Aquella noche Sancho había dormido de un tirón y se despertó poco antes del amanecer. Se levantó completamente despejado, pasando del sueño a la vigilia en cuestión de segundos. Se vistió a toda prisa con las ropas preparadas al efecto, colocándose la daga del duque de Alba en la espalda, enganchada en el cinturón, y se echó el manto que le preparara tía Marcia cubriéndole desde los hombros hasta las pantorrillas, como una amplia capa con la que podía embozarse; de esa guisa descendió las escaleras hasta el patio sin hacer el menor ruido, y en cuanto abrieron la puerta con el nuevo día se escabulló en silencio, como una sombra. Sin perder un minuto se encaminó hacia el norte para dirigirse a Milán; pensaba —acertadamente— que si el cardenal enviaba a alguien en su busca lo haría hacia Nápoles, que era a donde él había dicho que se dirigiría, con lo que tendría una ventaja adicional proporcionada por el tiempo que perdieran buscándole en la dirección equivocada. Veinte minutos más tarde, Sancho salía confundido entre las docenas de personas que abandonaban Roma para dedicarse a sus quehaceres en las tierras y lugares que circundaban la ciudad o emprendían algún viaje, constituyendo un heterogéneo y abigarrado grupo humano compuesto por labradores, arrieros, comerciantes, mercachifles, viajeros, vagabundos, mendigos y algún que otro clérigo, que iban a pie, montados o en carruaje, solos o acompañados, silenciosos o en animada conversación, pasando por delante de los guardias sin que éstos les prestaran más atención que unas miradas rutinarias entre bostezos y desperezamientos.
Sancho había ido averiguando con cautela y sin mostrar curiosidad alguna cuál era el itinerario que debía seguir para llegar a su destino. A este respecto, hábiles preguntas a Giacomo —que al responderlas podía demostrar su superioridad y mayor conocimiento del mundo que sus amigos— le fueron muy útiles para calcular que la distancia entre Roma y Milán era de unas ciento veinte leguas castellanas; si las cosas le rodaban sin dificultades mayores esperaba cubrir ese trayecto en unos veinte o veinticinco días… o en menos si tenía suerte; pero no le iba a resultar fácil, pues para no llamar la atención las primeras jornadas no podría ir demasiado deprisa, ni singularizarse en parte alguna, además de estar pendiente de lo que sucedía detrás de él, por si veía a algún enviado del cardenal, pues hasta el séptimo u octavo día de marcha no podría considerarse totalmente a salvo de sus posibles perseguidores; tampoco sería aconsejable dormir en posadas o mesones demasiado apartados o vacíos, pues correría muchos riesgos: desde que lo descubrieran a ser robado o mancillado.
En cuanto al itinerario, había decidido encaminarse a Florencia por Orvieto y Siena, un camino directo que era la ruta que habitualmente seguían Giacomo y su padre en los viajes a España, desviándose en Florencia hacia la costa y bordeando el mar por Génova y Niza hasta alcanzar los Pirineos. En esa parte del camino Sancho podría desplazarse con cierta rapidez, pues tenía una minuciosa información suministrada por su amigo en numerosas conversaciones donde mezclaba datos concretos, anécdotas y no pocas invenciones, sobre todo relativas a las noches pasadas en ventas y mesones cuyas criadas quedaban prendadas de sus encantos; la descripción de esos ambientes era utilísima para Sancho, que podría estar sobre aviso de lo que iba a encontrar en tales establecimientos y cómo comportarse en ellos. Además, la bondad de la estación le permitiría pasar noches al raso sin demasiados problemas, evitando lugares poco seguros o amenazadores para él y preservando el secreto de su viaje. Desde Florencia cruzaría los Apeninos hasta Bolonia y remontaría el valle del Po por Módena, Parma, Piacenza y Pavía para así alcanzar Milán. Esa parte del viaje le era bastante más desconocida, pues la escasa información que había logrado reunir no le permitía una planificación tan minuciosa como para el camino hasta Florencia. No obstante, pensaba actuar de acuerdo con una práctica que Giacomo le aconsejara desde su sabiduría y experiencia para cuando viajara: evitar pernoctar en toda ciudad de importancia que no fuera la de destino o se conociera bien, ya que se advertiría enseguida que era forastero y podría ser víctima de alguna mala pasada por parte de picaros y bribones; así que Sancho había decidido cruzar o bordear esas ciudades en pleno día, pernoctando antes de llegar a ellas y después de dejarlas atrás. Con tal proceder, los consejos de tía Marcia, la experiencia derivada de los relatos escuchados en las veladas de la casa del cardenal Del Olmo y un poco de suerte esperaba no tener demasiados problemas en la marcha.
Sancho meditaba sobre todas estas cuestiones mientras caminaba a buen paso. A medida que se alejaba de la ciudad la concurrencia en el camino iba disminuyendo, pues los transeúntes se apartaban por los senderos laterales o se detenían en caseríos y establecimientos públicos. Mediada la mañana, Sancho había recorrido un gran trecho y desde dos horas antes marchaba prácticamente solo; de tarde en tarde se cruzaba con algún caminante o era adelantado por algún que otro carruaje. El hambre empezaba a dejarse sentir; no muy lejos, el joven divisó un grupo de árboles entre matorrales, pareciéndole un buen lugar para ocultarse a la vista de los viajeros y comer con algo de tranquilidad, y así lo hizo. Cuando estaba en mitad de su comida se le acercó un perro famélico, al que Sancho no había visto antes. El animal se detuvo cerca de él, se sentó sobre los cuartos traseros y esperó atento meneando el rabo. El muchacho empezó a sentirse cada vez más molesto ante aquella mirada fija y la boca babeante del perro, al que finalmente lanzó un trozo de pan. Mientras éste lo devoraba ansioso, Sancho oteó el camino y al verlo despejado salió de los matorrales y reanudó la marcha con bríos renovados. El perro le siguió a cierta distancia.
A la puesta de sol, la preocupación invadió el ánimo del joven. Hacía mucho tiempo que no había visto a nadie y no sabía qué hacer ni dónde pasar la noche. Temía quedarse en despoblado y no estaba seguro de si sería prudente pernoctar en una venta, si la encontrara, pues llegar solo le inquietaba y temía que el posadero o los criados le hicieran una mala pasada. En tales pensamientos iba absorto cuando una voz le sorprendió a su espalda:
—Dios te guarde, hijo.
Sancho se volvió sobresaltado y vio a un hombre ataviado con un hábito franciscano. Moreno, con un pelo desigual, que difícilmente recordaba la tonsura habitual entre los seguidores del santo de Asís, barba y bigote de varios días y aspecto general desaliñado, en nada parecido al de los miembros de esa orden mendicante, que él conocía bien porque los había visto desde pequeño en Ávila y luego en Roma. Un tanto intranquilo, devolvió el saludo:
—Que Él sea con vos.
—¿Adonde te diriges, hijo? —preguntó el fraile.
—Voy algo más adelante, donde me espera mi amo —mintió Sancho.
—¿Y te ha dejado tu amo solo en estos lugares? No parece un proceder muy cristiano.
—Tenéis razón. ¿Quién sois vos?
—Soy fray Antonio de Asís. No he querido llamarme Francisco, que es mi nombre de pila, por respeto al santo… ¿Cómo se llama tu amo?
Sancho pensó rápido y decidió darle el nombre de su padre, que estaba seguro de que no habría oído jamás, aunque tergiversando la información:
—Don Antón Vázquez. Es un aragonés que ha estado un tiempo en Roma en la embajada española y ahora va de viaje.
—¿Adonde va, hijo?
—No lo sé. Va en un carruaje que salió esta mañana de Roma —Sancho recordaba uno en particular que le había adelantado a primeras horas del día y era posible que el fraile lo hubiera visto. Si el fraile le preguntaba qué carruaje, se lo describiría.
—Y tú, ¿por qué no le acompañas en su coche?
—Iba muy cargado y decidió que había que aliviar el peso, así que me dijo que me bajara para que me recogieran dos hombres que vienen detrás con varios animales de carga y que le siguen a su destino…
—Y ellos, ¿por qué se han retrasado?
—Tampoco lo sé… Parece que antes de salir esperaban algo que no acababa de llegar…
Sancho no perdía de vista al fraile ni al camino, temiendo que en cualquier momento apareciera alguien más y que fuera víctima de una encerrona, aunque procuraba tranquilizarse viendo el hábito franciscano. En sus respuestas procuraba mostrarse sereno y sincero para que el fraile no recelara de sus contestaciones.
—Pues… ya es muy tarde para que aparezcan, ¿no crees?
Antes de responder, Sancho decidió anticiparse:
—Es lo que pensaba cuando habéis aparecido… Y lo peor es que no tengo dinero… ¿Hay alguna venta o posada cerca? Tal vez allí esté mi amo.
—Ya es muy tarde para llegar a ningún sitio habitado… Hemos de pensar en dormir en descampado.
La propuesta del fraile inquietó a Sancho sin saber muy bien por qué, pues el comportamiento del franciscano no daba pie a pensar nada raro. Una nueva pregunta le situó en el momento en que estaba.
—¿Tienes algo de comer?
—Unos mendrugos de pan y un par de huevos duros, ¿y vos?
—No, hijo. Yo no tengo nada. Fío en la Providencia… que siempre pone en mi camino algún alma caritativa y hoy te ha puesto a ti. Mira, aquí podemos comer y dormir.
El fraile señaló un lugar próximo al camino y se encaminó a él. La luz diurna había desaparecido y la noche estaba muy próxima. Sancho pensó que deberían seguir andando hasta que fuera totalmente de noche para que nadie pudiera ver dónde se detenían y ocultaban. Por eso dijo:
—Quedaos vos, si queréis. Yo seguiré un poco más. Quizás mi amo me esté esperando.
—Seguiré contigo, hijo. Así, si lo encuentras, lo conoceré y siempre estaremos más seguros con él que solos —el perro se le había aproximado en exceso y el fraile intentó apartarlo con una patada, al tiempo que gritaba—: ¡Aparta, maldito chucho!
