Trastevere

Con unos manteos negros nuevos, preparados al efecto por el cardenal, Sancho y Luis, que habían desayunado con desgana, esperaban en la puerta del palacio a que bajara Mateo del Olmo. Difícilmente disimulaban su nerviosismo y en su cara se advertía cansancio y resignación, pues habían dormido poco y mal y comprendían que nada podía librarlos del destino que habían trazado para ellos. Así que en silencio aguardaban a que llegara el cardenal, quien descendió a los pocos minutos y con paso rápido se dirigió al carruaje que lo esperaba en el patio. Hizo un gesto imperativo a los muchachos y subieron al coche. El cardenal se sentó en dirección al sentido de la marcha y los muchachos enfrente. Enseguida el vehículo comenzó a rodar por calles que poco a poco se desperezaban y se abrían al nuevo día. Los muchachos miraban a través de las ventanillas sin reparar en lo que veían y sin poner atención en el recorrido que iban haciendo. Mateo del Olmo les explicaba adonde los conducía y lo que iban a encontrar allí, pero ninguno de los dos se sentía interesado por sus palabras. Era tal el temor y la inquietud que les generaba la situación que preferían esperar dominando su angustia sin pensar en nada.

No sabían cuánto tiempo llevaban en el coche cuando éste se detuvo. Un lacayo abrió la puerta del mismo y descendieron. Estaban ante un edificio grande, de piedra, con una puerta monumental enmarcada por columnas enormes sobre basas gigantescas, coronadas con un frontón en cuyo centro Sancho acertó a ver un óvalo con las armas pontificias pintadas.

—Seguidme —les dijo el cardenal.

Ambos muchachos echaron a andar tras él; ascendieron la escalera de la entrada; al llegar al patio, rodeado de columnas, giraron a la izquierda y subieron al primer piso, siendo conducidos a una puerta que abrió el criado que les precedía, franqueándoles la entrada. En el interior de la habitación encontraron a un sacerdote que consultaba el montón de papeles que estaba encima de la mesa en la que trabajaba. Al verlos entrar, se levantó rápidamente y salió al encuentro del cardenal insinuando una genuflexión y besando su anillo, al tiempo que decía:

—Señor cardenal, pasad, pasad, os lo ruego. ¿Queréis sentaros? —con un gesto le indicaba una de las varias sillas que había en la sala.

—Lo haría con gusto, pero tengo prisa… Bien —se giró hacia Sancho y Luis—, aquí tenéis a los muchachos de que os he hablado. Os quedo muy reconocido por la amabilidad que me mostráis al aceptar tutelarlos y dirigir sus estudios…

—Lo hago con gusto…

—Lo sé, don Piero, lo sé, pero eso no disminuye mi agradecimiento y espero poder demostrároslo llegada la ocasión. Ahora, os tengo que dejar. Como os he dicho, tengo prisa. Tened la amabilidad de informarme con frecuencia de lo que hacen y cuál es su aprovechamiento.

—Id tranquilo. Os tendré al corriente de todo por insignificante que sea.

El cardenal hizo un ademán de despedida, correspondido por una inclinación del sacerdote. Cuando la puerta se cerró, Sancho y Luis levantaron la cabeza, dispuestos a enfrentarse a su suerte, y vieron una figura espigada, con cierto aire de fragilidad, de cabeza más bien pequeña y con una expresión bonachona en la cara. El sacerdote los miraba sonriente, con amabilidad y complacencia. Los dos chicos se sintieron aliviados, pues vieron en él a un posible amigo y no al personaje adusto y seco que sus temores les habían hecho imaginar.

—Bueno, amiguitos. Soy don Piero… ¿Y vosotros, quiénes sois?

—Sancho…

—Luis…

—Bien. Sancho y Luis, venid conmigo. Os llevaré a donde están dando clase los que van a ser vuestros compañeros y os diré en lo que van a consistir los estudios que debéis hacer para ser sacerdotes como yo.

Don Piero habló durante todo el trayecto. Pero no era escuchado. Los muchachos sólo le oyeron cuando dijo:

—Hemos llegado. Esperad aquí.

El sacerdote entreabrió la puerta que tenían delante y asomó la cabeza, volviéndola a cerrar. Instantes después salía otro sacerdote, más joven, que se dispuso a oír con gran atención y deferencia lo que don Piero iba a decirle. Sancho y Luis comprendieron que a partir de ese momento ya no podrían seguir ignorando la situación, así que prestaron atención.

—Aquí tenéis a los pupilos del cardenal Del Olmo. En España han sido iniciados en el trivium y alguna otra materia; el cardenal quiere que se les refuerce lo que ya saben y que se les exija bastante, sobre todo en lengua latina y en historia. Una vez que estén a la altura de los demás, será el momento de pasar al estudio de cánones, teología y filosofía, que con la gramática y retórica serán las materias principales hasta que alcancen las órdenes menores.

—Como vos digáis, señor rector —contestó el sacerdote cuando don Piero terminó de hablar.

Al oír el tratamiento empleado, Sancho y Luis miraron a don Piero con renovado interés y admiración, comprendiendo que estaban ante el responsable de la institución donde iban a pasar los próximos años.

—Bien, maestro Vicentino, os los dejo.

—Sí, señor rector.

Esperaron en la puerta hasta que don Piero desapareció. Luego el maestro la abrió y con un ademán los hizo entrar en el aula, donde había otros doce muchachos, sentados en unos bancos; la estancia estaba dominada por una mesa con unos volúmenes, situada encima de una tarima y con una silla, donde estaba claro que se sentaba el maestro. Al entrar, Vicentino les indicó a los recién llegados unos sitios libres para que se sentaran. Luis lo hizo de inmediato; había enrojecido de vergüenza y deseaba que aquello terminara lo antes posible. Sancho se tomó unos segundos antes de obedecer y fue mirando uno a uno a quienes iban a ser sus condiscípulos: quería preparase para la acogida que iban a darles, una acogida que podría vislumbrar en las expresiones de sus caras. Luego se sentó y oyó al maestro decir:

—Éstos son Sancho y Luis, son españoles y van a ser vuestros compañeros hasta que terminéis los estudios y os ordenéis. Vosotros —se dirigía a los recién llegados— ya iréis conociendo los nombres de los demás. Ahora, continuemos con las declinaciones latinas…

El resto de la mañana discurrió entre clases y ratos de descanso, en los que los alumnos podían bajar al patio y salir a la calle a jugar. Los recreos los empleó Vicentino en hablar con Sancho y Luis para enterarse de cuáles y cuántos eran sus conocimientos, trazándoles un plan de trabajo a fin de que las diferencias con los alumnos romanos quedaran pronto eliminadas. Su nuevo maestro les indicó el horario de clases que tendrían; un horario que se iniciaba con una misa a las ocho de la mañana, oficiada por alguno de los maestros, ayudado por dos de los alumnos, que se turnaban en tal cometido; luego, según los días, seguían tres o cuatro horas de clase por las mañanas, de lunes a sábado. El domingo, acudirían a la misa que oficiaba don Piero a las nueve de la mañana en la capilla del edificio, ayudado por dos de los muchachos. Las tardes las emplearían para estudiar, lo que harían en sus casas, salvo que con motivo de alguna solemnidad, fiesta o ceremonia importante tuvieran que acudir a la capilla o a alguna otra iglesia para asistir a novenas, triduos y demás celebraciones litúrgicas.

La jornada resultó agobiante para Sancho y Luis. Salieron a la calle ansiosos de aire fresco y se encaminaron hacia el palacio del cardenal. Iban comentando lo que se les había venido encima, cuando de pronto se vieron rodeados por sus compañeros:

—¿Dónde vais tan deprisa? —preguntaba bravucón y sonriente el que debía de ser el cabecilla del grupo.

—Tenemos prisa —contestó Sancho, que se hizo cargo de la situación inmediatamente, pues en Ávila había vivido muchas parecidas, y decidió personalizarla en quien les cerraba el paso—. Déjanos pasar…

—Calma, calma…

No pudo seguir hablando, pues Sancho le lanzó su puño a la cara, alcanzándole en la nariz y la boca, por las que empezó a sangrar abundantemente mientras caía desplomado hacia atrás. Los demás muchachos se quedaron atónitos, lo mismo que Luis, pues no esperaban semejante reacción.

—¿Alguno más quiere entretenernos? —preguntó Sancho con aire amenazador.

Ninguno le respondió, pero se abrieron dejándoles paso. Sancho se acercó al que había golpeado, que aún estaba en el suelo, conteniendo a duras penas la hemorragia.

—Escúchame bien, amigo —se había agachado al lado del caído, hablándole en voz baja y con energía—, vamos a pasar mucho tiempo juntos en los próximos meses. No queremos líos ni problemas y no es nuestra intención creároslos a vosotros. Así que tú decides… podéis hacernos la vida imposible si queréis; sois más y tenéis ventaja, pero yo no me voy a ocupar de los demás, sólo te voy a culpar a ti y tarde o temprano te iré haciendo pagar lo que nos hagáis… Te garantizo que no tendrás un minuto de tranquilidad, pues nunca sabrás cuándo caeré sobre ti, pero caeré… Te lo aseguro… Piénsatelo.

Sancho se levantó y miró a los demás de forma desafiante. Tras unos segundos, dijo:

—Nos vamos, Luis.

Y echaron a andar sin que ninguno se lo impidiera.

—¡Qué bárbaro! ¡Has estado rápido, Sancho!… ¿Qué crees que harán?

—No lo sé. Pero ése se lo pensará… Los demás no me preocupan. He visto el miedo en los ojos de varios de ellos… Con un poco de suerte no tendremos problemas… Si los hay, lo lamentaría por el cardenal… y por don Piero… Parece un buen hombre.

—Es que no me gustan nada las peleas… En Ávila te acompañaba sin estar convencido de lo que hacía…

—No te preocupes. No creo que pase nada… Además, piensa que si hay pelea a lo mejor nos expulsan y nos devuelven a España… —Sancho miró a Luis y vio que su cara se iluminaba ante esa perspectiva que a él no se le había ocurrido pensar; entonces añadió—: Eso te gustaría, ¿eh? Pues no te lances a pelear todos los días por cualquier cosa, perillán… Luis, ¿a ver si vas a resultar un pillo redomado?

