a los hombres adecuadamente, interrumpiremos sus contactos y les impediremos apoyarse. No tendremos problemas. Me gusta ese tipo de guerra, de movimientos rápidos y fulgurantes. Una forma de luchar en la que nuestros infantes españoles se están convirtiendo en consumados especialistas. Los aniquilaremos o los dispersaré de tal forma que no podrán volver a reunirse. Descuidad, majestad, no se nos quedarán como un peligro a retaguardia.
—Me anima oíros, don Fernando. ¿Estáis preparados para la marcha?
—Sí, majestad. Lo estaremos; aún faltan dos jornadas para partir y ultimamos los preparativos. Si no hay percances, podremos salir de amanecida el lunes de Pascua.
—Yo os seguiré con el resto de la fuerza dos días después. Por cierto, ¿con cuántos hombres contamos?
—Con unos veinticinco mil infantes y cinco mil caballos.
—No son muchos.
—Pero son suficientes, majestad.
La noche había caído por completo. Finas gotas de sudor eran perceptibles en la frente y en los pómulos del emperador, cuya respiración se había vuelto algo jadeante y fatigosa. Alba no sabía si atribuir la sudoración al calor de la chimenea o a la fiebre. Un gentilhombre entró en la cámara precediendo a varios criados que llevaban la cena de su señor, quien al ver los platos hizo un gesto de desagrado; únicamente el que contenía una sopa humeante le apeteció, pero antes cogió un jarro de cerveza y lo bebió con verdadera ansiedad. Alba se había levantado y esperaba para retirarse el permiso del emperador, que se dirigió nuevamente a él:
—Podéis iros a descansar, don Fernando. Os veré antes de la marcha.
El duque se inclinó respetuosamente. Dio varios pasos hacia atrás, y fuera ya de la vista del emperador se volvió y abandonó la estancia.
Tal y como Alba había previsto, el lunes se ponían en marcha los primeros contingentes de los efectivos que irían abriendo el camino hacia Sajonia, en el inicio de la campaña del Elba. También se cumplió su previsión en lo que a los reductos de tropas del elector se refiere. El avance imperial, rápido y directo, fue anulando cada uno de ellos, vencidos y dispersados sin remisión. A medida que se aproximaban a Sajonia y tenían nuevas del elector, las tropas imperiales fueron forzando la marcha y buscaban el encuentro decisivo. Pero Juan Federico esquivaba la batalla campal, tratando de que el ejército imperial se agotara en pequeños choques, nada decisivos, en los que las tropas del elector iban cediendo terreno, permitiendo a los imperiales adentrarse en Sajonia y alejarse cada vez más de sus bases. No le importó eso a los generales de Carlos V, que tuvieron noticias a mediados de abril de que Juan Federico estaba con el grueso de su ejército cerca de Meissen. El 21 de ese mes, tras un gran esfuerzo, el emperador estaba ya sobre el río Elba; dio un respiro a sus tropas mientras enviaba exploradores para localizar con exactitud al enemigo y encontrar un vado que les permitiera cruzar la corriente de agua. El 23 fue informado de que el elector se había desplazado hasta Mühlberg, un lugarejo río abajo. El primer impulso de Carlos fue salir en pos del enemigo de inmediato, pero era imposible a esa altura de la tarde realizar la maniobra antes de que cayera la noche; entonces llamó a concilio a sus generales.
Fernando, Rey de Romanos, el duque Mauricio y el duque de Alba acudieron a la llamada imperial y fue parecer unánime esperar al día siguiente, 24 de abril, para atacar. Ya anochecido, Carlos llamó nuevamente a don Fernando; cuando éste acudió a su presencia, le dijo:
—Mi buen Alba, tenéis que aprestarlo todo para cruzar el río. Tenderéis un puente de barcas que nos lleve a la orilla derecha.
—Eso es muy difícil, majestad. Vos mejor que nadie sabéis que nuestro equipo de pontoneros no es de los mejores y el Elba baja crecido; no tenemos suficiente para montar un puente de barcas. Además, habéis visto la otra orilla; es escarpada, de forma que un puñado de hombres apostados en ella pueden defenderla sin riesgo y con facilidad. Tendremos que buscar un vado, aunque tengamos que mover al grueso del ejército antes de lo previsto, con la primera luz del día.
—La primera luz llega sobre las tres.
—En efecto, y si nos ponemos en marcha con rapidez, en unas horas estaremos frente al ejército del elector. Pasar el río será lo importante y lo difícil. Enviaré a algunos hombres a ver si encuentran el vado.