Sancho lo miró asombrado y siguió caminando. Cuando la noche había cerrado y el cansancio empezaba a dominarle, habló:
—Mi amo no aparece ni sus criados tampoco… ¿Creéis que podemos quedarnos a dormir por aquí?
—No hay más remedio, hijo, y este lugar es tan bueno como los demás.
Se apartaron del camino y se acomodaron en las proximidades de un arroyuelo, donde calmaron su sed. Sancho sacó del hatillo dos pedazos de pan y dos huevos, tendiéndoselos al fraile, que tomó uno de cada y se puso a comer vorazmente, mientras él hacía lo mismo sin dejar de observarle. Unos minutos después, fray Antonio dijo:
—Bueno, durmamos. Mañana al amanecer seguiremos nuestro camino.
—Por cierto, fray Antonio, ¿adonde os dirigís vos?
—Voy a Florencia, donde he de predicar seis sermones en la catedral.
Sancho se acomodó en una desigualdad del terreno que le permitía estar casi incorporado. Se despojó del manto, se recostó tapándose con él y dejó el hatillo al lado de su cabeza. Al poco tiempo notó que sus ojos se cerraban. Miró nuevamente al fraile, que también parecía dormir, y él se dispuso a hacer lo mismo.
Sancho no sabía cuánto había dormido cuando se despertó. No hizo ningún movimiento y entreabrió los ojos sin saber qué ocurría. Vio al fraile agachado e inmóvil a un par de metros de él. Fray Antonio miraba fijamente al joven y al no advertir nada raro movió su mano y sacó de debajo de la sandalia unas ramas secas, que habían crujido al pisarlas despertando a Sancho. El fraile acabó de aproximarse al muchacho; con sumo cuidado agarró el hatillo, y cuando iniciaba su retirada sintió un fuerte golpe en las posaderas y cayó de bruces. Sancho, que lo había derribado de una patada, se sentó a horcajadas sobre él, aprisionándole los brazos con las rodillas y apretándole la cabeza contra el suelo con una mano, mientras la otra se la pasaba cerca de la cara para que pudiera ver que empuñaba una daga, la que Alba le regalara, apoyándosela en el cuello para que sintiera la frialdad de la hoja.
—Y ahora, fray Antonio, o quienquiera que seáis, encomendad vuestra alma a Dios, pues vuestra vida termina aquí.
—¿Pero qué haces, hijo? ¿Te has vuelto loco? ¿Cómo vas a matar a un fraile, a una persona consagrada al servicio de Dios?
—Vos no sois fraile. Un franciscano no trata de golpear a un perro como lo habéis intentado y, además, bendice los alimentos antes de comer, cosa que vos no habéis hecho. Así que… ¡rezad!
—Tente, por Dios, tente. No me mates. Tienes razón, no soy franciscano, soy un desgraciado que merodea por los caminos cercanos a Roma y como ése es mi medio de vida me veo obligado a cambiar mi aspecto de vez en cuando. Este hábito se lo robé hace tiempo a un franciscano, al que sorprendí solo y le arrebaté también la bolsa con las limosnas recogidas. Al ver la cantidad que llevaba pensé que podría ser un disfraz lucrativo para utilizarlo de cuando en cuando y eso hago…
—Me da igual quién seáis y lo que seáis… ¡Vais a morir! —Sancho había decidido situar en el límite al fingido fraile, cuyo miedo podía sentir—. ¡No puedo correr el riesgo de que aparezcan vuestros compinches y me quiten lo único valioso que tengo, que es mi vida!.
—Espera. Aguarda, no tengo compinches; voy solo. ¿Crees que si los tuviera no hubieran aparecido ya y te hubiéramos robado? Estoy solo… Además, no iba a hacerte daño. Tengo hambre y quería ver si llevabas en el hatillo más comida…
—No. No tengo ni comida ni nada… Yo también os he mentido. Mi amo iba a Nápoles y a la salida de Roma se puso hecho un energúmeno, me gritó, me golpeó y… todo porque se me cayó un jarrón y se me rompió… al sentir su bastón en mi espalda le golpeé con uno de los trozos del jarrón, le abrí la cabeza y huí antes de que los otros criados pudieran alcanzarme… y voy huyendo… Matarte a ti no me crea ningún problema…
—Espera, por Dios y su Santísima Madre. Escúchame. Podemos hacer una sociedad —Sancho aflojó la presión dispuesto a escuchar—. Trabajar juntos nos beneficiará a ambos. Nadie desconfiará de ti si te ve en compañía de un franciscano y yo digo que eres un monaguillo del convento; de la misma forma, un fraile que viaja acompañado inspira más confianza que si va solo. Algún incauto se presentará y su desconfianza será nuestra suerte…
—No sé… Si me has engañado una vez —Sancho había decidido tutearlo—, puedes engañarme más —afirmó el chico, mientras aflojaba la presión y con una mano cacheaba al fraile por si llevaba algún arma oculta en el hábito. Cuando se cercioró de que iba desarmado, se levantó y lo dejó incorporarse.
—No seas tonto. Piénsalo… No te voy a engañar ni te haré ninguna jugarreta… ¡Juntos podemos mejorar nuestra suerte!
—Lo pensaré. Si estás mañana aquí te daré la respuesta.
Sancho empezó a alejarse.
—¿Dónde vas? —le preguntó el fraile.
—A dormir… Pero como no me fío de ti, buscaré un lugar apartado para acabar de pasar la noche… y te juro que como te vea aparecer te ensartaré como a un capón. No quiero más sorpresas. Mañana volveré por aquí… si estás hablaremos, y si no… que tengas suerte y no te vuelvas a cruzar conmigo o lo lamentarás.
—Descuida. Aquí estaré. ¿Cómo te llamas?
—Puedes llamarme hijo, como lo has hecho hasta ahora… Si seguimos juntos, será más convincente para quien nos oiga.
Sancho se alejó y estuvo observando un rato al fingido fraile. Cuando se cercioró de que se había dormido se distanció algo más y, refugiado entre unos matorrales, se durmió hasta poco antes del amanecer. En cuanto se despertó, miró a su alrededor y al verlo todo en calma se incorporó, recogió el hatillo y se dirigió a donde había dejado a fray Antonio, que aún dormía; sacó un pedazo de carne y otro de pan y comió, esperando que se despertara. Cuando terminó su desayuno se acercó al arroyo, bebió y se echó agua en la cara para despabilarse por completo. El ruido que hizo al lavarse despertó al hombre, que se incorporó sobresaltado.
—Ah, eres tú. ¡Qué susto me has dado!
Sancho no contestó, y al ver su silencio, el fraile preguntó:
—¿Qué has decidido?
—Podemos trabajar juntos unos días para ver cómo nos va, pero tenemos que alejarnos más de Roma… No quiero que me encuentren, pues, aunque vayamos juntos, los criados de mi amo me conocen. Caminemos todo el día y por la noche estableceremos un plan. Si se nos presenta algo durante la jornada ya veremos qué hacer. Pero para que tú parezcas un fraile de verdad tendrás que arreglarte mejor el pelo, raparte barba y bigote y componerte adecuadamente el hábito. ¡Pareces un rufián más que un hombre de iglesia! De esa guisa no podrás engañar a nadie.
—De acuerdo. Nos vamos en cuanto me adecente y… me coma lo que me des para desayunar.
Sancho le alargó un trozo de pan y carne, diciéndole:
—Date prisa. Está saliendo el sol.
Dos horas más tarde, con el sol calentando el ambiente y andando a buen paso, fueron adelantados por un carruaje. Aún estaban envueltos en la nube de polvo que el vehículo había levantado cuando uno de los cuatro jinetes que lo escoltaban volvía hacia ellos, mientras el resto se detenía.
—Acercaos al coche. La señora marquesa quiere hablaros.
Sancho y fray Antonio —cuya presencia había mejorado bastante gracias a las indicaciones de aquél— se miraron sorprendidos y obedecieron en silencio. Al llegar a la altura de la puerta la cortinilla de la ventana se abrió y pudieron ver a una dama de cara pálida, piel arrugada, muy mayor, de pelo blanco recogido por un laborioso peinado sobre la nuca; sus labios casi habían desaparecido en la boca desdentada, entre una nariz aguileña y una barbilla prominente. Los miró unos instantes con ojos inquisidores y vivos, preguntando con voz firme, propia de quien está acostumbrado a recibir respuestas:
—¿Dónde vais?
Sancho se anticipó a su acompañante y contestó con aplomo:
—Fray Antonio de Asís va a Florencia, donde predicará una semana en la catedral…
—¿Vais a Florencia? —preguntó con clara alegría la anciana—. Pues habéis tenido suerte. Yo vivo allí y puedo llevaros. Andad, subid al coche.
Fray Antonio estaba descompuesto. No esperaba una cosa así y temía el desenlace de la situación, pero de nuevo Sancho se le adelantó, convencido de que antes de aceptar la invitación tenía que concretar algunas cosas con su compañero de viaje para no ser descubiertos:
—Señora, fray Antonio tiene por costumbre andar todas las mañanas un largo rato. Eso templa su cuerpo y purifica su alma. Aún le falta caminar un trecho. ¿Seríais tan amable de permitirnos marchar delante de vuestro carruaje y subir después?
—Se hará como decís. Claudio, ya lo has oído. Acomoda nuestro paso al de fray Antonio —dijo la dama dirigiéndose al jinete que había hablado con ellos.
Sancho y el fraile empezaron a andar y éste le dijo en voz baja para que no le oyeran:
—¿Estás loco, muchacho? ¿En qué lío vamos a meternos? Tenemos que irnos de aquí. Yo no quiero ir a Florencia ni subir a esa carroza. Una cosa es andar trampeando con pobres diablos y otra muy diferente jugártela con gente importante.
