Los días pasaron muy rápidos para los abulenses. Giacomo, hijo mayor de Vincio, un diablillo de quince años, se hizo inseparable de Sancho y Luis, a quienes sacaba por las tardes del palacio del cardenal y los llevaba por Roma, enseñándoles lugares y parajes que en muchos casos hubiera desaprobado don Jerónimo. Diabluras, peleas, correrías… eran los entretenimientos que llenaban aquellas horas de los muchachos; unas tardes muy distintas a las mañanas en las que solían acompañar en sus salidas al canónigo, quien mostraba alguna inquietud por el descuido de los estudios, pero consideraba que las visitas matutinas eran igualmente interesantes y constituían una oportunidad única para la formación de sus pupilos. Nada más comer, Luis y Sancho —sobre todo éste— esperaban impacientes la llegada de Giacomo; sus escapadas les resultaban fascinantes. Así iban conociendo Roma, esa Roma mundana y terrenal que desconcertaba a don Jerónimo. Sancho seguía con decisión a Giacomo y no vacilaba en ningún momento de aquellas andanzas. Luis mostraba en muchas ocasiones sus recelos, siendo empujado por su amigo para que no se rezagara o se quedara al margen. Ambos pudieron comprobar que los juegos y los entretenimientos romanos eran parecidos a los abulenses, en particular los que tenían lugar cerca del río y las peleas a pedradas, en las que sólo tuvieron que lamentar algunos moratones, pero no descalabraduras.
Por su parte, don Jerónimo había logrado llenar los días romanos con un ritmo que le resultaba, en general, bastante reconfortante, aunque los contrastes de la ciudad, y en particular de la corte pontificia, le produjeran desazones anímicas. Nada más levantarse decía misa en la capilla del palacio del cardenal; después desayunaba y con Sancho y Luis salía a recorrer la ciudad, visitando templos y lugares; eran unas visitas de objetivo muy concreto, relajadas y gratas, sin prisas, tratando de captar todos los detalles y percibir hasta el último matiz. Luego volvían a comer y la tarde la pasaba en la mayoría de los casos leyendo en la biblioteca de Del Olmo, con quien cenaba y al que algunas mañanas, sobre todo las de días festivos, solía acompañar al Vaticano por algún motivo especial, muy relacionado con las ceremonias que se celebraban. Antes de dormirse, el canónigo dedicaba un tiempo a sus oraciones.
Gracias a este ritmo cotidiano don Jerónimo había llegado a conocer bastante bien el callejero romano. La presencia de Vincio como guía hacía ya tiempo que no le era necesaria para recorrer Roma. Y al conocerla, el canónigo empezó a comprenderla y a aceptar su idiosincrasia, pues no en vano la ciudad conservaba un aire medieval que, en el fondo, le hablaba de un origen parecido al de su Ávila natal, de modo que la presencia de las cincuenta mil personas que la habitaban —una ingente muchedumbre en comparación con su villa de procedencia— ya no le resultaba tan asfixiante. Además, percibía las peculiaridades de aquel recinto urbano, que poseía edificios colosales —algunos incluso conservaban el esplendor de la Roma imperial—, templos majestuosos y un espacio amurallado y fortificado en uno de sus extremos, constituido por la basílica de San Pedro, el palacio Vaticano con espaciosos y cuidados jardines y el castillo de Sant’Angelo como avanzada hacia el exterior, apoyando uno de sus lados en el río. Desde que se viera rodeada por las murallas levantadas por el emperador Aureliano, Roma no había dejado de crecer, desbordando el espacio delimitado por las siete colinas que habían constituido antaño el solar de la ciudad, pero habían quedado grandes zonas vacías en su interior, cruzado por el Tíber, en torno al cual se agrupaba la mayor parte de la población. Muchas calles tenían el piso de tierra y las menos eran las que estaban empedradas; todas dejaban mucho que desear en cuanto a higiene y salubridad pública, pues se había organizado por barrios un servicio de limpieza que sólo tenía el compromiso de atender su cometido dos veces mensualmente: entre una y otra, montones de desperdicios y basuras crecían desprendiendo pésimos olores; para colmo, el destino de tales desechos era el río, donde los basureros los tiraban habitualmente. En esto, Roma era como tantas otras ciudades de la época, con grandes deficiencias, aunque ello no preocupaba mucho a los contemporáneos, acostumbrados a convivir estrechamente con animales domésticos que invadían por igual calles y casas.
Don Jerónimo había percibido que la Roma del siglo XVI, esa Roma que él veía, iba a ser la Roma de los palacios. A fines del siglo XV, el cardenal Riario se había hecho construir un gigantesco edificio —luego la Chancillería— para su residencia. Fue el inicio de una serie de construcciones majestuosas e impresionantes que se emprenderían años después y entre las que destacaba la que iniciara en 1530 el mismo Paulo III, cuando era el cardenal Farnesio: el palacio Farnesio se convertiría en el más representativo de ese tiempo y en él trabajaría hasta su muerte en 1546 Antonio da Sangallo el Joven. Después del saqueo de Roma de 1527 y como consecuencia de haberse destruido en él, entre otras, las casas de la familia Massimo, el arquitecto Baltasar Peruzzi recibió el encargo de edificar un palacio para esta familia, que se decía descendiente del cónsul romano Fabius Maximus Cunctator: el palacio Massimo se convirtió en otro símbolo de esa Roma renacentista que pugnaba por convertirse en la ciudad más hermosa e impresionante del momento. En realidad, por doquier se advertía el ingenio de los arquitectos que creaban sus obras aprovechando las desigualdades del terreno y las escasas disponibilidades de espacio en muchos lugares de la geografía urbana romana, donde los pontífices iban abriendo grandes vías, que dejaban asociadas a su pontificado: la vía Julia, que discurre paralela al río Tíber, es de los años de Julio II; Sixto IV había ordenado la realización de la vía Sixtina, desde el Quirinal al Esquilino; también las vías Alejandrina y Pía hablaban con sus nombres de los pontífices que las construyeron.
Respecto a la corte vaticana, la relación con el cardenal Del Olmo había sido muy provechosa para don Jerónimo, pues le permitió acceder a lugares y presenciar hechos que estaban fuera del alcance de la mayoría de los mortales. Por lo pronto, tuvo franco el paso al interior del palacio y de los jardines, por donde pudo deambular sin que nadie le pusiera cortapisa alguna. El canónigo entraba en compañía del cardenal; éste marchaba a sus ocupaciones, dejando a su acompañante que vagara libremente hasta el momento de reunirse. Era algo ya tantas veces repetido, que gran parte de la guardia y de los servidores del palacio papal conocían al canónigo, quien ya se desenvolvía allí con naturalidad. El conjunto que don Jerónimo visitaba era el resultado de una serie sucesiva de adiciones, en el que cada pontífice había construido nuevas dependencias, pero sin que se desvirtuara su disposición básica en torno al patio llamado de San Dámaso, unido al pabellón Belvedere por orden de Julio II con dos largas alas laterales encargadas a Bramante, que dejó en su interior un enorme patio rectangular, pronto llamado de la Pina por la gran pina de bronce, procedente de la Domus Áurea de Nerón, que durante la Edad Media había estado delante de la basílica de San Pedro. El patio de San Dámaso, en forma de U abierta hacia la gran plaza, realizado por Bramante y Rafael, tenía cuatro pisos de simplicidad romana; en el primero estaban las estancias de los Borja; en el segundo, las habitaciones de Julio II, decoradas por Rafael, la capilla de Nicolás V y la gran sala de Paulo III.
De cuanto vio en el palacio pontificio, a don Jerónimo le gustaron las escenas pintadas hacía veinte o veinticinco años por Rafael en unas estancias que el papa Julio II había preparado para sí; en particular le gustaron la alegoría llamada Escuela de Atenas, por su evocación de la filosofía griega, y el Incendio del Borgo, representación de las dramáticas escenas que se produjeron con ocasión de un incendio reciente, sofocado milagrosamente gracias a la bendición papal, escenas que el canónigo consideraba similares en parte a las que debió de pasar Roma durante el saqueo que le relatara Del Olmo. Pero lo que verdaderamente le impresionó fue la capilla Sixtina. La primera vez que entró en ella fue con ocasión de celebrarse una misa solemne en la que uno de los celebrantes fue Del Olmo, quien consiguió que don Jerónimo actuase como acólito junto con otros capellanes. Al penetrar en la capilla observó las bellas barandas y antepechos de la tribuna de cantores y del cancel, también se fijó en los frescos de las paredes y se quedó perplejo al ver las pinturas de la bóveda, realizadas por Miguel Ángel algo más de dos décadas atrás. Figuras gigantescas de sibilas y colosos con escenas bíblicas acaparaban la atención del espectador y dejaban en lugar muy secundario las pinturas hechas por el Perugino con escenas de la vida de Moisés en la gran pared del fondo, donde se levanta el altar. La diferencia entre la obra de Miguel Ángel y la del Perugino era tal que ya entonces fueron muchos los que lamentaron que aquél no pintara también esa gran pared, algo que también lamentó don Jerónimo, que no podía saber que unos años después, en aquel enorme lienzo, el inmortal artista florentino pintaría una de sus obras maestras, El Juicio Final.
