Roma

La llegada de Carlos V a Castilla a comienzos de julio de 1522 hizo planear una sombra de inquietud sobre todas las ciudades que habían luchado en el bando rebelde durante la guerra de las Comunidades. Mientras los más agoreros vaticinaban una dura represión y un baño de ejecuciones, los más confundían sus deseos y esperanzas con la realidad pensando que la fidelidad y el patriotismo manifestados en la reacción contra la invasión francesa serían tenidos en cuenta por el emperador, quien se mostraría generoso en el perdón. Las primeras medidas Carolinas parecieron dar la razón a los pesimistas, pues fueron degollados en Medina del Campo varios procuradores que habían sido apresados en Tordesillas por las tropas reales; algún que otro capitán, preso también en Villalar y encerrado en Simancas, como Pedro Maldonado, fue igualmente ejecutado, así como varios sujetos más en diversos lugares de la geografía castellana. Castigos que sembraron la alarma e impulsaron a muchos a huir o esconderse. La ceremonia que tuvo lugar en Valladolid el 26 de agosto, día de la entrada solemne del rey en la ciudad, no tranquilizó a nadie, aunque pudo verse a los más grandes señores laicos y eclesiásticos prestando homenaje de sumisión y acatamiento al soberano. Por fin, el 1 de octubre de ese año era leída públicamente una amnistía firmada por Carlos, de la que quedaban excluidos los procuradores que habían inducido a la rebelión en las ciudades y los capitanes que se habían puesto al frente de los rebeldes, en total unos doscientos individuos, de los que sólo fueron detenidos una minoría con el consiguiente castigo de pena capital; pero la mayor parte, huidos o escondidos, salvaron la vida y su delito acabó siendo olvidado, pudiendo reintegrarse a sus lugares con el paso del tiempo.

La amnistía devolvió la tranquilidad al reino y la vida se reanudaba en todas partes dentro de las formas habituales que la existencia tenía en cada lugar. En Ávila se reemprendió muy pronto el pulso cotidiano; oficios y actividades se recuperaron enseguida de las alteraciones sufridas. Únicamente los implicados en la revuelta se mantuvieron a la expectativa hasta ver la actitud del rey; los menos huyeron y los más acudieron a luchar contra los franceses en la frontera navarra; cuando se vieron favorecidos por el perdón real, respiraron aliviados y su vida volvió a ser lo que era años atrás.

Éste fue el caso de don Antón Vázquez Dávila, casado con doña Ana Daza. Cuando el emperador publicó el perdón general se sintió a salvo y reemprendió la vida de un hidalgo con posibles —sobre todo desde que su mujer aportara una sustancial dote al matrimonio, consolidando su posición—; bien situado en la vida local, considerado por los de su clase y respetado por cuantos lo trataban, su casa, cerca de la Plaza Mayor, era conocida de todos y en ella habían venido al mundo varias generaciones de la familia; allí nació también el 21 de septiembre de 1523 el hijo de don Antón y de doña Ana, bautizado con el nombre de Sancho.

Uno de los abulenses menos afectados por los recientes sucesos fue don Jerónimo de Arce. El ritmo de su vida ni siquiera llegó a alterarse de manera significativa, pues siguió distribuyendo su jornada diaria de la misma forma que lo venía haciendo desde que consiguió la canonjía, un preciado bien a cuya obtención se consagró su padre, don Fernando, en cuerpo y alma, moviendo todas las influencias que fue capaz de reunir —y no fueron pocas—, pues nadie mejor que él sabía las escasas perspectivas que ofrecía la propiedad de la familia, tan pequeña que difícilmente garantizaba una miserable existencia y ahora mucho menos, pues las rentas eran muy bajas. Don Fernando había llevado siempre una vida de privaciones calladas y apariencias manifiestas; en los últimos años ese juego había sido algo más fácil porque su mujer había heredado algún dinero, que se gastaba con demasiada rapidez, pese a que él lo escatimaba con denuedo. Don Fernando estaba en la certeza de que cuando le llegara el fin de sus días poco iba a quedar de ese dinero, si es que quedaba algo, y él mejor que nadie sabía que con la pequeña tierra que poseía el matrimonio su hijo no podría más que completar parcialmente otro modo de ganarse el sustento, de manera que cuando don Jerónimo mostró inclinación a seguir la carrera eclesiástica dio gracias al cielo; es cierto que él hubiera preferido que su hijo ingresara en alguno de los grandes monasterios, donde su alimento espiritual y corporal estaba más que garantizado, pero si el chico aprovechaba y se conseguían algunas influencias, una canonjía en la catedral podía ser solución tan aceptable o mejor, incluso, pues no lo apartaba ni del mundo ni de su familia. Y don Jerónimo no defraudó tales expectativas; ajeno a todos los manejos de su padre, se dedicó a estudiar y a practicar una vida austera y entregada en exclusiva a las prácticas espirituales; la consecución de las órdenes menores confirmó la trayectoria emprendida y muy pronto el obispo se fijó en él, situándolo en sus proximidades e incorporándolo a su entorno en cuanto recibió la ordenación sacerdotal; su protección, la dirección espiritual de unas damas poderosas de la nobleza provinciana de Ávila, la educación de algunos de sus prometedores vástagos y los incansables, y a veces inconfesables, manejos de su padre acabaron por colocar a don Jerónimo en esa élite eclesiástica que eran los miembros de los cabildos catedralicios.

Por lo demás, el nuevo canónigo no modificó ni un ápice su existencia, salvo en una mayor entrega a sus deberes y compromisos espirituales y un incremento de sus acciones caritativas; conducta que lo fue singularizando entre sus compañeros de cabildo y granjeándole la fama de hombre bueno y sabio que tenía y que lo colocaba en la consideración de todos cerca de la santidad. Para don Fernando fue un éxito ver a su hijo investido de tal dignidad y pensaba que con su inteligencia podía convertirse en la persona más influyente del cabildo catedralicio abulense, pero en esto se equivocó de medio a medio, pues don Jerónimo no mostró el menor interés por los asuntos mundanos del cabildo y se desentendió de todas las luchas de poder que, abiertas o soterradas, se desarrollaban entre sus compañeros de canonjía o entre ellos y el obispo de turno; ni siquiera se mostró receptivo en ningún momento a las insinuaciones que al respecto le hizo en más de una ocasión su progenitor, bien que eran insinuaciones muy tímidas e indirectas y a veces tan sutiles que don Jerónimo no las captaba, como cuando le decía que el viaje a Roma —esa Roma que fascinaba al canónigo y cuya fascinación conocía bien don Fernando, pues su hijo le había hablado muchas veces de ella en conversaciones que con frecuencia provocaba el padre— era muy caro y con las rentas de la heredad no podría costeárselo, pero sí podría si desde su posición se las ingeniaba para incrementar los ingresos que le producía la canonjía. Insensible a tales cantos de sirena y fiel a sus planteamientos de vida, el resultado fue que don Fernando se diera por satisfecho con lo alcanzado y se consolara pensando que su hijo, al fin, tenía el futuro garantizado; alegría añadida para él era ver a su mujer dichosa y feliz al tener un hijo tan cerca del Altísimo, que le sería de valiosa ayuda en el trance final de esta vida. Con esa tranquilidad y con esa alegría murió inesperadamente don Fernando unos años atrás de unas fiebres que en sus inicios no parecían graves.

La muerte de don Fernando significó un cambio importante en la vida del hijo, pues hubo de ocuparse de dirigir la casa, dirección que su madre aceptó encantada, y la heredad familiar, cuyo arrendatario, un tal Pedro, pensó que sería fácil engañar al heredero, ajeno por completo a las tareas agrícolas; pero lo que Pedro no sabía es que don Fernando no sólo había llevado puntual cuenta y relación de los productos y las rentas, sino que también había dejado anotaciones muy variadas de todas las alternativas que podían darse en la heredad, una información muy valiosa para don Jerónimo, pues le permitió tratar con su arrendatario con conocimiento sobrado de la heredad y en ello puso especial empeño el canónigo, no porque considerara que podría enriquecerse con aquella tierra, sino porque podría destinar a obras de caridad la parte de las rentas que su madre no necesitara. Una vez que se habituó a su condición de huérfano responsable de la familia, don Jerónimo normalizó su existencia con un ritmo que sólo alteraba en contadísimas ocasiones o cuando la enfermedad le impedía seguirlo. De forma que se levantaba con el sol y acudía a la catedral, donde hacía lecturas piadosas relacionadas con la misa que decía a las ocho de la mañana en verano y a las nueve en invierno; al terminar la misa se ocupaba en los asuntos de la catedral, propios del cabildo, confesiones y caridades. Después se iba a casa, donde comía y daba una cabezada si se lo permitían sus deberes o visitas a enfermos y necesitados; si no salía, pasaba la tarde leyendo o contestando alguna carta. Cuando caía la tarde volvía a la catedral, pasaba casi una hora rezando ante el Santísimo, se enteraba si había alguna novedad para el día siguiente y volvía a casa para cenar, leer otro poco, realizar sus últimas oraciones del día y acostarse. La madre, doña Catalina, que no vivía más que para su hijo, era la encargada de mantener a punto cuanto necesitaba don Jerónimo para que ese ritmo de vida se desarrollara con una monótona precisión.

Y así iban pasando los días. Sin mayores preocupaciones. Una monotonía tranquila que apenas si se veía alterada por hechos que no estuvieran relacionados con los amigos o la familia: un nacimiento, un entierro, una enfermedad, una boda… Los grandes acontecimientos de fuera del reino, de los que llegaban noticias tardías y no muy concretas, apenas si merecían comentarios o discusiones capaces de suscitar interés durante varias jornadas. Es más, don Jerónimo en la mayoría de los casos ni siquiera prestaba atención. Una excepción a la norma fueron las noticias llegadas sobre el saqueo de Roma por las tropas imperiales en mayo de 1527 y fue una excepción porque se trataba de Roma. Don Jerónimo quiso saber si las bellezas arquitectónicas de la ciudad habían sufrido daños, preguntó detalles del suceso que nadie sabía contestarle y… pensó en Mateo del Olmo; se preguntaba si seguiría en Roma después de la muerte de Adriano, cuyo pontificado duró unos dos años y a quien sucedió el papa Clemente VII, de la familia de los Médicis de Florencia; si Mateo seguía en Roma, ¿le habría ocurrido algo durante el saqueo de la ciudad? Cuando el canónigo pensó que su interés por el suceso podía deberse sobre todo a la esperanza de que llegara la invitación de Mateo del Olmo para visitar Roma, dejó de interesarse por el tema y se centró en sus ocupaciones habituales.