El muchacho procuró tranquilizar a su acompañante diciéndole que de esta forma ganaban toda la jornada y pondrían más tierra de por medio entre ellos y los criados de su amo. Además tendrían oportunidad de conocer a la marquesa y obtener algún beneficio, pues parecía un alma caritativa y piadosa. Después de mucho perorar, el fraile pareció tranquilizarse y asumir su papel, recomendándole al respecto Sancho que al subir al coche bendijera a los presentes —que no eran otros que la marquesa y su dama de compañía—, que no hablara demasiado y que llegado el momento de la comida no se olvidara de bendecir los alimentos, algo que el fingido fraile no sabía hacer, por lo que Sancho le enseñó una oración sencilla a propósito para tales ocasiones. De acuerdo en todos los extremos, ambos caminantes indicaron su deseo de continuar el viaje en el carruaje y subieron a él.
La jornada transcurrió sin sobresaltos. Sancho no acababa de creerse la suerte que habían tenido, pues la marquesa los tomó bajo su protección, los sentó a su mesa y mostró la intención de costear su alojamiento y manutención las jornadas que tardaran en llegar a Florencia. El fraile, por su parte, no se vio en mayores compromisos, pues durante la mañana la anciana durmió gran parte del trayecto y la dama que la acompañaba en el carruaje les indicó a Sancho y a él que no hicieran ruido para no despertarla. Después de la comida quien se durmió fue el fraile, con lo que tampoco hubo mucho de qué hablar. Sólo antes de detenerse para cenar y pernoctar en una posada la conversación se generalizó; el tema fue la ciudad de Roma, adonde la marquesa se había trasladado para visitar a unos parientes; tanto Sancho como su acompañante la conocían bien y el conocimiento que el muchacho tenía de los asuntos eclesiásticos resultó decisivo para que la marquesa y su dama no experimentaran ningún recelo.
Por la noche, cuando ya llevaban un rato en sus aposentos y el silencio lo dominaba todo, fray Antonio se levantó con sigilo y se encaminó hacia la puerta, pero antes de que llegara a ella Sancho se interpuso impidiéndole abrirla y preguntando:
—¿Dónde vas ahora?
—Me marcho. No aguanto más.
—No llegarías muy lejos… Como intentes marcharte, te las verás con mi daga, te arrojaré en cualquier rincón y por la mañana diré que eras un impostor, que me llevabas amenazado y que has huido… Cuando descubran tu cadáver estaremos lejos y yo a salvo.
Sancho hablaba con firmeza y empuñaba la daga sin titubear, colocándosela al fraile a la altura de los ojos.
—Esta situación no tiene salida, muchacho. Tarde o temprano descubrirán quiénes somos y entonces pagaremos las consecuencias. ¡Vámonos ahora que estamos a tiempo!
—No vamos a ir a ningún sitio. Seguiremos con la marquesa hasta Florencia. Si en el camino podemos robarle algo, lo haremos. Si no, cuando lleguemos desaparecemos y nos ponemos en camino para volver a Roma… No seas tonto, hombre —la energía había dejado paso a un tono conciliador en la voz de Sancho—. Tenemos la posibilidad de comer y dormir tranquilos unos días. No la desaprovechemos. Cada hora que pasa, la marquesa está más confiada… Sus criados tampoco desconfían… ¡Estoy seguro de que llegará nuestra oportunidad!
El hombre dudaba, pero tras un rato de discusión aceptó la propuesta de Sancho, sobre todo porque no tenía una opción mejor. Así que se resignó a su suerte y decidió vivir de la mejor manera posible las próximas jornadas. Unas jornadas en las que Sancho observó los comportamientos y las formas de actuar de los diferentes tipos humanos que poblaban los establecimientos donde los viajeros reponían fuerzas o pernoctaban, completando la información que ya poseía especialmente gracias a Giacomo, una valiosa información de indudable utilidad y de la que no tardaría en beneficiarse. Por su parte, el fingido fraile acabó identificándose con su papel; las constantes atenciones y deferencias de que era objeto por parte de la marquesa y sus criados le convencieron de su importancia; para evitar cometer equivocaciones o incurrir en errores había decidido hablar poco y le pedía a Sancho que le enseñara algunas oraciones y actitudes para resultar más convincente. Además, varias veces al día decía que rezaba o meditaba, encerrándose en un mutismo absoluto y simulando completa abstracción; su experiencia en vivir a costa del prójimo, el mucho tiempo pasado trampeando y los recursos que le proporcionaba su dilatada vida en los caminos hicieron el resto. Así pasaron tranquilamente los días. Sancho se felicitaba por el viaje tan rápido y cómodo que estaban haciendo; con matemática precisión llegaban poco antes de anochecer al alojamiento previsto y reemprendían la marcha a poco de despuntar el sol, sin más detenciones que las justas para reponer fuerzas, cambiar algunos animales del tiro o pernoctar.
Ni siquiera en Siena la marquesa redujo el ritmo del viaje, pese a la insistencia de un pariente lejano en cuyo palacio se alojaron. A Sancho le hubiera gustado tener más tiempo para pasear por la ciudad, pues cuando se aproximaban a ella, al ver sus murallas y las numerosas torres que sobresalían por encima, recordó su Ávila natal, en una extraña asociación de ideas que no acababa de entender cómo se había producido, pues ambas villas eran muy diferentes. Tal vez por la muralla circundante, tal vez por las dimensiones de la ciudad, tal vez por la desazón que de vez en cuando le invadía al verse perdido en el mundo, tal vez por el deseo de sentirse protegido, que también le atenazaba en más de una ocasión, lo cierto es que Sancho vio en Siena algo que le resultó familiar y deseaba recrearse en tan reconfortante sensación. Se le ocurrió una idea que puso en práctica de inmediato, sin pensarlo dos veces:
—Fray Antonio, ¿vos no queríais acudir a la catedral o a alguna iglesia para rezar ante la presencia de Nuestro Señor?
El aludido le miró con cierta sorpresa y pensó que algo quería decirle Sancho, así que asintió y el muchacho se ofreció a acompañarle. Unas precisas indicaciones por parte de los criados de la casa los orientaron hacia donde estaba la catedral y hacia ella se dirigieron. Aprovechando las últimas luces del día, el fraile y su acompañante deambularon por la villa durante una hora y media aproximadamente, lo que les permitió entrar en la catedral —para conocerla y poder responder si a la vuelta les hacían algunas preguntas—, además de recorrer las calles principales y algunas zonas próximas a las murallas, admirando templos y torres como San Francisco o Santo Domingo, además de mansiones señoriales y el palacio de la más alta magistratura de la ciudad. Un paseo muy gratificante para Sancho, que al andar liberaba mucha de la energía y la tensión contenidas durante las jornadas precedentes, advirtiendo cómo su espíritu se serenaba, dándole fuerzas para continuar. Fray Antonio no acababa de entender la razón de aquella caminata, sobre todo cuando pensaba que se estaría perdiendo el refrigerio que le habrían servido a la marquesa, pero no hizo la menor objeción, pensando que Sancho había estado acertado al proponer una práctica piadosa a fin de no levantar sospechas.
Al día siguiente, de buena mañana, reemprendieron el viaje, que continuó con la misma bonanza que hasta entonces. Sin embargo, la última jornada presentó una dificultad inesperada. Al amanecer, el cielo estaba totalmente encapotado y antes de que iniciaran la marcha llovía intensamente; pronto el camino se embarró y el carruaje empezó a rodar más lentamente, con el consiguiente retraso, lo que al final del día los obligó a detenerse y pasar la noche en una posada varias leguas antes de llegar a Florencia. Cuando se quedaron solos después de cenar, y ya en su aposento, el fraile le dijo a Sancho:
—Deberíamos desaparecer, muchacho. Nuestra situación será insostenible mañana.
—Esta noche no podríamos llegar muy lejos. En cambio, si esperamos a llegar a Florencia y decimos que vamos a ver al obispo podremos volver a salir de la ciudad y emprender el regreso a Roma. No nos echarán de menos hasta la noche y entonces será tarde para encontrarnos. Cuando aclaren lo sucedido al día siguiente nosotros estaremos lejos.
Una vez más, Sancho resultó convincente. Lo placentero de los últimos días —tan placenteros como fray Antonio no recordaba otros— y la falta de alternativas le decidieron a esperar como su compañero le aconsejaba y con esa esperanza durmió tranquilamente.
Al poco de amanecer ya estaban en marcha y pronto pudo observar Sancho la llanura atravesada por el río Arno, a los pies de los montes Apeninos en la Toscaza-Emilia, donde se erguía la ciudad a la que se dirigían, rodeada de un entorno paradisíaco. La vista del conjunto compuesto por Florencia y el valle en el que se asentaba era espléndida, de un verde rozagante, salpicado de mansiones y villas, cuyo color claro las hacía destacar en el paisaje, aunque sus formas no se percibían por la distancia, pero cuya grandeza podía comprobar el viajero en más de una ocasión al pasar el camino por sus proximidades. Constituían una especie de preparación introductoria a la maravilla que era la ciudad. Frescobaldi, Pazzi, Pitti, Médicis, Strozzi, Rucellai… eran nombres de linajes rancios y afamados que Sancho recordaba a medida que se acercaba al recinto urbano, en el que la catedral se imponía sobre torres, cúpulas y tejados; una catedral cuya construcción comenzó en el siglo XIII y tiene su elemento más característico en la cúpula ideada por Brunelleschi. La armonía y belleza del edificio le dejó mudo de asombro y lo contemplaba con avidez mientras las vueltas y revueltas del camino se lo permitían.
A media mañana, el coche ya rodaba por las calles de Florencia. Sancho miraba atentamente por la ventanilla; había oído hablar mucho de la ciudad durante su estancia en Roma. El mismo don Jerónimo, en el viaje, les había comentado bastantes de sus excelencias y recordaba que se refirió a un predicador apocalíptico y visionario llamado Savonarola, condenado a la hoguera en la plaza de la Señoría. Sin embargo, en aquella ocasión, ya lejana, no habían podido ver gran cosa, pues llegaron tarde y salieron temprano al día siguiente; un rápido paseo por la ciudad a bordo del carruaje que escoltaba Marco Vincio fue todo lo que hicieron en Florencia y él recordaba que estaba demasiado adormilado entonces para que nada de lo que tenía a su alrededor le interesara. Por eso, descubría la ciudad en aquellos momentos y quedó sorprendido por la luz de sus calles, donde la piedra, los mármoles y los frescos de los edificios constituían un rico mosaico de riqueza y buen gusto. El trasiego de peatones y vehículos hizo que el carruaje de la marquesa aminorara su marcha y ello le permitió a Sancho observar más detenidamente los lugares por los que discurrían, impregnando su retina con unas imágenes que recordaría toda su vida, sin poder reconstruir muy bien el orden en que las había visto ni la certeza de la información que amablemente les daba la marquesa a medida que se presentaba ante sus ojos algo digno de ser destacado.