Antes de que concluyera diciembre, el canónigo abulense vio satisfecha también otra de sus grandes aspiraciones, suscitada por la visita a la basílica: decir misa en la capilla de la Piedad, la escultura de Miguel Ángel cuyo destino —la tumba de un cardenal, según le habían comentado— no se había cumplido y ya había tenido varios emplazamientos, no siendo tampoco definitivo el que en esos momentos tenía. Desde la primera vez que vio el grupo escultórico le llamó la atención el sereno y resignado rostro de la Virgen, que parecía más joven que su hijo muerto, al que tenía sobre sus rodillas. En la consagración, al levantar la Sagrada Forma, vio aquella cara y sintió una profunda emoción, admirando al hombre que había sido capaz de dar a un bloque de mármol aquella sublime forma. Don Jerónimo guardaba un recuerdo vivido de aquella misa. Había llegado a la basílica muy temprano, cuando todavía era de noche, acompañado de Sancho y Luis y protegido por un grueso manteo que le prestara Del Olmo como consecuencia de la llegada del mal tiempo, pues la lluvia y el frío invernal se apoderaban del ambiente. El templo acababa de abrir sus puertas; todavía algunos capellanes encendían velas y cirios para alumbrar el interior; los fieles —en su mayoría mujeres— iban llegando poco a poco y se repartían por el recinto según sus devociones; una parte de ellos se situaban en las proximidades de la capilla donde el canónigo iba a oficiar, iluminada por un gran número de velas encendidas sobre el altar y cuya luz llegaba hasta la Piedad, situada en alto, en la pared a la que el altar estaba adosado. Don Jerónimo se revistió ayudado por uno de los sacristanes, advertido la tarde anterior y a quien no fue fácil encontrar unas sotanas y roquetes de la talla de Sancho y Luis, que iban a ser los acólitos. Una vez revestidos, los muchachos precedieron al canónigo en su marcha hacia la capilla, donde instantes después empezaba la misa.
—Introito ad altare Dei…
—Ad Deum qui laetificat juventutem meam…
Don Jerónimo advirtió que algunos de los presentes le contestaban igualmente en latín, manteniéndose el diálogo entre oficiante y fieles a lo largo de la misa. Sancho y Luis pudieron notar la emoción que embargaba al canónigo, sobre todo en la consagración, cuando levantó la hostia en sus manos. También para Luis fue aquél un momento especial, pues a medida que la misa había ido avanzando, la luz del día empezó a inundar el templo desde las cristaleras superiores; era una luz difusa y gris, en consonancia con el día lluvioso que se presentaba fuera, y que conforme ganaba intensidad iba iluminando zonas cada vez más bajas. Luis se percató de que la imagen se destacaba de forma creciente sobre la pared, al mismo tiempo que el resplandor de las velas se mitigaba: al llegar el momento de la consagración, la Piedad parecía flotar en el aire y estar unida a la tierra sólo por la Sagrada Forma que los brazos de don Jerónimo elevaban hasta sus pies. Acentuaba tal efecto el que por debajo de ese nivel no se distinguieran más que sombras grises que ni la luz de las velas ni la del incipiente día alcanzaban a definir. El mismo Sancho acabó por percibir aquella especie de magia. Cuando acabó la misa, él y Luis volvieron a preceder a don Jerónimo hacia la sacristía, donde se desvistieron en silencio. El canónigo dio las gracias al sacristán, saludó y los tres salieron camino del palacio del cardenal para desayunar. Durante un largo trecho ninguno habló.
Esa misa tuvo para don Jerónimo un enorme significado. Era algo que atesoraba en su corazón y que no estaba seguro de si quería compartir con alguien para que no se lo arrebataran. Él siempre había preferido las misas rezadas y a horas tempranas, donde la devoción y el recogimiento no se veían perturbados. Todo lo contrario que en las grandes celebraciones litúrgicas, impresionantes y majestuosas, necesarias para honrar la grandeza de Dios, pero que no se avenían bien ni con su manera de ser ni con la visión que él tenía del Creador, una visión donde predominaban la humildad, la sencillez y el amor al prójimo, los valores que don Jerónimo siempre había admirado y que había elegido como norte de su vida. Por ese motivo no le produjo ninguna impresión favorable la magna función religiosa que se celebró en la basílica de San Pedro para conmemorar el nacimiento de Cristo. Una ceremonia en la que estuvo presente toda la sociedad romana, las personalidades extranjeras, las dignidades palatinas y el colegio cardenalicio en pleno. Grandes lienzos de color rojo y blanco trataban de acentuar la majestuosidad del interior, preludiando el gran escenario que sería la obra de la nueva basílica una vez que estuviera concluida. Todos los presentes estaban ataviados con sus mejores galas, en un estallido de color y luz realmente único. El ceremonial resultó impresionante, pero don Jerónimo no se inmutó gran cosa, pues percibía una cierta teatralidad y ostentación en todo aquello, de manera que le parecía que el significado de la festividad se diluía en el desarrollo litúrgico.
La basílica se había llenado por completo. En la nave central y en las proximidades del altar mayor unos sacristanes movían constantemente los incensarios expandiendo el olor por el interior. Las puertas de la sacristía se abrieron y empezaron a salir unos capellanes con sotanas negras, roquetes blancos y cirios en las manos. Nada más empezar el desfile, un nutrido coro situado en un extremo de la cabecera entonó el Gloria con la música del órgano como fondo; a los capellanes siguieron algunos obispos que en esos días estaban en la ciudad; luego los cardenales con casullas bordadas ricamente, dejando ver por los lados y por abajo el color rojo de sus sotanas; la procesión descendió por un lateral hasta la puerta principal de entrada a la basílica, dio la vuelta y avanzó por el centro de la nave hacia el altar, donde los componentes de la procesión se situaban en los lugares previamente establecidos; cerraba el cortejo el papa Paulo III, romano, de la familia de los Farnesio, elegido sucesor de Clemente VII en el cónclave de 1534; revestido con una rica y finamente bordada casulla blanca, del mismo color que el resto de la ropa que llevaba, incluida la tiara. En su mano derecha, un báculo rematado en una cruz con el Crucificado acentuaba la singularidad de aquella figura, cabeza visible de la Iglesia.
Del Olmo había preguntado a don Jerónimo si le gustaría participar en la ceremonia, pero éste declinó la oferta, puesto que esas funciones no eran muy de su gusto; además, prefería quedarse como mero espectador para poder verlo todo sin la tensión que le originaría ser uno de los participantes, ya que en tal caso tendría que estar muy pendiente de no cometer ningún error para no quedar en evidencia, algo que el canónigo no se perdonaría. Una vez en el templo, buscó un lugar apropiado para no perder detalle; se apartó discretamente de los lugares y asientos previamente dispuestos para las personalidades y buscó un hueco en la nave central, a la izquierda, desde donde podría ver todo lo importante que sucediera en el templo en las próximas horas. Y esperó el inicio de la misa solemne oficiada por el papa con todos sus cardenales.
Una vez más, los parámetros vitales de don Jerónimo se vieron desbordados por la realidad romana. Él había asistido a muchas misas concelebradas en la catedral de Ávila por el obispo y los canónigos, pero aquellas misas, siendo solemnes y magníficas, no tenían nada que ver con la que se celebraba ante sus ojos, un despliegue espectacular en todos los órdenes: desde la música y el coro hasta el mismo papa, pasando por el público y el incomparable escenario donde todo aquello se desarrollaba para mayor honra y gloria de Dios. Cuando el papa realizó la consagración, el coro estalló en cánticos, el órgano acometió sus compases más solemnes, las campanillas repiqueteaban incesantemente y los incensarios humeaban describiendo amplios semicírculos en las manos de quienes los manejaban. Fue un gran momento, el único en el que don Jerónimo realmente se emocionó; se sintió empequeñecido ante aquel Dios que milagrosamente se encontraba en la Sagrada Forma que Paulo III sostenía en alto para que todos la vieran. Concluida la misa, la procesión papal regresó a la sacristía en el mismo orden con que había salido y por el mismo recorrido. Después, los presentes empezaron a abandonar el templo; salieron a la plaza, donde esperaba un gran número de carruajes y un enorme gentío, observador curioso de tan importante concurrencia; pajes y lacayos aguardaban a los señores para indicarles el lugar donde estaban sus carrozas, que una vez con sus ocupantes dentro empezaron a moverse y se desperdigaron por la ciudad, como el resto del público, incluido don Jerónimo, que prefirió esperar dentro de la basílica hasta que la plaza estuviera prácticamente vacía y pudiera caminar con tranquilidad por las calles.
El canónigo huía del bullicio romano refugiándose por las tardes en la biblioteca que Del Olmo había reunido en una de las habitaciones de su palacio. La biblioteca fue una sorpresa para don Jerónimo, tanto por el elevado número de libros como por su diversidad temática. Él nunca había tenido a su entera disposición tantos volúmenes, pues sólo poseía algo así como medio centenar de obras en su casa de Ávila; tampoco había gran cosa en la catedral y en la mayoría de los casos se trataba de lecturas litúrgicas y piadosas, porque aún no se habían dejado sentir claramente por aquellas latitudes los efectos de la imprenta, el invento alemán de mediados del siglo XV que en España recibió el espaldarazo definitivo cuando el cardenal Cisneros auspició en 1502 el inicio de la edición de la Biblia Políglota, obra singular de la que él había tenido noticias a poco de iniciar sus estudios en el seminario y que se acabó de imprimir en 1520. Cuando entró en la biblioteca de Del Olmo y vio aquellos estantes que rodeaban toda la pieza cubriendo las paredes desde el suelo al techo completamente llenos de libros, enmudeció por la sorpresa. Las dos o tres primeras tardes las dedicó a familiarizarse con el contenido de los anaqueles, para lo que le fueron muy útiles las indicaciones que le diera el dueño de aquel tesoro bibliográfico, quien también le contó cómo había reunido tanto libro.
—Cuando llegué a Roma —recordaba don Jerónimo que le dijo Mateo—, apenas si en mi equipaje había unos cuantos libros… La imitación de Cristo, de Tomás Kempis, y alguno más. Conocí entonces al secretario de un cardenal veneciano que trabajaba en las mismas dependencias que yo. Era un hombre muy mayor, de gran experiencia por los muchos años que llevaba trabajando en Roma a las órdenes de su señor. Yo lo veía todos los días y como consecuencia de ello se estableció entre nosotros un estrecho trato; él me enseñó muchas cosas del lugar donde trabajábamos y me descubrió los entresijos de la corte pontificia y de la diplomacia vaticana. Al cabo de un año murió el cardenal al que servía. Su familia quería recuperar el cadáver y sus pertenencias, por lo que ordenó al secretario que permaneciera en Roma hasta que llegara un pariente del difunto y dispusiera cómo hacer el traslado del cuerpo y de sus cosas. Ese pariente nunca llegó. Al cabo de unos meses recibió la orden de organizar el traslado de los bienes y del cadáver y dirigirse a Venecia.
