Ávila

La mortecina y titubeante luz de la vela que ardía en medio de la mesa no lograba iluminar la estancia, acentuando el ambiente de sigilo y secreto que flotaba en el aire. Gonzalo de Arce, de pie, apoyado en un rincón, era presa de emociones contrapuestas; deseaba estar muy lejos de allí y lamentaba haberse visto envuelto en aquellas circunstancias, de las que no sabía cómo liberarse; pero escuchaba con todo interés las voces quedas y vehementes de los que llenaban la habitación, mirando con atención las caras de los que estaban sentados alrededor de la mesa, lo único que la débil luz le permitía percibir con claridad, pues los que como él estaban de pie, repartidos por la habitación en torno a los sentados, eran masas de contornos poco definidos.

En especial, Gonzalo estaba fascinado por el particular embrujo que emanaba de la figura que dirigía la reunión, don Gaspar de Hercilla, un hidalgo al que había conocido a través de sus amigos, esos amigos cuya compañía tanto le criticaba su tío don Jerónimo de Arce, canónigo de la catedral; crítica que ahora Gonzalo encontraba justificada, pues lo que había empezado como reuniones de jóvenes irresponsables y disolutos se había convertido en conspiración y hablaban nada menos que de asesinato y magnicidio.

Gonzalo se apretó una mano contra el pecho mientras se pasaba la otra por la frente, tratando de aminorar la intensidad de sus emociones y aclarar el curso de sus pensamientos. Una vez más concentró su vista en don Gaspar, cuyos ojillos negros y pequeños, siempre brillantes y nunca quietos, se movían de uno a otro de los presentes para mantener captada su atención mientras les hablaba en voz baja con persuasión y energía. Gonzalo veía la encarnación del diablo en aquel hombre de cuarenta o cincuenta años, de aire frágil, cabeza pequeña, nariz afilada y boca de labios delgados, el superior perdido bajo un bigote grande, espeso y negro como la barba poblada que enmarcaba un rostro fino y alargado.

—Como ya sabéis —Gonzalo oía a Hercilla, que se dirigía a todos los presentes—, en este año de 1520 las cosas han llegado al límite. El rey y sus extranjeros venidos hace cuatro años nos han estado humillando y ofendiendo constantemente a los castellanos. Ya conocéis lo sucedido en las Cortes reunidas en Santiago de Compostela y trasladadas luego a La Coruña para que Carlos pudiera salir más fácilmente del reino, tras conseguir lo único que realmente le preocupaba: un servicio de cuatrocientos mil ducados con los que costearse los gastos de la coronación imperial, pues ha sido elegido emperador y antes de zarpar nos ofende con una nueva humillación, ya que nombra virrey de Aragón a don Juan de Lanuza y virrey de Valencia al conde de Mélito, don Diego de Mendoza, y en cambio, ¿a quién nos deja en Castilla? A un extranjero, pues designa gobernador al cardenal Adriano de Utrecht, uno de los primeros en llegar y de los más presurosos en enriquecerse, como han hecho tantos otros flamencos a costa de los sudores de los naturales del reino, apropiándose de los mejores puestos y prebendas de Castilla en detrimento nuestro, postergando a dignísimos varones… como sucediera con el arzobispado de Toledo, vacante por la muerte del cardenal Cisneros y para ocupar el cual ha nombrado a un muchacho de veinte años que ni siquiera ha venido de Flandes… Y encima piden cuatrocientos mil ducados, ¡como si no hubieran robado bastante y no se hubieran enriquecido con las rentas de los puestos que se han asignado! En particular ese Guillermo de Croy, señor de Chièvres… y Juan de Sauvage…

—Todos… Todos los que han llegado —le interrumpió bruscamente uno de los presentes, al que Gonzalo no tuvo necesidad de mirar para saber que era Luis de Acuña, pues reconoció la voz pese al tono bajo y emocionado de la misma; por eso no apartó la vista de don Gaspar y pudo percibir su disimulada sonrisa de satisfacción al escuchar las exclamaciones de bastantes de los presentes en apoyo del joven cuando añadió—: Son unos ladrones y desalmados que deben morir por sus robos y sus ofensas…

Hercilla empezó a sentirse satisfecho, pues el casi monólogo que había desarrollado a lo largo de la hora que duraba ya la reunión empezaba a dar sus frutos. Después de muchas reuniones como ésa, al fin lograba que aquellas mentes calenturientas juveniles vieran al nuevo rey llegado de Gante y a sus acompañantes como extorsionadores merecedores de la muerte.

—Esos dignos sentimientos que os embargan —continuó el hidalgo— os honran y gracias a ellos comprenderéis mejor lo que está sucediendo aquí en Ávila: estamos en los preludios de lo que será el momento glorioso de acabar con tanta injusticia mediante una sublevación general que expulsará a los extranjeros y a un rey que quiere ser emperador de lejanas tierras más que rey del reino más grande y glorioso de la tierra, y antes de que eso ocurra… —don Gaspar hizo una pausa para acentuar el efecto de sus palabras. Cuando comprobó el interés y la ansiedad reflejados en las caras de la mayoría de los presentes, continuó—: nosotros ganaremos la gloria de haber realizado el hecho más importante de esta lucha justa: poner fin a la vida del nuevo gobernador, Adriano de Utrecht.

Exclamaciones de asentimiento y emoción contenida convencieron a don Gaspar de que su auditorio estaba ganado para la causa y que los jóvenes actuarían incondicionalmente a sus órdenes. Sólo tendría que decirles cómo y cuándo, pero antes de hacerlo les dejó que hablaran entre ellos para que se desahogaran y estuvieran más receptivos, si cabía, cuando él volviera a hacer uso de la palabra para establecer las pautas del magnicidio.

Gonzalo trató de recordar ordenadamente las noticias y rumores que habían llegado a sus oídos en los últimos días y que circulaban por Ávila teniendo a la ciudad en una agitación inusual y con un desconocido bullicio producido por gentes procedentes de muchas ciudades castellanas. Recordó entonces que a principios de marzo, poco más o menos, había oído a su padre comentar con preocupación que la equivocada conducta del joven rey —que tenía unos veinte años, más o menos la misma edad que Gonzalo— había provocado malestar y descontento, generalizándose en gran parte de Castilla un movimiento de protesta que iniciaron Toledo y Segovia y secundaron Zamora, Toro, Ávila, Soria, Valladolid, Burgos, León y tantas otras ciudades.

Desde entonces los acontecimientos se precipitaron, y mientras el rey se afanaba en conseguir un subsidio abundante, las ciudades iban dando forma a su protesta. Cuando Carlos embarcaba el 25 de mayo en La Coruña para dirigirse a Bruselas y ser coronado emperador en Aquisgrán dejaba tras de sí un reino convulso y casi en pie de guerra.

Gonzalo sabía que Toledo estaba en franca rebeldía e incitaba a las demás ciudades a constituir sus propias comunidades, aunando esfuerzos para resistir la presión real y, llegado el caso, oponerse a los ejércitos de Carlos. Unos planes que favorecían los errores del gobernador, que fracasó al intentar castigar a Segovia por asesinar a dos alguaciles y al procurador Rodrigo de Tordesillas, que regresaba de las Cortes celebradas en Galicia, y se excedió en el castigo a Medina del Campo, incendiada por las tropas reales al negarse a prestar su artillería contra Segovia. Un incendio muy comentado y criticado, que subió aún más la temperatura de los ánimos castellanos, pues la ciudad estaba entonces en una de sus mejores etapas mercantiles, con relaciones y negocios saneados que proporcionaban pingües beneficios y que se vieron duramente afectados por las consecuencias de la represión ordenada por Adriano.

—Caballeros —los murmullos cesaron y todos volvieron su atención a don Gaspar—, como os decía, estamos en el umbral de algo importante. La animación creciente que veis en la ciudad se debe a una iniciativa de Toledo, que se ha puesto a la cabeza de las ciudades descontentas e invita a todas las comunidades a enviar delegados aquí, a Ávila, para organizarse contra el rey y los suyos, y hoy, 29 de julio de 1520, se ha constituido la Junta Santa, a quien los descontentos consideramos la máxima autoridad del nuevo orden al que aspiramos y será la que dirija la sublevación de las comunidades, si no se atienden nuestras justas peticiones.

Don Gaspar paseó su mirada por los presentes después de despabilar la llama de la vela. Vio expresiones de desconcierto o sorpresa, pues ninguno de los presentes acertaba a comprender por qué se refería a acontecimientos que todos conocían.

—Estos hechos han provocado que en Castilla haya dos autoridades que se consideran a sí mismas como legítimas y descalifican a la opuesta. Por un lado está la nuestra, la de nuestra Junta Santa, defensora de nuestros intereses tradicionales y justas reivindicaciones —decía con énfasis y firmeza el hidalgo— y por otro, la de Adriano y los suyos —en la expresión de don Gaspar había ahora desprecio y desdén—, defensores del rey Carlos y sus despóticos y abusivos derechos. Las dos autoridades buscan un refrendo que las legitime por encima de cualquier otra y eso hace pasar a primer plano a la hasta ahora olvidada y recluida soberana doña Juana.

—¿Qué puede hacer una pobre loca encerrada en un convento? Su servidumbre la mantiene prácticamente presa. No tiene tropas, no ha mostrado interés por el gobierno desde hace muchos años… En fin, por lo que sabemos, parece más un fantasma o un alma en pena que un ser real —era de nuevo Luis de Acuña quien alzaba su voz y preguntaba algo que estaba en la mente de todos, que seguían sin captar la finalidad de las últimas frases de Hercilla.