Recordaría siempre lo acogedora que le resultó la plaza de la Señoría, cerrada en uno de sus lados por un frontal de edificios frente a los que se alzaba airosa y colosal la mole del palacio Viejo con su imponente torre; cerrando la plaza por la izquierda, la Loggia dei Lanzi le sedujo con su gótico tardío y elegante. Se sintió feliz cuando por la afluencia de gente el vehículo se detuvo cerca de la catedral y el baptisterio. Desde su asiento pudo admirar el campanario de aquélla, obra de Giotto, que con la cúpula hacían algo único y singular del edificio catedralicio; un nuevo avance del coche le posibilitó la contemplación de las puertas del baptisterio, en particular la puerta este o del Paraíso, llamada así por las excelentes esculturas con que Ghiberti la había decorado a finales del siglo XV, sobre la que les llamó reiteradamente la atención la marquesa y que él veía en todo su esplendor.
Precisamente la insistencia de la marquesa frente a la puerta del Paraíso devolvió a Sancho a la realidad, pues temió que le preguntara al fingido fraile la explicación de las escenas que el artista había esculpido. Por eso, trató de percibir los detalles para identificarlas y estar al quite en caso de que fuera necesaria su intervención. Afortunadamente no hizo falta, pues el carruaje se movió de nuevo y ya sin detenerse concluyó el viaje. Sancho, vuelto a la realidad súbitamente, pensó deprisa una salida a la situación. La compañía del llamado fray Antonio ya no le era necesaria; más bien al contrario, podía ser un estorbo que le delataría en cualquier momento, pues la marquesa no tardaría en descubrir la superchería; él por su parte había logrado poner mucha tierra de por medio en muy poco tiempo, así que decidió arriesgarse y seguir viaje de inmediato hacia Milán, prescindiendo de cualquier otra consideración. Cuando el carruaje se detuvo en el patio del palacio de la marquesa y descendieron de él, Sancho ya tenía su plan y lo puso en marcha advirtiendo:
—Señora, permitidme que vaya a la catedral a decirle al obispo que fray Antonio está en la ciudad y que me informe de lo que debe hacer. Vos, fray Antonio, descansad, que vuelvo enseguida. Recuerdo el camino perfectamente y no me perderé.
Fray Antonio le miró espantado y antes de que pudiera decir nada la marquesa lo cogió del brazo al tiempo que concluía:
—Ve, muchacho. Fray Antonio, vamos dentro. Os acomodaréis y esperaremos las nuevas del obispo.
Y sin pensarlo más, la señora empezó a andar llevando del brazo al fraile, mientras Sancho se dirigía rápidamente a la calle. En cuanto estuvo fuera de la vista de los moradores del palacio, y tras requerir la oportuna información, echó a correr y salió de la ciudad en dirección a Bolonia. Una hora después había perdido de vista Florencia y planeaba cómo emplear el resto de la jornada que tenía por delante.
En los días precedentes Sancho había observado atentamente la vida en posadas y mesones y advirtió que donde mejor podía pasar desapercibido era entre los mozos de mulas, por lo general los más desaliñados en el vestir y que estaban casi siempre en los establos, adonde algunas veces les llevaban los alimentos en grandes ollas o pucheros de los que se servían en sus escudillas sin ceremonias ni diferencias; muchos preferían dormir entre la paja y el heno, lo que les resultaba más confortable que los jergones de los dormitorios comunes de las plantas altas de las posadas o los bancos de madera de las mesas; además, la conversación después de las cenas se alargaba y las mozas, concluidas sus faenas, acudían a aquellos corros en busca de entretenimiento o aventuras amorosas ocasionales, que satisfacían libremente y sin excesivos pudores en cualquiera de los rincones de las cuadras, pajares y graneros o por los recovecos de los patios. Algo que todos aceptaban con naturalidad y que en alguna ocasión generaba reyertas, más escandalosas que sangrientas y siempre breves.
Sancho mantenía su capital intacto. La protección de la marquesa había sido decisiva también en este particular; compartir aposento con el fingido fraile le exigió ser especialmente cauteloso, pero no tuvo mayores dificultades, pues fray Antonio, que había creído la historia del muchacho, había llegado a la conclusión que éste no poseía nada valioso. La noche anterior a su llegada a Florencia Sancho hurtó algunas provisiones —pan y carne fiambre—, una parte de las cuales le sirvió para comer al día siguiente, lo que hizo en una pequeña pausa en su caminar sentado sobre un tronco para librarse de la humedad del suelo y cerca de un regato, donde sació su sed.
Ya de anochecida divisó una posada y se encaminó decidido hacia ella. Casi al mismo tiempo que él hizo su entrada en el patio un carruaje, del que descendieron un anciano, un matrimonio y una criada; el mozo bajó del pescante, donde iba con el conductor, con quien se dispuso a descargar los bultos del equipaje. Sancho ocultó su hatillo bajo un montón de paja para que nadie pensara que acababa de entrar en el establecimiento y observó a los mozos recién llegados y a otros que atendían a algunos animales de los que estaban en los establos; especialmente asequible le pareció un grupo de tres que cepillaban sendos caballos en animada conversación sobre el generoso cuerpo de una muchacha, que Sancho dedujo sería una de las criadas. Cogiendo una espuerta vacía y unas cuerdas, se aproximó a donde estaban y al tiempo que dejaba la espuerta en el suelo y colgaba las cuerdas de un saliente, preguntó:
—¿Alguno de vosotros trabajáis para el comerciante?
Ninguno contestó afirmativamente, de lo que se alegró Sancho en su fuero interno, pues era un disparo a ciegas, y añadió:
—Estaba cenando con mi amo y cuando se levantaba para retirarse me pareció que buscaba a alguno de sus criados… En fin, lo habrá encontrado.
La conversación que Sancho interrumpiera con su pregunta continuó entre los mozos; él pudo sumarse a ella, de manera que a los ojos de cualquiera parecía ser uno más de ese grupo y los mozos a los que interpelara dieron por hecho que era un criado, cuyo señor se alojaba en la posada. Cuando entraron a cenar, le preguntaron que si les acompañaba, pero Sancho prefirió no correr riesgos, contestó que ya había cenado y que iba a terminar unas faenas antes de acostarse. Y sin darle más importancia le dejaron solo, lo que él aprovechó para dar cuenta de las provisiones que le quedaban y buscar un lugar apartado en un granero, donde pasó la noche. A la mañana siguiente, se fijó en la dirección en que los viajeros abandonaban la posada y se alegró de ver que los mozos con los que hablara la noche anterior no llevaban su mismo destino. Cuando hubieron salido todos, él entró en la posada y pidió que le sirvieran comida; el dueño le miró con desconfianza y le preguntó si tenía con qué pagar. Sancho puso encima de la mesa una moneda de oro, que el ventero quiso coger, pero el chico se le anticipó tapándola con la mano y dijo:
—La comida primero y lo que sobre de la moneda me lo dais en pan y en carne o queso para el camino.
El posadero le miró malamente y con recelo, pero atendió su petición y algo después Sancho reemprendía el camino. En las jornadas siguientes actuó de forma parecida, comprando víveres para la comida del día y reservándose la parte de la cena, por si no podía hacerla en la posada adonde llegaba. Si veía la situación clara, se atrevía a pedir alojamiento abiertamente y pernoctaba en lugares en consonancia con su aspecto: los bancos de las mesas o algún lugar del establo. Con frecuencia pensaba en la buena fortuna que estaba teniendo en el viaje. Al salir de Roma se había concienciado de que su marcha tendría sinsabores y malos tragos, por eso no podía menos que sorprenderse de su buena suerte, no sólo en la marcha hasta Florencia —se había acordado más de una vez de fray Antonio, preguntándose qué habría sido de él y cómo saldría del atolladero, y reparó con sorpresa en que no sabía el nombre de la marquesa, pues todos se habían dirigido a ella con este tratamiento— sino también en las varias jornadas que llevaba caminando hacia Milán. De vez en cuando apretaba los puños y sonreía murmurando «Audaces fortuna iuvat», un proverbio latino que en Sancho volvía a cumplirse una vez más.
En efecto, atrás ya habían quedado Módena, Parma, Piacenza y Pavía. Su dinero había disminuido de manera clara, pero no sentía inquietud al respecto, ya que aun le quedaba una cantidad importante para mantenerse un tiempo en Milán si las cosas iban mal, pues el viaje estaba tocando a su fin. Estimaba que su meta se encontraba a dos jornadas en carruaje desde el lugar donde se disponía a pernoctar aquella noche y ya empezaba a preguntarse qué haría cuando llegara. En esa ocasión había entrado en el patio de la venta sin ser visto y sin reparar en nadie. Se encontraba muy cansado y decidió buscar un lugar recóndito del establo, comer apresuradamente y dormir lo más posible; si le sorprendían, pretextaría como disculpa de su proceder el cansancio y una indisposición corporal, a lo que añadiría unas monedas que eran el coste aproximado de su estancia en el establo. No le molestó para conciliar el sueño el trasiego lógico que hubo en el patio y en las dependencias anejas hasta que, concluida la cena y acomodados hombres y animales, el silencio y la calma se enseñorearon del recinto. Sin embargo, cuando llevaba no sabía cuánto tiempo dormido, le despertó el rumor de unas voces quedas, a las que en principio no dio más importancia, pues pensó que sería la conversación de dos amantes ocasionales que no querían ser descubiertos, pero pronto percibió que había más de dos voces y ninguna femenina, por lo que puso atención a lo que decían; desde su escondrijo trató de divisar dónde estaba el grupo que hablaba, viéndolo en la puerta del establo, recortadas sus figuras al contraluz del patio, iluminado por el resplandor de la luna llena que campeaba en el cielo desde hacía horas.