Mi amigo necesitó diecisiete carros para cumplir el encargo recibido, pese a que dejó no pocas cosas por no considerarlas significativas ni especialmente valiosas para la familia del difunto, quien poseía un número considerable de obras editadas en Roma y sobre todo en Venecia por los Manucio. Pensó que la biblioteca no le interesaría a la familia y me la cedió en su totalidad.
—Una decisión un tanto singular, ¿no?
—A mí también me lo pareció, por eso escribí a la familia ofreciendo la posibilidad de comprar la biblioteca, pero me contestaron ratificando la donación que me había hecho mi amigo. Por otra parte, Aldo Manucio fue un editor excepcional. Cuidó las ediciones al extremo y los precios eran muy asequibles. Sus libros, de pequeño tamaño, se difundieron mucho y fácilmente por toda Italia, por lo que es presumible que la familia del cardenal difunto tuviera la mayor parte de esos libros, pues no en balde eran venecianos… Yo pude meter aquella biblioteca en mi alojamiento y allí permaneció hasta que murió Adriano VI. Cuando eso ocurrió, me vi en la necesidad de dejar las habitaciones que ocupaba en el Vaticano y buscar una casa donde vivir en Roma. Tuve suerte, pues encontré un espacioso edificio de dos plantas por el que pagué casi todos los ahorros que había logrado reunir, pero mereció la pena, pues lograba el espacio necesario para colocar todos aquellos libros y para seguir comprando más, aparte de vivir muy cómodamente.
—¿Seguís conservando esos libros?
—Por supuesto, don Jerónimo… Los encontraréis entrando a la derecha. Los identificaréis muy fácilmente. Son, como os he dicho, de pequeño tamaño y llevan un emblema formado por un áncora y un delfín, que es el distintivo de la imprenta de los Manucio… en ellos podréis leer a Virgilio, Horacio, Juvenal, Lucano, Ovidio, Marcial, Tíbulo, Propercio, Demóstenes, Sófocles, Homero… incluso Petrarca y tantos otros.
—¿Y desde entonces habéis ido reuniendo todos esos volúmenes?
—En efecto, pues los libros se fueron convirtiendo en mi gran pasión y su lectura me distraía de las preocupaciones que me deparaba el trabajo… La verdad es que en Roma hay un buen mercado de libros. No sé si sabéis que en esta ciudad fue donde funcionó una de las primeras imprentas de Europa —al ver el gesto de don Jerónimo, añadió—: La establecieron dos alemanes, Conrado y Amoldo, en 1465 en el monasterio benedictino de Subiaco, cercano a Roma; de allí salieron los primeros libros impresos en Italia; su actividad se inició con textos de Lactancio y Donato y, entre otros, publicaron La ciudad de Dios, de san Agustín. Entonces fueron llamados a Roma por una de las grandes familias de la ciudad, que les facilitó un local y los medios económicos para que continuaran su labor. Una vez aquí, el primer libro que editaron fue las Cartas, de Cicerón; el interés del papa Sixto IV resultó de suma importancia para el futuro de la imprenta en estos Estados, pues la apoyó en todo… Luego, amigos y conocidos me han traído libros de Francia, Holanda, Alemania, España y el resultado es el que tenéis en esa habitación donde pasáis las tardes. Salvo el bloque de libros del cardenal veneciano que me legaron, que he mantenido reunido, los demás están agrupados por autores y procedencias: empezando por la derecha encontraréis primero los autores griegos, luego los romanos, después los padres de la Iglesia y por último los más recientes, los de escritores de nuestro tiempo, a los que hemos tenido acceso rápido gracias a ese prodigioso invento de la imprenta.
Don Jerónimo encontraba el tiempo que pasaba en la biblioteca enormemente gratificante para su espíritu. Sus deseos de saber se incentivaron de tal forma que su estancia en Roma se alargaba insensiblemente. Es cierto que el invierno era mala época para viajar y que Mateo le había dicho que esperara la primavera, pero la inquietud que tenía de no quedarse demasiado tiempo para no ser un huésped molesto se iba diluyendo a medida que se enfrascaba en aquellas lecturas, que él sabía muy bien que no podría realizar en ningún otro sitio de los que conocía. Allí leyó los Adagios y los Coloquios familiares de Erasmo de Roterdam, que gozaron de una enorme difusión en aquellos años; pudo leer también obras de gran eco popular, como el Amadís de Gaula, el libro de caballería por excelencia, y Orlando furioso, de Ariosto, un poema que acababa casi de editarse y ya llevaba varias ediciones. Tito Livio era uno de sus autores predilectos, pues en sus obras —en concreto, Ab urbe condita la releyó en varias ocasiones— conoció con detalle la historia de la Roma imperial, cuyos restos visitaba con frecuencia. También releyó El príncipe, de Maquiavelo, que sembró más de una inquietud en su espíritu, aunque no tantas como dos obras de Lutero, que no sabía por qué medios habían llegado a manos de Mateo, pero no ignoraba que aquellos escritos estaban en el origen de los complejos sucesos alemanes y de la difusión del protestantismo: se trataba del Sermón sobre las indulgencias y la Carta a la nobleza cristiana de la nación alemana. En Ávila difícilmente encontraría no ya los libros, ni siquiera las horas para la lectura, pues sus ocupaciones no le dejaban mucho tiempo libre. Por eso, leía con avidez aquellos ejemplares que Mateo había logrado reunir… y por eso no tenía demasiada prisa en dejar Roma.
El final de enero estaba resultando muy húmedo, pues con frecuencia la lluvia hacía acto de presencia. Los tres últimos días no había dejado de caer, salvo en contados momentos. Don Jerónimo recelaba de aquel tiempo frío y desapacible y procuraba no exponerse demasiado a las inclemencias de la calle, por lo que prácticamente no había salido del palacio de Del Olmo, entreteniéndose en la biblioteca, donde desde la mañana le encendían un gigantesco brasero para que su permanencia en ella fuera agradable; también solía sentarse en las proximidades de la chimenea de un pequeño salón del primer piso, muy acogedor y confortable gracias a las gruesas y mullidas alfombras y a los tapices colgados en las paredes. Además, por el amplio balcón podía ver lo que sucedía en la calle y a ratos se entretenía mirando a la gente pasar.
Ese salón era el elegido por el canónigo para leer en aquella tarde lluviosa y plomiza. El calor de la chimenea le produjo una dulce somnolencia que le hizo dormitar un rato. Cuando ya estaba sumido en la lectura de la Farsalia, llegó Mateo, que se había liberado muy pronto de sus obligaciones y volvía a casa. Al saber que don Jerónimo estaba en el saloncito, se encaminó allí y los dos hombres se pusieron a dialogar. En un momento de la conversación, el canónigo le dijo:
—En estos meses que llevo en Roma he podido ver en varias ocasiones al colegio cardenalicio en pleno y con frecuencia a muchos de sus miembros… Vos sois uno de los más jóvenes…
—Sí, y fue el resultado de una situación muy especial. Como ya os dije, su santidad Clemente VII me distinguió con un trato estrecho después del saqueo de Roma. Por eso, cuando el emperador Carlos V decidió venir a Italia para que el papa le impusiera la corona imperial, lo que tendría lugar en Bolonia, yo formé parte del séquito pontificio, el primero en llegar a la ciudad, donde el 5 de noviembre de 1529 el emperador fue recibido con toda pompa. Los preparativos de las ceremonias que se avecinaban se pusieron en marcha y se acordó el orden que se seguiría. Carlos V ya había recibido en Aquisgrán, en 1520, la corona correspondiente a su condición de emperador electo; le faltaban dos: la de Lombardía o de rey de romanos, que era la corona que los emperadores recibían en Milán y que se llama también la corona de hierro porque originariamente era de ese metal, y la tercera, que era propiamente la corona imperial.
—No sabía que el emperador recibía tres coronas…
—Tres coronas… en efecto. Como Carlos V había recibido sólo una, ahora tendría que recibir las otras dos… La segunda le sería impuesta el 22 de febrero de 1530 y la corona imperial dos días más tarde, día de san Matías, cuando el emperador cumplía treinta años.
—¿Pudisteis asistir a ambas ceremonias?
—Sí. El día 22, don Carlos estaba arrodillado ante el altar mayor de la iglesia de San Petronio. Se le acercó el cardenal Alejandro Farnesio, nuestro actual papa Paulo III, y le descubrió el hombro derecho, ungiéndole el brazo y la espalda de ese lado con el crisma y el óleo bendito. Acto seguido, el emperador se dirigió a la sacristía, donde otro capellán y yo le ayudamos a ponerse una ropa larga de brocado y un manto real con capilla de armiño; después, volvió a la iglesia y se sentó en el estrado. Instantes después aparecía Clemente VII, revestido de pontifical, y el colegio cardenalicio, comenzando la misa. Al finalizar la epístola, cuatro obispos pusieron ante Su Santidad para que las bendijera las insignias reales, que son el estoque, el cetro, la corona y la bola del mundo; el emperador se levantó y escoltado por dos cardenales se arrodilló delante del papa, que se puso en pie y le impartió su bendición; después, ayudado por un cardenal, le ciñó el estoque; el emperador se alzó, lo desenvainó y lo blandió tres veces, volviéndolo a su funda, y tornóse a arrodillar. A continuación el papa le dio el cetro, que Carlos cogió con la mano derecha, y el mundo, que recibió con la izquierda; por último, le colocó la corona en la cabeza… Por cierto, la corona era de oro, no de hierro. Después se entonó un Te Deum y fuera, en la plaza, la artillería empezó con sus salvas y las trompetas con sus sones. Cuando acabó el himno, la misa continuó y al llegar al ofertorio, el emperador hizo una ofrenda de monedas de oro; un poco después, cerca de la consagración, indicó que le quitaran la corona y demás elementos, permaneciendo de rodillas hasta la comunión, que recibió de manos del papa. Cuando terminó la misa, Clemente VII cogió con su mano derecha la izquierda del emperador y juntos salieron del templo; fuera, la artillería emprendió sus salvas y las trompetas y tambores atronaban el aire; la gente aplaudía y gritaba; en mitad de la plaza el cortejo se dividió: el papa marchó a su palacio y el emperador al suyo.