Y pasándole el brazo por los hombros lo zarandeó, estallando en risas ambos. Por fin liberaban la tensión que habían acumulado durante toda la mañana.

Vincio regresó cuatro meses después de su partida con don Jerónimo. Traía aire cansado, pero su semblante irradiaba satisfacción. Nada más llegar preguntó por el cardenal, y al decirle que estaba en su gabinete se dirigió hacia allí a toda prisa subiendo los escalones a saltos. Tocó en la puerta y sin esperar aviso alguno la abrió asomando la cabeza. El cardenal repasaba unos papeles sentado en las proximidades del ventanal que iluminaba la estancia; al oír los golpes en la puerta levantó la cabeza y miró distraídamente, animándose su rostro en cuanto vio a Vincio.

—Pasa, Vincio, pasa.

—Señor cardenal, estoy de vuelta —el recién llegado se aproximó a Mateo y le besó la mano.

—Bueno, cuéntame.

Vincio dio cumplida relación de su viaje, que tanto a la ida como a la vuelta no había tenido novedades dignas de mención. El principal cometido de su misión se había cumplido satisfactoriamente gracias a don Pedro Martín, a quien don Jerónimo había puesto al corriente de lo que se esperaba de él. La negociación para rematar la compra de la propiedad que quería Mateo concluyó finalmente y don Pedro encontró al arrendatario adecuado para cultivarla y tenerla preparada hasta que el cardenal decidiera regresar. También traía unas cartas para Sancho y Luis, así como unas bolsas de dinero que enviaban sus padres. El cardenal mandó avisar a los muchachos y cuando estuvieron en su presencia Vincio les refirió cómo había encontrado a sus familias y les entregó el dinero y las cartas de que era portador. Los dos chicos se retiraron, dejando la estancia donde el cardenal y Vincio hablaron todavía largo rato.

Sancho y Luis se dirigieron a sus aposentos. El cardenal había ordenado que les prepararan dos habitaciones en el piso superior del palacio, donde sólo estaban ellos dos. Mateo había decidido colocarlos allí para que dejaran libre la habitación que habían ocupado desde que llegaron; le había inducido a ese cambio el tener disponible la parte mejor acondicionada de su palacio en previsión de posibles huéspedes importantes y proporcionarles a los muchachos un lugar apartado de la servidumbre donde pudieran estudiar sin ser molestados. Siguiendo sus instrucciones, los criados habían dispuesto dos aposentos en la zona superior abuhardillada del palacio, cada uno con una mesa y una silla para trabajar, más un catre y un baúl donde guardar su ropa y pertenencias. Además, el cardenal les había autorizado a acudir a su biblioteca siempre que lo desearan.

Profundamente nerviosos y ansiosos, Luis y Sancho se sentaron en la cama de la habitación de éste y desplegaron sus cartas respectivas, leyéndolas con avidez. Cuando terminaron se mantuvieron en silencio unos segundos, hasta que dos gruesas lágrimas resbalaron por las mejillas de Luis, que dejó escapar un profundo suspiro.

—Por Dios, Luis…

—No puedo evitarlo, Sancho… Me siento solo y abandonado… Tú y los libros sois mi única ayuda… Tú, porque me sirves de apoyo… los libros porque son el medio para poder regresar lo antes posible a Ávila, con mi madre y la gente que conocemos.

—Para volver, Luis, falta mucho tiempo… No debes pensar en ello… No pienses en otra cosa que no sea en que estamos aquí y en lo que aquí hacemos… El cardenal nos trata bien… algunas mujeres de la servidumbre nos protegen… Los criados no nos molestan… don Piero es un buen hombre y nos ayuda… El problema son los estudios y tú lo resuelves mejor que yo… Aguanta, Luis… Aguantemos.

—Envidio tu fuerza, Sancho…

—Déjate de tonterías, Luis —le interrumpió Sancho—, déjate de tonterías…

Los meses fueron pasando con la lenta insensibilidad que impone la rutina. Los dos muchachos progresaban en sus estudios de manera muy desigual. Luis mostraba un gran aprovechamiento, mientras que Sancho superaba a duras penas —y con bastante ayuda de su amigo— las dificultades que encontraba en el estudio de materias que no le atraían nada. Los problemas con los compañeros, superado el primer encontronazo, desaparecieron y el grupo funcionaba en armonía, con la benévola supervisión de don Piero. Tres o cuatro veces al año Sancho y Luis recibían noticias de sus padres y otras tantas enviaban cartas para ellos dándoles cuenta de su vida en Roma. Unos contactos que dependían de las idas y venidas a Valladolid de Vincio o algún otro enviado del cardenal para ver la marcha de la propiedad y cobrar las rentas; en esos viajes Ávila era una escala obligada, pues Mateo también se carteaba con don Jerónimo, quien enviaba de vez en cuando alguna misiva para sus anteriores pupilos, cuyo contenido les animaba a seguir e incrementaba el afecto de los muchachos por aquel hombre que tanto hizo por ellos.

Con el paso de los días, Sancho descubrió que el latín se le daba bastante mejor cuando traducía a los historiadores latinos, cuyo estilo le parecía más fácil, directo y entretenido, muy diferente al de Virgilio u Ovidio, que tanto le gustaban a Luis; en particular, le agradaba Tito Livio, cuyas Décadas eran lectura habitual para él, pues algunos de sus relatos le hacían soñar con andanzas y aventuras de las que se sentía protagonista. En más de una ocasión había imaginado ser el vencedor del duelo entre los Horacios y los Curiacios, de la misma forma que ejercía sobre él una extraña atracción el pasaje de Ab urbe condita en que Sexto Tarquino abusa de la casta y diligente Lucrecia, y cuyas palabras cuando invade la alcoba de la dama recordaba con frecuencia, sin llegar a entender cómo una relación de esa naturaleza podía basarse en la violencia e imponerse a una mujer: una relación que todavía no acababa de comprender, pues ignoraba el alcance de la misma:

—Tate, Lucretia; ego sum Sextus Tarquinus; glaudius est in manu; si emiseris vocis, morire…

Su facilidad para traducir a los historiadores latinos no pasó desapercibida a don Piero, cuyo buen talante daba por bueno lo que Sancho hacía, sin magnificar las deficiencias que presentaba en la marcha de sus estudios y teniendo siempre la delicadeza de no presentarle a Luis como modelo, para no destruir o amenazar la armonía y buena amistad existente entre ambos muchachos, una relación estrecha y fraternal que le agradaba, pues raramente la había visto a lo largo de su ya dilatada existencia. Por eso, siempre fue complaciente con ellos y ellos le respondieron con afecto y responsabilidad, pues nunca le pusieron en evidencia ni abusaron de la confianza que les dispensaba.

Por otra parte, a medida que pasaban los días, Luis y Sancho estrechaban su relación con la servidumbre del palacio. Las comidas y las cenas eran las ocasiones en que se reunían los criados y criadas de la casa del cardenal y entre ellos pasaban los muchachos largos ratos, oyendo sus cuitas y alegrías y comentándoles algunas incidencias de las que les ocurrían en el estudio. Fue la manera en que iban integrándose en el mundo de los adultos y como conocieron las infinitas trapacerías de la vida cotidiana: robos, hurtos, heridas, asesinatos, burlas… todo era comentado y explicado. Allí se enteraron de que la candidez y la confianza eran malas compañeras de viaje en la vida, pues hacían muy vulnerable a quien las poseía; comprendieron que había que estar siempre ojo avizor para no ser víctima de pillos y bribones; en suma, en aquellas tardes y veladas oyeron hablar de todos los temas y cuestiones de la vida en medio de un ambiente agradable, entre bromas y veras y donde no faltaban pullas entre mozos y mozas, con un doble sentido que frecuentemente se les escapaba a los muchachos, pero que les advertía de que en la relación entre hombres y mujeres había algo más de lo que se percibía a simple vista y que resultaba agradable para ambas partes. Sancho y Luis veían al cardenal casi todos los días al entrar o salir del palacio, pero sólo hablaban con él de vez en cuando, aunque nunca menos de dos o tres veces por semana; generalmente, el cardenal los llamaba a su presencia y charlaba con ellos en torno a media hora, preguntándoles sobre los estudios, si necesitaban o deseaban algo y les comentaba aquellos aspectos de la vida romana que pudieran interesarles.

Un día, Sancho advirtió una sensación constante de cansancio; le dolían las piernas y articulaciones y cuando se tocaba el pecho con las manos notaba en las costillas un dolor no muy intenso, pero molesto. No lo comentó con nadie y tampoco le dio demasiada importancia, pues como no había perdido las ganas de comer y su estado general era bueno pensó que no sería nada grave; así que aguantó durante un par de meses y de pronto se dio cuenta del cambio experimentado, pues había crecido y le sacaba a Luis la cabeza; además, su espalda se había ensanchado y empezaba a perder el aire aniñado; en sus mejillas apuntaba un vello oscuro, inicio de la barba: en definitiva, se había colocado a las puertas de la hombría, adquiriendo un porte distinguido y firme que descubrió sorprendida Carolina, una sirvienta, al verlo salir de su habitación sin el manteo que habitualmente llevaba: fue entonces cuando ella reparó en Sancho, dándose cuenta de que ya no era el niño que hasta entonces había sido y que en las comidas solía sentarse cerca de ella: tenía ante sí a un joven fuerte, más bien alto, de espaldas anchas, piernas largas, moreno, nariz recta, mentón firme, labios no muy gruesos, ojos negros y mirada penetrante, que a veces dejaba vislumbrar una cierta inquietud. El contraste con su amigo contribuía a destacar el cambio que Sancho había experimentado, pues Luis no había crecido tanto, la barba no le apuntaba ni remotamente y los rizos de su pelo castaño daban a la redondeada cara un aire infantil, acentuado por una mirada candida y limpia. El año y medio de edad que los separaba explicaba que Sancho, con casi diecisiete años, pareciera mayor de lo que era en relación con Luis, que había cumplido los quince.