A las tres de la madrugada el ejército imperial estaba en plena actividad preparando la marcha. A medida que la luz del día aumentaba, una ligera bruma fue levantando del río hasta convertirse en espesa niebla, entorpeciendo los movimientos de los soldados pero ocultándolos a la vista del enemigo. Poco a poco regresaban las partidas que habían salido a buscar el vado y comunicaban el fracaso de sus pesquisas. El cuartel general del emperador estaba impaciente e inquieto y el mismo Carlos V se acercó a comer algo y a buscar información a una aldea próxima, teniendo la suerte de encontrar a un joven que en un asno había cruzado la corriente la noche anterior y se ofreció a mostrarles el lugar por donde lo había hecho. A toda prisa se encaminaron a ese punto y cuando llegaron a él la niebla comenzó a levantar. La sorpresa del elector y los suyos fue mayúscula al ver enfrente al enemigo, cundiendo el pánico entre ellos; decidieron levantar el campo y escapar hacia Torgau y Wittenberg, donde esperaban ponerse a cubierto, pero ya era tarde para esa maniobra, que les hizo descuidar el río, en cuya orilla tenían los elementos que los imperiales necesitaban para completar el puente de barcas. Entre los hombres se corrió la voz de que el primer cuidado del duque de Alba iba a ser apoderarse de los trozos de puente que tenía el enemigo y que la empresa se iba a encomendar a los arcabuceros españoles.
—¿Sabes nadar, Sancho?
—Pues claro, Muñoz. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque ésta es la ocasión que esperábamos. Los que consigan cruzar el río y volver con los pontones merecerán el reconocimiento y el premio de los jefes. Debemos estar en esa operación. ¡Apresúrate!
Los dos soldados se dirigieron a la orilla, a la altura del vado, donde ya había gran número de hombres. Alba hizo circular las órdenes con rapidez: se trataba de que los arcabuceros se adentraran por el vado hasta que pudieran alcanzar con sus disparos al enemigo para alejarlo de la orilla; en particular debían batir los pontones y sus proximidades. Cuando los soldados del elector los hubiesen abandonado, un grupo de arcabuceros se adentraría por el río hasta llegar a ellos y traerlos para que los pontoneros pudieran armar el puente de barcas por donde cruzaría el grueso del ejército. El emperador llegó a donde estaban los arcabuceros españoles y los arengó provocando las aclamaciones y el entusiasmo de sus hombres. Alba dio la orden y los arcabuceros comenzaron a entrar en el vado, haciendo fuego con sus armas; mientras cargaban, les adelantaban otros que disparaban y dejaban paso a los que venían detrás, repitiendo la operación hasta llegar a la mitad del río.
Muñoz le dijo a Sancho:
—Deja el arcabuz, amigo. Nosotros somos de los que pasaremos a nado a por esos pontones —al ver titubear al muchacho, le instó—: ¡Hazme caso! Deja el arcabuz y sígueme.
Muñoz se abrió paso entre sus compañeros seguido de Sancho. En su avance hacia el lugar por donde los hombres entraban en el río pudieron percatarse de que los enemigos replicaban con nutrido fuego de arcabucería y alguna artillería. Pero la precipitación de los artilleros y el miedo de los arcabuceros les impedía precisar el tiro, causando pocas bajas; al contrario que los españoles, que avanzaban despacio con descargas cerradas que debilitaban la resistencia enemiga de manera clara. Cuando penetraron en el agua, Sancho sintió su frialdad, provocándole un ligero castañeteo de dientes; a medida que avanzaba el nivel del agua iba subiendo, pero pronto se olvidó de ella, pues ya sentía el fragor de la batalla y su ánimo hervía; las detonaciones de los que disparaban, las nubes de humo que le llegaban de cuando en cuando, los gritos y maldiciones de los heridos, las exclamaciones con que se infundían ánimo unos y otros acabaron por insensibilizar a los soldados para todo lo que no fuera avanzar y atacar. Cuando llegó a las primeras filas de arcabuceros, ya en el centro del río y con el agua a la cintura, Sancho vio a un alférez que gritaba para hacerse oír y conseguir formar un grupo que pasara a la otra orilla. A su alrededor había hombres dispuesto a seguirlo y a ellos se unieron Sancho y Muñoz. Instantes después, el alférez daba la esperada orden:
—¡Vamos allá!
Por desgracia para él, un disparo le alcanzó en el pecho, atravesándole la coraza y lanzándolo hacia atrás. Herido mortalmente, no pudo continuar. El momento de duda que surgió entre los soldados lo resolvió Muñoz gritando:
—¡Vamos por ellos! ¡Pagarán por lo que han hecho!
Y se lanzó hacia delante nadando; Sancho le imitó, y detrás de él los demás. Al nadar los hombres se desplazaban más rápidamente y ofrecían un blanco menor a los pocos soldados que todavía quedaban en la orilla opuesta. La artillería enemiga había enmudecido. Sancho sintió cómo caían a su alrededor proyectiles de los arcabuces, que alcanzaron a algunos de los nadadores, pero advirtió también que cada vez eran menos los disparos y cuando estaban a unos metros de los pontones ya habían cesado por completo. Algo después, pudieron ponerse en pie con el agua a media pierna y echaron mano de sus espadas y dagas para enfrentarse a los enemigos que aún estaban en los pontones y que se dispersaron tras la primera acometida.