—Debió de ser todo un espectáculo.
—Ciertamente lo fue, pero muy inferior al que se desarrolló dos días después. Puedo deciros sin exagerar que fue lo más grandioso y solemne que he visto en mi vida…
—Se coronaba a un emperador, don Mateo —dijo el canónigo, no muy seguro de hacerse una idea precisa de lo que eso significaba.
—Se coronaba al brazo armado de la cristiandad y al responsable de su salvaguardia, don Jerónimo; algo que no ocurría desde 1452, cuando Nicolás V coronó emperador a Federico III, precisamente bisabuelo de Carlos V. Por eso, aquel día de San Matías de 1530 resultó una jornada única, que convocó a gentes de todas clases en un número jamás visto, quedando pequeña Bolonia, pues nadie quería perderse tan singular ocasión.
—Contadme, por favor.
—Desde que se supo que Carlos V iba a ser coronado, no cesaron de llegar a Bolonia personajes importantes de todas las naciones, y a medida que nos aproximábamos al 24 de febrero la afluencia era mayor. Allí estaban Francisco María de Lannoy, prefecto de Roma, el duque de Saboya, que era vicario del Imperio y cuñado del emperador, pues se había casado con una hermana de la emperatriz Isabel; el obispo de Trento, embajador del rey de Hungría, Fernando, hermano de Carlos… En fin, todo el que era alguien en Europa quería estar presente o representado… El día señalado, la ciudad se encontraba adornada de forma increíble… Banderas, gallardetes, flores… Por las ventanas del palacio papal se arrojaban constantemente frutas, bizcochos y tortas de varias clases para la gente; del pecho de dos leones dorados manaba constantemente vino blanco y del de un águila brotaba vino tinto; en un rincón de la plaza de San Petronio se asaba un buey entero, relleno de cabritos, conejos y otros animales silvestres y más pequeños; allí se habían reunido las infanterías española y alemana con su general al frente, entonces Antonio de Leiva, que estaba inválido, por lo que era llevado a hombros. A medida que se acercaba la hora de la coronación, arzobispos, obispos y cardenales se iban reuniendo en el palacio del papa, donde se presentaban acompañados por sus séquitos, todos muy lucidos, pues no en vano llevaban sus mejores galas; también acudían príncipes y caballeros de las diferentes naciones. Cuando llegó la hora, el cortejo pontificio se puso en marcha desde el palacio: el papa era llevado en su silla gestatoria y le acompañaban cincuenta y tres arzobispos y obispos y todos los cardenales. El cortejo entró en la iglesia y avanzó por la nave central hasta el altar mayor de San Petronio; allí se bajó de la silla Clemente VII, oró y después se sentó bajo el solio que le habían preparado.
»Por su parte, el emperador salió del palacio donde se alojaba; le acompañaban príncipes y caballeros; inmediatamente delante de él iban los aristócratas que portaban los atributos imperiales: el duque de Monferrato llevaba el cetro; el duque de Urbino, el estoque; el duque de Baviera, la bola del mundo y el duque de Saboya, la corona imperial. El emperador, entre dos cardenales, caminaba detrás, llevaba en la cabeza la corona que había recibido el día anterior y se cubría con un largo manto, cuya cola sostenía el marqués del Cénete; le seguían las noblezas española y flamenca. Marchaban por un puente de madera que había sido construido para la ocasión uniendo el palacio con la puerta sur de la iglesia. El puente, bellamente engalanado, no pudo resistir el peso de tantos como estaban en él y cedió, con el consiguiente susto y más de un descalabro; afortunadamente, el emperador ya había pasado por el lugar del accidente. Carlos V fue recibido en procesión a la puerta del templo, en cuyo interior y ante el cardenal Salviati prestó juramento de defender y amparar a nuestra Santa Iglesia.
—Perdonad que os interrumpa… ¿dónde estabais vos?
—Yo estaba desde hacía rato dentro del templo. Me envió el papa para que comprobara que todo estaba en orden y eso hice.
—Continuad, os lo ruego.
—Después de hacer ese juramento, el emperador se quitó las vestiduras imperiales en una capilla, que en aquella ocasión simbolizaba la basílica de Santa María de Torres, de Roma, y se vistió con una capa y un roquete, siendo investido con la dignidad de canónigo de dicha basílica, que se les concedía a los emperadores según una antigua costumbre. Acto seguido, pasó a otra capilla, que representaba a la capilla de San Gregorio de la iglesia de San Pedro, también de Roma; allí le quitaron la capa y el roquete —que otro capellán y yo recogimos— y le vistieron de diácono, con dalmática y manípulos; encima le colocaron una riquísima capa imperial. A continuación, el emperador se situó en el tablado que habían preparado delante del altar mayor y le cantaron la letanía; concluida ésta, Carlos se trasladó a otra capilla, que fue considerada como la de San Mauricio de San Pedro de Roma, y allí el cardenal Farnesio, como ya hiciera dos días antes, le ungió con el óleo sagrado la espalda y el hombro derecho. El emperador volvió a colocarse la capa imperial y regresó al tablado del altar mayor.
—¡Qué ceremonial! Resulta inimaginable —don Jerónimo volvió a interrumpir a Mateo.
—Es un ceremonial establecido desde hace siglos, que se repite cuando llega la ocasión de coronar a un emperador, y como el emperador es único, con una misión altísima, cual es defender nuestra Santa Iglesia, el ceremonial es auténticamente excepcional. Nada sobre la tierra puede comparársele, ni en su fasto ni en su significado —don Jerónimo le hizo un gesto para que continuara con el relato de la coronación y el cardenal así lo hizo—. El papa Clemente VII empezó a oficiar la misa; al llegar a la epístola dos cardenales la cantaron, uno en latín y el otro en griego. Como sabéis y habéis podido comprobar aquí en Roma, ésa es la costumbre cuando el oficiante es el papa. Terminados los cantos de la epístola, el emperador se arrodilló y el papa le pasó el estoque diciéndole: «Recibe el cuchillo, don santo de Dios, para que venzas y quebrantes a los enemigos del pueblo del Dios de Israel»; se lo ciñó y Carlos lo blandió tres veces, envainándolo después. Luego, el papa le fue imponiendo las demás insignias y le puso la corona. Carlos se arrodilló y besó el pie del papa, trasladándose al trono imperial que tenía dispuesto. Desde la plaza llegaba el estruendo de las salvas de artillería y los sones metálicos de las trompetas; las tropas allí reunidas gritaban: «¡Imperio! ¡Imperio! ¡España! ¡España!».
—Y en tiempo… ¿qué duración tienen esas ceremonias?
Mateo dudó antes de responder, pues no recordaba con exactitud:
—No sé… unas tres horas… algo más, tal vez…
—Algo así me imaginaba… Seguid, os lo ruego. No volveré a interrumpiros.
—No tiene importancia, don Jerónimo… Cuando la misa terminó, se formó un cortejo donde iban el emperador y el papa. Aquél hacía el gesto de tenerle el estribo, llevándole unos pasos la rienda del caballo turco en el que el papa iba montado; luego, el emperador, ayudado por el duque de Urbino, montó un caballo blanco y bajo palio las dos figuras más importantes de la cristiandad recorrieron las calles de Bolonia con un cortejo sin par, organizado en tres bloques: en el primero, iban delante los familiares y criados de cardenales, prelados, príncipes y señores, todos a caballo; seguían familiares y criados del papa y del emperador, después marchaban los tribunos y regidores de la ciudad y los doctores de la Universidad y de sus colegios, con el gobernador y el gonfaloniero, que llevaba el estandarte de Bolonia. Detrás iban los portadores de los estandartes de Roma, del papa, del emperador… —Mateo hizo una pausa recordando—, creo que lo llevaba don Juan Manrique, hijo mayor del marqués de Aguilar… el estandarte de las armas reales lo llevaba el señor de Lantree, que era el camarero de Carlos V… Esta parte del desfile se cerraba con numerosas trompetas e instrumentos de todas clases que no dejaban de sonar. Después marchaba un segundo bloque, en el que me encontraba: iban delante cuatro hacaneas blancas papales, llevadas por palafreneros; les seguían cuatro camareros, que llevaban otros tantos capelos en bastones; a continuación iba la curia pontificia con su personal de abogados, cubicularios, acólitos y auditores de la Rota; luego, los diáconos llevaban la cruz pontificia. El grupo más importante de esta parte del desfile lo formaban doce gentilhombres con hachas blancas encendidas precediendo una hacanea blanca que llevaba de la brida un palafrenero y en la que iba el Santísimo, en una arqueta cubierta de brocado y encajada en la silla, bajo un rico palio y rodeada de una decena de palafreneros; cerraban el grupo nobles y militares con sus pajes y criados, ataviados con sus mejores galas y a caballo. El tercer grupo del desfile lo componían las grandes personalidades reunidas en Bolonia, precedidas de los ballesteros de maza y reyes de armas de Carlos V, de los reyes de Francia e Inglaterra y del duque de Saboya…
—¿El duque de Saboya? ¿Entre los reyes?
—Sí, porque el duque de Saboya se considera y es considerado rey de Jerusalén. Detrás iban los cardenales por parejas y sus criados, con los portadores de las insignias imperiales, menos la corona, con la que iba tocado el emperador, quien marchaba bajo el mismo palio que Clemente VII; al lado de aquél caminaban treinta jóvenes españoles, hermanos o hijos de los grandes señores; al lado del papa iban sus palafreneros a pie. Tras recorrer las calles de Bolonia, la cabalgata se disolvió en la plaza. Clemente VII con la corte papal y el Santísimo se dirigieron al palacio pontificio, mientras que Carlos V continuó hasta el convento de Santo Domingo, que aquel día simbolizaba la basílica de San Juan de Letrán de Roma, donde le esperaban los canónigos de la misma, que se habían trasladado a Bolonia para dar posesión de una canonjía a Carlos V, y concluida esa ceremonia el emperador armó caballeros a gentilhombres de diversas nacionalidades. En los días siguientes hubo reparto de gracias, y poco a poco las personalidades allí reunidas y el público venido para aquellas ceremonias fueron abandonando la ciudad, que recuperaba su vida cotidiana, aunque el emperador permaneció un mes más en Bolonia.