El grupo lo constituían cuatro personas. Tres de ellas tenían el sombrero puesto y se embozaban con la capa, bajo la que se advertía la espada; el cuarto individuo, sin tocado alguno, tenía el aspecto de un mozo de la posada; al verle hacer algunos gestos le pareció que era el que hablaba y escuchó, comprobando que la distancia le hacía perder algunas de sus frases o palabras: es un pagador de las tropas españolas del emperador y se dirige a Milán… viaja… de su esposa y tres homb… y un mozo…
—¿Qué lleva de valor?
Era otra voz la que oía.
—Lleva un par de… —de nuevo hablaba el primero—, no parece contener nada valioso; el otro, un cofre de metal… pesado, suena al moverlo… pagas de las tropas, pues no lo pierden de vista los tres…
Luego habló otro de los individuos, pero no entendió lo que decía, aunque Sancho pudo deducirlo por lo que le oyó a quien creía era el mozo de la posada: destino es Milán; llevará pagas a la guarnición del castillo…
Otro del conciliábulo habló, pero no le pudo oír el muchacho, al que sí llegó la respuesta:
—Ha preguntado dónde pasar la noche mañana y… en la posada de Vicentino, a una jornada escasa de Milán.
Las voces se hicieron más quedas aún, pues uno de los caballos piafó, al parecer molesto por los inoportunos parlanchines, que bajaron de inmediato el tono que empleaban. Sancho ya no pudo oír nada más de la conversación, interrumpida algo después cuando los reunidos se marcharon. El muchacho se acercó a la puerta del establo a tiempo de ver cómo los tres individuos con capa salían fuera del recinto de la posada, escuchando al poco tiempo los cascos de unos caballos que se alejaban. Sancho volvió a su escondite. Trataba de encontrar la manera de aprovecharse de la información que el azar le había servido; pensó largo rato sobre el tema hasta decidir que la mejor solución sería averiguar quién era el pagador e informarle de la trama contra él a cambio de que lo llevara a Milán; era consciente de que hacerse creer no sería fácil, pero tampoco imposible. Después comprobó que aún faltaban unas horas para el amanecer, así que decidió intentar volver a dormirse, lo que consiguió al poco tiempo.
Nada más iniciarse el movimiento en el patio, Sancho se despertó. Simuló ser uno más de los mozos que deambulaban aprestando las cabalgaduras y carruajes para la jornada que se iniciaba mientras observaba atentamente a todos los que aparecían en el recinto. No tardó en descubrir a tres hombres que pensó que podían ser los acompañantes del pagador al verlos aprestar sendas cabalgaduras; sus dudas se disiparon algo después, cuando un matrimonio de porte distinguido se acercó a un carruaje, al que ellos también se aproximaron y donde otros dos individuos terminaban de cargar el equipaje. Sancho se dirigió decidido hacia el matrimonio:
—Perdonadme, señor. ¿Sois pagador de las tropas imperiales?
El matrimonio se volvió y el marido lo miró asombrado, preguntándole:
—¿Y tú por qué quieres saberlo?
—Es importante, señor. ¿Lo sois?
El hombre dudó un instante, contemplando desconfiado el miserable aspecto de Sancho, pero finalmente se impuso la teatral magnanimidad de quien se cree y se sabe superior.
—Sí, lo soy —dijo—. Soy don Fernando de Zayas, pagador de las tropas del emperador, nuestro señor… Y ésta es mi señora, doña Isabel Acuña. Y bien… dime, ¿qué es eso tan importante?
—Señor, soy huérfano —Sancho empezó a contar la historia que había imaginado— y me encamino a Milán para alistarme en el ejército. Como no tengo dinero voy a pie, pido limosna y me introduzco a hurtadillas en las posadas cuando llega la noche. Eso hice ayer, poniéndome a dormir en el establo. No sé cuánto tiempo llevaba dormido y me despertaron unas voces… Entonces pude oír algo… Tres hombres embozados hablaban con un mozo, quien les informaba de que había un pagador y creo que van a tenderle una emboscada para robarle.
—Me estás mintiendo… Eso que dices es una farsa.
—No, señor. Es verdad. Lo juro. ¿Qué ganaría yo con mentiros?
—¿Puedes demostrármelo?
—No… No puedo… Sólo puedo demostraros que he oído algo que así lo indica.
Siguió un silencio mientras ambos se miraban a los ojos. El pagador decidió escuchar todo lo que Sancho podía decirle y le conminó:
—¡Habla!
—Señor, vos sabéis que es la primera vez que os veo y vos tampoco me habéis visto nunca. ¿Cómo puedo saber, entonces, que vais con vuestra esposa, escoltado por tres soldados, que lleváis el dinero del emperador en un cofre de hierro en un carruaje con conductor y mozo? ¿Cómo puedo saber que anoche os hablaron de la posada de un tal Vicentino?
En ese momento se acercó uno de la escolta y preguntó a don Fernando:
—¿Sucede algo, señor?
—No, don Íñigo. Por cierto, ¿sabéis si ha habido robos últimamente por estas tierras?
—Algo he oído, pero no estoy seguro, ¿por qué?
—Luego os contaré. No perdamos más tiempo. Partamos ya —y volviéndose a Sancho añadió—: ¿Dices que vas a Milán? Bien. Sube al coche. Hablaremos por el camino. Subid vos también, don Íñigo. Conviene que oigáis lo que vamos a hablar. Atad vuestro caballo ahí atrás —el pagador pensaba de prisa—. Por cierto, he visto salir ya a don Giuseppe, el comerciante florentino con el que cené anoche. Lleva el mismo destino que nosotros, lo seguiremos de cerca. Si lo que este muchacho va a contarnos resulta ser cierto conviene que parezca que viajamos juntos. Él también lleva escolta armada.
Instantes después el vehículo rodaba a buen paso y no tardó en estar cerca del que le había precedido en la marcha. Sancho relató minuciosa y fielmente lo que había presenciado la noche anterior. Cuando terminó, se produjo un silencio que rompió don Fernando:
—¿Qué pensáis, don Íñigo?
—Es posible que sea cierto. El dinero suena dentro del cofre cuando éste se mueve y uno de los mozos merodeaba demasiado en torno a nuestros aposentos… Sí, es posible.
—¿Qué podéis hacer, pues?
—Si os parece, advertiré a don Giuseppe de que hay peligro de salteadores y que conviene que viajemos juntos y prestos para cualquier contingencia… Si vamos así, no creo que nos sorprendan durante el día. Luego idearemos algunas prevenciones para la noche y estaremos preparados por si intentan algo mientras estamos en la posada de ese tal Vicentino.
—Bien. Id, pues, a hablar al comerciante. Más tarde pensaremos qué hacer cuando nos detengamos a pernoctar.
Un gesto de preocupación, que no le desapareció en toda la jornada, ensombrecía el rostro de don Fernando. Después de una breve parada para almorzar el viaje continuó hasta el establecimiento previsto, acordando en su transcurso el plan a seguir. Nada más llegar les sorprendió que, sin razón aparente, el matrimonio fuera situado en un extremo del pasillo del piso superior y los soldados y los mozos en el otro. Don Íñigo y don Fernando no dejaron de observar el proceder de los criados de la venta, comprobando que dos de ellos pusieron especial empeño en ayudar a descargar y colocar los equipajes en los aposentos. De manera ostensible, el pagador ordenó que el cofre del dinero —cuyo contenido sonó al ser transportado— fuera colocado en el suyo. Cuando todo estuvo acomodado, dejaron a los dos soldados custodiándolo en tanto cenaban.
—Don Íñigo, ¿cuántos creéis que serán los ladrones? —preguntó don Fernando, sentados ya a la mesa ambos en compañía de doña Isabel y Sancho.
—No sé… Desde luego, más de tres. Si nosotros, con vos, somos seis, ellos no creo que sean menos.
—¿Os habéis fijado en esos dos criados?
—Sí. Si la trama es cierta, era de esperar, pero no veo razón para cambiar de planes.
—De acuerdo. Actuaremos según lo que hemos acordado.
Después de cenar subieron a sus aposentos respectivos, apagaron las velas que les servían de iluminación y no hicieron el menor ruido. Todo indicaba que se habían acostado y dormían. Esperaron pacientemente a que pasaran las horas y el silencio y las sombras invadieran la posada. Después abrieron las puertas de ambas habitaciones con todo sigilo y sus ocupantes cambiaron, de forma que en la habitación con el cofre del dinero estaban los cinco hombres que escoltaban a don Fernando y en la otra el matrimonio y Sancho. Don Fernando aprestó dos pistoletes y su espada por si se veían en la necesidad de usarlas. Don Íñigo y los suyos hicieron lo mismo, recomendándoles aquél que hicieran fuego cuando tuvieran la seguridad de acertar y que nadie se anticipara a fin de que la descarga fuera efectiva.
Cuando la hora del primer sueño no había pasado del todo el pomo del pestillo comenzó a girar. La puerta se abrió lentamente y un grupo de seis individuos empezó a entrar sigilosamente en la habitación. Los tres primeros no tuvieron tiempo de darse cuenta de lo que pasaba, pues a una orden de don Íñigo él y sus hombres dispararon y fueron alcanzados por los proyectiles; los dos siguientes pararon en seco y trataron de volver sobre sus pasos, arrollando al que aún no había traspasado totalmente el umbral. A todo correr se dirigieron a la escalera, perseguidos por los soldados, que se detuvieron en seco cuando fueron tiroteados por tres hombres más que esperaban en el piso de abajo, dando tiempo a que sus compinches descendieran y pudieran darse a la fuga en unas monturas que esperaban en la puerta, saliendo a galope tendido por el portón exterior, abierto de par en par.