Giacomo, el hijo de Vincio, se había ido incorporando progresivamente al servicio del cardenal y era empleado en múltiples cuestiones de poca monta, aunque en alguna ocasión había acompañado a su padre en el viaje a España. Sus ocupaciones y las obligaciones estudiantiles de Sancho y Luis habían hecho que las salidas de los tres muchachos se espaciaran y que pasaran sin verse a veces hasta más de una semana. Una tarde en que no tenían gran cosa que hacer habían acordado salir a la calle a dar una vuelta. Al descender al patio se cruzaron en la escalera con Carolina. Giacomo —mayor que sus amigos— la miró con sorna y sorprendió la mirada que la mujer le dedicaba a Sancho, ajeno por completo a ello.

—¿Qué te parece Carolina, Sancho? —preguntó maliciosamente, y añadió sin esperar respuesta—: ¿Te trata bien?

—Sí —respondió Sancho—, es agradable y una buena mujer.

—Es una buena… puta —sentenció el chico romano.

—¿Qué dices, Giacomo?

—¿Que qué digo?… ¿Es que eres tonto?… ¿Y tú, Luis, tampoco has notado nada? —y al ver que el aludido negaba con la cabeza, concluyó—: Pues… en esta casa, los únicos que ignoráis un hecho así debéis de ser el cardenal y vosotros dos. Porque todos los demás están al corriente y más de uno de los hombres lo ha comprobado por sí mismo… Parece que Carolina es generosa con su cuerpo…

Luis no acababa de comprender lo que hablaban sus dos amigos. Sancho, en cambio, empezó a entender los gestos y miradas que últimamente le dedicaba la criada, algo a lo que no había dado importancia y que ahora consideraba desde otra perspectiva. A lo largo de la tarde estuvo bastante ausente de la conversación que mantenían Giacomo y Luis, pues al pensar en Carolina notaba una gran agitación interior que le resultaba placentera y excitante, una excitación que subió de punto cuando pensó en los pechos de la criada, cuyo amplio escote dejaba en parte a la vista de todos. Sancho había mirado aquel escote muchas veces sin experimentar nada en especial, pero aquella tarde, recordando los senos medio visibles bajo la blusa, se percató de su turgencia y pensó en lo agradable que sería acariciarlos, unas caricias que con sólo imaginarlas aumentaban las excitantes sensaciones que en su cuerpo provocaba el recuerdo de la criada. Suspiró profundamente y decidió sumarse a la conversación de Luis y Giacomo, quien en ese momento explicaba a Luis:

—No, Luis, no. Carolina no es como las rameras con las que nos hemos cruzado. Las rameras cobran a los hombres con los que yacen. Carolina, no. Parece que lo hace porque le gusta… Por eso lo hace sólo con quien ella quiere.

Después, Giacomo habló largamente explicando el comercio carnal, lo que suponía la relación entre ambos sexos, las variantes que podían darse, lo que él había hecho ya y otras tantas fantasías que se le ocurrieron sobre el tema. Luis escuchaba atónito y sorprendido, como Sancho, que seguía atento el casi monólogo de su amigo romano, dominando sus emociones y fingiendo estar al corriente de todo. Luis lo miraba de vez en cuando y al ver su aparente tranquilidad se confundía aún más, pues el tema le parecía importante y no entendía cómo no habían hablado nunca Sancho y él sobre la cuestión con el detenimiento que merecía. Es cierto que él sabía lo que era una puta, pero ignoraba la dimensión que provocaba el apelativo, pues siempre había pensado que era sólo un insulto, como cabrón y otros por el estilo que había oído desde pequeño. También sabía que el género humano se reproducía por la unión de hombres y mujeres, dotados con órganos diferentes y complementarios, y en qué consistía esa unión. Pero los detalles que le dio Giacomo le mostraron la complejidad y variedad de una relación atractiva e inquietante, en la que muy pronto él pensaba que se vería inmerso, lo que le produjo no poca angustia e inquietud, una sensación que se le alivió cuando recordó que los sacerdotes no se casaban y que él y Sancho estarían al abrigo de todos esos problemas por la condición sacerdotal para la que se preparaban.

Regresaron al palacio a la hora de la cena. Sancho rehuyó a Carolina colocándose al otro lado de la larga mesa de la cocina a la que se sentaba toda la servidumbre. Sin embargo, la llegada de unos rezagados a los que hubo que hacer sitio desplazó a Sancho hasta quedar casi enfrente de la criada a la que había tratado de evitar. El muchacho guardaba silencio en medio de la bulliciosa conversación generalizada de los demás; apenas si levantaba los ojos del plato donde comía y cuando lo hacía era para coger un pedazo de pan, servirse comida o beber. En esas ocasiones el escote de Carolina actuaba como un imán y a medida que avanzaba la cena esas miradas fueron más frecuentes y más largas, con la consiguiente excitación para Sancho, que sentía un nudo en la garganta que le dificultaba tragar. Carolina acabó por notar las miradas del joven; al principio no le dio mucha importancia, pero luego se percató de su excitación y de la frecuencia con que le miraba el escote; su experiencia le indicó que el muchacho había reparado por fin en ella y que sus pechos lo habían atrapado como un anzuelo a un pez. Quiso sondear el estado del joven y cuando notó una de sus miradas le sonrió con picardía y sutileza para que no lo notaran los demás; Sancho enrojeció, pero aguantó mirándola a los ojos. Ella le hizo un guiño imperceptible y continuó participando en la conversación general como si nada pasara, aunque dedicando a su admirador algunas miradas y sonrisas de vez en cuando para que el pez no soltara el anzuelo.

Concluida la cena, los hombres empezaron a retirarse, mientras las mujeres recogían la vajilla y limpiaban la mesa con vistas al desayuno. Sancho se acercó a un repostero donde estaban unos cuantos faroles que los de la casa utilizaban para desplazarse por la noche. Carolina se percató de ello y rápidamente cogió una tea fina, la encendió en la lumbre y se acercó a Sancho para ayudarle a prender uno de los faroles. Al hacerlo, se arrimó tanto al joven que éste sintió el muslo de la mujer junto a su pierna, mientras la mano femenina se deslizaba por su brazo hasta la suya ayudándole a abrir uno de los cristales y prender el cabo de dentro del farol. Todo ello lo hizo Carolina con la sonrisa picara que tanto turbaba a Sancho. Al salir de la cocina con Luis, el muchacho miró disimuladamente a la criada, que estaba observándolo, y en cuanto sus ojos se cruzaron ella volvió a sonreír e hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza, al que Sancho no dio importancia, pues no lo entendió. Luis y él ascendieron sin prisas hacia sus buhardillas haciendo planes para el día siguiente. Sancho esperó en la puerta de la de Luis hasta que éste se había medio desnudado y se habituó a la oscuridad. Después, continuó con el farol, se metió en su aposento y empezó a desnudarse lentamente, sin que su agitación cesara; cuando hubo terminado apagó la llama e intentó sin éxito conciliar el sueño. Su excitación no disminuía y daba vueltas y revueltas en la cama. Así fueron pasando los minutos hasta que el silencio en el palacio se hizo tan ostensible que lo dominó todo como un impalpable manto protector.

Cuando ya no oía ningún ruido y había logrado dominar su impaciencia al aceptar que el sueño no llegara, Sancho advirtió que el pestillo de la puerta se levantaba suavemente y que ésta empezaba a girar sin ruido y con lentitud, abriéndose; Carolina cerró tras ella nada más entrar y apartó el mantón con que se cubría, dejando que la llama de una vela iluminara la estancia. Sin decir palabra, agarró la silla y la colocó cerca de la cabecera de la cama, colocando en ella la palmatoria que llevaba; de esa manera su figura quedó en el espacio iluminado, y ya con las manos libres se sacó la camisa dejando su cuerpo al descubierto desde la cintura para arriba. Las pupilas de Sancho se dilataron al ver los espléndidos pechos de la mujer, pues le parecieron lo más hermoso y apetecible que había visto nunca, pero no tuvo mucho tiempo para concentrarse en la visión, pues su sorpresa fue en aumento cuando Carolina dejó caer la falda al suelo y se mostró completamente desnuda a los ojos del muchacho, que pudo percibirla en todo su esplendor gracias a la proximidad de la vela. El vello púbico femenino destacó rotundo en aquel cuerpo sonrosado que Sancho miraba con fascinación.

Hasta entonces ninguno de los dos había hablado. Carolina se acercó a la cama, cogió una esquina de la ropa que la tapaba y la alzó descubriendo el cuerpo desnudo del muchacho, a quien dijo:

—Hazte a un lado, Sancho. Voy a enseñarte algunas cosas que recordarás mientras vivas.

La luz de la luna iluminaba un mar de tejados romanos, que Sancho alcanzaba a ver desde la cama por la ventana de la habitación, abierta muy cerca del piso. Sólo había dormido un rato, después de que Carolina le dijera sonriente y remolona:

—Por esta noche ya está bien, Sancho. Duérmete.

A juzgar por la luz de la luna Sancho calculaba que faltarían unas dos horas para amanecer. Desde que se despertó estaba inmóvil en la cama, pensando en cuanto le había ocurrido. Notaba que toda la tensión y excitación corporal habían desaparecido y se encontraba muy relajado, pero su cabeza era un torbellino, donde los pensamientos se mezclaban con los recuerdos de las sensaciones vividas en las últimas horas y ello iba despabilándolo cada vez más.

—Me voy, Sancho —le dijo Carolina, que también se había despertado—. No conviene que nadie me vea salir de tu cuarto y debo estar en el mío antes de que los criados se despierten.

—¿Dónde duermes, Carolina? —preguntó Sancho en un susurro.

—¡No se te ocurra nunca hacer lo que piensas! —dijo la mujer con firmeza y también en voz baja—. Nos verían y eso resultaría fatal para ambos… Limítate a dejar la puerta como la tenías esta noche. Yo vendré cuando pueda… Y ahora, adiós.