—¿Y qué tiene que ver lo que me habéis contado con lo que os decía al principio de nuestra conversación?
—Veréis. Cuando llegamos a Bolonia, el papa me encargó que estuviera pendiente de los preparativos que se iban haciendo y que le contara cómo progresaban. Así lo hice y mi condición de español volvió a favorecer la relación con muchos servidores imperiales que iban organizando el escenario y preparando todos los pormenores. Una vez más, el papa quedó contento con mis servicios. Me comentó que el emperador le invitó a comer al día siguiente de la coronación, comida en la que hablaron de multitud de cosas relativas a la política del continente, como podéis suponer; pero también hablaron de dar recompensas a algunos de sus servidores y entre los recompensados estuve yo. Su Santidad le dijo al emperador que iba a nombrar un nuevo cardenal español, lo que a don Carlos le pareció muy bien; cuando el papa regresó de esa comida, me llamó a su presencia y me dio la noticia, que me dejó sorprendido, pues nunca pude imaginar una cosa así. Y todavía me sorprendió más que me dijera que iba a garantizar que fuera completamente independiente en mi nueva condición de cardenal, cediéndome de forma vitalicia las rentas de unos pequeños territorios en la Romana; esos territorios formaban parte de las conquistas de César Borgia y Alejandro VI los vinculó directamente al pontificado, por lo que Clemente VII podía disponer libremente de ellos; también me cedía en las mismas condiciones este palacio. De forma que en menos de una hora me vi convertido en cardenal, propietario de unas tierras, de un palacio y de unas rentas que me permiten vivir como veis.
Don Jerónimo asintió varias veces con la cabeza y se quedó un tanto pensativo. Mateo volvió a hablar:
—¿Recordáis que a poco de llegar a Roma os dije que tenía planes?
—Algo me parece recordar… Sí.
—No sé si acabaré mis días en Roma o no… Tal vez, cuando sea más viejo y me agote este juego político y de intrigas que nos rodea, decida buscar un lugar más tranquilo donde ponerme en paz con Dios y con los hombres y esperar mi hora… Si eso sucediera, quiero tener preparado el lugar y es lo que empezó a hacer Marco Vincio en el viaje a Castilla, cuando le conocisteis.
En la cara de don Jerónimo se dibujó una expresión de sorpresa, y al verla Mateo continuó:
—Sí. Le enviaba a comprar una casa en Valladolid. Cuando regreséis, él os acompañará también, pues quiero que compre una pequeña propiedad. Si decido apartarme de Roma me refugiaré allí. Si Dios no me lo permite por cualquier razón, cuando yo muera esas propiedades podrán asegurar con una capellanía los sufragios que mi alma pecadora necesita para alcanzar el Cielo. Estoy viendo a quién hago ese legado si llega el caso, bien a la catedral, bien a alguna parroquia, bien a un convento… ya veré. Lo urgente ahora es ultimar la compra de esa propiedad… Estamos de acuerdo en el precio y en la forma de pago, que hará Vincio cuando llegue el momento.
La noche había caído sobre Roma. En el transcurso de la conversación, unos criados habían encendido los candelabros que estaban en dos reposteros adosados a las paredes del salón. La chimenea había sido atizada en varias ocasiones y dentro de la estancia hacía un agradable calor, que se hacía sentir todavía más cuando el viento lanzaba sobre la cristalera del balcón un roción de la lluvia que caía fuera.
—¿Y si cenamos, don Jerónimo?
—Como deseéis, don Mateo… Por cierto, creo que debo regresar a Ávila. Llevamos demasiado tiempo en Roma abusando de vuestra hospitalidad…
—Por Dios, don Jerónimo. Os consta que me gusta teneros en mi casa… además se aproximan para Roma jornadas muy especiales, de las que deberíais ser testigo.
Los dos hombres se habían levantado y caminaban hacia el comedor.
—¿Qué acontecimientos son esos?
—El verano pasado, nuestro emperador obtuvo un éxito militar extraordinario conquistando Túnez, donde entró el 21 de julio y liberó a veinte mil cristianos que allí estaban cautivos. El 17 de agosto zarpaba rumbo a Trápani. Y por las fechas en que vos veníais de Ávila, él iniciaba un recorrido triunfal, en el que era aclamado como Carolus Africanus, con dilatadas estancias en Palermo, Mesina, Nápoles… El destino de ese viaje es Roma, adonde se calcula que llegará a finales de marzo o principios de abril de 1536, el año que acabamos de empezar. ¿No os habéis fijado que hay cuadrillas de trabajadores por varias zonas de Roma y que el papa Paulo III ha creado un impuesto especial sobre los habitantes de la ciudad?
—Sí, en efecto. Me ha llamado la atención ver que se iniciaban unos trabajos y algo he oído de esa visita.
Ya estaban ambos sentados a la mesa y empezaban su cena.
—Todo hace suponer que la ciudad verá mejorado su ornato y que muchos de sus espacios cambiarán para bien por este motivo… Además, tendremos algún huésped ilustre, pues se necesitarán alojamientos para los distinguidos señores que acompañan al emperador… Deberíais esperar a que se produjera esa visita, que coincidirá con la Semana Santa. Luego, volveríais a Ávila.
Don Jerónimo meditó en silencio esa posibilidad y luego preguntó:
—¿Podréis encontrar una solución a lo que os dije de los dos muchachos que me acompañan?
—Por supuesto que sí. Perded cuidado. Se quedarán conmigo en esta casa y yo encauzaré adecuadamente sus estudios. Eso no tiene ningún problema.
—Pero los dos son de familias que pueden costearlos.
—No merece la pena ni plantear la cuestión. Decidles a sus padres que me quedan encomendados y que regresarán ordenados sacerdotes dentro de unos años.
—No sé cómo agradeceros vuestras atenciones. Nos habéis recibido en vuestra casa y nos habéis tratado de tal forma que ni el mejor anfitrión podría superaros. Por otra parte, sabéis lo que este viaje significaba para mí.
—Lo he hecho con mucho gusto. Además, ya os he dicho en más de una ocasión que vos tenéis parte de culpa de que yo me encuentre aquí y en esta posición. De verdad, don Jerónimo, no le deis más vueltas… Permaneced aquí hasta la primavera. Yo me quedaré más tranquilo cuando emprendáis el regreso, pues el tiempo es mejor y los días se alargan. De esa forma, además, tendré tiempo sobrado para resolver la cuestión de esa propiedad que quiero comprar. Vincio, a la vez que os acompaña, hará mi encargo.
—Os agradezco que organicéis las cosas de forma que Vincio pueda acompañarme —don Jerónimo hablaba como ensimismado, lamentando crear otra complicación a su anfitrión, pero convencido de la oportunidad de tal previsión—. Será una gran tranquilidad para mí… Tengo demasiada edad para viajar solo.
—Por cierto, don Jerónimo, ¿os gustaría decir misa en San Pedro in Montorio?
—Por supuesto que sí —respondió sin dudar el canónigo—. ¿Podríais conseguirlo?
—No es nada usual. Sólo en contadas ocasiones se dice misa allí. Veré lo que puedo hacer.
El cardenal miraba sonriendo a don Jerónimo con una expresión que indicaba a las claras que satisfaría el deseo de su huésped. El canónigo se sintió una vez más agradecido a su anfitrión, pues había visitado en varias ocasiones aquel templo, levantado en el lugar donde se suponía que san Pedro había recibido el martirio. En 1505, dos años después de su ascensión al solio pontificio, Julio II había convocado una especie de concurso oficioso para decidir qué templo edificar en aquel lugar; deseaba un modelo nuevo, lejos de las hechuras tradicionales de las basílicas y que por su traza fuera único en el mundo, en consonancia con el significado del promontorio, desde donde se divisaba una excelente vista de Roma. El proyecto elegido fue el de Bramante, que había llegado a Roma procedente de Milán unos años antes y que ya se había dado a conocer con el claustro de la iglesia de Santa María de la Paz, iniciado en 1500 para el cardenal Caraffa. La obra de San Pedro había sido costeada por los Reyes Católicos, por lo que don Jerónimo consideraba que era un lugar español en Roma y se encontraba doblemente a gusto cuando lo visitaba, pues al significado del lugar se unía el recuerdo de España. Admiraba la belleza de aquel pequeño edificio circular, rodeado de un pórtico de columnas toscanas y cuyo cuerpo central estaba algo más elevado con un segundo piso de ventanas, coronado por una airosa cúpula. De forma muy funcional y simbólica, a la manera de los martiria antiguos y con cierto regusto pagano, en aquel templo y enterramiento se conjugaban el cuadrado, el círculo, la esfera y el axis mundi. Todo un símbolo cósmico y escatológico, cuyo recuerdo estaría en la mente de Miguel Ángel cuando décadas después recibiera el encargo de acabar las obras de San Pedro.