—En efecto, doña Juana está recluida en un palacio tutelado por las monjas clarisas del convento de Tordesillas, donde vive apartada o la mantienen apartada del mundo… pero es la reina —don Gaspar apoyó sus palabras con un golpe seco de su puño derecho sobre la mesa, cuyo ruido produjo un pequeño sobresalto entre muchos de los presentes; el mismo Gonzalo se estremeció—, y ahora que no está su hijo, quien consiga verse ratificado por ella habrá conseguido la legitimidad absoluta y la supremacía de su posición sobre todas las demás. En ese reconocimiento descansará el legitimismo de las acciones. Si lo consigue nuestra Junta, lo que Adriano y Carlos tachan de rebeldía será guerra justa contra el abuso y la extorsión. Pero si lo consigue Adriano, nosotros seremos para siempre traidores felones que merecen la muerte por sus graves delitos.

De nuevo había conseguido don Gaspar crear con sus palabras un clima tenso y expectante. Las caras de los jóvenes presentes denotaban haberse percatado de la importancia de la cuestión planteada por el hidalgo y esperaban ansiosos el desenlace de su exposición.

—Y aquí entramos nosotros, caballeros —con esta frase Hercilla buscaba incrementar todavía más el interés de los jóvenes y hacerles sentirse decisivos en el curso de los acontecimientos que se desarrollaban en el reino—. Sabemos que Adriano va a visitar a la reina en Tordesillas, en busca de su confirmación como gobernador y para que refrende con su firma las disposiciones en las que condena el movimiento de las comunidades… Nosotros lo impediremos. Acabaremos con su vida antes de que vea a la reina. Con la desaparición de Adriano la causa de Carlos se desmoronará, recibiendo el golpe de muerte cuando la Junta, que también va a ir a visitar a doña Juana, se vea justamente confirmada en su papel rector. Cuando eso ocurra, nosotros seremos los héroes, pues todos nos reconocerán como los que realizaron la hazaña decisiva en la liberación del reino matando al lugarteniente del tirano.

Un silencio sepulcral siguió a las palabras de don Gaspar. Ninguno de los presentes se atrevía a hablar, sobrecogidos por la trascendencia de una acción cuyas consecuencias nadie alcanzaba a imaginar, aunque todos se sentían complacidos pensando en el reconocimiento público que les reportaría. Una vez más, sus pensamientos se vieron interrumpidos por la voz del hidalgo:

—El plan es el siguiente: la escolta de Adriano no es muy numerosa. Su llegada a Tordesillas será un acontecimiento. Un grupo de curiosos, previamente comprado, formará un tumulto cuando la comitiva remonte el camino a la ciudad después de cruzar el río. Nosotros estaremos disfrazados entre los revoltosos, que procurarán dejar el camino expedito hacia el coche del visitante. La escolta pondrá especial atención en disolver a los reunidos y descuidará la vigilancia de Adriano, lo que aprovecharemos nosotros para llegar al carruaje y atravesar al gobernador con nuestras dagas. En cuanto tengamos conciencia de que lo hemos matado o herido mortalmente, huiremos hacia la villa, pues a pie por el campo seríamos presa fácil de la escolta una vez que se rehaga; en cambio, en cuanto atravesemos las puertas de Tordesillas, nos perderemos en sus calles y os conduciré a la casa de un amigo, que tiene un pasadizo por el que podremos salir al río, lejos de la villa, donde tendremos preparados caballos con los que pondremos rápidamente tierra de por medio…

Dicho en la forma que habían oído a don Gaspar, el plan parecía posible a los allí reunidos. Hercilla miraba una vez más a todos los presentes tratando de descubrir en sus miradas o expresiones el efecto causado por sus palabras. Lo que vio le tranquilizó, pues llegó a la conclusión de que ninguno de ellos había desconfiado de sus argumentos ni recelaba de la viabilidad del plan, pese a contener algunos elementos fantasiosos que hubieran hecho pensar a unas mentes más serenas que aquéllas, enardecidas por la habilidad de don Gaspar a lo largo de la reunión, que se alargaba en exceso.

Gonzalo había permanecido inmóvil todo el tiempo. Hundido en su rincón, la luz apenas le alcanzaba; don Gaspar casi no le veía, como tampoco veía a otros que estaban en posiciones parecidas, pero eso no levantó en el hidalgo ninguna inquietud, convencido de que todos los presentes pensaban al unísono; sin embargo, con Gonzalo se equivocaba. Las reservas y los temores del joven acabaron por poner distancia entre él y lo que allí estaba sucediendo, por eso fue el único que vio lo suicida del plan que acababa de exponer Hercilla. Era posible asesinar a Adriano aprovechándose de la sorpresa, si es que existían los provocadores del tumulto, pero… ¿la huida?… Eso era otra cosa muy distinta. La escolta cerraría contra ellos de inmediato y los alcanzaría antes de entrar en la villa, y luego eso del túnel… En su infancia había oído demasiadas leyendas y cuentos de túneles salvadores y de tesoros escondidos por los moros sin que nadie demostrara su veracidad, por lo que llegó a la conclusión de que el túnel no existía, ni la casa ni el amigo y en ese momento tuvo la sensación de que eran enviados a una empresa en la que no sólo moriría Adriano, sino también bastantes de ellos o todos. Pensó, además, que don Gaspar los utilizaba como instrumentos de no sabía qué oscura trama y sintió ganas de gritar y de advertir a sus amigos, pero pudo contenerse a tiempo y siguió tan quieto e inmutable como hasta ese momento. Sus pensamientos fueron interrumpidos por el hidalgo, que dijo:

—Debemos terminar. Os daré los últimos detalles de cómo atacaremos…

Pero Gonzalo ya no le escuchaba. Pensaba cómo escapar de aquella trama y advertir a sus amigos.

Terminada la reunión, don Gaspar invitó a los jóvenes a salir de la estancia donde se encontraban, indicándoles que volvieran a sus casas, que no comentaran con nadie lo hablado aquella noche y que estuvieran preparados, pues la acción era inminente. Los muchachos subieron por una angosta escalera hasta el patio de la casa de Hercilla y pasando al corral salieron a la calle por la parte posterior a una hora en que el alba empezaba a imponerse en el cielo, empujando hacia el oeste las sombras de la noche y anunciando un día claro, radiante y caluroso, propio del verano castellano. Gonzalo caminaba tratando de encontrar una solución al embrollo en que se encontraba, y al darse cuenta de la hora que era decidió encaminar sus pasos a la catedral para hablar con su tío Jerónimo, un hombre recto y sobrio, de juicio claro y certero. Al tomar esa decisión, el joven se sintió aliviado y su andar se hizo más firme y rápido. En su marcha pudo oír los gallos que anunciaban el nuevo día; los vecinos más madrugadores ya salían con sus animales y aperos para realizar algunas faenas antes de que el sol dejara sentir la fuerza de sus rayos; las puertas y ventanas de las casas empezaban a abrirse a medida que sus moradores se integraban a la vida cotidiana. Las campanas de la catedral anunciaban a la población la inminencia del comienzo de la primera misa del día. A los pocos minutos, Gonzalo desembocó en la plaza del templo mayor de la ciudad y vio a algunas mujeres solas o en grupos de dos o tres que se dirigían a oír misa. El joven Arce entró en la catedral y se sintió amparado por la suave penumbra que invadía el interior; se dirigió a la sacristía caminando muy cerca de la pared de una de las naves laterales para pasar lo más desapercibido posible.

—¿Ha llegado mi tío? —preguntó al sacristán, una vez que estuvo dentro de la sacristía.

El interpelado se volvió extrañado de encontrar allí a Gonzalo, a una hora nada usual para los jóvenes de su edad. Lo miró de arriba abajo y un gesto de desaprobación se dibujó en su rostro; un gesto que inmediatamente desapareció, pues el sacristán decidió no inmiscuirse, limitándose a contestar:

—¡Buenos días nos dé Dios! Sí. Vuestro tío ha llegado hace un rato y está donde suele trabajar habitualmente hasta el momento de decir su misa. Pasad si lo deseáis.

Gonzalo asintió con la cabeza en lo que podía ser una muestra de agradecimiento, saludo o despedida y se dirigió hacia una puerta lateral que daba acceso a un pasillo donde se abrían varias estancias. Al llegar a la altura de una de ellas el joven se detuvo, respiró profundamente y golpeó la puerta con los nudillos. Cuando oyó una voz que desde dentro autorizaba la entrada giró el pestillo y abrió, entrando en la habitación y cerrando tras de sí.

—¡Gonzalo! —exclamó con sorpresa don Jerónimo de Arce al ver a su sobrino.

Durante unos instantes ninguno de los dos dijo nada. Don Jerónimo se había puesto en pie, salió de detrás de la mesa donde leía aprovechando la luz que entraba por la ventana y observó fijamente al recién llegado, que con la vista clavada en el suelo no se atrevía a mirar al canónigo, quien volvió a dirigirse al joven:

—¿De dónde sales? ¿En qué pasos estás? ¿Te has fijado en tu aspecto? Tienes la cara desencajada… y esas ropas…

Gonzalo pensó que su aspecto debía de ser efectivamente lamentable. Había salido de su casa el día anterior, poco después de comer; la tarde la pasó con sus amigos en juegos y conversaciones; la noche empezó con vino en un mesón y acabó conspirando en un sótano de la casa de Hercilla. Antes de decir nada levantó por fin la vista del suelo y miró a su tío, un hombre delgado, de edad indefinida —desde que tenía uso de razón Gonzalo siempre le había visto igual—, envuelto en la ropa talar que sólo dejaba ver unas manos sarmentosas y un rostro enjuto, de piel oscura, sin barba ni bigote, de ojos grandes y negros, nariz aguileña y boca fina y recta; su aspecto denotaba una vida ascética y poco regalada; su conducta siempre había sido intachable, generosa y caritativa; los abulenses le consideraban un hombre sabio y entre ellos tenía cierta fama de santo.