Carolina lo besó nuevamente en los labios, se levantó de la cama, se vistió con apremio y con la palmatoria apagada salió al pasillo sigilosamente, cerrando la puerta sin ruido. Sancho ni siquiera oyó sus pasos al alejarse. Él también se levantó y se aproximó a la ventana, donde pudo ver cómo llegaban gruesos nubarrones por el oeste, desde el mar, que en pocos minutos cubrieron la luna y sumieron a la ciudad en sombras. El cielo se había teñido de un color negruzco, amenazador, como si estuviera ante la inminencia del diluvio. Pero el agua no llegaba.

El muchacho empezó a moverse de un lado a otro de la habitación. Necesitaba poner orden en sus pensamientos y no sabía cómo. Por eso, a medida que pasaban los minutos se encontraba más nervioso; un vago e indefinible sentimiento de culpa empezaba a desazonarlo de manera creciente y no pudo aguantar más tiempo; se metió la camisa para cubrir su cuerpo desnudo, con todo sigilo salió de su cuarto y entró en el de Luis, al que zarandeó suavemente y llamó con voz queda:

—Luis… Luis… Despierta.

—¿Qué?… ¿Qué pasa?

Luis se despertó sobresaltado en la oscuridad y se incorporó. Sancho le tapó la boca para que no siguiera hablando en voz alta y le dijo en un susurro:

—Calla, Luis. Soy yo, Sancho.

—¿Qué haces aquí? ¿Pasa algo?

—No, no pasa nada… Me ha ocurrido algo… Escucha.

Sancho acercó su boca al oído de Luis y en un tono quedo y silente le narró lo sucedido con Carolina. La expresión de Luis era de infinito asombro y por fin pudo articular palabra:

—Sancho… ¿cómo has podido hacerlo?

—No sé… Yo no he hecho nada… lo ha hecho todo ella.

—Pero… además eso es pecado.

—¿Pecado?… Es curioso… no se me había ocurrido pensarlo… Es tan especial… no te lo puedo describir… Hay que vivirlo para saberlo.

—Y, ¿qué vas a hacer?

—No lo sé, Luis. Ni siquiera sé si hay que hacer algo. La cabeza va a estallarme…

Sancho se dio cuenta de que Luis no podría ayudarle; miró a la ventana y vio que el amanecer apuntaba tímidamente. Unos ruidos en el palacio y el inicio de alguna actividad en la calle indicaban que el pulso cotidiano urbano despertaba.

—Voy a salir a la calle, Luis.

—Pero no son horas, Sancho. ¿Dónde vas a ir?

—Me asfixio, Luis. Necesito aclararme y aquí dentro no puedo… Si preguntan por mí, di que he salido temprano… a misa o a donde se te ocurra. No sé si iré a las clases. Si no voy y don Piero te dice algo, contéstale que me sentía mal, que mañana estaré listo.

Luis asentía con la cabeza a las palabras de Sancho, que cuando terminó de hablar salió de la habitación con el mismo sigilo con que había entrado para volver a su aposento y vestirse. Luego bajó la escalera y aguardó escondido en el patio hasta que uno de los sirvientes abrió la puerta, aprovechando un descuido para salir a la calle sin ser visto. Empezó a caminar sin rumbo fijo, tratando de calibrar el alcance de lo sucedido en todas sus vertientes. Pero su emoción era tal que no podía fijar su mente en una misma cuestión más que unos segundos, por lo que no era capaz de tener un discurso mental lógico ni llegar a ninguna conclusión. Al poco rato de salir del palacio empezó a llover; Sancho se refugió en un soportal, donde siguió sumido en su torbellino interior hasta que un impulso desesperado le hizo volver a caminar, levantando la cara al cielo para sentir la lluvia en el rostro. La frescura del agua actuó como un sedante, pues poco a poco fue calmándolo. Al cabo de un rato estaba calado hasta los huesos, aunque mucho más tranquilo. No había llegado a ninguna conclusión, pero decidió dejar pasar un poco de tiempo para volver a pensar en todo lo sucedido, limitándose de momento a aceptarlo sin más análisis. Desde aquel día Sancho tuvo un gusto especial por caminar bajo la lluvia y ofrecer su cara al cielo para sentir las gotas en el rostro. También percibió Sancho en aquel lluvioso amanecer romano que las emociones y los sentimientos duelen, que no pueden controlarse… aunque pueden mitigarse. Pero de eso él, por su juventud, no era plenamente consciente. En cualquier caso, empapado pero sereno, decidió regresar.

Los dos años siguientes fueron muy intensos. Luis recibió las órdenes menores. Sancho tuvo que aguantar más de una reprimenda del cardenal y de don Piero por su falta de interés en los estudios, pues se había quedado atrasado y no había sido ordenado como su amigo. El muchacho mucho más interesado que por los estudios estaba por lo que ocurría en Europa, donde el emperador seguía luchando contra franceses, herejes e infieles, campañas en las que él deseaba participar; con frecuencia empuñaba la daga que el duque de Alba le regalara y pensaba cómo podría unirse a aquel ilustre capitán. Por su parte, Carolina visitaba con discreta y cierta asiduidad el aposento de Sancho. La relación entre ambos se mantuvo oculta a todos, pues extremaron la discreción. El único que percibió algo raro fue uno de los mozos, que llevaba meses tratando de que la sirvienta hiciera caso a sus requerimientos, pero ella prefería la juventud e inexperiencia de Sancho a la rudeza del mozo, poco agraciado además, ya que no era tan alto como su joven amante y tenía el pelo enmarañado, afeando aún más las bastas facciones de su cara picada de viruelas. Marsilio —ése era el nombre del mozo en cuestión— no acertaba a comprender la razón de la actitud esquiva de Carolina y empezó a sospechar de Sancho, pues los sorprendió en una ocasión haciéndose señas con disimulo, pero aunque estuvo espiándolos no pudo descubrir nada. Sin embargo, sus reservas hacia Sancho no desaparecieron y entre ambos surgió una hostilidad que en alguna ocasión afloró a la superficie y no llegaron a las manos porque los separaron los presentes. Sancho, en cambio, sí sabía por qué actuaba Marsilio como lo hacía, pues no tenía ningún recato en declarar ante todos sus intenciones hacia Carolina, provocando los desdenes de la mujer.

A medida que pasaban los meses, la relación entre los dos amantes se iba serenando y entre ellos se establecieron vínculos profundos de afecto sincero. Unos vínculos que no se deterioraban a medida que la pasión amorosa pasaba a un segundo plano, pues ambos estaban de acuerdo en que la suya era una relación sin futuro: él se preparaba para ser sacerdote y era bastante más joven que ella. Llegó un momento en que Carolina consideró que debía soltar los lazos con Sancho y así se lo dijo; tenía veintisiete años, por lo que si no se casaba pronto quedaría soltera para siempre. Modificó entonces su actitud hacia Marsilio y el mozo se sintió afortunado al ver el cambio de la mujer. Siete meses más tarde el cardenal los casaba en la capilla de su palacio, y algo después Del Olmo los envió como encargados de una de sus posesiones romanas, pues había muerto el anciano que hasta entonces la había regentado.

El día de la partida, poco después del desayuno, Marsilio aprestaba en el corral del palacio el carro en que iban a hacer el viaje; mientras cargaba y colocaba las cosas que llevarían, Carolina subió detrás de Sancho y se metió en su aposento sin que nadie la viera.

—Sancho, vengo a despedirme.

—Te estás arriesgando mucho. ¿No te ha visto tu marido? —y al ver que la mujer negaba con la cabeza, añadió—: ¿Nadie?

—No… nadie. Además, a estas alturas, qué puede importarme…

—Te voy a echar mucho de menos, Carolina… Tú me has sacado de la niñez y me has hecho hombre… Es mucho lo que te debo, pues tu compañía y tu trato han impedido que me vuelva loco en Roma.

Los dos se sonrieron y se abrazaron.

—Yo también me acordaré mucho de ti, Sancho. En realidad, los dos años que hemos pasado juntos han sido los mejores de mi vida hasta ahora… No te pareces en nada a los demás hombres que he conocido…

—¿Serás feliz?

—Creo que sí. Marsilio es un buen hombre y me quiere… Por lo menos me trata bien. Tengo que bajar.

Carolina se apretó con más fuerza a Sancho, que la retuvo contra su pecho hasta que ella aflojó su abrazo y se apartó, retirándose hacia la puerta. Antes de abrirla se volvió y dijo:

—Sancho, la tía Marcia sabe todo lo que se puede saber de este mundo y le caes bien. Si necesitas algo, díselo. Te ayudará… No lo olvides… y tampoco me olvides a mí. Adiós.

Antes de que Sancho pudiera decir nada, Carolina salió y cerró la puerta. Al joven le invadió una profunda tristeza sin que pudiera evitarlo; hacía mucho tiempo que su relación amorosa había terminado, pero el afecto se mantenía vivo, por eso aunque el muchacho sabía desde hacía tiempo que la marcha de Carolina acabaría por producirse, había decidido no pensar en ello anticipadamente y ahora que el momento había llegado sintió que alguien muy importante salía de su vida para siempre. Sí. Iba a echarla de menos… y mucho. Estaba recordando su relación pasada con ella, cuando Luis abrió la puerta y le dijo:

—He oído voces, ¿estabas hablando solo?

—Sí… así me distraigo —mintió Sancho.

—Te pasa bastante desde dos años a esta parte… Sobre todo por la noche, ¿o es que cuando te oigo hablar estás haciendo algo?

Sancho percibía el doble sentido de las frases de Luis y no respondió. Se colocó el manteo y cuando se disponía a salir su amigo concluyó:

—A lo mejor es que has tenido problemas y, agobiado, encontrabas alivio en oír tu propia voz… —Sancho se volvió a mirarlo, momento que aprovechó Luis para concluir—: Bueno, posiblemente desde hoy ya no hables solo —ambos se miraron y entonces Sancho comprendió que su amigo estaba al corriente de todo y que algunas noches habría visto a Carolina llegar a su cuarto, oyéndolos en más de una ocasión.