—¡Rápido, rápido! ¡Soltad las amarras! ¡A los remos, a los remos! Hay que salir de aquí enseguida.
El que hablaba era Muñoz, al que el grupo había aceptado tácitamente como jefe, dada su decisión y veteranía. Muñoz hablaba y actuaba al mismo tiempo dando ejemplo, prontamente imitado por los demás. Cuando vieron desde la otra orilla que los pontones se movían hacia el centro de la corriente se produjo un griterío ensordecedor y algunos de los hombres ya clamaban victoria. En plena euforia llegaron a la orilla Alba y el emperador y, al notar su presencia, los hombres redoblaron sus gritos y aclamaciones. Mientras, sin nadie que los hostigara en la orilla derecha, los pontones seguían avanzando hacia la orilla izquierda y un capitán que se había adentrado en el vado ordenó a los soldados que estaban a su alrededor:
—¡Id a ayudarles! Deprisa.
Desde el campo imperial se vigilaban los movimientos del elector y pudieron comprobar que estaba en franca retirada y así se advirtió al emperador, quien ordenó a Alba:
—Don Fernando, acabaréis el puente, dejando expedito el vado; así tendremos dos vías para que el ejército pueda pasar rápidamente al otro lado. Quiero alcanzar al elector, pero con la mayor cantidad posible de hombres en aquella orilla. Enviaremos por delante a los jinetes húngaros y a la caballería ligera para que empiecen a hostigarlo y retrasen la huida de sus hombres; así podremos alcanzarlo y dar la batalla decisiva.
—Se hará como decís, majestad.
En la orilla había comenzado el tendido del puente en cuanto comprobaron que el golpe de mano había sido un éxito. Alba había ordenado que detrás de los pontoneros fueran avanzando algunas piezas de artillería y gente de a pie, para que repelieran el ataque de los enemigos si se producía. Minutos después llegaban Muñoz y los demás con los pontones, siendo recibidos con aclamaciones por sus compañeros. Cuando se retiraban para facilitar los trabajos de quienes hacían el puente apareció Alba a caballo y se dirigió a Muñoz:
—Soldado, ¿de dónde sois?
—Algunos somos del tercio de Milán, excelencia; los demás, no sé.
—Bien. Oídme, cuando acabe la jornada mandaré a buscaros y quiero que vengáis todos los que habéis traído los pontones.
Alba dio por concluida la conversación y se dirigió hacia el puente de barcas, cuya construcción avanzaba rápidamente. Sancho se sentó al lado de Muñoz, tan sudoroso y jadeante como él y los demás, a los que el veterano dijo:
—Ya habéis oído a su excelencia. Cuando acabe la jornada nos reuniremos cerca de su tienda e iremos a verle cuando nos llame.
Algo más tarde el puente estuvo concluido. Varias piezas de artillería se apostaron en la orilla para defenderlo si era necesario. Los arcabuceros que habían avanzado con las piezas se situaron a ambos lados de su acceso. Por el puente expedito cruzó en primer lugar la caballería ligera con los jinetes húngaros, que se lanzaron a galope en persecución del ejército del elector; tras ellos pasó Alba con la vanguardia, donde iba también el duque Mauricio; luego cruzó el grueso con Carlos V y su hermano Fernando, que se adelantaron en busca de la caballería, que ya había alcanzado al ejército enemigo. El elector quiso resistir en una zona pantanosa, cerca de un bosque. Allí llegó Carlos y después de que Alba reconociera el terreno y se produjeran las primeras escaramuzas, se prepararon para el ataque final sin esperar a que llegara la infantería. El emperador se situó en el centro, con un escuadrón en diecisiete filas de profundidad para abarcar un amplio frente y no ser rodeado en la batalla; a un lado se colocó Alba y al otro el duque Mauricio. Y se produjo el ataque. Los imperiales penetraron como un estilete entre los enemigos, que volvieron la espalda iniciando una desbandada sin orden que convirtió el resto de la batalla en una huida y una persecución. A las siete de la tarde todo había concluido. La batalla de Mühlberg fue un éxito imperial completo. Era el 24 de abril de 1547. El ejército del elector quedó deshecho y muchos de sus componentes apresados; entre ellos estaba su general, el elector Juan Federico.
Tras la batalla llegó el momento de reparar las fuerzas y descansar. Los cirujanos y capellanes atendían a los heridos en tiendas levantadas ex profeso para ellos. Los sepultureros recorrían el campo con sus carros recogiendo a los muertos. Los que habían sobrevivido se despojaban de las armas y esperaban que alguien acudiera con comida.