La vida de don Antón Vázquez y doña Ana Daza tampoco tenía mayores preocupaciones. El conocía perfectamente los resortes y las claves de la vida ciudadana y participaba en todos los problemas y cuestiones locales, consiguiendo la proyección pública que le había permitido ganarse la estima generalizada de sus convecinos; las rentas de algunos bienes inmuebles y rústicos que poseía en Ávila y sus alrededores le garantizaban la estabilidad de su familia siempre que mantuvieran un nivel de vida sin grandes dispendios.

Por eso se podía decir que la gran preocupación de don Antón era su hijo Sancho, un niño que crecía sano y fuerte, haciendo las delicias de su madre y del ama y despertando el cariño de la servidumbre de la casa, compuesta por un par de criadas y unos mozos que se encargaban de los animales y de algunas faenas agrícolas. El niño había mostrado una clara inclinación a jugar a los soldados desde que viera pasar por delante de su casa una parte de la milicia, de tal forma que en cuanto oía un tambor o fragor de cascos de caballo buscaba la puerta de la calle y si las criadas no andaban listas, se escapaba. A los cinco años le dio un susto de muerte a su madre, que cosía en el salón con el ama delante de la chimenea, donde ardían unos troncos, pues la primavera era fresca y se agradecía aquel calorcillo al atardecer. Sancho escapó unos minutos a la vigilancia de las mujeres y entró en la sala donde su padre tenía sus cosas y pasaba la mayor parte del tiempo cuando estaba en casa; el motivo de su interés era una pistola que le habían regalado a don Antón días atrás y que para el chico se parecía mucho a algunas de las armas que llevaban los soldados que él había visto; encontró el motivo de su interés en la mesa y la observó y tocó hasta que oyó a su madre que lo llamaba; salió a escape de la habitación para no ser descubierto, pero se llevó en la mano el frasco de la pólvora, que se encontraba al lado de la pistola. Cuando llegó a donde estaban las mujeres lo escondió detrás de su cuerpo, por lo que ninguna de las dos notó nada de particular y como en ese momento discutían sobre la labor que estaban haciendo, no prestaron mayor atención al chico, que se sentó en las proximidades de la chimenea y medio vuelto de espaldas a su madre y al ama para que no vieran lo que hacía, empezó a manipular el frasco de la pólvora; al no saber abrirlo, lo agitó con tanta fuerza que se le escapó, rebotó en el lateral de la chimenea, se destapó y cayó entre las llamas, explotando enseguida; por fortuna había poca pólvora, pero el frasco reventó provocando una densa humareda blanca que el tiro de la chimenea se llevó enseguida y desperdigando cenizas y ascuas que salpicaron al niño y a las mujeres, dejando los troncos humeantes y sin llamas. Sancho quedó maravillado con lo sucedido y hubiera dado rienda suelta a su entusiasmo de no ser por los gritos del ama y de su madre, que puestas en pie le miraban aterradas y llorando; al verlas, el niño pensó que lo que había hecho podía tener nefastas consecuencias para él, así que se levantó y huyó a todo correr para ocultarse en algún recóndito lugar del huerto, de donde tuvo que salir para no empeorar las cosas al oír algo más tarde las llamadas insistentes del ama.

Doña Ana y el ama no pudieron ocultar a don Antón la diablura de Sancho. Más suerte tuvieron en otras ocasiones, en que volvía descalabrado de pelearse en el río con niños de su edad, pues la lesión se podía explicar a causa de un accidente cualquiera. Don Antón aparentaba creer las explicaciones que le daban, pero no se le ocultaba la condición inquieta de su vástago, algo que fue convirtiéndose en una preocupación creciente, ya que le hubiera gustado que el chico fuera más tranquilo e inclinado a los libros para que siguiera la carrera eclesiástica, lo que le resultaría enormemente gratificante. Una cuestión que en 1531 ya había que abordar directamente, pues la educación de Sancho debía orientarse de manera decidida.

Por cierto, el verano de ese año de 1531 fue inolvidable para los abulenses, pues la emperatriz Isabel, regente por ausencia de su marido el emperador, había decidido pasar la época estival en Ávila, adonde se trasladó desde Ocaña. La llegada de la corte imperial conmocionó a la ciudad, pese a que el cortejo de la emperatriz no era ni muy numeroso ni tan pretencioso como su condición podía hacer suponer, pues no en balde los nobles de más rancia alcurnia acompañaban a Carlos en su viaje por Italia. En julio, con motivo de la festividad de Santiago, hubo misa solemne en la catedral a la que asistió la emperatriz. Allí pudieron verla los abulenses que cupieron en la catedral, de bote en bote, no tanto por la festividad, sino por la augusta visitante. Todos pudieron apreciar el porte y la serena belleza de aquella dama llegada de Portugal y madre del heredero, el príncipe Felipe.

Don Antón y la oligarquía ciudadana tuvieron oportunidad de aproximarse a la soberana en ocasión más mundana y menos formal, aunque también solemne, pues a poco de llegar a Ávila el concejo logró organizar un besamanos seguido de un banquete, al que acudieron todos los que en la ciudad tenían alguna importancia. Aunque el protocolo era rígido y estaba perfectamente determinado, en un momento de aquella tarde don Antón y doña Ana estuvieron muy cerca de la emperatriz, que los miró, y pudieron oír el tono de su voz. Don Antón, que se consideraba hombre de mundo por las circunstancias en las que se había visto envuelto, consideró que no debía exteriorizar la emoción que sintió en aquellos momentos y posteriormente no hizo nunca más que algunas referencias al hecho si venían muy al pelo. En cambio, para doña Ana fue todo un acontecimiento; empezó por hacer al ama un pormenorizado relato de cuanto había sucedido, procurando que las criadas estuvieran cerca y lo oyeran; en las visitas que recibía o hacía era tema de conversación obligado para cambiar impresiones o para dar información, según sus amigas hubieran estado presentes o no en la ceremonia. Y es que doña Ana quedó fascinada por la elegancia de la emperatriz, ataviada con un traje de terciopelo de color verde muy oscuro, cuya hechura observó con minuciosidad y refería con detalle a sus amigas, destacando la gargantilla de oro que llevaba puesta y de la que descendía hasta el pecho una esmeralda montada en una filigrana de oro, de la que colgaban tres perlas blancas alargadas; también admiró su pelo rubio, recogido en un moño, con una diadema de oro que dejaba caer hacia la frente un rubí rodeado de perlas. Y había algo más, algo que doña Ana no se atrevió a confesar a nadie: las emociones y sentimientos que se despertaron en su alma al ver la desenvoltura de las damas que acompañaban a la emperatriz, a las que observó moverse con soltura y hablar con los caballeros que las acompañaban con todo desparpajo, algo demasiado chocante en aquella sociedad provinciana, conservadora y mojigata; algo que hizo pensar a doña Ana que podría haber otra vida muy diferente fuera de Ávila, una vida más abierta y prometedora que la que ellos conocían. Pero esas expectativas e inquietudes se adormecieron cuando con la llegada del otoño la corte imperial salió hacia el sur.

Una de las visitas que permitió hablar a doña Ana más largamente de su experiencia cortesana fue la de doña Teresa de Maqueda, esposa de un comerciante que se había establecido en Ávila poco antes de la sublevación de las comunidades y que había recibido un título de hidalguía de un lejano pariente materno muerto sin descendencia. Doña Teresa enviudó a poco de terminar el conflicto y no le quedó de su matrimonio más consuelo que un niño de corta edad y una holgada fortuna, que le permitía mantener su posición social y cuidar la educación de su hijo. Se decidió a visitar a doña Ana por haber oído que don Jerónimo había aceptado ocuparse en parte de la educación de Sancho y ella quería que su hijo, Luis Crespo, compartiera con Sancho esa educación, también con la esperanza de que siguiera la carrera eclesiástica. Doña Ana comunicó a su marido la pretensión de doña Teresa, algo que de entrada no gustó al esposo, pero después, cuando lo pensó más detenidamente, le pareció que la presencia de un compañero en clase podría ser beneficiosa para Sancho, que tal vez así se viera serenado en su temperamento y estimulado en los estudios. Don Jerónimo, agradecido y generoso como era, aceptó que a sus enseñanzas a Sancho se uniera Luis, una vez que don Antón le hiciera tal petición, pues recordaba el favor recibido hacía una decena de años. Doña Teresa quedó muy reconocida al matrimonio y desde entonces las visitas entre ambas mujeres menudearon y fue estrechándose su amistad.

En cuanto a los niños, los primeros momentos no fueron fáciles. Sancho no aceptaba de buen grado la compañía de Luis, pues le parecía demasiado «bueno» para que fuera su compañero de juegos. Luis, por su parte, incapaz de secundar a Sancho, le observaba y admiraba su constante inquietud y capacidad para organizar cosas, como podía comprobar cuando salían de clase y se dirigían a sus respectivas casas a comer. El camino de vuelta era para Luis siempre una incógnita sorprendente, pues Sancho se dirigía unas veces al río por si veía a algunos chicos de su edad peleándose o bañándose, según las épocas; y otras, perseguía algún perro o gato o azuzaba algún caballo. A veces, un campesino o trajinero que conocía a Sancho por frecuentar su casa paseaba a los chicos a lomos de la bestia que llevaba o subidos en el carro que conducía. Esos cortos viajes eran toda una experiencia para Sancho, que se imaginaba al frente de un ejército, y para Luis, que se veía como el personaje principal de un desfile, aclamado por toda la ciudad. Una de las cosas que Luis más admiraba en su compañero de clase era que sabía nadar; según le explicó Sancho, había aprendido porque cuando tenía cinco años cayó a un estanque huyendo de un criado de su padre al que le había hecho no recordaba qué diablura; cuando el criado llegó al borde del agua se quedó paralizado —Sancho no supo nunca si no le ayudó con la esperanza de que se ahogara y verse libre para siempre de sus travesuras o porque lo inmovilizó el pánico por la responsabilidad de que pudiera pasarle algo al hijo del señor—; sea como fuere, y viendo que nadie iría en su auxilio, el chico empezó a patear y bracear como un poseso, comprobando que poco a poco se acercaba al borde, donde por fin le ayudó el criado. Aquella experiencia le sirvió para el futuro, pues en sus peleas en el río tuvo sobradas ocasiones para lograr mantenerse a flote y nadar de manera aceptable.