—Necesitaba veros, tío… y hablaros.

—Sabes que no quiero que ni tú ni nadie de la familia se confiese conmigo… No quiero ni creo que deba conocer vuestras miserias, ya que vosotros no conocéis las mías… Si buscas confesión, ya te he recomendado varias veces que acudas al padre franciscano fray Pedro de Tormes, es un hombre bueno acostumbrado a…

El canónigo se calló al ver que su sobrino hacía gestos de negación con la cabeza.

—No vengo a eso, tío —dijo Gonzalo—. Escuchadme con atención, por favor, y decidme qué puedo hacer. En Castilla va a haber un magnicidio y, si alguien no lo remedia, mis amigos y yo seremos los magnicidas.

A don Jerónimo se le demudó el rostro y quiso estar seguro de lo que había oído:

—¿Qué estás diciendo?

—Oídme, os lo suplico…

Gonzalo refirió con todo detalle lo sucedido en casa de don Gaspar. Citó los nombres de los presentes, pormenorizó los detalles del plan magnicida y cuando concluyó, al cabo de un largo cuarto de hora, sintió su alma aliviada, su rostro se distendió y una extraña sensación de paz empezó a invadirle. Don Jerónimo no dijo nada durante unos segundos; al notar su silencio, Gonzalo le miró y vio en su rostro la desaprobación total de lo que acababa de oír. Por fin habló:

—¡Estáis locos, Gonzalo, locos! ¿Cómo se os ha podido ocurrir una cosa así? ¿Cómo escucháis a un resentido desequilibrado? ¿No os habéis dado cuenta de que se trata no sólo de un magnicidio, sino también de un sacrilegio, de un crimen de lesa majestad? El cardenal Adriano es un príncipe de la Iglesia que nuestro legítimo soberano… ¿me oyes?, legítimo soberano… —don Jerónimo se inclinó hacia su sobrino, que incapaz de sostenerse en pie más tiempo se había sentado en una silla— ha dejado como su legítimo representante…

—No nos parece tan legítimo, cuando gobierna en la forma que lo hace…

—Insensato y alocado jovenzuelo, ¿qué sabrás tú?…

—Lo dice todo el mundo, tío. Vos, como yo y como todos, veis lo que está pasando ahí fuera y lo que se prepara. Mi padre mismo está dispuesto a alzarse, como tantos otros de sus amigos…

—¡Calla! —y tras una pausa en la que se perdió en sus pensamientos, dijo, como si pensara en voz alta—: Sí, sé lo que está sucediendo en el reino… pero una parte importante de sus moradores no está dispuesta a secundar la revuelta y llegado el momento, tomará partido por el rey y los suyos… En vuestra obcecación, ¿no os habéis dado cuenta de que los más altos y claros varones se aproximan al gobernador y al Consejo Real? Además, a los súbditos no se nos ha concedido el derecho de juzgar a nuestros reyes… Eso es cosa de Dios y a Él le corresponde el último veredicto… No a unos jóvenes alocados que pasan el tiempo en tabernas y prostíbulos…

—Tío, por favor… —interrumpió Gonzalo.

—¿Me equivoco acaso? —don Jerónimo no esperó respuesta y volvió a preguntar—: ¿Cuándo es el día?

—No lo sé. Pero es inmediato, pues don Gaspar quedó en comunicárnoslo en breve… ¿Vais a ayudarme, tío?

—Pues claro, ¿cómo voy a cruzarme de brazos en una situación así?

—¿Qué podemos hacer?

—Tú no harás nada más que lo que yo te diga, Gonzalo… —el canónigo se interrumpió al oír llamar a la puerta y ordenó—: ¡Pasad quien sea!

La puerta se abrió suavemente y el sacristán asomó la cabeza para avisar:

—Don Jerónimo, es la hora de la misa…

—Voy enseguida —contestó y le despidió con un gesto. Cuando la puerta volvió a estar cerrada se dirigió a su sobrino—. Espérame aquí hasta que vuelva… arrepiéntete de tus pecados, mientras tanto… y pídele al Creador, como voy a hacerlo yo en la misa, que nos ayude a encontrar una solución.

Don Jerónimo salió de la habitación dejando la puerta cerrada y se dirigió a la sacristía para revestirse. Unos minutos después estaba en el altar de la capilla donde solía oficiar todos los días. Quienes le conocían bien advirtieron que sus rezos latinos y las lecturas eran más rápidos que habitualmente; su cara, sólo animada durante la consagración y la comunión, reflejaba una cierta expresión de ausencia, y en cuanto acabó la misa abandonó la capilla sin detenerse ni un instante; se quitó los vestidos sacros y volvió con su sobrino. Gonzalo, liberado de la tensión acumulada, sintió de golpe el cansancio de tantas horas de vigilia y se había quedado dormido, despertándose avergonzado y sobresaltado al oír el ruido que hizo su tío al entrar.

—Escúchame bien, Gonzalo. Como sabes, a la muerte de mi padre me encargué de una pequeña heredad a tres leguas de Ávila. Sus frutos me permiten socorrer a los pobres. Ahora están terminando algunas faenas de recolección. Te irás allí… enseguida, nada más salir de aquí… El pretexto será que yo te he encargado de que vigiles la cosecha, pues me pagan las rentas en especie… Volverás cuando acaben esas faenas y allí sólo quede Pedro y su familia… Pedro es mi arrendatario… Yo avisaré a tus padres —al ver el gesto de inquietud de Gonzalo le tranquilizó, añadiendo—: No temas, no les diré nada de lo que me has contado. Ya encontraré una solución… No podemos denunciar el plan, pues seríais todos detenidos y os condenarían a muerte… Por otra parte, si alguno de los implicados escapase y don Gaspar probablemente lo conseguiría, pues es un viejo zorro, te buscarían para matarte, por lo que no podrías vivir tranquilo… Es necesario dejar rodar las cosas hasta que los conspiradores no puedan desistir y entonces apresarlos… Ya se me ocurrirá algo. ¡Anda, vete!

Gonzalo se levantó y cuando estaba a punto de cerrar la puerta oyó a su tío que le llamaba para decirle:

—Será mejor que vayas a tu casa para que cojas una cabalgadura y digas a tus padres adonde te envío. Luego pasaré yo para confirmárselo.

Gonzalo asintió con la cabeza y cerró tras sí. Sus pasos se perdieron enseguida en el pasillo, dejando al canónigo sumido en sus pensamientos.

Don Jerónimo había llegado a la conclusión de que lo mejor era comunicar enseguida la conspiración a alguien del entorno de Adriano, alguien que fuera lo suficientemente templado como para esperar hasta el último momento y capaz de distinguir entre la acción de unos jóvenes sin seso y el director o directores de la trama, a fin de que no dieran un escarmiento innecesario entre aquéllos y buscaran las últimas conexiones del plan, pues estaba convencido de que no era idea exclusiva de don Gaspar de Hercilla, al que todo el mundo en Ávila consideraba peligroso y desquiciado, en particular cuando se refería a las excelencias de su linaje, un linaje que no le había legado más que un triste título de hidalgo y una heredad tan pequeña que siempre estaba alcanzado económicamente.

El canónigo recorría la habitación de un lado a otro. Decidió darse una tregua en su cavilar, se acercó a la ventana y miró hacia la plaza, paseando su vista descuidadamente por los transeúntes. De pronto concentró todo su interés en un hombre, al que seguía un lacayo, y exclamó en voz baja:

—Don Antón Vázquez Dávila… Ése puede ser mi hombre. Le veré cuando acuda a su casa a almorzar.

—Hacedme el honor de entrar en esta humilde morada, don Jerónimo.

Antón Vázquez había salido al zaguán de su casa al saber que el canónigo deseaba verle. Era un hombre de estatura media, bastante más joven que don Jerónimo, de pelo castaño que en forma de melena le caía hasta los hombros, ojos pardos, nariz recta, boca de labios no muy gruesos, mentón firme y hombros anchos.

—Gracias por recibirme, don Antón. No os robaré mucho tiempo…

El dueño de la casa condujo a su visitante a una estancia lateral, con ventana a la calle, en cuyas paredes había colgados un tapiz y algunos cuadros con escenas religiosas. Varias sillas, una mesa con un sillón en las proximidades de la ventana, un gran brasero apagado en el centro de la habitación y un recio arcón completaban el mobiliario de la pieza que don Antón utilizaba para recibir a las visitas y despachar sus asuntos. Le indicó al canónigo con un gesto que tomara asiento y él hizo lo propio. Entonces habló:

—¿A qué debo el honor de vuestra visita? ¿En qué puedo serviros?…

—Don Antón, nos conocemos desde hace tiempo, aunque en los últimos años nos hemos visto muy poco… —el canónigo vio el gesto de asentimiento de don Antón y se detuvo como poniendo en orden sus pensamientos—. Sé que sois un hombre de bien y estoy al corriente de vuestra postura en los acontecimientos que se avecinan… Pero vos conocéis al cardenal Adriano y a muchos de su entorno, ¿no es así?… —al ver un nuevo gesto de asentimiento de su anfitrión, añadió—: Le conocisteis hace tiempo, ¿tuvisteis entonces oportunidad de tratarle?