—¿Lo sabías, Luis? —al ver su asentimiento, Sancho añadió—: Nunca me has dicho nada…

—Tú me avisaste de lo que te ocurrió la primera noche. Después… No estoy sordo y estamos pared con pared. No te he dicho nada porque no soy quién para decírtelo… Pero al ver tu relación con Carolina, he estado muy inquieto temiendo que os sorprendieran… Algunas noches que os oía he vigilado la escalera por si subía alguien, para entretenerlo e impedir que llegara a tu aposento… ¡Gracias a Dios que el anuncio de su boda puso fin a esto!… Me tienes muy preocupado, Sancho… Has descuidado los estudios… Vas muy atrasado y no sé qué pasará contigo, no te veo ningún interés por recibir las órdenes menores… A veces pienso que no quieres ser sacerdote. En fin, tal vez ahora todo se arregle y recuperes lo perdido… ¡Estudiaremos juntos!

Sancho miró a Luis con un enorme afecto. Se acercó a él, le puso las manos en los hombros y, mirándolo a los ojos, le dijo:

—Gracias, Luis. Gracias —Sancho meneó la cabeza de un lado a otro—. Si no hubiera sido por ti creo que habría abandonado hace mucho tiempo. Cada vez me interesan menos los estudios…

—Sancho, en todo este tiempo te he visto gozar y sufrir y te la has estado jugando… Verte ha sido muy bueno para mí, pues me ha ayudado a no caer en los mismos errores que tú y eso me ha evitado vivir tu infierno en muchas ocasiones, aunque tampoco he vivido tus alegrías, ni tus gozos… Pero he podido llegar a la conclusión de que para un sacerdote lo mejor es no haber pasado ni pasar por nada de lo que has pasado tú.

Ambos salieron y comenzaron a descender hacia la calle. Cuando bajaban la escalera, Sancho preguntó:

—Luis, ¿qué te parece tía Marcia?

Antes de responder, el joven pensó en la mujer nombrada por su amigo: era una vieja medio desdentada, gruesa, con el pelo blanco y largo, de ojos inquietantemente grises, cuyos labios consistían en una delgada línea apenas perceptible y su voz, un tanto cascada, resultaba persuasiva y acogedora; su ascendencia sobre la servidumbre del cardenal era clara y todos la consideraban mucho. Con Sancho y Luis siempre había sido amable y ellos la habían distinguido con su consideración y deferencia, pero no la habían tratado y, en realidad, no sabían cómo era. Luis aventuró:

—Me parece una bruja… una bruja buena, pero… no sé.

Aquel domingo de Resurrección se cumplían dos semanas desde que se marchara Carolina. Por la tarde, Sancho y Luis habían estado en una ceremonia religiosa celebrada en San Pedro; cuando concluyó volvieron sin prisas a casa del cardenal y llegaron tarde a la cena; en la cocina sólo quedaban tía Marcia, aún sentada a la mesa, y una criada que acababa de recoger la vajilla. Al verlos llegar, la muchacha les sirvió sendas escudillas con caldo de carne y colocó ante ellos varios trozos de pan y una fuente de polenta para que se sirvieran a su gusto; luego se despidió para acostarse. Luis comió poco y aprisa, pues estaba desganado y se sentía inquieto ante la presencia de tía Marcia. En cuanto terminó el contenido de la escudilla se levantó y se marchó, deseando buenas noches a su amigo y a la mujer.

A la salida de Luis siguió un largo silencio. Sancho comía parsimoniosamente, esperando que la sirvienta hablara, y ella lo observaba escudriñando todos sus gestos y sin perder ni una expresión de la cara del joven. Finalmente le habló:

—Estás confuso y perdido, ¿no, Sancho?

El aludido no la miró, pero asintió con la cabeza y unos instantes después alzó la vista y habló:

—Sí, tía Marcia. Bastante.

—¿Y qué piensas hacer? ¿Seguirás tus estudios sacerdotales o buscarás otra cosa?

—No lo sé, tía Marcia. No sé dónde está mi camino… ¡Si pudiera saber lo que me depara el destino…!

—Puedes saberlo, si crees que eso resolvería el problema.

—¿Qué decís? ¿Puedo conocer mi futuro?… —al ver el gesto de asentimiento de la mujer, añadió—: Eso es imposible. Nadie conoce el futuro.

—Te equivocas. Hay quien puede adivinarlo —tía Marcia hablaba en voz baja y sin perder de vista la puerta, hasta donde llegaba débilmente la luz que despedía la vela que había encima de la mesa a la que estaban sentados.

Tras unos instantes en los que observó la cara de desconcierto y ansiedad del muchacho, preguntó:

—¿No te dijo nada Carolina?

—No. Sólo me advirtió que vos lo sabíais todo y que podríais ayudarme… si fuera necesario. Lo que no sé es cómo podéis hacerlo.

—Conocer tu futuro, ¿te ayudaría?

—¿Vos podéis adivinarlo?

—Yo no, pero sé quién puede hacerlo.

—¿Os burláis de mí?

—No, hijo… ¿Qué ganaría yo con ello? Si de verdad te interesa, dímelo.

—Sí, me interesaría… Así, tal vez podría decidir mi suerte y acabar con esta angustia de no saber qué hacer ni dónde ir.

Tras una nueva mirada hacia la puerta, tía Marcia bajó aún más la voz:

—En la zona del Trastevere vive la fata Marina, nadie sabe exactamente dónde, pues ella no quiere que se conozca cuál es su casa para evitar denuncias por brujería; cuando alguien necesita sus servicios basta con que pregunte y espere por allí. La voz empieza a correr sin que nadie sepa muy bien cómo, al poco tiempo aparece un hombre, que es quien concierta la cita con la fata y da las instrucciones de cómo tendrá lugar el encuentro, que suele ser por la noche, llegando el visitante con los ojos vendados para que no pueda recordar el camino.

—¿Y a cambio de qué hace eso?

—Unas cuantas monedas de oro bastan. ¿Las tienes?

—Sí.

—¿Quieres que yo concierte la cita?

—¿Hasta ese punto podéis?

—Ella es mi hermana.

Sancho iba de sorpresa en sorpresa, pero no dudó:

—Hacedlo, pues.

—Tardaré dos o tres días. Ya te avisaré, hijo.

La anciana dio por concluida la conversación. Se levantó trabajosamente, recogió las escudillas utilizadas por Sancho y Luis y las dejó en un barreño con agua donde había otras piezas de la vajilla. El muchacho encendió una palmatoria en la vela de la mesa y se despidió:

—Hasta mañana, tía Marcia. Espero vuestro aviso.

—Adiós, hijo.

Sancho se encaminó a su aposento sin estar muy convencido de lo que le había dicho la anciana, pero consideraba que era una opción que merecía la pena intentar. Hacía mucho tiempo que se sentía a disgusto con la situación en que vivía. Estaba seguro de que no le atraía nada el sacerdocio y de que él nunca sería un buen clérigo; le bastaba ver a Luis y notar las diferencias entre ambos para que tales conclusiones no le ofrecieran la menor duda. Pero allí en Roma estaba atrapado; no encontraba salidas alternativas y se limitaba a ganar tiempo en espera de una oportunidad, esforzándose en mantener ante el cardenal y don Piero un juego de apariencias para no desembocar en un enfrentamiento directo que hubiera complicado más su situación. Tampoco le resultaba atractivo ninguno de los trabajos ni ocupaciones que veía en el Vaticano, pues le espantaba la idea de pasarse toda su vida rodeado de papeles y en funciones de escribiente o secretario. Había pensado en escaparse y volver a Ávila, pero el temor a la reacción de su padre y el disgusto que le proporcionaría a su madre le hacían desistir, pues ambos esperaban ilusionados el momento de su ordenación. Otra salida podía ser fugarse a Milán o Nápoles para alistarse como soldado; sabía que en ambas ciudades había enganche permanente de tropas y que le sería fácil enrolarse, pero ése era un paso demasiado decisivo para precipitarse en darlo. Quizás mereciera la pena intentar el ingreso en la guardia vaticana, pero tampoco le atraía la vida de guarnición que veía en sus componentes; puesto a ser soldado, prefería una vida más activa, como la había soñado desde pequeño. Se metió en la cama dispuesto a esperar, pero sin hacerse demasiadas ilusiones.

Dos días más tarde, por la noche, cuando habían terminado de cenar y empezaban a retirarse los miembros de la servidumbre, tía Marcia le hizo una seña a Sancho para que no se levantara, preguntándole por la función vespertina del domingo anterior. Sancho empezó a relatarle la ceremonia con detalle, dando tiempo a que todos se marcharan, incluido Luis. Cuando se quedaron solos, la anciana le dijo:

—¿Estás decidido a conocer tu futuro?

—Sí —respondió Sancho.

—Mañana, con las primeras sombras de la noche, habrá un hombre esperando en la esquina del palacio. Puedes ir solo o acompañado por Luis, como prefieras. Yo me encargaré de que el postigo de la puerta del corral esté abierto para que cuando volváis podáis entrar sin hacer ruido y que nadie note vuestra ausencia… No te olvides del oro.

—No lo olvidaré… Gracias, tía Marcia.

Sancho abandonó la cocina y subió a toda prisa en busca de Luis, al que quería encontrar antes de que se durmiera. Cuando llegó a su aposento, llamó a la puerta y entró sin esperar ningún aviso.

—Ah, Sancho, eres tú. ¿Qué quieres?

—Verás, Luis. Mañana por la noche voy a ir al Trastevere, un hombre me va a llevar ante una maga que adivinará mi futuro. No puedo seguir viviendo en esta zozobra.

—Sancho… siempre me sorprendes. ¿Qué me estás diciendo?

—Lo que has oído, Luis.

—¿Estás loco? ¿Vas a ir a ver a una bruja? ¿Cuándo la has conocido?

—No la conozco. Me ha preparado el encuentro tía Marcia.

—¿Y te fías? —al ver el gesto afirmativo de Sancho, añadió—: ¿No tienes miedo?

—No, no tengo miedo… ¿Quieres venir conmigo?