La relación entre ambos muchachos cambió a raíz de un accidente. Un día, a la salida de clase, Sancho vio un perro al que se la tenía jurada, pues una tarde, casi de anochecida, cuando volvía a su casa, le dio un susto de muerte; perdido en sus pensamientos, pasó demasiado cerca de una reja, donde el perro vigilaba y se abalanzó hacia el chico con ímpetu tal que Sancho pudo sentir su aliento en la cara y la cosa no fue peor porque el perro no cabía por los barrotes. Desde entonces Sancho esperaba la ocasión de la venganza y ese día se le presentó, pues el perro estaba sentado indolentemente a la puerta de la casa de sus dueños, mientras los criados ayudaban a descargar de un carro una serie de vasijas y cántaros que iban entrando en la casa. Sancho no lo pensó, cogió una piedra y se la lanzó con fuerza y con tan mala puntería que en lugar de dar al perro le dio a uno de los cántaros, lleno de vino; al ver la trayectoria de la piedra, Sancho supo lo que iba a ocurrir antes de que sucediera y puso pies en polvorosa de inmediato. Luis, que le seguía un tanto distraído, oyó el golpe y la rotura del cántaro, y cuando quiso darse cuenta de lo sucedido no vio a su compañero por ninguna parte y sintió que uno de los criados lo cogía de una oreja culpándolo de lo sucedido. Luis empezó negando la autoría del hecho ante los de la casa, y cuando su madre le insistía para que declarase lo ocurrido y quién era el culpable, el chico guardó un mutismo absoluto y soportó azotes y cogotazos sin que lograran arrancarle la confesión. Llegó el momento en que se consideró que el castigo era suficiente y unas horas después doña Teresa hacía llegar a la casa del suceso un cántaro de vino de similares características al roto, con lo que el asunto quedó zanjado. Don Antón preguntó a Sancho si sabía o había tenido algo que ver con el hecho y Sancho calló, negando con la cabeza.

Al día siguiente, los dos chicos se encontraron a la entrada de la casa de don Jerónimo. Ninguno de los dos dijo nada, pero Sancho sacó de sus ropas un pequeño puñal de madera, que era la admiración de Luis, y se lo tendió en silencio. Luis lo miró con codicia, pero negó con la cabeza y se dispuso a entrar; Sancho lo detuvo y volvió a dárselo, rogándole con la mirada que lo aceptara, cosa que finalmente hizo Luis. Aquello fue el comienzo de una nueva etapa en las relaciones de ambos. Sancho admiró profundamente lo que Luis había hecho por él y se sintió en deuda permanente, una deuda que decidió pagar por todos los medios a su alcance, empezando por poner más atención en clase para que su conducta no interrumpiera y desesperara tanto a don Jerónimo y Luis aprovechara mejor las enseñanzas del canónigo, algo que acabó redundando en su propio beneficio, pues su rendimiento mejoró. Por otra parte, Sancho le fue dando a Luis más cabida en sus aventuras, convirtiéndose en su protector en las peleas de pandillas. Aun así, no podía evitar todos los accidentes y percances, aunque logró disimular el más grave de ellos, cuando su amigo fue alcanzado por una piedra en la coronilla, produciéndole una brecha y abundante sangre. Sancho lo llevó a su casa y lo entró a hurtadillas hasta la cocina, donde una de las criadas se prestó a lavarle la herida y la parte manchada de la ropa sin dar aviso a nadie. Luego acompañó a Luis a donde vivía, le caló la gorra y le aconsejó que procurara que no lo viera nadie de espaldas para que no notaran la lesión. Eso, al menos, es lo que él hacía en trances parecidos.

La vida de don Jerónimo sufrió un cambio irreparable allá por febrero de 1533, cuando su madre empezó a sentirse mal, con toses frecuentes y roncas que fueron quebrantando su frágil resistencia; luego apareció la fiebre y el cirujano le práctico una sangría como remedio último para que el mal abandonara su ya quebrantado cuerpo, pero no consiguió otra cosa que acentuar su postración, de la que ya no se recuperaría. En la madrugada del día 20, don Jerónimo, que velaba solícito a la cabecera de la cama de la anciana, viendo su aspecto, decidió darle la extremaunción y, cuando terminó, le cogió una mano y le dijo:

—Madre, recemos algo…, pero vos no os esforcéis, coged mi mano y apretadla un poco… Yo rezaré en voz alta por los dos.

La anciana respiraba fatigosamente; sintió la mano de su hijo en una de las suyas y le oyó murmurar unas plegarias, que cada vez oía más lejos:

miserere nobis… Santa María, ora pro nobis… Don Jerónimo notó que la mano de su madre se quedaba sin fuerza, miró el rostro de la mujer y pudo advertir una expresión serena y beatífica, casi sonriente. El canónigo pensó que su madre había dejado de sufrir… pero se sintió profundamente solo; sus ojos se humedecieron, escondió el rostro entre las manos y se arrodilló sin dejar de rezar.

La criada se encargó de amortajar a doña Catalina, cuyo entierro fue un gran acontecimiento, acudiendo toda Ávila y asistiendo al funeral en la catedral la mayor parte del vecindario. En los días siguientes, la casa de don Jerónimo fue un desfile de gente, pues todos querían testimoniarle su dolor. Don Antón acudió con su esposa y Sancho, que por primera vez en su vida se enfrentaba a la muerte; él había visto a la anciana amortajada y fue presa de múltiples sensaciones indescriptibles; ahora, sentado en una silla, más formal que nunca, escuchaba las reflexiones de sus padres y de don Jerónimo sobre la vida y la muerte, comentando más tarde la visita y lo sucedido con Luis, que también acompañó a doña Teresa en el pésame al canónigo. Cuando al cabo de una semana ambos volvieron a recibir las clases de don Jerónimo, lo sucedido ya no era más que un recuerdo, cuyo verdadero alcance se les escapaba y había tenido como consecuencia más notoria para ellos una vacación inesperada. Por su parte, el canónigo poco a poco fue recuperando su modo de vivir, a lo que contribuyó la criada, que ya llevaba años en la casa y que durante todo ese tiempo había sido minuciosamente aleccionada por doña Catalina sobre lo que se esperaba de ella, por lo que ahora, desaparecida la anciana, podía suplirla sin problemas.

Sancho y Luis continuaron creciendo y progresando en los estudios, en los que Luis llevaba clara ventaja. Para ellos iba a resultar decisivo un hecho que tendría al canónigo como principal protagonista. En efecto. A mediados de agosto de 1535 llegó a Ávila un caballero romano; iba acompañado de un criado y nada más cruzar las murallas de la ciudad preguntó por don Jerónimo, en cuya casa se presentó a primeras horas de la tarde. El canónigo le recibió en la habitación donde solía trabajar.

—Buenas tardes, don Jerónimo de Arce —dijo el italiano cuando entraba en la estancia—. Soy Marco Vincio, de la casa del cardenal Mateo del Olmo, y me envía para que le acompañe hasta Roma, donde desea recibirle en su casa. Me ha dado esta carta para vos.

Don Jerónimo tomó la carta que el visitante le alargaba; como era incapaz de articular palabra por lo inesperado de la visita y por la sorpresa de que fuera ya cardenal el joven clérigo que conociera quince años atrás, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y desplegó el escrito conteniendo su impaciencia. Para que Marco no viera ninguna de sus emociones se volvió hacia la ventana y leyó en silencio; era una carta muy breve, en la que Del Olmo se disculpaba por la tardanza en escribirle y le rogaba que aceptara su invitación a visitar la capital pontificia, adonde le llevaría su enviado, uno de los caballeros a su servicio en Roma. Igualmente, le prometía todo tipo de explicaciones cuando llegara.

—Señor —dijo por fin el canónigo—, comprenderéis lo que esto me sorprende. Es todo tan inesperado. Yo no sé…

—Por si le sirve de ayuda, don Jerónimo —intervino Marco—, el cardenal ya lo ha previsto todo. La partida no es inmediata para que tengáis tiempo de arreglar vuestras cosas; yo mientras tanto he de ir a Valladolid a resolver algunos asuntos que mi señor me ha encomendado; allí me está esperando el carruaje y el tiro que utilizaremos en nuestro viaje a Roma…

—He de pensarlo, señor —dijo don Jerónimo, que empezaba a sentirse agobiado por la situación y la oferta de Del Olmo—. ¿Cuándo he de daros la respuesta?

—No quisiera apremiaros, señor canónigo, pero sólo puedo esperar hasta mañana para salir hacia Valladolid y para entonces debo saberlo, pues algunas de mis gestiones en aquella ciudad están directamente relacionadas con el viaje vuestro a Roma… Si no vais, cosa que lamentará muchísimo mi señor, yo procederé de distinta forma en Valladolid y mi regreso no será por Ávila.

—Está bien. Mañana os daré la respuesta cuando acabe de decir misa. Os espero en la catedral a las diez… Por cierto, ¿tenéis dónde alojaros?

—Sí. No os preocupéis —Marco se puso en pie y con el sombrero en la mano se dirigió a la puerta de la calle, seguido de don Jerónimo—. Estaré en la catedral a la hora indicada. Quedad con Dios.

—Que Él os acompañe. Hasta mañana.

El canónigo cerró la puerta y volvió a la habitación para coger su manteo; salió dispuesto a consultar la viabilidad del viaje con el obispo. Por el camino iba pensando en cómo plantearle la cuestión al titular de la diócesis; la entrevista resultó más fácil de lo que él imaginara, pues el obispo no vio inconveniente en que don Jerónimo se ausentara durante unos meses, máxime para realizar un viaje a Roma a requerimiento de un cardenal. Después, don Jerónimo fue a la catedral, donde comentó con otros canónigos la invitación recibida y tampoco se manifestó en contra ninguno, pues envidiaban la invitación cardenalicia y cualquiera de ellos hubiera aceptado sin consultar con nadie.

Cuando hubo realizado sus rezos vespertinos habituales, don Jerónimo regresó a su casa. La criada le preparó la cena y lo miraba extrañada del hermético silencio del canónigo y del aire ausente que tenía su expresión. Y es que don Jerónimo repasaba una y otra vez sus circunstancias personales sin encontrar ningún motivo que le impidiera acceder a la invitación de Mateo del Olmo: su madre, desgraciadamente, había muerto; la criada podría mantener la casa en su ausencia y pensaba pedirle a su sobrino Gonzalo —que hacía años que había sentado la cabeza y se había convertido en padre de familia— que se ocupara de su finca mientras estuviera fuera; en la catedral sólo le echaría en falta la feligresía, a la que encontraría a su vuelta. Cuando se fue a la cama, su decisión estaba tomada.