La confusión generada por el incidente dentro de la posada fue enorme. Se tardó más de una hora en recuperar la calma y hacer el balance de la situación. De los tres heridos, uno había muerto, otro estaba malherido y el tercero era el único que podía hablar y estaba plenamente consciente, pues el disparo le había destrozado la rodilla derecha impidiéndole huir. Él fue quien relató pormenorizadamente la trama que Sancho había denunciado y quien delató a los dos mozos, que habían huido también temiéndose lo peor. El dueño de la posada ordenó atender a los heridos y dispuso que se avisara a la justicia para que viniera a detenerlos. Después, la calma se restableció progresivamente y los huéspedes volvieron a sus aposentos para intentar dormir lo que quedaba de la noche.
Don Fernando agradeció a Sancho la información que le había suministrado y le prometió su ayuda cuando llegaran a Milán. Le informó de que se alojaría con ellos en el castillo y que le recomendaría a don Alfonso de Ávalos de Aquino, marqués del Vasto, gobernador del Estado de Milán desde 1538, quien —don Fernando estaba seguro— lo pondría al cuidado de alguno de los jefes que allí hubiera para que lo tomara a su servicio y en esa situación pudiera esperar hasta tener diecinueve o veinte años y alistarse entonces en el ejército. Fueron cosas que el pagador habló con Sancho durante la última jornada del viaje, emprendida con gran retraso como consecuencia de la agitada noche y en cuyo transcurso el pagador suministró una valiosa información del ambiente que el muchacho iba a encontrar en el ejército, en el que pasaría el resto de su vida si persistía en su empeño. La conversación —casi monólogo de don Fernando— discurrió en un tono confidencial y paternal por parte de éste, que así mostraba su agradecimiento al joven, quien de vez en cuando hacía alguna pregunta, respondida de inmediato por su nuevo protector. Cuando avisaron que Milán estaba cerca, Sancho bendijo su buena suerte y agradeció al cielo que le hubiera deparado un viaje tan afortunado.
La curiosidad hizo que Sancho empezara a mirar por la ventanilla del carruaje. Milán había sido para él un sueño desde hacía mucho tiempo y ahora, por fin, la tenía ante sí. Al asomarse, a la luz de aquella clara tarde de comienzos del verano, vio que el camino registraba un gran trasiego de gente que marchaba en dirección contraria a ellos o hacia la ciudad, que se divisaba a lo lejos rodeada por murallas en las que destacaban cuatro de las nueve torres que guardaban sus accesos; por encima sobresalían las torres de varias iglesias y palacios y en algunas partes el lienzo de la muralla no era visible por las casas que se habían levantado fuera de ella, como consecuencia de la falta de espacio en el interior. Sancho miraba con verdadero interés, pues esperaba encontrar una urbe maravillosa e impactante, pero la panorámica que tenía frente a sus ojos no se diferenciaba demasiado de otras ciudades que había visto, aunque parecía más sólida y aguerrida. Le sorprendió mucho lo populosa que era, pues al entrar en el recinto amurallado vio un auténtico gentío, como correspondía a los casi 100.000 habitantes que poseía, y pudo comprobar que tanto en los arrabales como en el centro se desarrollaban actividades comerciales y productivas.
Sancho comentó que las casas parecían comprimidas y deseosas de escapar al agobio de las murallas. Don Fernando le informó de que esas murallas eran las que tenía Milán durante la Edad Media, a las que Francesco Sforza había añadido el castillo de la puerta Giovia, en el que ellos se iban a alojar y que era reconstrucción de otro anterior, convirtiéndose desde entonces en un lugar de gran importancia en la ciudad, pues los fastos más importantes tenían lugar en él, donde se celebraban por todo lo alto, especialmente en las salas de la Torre y Verde, auténticos escenarios sociales de los Sforza. El mismo Francesco quiso perpetuarse mediante un colosal retrato ecuestre, que le encargó a Leonardo da Vinci y que, situado en el patio principal de la fortaleza, fue destrozado por los soldados de Luis XII de Francia. Bajo el gobierno español el castillo estaba guarnecido por el tercio de Milán o de Lombardía, uno de los cuatro creados por el emperador en 1536, cuando reformó la infantería de sus ejércitos después de la victoriosa campaña de Túnez.
Las explicaciones de don Fernando continuaron, en el sentido de señalar que la ampliación de la muralla ya había sido planteada con anterioridad, pues en torno a 1493 Leonardo da Vinci remitió a Ludovico el Moro un memorial con una propuesta de ensanche de Milán bastante más amplia en sus planteamientos que la simple organización del arrabal exterior próximo a la puerta Vercellina; pero no se llevó a la práctica, como tampoco se ampliaron ni reformaron los restos amurallados que había fuera del recinto y que eran de las épocas de los Visconti y del dominio francés entre 1507 y 1521. Más serio pareció el encargo que recibiera Michele Sanmicheli, que estuvo en Milán en marzo y abril de 1531 y al parecer reelaboró un proyecto de los ingenieros ducales para modernizar las murallas, proyecto cuyo coste se valoró en quinientas cincuenta y seis mil liras, por lo que no se realizó. Con el marqués del Vasto como gobernador no se estaban haciendo más que tareas de mantenimiento, pues un nuevo cinturón de fortificaciones resultaba demasiado costoso para el Estado y para los milaneses, que desde 1536 pagaban la cantidad de veinte mil escudos anuales con los que se costeaba la guerra contra los franceses en el Piamonte; un nuevo gravamen fiscal sería pésimamente recibido por los habitantes de la ciudad, quienes encontraban en las actividades que se realizaban fuera de las murallas modos para eludir las cargas impositivas.
El carruaje marchaba decidido por las calles milanesas hasta desembocar en un espacio despejado; una especie de plaza donde se levantaba majestuoso, imponente y sobrio el castillo, cuya parte posterior se integraba en las murallas. Sancho admiró su factura cuadrada, con torreones redondos en las esquinas, más voluminosos los que daban al interior de la ciudad, más altos los que formaban parte del cinturón fortificado. Los muros eran rectos y sin salientes, salvo el que daba a la plaza y el posterior; en aquél, sobresalía una especie de bastión protegiendo la puerta que daba acceso al patio de armas o patio principal y cuya decoración estaba a tono con la sobriedad del conjunto; el lienzo posterior, integrado en la muralla, tenía un torreoncillo sobresaliente en el centro para hacer más fácil la defensa. Al llegar a la puerta y antes de cruzar el puente, un sargento les salió al paso y ordenó detener el vehículo. El conductor así lo hizo y el militar, acercándose a una de las ventanillas, preguntó:
—¿Quiénes sois y qué deseáis?
El pagador se asomó al oír la pregunta y contestó:
—Soy don Fernando de Zayas, pagador de su majestad. Su excelencia el gobernador me espera.
—Estoy advertido de vuestra llegada, señor. Podéis entrar en la fortaleza y aguardad en el patio. Voy a avisar al alférez Ricardo Ortiz.
El sargento se adentró en una de las estancias próximas a la puerta, mientras el carruaje se paraba a los pocos metros, ya en el interior del castillo, y, flanqueado por don Íñigo y sus hombres, don Fernando se apeó. Unos instantes después aparecía el alférez:
—Don Fernando —decía mientras se acercaba—, tengo órdenes de su excelencia el marqués para acomodaros en el castillo. He preparado vuestros aposentos —el oficial hizo un vago gesto con la mano señalando los edificios que había al otro lado del patio, delante de los cuales se alzaba una torre no demasiado grande—. Si me acompañáis os los mostraré.
El pagador abrió la puerta del carruaje y ayudó a descender a su esposa, con la que caminó en pos del alférez, seguido por todo el grupo.
—Es aquí, señor.
Habían entrado en una de las edificaciones adosadas a la muralla de poniente, en una estancia amplia, limpia y bien ventilada, donde una cama, un armario y algunas sillas creaban un conjunto sobrio, pero con cierto aire acogedor.
—Este es vuestro aposento, don Fernando. El de vuestros acompañantes es el que está al lado. Podéis descargar, pues, las cosas y equipajes; cuando no los necesitéis, señor, los animales estarán en los establos y el carruaje en un lugar aparte, que se os indicará después.
—¿Y su excelencia? ¿Cuándo podré verle?
—Ya he enviado aviso de que habéis llegado. Pronto será de noche. Os recibirá mañana, probablemente. Cuando vuelva el emisario os comunicaré las nuevas que traiga.
—Bien. Nos organizaremos entretanto.
—Cuando esté dispuesta la cena los avisaré igualmente.
El alférez se retiró. El mozo y el conductor del carruaje colocaron los efectos de don Fernando y el cofre del dinero en la habitación asignada, mientras los soldados hacían lo mismo con la suya en la estancia contigua. Sancho, inquieto y expectante, esperaba en la puerta que le indicaran lo que debía hacer. Cuando todo estuvo más o menos dispuesto, doña Isabel se recostó en la cama con ánimo de descansar hasta el momento de la cena. Don Fernando la dejó sola y se reunió con sus hombres, indicándole a don Íñigo que Sancho dormiría de momento con ellos hasta encontrarle un destino. El aludido contestó:
—Como digáis, señor —se volvió al muchacho y añadió—: Elige cualquiera de los lechos que no han sido ocupados y acomódate.
Sancho avanzó hasta el más distante de los catres, que en dos filas de cuatro se alineaban frente a frente con las cabeceras pegadas a las paredes más largas de la habitación rectangular en la que se encontraban; por la única ventana de la estancia se percibía el progresivo agotamiento de la luz crepuscular que entraba desde el patio. Sancho colocó su hatillo encima del colchón y se sentó a la espera de nuevas órdenes.
Algo después reapareció el alférez:
—Don Fernando, su excelencia le recibirá mañana por la mañana, antes del almuerzo.
—Muy bien. Gracias, don Ricardo.
—Estoy a vuestras órdenes, señor. La cena está dispuesta. Vos y vuestra esposa podéis cenar, si lo deseáis, con nuestro castellano. Vuestros hombres pueden cenar con la guarnición. En cuanto al muchacho…
Sancho se adelantó, diciendo:
—Iré con don Íñigo y sus hombres… —Sancho pensaba quién y qué era aquello del castellano, preguntándose si sería alguien como él, natural de Castilla, o si tal nombre tenía otro significado.