—Por una extraña e inesperada circunstancia estuve presente en la muerte del rey Fernando en una casona entre Zaraicejo y Madrigalejo. Eso ocurrió el 23 de enero de 1516, como recordaréis. Pero el día anterior había firmado su último testamento, dejando por heredera a su hija doña Juana y a sus descendientes; como nuestra infortunada reina es incapaz de gobernar por sí, designó a su nieto Carlos, nuestro actual soberano, gobernador general de todos sus estados, cambiando así su decisión de favorecer en el orden sucesorio a su segundo nieto, Fernando. Eso era lo que quería Adriano, enviado desde Flandes para que tomara las riendas del gobierno en España a la muerte de don Fernando y en tanto llegaba don Carlos. Pero no hubo lugar, pues mientras llegaba su nieto, el rey difunto dejaba como gobernador o regente de Castilla al cardenal Cisneros, a cuyo séquito pertenecí en un puesto muy secundario hasta que le llegó la muerte el 8 de noviembre de 1517. Es cierto que no estuve permanentemente a su lado, pues asuntos de mi familia reclamaron mi presencia aquí en varias ocasiones, pero tuve oportunidad de conocer la Corte, sus componentes y sus entresijos. Y allí conocí a Adriano.

—¿Cómo fue eso y cómo es él? —inquirió el canónigo.

—Adriano Florencio Boeyens, preboste de Utrecht, deán de Lovaina, preceptor de don Carlos, luego obispo de Tortosa y actualmente cardenal, siguió en Castilla a la muerte del rey Fernando como embajador de don Carlos —don Antón se recostó en su silla, hizo una pausa recordando la figura ascética del cardenal, cuya cabeza siempre le había parecido majestuosa, de pelo escaso, ojos penetrantes, labios delgados, en particular el de arriba, y con unas arrugas en las comisuras que suavizaban su expresión y podían convertirse en unos hoyuelos graciosos cuando reía, lo cual hacía escasamente; luego continuó hablando—. De hecho, el cardenal Cisneros le tenía asociado al gobierno y colocó en sus proximidades a varios servidores para que espiasen todos sus movimientos y le informaran de lo que hacía.

»En ese tiempo yo pude observarle a placer, pues lo veía con frecuencia. No me pareció el hombre adecuado para la situación. De carácter débil e indeciso, se distinguía por su talante caritativo y ahora le tenemos como ejecutor de las desafortunadas órdenes de nuestro joven rey… ¡tan distinto al rey Fernando! —el anfitrión dijo esta última frase con un deje de añoranza y continuó con una pregunta—: ¿Vos lo conocéis? —y al ver la negativa del visitante, continuó:

»Por su comportamiento entonces me pareció un hombre discreto que se dejó aconsejar por los que estaban a su alrededor para no empeorar las relaciones con Cisneros y conocer mejor a los castellanos. En esto desempeñaron un papel importante dos de los colaboradores que puso junto a él nuestro cardenal.

—¿Quiénes eran? —preguntó don Jerónimo con interés.

—Uno era ya anciano y me parece que ha muerto. El otro era un clérigo joven, espigado, de rasgos finos y mirada inquisitiva… Mateo del Olmo me parece que se llamaba… Sí, ése era su nombre. El tal Mateo era especialmente hábil en el juego cortesano y pienso que al tiempo que informaba a Cisneros de los actos y planes de Adriano hacía lo mismo con éste respecto a aquél. Por eso tuvo muy pronto un lugar de privilegio en el círculo de Adriano y todavía sigue a su servicio. Yo siempre tuve buen trato con él.

—Os pregunto estas cosas porque necesito que me hagáis un gran favor, don Antón.

—Si está en mi mano, contad con él, don Jerónimo.

—Veréis. Por razones que os ruego me permitáis callar, necesito acudir a alguien del séquito del cardenal, alguien que sepa discernir la importancia de las cosas, pues he de confiarle un asunto de gravedad, que si se resuelve bien redundará también en su propio beneficio.

—Mateo del Olmo era un gran observador; difícilmente se le ocultaba algo y era bastante discreto y ponderado en sus actos. Tal vez sea la persona que necesitáis. Pero no puedo garantizaros nada. Además, ha transcurrido tanto tiempo… Aunque no la necesitáis por vuestra condición, si lo deseáis puedo daros una carta para él.

—Os lo agradecería, don Antón, pues aunque Mateo del Olmo puede salir beneficiado del asunto, en realidad a lo que voy es a pedir algo… por eso, los avales me vendrán bien.

—Aguardad unos instantes. Os la escribo ahora mismo y os la podréis llevar.

Don Antón se levantó de la silla y se dirigió a la mesa, sentándose en el sillón y tomando papel de uno de los cajones. Luego comprobó que la escribanía, que estaba sobre la mesa, contenía tinta y salvadera y se puso a escribir con parsimonia, pensando cada una de las frases que trasladaba al papel. Al cabo de unos minutos concluyó, roció las líneas con salvadera y cuando estuvo seguro de que ya estaba la tinta seca se la acercó a don Jerónimo para que la leyera, quedándose de pie delante de él. El canónigo leyó la carta, donde don Antón con habilidad había deslizado varios anzuelos en los que atrapar al destinatario: empezaba por lamentar el tiempo que hacía que no gozaba de su trato y le felicitaba por los éxitos obtenidos en su promoción al lado del cardenal; luego lamentaba la dificultad de los tiempos y los males que según todos los indicios se avecinaban. Por último, le hablaba de don Jerónimo, diciéndole que le iba a proponer un asunto del que pensaba que si se resolvía bien habría beneficios para todos, especialmente para él; concluía pidiéndole que atendiera a don Jerónimo y pusiera todo su empeño en la cuestión que éste iba a plantearle.

—Me parece muy bien. Os lo agradezco de veras. ¿Tenéis idea de dónde puede estar Mateo ahora?

—Estará, sin duda, junto al cardenal y como éste quiere ver a doña Juana, según parece, los encontraréis en Valladolid o muy cerca de allí.

—Partiré enseguida. Una vez más, gracias.

Don Jerónimo se había puesto en pie y se dirigió hacia la puerta. Don Antón le seguía y cuando estuvieron en el zaguán, el dueño de la casa habló:

—Tranquilizadme, don Jerónimo, y decidme que no estoy haciendo nada que vaya en perjuicio de los comuneros; yo estoy convencido de las razones que les inducen a actuar como lo hacen y, además, tomaré partido por ellos abiertamente. Por eso no quisiera que la ayuda que le presto se volviera contra nosotros.

—Perded todo cuidado, don Antón. Ya os he dicho que me hacéis un enorme favor por la información que me habéis dado y lo que ella significa para mí y mis intereses, no por la materialidad de vuestros actos, ya que a la postre no habéis hecho más que recibirme y darme una carta de presentación para alguien que muy pocos conocen. Estad tranquilo. Nadie podrá culparos por algo tan simple. Por el contrario, tenéis mi agradecimiento eterno por esto que habéis hecho. Tal vez algún día pueda contaros las razones que me han impulsado a venir en busca de vuestra ayuda. De momento, puedo deciros que vuestra hombría de bien reprobaría lo que yo trato de evitar. ¡Quedad con Dios, don Antón! Y gracias otra vez.

—¡Qué Él os acompañe, don Jerónimo!

Tal y como dijera a Vázquez Dávila, el canónigo Arce, con uno de los acólitos mayores de la catedral por toda compañía, se puso de inmediato en camino hacia Valladolid, pues se rumoreaba que el viaje de Adriano a Tordesillas era inminente. Iba con su acompañante en sendas cabalgaduras y llevaban algunas provisiones por si se producían contingencias de fuerza mayor en el viaje; con el afán de pasar lo más desapercibido posible durante el trayecto y su estancia en Valladolid, don Jerónimo había decidido viajar a marchas forzadas y buscar la ayuda de su amigo Pedro Martín, sacerdote de la iglesia de San Pablo, al que había conocido cuando ambos hacían sus estudios eclesiásticos, congeniando rápidamente con él y naciendo entre ambos una gran y desinteresada amistad; al recibir la ordenación sacerdotal se separaron y desde entonces habían mantenido un contacto más o menos esporádico, pero siempre cordial y afectuoso. Don Jerónimo quería que le sirviera de intermediario con Mateo del Olmo y les preparara una entrevista en lugar discreto.

El ama de llaves oyó golpes en la puerta de la calle y envió a la criada a abrir. Instantes después volvía la muchacha diciendo que un canónigo de Ávila deseaba ver a don Pedro Martín. El ama acudió presurosa a la entrada, se presentó a don Jerónimo y al tiempo que los conducía a él y al monaguillo a una estancia de la planta baja ordenó a un mozo que llevara las bestias al corral, les quitara los arreos y les diera de comer y beber. Luego entró con don Jerónimo en la estancia y le indicó que su amo no estaba, pero que no tardaría mucho en llegar. Preguntó el canónigo:

—¿Podemos esperarlo aquí?…

—Por supuesto que sí. Tomad asiento, os lo ruego —dijo el ama—. Vendréis cansados del viaje. ¿Queréis comer algo?