A la mañana siguiente, Marco acudió puntual a la cita con el canónigo, que lo aguardaba con una cierta impaciencia. Al comunicarle que aceptaba la invitación del cardenal el romano le dijo:

—Celebro vuestra decisión y más la celebrará mi señor, al que hoy mismo enviaré un correo para informarle. Yo marcho a Valladolid y regresaré a primeros de septiembre. Os ruego que estéis preparado para entonces, pues partiremos de inmediato a fin de llegar a Roma un mes más tarde, poco más o menos.

—Descuidad, lo estaré —afirmó el canónigo.

Días después, don Jerónimo comunicó a don Antón Vázquez su decisión de viajar durante un tiempo a Roma. El caballero abulense se sintió contrariado, pues temía que su hijo perdiera en ese tiempo todo lo ganado hasta entonces en los estudios, pero la cuestión excedía sus posibilidades de decisión. Superado el primer momento, en que el encuentro entre ambos hombres mantuvo todas las formalidades, la conversación entró en un tono más distendido y confidencial, en el sentido de que el canónigo había pensado en otras cuestiones que no había sopesado ni previsto antes de decidirse, como su edad —ya había cumplido los sesenta—, la posibilidad de que le ocurriera algo durante el camino, la conveniencia de tener a alguien de confianza en el entorno romano, pues dado lo avanzado del calendario llegaría a Roma prácticamente en octubre y tendría que esperar hasta la primavera para el regreso, a fin de evitar el invierno, siempre azaroso para los viajes… cuestiones que fue comentando con don Antón y éste vio la posibilidad de que su hijo se beneficiara de aquel viaje, no dudando en planteárselo al canónigo:

—Don Jerónimo —le dijo—, podéis llevaros a Sancho; os acompañaría en el viaje y os será de ayuda en vuestra estancia; una vez en Roma, podréis buscarle un sitio donde pueda estar y continuar sus estudios, por lo menos hasta que consiga las órdenes menores. Estoy seguro de que si va a Roma y estudia allí, su vocación acabará por decidirse y sentará la cabeza de una vez por todas.

Don Jerónimo manifestó sus dudas de que pudiera llevar a nadie y de que fuera capaz de dejar situado al chico en Roma, pero don Antón volvió a la carga:

—Puedo pagar los estudios de mi hijo en Roma, don Jerónimo. Vos sabéis que el dinero abre todas las puertas y pone sillas en todas las mesas… El cardenal es seguro que tendrá soluciones para el caso… Y si no fuera así, puede volver con vos y tendréis compañía en el viaje de regreso… Nadie habrá perdido nada y Sancho habrá visto Roma por lo menos.

Hacer el viaje acompañado por el chico era algo que no desagradaba al canónigo, pues como don Antón decía, estaría acompañado y tendría alguien de quien echar mano en caso de necesidad. Pero lo que él no pudo prever es que doña Teresa de Maqueda se presentara en su casa para hacerle la misma petición, a la que respondió con las mismas evasivas que a don Antón y aplazando la respuesta definitiva hasta el regreso de Marco Vincio, que sería quien decidiría si los chicos podrían acompañarle y opinaría sobre si el cardenal tendría oportunidad de situarlos adecuadamente para que continuaran sus estudios en Roma.

Tal y como anunciara Vincio, el 2 de septiembre se presentaba en casa de don Jerónimo de vuelta de Valladolid. Venía con un carruaje tirado por cuatro robustos caballos. El canónigo había previsto su ausencia en todos los detalles, de forma que podía partir de inmediato. Le planteó al emisario de Del Olmo si habría inconveniente en que lo acompañaran dos pupilos suyos, en lo que Vincio no vio problema, pues le comunicó a don Jerónimo que su señor había previsto la posibilidad de que viajara acompañado, previsión lógica por otra parte, dada la edad del canónigo. Don Antón y doña Teresa fueron informados de inmediato y se les advirtió de que sus hijos deberían estar preparados para partir el día 4 al amanecer. La noticia no cogió desprevenido a nadie. En ambas casas se había preparado el viaje de los chicos, así que no hubo más que guardar las ropas en los baúles, empaquetar algunos libros y dar a don Jerónimo unas sumas de dinero para que se las administrara a los muchachos.

Sancho y Luis habían comentado la posibilidad del viaje en más de una ocasión, pues fueron informados de que se pretendía enviarlos a Roma para que concluyeran allí una parte de sus estudios. Sancho estaba entusiasmado, ya que el viaje le parecía una aventura sin par, jamás soñada. Luis sentía cierto temor e inquietud, agobiado por no saber cuándo volvería a ver a su madre y a Ávila, donde se encontraba muy a gusto y carecía de todo tipo de inquietud viajera. Las sensaciones de uno y otro se fueron acentuando con los comentarios y explicaciones sobre Roma que durante aquellos días les impartía don Jerónimo, de forma que Sancho no veía llegar el día de la partida, mientras Luis sentía que los días volaban resultándole cada vez más cortos.

Poco antes de que clareara el alba del día 4, los criados llevaban el equipaje de Sancho y de Luis a la casa de don Jerónimo. Don Antón y doña Ana —que lloraba desconsoladamente enjugándose las lágrimas con un pañuelo— caminaban a ambos lados de su hijo hacia la casa del canónigo, donde ya esperaba el carruaje con su conductor y Marco Vincio, que tenía su caballo de la brida. Doña Teresa apareció instantes después, con los ojos enrojecidos, el porte altivo, llevando de la mano a su hijo y acompañada por una criada. Los dos muchachos iban ataviados con unos manteos nuevos, preparados expresamente para la ocasión y que a lo largo de la jornada les resultarían algo pesados, pues la luminosidad del amanecer anunciaba un día radiante y caluroso. Estaban intercambiando los saludos de rigor cuando salió don Jerónimo, que se acercó a los padres de los chicos iniciando la despedida. Los abulenses más madrugadores ya circulaban por las calles hacia sus quehaceres y miraban curiosos el grupo reunido en torno al carruaje, donde los criados procedían a cargar los equipajes, bajo la supervisión de Vincio y las indicaciones del conductor. Cuando todos los bultos estuvieron acomodados, don Jerónimo se dirigió a los chicos:

—Despedíos de vuestros padres. Ha llegado el momento de partir —y añadió—: Doña Ana, doña Teresa, don Antón, pueden quedar tranquilos. Cuidaré de ellos y atenderé vuestros deseos de la mejor manera. Recen por nosotros y les bendigo, in nomine Patris, Filii et Spiritu Sanctus.

Don Jerónimo acompañó sus palabras haciendo la cruz con su mano derecha y se subió al carruaje. Sancho y Luis fueron literalmente estrujados por sus respectivas madres, que volvieron a llorar desconsoladamente haciendo esfuerzos por mantener una cierta dignidad. Don Antón abrazó a su hijo y le hizo la recomendación de rigor sobre su comportamiento. Luego los chicos subieron al carruaje. El conductor azuzó los caballos y las ruedas empezaron a trepidar sobre el suelo de la calle. Marco Vincio se quitó el sombrero a manera de despedida de los que quedaban en la plaza y espoleó el caballo manteniéndose a un lado del carruaje. Don Antón, las mujeres y los criados permanecieron inmóviles hasta que los viajeros desaparecieron de su vista. Luego, regresaron a sus hogares respectivos. Doña Ana se sentía profundamente desgraciada por no saber cuál sería el destino de su hijo, un sentimiento que, en cierto modo, compartía doña Teresa, aunque ésta no estaba tan abatida, pues pensaba que su decisión era acertada, ya que creía que su hijo tendría de esta manera más posibilidades de progresar. Don Antón no sabía muy bien si había acertado con el envío de Sancho a Roma, pues si concluía los estudios habría merecido la pena, pero si no… El sol empezaba a tomar posesión de un cielo azul y despejado, desparramando su luz por las calles de la ciudad.

En la cocina de la casa de don Antón, el ama y una criada avivaban la lumbre y empezaban a preparar la comida. La criada desplumaba una gallina muerta y preguntó:

—Ama, ¿habéis visto a Sancho?

—Pues claro. Iba precioso con su manteo nuevo.

—No sé… no sé —dijo la muchacha meneando la cabeza.

—¿Qué no sabes tú?

—No me imagino a Sancho de sacerdote. Recuerdo sus diabluras y tiene una condición demasiado inquieta…

—¡Miren la sabiondilla! —interrumpió el ama—. Don Antón debería haberte preguntado a ti qué hacer con su hijo, ¿no?

—No, ama, no… Sólo que he visto al niño crecer y siempre ha querido jugar a los soldados… sus juguetes preferidos eran espadas y puñales de palo… acordaos el día de la pólvora, todos nos asustamos menos él… y sabéis muy bien lo enojado que se ponía cuando le quitábamos los juguetes por estar castigado o por tener que estudiar… No, no me lo imagino de sacerdote…

—Vamos, calla y no seas deslenguada.

—¿Cuándo volverá, ama?

—¿Y quién sabe eso? Si se queda en Roma a estudiar tardará varios años en regresar…

—La vida en esta casa va a ser muy tranquila a partir de hoy… Le vamos a echar de menos…

—Esperemos que todo sea para bien —sentenció el ama.

Los cálculos de Vincio sobre el tiempo que tardarían en llegar a Roma resultaron bastante aproximados. Los retrasos producidos por una tormenta que se produjo cuando habían salido de Zaragoza camino de Barcelona pudieron ser recuperados posteriormente; lo mismo sucedió cuando se desvencijó una rueda cerca de Marsella y hubo que perder casi un día en su reparación. En cambio, la muerte de uno de los caballos resultó más entorpecedora; el animal llevaba unos días visiblemente enfermo y Vincio, que no deseaba hacer un desembolso imprevisto comprando una nueva cabalgadura, se enfrentó al dilema de esperar a ver si se recuperaba o utilizarlo hasta el final; como ya habían salido de Florencia decidió tentar la suerte, pero el animal murió, de forma que tuvieron que proseguir con tres caballos y eso retrasó la marcha; cuando llegaron a Roma el sol estaba próximo al ocaso y unas nubes oscurecían el cielo impidiendo a los viajeros ver desde lejos una panorámica de la ciudad hacia la que caminaban. Sólo adivinaron —más que vieron— algunas torres de iglesias, así como un largo lienzo de la muralla. Vincio, preocupado porque cerraran las puertas de la ciudad antes de que llegaran, no avisó a los viajeros de la posibilidad de que vieran Roma desde lejos para no retrasarse, y cuando Luis, mirando hacia fuera, la vio a lo lejos lo comunicó a don Jerónimo, que miró ávidamente por la ventanilla, mientras Sancho se abalanzaba hacia la otra, en la que estaba Luis; pero Vincio no se detuvo ni un momento ni les dio explicación alguna sobre lo que veían a fin de evitar demoras; mantuvo la marcha y pudo respirar tranquilo cuando alcanzó una de las puertas de la ciudad y penetró enfilando el carruaje hacia la casa de su señor. Para entonces ya había anochecido por completo. Algunas antorchas iluminaban ciertos trechos de las calles, por donde discurría aún mucha gente, parte de ella con faroles con los que se ayudaban a caminar, pues el pavimento presentaba charcos y barrizales debidos a la lluvia que había caído unas horas antes.