—Sí, será mejor… —don Fernando miró críticamente a Sancho y añadió—: Mañana me acompañarás a ver a su excelencia, pero antes tendrás que adecentar tu aspecto… ¡Esas ropas son de pordiosero!
—No os preocupéis, don Fernando —habló tranquilizador el alférez—. Le proporcionaremos algo digno y presentable.
A la mañana siguiente, cuando el sol estaba camino de culminar su carrera en el cielo, don Fernando y Sancho —cuyo aspecto había mejorado sensiblemente gracias a las ropas facilitadas por el alférez— subían al coche que esperaba preparado en el patio del castillo. Inmediatamente, el conductor enfiló la entrada, cruzó el puente y se encaminó hacia el palacio ducal.
—Su excelencia el marqués es militar, ¿no, don Fernando?
—Sí, lo es. ¿Por qué lo preguntas?
—Pensaba que viviría en el castillo con la guarnición.
—Ha preferido el palacio ducal. Durante mucho tiempo ese palacio fue la residencia de los Visconti, duques titulares de este Estado. Sin embargo, se trasladaron al castillo cuando decidieron endurecer su gobierno para sobrevivir y atajar las conjuras y sublevaciones que empezaron a producirse. También vivieron en el castillo los Sforza, que desplegaron en él todo su fasto, pero al final fue la encarnación del poder de Ludovico el Moro quien usurpó el trono a su sobrino y gobernó de forma autoritaria y tiránica. El marqués del Vasto, al ser nombrado gobernador de Milán, decidió residir en el antiguo palacio ducal, que recuperó su esplendor mediante la realización de obras de embellecimiento y la mejora de sus instalaciones y dependencias. Su excelencia quería que los milaneses percibieran un nuevo estilo de actuación al reunir en sus salones el esplendor de la corte y la responsabilidad del gobierno.
Al poco rato entraban en la plaza donde estaba situado el palacio ducal, al que Sancho no le dedicó mucha atención al apearse delante de su entrada, pues una vez más le sorprendió lo concurrida que estaba la plaza, no tardando en descubrir por qué, toda vez que la catedral estaba en obras y a su alrededor bullía un enjambre de obreros y animales que acarreaban materiales de todo tipo, siendo izados por medio de poleas hacia la parte superior del edificio, que ya se adivinaba en lo que sería su aspecto final. Ascendía las escalinatas del palacio y todavía miraba Sancho aquellos elegantes y airosos encajes de piedra, las vidrieras y los contrafuertes, analizando el quehacer de las numerosas cuadrillas y pensando cuál sería el destino de aquel tráfico de carruajes y bestias de carga que iban y venían de la catedral.
La guardia franqueó el paso a don Fernando y Sancho una vez que comprobó su identidad; el sargento que la mandaba los acompañó ante la presencia del gobernador. Sancho no reparó en los saludos que se intercambiaron ambos personajes. Contemplaba la figura del marqués, que le pareció impresionante; en particular le llamó la atención la mirada de aquellos ojos negros, penetrantes y profundos, debajo de una frente despejada y de amplias entradas; cubrían casi por completo la boca un bigote generoso y una barba muy poblada, de color negro como el cabello, corto y áspero. Más bien corpulento y musculoso, el marqués los recibió sin ceremonias, ataviado con un jubón de color marrón oscuro, casi negro, bragas o calzón del mismo color, igual que las calzas y botas; se encontraba en una amplia estancia con ventanales a la plaza, desde los que se podía observar todo el intenso movimiento en torno a la catedral. En la mesa que tenía delante se acumulaban los papeles, sobre los que trabajaba con dos secretarios, que habían abandonado la sala al llegar don Fernando y Sancho. La conversación entre el pagador y el gobernador se alargó un tanto; éste preguntando por la llegada del dinero y su cuantía; aquél relatándole la suma que había llevado él personalmente desde Génova y la más importante, que ya estaba en camino, siguiéndole desde aquella ciudad. Después don Fernando se refirió al incidente del camino y a la intervención de Sancho, relato que el marqués escuchó con atención, miró fijamente al muchacho, cuando el pagador le indicó que quería ingresar en el ejército, y le preguntó:
—¿Quién eres, muchacho?
—Soy Sancho, señor.
—Sancho, ¿qué?
El joven dudó antes de contestar y finalmente optó por emplear el segundo apellido paterno:
—Sancho Dávila, señor.
—¿No tienes familia?
—Sí tengo, señor; en España, pero hace mucho tiempo que no sé de ellos.
—¿Por qué quieres ser soldado?
—Me gusta… —el muchacho titubeaba sin encontrar la razón que le impulsaba a seguir la carera militar—, siento algo en mi interior que así me lo dice.
El marqués del Vasto lo miró a los ojos y sin decir palabra asintió un par de veces con la cabeza. Luego se volvió hacia don Fernando, que le dijo:
—Quisiera que lo tomarais bajo vuestra protección, excelencia; para que durante un tiempo se familiarizara con la vida que quiere seguir y luego se aliste.
—Eso se hace en casos contados. ¿Creéis que éste es uno especial?
—Me parece que sí… Yo, al menos, le estoy agradecido no sólo por avisarme para que pudiera salvar el oro de su majestad, sino también porque gracias a su aviso no he puesto en mayor riesgo a mi esposa, que, como sabéis, viaja conmigo… Por eso me atrevo a pediros que pongáis los medios para que se forme como soldado antes de incorporarse a una guarnición o a un tercio… Yo, por mi cometido, no estoy en situación de proporcionarle esa preparación…
El marqués se acercó a uno de los ventanales y meditó varios instantes, vuelto de espaldas a los visitantes, que esperaban su decisión con una cierta ansiedad.
—Se hará como vos deseáis, don Fernando —habló el gobernador, mientras se volvía—. Tengo a la persona indicada para ello… Si sirve para soldado, recibirá una educación excelente durante un año y medio o dos; si no, le despediré. Por cierto, ¿qué edad tienes, Sancho?
—Cumplo dieciocho años dentro de unos meses, señor.
—Bien… Dos años, poco más o menos, puede ser un plazo adecuado para que cuando te incorpores al ejército tengas una gran enseñanza y experiencia en las diversas formas de luchar y con las diferentes armas que tendrás que utilizar —y dirigiéndose al pagador, añadió—: Don Fernando, cuando volváis al castillo preguntad por don Félix Ribalta… Es un anciano hidalgo castellano curtido en todos los campos de batalla desde la época del Gran Capitán, con quien empezó siendo muy joven. Él ha instruido a muchos nobles en el manejo de las armas, en particular la espada, la daga, la lanza y la pica. Les ha enseñado todo lo relativo al combate singular… hará lo mismo con Sancho. Decidle que es mi deseo que instruya al muchacho, quien le ayudará en sus tareas; ya hablaré yo con él al respecto.
—Os lo agradezco y quedo en deuda con vos. ¡Muchas gracias, excelencia!
—No las merece, don Fernando. En cuanto a ti, Sancho, aplícate, ayuda y obedece a don Félix. Te hará un buen soldado. Vivirás con él en el castillo y por la ayuda que le prestes tendrás algunas monedas… Pero si fallas, si no actúas como espero de ti, no durarás mucho aquí y ordenaré que te echen a la calle. ¿Has entendido?
—Sí, excelencia. Gracias. Muchas gracias. ¡Estaré a la altura…!
—Eso espero —concluyó el marqués, dirigiéndose acto seguido al pagador—. Vos, preparad las cosas para pasado mañana. Será el día en que iniciemos la muestra para pagar a los soldados. Empezaremos por los del castillo y mi guardia; luego, los demás. Así daremos tiempo a que llegue el resto del dinero.
Poco después, Sancho y don Fernando salían del palacio y volvían en el coche al castillo. Cuando llegaron, el pagador preguntó por Ribalta y le indicaron que podía encontrarlo en una estancia grande, alargada, de la muralla de levante; al llegar a la puerta le dijo a Sancho que esperara y él entró. Algo más tarde se asomó, haciéndole una seña para que se acercara, lo que hizo Sancho al instante. Cuando estuvo dentro se encontró frente a un hombre mayor, que tenía una espada en la mano; de cabeza redonda, con poco pelo, sin barba, con bigote blanqueado por las canas, boca enérgica, nariz recta y ojos negros; su rostro evidenciaba la edad, pero conservaba cierto empaque impropio de los años que tenía. Sancho le vio acercarse a él con un andar elegante y ligero, por lo que pensó que se conservaba ágil y flexible, consecuencia de su activa vida y sus largas horas de práctica con las armas.
—Así que tú eres Sancho —dijo mientras empezaba a girar alrededor del joven, observando su complexión—. Bien… bien… Eres alto, tienes anchas las espaldas… pero tendrás que fortalecer tus piernas y tus brazos —se alejó unos pasos del joven y le lanzó inesperadamente la espada que empuñaba; Sancho reaccionó cogiéndola al vuelo. Al verlo, el anciano continuó—: Eres rápido. Eso es bueno y te sacará de más de un apuro. Veremos qué podemos hacer contigo. Dejadlo a mi cargo, don Fernando.
—Agradezco vuestra gentileza, don Félix —luego se dirigió al muchacho—. Aquí te quedas, Sancho. Espero que te conviertas en un buen soldado y que dentro de dos o tres años pueda verte en alguna muestra y te abone tu soldada.
—Os estoy muy agradecido, don Fernando —contestó el joven—. Os habéis portado muy bien conmigo. De no ser por vos ahora estaría perdido en cualquier lugar y si hubiera llegado a Milán no hubiera sabido qué hacer… Me habéis puesto en el camino para conseguir lo que siempre he deseado… No sé qué deciros ni cómo agradecéroslo.
—No es necesario que digas nada. Yo también te debo algo. Voy a ver a doña Isabel. Quedad con Dios.