—¿Yo? —Luis se levantó de la cama, se puso ambas manos en el pecho y se acercó a Sancho, que estaba en pie—. ¿Yo, Sancho, yo? ¿Quieres que vaya contigo? Pero… Pero…

Luis no daba crédito a lo que le decía su amigo.

—¿No quieres conocer tu futuro, Luis?

—No. No quiero conocerlo… Yo no soy como tú, Sancho. Nada más pensar en ir a ver a esa bruja el miedo me atenaza, las piernas me tiemblan y los dientes me castañetean…

—No te confundas, Luis… Eres bastante más fuerte de lo que crees. Tienes un aguante y una capacidad de resistencia enormes… Estás llevando nuestra estancia en Roma mucho mejor que yo… por eso tú no necesitas saber qué te deparará la vida y yo sí… Voy a ir a ver a esa mujer. Lo tengo decidido. Me gustaría que vinieras conmigo, pero si no quieres… ya te contaré después.

Sancho se despidió y fue a acostarse decidido a no darle más vueltas al tema y esperar que llegara el momento. Luis, en cambio, estuvo largo rato sin conciliar el sueño a causa de lo que le había dicho su amigo y sin saber qué decisión tomar. Pensó en prevenir al cardenal, pero eso supondría el final de su amistad con Sancho, por lo que descartó la idea. Por otra parte, si dejaba solo a Sancho y le pasaba algo, nunca podría dar una explicación lógica de lo sucedido y un sentimiento de culpa le perseguiría siempre por no haberle impedido que fuera. Finalmente, llegó a la conclusión de que no tenía otra salida que acompañar a su amigo y correr su suerte. Una decisión que alegró a Sancho cuando por la mañana se la comunicó Luis, quien volvió a quejarse del genio inquieto de su amigo y por enésima vez le pidió que se dejara de tonterías y se concentrara en los libros.

El día pasó para Sancho de manera insensible; en más de una ocasión se sorprendió de la tranquilidad con que aguardaba el anochecer. Sin embargo, Luis vivió una constante zozobra, buscando inútilmente una solución que le liberara de su compromiso. A la hora indicada, salieron ambos muchachos y se dirigieron hacia la esquina donde habían visto esperar a un hombre. Al llegar a su altura, les preguntó:

—¿Qué queréis?

—Nos envía tía Marcia —respondió Sancho.

—¿Traéis el dinero? —volvió a preguntar, y al asentir Sancho, ordenó—: ¡Dámelo!

Sancho hizo sonar las monedas, que llevaba en una pequeña bolsa, y le dijo:

—Se lo daré a ella cuando lleguemos.

El hombre asintió, desconcertado por la firmeza de la respuesta de Sancho. Se embozó la capa y echó a andar sin decir nada más. Los dos muchachos le siguieron. Luis casi no se atrevía a levantar la vista de suelo, mientras Sancho caminaba atento al recorrido que iban haciendo, sin perder detalle y reconociendo los lugares por donde transitaban; a poco de cruzar el río se vieron inmersos en un dédalo de callejuelas por el que nunca habían pasado antes desde que llegaron a Roma. Sancho procuró grabar en su memoria algunos detalles y fachadas de casas que le permitieran desandar el camino, si fuera necesario. El hombre se detuvo al llegar a una plazuela inmunda, sucia y embarrada, donde confluían cinco callejones. Las sombras de la noche lo invadían todo.

—Aquí tengo que vendaros los ojos —les dijo a sus acompañantes—. Lo que queda de camino lo haréis a ciegas.

Sacó de su faltriquera dos pañuelos negros que tendió a Luis y Sancho, quienes se los anudaron a la cabeza tapándose los ojos. El individuo se cercioró de la firmeza del nudo y de que no les era posible ver nada, indicándoles:

—Caminaremos juntos, tú cógete a mi brazo y tú, al de tu amigo. Si hay algún obstáculo os avisaré; caminad tranquilos.

Todavía tardaron lo que les pareció ocho o diez minutos en llegar a un punto donde fueron advertidos:

—Vamos a entrar a un lugar donde descenderemos tres escalones; seguiremos por un corredor estrecho en el que tendremos que ir de uno en uno hasta llegar a donde nos espera la fata Marina.

Descendieron los escalones y empezaron la marcha por un angosto corredor. Sancho tocó las paredes, que parecían de roca o piedra y estaban húmedas, consecuencia del ambiente denso y cálido que se respiraba en el interior; poco tiempo después se detenían y oyeron de nuevo a su guía:

—Hemos llegado, esperad —oyeron unos golpes en lo que pensaron era una puerta de madera y poco después el ruido de ésta al abrirse, al tiempo que la voz del hombre les ordenaba—: Podéis quitaros los pañuelos de los ojos. Entrad. Yo esperaré aquí fuera hasta que terminéis.

Sancho y Luis entraron en la estancia que tenían delante. Nunca habían visto nada tan sórdido y maloliente. Aquel antro parecía excavado en la roca; sus paredes estaban ennegrecidas por el humo que desprendían dos antorchas encendidas que daban luz y estaban colocadas a los lados de lo que parecía un tiro de ventilación; también ardía una hoguera en un hogar en medio de la estancia, cuyas llamas calentaban un grueso recipiente de metal, colgado del techo por una cadena y en cuyo interior burbujeaba un líquido negruzco y espeso; cerca de la hoguera había una mesa, en cuyo tablero estaban dispuestos recipientes de cristal, barro y metal de diversos tamaños y formas, además de varias culebras, un conejo, un grajo, dos murciélagos y varios lagartos y lagartijas, todos muertos. Un pesado armario de madera estaba pegado a la pared con las puertas cerradas; enfrente, en el suelo, una yacija de paja y una manta indicaban el lugar de descanso de la fata, a la que tardaron en descubrir, pues estaba sentada casi a contraluz de espaldas a la puerta y cubierta enteramente por un manto, por lo que a los jóvenes, cuando entraron, les pareció un bulto y sólo pudieron saber que era ella al habituarse a la luz de la estancia, apercibiéndose de su presencia al notar que ese bulto se movía y les hablaba:

—Pasad y sentaos frente a mí.

Obedecieron como fascinados por el ambiente siniestro que les envolvía. Cuando estuvieron acomodados en los tocones de árbol que estaban dispuestos a manera de asientos en torno a la hoguera pudieron ver a la fata Marina, cuyo aspecto era muy distinto al que había imaginado Sancho, quien pensaba encontrar a una mujer joven, bella y vaporosa como correspondía a la imagen idealizada de un hada, pero en su lugar tenía ante sí a una mujer delgada hasta los huesos, de cara alargada y nariz aguileña, pelo largo, ralo y blanco y ojos negros y brillantes: en definitiva, le pareció que más que una fata aquella mujer parecía una strega, una bruja cuya voz sorprendentemente cálida era lo único tranquilizador que allí habían encontrado.

—¿Qué queréis? ¿Por qué interrumpís mi retiro?

Luis era incapaz de articular palabra; maldecía mentalmente a su amigo por meterlo en aquellos lances y se maldecía a sí mismo por secundarle; sus ganas de correr y escapar aumentaron cuando oyó a Sancho decir:

—Queremos conocer nuestro futuro. Una carcajada de la vieja los estremeció:

—Mírenlos, quieren saber algo que haría temblar a hombres curtidos… ¿De verdad estáis seguros de que eso es lo que queréis? ¿Habéis pensado que a lo mejor no tenéis futuro y que podéis encontraros con la muerte?

—No. No lo hemos pensado, pero es igual. Queremos conocerlo. De nuevo era Sancho quien respondía con firmeza.

—Bien. Será como deseáis.

La fata Marina agarró con unas tenazas un cuenco de metal de unos veinte centímetros de diámetro, colocado junto a las ascuas del hogar y que estaba por algunas partes casi al rojo vivo; puso el cuenco dentro del recipiente que colgaba del techo sobre la lumbre; al entrar en contacto con el espeso líquido del interior desprendió una densa nube de vapor blanco, consecuencia de la evaporación que producía su elevada temperatura; acto seguido, Marina cogió uno de los tarros de cristal de encima de la mesa, lo destapó y vertió en el cuenco la mayor parte de su contenido, un líquido de color blancuzco y denso que al entrar en contacto con el recipiente empezó a adquirir una tonalidad argéntea y metálica. Los dos muchachos no habían perdido ni un solo movimiento de la vieja y sus corazones se encogieron aún más al oírla recitar una salmodia monorrima, cadenciosa e ininteligible; en medio de su canto, Marina tomó un cuchillo y cortó una pata del conejo, una cola de lagartija, las uñas de un lagarto y la cabeza de una serpiente; a medida que echaba cada uno de esos componentes el líquido iba cambiando de color, desde el plateado al azul, luego al verde, después al amarillo, más tarde al naranja, que fue enrojeciendo y acabó violeta intenso con extraños reflejos metálicos. Entonces concluyó la salmodia de la fata y les dijo:

—Unid vuestras manos y agarrad este cordón.

Sancho y Luis se cogieron de la mano y con la que les quedaba libre tomaron los extremos del cordón que les alargaba Marina, quien lo sostenía por el centro con una mano y con la otra empezaba a remover el líquido del cuenco y reiniciaba la salmodia. Unos instantes después entraba en trance, permaneciendo con los ojos en blanco y completamente inmóvil. A Sancho y Luis les pareció ver los ojos de la fata reflejándose en el líquido, mientras la superficie del mismo parecía azotada por un viento extraño que rizaba su superficie creando y destruyendo en fracciones de segundo unas escenas que el ojo humano no alcanzaba a ver, al tiempo que reflejos multicolores se sucedían relampagueantes por toda la estancia en un inquietante estallido de luz. Ninguno de los dos muchachos supo el tiempo que duró aquello, paralizados por la sorpresa y el espanto. De pronto el encantamiento cesó. Los colores desaparecieron. El líquido del cuenco ennegreció y despedía un olor hediondo. El trance de la fata duró aún unos segundos; luego, empezó a respirar de manera jadeante, gotas de sudor humedecieron su cara, mientras los ojos recuperaban su color y vivacidad; soltó el cordón que había sostenido hasta entonces y se tomó unos minutos para recuperarse. Sancho y Luis se miraron atónitos, separaron sus manos y también soltaron el cordón. Luego, Marina habló:

—Sancho… Tu vida va a ser una sucesión trepidante de andanzas… Te he visto en guerras y fortalezas, barcos y cautiverios… Te van a herir y estarás a las puertas de la muerte en más de una ocasión… Gozarás y sufrirás mucho… Servirás bajo las órdenes de ilustres capitanes y los hombres bajo tu mando te admirarán y te seguirán sin dudar, aunque los mandes asaltar las puertas del infierno… Alcanzarás la gloria y morirás…

La fata Marina se calló. Sancho aguardaba impaciente a que concluyera la frase que había dejado a medias y al ver que no continuaba hablando la instó con voz queda y emocionada:

—¿Moriré? ¿Cómo y cuándo moriré, fata?