Cuando llegaron a la casa del cardenal Del Olmo, cerca de la plaza de San Marcos, los viajeros quedaron muy sorprendidos, pues se encontraron con un esplendoroso palacio renacentista, que a ellos les pareció inmenso, aunque en los días siguientes comprobarían que sus dimensiones eran más bien modestas en comparación con otros que había en la ciudad. El carruaje se había detenido en el patio; don Jerónimo y los chicos descendieron de él admirando la belleza de las columnas y arcos que lo circundaban. Vincio los devolvió a la realidad al decirles:

—El cardenal los espera. Acompañadme. Está en el comedor, arriba.

Subieron la escalinata que les condujo al piso superior y después de recorrer una de las alas llegaron a una puerta donde un lacayo aguardaba, franqueándoles la entrada a un espacioso salón, con una enorme mesa central, rodeada de sillas, en uno de cuyos extremos estaba sentado Mateo del Olmo, dando cuenta de su cena. Las numerosas velas de varios candelabros iluminaban la estancia permitiendo ver los tapices que decoraban sus paredes, las alfombras que cubrían el suelo y los mármoles de la chimenea en la que ardían unos leños, abierta en uno de los lados del salón, entre dos ventanales.

El cardenal se levantó en cuanto los vio entrar y se dirigió a su encuentro. Don Jerónimo, muy azorado, no sabía cómo saludarle e inició una genuflexión, que no pudo concluir, pues Mateo le detuvo:

—Por Dios, don Jerónimo, alzad. ¿Cómo estáis? ¿Y el viaje?

Del Olmo cogió por el brazo al canónigo y le llevó hacia el lugar de la mesa donde estaba cenando; andaban pausadamente, completando los saludos y las preguntas indicadas en semejante ocasión.

—Como veis, estaba cenando. No tenía idea de cuándo llegaríais y, dada la hora que es, ya no os esperaba hasta mañana. Vincio —el cardenal se volvió hacia el aludido, que caminaba unos pasos detrás de ellos—, podéis retiraros y descansad; me habéis hecho un buen servicio y os lo agradezco… —en ese momento reparó en los chicos, que caminaban despacio, más atrás, mirando asombrados a todas partes—. ¿Son vuestros pupilos, don Jerónimo? —ante el asentimiento del canónigo, continuó—: Vincio, lleváoslos, que les den de comer algo y que los acompañen a su aposento; está preparado al lado del que ocupará nuestro huésped.

Vincio hizo una reverencia y se retiró seguido de los chicos. Mientras, dos criados habían colocado un nuevo servicio de cena al lado izquierdo del cardenal, quien le indicó a don Jerónimo que se sentara y entre bocados y sorbos la conversación de ambos clérigos se reanudaba. Don Jerónimo había observado que Mateo había ganado peso y perdido pelo, sus facciones se habían redondeado, su figura poseía un indudable empaque con las ropas de príncipe de la Iglesia, pero sus ojos seguían vivos y penetrantes como antaño; por eso se percató enseguida de las emociones que embargaban al canónigo; algo, por otra parte, bastante fácil de advertir, pues don Jerónimo estaba sorprendido y casi contrariado del lujo que advertía a su alrededor, cosa para él impensable cuando estaba en Ávila, ya que imaginaba Roma como una ciudad austera y dedicada a la mayor honra y gloria del Creador.

Mateo se percató enseguida de lo que le sucedía a su compatriota. No en vano sus dotes de observación habían sido una de las claves de su supervivencia en Roma, en medio de tantas intrigas políticas y cortesanas, por eso se vio en la necesidad de tocar el tema para evitar que don Jerónimo empezara a lamentar haber ido hasta allí.

—Don Jerónimo, yo también me quedé muy sorprendido cuando llegué a Roma hace ya casi tres lustros. En esta ciudad, lo grandioso es lo que significa y hacia lo que apunta… el resto es miseria… miseria humana como la que se encuentra en cualquier otro lugar de este mundo.

—La verdad es que estoy sorprendido, aunque no he visto nada, prácticamente…

—Vos ya sois un hombre experimentado, al que la vida pocas sorpresas puede dar, y en cuanto veáis lo que hay aquí y os aproximéis a San Pedro, os daréis cuenta de que esta visita a Roma es una experiencia que había que vivir… Cuando yo llegué a la ciudad por primera vez tenía algo más de veinticinco años y venía alegre y confiado, sobre todo porque el difunto Adriano VI confiaba plenamente en mí y me gustaban su sencillez y su austeridad… Pero eso duró muy poco…

—¿Por qué? —preguntó don Jerónimo.

—Veréis. Hubo muchos caballeros y eclesiásticos que acompañaron a Adriano VI en su viaje a Roma, con la esperanza de que el nuevo papa les diera regalos y prebendas de la Iglesia, como era habitual en esos casos… pero cuando comprobaron que Su Santidad no haría tal cosa, se volvieron a España chasqueados… y es que el papa no se iba a prestar a ninguno de los juegos de intereses soterrados que por desgracia abundan mucho en la corte pontificia… Por eso no fue querido ni por los españoles ni por los franceses ni por los imperiales ni por los mismos cardenales, que vieron en el modo de vivir de Adriano VI una amenaza para sus costumbres, un peligro para sus pretensiones y una censura de sus inquinas… inquinas y recelos que habían llegado hasta tal punto que en el banquete ofrecido por el papa a los cardenales eran los propios criados de los comensales quienes les servían el vino por temor a ser envenenados… Ver aquello conturbó mi alma, pues nunca podía imaginar que quienes tenían la responsabilidad de la Iglesia de Cristo hubieran llegado a semejante nivel de inquietudes y ambiciones terrenales… Y no fui el único, pues cuando ayudaba a Adriano VI en el momento en que se disponía a descansar, me lo comentó entristecido y me dijo por primera vez que lamentaba haber aceptado la designación como papa… algo que me repetiría después, en varias ocasiones, a lo largo de su corto pontificado, pues como sabéis murió un tanto prematuramente.

—Y vos, ¿cómo quedasteis a su muerte?

—Le sucedió el cardenal de Médicis, con el nombre de Clemente VII. Este cardenal era el candidato de nuestro emperador en la elección anterior y en ese sentido instruyó al embajador don Juan Manuel, quien pronto pudo comprobar que no tenía muchas opciones en el cónclave, por lo que decidió apoyar la candidatura de Adriano de Utrecht, pensando que sería un papa favorable a la política imperial del señor Carlos V. A la muerte de Adriano, cuando el cardenal de Médicis se vio papa, empezó a recelar del poder del emperador y buscó más bien las alianzas de sus enemigos, pero sin querer provocar una ruptura directa en los primeros momentos; por eso, consideró oportuno mantenerme en mi puesto dentro de la secretaría pontificia, aunque colocó a mi lado a una persona de su confianza; de esta manera el emperador podía ver a un español atendiendo sus asuntos y el papa evitaba que yo pudiera traicionarle. Sin embargo, pronto comprobaron que yo sabía demasiadas cosas y que conocía la corte vaticana como nadie, por lo que me consolidé en mi función, prodigándoseme todo tipo de atenciones, más que nada para que no divulgara secretos comprometedores… y así se inició una etapa decisiva de mi vida, en la que tuve que adaptarme rápidamente a este juego soterrado de influencias para no perecer víctima de cualquier conspiración… He sabido adaptarme, don Jerónimo… —el cardenal lo miró directamente a los ojos, leyendo en ellos una infinita atención y una enorme sorpresa—, de lo cual no me enorgullezco… pero tengo planes que ya os contaré…

Tras una pausa más larga, en la que los dos hombres se perdieron en sus pensamientos, el cardenal retomó la palabra en un tono de voz más alto y vivo:

—Pero bueno, tendremos tiempo de hablar de todo… Habéis cenado muy poco, ¿queréis algo en especial?

—No, no… Os lo agradezco —contestó el canónigo—. Suelo cenar muy poca cosa.

—Bien. Entonces creo que lo mejor que podemos hacer es acostarnos. Vos estaréis cansado y yo he de madrugar para atender mis obligaciones en el Vaticano. Mañana, Marco os acompañará en un primer recorrido por la ciudad para que empecéis a familiarizaros con ella. Si lo deseáis tendréis un coche a vuestro servicio, pero os aconsejo que vayáis a pie; disfrutaréis más del recorrido… —los dos hombres se habían levantado y caminaban hacia la puerta, mientras los criados empezaban a apagar las velas—. Antes de salir, si queréis, podéis decir misa en mi oratorio… Ya os dirán dónde está.

Habían salido al corredor, donde aguardaban dos pajes con sendas palmatorias. El cardenal señaló a uno de ellos y habló de nuevo a su visitante:

—Él os acompañará a vuestro aposento… Que descanséis…

—Muchas gracias… —empezó a decir don Jerónimo.

—¿Gracias?… Honráis mi casa con vuestra presencia… Hasta mañana.

Mateo echó a andar y uno de los pajes se puso a su altura alumbrándole el camino. Don Jerónimo siguió al otro chico, que había empezado a marchar en dirección contraria; tras un corto trayecto, el paje se detuvo delante de una puerta y la abrió:

—Esta es vuestra habitación, señor. Tomad la palmatoria. ¿Necesitáis algo?