Sancho le miró alejarse y oyó al viejo que le decía:
—Es la hora de la comida. Vamos a almorzar. Después te mostraré todo esto y dónde te aposentarás. Poco a poco irás aprendiendo tus funciones y te iré poniendo a punto… Pero no tengas prisa. Todo llegará…
Dos días más tarde, el muchacho parecía haberse hecho plenamente con su nueva situación. Se había trasladado con su hatillo a un pequeño local del fondo de la sala donde le recibiera don Félix, quien tenía su aposento al otro extremo. En la sala había toda clase de armas, desde ballestas hasta dagas, pasando por espadas, picas, lanzas y armas de fuego individuales. De vez en cuando acudían allí soldados y oficiales, que se ejercitaban bajo la dirección del anciano, quien les enseñaba a depurar el lanzamiento de una estocada o la eficacia de una parada, a empuñar de forma segura la lanza, a utilizar la pica como defensa, pértiga y escala de murallas… Una variada gama de ejercicios que Sancho seguía con toda atención.
Aquella mañana, el muchacho miraba con interés lo que estaba sucediendo en el patio principal del castillo, donde se reunían los hombres con sus equipos al completo, incluidos los caballos; se agrupaban por compañías, bajo la supervisión de los oficiales. En el centro de la muralla de poniente se habían colocado dos mesas; en una de ellas estaban don Fernando y un escribano; en la otra, un contador y un veedor, rodeados por los capitanes. En la muralla, sobre la puerta de entrada, varios soldados y oficiales acompañaban a un personaje con peto, casco y espaldar que miraba con atención el trajín de los hombres.
—Don Félix, ¿qué ocurre?
—Se va a proceder a tomar la muestra para comprobar cuántas plazas hay en cada compañía y si los hombres tienen el equipo completo; una vez hechas las pertinentes verificaciones, se determinará lo que se debe a cada uno y se ordenará el pago de la suma total que se adeuda a cada compañía; esa suma se entrega a los capitanes, que son quienes la hacen llegar a sus hombres. Por eso los ves con todas las armas y el equipo.
—Los de la muralla, ¿quiénes son?
Para contestar, don Félix no tuvo necesidad de mirar, pues ya sabía a quiénes se refería Sancho:
—Son el maestre de campo Arce, que manda el tercio, y don Marcos de la Vega, el castellano.
—¿Por qué se le llama castellano? ¿Es que es de Castilla?
—Sí, es castellano; pero además, en el ejército, castellano es todo aquel que recibe de nuestro rey el gobierno y la responsabilidad de mantener un castillo o fortaleza. Por eso se le llama castellano, porque defiende el castillo.
Sancho siguió con todo interés la realización de la muestra. Los soldados, uno a uno, se acercaban a la mesa del veedor, donde se comprobaba quién era y si le faltaba algo del equipo; luego pasaba a la otra mesa, donde se le ajustaba la liquidación en función de los efectos que tenía, se comprobaba el tiempo que llevaba sin cobrar y se determinaba la cantidad que se le debía por todo ello. Concluida la muestra, don Fernando calculó los totales y dijo que cobrarían enseguida, pues el dinero había llegado con él. Los hombres volvieron a sus aposentamientos para dejar los efectos que habían mostrado y el patio recuperó su ritmo cotidiano.
En los siguientes seis meses, Sancho sólo se dedicó a limpiar espadas y dagas, arreglar picas y enastarlas, tensar ballestas… en fin, los cometidos de un aprendiz de armero. Sólo vio al marqués del Vasto en dos ocasiones, tan fugaces que sólo hubo tiempo para los saludos y las despedidas; el muchacho pensó que al menos su excelencia lo recordaba. Don Félix le dirigía la palabra lo imprescindible, le daba órdenes y parecía haber olvidado que Sancho se encontraba allí para aprender el manejo de las armas. Sin embargo, él nunca dijo nada; cumplía lo que se le mandaba, ayudaba a los caballeros a armarse y desarmarse, escuchaba atentamente lo que hablaban, tanto las conversaciones suscitadas por los diversos lances de los combates como los relatos de vivencias personales. Así, se fue familiarizando con las expresiones empleadas en la milicia, un lenguaje para iniciados, de resonancias caballerescas, en particular el relativo a las justas; poco a poco fue comprendiendo qué significaba volver la lanza al ristre, guardarse para servir, perder lanza, tomar mano, calar la pica, a pica seca, calar la cuerda, salir con la mecha encendida y bala en boca, calar el can…
Sancho llegó a perder la noción del tiempo a fuerza de olvidarse de él. Demasiado interesado en aprender, analizaba todos los movimientos y acciones de quienes frecuentaban aquella dependencia del castillo; se fijaba en cómo empuñaban las espadas, cómo manejaban la pica, de qué forma apuntaban con la ballesta… Don Félix había montado, incluso, un monigote relleno de arena y paja sobre un armazón de palo que había colocado en un extremo de la estancia para servir de blanco a los tiros de mosquetes y arcabuces. Cuando Sancho se quedaba solo ensayaba por su cuenta los movimientos que había visto, recordando las enseñanzas y comentarios que su maestro de armas había hecho a los caballeros y soldados que allí practicaban. Sólo en esos momentos le consumía la impaciencia y deseaba tener una participación más activa en el aprendizaje y perfeccionamiento del uso de las armas. Un buen día, sin que lo esperara, casi al final de la jornada, cuando ya no quedaba nadie en la estancia salvo él y su maestro, don Félix le dijo:
—Enciende esas antorchas, Sancho… Que haya bastante luz aquí dentro. De las armas ya lo sabes todo… ninguna tiene secretos para ti… sabes montarlas y desmontarlas… También he visto que practicabas solo… Ha llegado el momento de que me ocupe de ti. Si sigues así viciarás algunos movimientos y resultarás vulnerable.
Sancho estaba sorprendido y completamente dichoso; al fin alcanzaba su sueño de empezar a prepararse para lo que siempre había ansiado. Terminó de encender las teas y se acercó al anciano.
—Debes ser diestro en el manejo de dos armas: la espada y la daga —le decía éste—. Son las armas de los caballeros. La pólvora está cambiando las cosas… pero si alguna vez eres alguien de alguna dignidad, la espada te distinguirá y la daga te salvará —el anciano tendía una espada a Sancho, que la tomó en sus manos—. La espada debe estar en relación con el brazo que la maneja: para un brazo, su espada no debe ser larga ni corta, ligera ni pesada; ha de tener la medida apropiada y el peso justo. Así podrás alcanzar con exactitud cualquier distancia, podrás dirigirla con precisión y utilizar su peso equilibradamente para que no te canse en exceso. En cuanto a la daga…
El anciano hizo ademán de tenderle la que tenía en la mano, pero Sancho se le anticipó, sacando la daga de su espalda, donde la llevaba siempre sujeta en el cinto y oculta por el jubón:
—Tengo ésta, señor.
Don Félix la tomó en sus manos; la desenvainó y la miró con ojos expertos.
—Es excelente —dijo al terminar de observarla—. ¿De dónde la has sacado?
—Me la dio el duque de Alba en Roma, cuando visitó a mi amo.
—Luego lo conoces. Es un magnífico capitán que puede servirte de espejo. He visto que la llevabas a la espalda y oculta. Eso está bien, pues la daga no es más que para utilizarla como ayuda, por sorpresa y con rapidez: es como esa carta que nadie sabe que tienes y que sacas en el momento oportuno para ganar la baza… La espada es otra cosa; siempre está a la vista; bien manejada no sólo te salvará la vida, sino que hablará de tu hombría de bien… Coge de ese armero la que consideres mejor para ti —cuando Sancho ya había cogido una, añadió—: Empezaremos por la forma de llevarla y de desenvainarla. Átatela a la cintura —Sancho se la ciñó con el cinto y el tahalí—. ¡Desenváinala!
El muchacho sujetó con la mano izquierda la vaina sin cambiar la inclinación que tenía pendiente de su cintura, con la derecha agarró la empuñadura y sacó la espada describiendo un amplio círculo hacia arriba. El anciano le dijo:
—Nunca lo hagas así, Sancho. Si tu rival es rápido podrías estar muerto antes de darte cuenta; si eres atacado por varios, alguno te ensartaría antes de que hubieras terminado de desenvainarla. Hazlo de la siguiente forma: con la mano izquierda coloca la vaina paralela al suelo y con la derecha saca la espada y la dejas con la punta hacia el frente —don Félix hizo el movimiento que describía—. Si algún enemigo te ataca desde esa posición así podrás eludirlo, pues se ensartará en tu espada él solo o se detendrá, dándote el tiempo que necesitas para defenderte o pasar al ataque. A ver, repite el movimiento.
Sancho repitió el movimiento una y otra vez; después don Félix le indicó cuál debía ser la postura a adoptar al comienzo del combate para detener el golpe del adversario o para lanzárselo a él, insistiéndole en la flexibilidad de las piernas:
—Son los muelles que te acercarán a la presa o te alejarán del golpe mortal si te falla la defensa.
La práctica se interrumpió cuando la luz crepuscular desaparecía, indicando el momento de la cena. Antes de salir, el anciano le ordenó apagar las antorchas y habló de nuevo:
—Muchacho, es necesario que fortalezcas tu cuerpo, en particular tus brazos y piernas. ¿Ves ese falconete? Ya no sirve. ¡Cógelo y échatelo a la espalda! —Sancho así lo hizo, no sin gran trabajo, tanto por el peso como por la falta de costumbre—. Todos los días, muchacho, nada más levantarte, lo cogerás y con él a la espalda o en los brazos recorrerás el perímetro de la muralla bajando y subiendo las escaleras de cada una de las torres. Cuando consigas hacer el recorrido corriendo sin parar, saltando las escaleras de tres en tres o de cuatro en cuatro y con el falconete en los hombros o en las manos, tendrás la fortaleza que un soldado necesita para tener más posibilidades de sobrevivir. Cuando lo consigas empezaremos con los saltos… La carrera te hará fuerte y te hará rápido. El salto te hará volar.
—Señor, no he visto a nadie correr ni saltar… sólo practicar con las armas.
—El que no los hayas visto no quiere decir que no lo hayan hecho antes y que no debieran seguir haciéndolo… La carrera y el salto son para el soldado como gatear y andar para un niño… Es lo primero que se les enseña a los novatos, pero cuando son veteranos lo van olvidando con rapidez… En fin, vayamos a cenar.