Al monaguillo se le iluminó la cara. Los tres días que había durado el precipitado viaje le habían resultado eternos; tenía el cuerpo dolorido por las largas jornadas que había pasado a lomos de su cabalgadura; por las noches caía como un leño en los jergones que les facilitaron en apartadas ventas, levantándose al día siguiente con las articulaciones entumecidas; por si fuera poco, la frugalidad en el comer de don Jerónimo le hizo pasar hambre permanente durante el viaje. La oferta del ama, una mujer oronda y bonachona, le sonó al chico como música celestial, pero su alegría duró un instante, pues el canónigo respondió:

—No deseamos nada ni queremos molestar. Gracias.

—No es molestia. Vienen de lejos y tienen aspecto de cansados. Conviene que reparen sus fuerzas.

—Dadnos entonces un poco de agua.

El ama salió presurosa de la habitación meciendo alegremente su pesada humanidad, anunciando que volvería enseguida.

Don Jerónimo paseó su vista por la estancia de forma rectangular y le agradó su austeridad. En ella no había más que dos sillones, una pequeña mesa, un banco de madera con cojines en una de las paredes más largas y en la de enfrente un armario, que se notaba algo desvencijado. La luz entraba por la ventana abierta al patio y una cruz desnuda, pintada de negro, presidía la estancia colgada en la pared opuesta a la entrada. El monaguillo se sentó en el banco para recuperar sus disminuidas fuerzas. El canónigo paseaba lentamente de un lado a otro, absorto en sus pensamientos.

Unos minutos después reaparecía el ama con una bandeja en las manos, que dejó encima de la mesa. Traía en ella dos jarros y dos vasos, un pedazo de pan y otro de queso. Al entrar informó:

—Traigo el agua que me ha pedido y también un poco de leche fresca. Os vendrá bien para reponeros algo. En cuanto a ti, perillán —se dirigía riendo al monaguillo—, he visto antes tu cara y te traigo pan y queso. Toma y come.

No fue necesario insistirle, pues se levantó como movido por un resorte y se abalanzó sobre lo que le ofrecía la mujer, diciéndole:

—¡Que Dios os lo pague, señora! Estoy seguro de que os lo recompensará, pues estáis haciendo una de las más grandes obras de caridad: dar de comer al hambriento y ahora mismo… yo soy el más hambriento de este mundo.

De nuevo la risa cantarina y contagiosa del ama llenó la estancia, mientras don Jerónimo miraba sorprendido al monaguillo, que ya había empezado a devorar con rapidez el pan y el queso y se llenaba un vaso de leche.

—Sentaos y descansad, señor. Voy a enviar aviso a don Pedro de que estáis aquí, para que vuelva lo antes que pueda.

El ama los dejó solos. Don Jerónimo se acercó a la mesa y se sirvió agua en uno de los vasos, que arrimó lentamente a sus labios, bebiendo con calma y a pequeños sorbos. Cuando terminó, volvió a sus lentos paseos por la estancia. Al rato se dio cuenta de que el monaguillo se había dormido, con una expresión de placidez en su cara. Finalmente, el canónigo se sentó en una de las sillas.

Cansado, absorto en sus pensamientos, don Jerónimo perdió la noción del tiempo, volviendo de su ensimismamiento cuando se abrió la puerta y apareció un hombre con ropa talar, la teja en una mano, apartándose el manteo con la otra para poder andar sin traba, de cuerpo robusto, cabeza redonda y facciones grandes y expresivas. Todo en él denotaba vitalidad. Era Pedro Martín.

—Jerónimo de Arce, mi querido amigo. Hoy me hacéis doblemente feliz, pues os veo y os tengo en mi casa…

El monaguillo despertó bruscamente sin saber dónde se encontraba, mirando sobresaltado a los dos hombres que se abrazaban; poco a poco se fue situando en la realidad y, ya plenamente recobrado, compuso el gesto y se sentó con las piernas juntas, las manos sobre el regazo y la cabeza suavemente inclinada hacia el suelo: le parecía que era una postura digna y respetuosa.

—Querido Pedro, a mí también me alegra veros y os agradezco vuestra hospitalidad… Tendréis que perdonar que mi visita, tantas veces prometida y nunca cumplida, se deba a asuntos diferentes a nuestra amistad… y tendréis que perdonarme también que os pida ayuda sin daros las razones que me impulsan a ello…

—No tengo nada que perdonaros —contestó el anfitrión, que en esos momentos reparó en el chico—. ¿Quién es este joven? ¿Sobrino vuestro, tal vez?

—No. Es un acólito de la catedral de Ávila, que me ha acompañado en el viaje.

—Si os parece le envío con el mozo y hablaremos con más tranquilidad.

El canónigo asintió. Don Pedro se dirigió a la puerta, llamó al mozo, le encomendó al muchacho y, tras cerrar de nuevo, dijo a su amigo:

—Contadme a qué se debe la dicha de que me visitéis.

—Como os decía, por razones que debo callar necesito ver a una persona del séquito del cardenal Adriano. Un amigo de Ávila me ha dicho que quien mejor puede atenderme es Mateo del Olmo, un clérigo como nosotros, que le acompaña desde que llegó a Castilla, prácticamente, y ahora es un personaje importante del círculo del cardenal…

—El cardenal está aquí en Valladolid; quiere ver a doña Juana, recluida en Tordesillas como sabéis. Ya ha enviado emisarios pidiéndole audiencia, sin conseguir otra cosa que respuestas dilatorias. Se rumorea que está decidido a forzar las cosas y que irá en persona e inmediatamente a presentarse a la soberana para rogarle que firme con él los decretos de condena del movimiento de las comunidades… ¿A quién habéis dicho que queréis ver? Todo el séquito del gobernador está aquí en la ciudad.

—Necesito hablar a Mateo del Olmo. Es uno de los colaboradores más directos de Adriano, al que acompaña siempre. ¿Sabéis quién es?

—No… Pero me lo imagino, pues, efectivamente, siempre hay un clérigo cerca de él, al que habla y da órdenes con frecuencia. Será fácil cerciorarse de quién es y pedirle audiencia.

—Escuchad, mi buen Pedro, yo no puedo hacer eso. Mi visita quiero que pase lo más desapercibida posible… Por eso os necesito para mi plan. ¿Estáis en disposición de ayudarme?

—¿Acaso lo dudáis? Pues claro que sí. Decidme.

—Traigo una carta para él —don Jerónimo la sacó de entre sus vestiduras y la mostró a su interlocutor sin dársela—. Me gustaría que fuerais a verle y se la entregarais, pidiéndole que la lea en vuestra presencia por si hay respuesta. Estoy casi seguro de que la habrá y, si es así, os ruego que concertéis una entrevista entre él y yo en un sitio discreto y apartado.

—Dadlo por hecho, querido amigo. Si os parece, iré ahora al alojamiento del tal Mateo del Olmo, le entregaré la carta y, si ha lugar, concertaré vuestra entrevista para mañana.

—Bien. ¿Podéis indicarme un alojamiento apropiado donde aguardar hasta mañana?

—Seréis mi invitado y, si lo tenéis a bien, mi casa será el lugar de vuestra reunión. Así no tendréis que salir a la calle y nadie os verá.

—Pero yo no quiero causaros ninguna molestia, Pedro…

—¿Molestia decís? Vuestra visita me produce una gran alegría y tenemos muchas cosas que contarnos desde la última vez que nos vimos. Os quedaréis aquí. Está decidido. Daré al ama instrucciones para que prepare unos cuartos. Volveré en cuanto cumpla vuestro encargo.

Don Pedro recogió la carta que don Jerónimo le tendía significándole otra vez su agradecimiento y salió cerrando tras sí. El canónigo volvió a quedarse solo. Al rato apareció el ama y le indicó que la siguiera, que le iba a mostrar sus habitaciones. Salieron al patio, donde aguardaba el monaguillo con el mozo, y subieron al primer piso. El ama abrió una habitación y le dijo al canónigo:

—Esta será la vuestra. La siguiente es la del chico. Vuestras cosas ya están ahí, donde encontraréis también lo necesario por si deseáis lavaros. Si queréis descansar hasta que vuelva don Pedro o hasta la hora de la cena, hacedlo tranquilamente.

—Señora, una vez más gracias por vuestra hospitalidad. Avisadme, por favor, cuando vuelva don Pedro.

—Señor —era el monaguillo quien hablaba—: ¿Puedo marcharme yo con el mozo, si no me necesitáis?

—No te necesito, Miguel. Vete si quieres. Pero no enredes.

Don Jerónimo vio bajar la escalera al ama y a los dos muchachos en animada conversación y entró en la habitación dispuesto a asearse un poco y a esperar a su amigo, que tardó más de lo previsto y no regresó hasta la puesta del sol.

—Efectivamente, Jerónimo, era quien me había figurado —don Pedro empezó a hablar a toda prisa en cuanto vio a su huésped entrar en la habitación donde se habían reunido horas antes—. Cuando llegué a su alojamiento me dijeron que no estaba ni sabían cuándo volvería, así que decidí esperarlo. Ha llegado hace un rato y le abordé antes de que entrara en su aposento. Le di vuestra carta, que leyó varias veces, y tras pensar un rato me preguntó que dónde estabais, le di la información requerida y consintió en reunirse con vos mañana aquí en mi casa. Pasará muy temprano, antes de incorporarse a sus funciones cerca del cardenal. Podéis usar esta misma habitación…

—Bien. Os agradezco la gestión.