—¿Has tenido miedo, Sancho?
Antes de responder, Sancho pensó unos instantes y, un tanto sorprendido, respondió:
—No… La verdad es que hoy ni siquiera he pensado en ello.
—No te olvides nunca de la muerte. Es una mujer y como tal imprevisible y coqueta y, como sabes bien, no perdona a nadie. Si la temes, llegará y antes de llevarte te hará sufrir. Si no la temes, se sentirá despechada y vendrá por ti…
—¿Entonces?…
—Trátala como a una vieja amante… Tenla presente, pero piensa en ella lo justo…
—No entiendo qué me quieres decir, Muñoz…
—Te digo que como todos moriremos, no hay que preocuparse demasiado por la muerte, pero que no podemos olvidarnos de ella ni acudir antes a su llamada —Muñoz miraba la cara desconcertada de Sancho—. En una palabra, no conviene meterse en situaciones de las que no hay salida o el escape sea difícil —Sancho seguía sin aclararse y Muñoz quiso ponérselo más fácil—. Amigo, calcula los riesgos cuando actúes… no te lances a hacer algo sin antes sopesar lo que los pros y los contras pueden reportarte: si merece la pena, adelante; si no, resérvate.
—Algo así como hoy, ¿no?
—Exacto. Había que arriesgar, pero merecía la pena y así lo ha apreciado el duque de Alba… Veremos para qué nos quiere.
La noche pasó en calma, y ya con el sol alto corrió entre los hombres la voz de que Alba llamaba a los que habían recuperado los pontones. Muñoz y Sancho se dirigieron a la tienda del general. Por el camino se les unieron varios compañeros, otros ya estaban allí cuando ellos llegaron y tras esperar a algunos rezagados los hicieron pasar a presencia de Alba.
—Quiero felicitaros por lo que habéis hecho. Ha sido una hazaña que ha permitido obtener la gran victoria que ayer logramos sobre los herejes. El emperador está satisfecho y contento por vuestro valor y me encarga que os dé una ventaja. Por eso os he llamado.
Alba se interrumpió y fue mirando uno por uno a los hombres que tenía delante de sí. Sancho estaba detrás de dos compañeros, pero su cabeza sobresalía por encima de ellos, por lo que el duque pudo verlo sin dificultad. Alba reconoció a Muñoz, que estaba en la primera fila, y le preguntó:
—¿Estáis todos?
—Creo que sí, excelencia. Por lo menos, los que podemos acudir a vuestra llamada…
—¿Y eso?
—Tuvimos bajas en el río…
Alba asintió con la cabeza y explicó:
—Ahora el contador tomará nota de vuestros nombres y de vuestras compañías. En la próxima muestra os dará una paga de ventaja —los hombres sonrieron en señal de aprobación, complacidos por el reconocimiento de que eran objeto. Pero eso no fue todo, pues el duque continuó—: Por mi parte, quiero que recordéis este día toda vuestra vida. Os haré un regalo que os servirá de recuerdo u os sacará de algún apuro.
Un criado se aproximaba con una bandeja cubierta por un paño rojo, dejándola sobre la mesa que tenía el duque a su lado, y se retiró tras hacer una reverencia. Alba apartó el paño y dejó al descubierto unas cadenas de oro. Dirigiéndose a los soldados les dijo:
—Tomad —cogió un puñado de cadenas y se acercó al grupo para repartirlas—. Esta joya será muestra evidente de vuestra hazaña.
Los hombres las fueron recibiendo, mirándolas con ojos ávidos y calculando su valor, que los más entendidos estimaron en torno a los ciento cincuenta escudos. Cuando alargó una de ellas a Sancho, lo miró fijamente y le preguntó:
—¿Cuántas campañas has hecho?
—Es mi primera guerra, excelencia. Estuve en el Danubio y aquí.
—Pues has empezado con muy buen pie. Si sigues así, llegarás lejos.
—No podía desaprovechar esta ocasión. Hace tiempo os dije que quería ser soldado.
Alba lo miró extrañado, sin comprender. Sancho, por toda respuesta, echó mano a su espalda y sacó la daga que años atrás le regalara don Fernando, quien la reconoció enseguida.
—Has cambiado mucho desde que nos vimos la última vez. No te hubiera reconocido nunca… ¡Eras un niño!
—Sí, excelencia. Hace mucho tiempo. Pero en estos años vuestra daga ha sido para mí constante compañera y permanente estímulo.
Mientras hablaba, Sancho le alargó el arma, como si se la devolviera. Pero Alba negó con la cabeza, diciéndole con una amplia sonrisa:
—Guárdala. Está en buenas manos… Nos volveremos a encontrar. Estoy seguro. La próxima vez te reconoceré sin necesidad de que me la muestres.