Don Jerónimo negó con la cabeza y se despidió. Cerró la puerta tras sí y sin vacilar se dirigió hacia una gigantesca cama con dosel que estaba a la izquierda de la entrada. Se desnudó aprisa, mientras musitaba unas oraciones, y se acostó. A lo largo del viaje se había preguntado muchas veces por qué iba a Roma. Años antes hubiera tenido una o más respuestas; pero ahora, ya mayor, de vuelta de muchas ilusiones y tras lo que había visto y le había contado el cardenal, se preguntaba si no hubiera sido mejor quedarse en Ávila y conservar la visión idealizada que siempre había tenido de Roma, una visión que la realidad podía arruinar. El sueño y el cansancio acabaron por vencerlo, pero antes tuvo tiempo de darse cuenta de que no estaba impaciente esperando el nuevo día y ver la ciudad… por lo que decidió no preocuparse por la hora en que pudiera despertarse.

Eran las seis de la tarde. El sol declinaba y un suave airecillo empezaba a dejarse sentir presagiando un fresco mes de octubre. Don Jerónimo estaba sentado en un banco del patio del palacio cardenalicio. Leía el Elogio de la estulticia, de Erasmo de Róterdam, que había encontrado en la biblioteca de Del Olmo, en la que se refugió después de comer tratando de reponerse algo de la intensa mañana que había pasado con Sancho y Luis recorriendo Roma, guiados por Vincio. Del Olmo no había aparecido por su casa, pero advirtió que llegaría por la tarde, así que el canónigo y sus discípulos comieron solos y mientras reponían fuerzas comentaron lo que habían visto por la mañana en un recorrido largo y agotador, pues los recién llegados estaban ansiosos de verlo todo. Después de comer, un hijo de Vincio se llevó para jugar a Sancho y Luis y don Jerónimo se fue a la biblioteca y allí permaneció hasta que se sentó en el banco del patio con el libro, buscando más luz y algo de fresco.

Mateo llegó casi de anochecida. Venía con un gesto de preocupación y se disculpó ante don Jerónimo aludiendo a complicaciones en el Vaticano. No tardaron en estar sentados de nuevo en el comedor, dando cuenta de los manjares que les servían dos pajes. Del Olmo había aligerado su vestimenta y comía con hambre; al tiempo que la cena avanzaba, se iba distendiendo y se volvía más locuaz; sus preocupaciones se alejaban y su atención se concentraba en el huésped, al que preguntó, por fin:

—Y bien, don Jerónimo, decidme, ¿dónde habéis estado esta mañana?

—Hemos recorrido toda la ciudad, creo… Vincio ha sido muy amable y nos ha ido mostrando lo más destacado…

—La visita… ¿ha defraudado vuestras esperanzas?

—No… —por la cara del canónigo pasó una sombra de duda y añadió—: Pero es muy diferente a como me la había imaginado… Yo esperaba que la ciudad mostrara más claramente que es una ciudad santa y, sin embargo, parece más mundana que todas las que conozco… He visitado muy pocas, es cierto… Pero aquí hay muchos mundos mezclados y contradictorios. Los templos son magníficos y hablan de la majestad del Dios grande, justo y misericordioso, mas su voz se ahoga en las calles bulliciosas, llenas de gente cuyas preocupaciones y metas parecen no levantar una cuarta del suelo y… el lujo y ostentación de los príncipes de la Iglesia, tan poco evangélicos… —don Jerónimo fue consciente de lo que decía cuando terminó la frase, por la que Del Olmo podía darse por aludido, así que lo miró y sus ojos se cruzaron; el cardenal bajó la vista enseguida y su expresión se ensombreció, mientras un ligero rubor aparecía en la cara de su interlocutor, pesaroso de haber avergonzado al anfitrión, pero no arrepentido de lo que había dicho, y continuó—: Luego, las murallas y el castillo de Sant’Angelo hablan de guerras y poder terrenal… La impresión que tengo es que los testimonios arruinados que quedan de aquella Roma imperial pagana no significan para los que viven aquí más que el final de una cultura y no el triunfo de Cristo, que es como yo los he considerado siempre… La visión de la antigua basílica de Constantino con sus paredes derruidas por algunos lugares para facilitar las obras de lo que será la gran basílica de San Pedro, centro de la cristiandad… me ha producido una enorme inquietud y en un momento pedí perdón a Dios porque me sorprendí pensando qué estaba viendo: ¿un gran templo en construcción o una gran ruina? No, don Mateo, no tengo la impresión de estar en la ciudad santa por antonomasia, sino en una gran urbe donde sólo algunos templos como Santa María la Mayor y San Pedro con la residencia papal hablan más alto que en otros lugares del Dios verdadero, aunque son muy pocos los que oyen esa voz… la mayoría tiene otras preocupaciones y no son conscientes de dónde viven… Tal vez ello se deba a que también aquí sea verdad eso de que a todo se acostumbra uno.

La última frase de don Jerónimo estuvo motivada por el deseo del canónigo de que sus opiniones no resultaran en exceso negativas al cardenal; pensaba que la más elemental cortesía le obligaba a no mostrarse demasiado acre en sus juicios y no incomodar prematura e innecesariamente a quien le había recibido tan abiertamente en su casa. El canónigo miró a Del Olmo y le vio sumido en sus pensamientos, por lo que guardó silencio para tomar un sorbo de agua de la copa de plata que tenía delante, finamente labrada como toda la cubertería.

Las palabras de don Jerónimo plantearon a Mateo una cuestión que le había preocupado durante mucho tiempo desde su llegada a Roma, preocupación que el paso de los años y su adaptación a la vida vaticana habían ido mitigando. En efecto, la contradicción entre una vida eclesial y pastoral y sus aspiraciones mundanas y de poder había estado neutralizada por la presencia de Adriano, pero a su muerte, Mateo, que no tenía bienes ningunos en España, tuvo que zambullirse por completo en la compleja política romana para sobrevivir. Los años que siguieron no fueron fáciles para él, que como español y súbdito del emperador levantaba no pocos recelos e inquinas en una corte claramente opuesta a los designios de Carlos V. Esa lucha por la supervivencia le hizo olvidarse progresivamente de todos sus ideales juveniles y centrarse en lograr una posición que le pusiera al abrigo de intrigas y maquinaciones, posición que había alcanzado con el cardenalato, y con ella resucitaron los viejos ideales, que le parecían ya inalcanzables. Tal resurrección puso en primer plano a don Jerónimo y Mateo recordó de nuevo el compromiso que había contraído con él, de manera que después de pensarlo mucho decidió escribirle y llevarlo a Roma con la esperanza de que esa visita lo reencontrara con el tiempo pasado y devolviera la paz a su ánimo, una paz que él ya estaba poniendo los medios para recuperar, como quería comentarle al canónigo.

Al ver que el cardenal no levantaba la vista ni hablaba, don Jerónimo decidió romper el silencio:

—No entendáis que estoy arrepentido de haber venido… Como vos decíais ayer, ver esta ciudad es algo único y mis impresiones posiblemente serán infundadas o, en todo caso, prematuras. No hemos entrado en ningún templo ni en ningún edificio… ni siquiera hemos paseado por las ruinas antiguas… no hemos hablado con nadie… En fin, hemos sido meros espectadores, ajenos por completo a lo que nos rodeaba… Cuando pulsemos más la vida de la ciudad y conozcamos a sus gentes podré hablar con mayor fundamento…

Mateo había ido saliendo de su ensimismamiento a medida que don Jerónimo hablaba y cuando éste se calló él levantó la vista y le miró, lo que aprovechó el canónigo para añadir:

—Por cierto, he visto casas en ruinas, señales de incendios en no pocos edificios, montones de escombros…

—Sí, son consecuencias todavía visibles del saqueo que padeció la ciudad en mayo de 1527… las obras en la gran basílica estuvieron detenidas mucho tiempo después y no parecen recuperar la marcha que llevaban, aunque el papa se ha propuesto relanzarlas para que ganen el ritmo anterior al saqueo.

—Fue una noticia que llegó a todas partes y conmocionó a la cristiandad… Hasta en Ávila se comentó durante días… ¿vos estabais aquí? —y al ver el gesto afirmativo de Del Olmo, aventuró—: Sería terrible…

—Efectivamente, lo fue.

Mateo vio el gesto interesado e interrogante de don Jerónimo, y comprendiendo su deseo de conocer lo sucedido entonces decidió evocar tan dramáticas jornadas para satisfacer la curiosidad de su huésped.

—Recordaréis que por mediados de 1526 se formó contra el emperador Carlos V la llamada Liga Clementina, entre Francia y el Papado, y a ella se sumaron Florencia, Venecia y Milán. El mismo Enrique VIII de Inglaterra prometió su apoyo. La liga era una novedad diplomática, pues hasta entonces las coaliciones se habían formado contra Francia; entonces la alianza se formó contra España, buscando expulsarla de Nápoles y del norte de Italia. Para junio de ese año ya se guerreaba en Lombardía. El papa Clemente VII inició un juego confuso y peligroso de pactar treguas con el emperador o sus generales y anularlas cuando le convenía o se sentía seguro por el apoyo de sus aliados. Un juego que finalmente rompió el duque de Borbón, que tenía bajo su mando unos veinticinco mil hombres entre españoles, alemanes e italianos, quienes llevaban cuatro meses padeciendo calamidades, mal pagados y con la esperanza de resarcirse saqueando alguna rica ciudad de esta península. El papa había firmado una nueva tregua con Lannoy, virrey de Nápoles, cuya duración se acordó en ocho meses. Pensando que estaba a cubierto con ese pacto, Clemente VII licenció sus afamadas Bandas Negras y casi todas sus tropas. Fue entonces cuando Borbón, molesto por haberse ajustado las treguas sin contar con él, exigió doscientos cuarenta mil ducados para que sus hombres no intervinieran; la ciudad quiso reducir esa cifra, pero él la subió a trescientos mil y sin esperar respuesta se aproximó a Roma. El papa empezó a reclutar apresuradamente tropas, ordenó reparar las murallas y organizar las milicias urbanas, pero como no tenía dinero suficiente pidió ayuda a las clases pudientes, que se mostraron reticentes, donando cantidades ridículas. No obstante, en la corte pontificia nadie creía que Borbón podría entrar en Roma, pues carecía de artillería; en cambio, los romanos cuando vieron las tropas imperiales acampadas en torno a la ciudad se temieron lo peor y los que no podían huir trataron de ocultar sus riquezas para evitar el saqueo… Y no andaban descaminados en sus temores, pues los hombres de Borbón estaban ansiosos por iniciar el asalto, convencidos de que en el saqueo de Roma harían su fortuna…

—¿No se pudo encontrar una solución? —preguntó don Jerónimo.