—Ahora, querido amigo, vayamos a cenar y a hablar de nuestras cosas…

Don Pedro cogió del brazo a su antiguo compañero y le guio hasta la estancia donde el ama había dispuesto la cena. La frugalidad de don Jerónimo quedó una vez más de manifiesto, una frugalidad que don Pedro conocía bien y le reprochó entre bromas y bocados, pues el apetito del anfitrión corría parejo con su locuacidad. La sobremesa se alargó mucho tiempo, ya que ambos amigos no sólo se pusieron al corriente de sus vidas, sino también comentaron tiempos pasados y tuvieron sus reflexiones sobre las circunstancias que vivía Castilla en aquellas fechas.

Don Jerónimo había pedido que le avisaran al amanecer si para entonces no se había despertado. Rezó como tenía por costumbre antes de dormir y se metió en la cama sintiendo un enorme cansancio. El sueño le sorprendió enseguida, mientras pensaba por enésima vez lo que iba a decirle a Mateo del Olmo.

Cuando el mozo tocó en la puerta de su habitación para anunciarle que amanecía, el canónigo llevaba ya un rato despierto, sumido en los mismos pensamientos que cuando se durmió. Se levantó, se aseó, terminó de vestirse y descendió al patio, donde el ama, sonriente y solícita, le avisó que ya tenía preparado el desayuno, le informó que don Pedro se había marchado a la parroquia para decir la primera misa del día y le preguntó si era necesario llamar al monaguillo. Don Jerónimo dijo que no lo necesitaba, que lo dejaran dormir, y del copioso desayuno que el ama había preparado sólo tomó un pedazo de bizcocho y agua. Después se encaminó a la habitación de la cita. Se sentó en una silla y esperó.

No había pasado mucho tiempo cuando se abrió la puerta y el ama, en esta ocasión seria y solemne, le anunció que había llegado la visita que esperaba. Se hizo a un lado y entró en la estancia un hombre de unos veinticinco años poco más o menos, espigado, de movimientos ágiles y mirada inquisitiva.

—¡Buenos días nos dé Dios! ¿Don Jerónimo de Arce? —preguntó.

—Así es. Y vos seréis don Mateo del Olmo, ¿no?

—En efecto —respondió el recién llegado—. Don Pedro me entregó la carta de don Antón Vázquez y me informó de vuestro interés en hablar conmigo sobre cierto asunto importante —el canónigo asentía a lo que Mateo iba diciendo—. Como no tengo demasiado tiempo, os ruego que vayamos directamente al grano…

—Me parece bien… —don Jerónimo le indicaba una silla para que se sentara, mientras él hacía lo mismo en otra; cuando estuvieron acomodados, le espetó de golpe—: Señor, he tenido noticia de una conspiración para asesinar al cardenal Adriano…

El efecto de la frase fue inmediato. Mateo miró con interés redoblado a su interlocutor, quien a su vez también lo miraba fijamente. Así permanecieron unos instantes hasta que Del Olmo rompió el silencio:

—Eso que decís es muy grave, pero no me sorprende en exceso. La verdad es que ese tipo de noticias no son nuevas… también se habló en varias ocasiones del asesinato del gran canciller Juan de Sauvage. Pero he de confesaros que no esperaba una cosa así, pues el cardenal fue aceptado por todos cuando nuestro rey le designó como gobernador en su ausencia… y su muerte no resolvería nada tal y como están las cosas…

—Según mis noticias —continuó don Jerónimo—, el atentado se producirá cuando el cardenal esté llegando a Tordesillas, a las puertas de la ciudad. El plan no sé si se debe a varias personas o solamente a don Gaspar de Hercilla, un hidalgüelo de tres al cuarto, viejo y enloquecido, que muy bien puede buscar por estos medios la fama que le ha negado su linaje… le sigue un grupo de jóvenes, ocho o diez, a quienes ha comido el seso con ideas de grandeza y que actuarán aprovechando el tumulto causado por un grupo colocado entre los que observen el cortejo a la entrada de la villa.

—Desgraciadamente, no tenemos tiempo para actuar. El cardenal se propone ir mañana a ver a nuestra soberana, lo cual ha trascendido, y se sabrá a muchas leguas a la redonda. Localizar ahora a ese Hercilla, detenerlo y hacerle confesar sus planes y sus cómplices es imposible… —Del Olmo hablaba con un tono de gran preocupación—. Si aumentamos la escolta, los conspiradores notarán algo raro y no actuarán, con lo que el atentado podría posponerse para otra ocasión y el peligro seguirá latente…

—Hay una solución —insinuó el canónigo.

—¿Cuál? —preguntó de inmediato su interlocutor.

—¿Gozáis de la confianza del cardenal? —preguntó don Jerónimo, y al ver el gesto de asentimiento de Mateo continuó—: Decidle que habéis tenido noticias de que se fragua un atentado contra él y que para descubrirlo no debe cambiar sus planes, pero sí atrasarlos. Dad publicidad a la hora en que el cardenal se dispone a salir hacia Tordesillas. Colocad los carros bien a la vista de todos, para que vean subir al suyo al cardenal y haced una jornada hasta Simancas, donde podréis pernoctar, tomando la precaución de meter los carruajes en el patio de la fortaleza. Al día siguiente, que salgan a la hora prevista los carruajes del señor Adriano y de sus acompañantes con la escolta habitual o incluso algo más reducida, pero saldrán vacíos, pues nadie se subirá a ellos y nadie lo sabrá, pues en el patio de la fortaleza los carros están fuera de la vista de los del exterior, y llevarán las cortinillas corridas para que no se pueda ver su interior. Cuando lleguen a Tordesillas, la escolta no tendrá que preocuparse de proteger a nadie y sí de capturar a los asaltantes, sobre todo a ese Hercilla. Tres horas después de salir el señuelo, el cardenal podrá iniciar su camino hacia Tordesillas, adonde llegará sin obstáculos…

—¿Cómo puedo estar seguro de la existencia de la conspiración? —preguntó Mateo, cuya preocupación no había desaparecido.

—No podéis estarlo porque yo tampoco lo estoy —respondió don Jerónimo—. La certeza de estas cosas no se tiene hasta que suceden. Sin embargo, debéis pensar que he venido a toda prisa desde Ávila para avisaros… algo que no hubiera hecho si no temiera que el plan es bastante más que una simple habladuría, como sucedía en el caso de Sauvage. Por otra parte, si ponéis al corriente al cardenal y le pedís autorización para tomar las medidas que creéis necesarias, si no ocurre nada habrá sido un exceso de celo siempre laudable y si ocurre, os estará agradecido, pues le habréis salvado la vida. Como veis, no tenéis nada que perder en ambos casos…

—Tal vez tengáis razón… y lo que proponéis es sensato… Bien, he de irme. Lo comentaré con el cardenal y organizaré su marcha como decís.

Mateo del Olmo se levantó y se dirigió hacia la puerta. Don Jerónimo se levantó también y lo detuvo diciéndole:

—Sólo un momento más, pues… mi información tiene un precio. Mateo se volvió con cara de sorpresa.

—Sí —continuó don Jerónimo—. No quiero que haya una matanza de jóvenes alocados que actúan como conspiradores… Os ruego que pongáis al frente de la escolta del señuelo a un hombre de vuestra confianza, al que podáis dar los pormenores de lo que se prevé y le indiquéis que sus hombres dispersen a esos jovenzuelos con unos cintarazos y que carguen contra el responsable, el tal Hercilla, que es el peligroso. Los demás, en cuanto vean el peligro huirán, en desbandada y saldrán escarmentados.

—Pero yo no sé si eso será posible, don Jerónimo. En el fragor de una acción hay muchos factores que no se pueden controlar…

—Es mi condición, don Mateo. O eso o corro la voz de que el viaje del cardenal es una trampa para que los conspiradores desistan… Lo que ocurra después será responsabilidad vuestra…

—Está bien. Haré lo que pueda.

—Eso no me basta —don Jerónimo retenía fuertemente por el antebrazo a Del Olmo, que se había dirigido de nuevo hacia la puerta; mirándolo fijamente a los ojos, continuó—: Os exijo que juréis que vais a hacer todo lo que está en vuestra mano, que no es poco, para que el lance se resuelva como deseo.

—Os lo juro, don Jerónimo. Os lo juro —contestó Del Olmo tras unos instantes.

—Pues id con Dios.

El canónigo soltó a su interlocutor, que se dirigió hacia la puerta. Con la mano en el pestillo se volvió para preguntar:

—Y vos, ¿qué haréis?

—Me vuelvo a Ávila ahora mismo. Cuanto menos se note mi ausencia, mejor.

—Bien. No las esperéis de inmediato, pero tendréis noticias mías. Quedad con Dios, don Jerónimo, y gracias por vuestros avisos.

El canónigo hizo un además de despedida y Del Olmo salió, cruzándose con don Pedro que regresaba a casa una vez concluida la misa y saludándole sin detenerse. El sacerdote fue en busca de su amigo para preguntarle cómo había ido la conversación. Le bastó ver la cara a don Jerónimo para saber que estaba satisfecho con lo sucedido y eso le tranquilizó:

—Buenos días, querido amigo. ¿Qué tal ha ido?

—Bien, bien, mi buen Pedro… ¿Cómo agradeceros vuestros desvelos y ayudas?

—No tenéis que agradecerme nada… Me ha hecho muy feliz teneros en mi casa.