Con el nuevo impuesto Paulo III consiguió 50.000 ducados que le permitieron realizar las obras de embellecimiento de la ciudad, especialmente el acceso a Roma por la vía Apia hasta el Coliseo, que el papa tenía especial interés en que pudiera contemplarse sin entorpecimientos para que resaltara toda su monumentalidad. Encargó a Latino Giovenale Manetti que ejecutara sus deseos y Manetti los cumplió satisfactoriamente: ordenó derribar más de doscientas casuchas y algunos templos para dejar expedita la zona entre la puerta de San Sebastián y el Foro; igualmente el entorno del Coliseo se limpió concienzudamente. Don Jerónimo siguió aquellas obras con asiduidad a lo largo de los meses de febrero y marzo y fue comprobando cómo la Roma imperial adquiría un brillo especial que hablaba al espectador de su periclitado esplendor. Hacia el 20 de marzo ya se sabía que el emperador entraría triunfalmente en la ciudad el 5 de abril, así que empezaron a levantarse los armazones de numerosos arcos triunfales que jalonarían el recorrido del César, y en vísperas de la fecha designada esos armazones se llenaron de flores, banderas, gallardetes y poemas alusivos a la ocasión y al visitante. Igualmente, se sabía quién iba a ser el personaje que Del Olmo recibiría en su palacio: se trataba nada menos que del duque de Alba, uno de los generales preferidos de Carlos V, al que ya había servido en varias campañas y al que le unía estrecha amistad. Cuando Sancho se enteró de la noticia la comentó con Luis totalmente excitado; jamás se le había pasado por la cabeza que llegaría la ocasión en que un gran general de la talla de Alba estaría alojado en la misma casa que él, con lo que eso tenía de posibilidades para verlo de cerca y hablarle, pues la ocasión se presentaría y, si no, él haría por encontrarla. El 2 de abril empezaron a llegar a Roma los primeros carros con la impedimenta del emperador y acompañantes. Del Olmo ya lo tenía todo dispuesto para recibir a su huésped.
Dos días después, el 4, un delegado papal esperaba a Carlos V en San Pablo Extramuros para darle la bienvenida. Por fin, en el anunciado y esperado día 5 tuvo lugar su entrada oficial en Roma, con un desfile majestuoso que don Jerónimo quiso ver con todo detalle, por lo que, cuando aún no había amanecido, acompañado de Sancho y Luis, salió del palacio del cardenal y se encaminó a las proximidades del Coliseo, situándose en una pequeña elevación que estrechaba el recorrido, desde donde esperaba ver más cerca a los principales personajes del desfile. Su previsión fue acertada, pues la animación de la calle demostraba que la afluencia de público iba a ser enorme, no en vano se habían visto llegar muchas personas a Roma en los días precedentes. A horas tan tempranas algunas zonas del recorrido estaban prácticamente repletas.
Aquel día el sol brillaba en un cielo claro y diáfano, acentuando con su luz el esplendor del cortejo que entraba en Roma por la puerta de San Sebastián. Iban abriendo el camino 4.000 infantes veteranos, italianos, españoles y alemanes; marchaban detrás 500 jinetes y a continuación la nobleza romana, los embajadores presentes en Roma, nobles españoles y cincuenta jóvenes con ropajes de seda de color violeta. Luego, en un caballo blanco, cabalgaba Carlos V, perfectamente visible, ataviado de forma muy sencilla, en contraste con las ricas vestimentas que llevaban todos los demás componentes del desfile. A su lado tenía a los cardenales Cupis y Sanseverino, quienes le explicaban los monumentos que veían al paso y las peculiaridades del recorrido, que desde la puerta de San Sebastián se orientaba hacia las termas de Caracalla, el arco de Constantino, el Coliseo y los arcos de Tito y Septimio Severo, recibiendo las aclamaciones del público a todo lo largo del recorrido, en particular en el Foro. A su paso por las inmediaciones del Coliseo, don Jerónimo pudo observar al emperador; su vista ya flaqueaba, por lo que no podía percibir muchos detalles, pero le llamó la atención aquella figura de complexión normal, rostro barbado que no disimulaba el prognatismo de la familia y que se mantenía airosa sobre la cabalgadura.
—Mirad, ése es el emperador —advirtió el canónigo a Sancho y a Luis, que miraban entusiasmados el cortejo.
La verdad es que no necesitaban tal aclaración, pues saltaba a la vista quién era el personaje. Para los tres abulenses aquélla fue una ocasión única, aunque cada uno de ellos la valoró a su manera. Don Jerónimo veía a la cristiandad en plenitud representada en sus cabezas terrenal y espiritual; Luis admiraba especialmente a los cardenales, omnipresentes en todo momento, cuyo porte majestuoso le parecía la demostración de su poder; Sancho miraba al emperador con fijeza e intensidad, tratando de ver qué tenía de especial el hombre que mandaba a aquellos aguerridos soldados y qué era lo que hacía que éstos le obedecieran sin dudar hasta la muerte, si fuera preciso.
Nada más pasar por delante de ellos, don Jerónimo y los dos muchachos se encaminaron directamente hacia la plaza de San Pedro, con la esperanza de encontrar un lugar desde donde ver lo que sucedería allí, pero el gentío se lo impidió. El cortejo imperial desde la plaza de San Marcos se dirigió hacia el puente de Sant’Angelo. Al pasar por delante de la fortaleza la artillería lanzó salvas de saludo. Algo más tarde, el emperador llegaba a la plaza de San Pedro, donde le esperaba Paulo III, quien recibió el homenaje de Carlos V, y juntos penetraron en el templo, donde se ofició la solemne función religiosa que la ocasión exigía. Al no poder llegar a la plaza a tiempo de ver el encuentro del emperador y del papa, don Jerónimo pensó que tal vez podría entrar en la basílica desde el palacio Vaticano, pero cuando llegó a los accesos habituales para él encontró la guardia muy reforzada, puesto que Carlos V iba a alojarse allí mismo, en la zona construida por Inocencio VIII; el canónigo decidió no intentar entrar para no correr el riesgo de ser rechazado, pues no podía alegar nada para que la guardia le franqueara el paso. Así que deambularon algún tiempo más por la zona observando a los soldados, a los pajes, a los lacayos y, en general, a la muchedumbre que se resistía a abandonar el lugar, aun a sabiendas de que el espectáculo había terminado.
Los días siguientes los empleó Carlos V en recorrer con minuciosidad la ciudad de Roma, visitando sus monumentos acompañado del duque de Alba, del conde de Benavente y de algunos otros caballeros de su séquito. Hizo visitas corteses a algunas damas de la sociedad romana y asistió a las ceremonias religiosas propias de la Semana Santa. Esos, al menos, fueron los actos visibles, pues ante la inminencia de una nueva guerra entre Carlos V y los franceses, soterradamente se libraba en Roma una dura pugna diplomática en la que Carlos V trataba de conseguir de Paulo III un acuerdo para actuar no sólo contra el turco, que lo consiguió, sino también contra Francisco I de Francia, respecto a lo que el papa se mostraba mucho más reticente.
Aquellas jornadas impusieron en el palacio del cardenal un ritmo trepidante y nada usual. Desde muy temprano la servidumbre atendía sus obligaciones y cuando los huéspedes se levantaban todo estaba en orden y preparado; el duque, el cardenal y don Jerónimo se reunían a desayunar. Alba salía inmediatamente después para reunirse en el Vaticano con los otros cortesanos y el emperador; el resto de la jornada venía impuesto por el programa imperial, pero en el palacio se tenía todo dispuesto por si el duque regresaba, cosa que ocurría muy excepcionalmente, ya que los compromisos políticos y cortesanos ocupaban todo el tiempo hasta después de la cena, incluso.
El día 11, Martes Santo, el cardenal Del Olmo tuvo ilustres invitados a cenar. Allí estaban Nicolás Perrenot Granvela, consejero y canciller de Carlos V, Francisco de los Cobos, uno de los principales consejeros del emperador, y el duque de Alba. Los tres estaban interesados en la información que les pudiera proporcionar Mateo de la diplomacia vaticana en relación con los asuntos de Italia y la política continental, temas de los que habían estado hablando dos horas en el saloncito de la primera planta. Al término de la reunión se trasladaron al comedor, donde les aguardaba don Jerónimo, que sería el quinto comensal. El canónigo intentó evitarlo, pero Del Olmo insistió y ya había advertido en este sentido a sus ilustres visitantes, sin que ninguno de ellos pusiera objeciones. La cena transcurrió en medio de animada conversación, en la que Alba y Cobos pidieron a don Jerónimo que les contara cosas de Castilla, pues llevaban mucho tiempo fuera de ella. Alba, por su parte, relató la conquista de Túnez y el viaje que había llevado a Carlos V hasta Roma; luego la conversación se generalizó con temas intrascendentes, entre ellos las reformas hechas en Roma.
Luis y Sancho habían estado toda la tarde merodeando en torno al salón donde estuvieron reunidos Del Olmo y sus invitados; más tarde, cuando se trasladaron al comedor, ellos se apostaron cerca de la puerta para poder atisbar por ella cuando los camareros y pajes la abrieran en sus idas y venidas de la cocina a la mesa. En Luis no había más que el interés del curioso; en Sancho, la ansiedad del que ve frustrado su más ferviente deseo. Y es que los días pasaban muy veloces para él sin encontrar la oportunidad de hablar con Alba, lo que le hacía temer que la estancia en Roma del emperador acabara sin que se presentara la ocasión de acercarse a tan admirado caballero.
En sus temores Sancho no andaba descaminado, pues los compromisos del duque le mantenían fuera de palacio toda la jornada, prácticamente, de manera que, salvando el momento del desayuno y alguna cena, como la del Martes Santo, Alba no estaba nunca en casa de Del Olmo, donde Sancho esperaba infructuosamente, diciéndoles a Luis y a Giacomo que no tenía ganas de salir a la calle, que se había hecho daño en una pierna y que prefería quedarse en el palacio; era un argumento que no resultaba convincente para ninguno de los dos muchachos, especialmente para Luis, que conocía bien a Sancho y sabía que no había sido suficiente para limitar su actividad ninguna de las pedradas, golpes y moretones recibidos en las peleas de Ávila. Así que, sin comprender la razón por la que Sancho se quedaba en casa en aquellos bulliciosos días romanos, los dos muchachos se marchaban a saborear el espectáculo callejero, donde vendedores, titiriteros, comediantes, prostitutas, barberos, buhoneros y un variado sinfín de artesanos y comerciantes ofrecían sus productos o lucían sus habilidades. Las horas se les iban sin sentir y cuando volvían al palacio y contaban a su amigo lo que habían visto no lograban otra cosa que acentuar la ansiedad de Sancho, quien pensaba que se perdía demasiadas cosas sin saber siquiera si tendría éxito en la espera.