—Todos moriremos. Pero a ningún mortal le está permitido saber cómo y cuándo, pues eso lo determina la Providencia y yo no debo ni quiero revelarte los designios últimos que Dios te tiene reservados. Con lo que te he dicho tienes más que suficiente para decidir cuál será el rumbo de tu estrella: o buscas esos horizontes nuevos o sigues donde estás y haces lo que han pensado para ti. A ti te toca decidir.

Un nuevo silencio de Marina dejó a Sancho sumido en encontrados pensamientos y agitadas emociones. Luis, por su parte, miraba a hurtadillas a la fata y al fin se atrevió a preguntar tímidamente y con un hilo de voz:

—¿Y de mí, habéis visto algo?

—Tú, Luis… Tendrás una vida mucho más tranquila, sin sobresaltos, dedicado al estudio y la oración. Te he visto con ropa talar y tocado con una mitra obispal… Gozarás de respeto y autoridad… Pero te he visto muy solo siempre.

—¿Solo? ¿Y mi madre?

—Hablábamos de ti, no de tu madre. La tendrás mientras viva… Y ya basta. Ya os he dicho bastante. Ahora marchaos. Estoy cansada. Dejadme sola.

La mujer se desentendió de ellos y pareció ensimismarse. Sancho y Luis se levantaron. Aquél metió la mano en su pechera, sacando la bolsa con las monedas y dejándola caer sobre la mesa para que la fata Marina oyera el ruido y supiera que allí estaba el oro. Luego se dirigieron a la puerta, que se abrió antes de que la alcanzaran, entrando el hombre que los había conducido hasta aquel cubículo. Sin decir nada les tendió los pañuelos negros y ellos volvieron a anudárselos. Echaron a andar y a sus espaldas escucharon cerrarse la puerta. Unos minutos más tarde oyeron:

—Hemos llegado a los escalones. Tened cuidado.

Al salir a la calle sintieron el aire fresco y respiraron profundamente. Algo más tarde el hombre volvió a hablar:

—Deteneos. Dadme los pañuelos, pues desde aquí seguiréis solos.

Al liberarse los ojos comprobaron que estaban en la plazuela donde se los vendaran a la ida. Estaban preguntándose mentalmente por dónde debían seguir cuando oyeron nuevamente a su acompañante:

—Por aquella calle —les indicaba con una de sus manos— llegaréis enseguida al río y veréis el puente a la izquierda. Una vez que crucéis, encontraréis fácilmente el camino hasta el palacio del cardenal Del Olmo.

Y sin más, el hombre se volvió y desapareció por una de las callejuelas. Sancho y Luis se miraron y, todavía sin hablar, se dirigieron hacia la dirección indicada. Fue entonces cuando se percataron de que estaban solos; aligeraron el paso y acabaron por echar a correr para evitar en lo posible un mal encuentro. Procuraban correr sin hacer ruido, cruzándose como exhalaciones con algunos viandantes aislados que los miraban sorprendidos. Cuando alcanzaron el puente empezaron a considerarse a salvo, pero no dejaron de correr hasta llegar a los muros posteriores del palacio. Tal como les prometiera tía Marcia, el postigo estaba abierto; entraron y cerraron tras sí. Entonces se sintieron a salvo, se dejaron caer al suelo y dieron rienda suelta a sus jadeos. Cuando recobraron el aliento se incorporaron y avanzaron hacia el interior, subiendo a sus aposentos sin hacer ruido.

—Debe de ser muy tarde —aventuró Sancho.

—Sí. Acostémonos. Hablaremos mañana, estoy molido.

Luis daba gracias al cielo por haberles permitido que la aventura terminara con bien y nadie hubiera notado su ausencia.

La tarde siguiente los dos muchachos estaban en la biblioteca del cardenal. Habían elegido aquel sitio para poder hablar con calma de cuanto había sucedido la noche anterior.

—¿Qué has pensado, Sancho? ¿Crees que es verdad lo que nos dijo esa bruja?

—No sé si será verdad, Luis… Quiero pensar que sí por lo que a mí respecta y nadie pudo decirle que yo quería ser soldado…

—¿Que no? Pudo hacérselo saber tía Marcia… Si te das cuenta, nos dijo a cada uno lo que queríamos oír… Es lo que hacen toda esa gente… Se han burlado de nosotros.

—Yo no estoy tan seguro, Luis… No sé qué pensar.

La conversación continuó hasta la hora de la cena entre las dudas de Sancho y la desconfianza e incredulidad de Luis sin que llegaran a ninguna conclusión. Cuando se sentaron con la servidumbre en la cocina para cenar, tía Marcia preguntó en un momento en que nadie podía oírla:

—¿No tienes nada que contarme, Sancho?

El interpelado asintió con la cabeza y dijo:

—Después, cuando termine la cena.

Era habitual que tía Marcia fuera la última en abandonar la cocina por las noches, de modo que a nadie le llamaba la atención que se quedara sentada mientras los presentes se iban retirando. Sancho advirtió a Luis que iba a hablar con la sirvienta y permaneció conversando con ella sobre cosas intrascendentes hasta que hubieron salido todos. Entonces la mujer volvió a preguntar:

—Bueno, ¿qué te dijo la fata Marina?

Sancho hizo un relato pormenorizado de todo lo que sucedió aquella noche. La mujer le escuchó en silencio y sin interrumpirlo. Cuando acabó el muchacho, le preguntó:

—¿Qué vas a hacer?

—Lo estoy pensando, pero creo que no aguantaré aquí mucho tiempo…

Sancho se calló, con la mirada perdida y su pensamiento muy lejos de allí. Tía Marcia lo miró unos instantes y le advirtió:

—Cuando te decidas, dímelo… Sobre todo si vas a irte… ¿Lo harás? —Sancho asintió con la cabeza—. Bien. Vete a dormir.

El joven se levantó encaminándose a la puerta. Antes de salir de la cocina se volvió y preguntó:

—¿Por qué te preocupas por mí, tía Marcia?

—Te aprecio, Sancho… y me lo pidió Carolina —al ver el gesto interrogativo de Sancho, añadió—: Carolina es hija mía. Nunca estuve casada, pues el padre de ella en cuanto supo que me había dejado embarazada desapareció… Yo vivía entonces fuera de Roma. Con mi hermana Marina, que ya empezaba a ejercitar sus poderes, éramos criadas de una finca en el campo; allí parí y la crie hasta que tuvo cinco años. Aprovechando una epidemia, las dos hermanas nos vinimos a la ciudad con ella, diciendo que la niña había perdido a sus padres y que yo la había adoptado. Marina se instaló en el Trastevere ejercitando sus artes y su fama como fata empezó a correr de boca en boca. Yo me coloqué como criada; cuando entré a servir en esta casa me hice llamar tía Marcia, y así me llamaba Carolina… De esta forma pude disimular nuestro parentesco y ocultar mi relación culpable y su nacimiento bastardo hasta el punto de que mi niña no sabe la verdad… —la emoción quebró un instante la voz de la mujer—. Pero he podido estar siempre con ella, que me ha correspondido con su cariño; la he cuidado; sus penas me han entristecido y sus alegrías me han hecho feliz… El tiempo que habéis estado juntos ha sido muy bueno para ella…

—Y para mí, tía Marcia… —dijo sorprendido Sancho al escuchar la confesión de la anciana, y le preguntó—: ¿Vos sabíais nuestra relación?

—No me resultó difícil averiguarla. Conozco muy bien a Carolina. Para saber que algo pasaba me bastó ver cómo te miraba en ocasiones y oírla levantarse de noche y salir de la habitación procurando no hacer ruido. Comprobar cómo le sonreías unas veces y cómo la mirabas ansioso otras me convencieron de que tú eras la causa de sus idas y venidas nocturnas y el responsable de su alegría. La has tratado bien y te estoy agradecida. Por eso te ayudaré en lo que pueda.

—Yo también os estoy agradecido a las dos. Carolina ha sido para mí algo tan… —el muchacho no acabó la frase, haciendo un gesto ambiguo—. En fin, tía Marcia, buenas noches.

Unos días más tarde Sancho tenía tomada su decisión. Sabía que en Nápoles y Milán era muy fácil ingresar en el ejército; nadie le conocía en aquellas ciudades, por lo que podría alistarse sin que le hicieran preguntas. Utilizaría a Luis en su plan diciéndole que iría a Nápoles para que diera esa información a quienes presumiblemente enviaría el cardenal en su busca. Saldría al amanecer y tendría como mínimo toda la jornada de ventaja. Con un poco de suerte nadie le echaría de menos hasta la noche del día siguiente, momento en que Luis comunicaría al cardenal que no lo había visto desde el día anterior, con lo que su amigo quedaría a salvo de cualquier responsabilidad y si él conseguía esas dos jornadas de ventaja tendría éxito en su fuga.