Los dos amigos siguieron hablando un rato. El visitante advirtió su inmediata marcha; las protestas del anfitrión no le hicieron desistir y cuando el sol iniciaba su descenso, pasadas las horas de más calor y aprovechando la mayor duración del día, don Jerónimo y el monaguillo emprendían el retorno a Ávila con la misma rapidez con que habían hecho la ida.

En su casa, sentado en un sillón detrás de una mesa, en la habitación donde solía retirarse a trabajar, a preparar sus sermones y hacer sus lecturas, don Jerónimo miraba la carta que le había sido entregada unos minutos antes por un emisario. Le había dicho que se la enviaba don Mateo del Olmo. El canónigo despidió al correo, desdobló la misiva con cuidada parsimonia y, sin leerla aún, miró la fecha: 7 de julio de 1522. Habían pasado casi dos años desde que se conocieran en Valladolid. Arce se levantó y dio varios pasos por la estancia, parándose ante la ventana, abierta al huerto de la casa donde unos árboles frutales y unas hortalizas apuntaban ya sus jugosos frutos en aquel verano castellano, luminoso como de costumbre, pero con funestos presagios en el ambiente, pues si la guerra de las Comunidades había terminado, una nueva guerra contra Francia acababa de empezar.

Desde que su sobrino le implicara directamente en el conflicto, el canónigo abulense había seguido con todo interés el desarrollo de los acontecimientos que tuvieron lugar entre los castellanos y su rey don Carlos I, conocido en Europa como el emperador Carlos V. A pesar de que meditó mucho sobre las noticias que le llegaban y los hechos que iba conociendo, no llegó a encontrar la clave última del conflicto. Demasiados intereses en juego, demasiadas piezas moviéndose para que las entendiera un hombre como él, que frecuentemente se perdía en los conflictos que surgían entre sus compañeros de cabildo y el obispo; unos conflictos en los que lo dejaban al margen, pues habían desistido de ganarlo para su causa. Sólo le interesaba la vida pastoral, sus actos caritativos y sus devociones, todo con el decidido afán de ser útil a sus congéneres, lo que le hacía realmente singular y le distinguía del resto del cabildo, de intereses y apetencias más mundanas.

Con la mirada perdida en el cielo azul del levante, que ganaba intensidad a medida que el sol se acercaba a su ocaso, don Jerónimo recordó su precipitado viaje a Valladolid a finales de julio y primeros de agosto de 1520. Cuando regresó a Ávila supo que la Junta Santa celebraba sus reuniones en la catedral para definir sus fines y establecer contactos, que el nombramiento de presidente de la misma había recaído en don Pedro Lasso de la Vega, un caballero toledano, y el de capitán general de las tropas comuneras en don Juan de Padilla, también toledano. Recordaba que don Carlos, para contrarrestar los éxitos comuneros, asoció al gobierno del cardenal Adriano al almirante don Fadrique Enríquez y al condestable don Íñigo de Velasco, esperando que su prestigio y ascendencia calmaran los ánimos. Sin embargo, la tensión siguió en aumento y los hechos se hicieron irreversibles cuando Padilla y otros jefes de milicias, como Bravo, de Segovia, y Maldonado, de Salamanca, se presentaron en Tordesillas y fueron recibidos por doña Juana, quien a finales de septiembre ratificaba su apoyo a las ciudades. Esto pareció fortalecer a la Junta Santa, pero cometió el error de enviar unos emisarios con una carta de agravios al emperador y éste los desconsideró negándose a recibirlos al tiempo que accedía a varias de las peticiones de los comuneros, que conocía por los puntuales informes de Adriano. A partir de entonces, al canónigo le pareció que el bando comunero perdía cohesión y se diversificaba en intereses, mientras el bando realista se consolidaba cada vez más. En efecto, el primero, que había empezado por ser un movimiento municipal, sólo contemplaba a los directores de los municipios, dominados mayoritariamente por oligarquías de caballeros, cuyos intereses se contraponían a los de la alta nobleza y no se preocupaban mucho del resto de los habitantes del municipio que estaban por debajo de ellos en la escala social; por otra parte, no pocas ciudades querían utilizar las comunidades para librarse del régimen señorial que las subordinaba a la autoridad de un señor, como era el caso de Palencia, Dueñas o Nájera; además, muchas ciudades que empezaron siendo comuneras, por rivalidades internas abandonaron, como sucedió con Valladolid y Burgos, otras cambiaron de bando y proclamaban su fidelidad al rey, como sucedió con varias andaluzas, y antes de que acabara el año se registraron también sonadas deserciones en el bando comunero, como la de don Pedro Girón, descontento porque el rey y sus representantes no atendían sus demandas sobre el ducado de Medinasidonia y que volvía a la obediencia regia por presión de sus familiares. En cambio, en el bando realista, aunque los regentes no acababan de actuar al unísono, sí tenían claro para quién trabajaban y solicitaban al rey que volviera enseguida, mientras se preparaban para la guerra, para lo que ya habían sido autorizados por don Carlos.

La falta de unanimidad entre los partidarios del soberano fue la que permitió a los comuneros resistir más en una guerra que empezó en noviembre de 1520 y acabó el 23 de abril de 1521, en Villalar, con la derrota de los comuneros y el ajusticiamiento al día siguiente de sus principales cabecillas, los jefes militares Padilla, Bravo y Maldonado. Después, algunas ciudades se empeñaron en resistir; la que más denodada resistencia ofreció fue Toledo, dirigida por doña María Pacheco, la viuda de Padilla.

En su evocación de los hechos pasados, la conducta de algunos clérigos y dignidades eclesiásticas fue especial motivo de confusión para don Jerónimo, pues tomaron partido decidido por la revuelta, como hizo el obispo Acuña, titular de la sede de Zamora, detenido cerca de Logroño cuando acabó la revuelta y encerrado en el castillo de Simancas. También supo que su amigo Pedro Martín no se había significado durante la guerra y que formó parte del grupo que la ciudad envió a Simancas para tratar con los regentes la deposición de las armas.

Y para mayor complicación, a principios de mayo de 1521 los franceses invadían Navarra y la ocuparon en pocos días, de manera que los regentes castellanos tuvieron que mandar allí lo mejor y más numeroso de su ejército, puesto a las órdenes de don Pedro Vélez de Guevara, y ellos mismos se trasladaron a Vitoria para estar más cerca de los hechos y organizar mejor la reacción contra los invasores. Entonces se produjo algo inesperado: las ciudades derrotadas en Villalar enviaron sus milicias a luchar al lado del ejército real contra los invasores y lograron expulsarlos a lo largo del mes siguiente; sin embargo, una nueva invasión permitiría a los franceses ocupar Fuenterrabía en octubre de ese año de 1521 y en torno a ella todavía se guerreaba con dureza.

Recordó también don Jerónimo que don Antón Vázquez Dávila había sido uno de los comisionados por la Santa Junta para que llevaran al emperador las peticiones comuneras, algo que lo singularizó en el bando rebelde y no le costó la vida porque el emperador prefirió emplear el desaire y el ridículo al castigo. El hecho mantuvo dubitativo mucho tiempo a don Antón y en cuanto supo de la invasión francesa de Navarra fue uno de los primeros en ofrecerse a formar parte de la milicia y salir a luchar contra el invasor. Se distinguió por su denuedo en las operaciones y regresó a la ciudad cuando el cerco de Fuenterrabía se estabilizó. Estando en Vitoria, aposentado en la casa del Portalón, Adriano recibió la noticia de su elección como sucesor del difunto papa León X.

Por otro lado, la guerra con Francia había hecho pasar a un segundo plano el castigo de los sublevados comuneros y ahora, con el regreso del emperador, el temor empezaba a dominar muchos ánimos. El almirante y el condestable se habían trasladado a Santander para esperar al rey, que por fin regresaba a Castilla, poniendo pie en aquella ciudad el 7 de julio de 1522. El cardenal por esas fechas estaba en Tarragona, dispuesto a embarcar para Roma. Y justamente la carta que don Jerónimo había recibido esa tarde estaba fechada en ese mismo día y procedía de Tarragona, lo que hacía suponer que su remitente, Mateo del Olmo, acompañaba al nuevo papa.

Don Jerónimo seguía en pie, delante de la ventana, con la mirada perdida y tan absorto en sus recuerdos que ni siquiera había reparado en que la noche había caído en el exterior y la única luz que se percibía procedía de una minúscula luna en cuarto creciente. Fue devuelto a la realidad por unos suaves golpes en la puerta, que se abrió de inmediato con lentitud. Apareció en la estancia una frágil figura de mujer, anciana, vestida de negro, de cara arrugada y expresión bondadosa, cuyo parecido con el canónigo era patente; venía con una bandeja donde llevaba un candil encendido y un cuenco con un espeso caldo de gallina y unos trozos de pan frito:

—Hijo, estáis a oscuras y hace horas que no habéis tomado nada.

Así habló la anciana mientras se aproximaba a la mesa para dejar encima de ella la bandeja. El canónigo la miraba con ternura.

—Madre, os ocupáis en exceso de mí…

—Callad, hijo y… comed antes de que se enfríe el caldo… Sentaos a la mesa… ¡andad! —urgió la mujer al ver que su hijo seguía de pie, ahora de espaldas a la ventana—. ¡Vamos!

Don Jerónimo se dirigió a la mesa; cuando estuvo sentado, su madre lo besó en la frente y se despidió:

—Voy a acostarme, estoy algo cansada… y vos, Jerónimo, no deberíais acostaros tan tarde como últimamente lo hacéis… Estáis acabando con vuestra vista y perjudicando vuestra salud… Os levantáis tan pronto…

—Descuidad, madre, descuidad… ¡Que Dios os depare buena noche!