El Jueves Santo, el palacio de Del Olmo se quedó prácticamente vacío, pues salvo algunos criados que permanecieron en él todos los demás se marcharon a los oficios religiosos. Sancho, Luis y don Jerónimo se encaminaron hacia San Juan de Letrán, evitando el gentío y la aglomeración de San Pedro. A lo largo de la ceremonia se le ocurrió a Sancho una idea: volver al palacio del cardenal y, aprovechando que no había casi nadie, entrar en las estancias del duque; de esta forma, si no podía hablarle, al menos vería sus cosas. La idea fue convirtiéndose en una obsesión y lo que en un primer momento le pareció una locura acabó por convertirse en su mente en algo perfectamente realizable. Se acercó a Luis y le dijo en voz baja y al oído que se iba, que si don Jerónimo lo echaba en falta que le dijera que había vuelto al palacio por encontrarse indispuesto. Sin dar tiempo para reaccionar a su amigo, Sancho se volvió y se perdió entre la muchedumbre camino de la salida. Ya en la calle, corrió como alma en pena y jadeante llegó al palacio; estuvo un rato golpeando la puerta con el llamador hasta que uno de los sirvientes lo oyó y le abrió sorprendido de verlo allí. Sancho masculló entre dientes que no se encontraba bien y sin detenerse subió hacia su habitación, donde se encerró, aguardando con ansiedad a que el silencio volviera a imperar en el edificio. Fueron unos minutos eternos. Sancho cerraba los labios con fuerza, pues sentía el corazón en la garganta y temía que se le saliera por la boca; igualmente, se apretaba las manos contra el pecho para amortiguar sus latidos, que le parecían el sonido de un tambor… Poco a poco se fue serenando y cuando comprobó que no se oía nada en el palacio abrió sigilosamente la puerta del cuarto; como una sombra huidiza, pegado a la pared y agachado, se acercó a los aposentos del duque; con lentitud giró el pestillo y comprobó feliz que la puerta cedía; acabó de abrirla y penetró en la estancia, empujando la puerta tras sí hasta que las dos hojas estuvieron juntas, pero para evitar hacer ruido decidió no cerrar con el pasador.
Sin moverse de la entrada paseó su vista por la habitación. Una cama con dosel estaba adosada a una pared. Un gran armario, a la derecha de la entrada. Enfrente, una chimenea a la izquierda del ventanal que daba a la calle, por donde entraba un tibio sol que iluminaba la estancia. Pegados a las paredes unos baúles abiertos mostraban las ropas y enseres del duque; vajilla, camisas, calzas, golas, zapatos… estaban ordenados y limpios a la espera de que su dueño los reclamara… La visión de aquellos objetos y cosas defraudó a Sancho, pues los encontraba bastante corrientes y él esperaba que la habitación de un general con la banda roja del Imperio no se parecería a la del resto de los mortales. Dio unos pasos hacia dentro empezando a lamentar haberse metido en un embrollo sin motivo… y entonces las vio; sus ojos se dilataron por el asombro y se acercó a ellas con admiración: allí estaban las armas del duque. No pudo percibirlas al entrar porque se las tapaba el armario situado al lado de la puerta; sostenían las armaduras y las armas del duque de Alba unos caballetes improvisados, pegados al muro, entre el mueble y la pared a la que estaba adosada la cama; Sancho se aproximó a ellas sin atreverse a tocarlas; tenía ante sí dos armaduras completas; una, negra y mate con adornos dorados y unos dibujos en realce; la otra, brillante como la hoja de una espada, también decorada con diversos motivos grabados; ambas con una banda roja terciada; los caballetes sostenían los cascos, petos y espaldares, las hombreras, los guardabrazos, las manoplas y las escarcelas; en el suelo, los respectivos quijotes, rodilleras, grebones y escarpes. Al lado de las armaduras estaban las armas. Había tres espadas toledanas en sus vainas de cuero con refuerzos metálicos; sus guarniciones constituían un trabajo de filigrana en el que se entrecruzaban cordones de hierro dejando el hueco suficiente para empuñar el arma y proteger la mano; los tres pomos eran diferentes: la cabeza de un león, la cabeza de una furia y una esfera. Por último, entre las espadas y la pared, había varios juegos de acicates, correas de cuero y cinco dagas.
Sancho se inclinó para ver más de cerca aquellas maravillas; sus ojos fueron recorriendo despacio cada milímetro de las metálicas y bruñidas superficies y el tiempo dejó de existir para él, desatándose su fantasía sobre las esforzadas hazañas que podría realizar con las armaduras y las armas que tenía ante sí. Cuando ya las había contemplado hasta grabar en su retina los más mínimos detalles, decidió comprobar cuál era su tacto y empezó a tocar aquellas superficies, primero con la punta de los dedos y luego recorriéndolas con la palma de la mano; cuando eso ya no le pareció bastante, empuñó las espadas y las desenvainó en parte. Después les tocó el turno a las dagas; una de ellas le llamó particularmente la atención: con el pomo redondo, semejando una bola del mundo, le pareció de empuñadura muy cómoda, ligera y con la hoja un poco más larga que las otras; era una especie de estilete, fino y elegante, con funda metálica primorosamente labrada, lo que ayudaba a que se metiera fácilmente por los ojos. Sancho la alzó de donde estaba, la desenfundó y empezó a esgrimirla contra supuestos enemigos; en uno de aquellos lances se giró y se quedó petrificado: el duque de Alba se encontraba en la estancia; había regresado inesperadamente al palacio para recoger unos documentos que debía comentar con Francisco de los Cobos. Sancho, absorto en sus pensamientos y en la contemplación de las armas, no lo había oído entrar. Sus piernas flaquearon al estar en presencia del hombre al que tanto admiraba.
Don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, tercer duque de Alba, tenía entonces veintinueve años. Era de cuerpo enjuto y sarmentoso, en el que no había ni una molécula de grasa; su rostro, delgado, con bigote y barba no muy poblada, labios finos, ojos negros de mirada directa y penetrante, pómulos marcados, nariz afilada y frente despejada, indicaba firmeza de carácter. Su porte era distinguido y elegante, sin concesiones al refinamiento, acentuando su sobriedad el color negro de sus ropajes. Al entrar en su aposento y ver a Sancho, el duque lo reconoció porque en más de una ocasión se lo había cruzado en el palacio de Del Olmo y le había llamado la atención la forma en que lo miraba; avanzó sin hacer ruido para cerciorarse de lo que hacía el muchacho y aguardó hasta que éste descubriera su presencia. Cuando eso ocurrió, preguntó el aristócrata:
—¿Qué haces aquí?
Sancho dejó apresuradamente la daga en su lugar, dio unos pasos en dirección a Alba, se arrodilló y dijo en pleno azoramiento, rojo como la grana por la vergüenza y el temor de haber sido sorprendido:
—Nada, señor, os lo juro… Bueno, sí hacía… Admiraba vuestras armas, señor. Me gustan.
—¿Qué te gusta, mis armas o todas las armas?
—Las vuestras, señor… Bueno, todas me gustan.
En ese momento empezaron a llegar los sirvientes, deteniéndose sorprendidos al ver la escena y temiendo que la osadía de Sancho provocara el castigo de alguien que debería haber vigilado con más celo aquellos aposentos. Pero ninguno se atrevió a hablar.
—Así que te gustan todas las armas… —continuó el duque—, ¿de dónde eres?
—De Ávila, señor. Soy hijo de don Antón Vázquez Dávila.
—¿Qué haces en Roma?
—Soy uno de los pupilos del canónigo don Jerónimo de Arce, al que he acompañado en el viaje a Roma. Mi padre quiere que siga la carrera eclesiástica y que haga aquí los estudios…
—Y tú, ¿qué quieres?
—Yo quiero ser soldado.
El mismo Sancho se quedó sorprendido de la franqueza y espontaneidad de su respuesta. Le había salido del fondo de su alma, sin dudar. Al oírla, Alba sonrió y se dirigió a donde estaban las dagas; cogió la que había dejado Sancho y volvió hacia éste, alzándolo del suelo al tiempo que le decía:
—Hay mucha diferencia entre ser sacerdote y ser soldado. O se es lo uno o se es lo otro, pues no se puede ser ambas cosas a la vez. Tendrás que decidirte. Toma esta daga. Te la regalo. Si decides ser soldado, alístate y acude a mi presencia. Servirás conmigo. La daga te identificará. Si decides hacerte sacerdote, conserva la daga para que cuando la veas te acuerdes de rezar por mí.
Sancho no daba crédito a lo que oía, sin atreverse a coger la daga que el duque le tendía:
—Vamos, tómala —le instó Alba.
Sancho la cogió todo tembloroso y balbuceó:
—Gracias, señor… Muchas gracias… Os lo agradezco…
—Y ahora, ¡márchate! Tengo que hacer.
El chico no esperó a que se lo repitiera. Giró sobre sus talones y salió apresuradamente del aposento. Alba sonrió al verlo alejarse y su sonrisa hizo respirar aliviados a los sirvientes, pensando que no habría castigo para nadie.
El incidente no trascendió, pues la servidumbre tuvo cuidado en ocultarlo por su propio interés, de manera que ni Del Olmo ni don Jerónimo lo supieron nunca. Luis buscó a Sancho nada más llegar para que le explicara el porqué de tan repentina desaparición. Lo encontró en el cuarto que compartían, sentado en la cama, con muestras de gran agitación, pero completamente feliz. Con trece años de edad Sancho parecía haber alcanzado la dicha suprema. Al entrar, Luis le preguntó:
—¿Qué has hecho, Sancho? ¿Adonde has ido?
—¿Don Jerónimo ha notado mi ausencia?
—No. Ha preguntado por ti, pero al no verte ha pensado que el gentío nos había separado y que ya estarías camino del palacio del cardenal. Dime, ¿por qué te has ido?
Sancho relató con toda minuciosidad lo que había hecho, desde su marcha del templo hasta su encuentro con Alba. Antes de que concluyera, Luis le espetó:
—No te creo.