Tía Marcia fue la primera en saber lo que había decidido Sancho. Una noche se lo comunicó el joven en uno de los ratos en que se quedaban solos charlando después de la cena. La anciana le preguntó si estaba decidido y al cerciorarse de la firmeza de la decisión le comentó:

—Te prepararé ropas adecuadas, Sancho. Con las que tienes no llegarías muy lejos. Son demasiado buenas y con tu porte llamarías la atención de bandidos o rufianes, que te robarían hasta la vida… Necesitas una apariencia de pordiosero miserable, al que todo el mundo quiera evitar, y así deberás mostrarte siempre hasta que te hayas alistado como soldado. Déjate la barba. Nadie debe saber quién eres realmente, pues de lo contrario estarás en peligro… Un muchacho joven y solo por los caminos es una presa fácil. ¿Tienes dinero? —Sancho asintió—. No lo lleves todo junto. Distribúyelo en varios lugares. Ya te diré cómo. No se te ocurra nunca sacarlo delante de nadie. Ni siquiera una moneda, pues si te la ven pensarán que tienes más, te seguirán y te robarán. Camina solo. Desconfía de cuantos busquen tu compañía. Si algún caballero se ofrece a llevarte en su carruaje o en alguna cabalgadura de su propiedad procura cerciorarte de quién es en realidad antes de aceptar su oferta. Hay mucho bribón suelto y sus tretas son infinitas… Recuerda cuanto has oído a lo largo de estos años y te aseguro que todos esos relatos se quedan cortos.

Tía Marcia siguió aleccionando largo rato a Sancho, que la escuchaba atento, consciente de lo arriesgado del paso que iba a dar. Cuando ya se habían levantado y se dirigían a sus aposentos respectivos la mujer le dijo a manera de despedida:

—Recuerda cuanto te he dicho… En unos días tendré tus ropas listas.

Sancho siguió dando forma a su plan en las jornadas siguientes. Escribió una carta para sus padres y otra para el cardenal explicándoles su decisión y solicitando su perdón y su comprensión. Esas cartas le diría a Luis que las dejaría en el baúl donde guardaba la ropa para que cuando lo registraran en busca de alguna pista las encontraran y las hicieran llegar a sus destinatarios. Tía Marcia cumplió su promesa y varios días después entregó a Sancho unas ropas andrajosas y recosidas en las que había disimulado unas zonas acolchadas con forro, especialmente en la braga o calzón, para que pudiera utilizarlas como escondites del dinero y de las cosas de valor que pudiera llevar. También le entregó un hatillo con otras prendas de aspecto igualmente harapiento, recomendándole que siempre llevara en él bizcocho o mendrugos de pan para que cuando comiera delante de gente lo hiciera sin disimulo, a la vista de todos, sacando el bizcocho o los mendrugos de dentro del hatillo a fin de que pudieran ver que allí no llevaba nada valioso y no despertara la codicia de nadie. Un pesado manto de color pardo, anudado al cuello a manera de capa, completaría su atuendo. Cuando todo estuvo preparado Sancho decidió hablar con Luis y explicarle su plan. Eligió la salida de clase y cuando volvían a comer al palacio le espetó:

—Luis, he decidido marcharme y me iré mañana.

Luis miró a su amigo con expresión de desaliento en su cara, pero sin sorpresa, pues sabía que tarde o temprano tomaría esa decisión.

—No escarmentarás nunca, Sancho. ¿Dónde vas a ir? ¿Qué vas a hacer? Eso que me dices es una decisión importante. ¿Te imaginas lo que dirá el cardenal? ¿Y tus padres cuando se enteren?

—Me voy a Nápoles a convertirme en soldado. No puedo seguir aquí, Luis. En unos meses querrán que reciba las órdenes menores y entonces don Piero y el cardenal no me dejarán vivir para que estudie y siga tu camino. Yo no quiero eso. Si me ordeno, seré un mal clérigo, pues no soy como tú… Lo tengo decidido. Me marcho.

—Estás loco. ¿Cómo llegarás hasta allí?

—Aún no lo sé, pero encontraré el camino preguntando.

—Y dinero, ¿tienes? —y al ver que su amigo asentía, insistió—: ¿Bastante? Yo tengo algo.

—Gracias, Luis. Tengo más que suficiente. Hace tiempo que guardo cuanto me mandan mis padres. Habrás notado que ni siquiera me compro zapatos o camisas y he aguantado con lo que tengo.

—¿Necesitas algo? ¿En qué puedo ayudarte?

Insensiblemente habían aflojado el paso y caminaban bajo un cálido sol primaveral que anunciaba la radiante luz del verano.

—Necesito tu ayuda, Luis. Saldré al amanecer, por lo que no me descubrirán hasta la noche. Si tú esa noche le dices a tía Marcia que te ponga antes la cena la servidumbre no te verá y pensará que estamos en cualquier sitio. Al día siguiente sal temprano, y si don Piero te pregunta dile que no me has visto, que no sabes dónde estoy; no creo que avise al cardenal de mi ausencia, pues cuando he faltado nunca lo ha hecho, y si no lo hace él, tú sí lo harás cuando el cardenal llegue a cenar. Le dirás que estás muy preocupado porque no me has visto desde el día anterior. Así no mentirás ni te responsabilizarán de nada. Cuando registren mis cosas encontrarán dos cartas; una para el cardenal y la otra para mis padres, y cuando salgan en mi busca yo tendré la ventaja que necesito para llegar a Nápoles sin que me alcancen.

—¿Y si te alcanzan?

—Entonces no importará nada. Lo más probable es que el cardenal me envíe de vuelta a Ávila, por lo que también saldré de aquí… Y ya veremos qué pasa con mi padre.

—Lo tienes todo pensado, ¿no?

Sancho asintió y confesó:

—Lamento dejarte, Luis. Llevamos mucho tiempo juntos y durante todos estos años has sido mi única familia. Voy a echar de menos tu compañía y tu amistad…

—Sancho… ¿Quieres que vaya contigo?

A Sancho le enterneció la pregunta, que le mostraba el afecto y la camaradería que Luis le profesaba.

—No, Luis, no. Tu camino es el sacerdocio. Te has sacrificado mucho para que todo sea inútil y lo tires a un lado sin más.

—Ése no es sólo el problema, Sancho. Conoces mi carácter… Tú y yo sabemos que no sobreviviría mucho tiempo en ese mundo… Para ti sería un estorbo más que una ayuda… Y si tú te vas, ¿qué voy a hacer yo?

—Terminar los estudios, Luis. Terminar los estudios. Hacerte sacerdote y… rezar por mí. Voy a necesitarlo mucho. Cuando vuelvas a Ávila dentro de dos o tres años explícales a mis padres que lo que he hecho se debe a dos motivos: no quiero ser un mal clérigo y ansío desde pequeño ser soldado.

Esa noche, al terminar la cena, tía Marcia vio que Sancho se guardaba disimuladamente unos trozos de pan e inmediatamente comprendió lo que pasaba. Se levantó y le entregó unos pedazos de carne frita y varios huevos cocidos. No tuvieron necesidad de explicarse nada. Ella le dio un abrazo y le besó en la frente.

—Ten cuidado, hijo. Mucho cuidado. ¡Que Dios te proteja!

Cuando llegó a la puerta del aposento de Luis tocó en ella y la abrió. Tampoco tuvieron que explicarse nada. Se fundieron en un largo y prolongado abrazo y, sin mediar palabra, Sancho salió. Nada más entrar en su cuarto abrió la ventana y, sacando la mano, tanteó las tejas del tejado hasta dar con una que se movía, la desplazó a un lado y sacó de debajo una bolsa repleta de monedas de oro; colocó la teja en su sitio y cerró la ventana. Luego, a la luz de la vela que le alumbraba, fue distribuyendo las monedas en los bolsillos camuflados que tía Marcia le había preparado; aprestó el hatillo con el pan, la carne y los huevos entre el resto de su haraposa impedimenta y se acostó, sin tardar mucho en conciliar el sueño. La daga que le regalara el duque de Alba estaba encima del manto: no quería olvidarla.

Luis golpeó la puerta del gabinete y cuando oyó que el cardenal le autorizaba a entrar, la abrió y pasó al interior.

—Señor, estoy muy preocupado. No he visto a Sancho desde ayer.

—¿Desde ayer? ¿Por qué no me has avisado antes, Luis?

—No he tenido ocasión de hacerlo hasta ahora, pues anoche me retiré muy pronto y esta mañana he salido temprano. No ha estado en clase y por la tarde he esperado en vano que regresara…

El cardenal salió al patio del palacio y llamó a voces a la servidumbre, que acudió presurosa. Preguntó por Sancho, sin que nadie supiera darle noticias del joven y todos coincidían en que no le habían visto desde el día anterior. Con una preocupación tan grande como su enojo, Del Olmo le dijo a Luis que le siguiera al gabinete, que avisaran a Vincio para que se presentara de inmediato y que le trajeran el baúl de Sancho y cuantas otras cosas suyas encontraran.

Vincio llegó cuando el cardenal terminaba de leer la carta que le dejara Sancho, donde le pedía perdón por su comportamiento, le comunicaba su intención de alistarse en Nápoles y le rogaba que no le olvidara en sus oraciones. Al ver a su hombre de confianza Del Olmo le alargó la carta de Sancho y esperó a que la leyera para decirle seguidamente:

—Mañana saldrás con dos hombres antes de amanecer camino de Nápoles para ver si lo alcanzáis. Removed cielo y tierra y encontradlo.

Vincio regresó cuatro días después sin haber hallado a Sancho. Había preguntado en mesones y a viajeros si habían visto a un muchacho solo y las respuestas fueron todas negativas. Concluyó que se había extraviado, lo habían matado o había ido en otra dirección y así se lo dijo al cardenal, quien redactó una carta para los padres del muchacho, la entregó a Vincio con la que Sancho escribiera antes de fugarse y le encargó que las entregara en el próximo viaje a Valladolid, un viaje que se produciría en los inicios del verano, ya próximo.

Esa noche, Luis y tía Marcia se buscaron en la cena para proporcionarse mutua compañía y compartir su inquietud por la suerte que Sancho hubiera podido correr. Los dos se sentían unidos por la complicidad que les hacía compartir un secreto, un afecto y el dolor de la partida de un ser querido. Una complicidad que los uniría en los próximos años, pues al joven le proporcionaría la fuerza y el apoyo necesarios para poder terminar sus estudios sacerdotales y la anciana convertiría al muchacho en el objeto de sus cuidados maternales, frustrados una vez más.