—Que así sea, hijo.

Cuando su madre hubo salido, don Jerónimo leyó a la luz del candil la carta recibida. Su rostro no mostró la menor emoción. Cuando concluyó la lectura, la dobló cuidadosamente y empezó a tomar el caldo con lentitud; su pensamiento estaba otra vez muy lejos de aquella habitación; sus ojos miraban la mesa, pero sin reparar en ella, pues veían imaginarias escenas ocurridas a mucha distancia.

Terminada la frugal colación, el canónigo volvió a desplegar la carta y, arrimándola al candil, la leyó de nuevo. En el centro, en la parte superior, dos trazos pequeños formaban una cruz; el texto decía:

Reverendísimo Sr.

Vuestra información era cierta y el plan que imaginasteis lo expuse a Su Santidad, que lo aceptó. Coloqué al frente de la escolta a un capitán, amigo desde que entramos juntos al servicio del entonces Cardenal y hoy Papa. Los carros salieron como estaba previsto, vacíos y con las cortinillas cerradas, salvo el primero, en el que iba yo. Mi amigo el capitán había dispuesto una escolta de treinta hombres: doce abriendo el camino, tres a cada lado del carruaje del cardenal, el resto cerrando la marcha. Al aproximarnos a Tordesillas advertimos que numerosa gente esperaba nuestra llegada; al ver la comitiva, el gentío se agolpó a ambos lados del camino dejando el espacio imprescindible para no ser arrollados. Cuando estábamos a unos cincuenta metros de la puerta de la villa, un grupo de quince o veinte individuos con aspecto de aldeanos empezaron un tumulto que acabó por cerrar el estrecho paso que habían dejado a la comitiva, por lo que tuvimos que detenernos. Los soldados, bien aleccionados, permanecieron en sus puestos, menos los seis del carruaje del gobernador, que se aproximaron a la parte delantera para facilitar el golpe a los conspiradores y darme protección a mí, si fuera necesario. En ese momento, el carruaje del gobernador fue asaltado por diez o doce individuos que abrieron las puertas y se subieron a los estribos de ambos lados con espadas y dagas, pero se sintieron chasqueados al no ver a nadie en su interior; ése fue el momento que la escolta de retaguardia esperaba para cargar contra ellos, mientras los de la parte delantera empezaron a repartir golpes de plano entre los tumultuarios y no tardaron en dejar expedito el camino. Los asaltantes del carruaje estaban desconcertados y sólo reaccionó el más viejo de ellos, que al ver aproximarse a la escolta posterior gritó: «¡Acabad con ellos! ¡Os espero a las puertas de la villa!», y echó a correr con tanta rapidez como sus piernas y sus años se lo permitían. Sus compañeros no fueron enemigos para los soldados y al primer envite se dispersaron corriendo como almas en pena. Por lo que me informó mi amigo el capitán, sólo se llevaron cintarazos y empellones que les produjeron descalabros y heridas sin mayor importancia y no se detuvo a ninguno, lo que me permite considerar cumplido el juramento que os hice en su día. En cambio, el jefe de tan díscolos jovenzuelos no fue tan afortunado. Su empeño en escapar era muy superior a la velocidad que le permitían sus viejas piernas y para su desgracia tropezó en un guijarro del camino y cayó de bruces, dándose tal golpe en la frente que se partió la cabeza como una sandía, desparramándosele los sesos. Cuando llegué a donde estaba no pude hacer otra cosa que absolverle sus pecados y encomendarlo a Dios Nuestro Señor. Unas horas después, cuando llegó Su Santidad, todo estaba en orden. Los resultados de su visita a doña Juana ya los conoceréis, pues forman parte de los hechos de estos dos últimos años.

Vuestra información ha sido muy valiosa para mí, pues me permitió salvar a mi señor, que desde entonces me distinguió de forma muy especial en su aprecio. Eso fue aumentando nuestro trato y su confianza en mí hasta el punto de confesarme sus cuitas cuando fue elegido papa, pues él estaba sin pensamiento de ello, dada su llana condición y su humildad. La noticia le sorprendió en Vitoria el 16 de enero de este año de 1522, estando dedicado a la administración de estos reinos, y pensó en renunciar, aunque finalmente se decidió a aceptar. Al cabo de dos meses emprendió viaje hacia Roma para convertirse en el nuevo sucesor de san Pedro con el nombre de Adriano VI. En ese tiempo mi trato con él se hizo aún más estrecho y decidió pedirme que lo acompañara a Roma, donde seré su secretario y el encargado de los asuntos relacionados con el Emperador y sus súbditos y reinos españoles. He aceptado el ofrecimiento, pues tenía tanto interés como vos en conocer Roma y ver la ciudad que fue el principal escenario del martirio de los primeros cristianos convertida ahora en el centro de la Cristiandad. A medida que el tiempo pasaba, más se acrecentaba mi deseo de verla y gracias a vos ese deseo va a cumplirse.

Si las cosas salen como anhelo, espero corresponder a lo que habéis hecho por mí y os enviaré un día a alguien que os traiga a Roma, os alojaré en mi casa y os acompañaré a que conozcáis esa ciudad, que es uno de vuestros deseos más recónditos e intensos. No puedo prometeros nada… como podréis comprender, y si he tardado dos años en enviaros esta carta y daros las noticias que os prometí, os pido no desmayéis si la espera es más larga, como me temo que será, pues voy a un lugar desconocido, viviré entre gentes que no conozco y mi suerte sólo la sabe nuestro Creador… Pero os garantizo que tendréis noticias mías… Esperadlas confiado y sin premuras. En Tarragona, a 7 de julio del año del Señor de mil quinientos y veintidós.

Vuestro agradecido amigo y fiel servidor. Mateo del Olmo.

Al Reverdsmo. Sr. Canónigo Don Jerónimo de Arce. Ávila.

Don Jerónimo no entendía muy bien, por considerarlo excesivo, el tratamiento que le daba Del Olmo. Daba gracias al Cielo una vez más por lo bien que se resolvió el tema del atentado contra Adriano, una solución que él conoció, pues aunque el atentado se procuró silenciar, algo trascendió y días después él había visto a algunos amigos de su sobrino con signos inequívocos de haber pasado por un mal trance. Igualmente daba por bien empleados todos los malos ratos sufridos al ver cómo su sobrino Gonzalo acusó el peso de la responsabilidad y desde entonces se advertía una mejora progresiva de sus hábitos de vida. Es cierto que ayudó a ello el que el padre de Gonzalo estuviera a las puertas de la muerte como consecuencia de una herida recibida en el campo de Villalar; gracias a Dios pudo salvar la vida —don Jerónimo estaba convencido de la intervención divina, que él había implorado sin desmayo noche y día—, pero durante las semanas en que estuvo con un pie en la tumba Gonzalo hubo de asumir la responsabilidad de la familia y estuvo a la altura de lo que se esperaba de él. El canónigo pensaba que el joven acabaría centrándose y se convertiría en el hombre de bien y el caballero que su familia deseaba. Esto para él era la mayor recompensa que podía tener por su participación en aquellos hechos, máxime cuando nunca había esperado otra cosa que la exculpación de Gonzalo.

Motivo de especial sorpresa para don Jerónimo fue que Mateo del Olmo descubriera en la carta que conocía su más ferviente deseo: visitar Roma. Era algo que deseaba desde sus años mozos; le había interesado mucho la historia de la Roma clásica, en particular toda la parte vinculada al cristianismo, y había seguido con interés las noticias que le llegaban de cómo la ciudad de los papas se embellecía por el trabajo de artistas únicos hasta crear algo que él se imaginaba como la urbe más bella de la tierra. Era un tema de conversación que había tenido con frecuencia con su amigo Pedro Martín… Así discurría el canónigo cuando de pronto cayó en la cuenta: Pedro Martín, ¡claro! ¡Cómo no se le había ocurrido antes! Pedro Martín habría sido el informador de Del Olmo, pues ambos coincidieron en varias ocasiones en Valladolid después del lance de Tordesillas.

Esta parte de la carta le creó una cierta agitación y ansiedad. Hacía tiempo que había descartado la posibilidad de viajar a Roma, pues, al ser hijo único, la muerte prematura de su padre a causa de unas fiebres hizo que tuviera que ocuparse de su madre y de la pequeña heredad que poseía la familia. Los años fueron pasando y había decidido no separarse de la adorable viejecita que era la autora de sus días; tenía la seguridad de que si le hubiera comunicado su decisión de viajar a Roma ella no hubiera dicho nada y la hubiera aceptado de buen grado, pues también conocía el deseo de su hijo, pero don Jerónimo sabía que si se marchaba a Roma corría el riesgo, dada la avanzada edad de la anciana, de no volver a verla con vida y si eso ocurría, él no se lo perdonaría nunca, ya que no ignoraba que la confianza de su madre era tener próximo a su hijo en el momento en que entregara el alma a Dios. Por eso el canónigo se había resignado y llevaba muchos años sin volver a pensar en el viaje, un viaje que ahora le ponían delante de la manera más directa, aunque no inmediata.

Decidió no seguir dándole vueltas al asunto. Confió su destino al Altísimo, como solía hacer con frecuencia, murmuró unas oraciones y se fue decidido a la cama pensando que mañana… Dios diría.