—¿Que no me crees? ¡Mira!
Sancho mostró la daga que hasta ese momento había mantenido oculta bajo su pierna izquierda. Luis se sorprendió y preguntó:
—¿De dónde la has sacado? ¿Es que la has robado?
—No. No la he robado. Me la ha dado él, el duque.
Sancho concluyó el relato del encuentro con Alba. Luis volvió a mirar con estupor la daga sin atreverse a tocarla y se confirmó en la admiración que siempre había sentido por su amigo.
El lunes de Pascua, 17 de abril, Carlos V convocó al papa, a los cardenales y al cuerpo diplomático presente en Roma a un acto que se desarrollaría en la gran sala de tapices del Vaticano; allí pronunció un discurso en castellano con gran sorpresa de todos, donde explicaba su política como defensor de la cristiandad, deseoso de la paz entre los cristianos a fin de concentrar sus fuerzas contra los infieles. Para llevar a cabo sus planes le pedía apoyo a Paulo III, pues Francisco I de Francia era un obstáculo por su oposición a tales proyectos y amenazaba con una nueva guerra. Pero el papa sólo le ofreció mediación.
Al día siguiente, el emperador abandonaba Roma. Con él se iban sus soldados y generales: en la ciudad dejaba a Cobos y Granvela para que ultimaran las negociaciones que habían quedado abiertas. Alba se marchó con Carlos V. Partieron muy de mañana, de manera que a la caída de la tarde el palacio de Del Olmo recuperaba la normalidad y volvía el ritmo tranquilo cotidiano. Esa noche, en la cena, don Jerónimo le dijo a su anfitrión:
—Don Mateo, si no tenéis inconveniente y vuestros asuntos para Valladolid están preparados, saldré para Ávila el próximo lunes, después de amanecer.
—¿Estáis decidido?
Don Jerónimo asintió con la cabeza y añadió:
—Ya he estado demasiado tiempo aquí… Allí no me espera nadie, pero debo regresar a mi mundo.
—Lo decís con nostalgia… ¿Lamentáis haber venido?
—No, por Dios —se apresuró a contestar el canónigo—. No he sentido en mi vida emociones como las que me ha producido esta ciudad, que ha roto todos mis horizontes y no se parece en nada a la que yo había imaginado allá en mi tierra… Yo creía venir a una especie de santuario gigantesco, de vida monacal, cuya única razón de ser era el culto al Altísimo con el papa como oficiante máximo… Y me he encontrado con una urbe polimórfica, donde los abismos se dan la mano, en la que todas las cosas tienen doble cara… El papa, por ejemplo, cabeza espiritual del mundo, sacerdote supremo y primer servidor de Dios, se encuentra atrapado en las miserias de los príncipes terrenales, miserias que él comparte… Los cardenales… no sé si os incomodará lo que voy a deciros… —Del Olmo le hizo un gesto tranquilizador—. Los cardenales, sumas jerarquías de nuestra Iglesia, se olvidan con frecuencia de su condición y se pierden en intrigas palatinas como las de cualquier otra corte… Y así todo… Pero Roma es Roma, es única… En ningún otro sitio he visto la grandeza de Dios tan claramente como aquí… Embellecida por artistas excepcionales… Es realmente una ciudad sin par… Pasará mucho tiempo hasta que pueda asimilar todo lo que he vivido en ella… En Ávila tendré tiempo de reflexionar y pensar en todo esto… Y añoraré estos días, don Mateo, en los que he experimentado tantas cosas… La misa a los pies de la Piedad, la de la capilla Sixtina, la de San Pedro in Montorio… Los oficios en San Pedro… son hitos destacados en mi vida sacerdotal, por los que cualquier clérigo me envidiaría… Sí, me alegro mucho de haber venido… y os lo debo a vos…
Don Jerónimo hablaba pausadamente… desgranando con lentitud sus pensamientos… reflexionando sobre los contrastes de la plenitud vital de Roma, que habían generado en su alma las emociones encontradas de la aceptación y el rechazo. Mateo del Olmo lo observaba sin perder detalle y comprendía la zozobra de su alma, por lo que le habló para ver si rebajaba su tensión:
—Por si os sirve de consuelo, don Jerónimo, no sois una excepción… Cuantos visitan Roma por primera vez se sienten desbordados… Me ha ocurrido a mí y a tantos otros… Al final, todos hemos de reacondicionar nuestra sensibilidad y los más afortunados reafirmamos nuestras creencias.
El canónigo hizo un gesto de ambigüedad y, por reconocimiento a las atenciones recibidas de su anfitrión, cambió de tema:
—Decidme, don Mateo, respecto a vuestros asuntos de Valladolid, ¿lo tenéis todo dispuesto?
—Sí, y Vincio lo dejará resuelto. Lo que no he decidido es a quién dejar esas propiedades como legado, si yo no fuera a Valladolid o muriera… Es una decisión que no es urgente y puedo dejarla incluida en mi testamento… Por cierto, ¿podríais encargaros vos de dirigir la administración de esas propiedades?
—Don Mateo, lo haría con gusto… pero vivo en Ávila y soy demasiado viejo para ir y venir con frecuencia a Valladolid… Puedo recomendaros a una persona que cumplirá vuestro encargo a la perfección. Vos ya lo conocéis: es el sacerdote Pedro Martín. Nosotros nos entrevistamos por primera vez en su casa, cuando lo de la conspiración contra Adriano…
—Sí. Me acuerdo de él perfectamente. Nos vimos algunas veces más, cuando ya vos habíais vuelto a Ávila. Pero no sé si aceptará… Mi relación con él no es grande…
—No os preocupéis. Es muy amigo mío y lo hará si yo se lo pido… ¡y se lo pediré! Acompañaré a Vincio a Valladolid y me entrevistaré con él… No se negará… Preparad los documentos.
—Gracias, don Jerónimo. Lo prepararé todo para el próximo lunes.
Y tras comentar algunos de los recientes acontecimientos, los dos hombres se levantaron de la mesa y abandonaron el comedor para retirarse a sus aposentos.
Cuando Sancho y Luis se enteraron de que el canónigo abandonaría Roma el lunes siguiente y que ellos se quedarían sintieron una profunda inquietud. Perdieron muchas de las ganas de jugar; no les apetecía salir del palacio; pasaban muchas horas en silencio y entre suspiros, esperando que alguien les aclarara cuál sería su futuro. En las salidas matutinas con don Jerónimo observaban cómo el canónigo iba visitando de manera sistemática todos los monumentos y lugares de interés de la ciudad: era un ritual de despedida que el canónigo realizaba metódicamente para que sus recuerdos fueran más duraderos. El domingo anterior a la partida, don Jerónimo lo pasó en la basílica de San Pedro, que recorrió despacio, tratando de imaginar mil veces cuál sería su aspecto definitivo cuando aquellas monumentales obras hubieran concluido; al terminar, oró ante la Piedad largo rato. Luego regresó al palacio de Del Olmo para acabar de empaquetar sus cosas. Les dijo a los muchachos que escribieran sendas cartas a sus progenitores, les recomendó que se aplicaran en sus estudios y que obedecieran siempre al cardenal, nuevo responsable de su educación.
La mañana del lunes era fresca y diáfana. Durante la misa, Sancho y Luis habían estado mirando a don Jerónimo con expresión compungida, con la esperanza de que el canónigo se arrepintiera y los llevara con él. Pero eso no ocurrió. Cuando después de desayunar salieron a la calle, vieron que en la puerta ya estaba cargado el carro que transportaría a don Jerónimo y su equipaje. Marco Vincio aguardaba al lado de su caballo y los dos mozos que conducirían el vehículo hablaban con varias personas que habían ido a despedirlos. Unos minutos después aparecían Del Olmo y don Jerónimo. Se abrazaron y entre fórmulas corteses se despidieron. El cardenal se acercó a Vincio, con quien intercambió unas palabras. Tras hacerles unas últimas recomendaciones, el canónigo abrazó a Sancho y Luis, que tenían los ojos brillantes y un nudo les atenazaba la garganta, impidiéndoles articular palabra. Don Jerónimo los miró fijamente, con ternura, pues había llegado a querer a aquellos muchachos que habían sido como su familia durante tantos años; al dejarlos allí, pensaba que una parte de él moría, pues esa parte de su pasado ya no podría recuperarla, toda vez que lo más probable es que no volviera a verlos nunca más. Estos pensamientos le emocionaron y volvió a abrazarlos antes de subirse apresuradamente al carruaje para evitar que sus sentimientos lo traicionaran. Vincio hizo un gesto de interrogación al cardenal y al ver que éste le respondía asintiendo, gritó:
—¡Vámonos!
El carruaje se puso en marcha y se alejó. El cardenal se acercó a Sancho y a Luis y les dijo:
—Muchachos, mañana empezaréis vuestros estudios. Os incorporaréis a una clase en la que encontraréis compañeros con vuestras mismas aspiraciones. Hoy podéis hacer lo que os apetezca… Todavía estamos en vacaciones —añadió sonriendo para distender la situación, y con un gesto amigo se despidió.
Luis entró en el palacio seguido de Sancho. Sin decir palabra ambos se encaminaron a su aposento. Una vez allí, Luis se acurrucó en la cama y dijo:
—¡Nos hemos quedado solos, Sancho! ¡Solos!
—Esto ya sabíamos que ocurriría, Luis…
—¿Qué será de nosotros, Sancho?
Luis no esperó respuesta; tenía los ojos húmedos y para que Sancho no viera las lágrimas que a duras penas contenía se volvió hacia la pared y se mantuvo encogido e inmóvil. Sancho se alegró de ver volverse a su amigo, pues él también estaba a punto de que se le saltaran las lágrimas; se tumbó en la cama y su mano derecha buscó debajo del colchón la daga que el duque de Alba le había regalado; cuando la encontró, no la sacó. Se limitó a apretarla entre sus dedos, sintiendo la firmeza del metal y esperando encontrar en ella la fuerza que a él le faltaba.