—No. El tiempo de las soluciones había pasado y, además, los hechos se sucedieron con rapidez impredecible, pues Borbón, temiendo peores consecuencias, no quiso contener a sus hombres, excitados y ansiosos de entrar en acción. En la noche del 5 al 6 de mayo se tocó a rebato desde la campana grande del Capitolio; los defensores acudieron a las murallas y aguardaron el alba. Sin embargo nada pudieron ver por la existencia de una espesa niebla que hubiera hecho inútil la artillería, de haberla tenido los sitiadores, e impedía a los romanos percibir lo que pasaba fuera, aunque todos se lo imaginaban, ya que llegaba el rumor de la gente de guerra que se mueve preparándose para entrar en acción. Con la idea de confundir a los sitiados, Borbón decidió simular el ataque por varios sitios, concentrando la mayor fuerza del asalto en las puertas Torrione y Santo Spirito, situadas al sur de la ciudad, la parte que está a la derecha del Tíber. Alemanes y españoles fueron rechazados dos veces, por lo que el tercer ataque decidió encabezarlo el general, pero fue muerto de un tiro de arcabuz, parece que disparado por el artista Benvenuto Cellini; una muerte que fue una gran desgracia para todos.

—¿Por qué?

—Pues porque los romanos pensaron que al morir el general de los asaltantes el ataque terminaría, pero se equivocaron. El ataque prosiguió y nadie pudo contener las ansias vengadoras de los soldados, ni siquiera el príncipe de Orange, sucesor en el mando de Borbón. Juan de Urbina reagrupó a los hombres, los dirigió a las murallas y arrimando varias escalas, empujándose unos a otros, coronaron las almenas en medio de una niebla tan densa que no podían distinguirse los amigos de los enemigos. Los defensores huyeron y al poco la niebla empezó a levantar, permitiendo a los imperiales acabar con la resistencia y empezar a ocupar las calles de Roma.

—¿Y vos? ¿Qué hacíais entre tanto?

Don Jerónimo se limpió la boca con la servilleta, tras beber otro sorbo de agua. Ya hacía un rato que ambos habían dado por concluida la cena, prolongando la conversación en la misma mesa, mientras los pajes esperaban de pie y en silencio a una prudente distancia.

—Cuando se concretó la amenaza de Borbón —habló de nuevo Mateo— recibí orden expresa de Clemente VII de que no me apartara de su lado. Una orden que se debía exclusivamente al deseo de tener un español cerca por si las cosas empeoraban. Aguanté muchos desdenes y desaires de bastantes cortesanos y más de uno me hubiera matado con gusto, pues me consideraban un servidor del emperador, infiltrado en la corte pontificia.

—¿Qué hizo el papa cuando los imperiales entraron en la ciudad?

—Al ver que los asaltantes se habían apoderado de esa parte de Roma, Clemente VII decidió refugiarse en la fortaleza de Sant’Angelo con algunos cardenales, servidores y colaboradores como yo, además de sus mejores tropas. Allí quedó rodeado por una pequeña parte de las tropas imperiales, mientras el resto, a los gritos de «¡Victoria!» e «¡Imperio!», comenzó el saqueo de Roma, que se prolongó durante una semana; toda la ciudad quedó a merced del vencedor y sometida a las duras leyes de la guerra: para salvar sus vidas los hombres tuvieron que pagar… no se respetaron mujeres ni niños… hasta los templos fueron saqueados y los ornamentos sacros profanados. Desde Sant’Angelo veíamos las columnas de humo de los incendios y nos llegaba el fragor del pillaje y los gritos de las víctimas. Clemente VII resistía esperando la llegada del duque de Urbino en su socorro… pero no llegó y tuvo que capitular con el virrey Lannoy las condiciones de su rendición, unas condiciones que no fueron suaves: pagar 400.000 ducados y entregar Sant’Angelo, Ostia y Civitavecchia a cambio de que él y todos los que con él estábamos quedáramos en libertad… Fueron unas jornadas horribles —concluyó Mateo—, que no hemos podido olvidar ninguno de los que las vivimos y cuyos testimonios quedan todavía por la ciudad.

Siguió un largo silencio. El cardenal recordando aquellas jornadas. Don Jerónimo tratando de imaginarlas. El primero en recuperarse fue el cardenal, que vio en el canónigo una expresión sombría y agitada, por lo que le dijo:

—¿Habéis vivido una cosa parecida? —don Jerónimo negó con la cabeza—. Entonces no podéis imaginaros lo que fueron aquellos días… la crueldad… la brutalidad sin tino ni medida camparon por esas calles… Si Dante hubiera estado aquí hubiera introducido en su infierno, en lugar muy destacado, los sucesos de tan nefastas jornadas…

—La condición humana es un misterio… En numerosas ocasiones me he preguntado por qué el Creador nos ha hecho a los hombres así… Él sabrá en su infinita sabiduría… pero a mí me angustia en muchas ocasiones no ser capaz de encontrar las claves del alma humana y no poder ni ayudar ni advertir a mis semejantes… Lo más incomprensible para mí es la guerra… absurda, despiadada, imprevisible, sangrienta, desoladora, inmisericorde… en la que incluso el vencedor tiene siempre mucho que lamentar… Y si la guerra es así, ¿podríais explicarme por qué es una constante en los actos humanos? ¿Por qué es la actividad más frecuente a la que se dedican los hombres, la que más recursos y energías es capaz de movilizar, la que más desgracias produce y, sin embargo, nos entregamos a ella una y otra vez?… Yo no lo puedo entender… y compadezco a los que se dedican y viven de la guerra… ¡Qué pesadillas… qué sueños angustiosos agitarán sus noches!

—Tampoco yo puedo explicároslo, don Jerónimo. Tal vez tenga algo que ver con la prepotencia del hombre, castigado por el pecado original… o quizás se deba a que pese a nuestra inteligencia estamos más cerca de los animales que de los ángeles o de los santos… No sé.

Y tras otro silencio, Mateo volvió a hablar:

—Es tarde ya y vos, como yo, estaréis cansado. Deberíamos retirarnos a descansar.

Ambos se levantaron y caminaron hacia la puerta, mientras los pajes se apresuraban a recoger lo poco que aún quedaba sobre la mesa. Al salir de la estancia el cardenal preguntó:

—¿Qué vais a hacer mañana?

—Voy a ir con Luis y Sancho a San Pedro y varios templos. Quiero hacer una visita lenta y detallada… En Ávila he pensado tantas veces en ello…

—Bien. Ya me contaréis. A partir de la semana que viene espero tener más tiempo libre y podré acompañaros. De momento, tendréis que disculparme…

Se desearon buenas noches y se encaminaron a sus respectivos aposentos, precedido cada uno de ellos de un paje con un cabo encendido.

Sancho bostezaba abiertamente y Luis lo hacía con más discreción durante la misa que don Jerónimo estaba diciendo en el oratorio del cardenal Del Olmo. Los dos chicos, somnolientos, pensaban en el momento de sentarse a la mesa y tomar el abundante desayuno que tomaron el día anterior y que habitualmente solía servirse en aquella casa: bizcochos, panecillos, leche, queso y mantequilla, algún sorbete, la inevitable polenta y alguna carne de volatería. Todo colocado sobre la mesa de una estancia al lado de la cocina, de donde la servidumbre tomaba lo que quería después de que el cardenal, una vez desayunado, saliera a sus obligaciones. Don Jerónimo desayunaba en el comedor, tan frugalmente como en él era habitual, y lo hacía con rapidez, pero dejaba pasar media hora larga entre el final de la misa y el momento de salir a la calle para que Sancho y Luis pudieran comer sin prisas.

Aquella mañana, Vincio los acompañó hasta la plaza de San Pedro y se comprometió a recogerlos allí mismo unas horas más tarde para volver a casa del cardenal. El plan le pareció bien a don Jerónimo, que de esa forma podría moverse por la basílica y sus alrededores sin cortapisas. Toda la zona se encontraba afectada por las obras que se estaban haciendo en el templo; montones de cascotes, tierra y materiales diversos de construcción estaban esparcidos por doquier, en particular en la proximidad de la zona afectada por la remodelación que había iniciado Bramante en 1506 por encargo del papa Julio II. El arquitecto de Urbino fue autorizado por el pontífice a derruir todo lo que le estorbara de la antigua basílica paleocristiana, levantada por Constantino entre los años 324 y 330; comenzó las obras por la parte posterior, derribando el ábside y el transepto, sin tocar una especie de pozo situado en su centro, denominado la confesión de San Pedro, y donde la tradición ubicaba el sepulcro del apóstol; el 18 de abril se colocó la primera piedra; Julio II descendió a la enorme excavación que se había practicado para iniciar los cimientos; allí bendijo la obra, proclamó las indulgencias que recibirían los que contribuyeran con sus limosnas a la construcción del nuevo templo rector de la cristiandad y con la cruz alzada regresó procesionalmente al palacio Vaticano. El derribo practicado por Bramante tuvo fuertes opositores, pese a que la obra se justificaba también por la necesidad perentoria de reforma y refuerzos que necesitaba la antigua basílica, unos opositores que clamaron más alto cuando, con el avance de las obras, vieron la forma indiscriminada y en cierto modo vandálica de almacenar en los subterráneos las piezas artísticas de la basílica, no importaba que fueran altares, tumbas de pontífices, mosaicos o pinturas; pero las obras continuaron a buen ritmo; el culto se mantuvo durante mucho tiempo en la parte que se mantenía en pie del viejo edificio. Luego se haría una capilla sobre el sepulcro de san Pedro y allí se oficiaría habitualmente hasta que el templo quedó concluido totalmente. Las grandes ceremonias excepcionales y algunas misas de diario tenían la basílica por escenario, engalanándola para las ocasiones con lienzos enormes que cerraban los espacios abiertos y creaban un entorno muy especial merced a tan gigantesco decorado.

Cuando murió Bramante en 1514 estaban levantados los cuatro grandes pilares sobre los que se construirían los arcos que soportarían la gran cúpula central. Igualmente, se habían levantado los apoyos laterales donde remataban los muros exteriores y actuarían para descarga del empuje de la cúpula. El sucesor de Bramante fue Rafael, pero no era el indicado para llevar adelante semejante empresa, ni siquiera con la ayuda de Antonio da Sangallo, por lo que las obras languidecieron; el saqueo de 1527 repercutió directamente en ellas, lo mismo que la muerte de Rafael; Sangallo se mantuvo al frente de la construcción, pero avanzaba escasamente, aumentando el grosor de los pilares centrales, elevando los otros dos apoyos laterales que Bramante ni había iniciado y preparando los apoyos del ábside para los muros exteriores y las bóvedas de las capillas.

Don Jerónimo, Sancho y Luis se habían desplazado por el exterior en torno a la construcción y se detuvieron cuando se encontraron a la altura de los grandes pilares, que ahora ya presentaban concluidos los majestuosos arcos sobre los que se levantaría la cúpula. Capillas laterales inconclusas, bóvedas a medio construir, cuadrillas de obreros en pleno trajín, carros que apilaban piedras y todo tipo de materiales, animales que piafaban o gruñían, mozos que gritaban sus órdenes a las bestias que conducían, el repiqueteo incesante de los martillos y cinceles sobre piedras y paredes, voces, risas y conversaciones constituían la música de fondo que don Jerónimo y los chicos percibían. Los tres estaban impresionados por las dimensiones de los cuatro arcos torales, enormes, que se alzaban al cielo empequeñeciendo a los mortales y que esperaban para el remate final de la obra que los muros ganaran altura, algo que todavía tardaría, por lo que fueron protegidos con unas alfardillas que mitigaran las inclemencias del tiempo, en particular la lluvia, que corría generosa por el interior del templo en las zonas destechadas. Desde el lugar donde estaban detenidos podían observar la enorme diferencia de altura y de proporciones existente entre lo que aún permanecía en pie de la vieja basílica, a su izquierda, y la nueva construcción, a la derecha, que giraba en torno a los cuatro gigantescos arcos torales que constituían el núcleo de lo que iba a ser la nueva basílica. Hasta las termas imperiales próximas al edificio —que también veían don Jerónimo y sus acompañantes desde donde se encontraban— estaban minimizadas por la mole que se proyectaba ya hacia el cielo; el mismo obelisco situado en sus proximidades quedaba reducido a una miniatura sin relevancia que alguien hubiera colocado allí por un capricho sin sentido. Poco a poco fueron concluyendo su desplazamiento en torno al conjunto y cuando se aproximaban nuevamente a la plaza vieron algunas cuadrillas de operarios acondicionando el espacio para que los fieles en las grandes solemnidades pudieran acceder sin obstáculos y vieran sin trabas la grandeza del escenario y lo excepcional de aquel templo, que ya apuntaba. Sancho, cansado de lo que le parecía un deambular sin rumbo, se desentendió de la trascendencia del lugar, pues percibió la presencia de soldados entre las gentes que por allí andaban y no apartó sus ojos de ellos. Cuando ascendían la escalinata del acceso principal a lo que quedaba de la antigua basílica le llamó la atención al muchacho un nutrido corro de uniformes en torno a varios cardenales, diversos eclesiásticos y unos cuantos personajes de porte aristocrático y con armadura. Cuando reparó en uno de ellos, exclamó sin poder contenerse:

—Luis, Luis. Mira. Un general de las tropas pontificias.

—Pero ¿qué dices, Sancho?

—Sí. Fíjate. Aquel que lleva la banda blanca con la llave bordada en oro…

Luis no tardó en reparar en la figura que Sancho le decía y distinguió la banda terciada sobre el pecho con la llave.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó.

—Me lo ha dicho Vincio. Las bandas de los generales franceses son blancas; las de los generales del papa, como ésa, y las de los generales imperiales, rojas.

Los dos muchachos siguieron mirando al general hasta que entraron en el templo. Don Jerónimo había oído la conversación y durante unos segundos observó fijamente a Sancho, en quien acababa de descubrir una faceta de su personalidad en la que antes no había reparado. Una vez dentro de la basílica, avanzaron por la grandiosa nave central, que había perdido parte del techo; llegaron cerca del iconostasio, solemne, en medio de la nave, desde donde tuvieron otra perspectiva de la monumentalidad de los arcos torales, sintiéndose empequeñecidos ante las dimensiones de aquellos espacios. Don Jerónimo se arrodilló en las proximidades de una de las columnas que sostenían la nave central, imitándolo los chicos, que al poco tiempo se recostaron contra ella y acabaron medio sentados en el suelo, en una posición más cómoda que la del canónigo, quien rezaba y miraba con fervorosa admiración todo lo que le rodeaba. Unos toques de campanilla indicaban que en alguna capilla tenía lugar la celebración de la misa; de vez en cuando el olor a incienso llegaba a su nariz, lo mismo que el que desprendían las numerosas velas y cirios que ardían delante de los altares y de las imágenes, en las capillas de las naves laterales que permanecían en uso. Por los espacios abiertos al cielo y por las vidrieras de los ventanales de la parte que aún estaba en pie de la basílica antigua entraban los rayos del sol radiante que lucía fuera; pero su luz no llegaba a iluminar con la misma intensidad las zonas donde estaban los fieles, existiendo en la parte baja del templo, en las naves laterales, una atmósfera difusa y evanescente que contrastaba con la nitidez de las partes altas, donde golpeaba el sol con toda su fuerza. Una diferencia que le hizo pensar a don Jerónimo en lo confuso de la vida terrenal y en lo diáfano y claro de la vida celestial, con lo que su alma se conmovió y se llenó de un sentimiento de gratitud y admiración hacia los arquitectos que habían sido capaces de crear aquella maravilla antigua que ahora renovaban de forma colosal.

Luis había estado mirando con frecuencia durante un rato a don Jerónimo, sin entender qué hacía. Luego empezó a reparar en el lugar donde estaba y fue percibiendo su grandeza; eso le hizo pensar en el poder del Dios que allí se adoraba, sintiéndose orgulloso de pertenecer a su Iglesia y envidiando a algunos clérigos que deambulaban por la basílica cuidando los altares y atendiendo las necesidades del culto. Por una de las naves laterales vio pasear a tres personajes con ropa talar de color rojo; eran cardenales. Luis no les quitó la vista de encima, desde el capelo hasta las sandalias, pasando por el amplio manteo que recogían en un brazo de forma elegante y con descuido; los admiró profundamente, pero no llegó a envidiarlos, pues su situación le pareció a Luis inalcanzable, bastante más que la del obispo de Ávila, al que había visto en la catedral en algunas celebraciones litúrgicas, que entonces le parecieron magníficas, pero que no serían comparables a las espléndidas ceremonias que se desarrollarían allí en San Pedro.

Sancho, por su parte, no sintió gran emoción al estar en la basílica. Es cierto que le habían impresionado sus dimensiones arquitectónicas y que percibió lo que significaba para la cristiandad, llegando a la conclusión de que aquello, cuando estuviera concluido, sí era una iglesia y no como algunas que había en Ávila; pero no le conmovió especialmente ningún sentimiento místico y no sintió nada al ver interesándose por las obras a clérigos y cardenales, a los que consideró como los protagonistas propios de aquel santo lugar.

Transcurrido un largo rato, don Jerónimo se levantó y les hizo una seña a sus acompañantes para que le imitaran y siguiesen. Los dos actuaron rápidamente y se colocaron uno a cada lado del canónigo, quien emprendió una visita del templo lenta y minuciosa. Al principio les daba todo tipo de explicaciones: la vida de los santos representados en las imágenes, de quiénes eran los sepulcros, advocaciones de la Virgen… Cuando se dio cuenta de que Luis y Sancho ya estaban cansados de oírlo, los dejó marcharse a la plaza, donde debían esperarlo. Él pasó más de media hora ante una escultura que le fascinó: se trataba de la Piedad, la obra que Miguel Ángel había esculpido años atrás y que desde que se mostrara al público constituía una de las imágenes más visitadas. El canónigo bendecía su suerte de que aún permaneciera allí, pues sabía que pronto la trasladarían a otro lugar más seguro, lejos de algún accidente que pudieran producir las obras. Don Jerónimo deseó decir una misa en aquella capilla, dentro de la basílica más importante de la cristiandad.

—Tal vez —pensó— el cardenal Del Olmo pueda arreglarlo.

Después oyó la misa que un cardenal decía en un altar lateral y salió al exterior, donde tardó en ver a los dos muchachos, que habían estado todo el tiempo yendo de un lado a otro, observando el trasiego de la plaza sin perder detalle. Habían visto pasar a cardenales en sus carrozas, a caballeros sobre corceles hermosos, a damas aristócratas con sus sirvientas, fieles, vendedores ambulantes, saltimbanquis, mendigos, peregrinos y… los guardias pontificios, a los que Sancho miró y remiró sin descanso para no perder detalle; observaba cómo andaban, cómo llevaban las armas, cómo hablaban… Don Jerónimo los encontró al fin y les preguntó qué habían hecho. Estaban en animada conversación cuando apareció Vincio con un carruaje, en el que subieron para dirigirse a la casa del cardenal Del Olmo.

Ese día también comieron solos y hasta la hora de la cena, como el día anterior, el canónigo no vio a su anfitrión. Durante la tarde, don Jerónimo había recordado el relato de Mateo sobre el saco de Roma y la forma en que él lo había vivido, pero no acertaba a explicarse cómo había llegado a ser cardenal después de pasar por coyuntura tan delicada en la corte pontificia, recibiendo un trato desconfiado del pontífice. Mientras cenaban comentaron la jornada en la basílica y al final de la colación don Jerónimo decidió plantearle a Del Olmo la cuestión a la que había estado dándole vueltas por la tarde y éste intentó explicársela:

—Cuando Clemente VII tuvo que capitular, muchos cardenales le hicieron el vacío, deseosos de mostrar al vencedor que si habían actuado como lo habían hecho se debió a exigencias del pontífice y no a su inclinación política… no le faltaron desaires al papa Médicis… Yo le seguí dispensando la misma consideración de siempre. Me identifiqué ante el virrey Lannoy, al que rogué que no olvidara nunca la dignidad que se merecía tan excepcional cautivo, y aproveché mi condición de español para facilitarle todo lo que estuvo en mi mano el trato con los vencedores… Fue algo que el papa no olvidó y que me agradeció dándome una mayor participación en su círculo de colaboradores. Desde entonces nuestro trato fue en aumento y llegué a gozar de su confianza en unos términos similares a los que disfruté con Adriano VI… Unos años después, en una ocasión muy señalada, llegó mi suerte… si a mi posición actual se le puede llamar suerte… Pero de eso hablaremos en otra ocasión… Ya os lo contaré.

Fuera, el aire de la noche, fresco y húmedo, anunciaba la llegada del otoño.