Estoy a bordo del avión hablando por teléfono con Leo mientras surcamos el aire, a mitad de camino de Los Ángeles.
—¿Lo dice en serio? —me pregunta.
Acabo de informarle sobre lo que hemos hallado en la casa de Concord.
—Me temo que sí. Quiero que solicite una orden judicial para poder registrar la consulta y el domicilio de Hillstead. Redacte el borrador, y cuando lleguemos le daré los datos.
—De acuerdo.
—Consiga una foto de Hillstead. Luego quiero que compare las fotografías que hemos obtenido de las fiestas de sexo con su foto, sólo con la suya.
—Enseguida me pongo en ello.
—Bien. Informe a todos de lo sucedido. Tengo que llamar al director adjunto Jones. Llegaremos dentro de poco más de una hora.
—Hasta pronto, jefa.
Cuelgo y marco el número de recepción. Me pasan con Shirley.
—Necesito hablar con el director adjunto Jones, Shirley. Esté donde esté y haga lo que haga. Es urgente.
Shirley no pregunta ni me pone pegas. Sabe que si digo que es urgente, es urgente. Al cabo de treinta segundos Jones se pone al teléfono.
—¿Qué ocurre? —pregunta.
Le cuento toda la historia. Lo de la casa en Concord. Lo de Keith Hillstead. Lo del sótano y lo que encontramos en él. Por último le revelo quién es Peter.
Se produce un denso silencio, tras el cual tengo que apartar un poco el teléfono de mi oreja mientras Jones se pone a gritar, a despotricar y a soltar palabrotas.
—¿De modo que nuestro mejor psiquiatra para nuestros agentes en Los Ángeles es un asesino en serie? ¿Es eso lo que me está diciendo?
—Sí, señor. Esto es lo que le digo.
Un instante de silencio. Luego Jones dice:
—Explíqueme el plan. —Su arrebato ha concluido y es el momento de ponerse manos a la obra.
—La policía de San Francisco está analizando el escenario del crimen en Concord. Confío en que encontremos huellas dactilares de Peter en la casa. O mejor aún, en el sótano.
—¿Huellas dactilares? ¿Al cabo de casi treinta años?
—Sí. Conozco un caso en que analizaron unas huellas encontradas en un papel poroso al cabo de cuarenta años. He pedido a Leo que redacte la solicitud de una orden judicial para registrar la consulta y el domicilio de Hillstead, que yo misma terminaré cuando lleguemos. Cuando obtengamos esa orden judicial, nos pondremos de inmediato manos a la obra.
—¿Qué piensa hacer con Hillstead?
Comprendo que Jones me haga esa pregunta. No tenemos las pruebas necesarias para arrestarlo, y menos para acusarlo de asesinato.
—Mandaré que lo detengan para interrogarle mientras registramos su despacho y su casa. Entre eso y la casa en San Francisco, confío hallar algo que nos permita arrestarlo por asesinato.
—Tráigame la solicitud de la orden judicial en cuanto llegue. Yo mismo me encargaré de tramitarla.
—Sí, señor.
Jones cuelga. Yo miro a James y a Alan.
—Ya está todo en marcha. Ahora sólo necesitamos que este maldito avión vuele más deprisa.
Cuando el avión aterriza, los tres nos bajamos a la carrera. Diez minutos más tarde circulamos a toda velocidad por la autopista 405. Llamo de nuevo a Leo.
—Vamos de camino. ¿Tiene preparado el borrador de la orden judicial?
—Lo único que hay que hacer es rellenar los pormenores e imprimirla.
—Perfecto.
Mi móvil empieza a sonar cuando nos detenemos ante el edificio del FBI y nos encaminamos hacia la entrada.
—Agente Barrett.
—Hola, agente Barrett. —La voz es nítida y no está camuflada.
Indico a los otros que guarden silencio.
—Hola, doctor Hillstead.
—La felicito, Smoky. Enhorabuena. Confieso que me preguntaba si Renee Parker regresaría algún día para atormentarme. Con ella rompí uno de los mandamientos; aún no la había encontrado a usted, pero mostré mi obra. No pude remediarlo. Supuse que al cabo de veinticinco años… En fin. Hasta los planes mejor trazados fallan a veces. Fue un error dar a Street el colgante y el libro, pero me rogó que le diera algo y… Bueno, merecía un pequeño regalo. Era un discípulo excelente. Ponía mucho entusiasmo. —Hillstead se ríe—. Como es lógico, pensé en tratar de endilgarle el asesinato de Renee, pero ya no tiene remedio.
Su voz suena como siempre, pero el tono y la cadencia son distintos. Hillstead se expresa con una repugnante frivolidad y propiedad que no había oído nunca en su consulta.
—¿De modo que lo sabe? —pregunto.
—Por supuesto. ¿No acabo de mencionar a Renee? Habría sido una imprudencia por mi parte no estar preparado para esta eventualidad. Como es natural, esto cambia el juego radicalmente.
—¿A qué se refiere?
—Usted conoce mi identidad. Sabe quién soy. Eso significa que estoy acabado. Las personas como yo siempre hemos vivido en la sombra, agente Barrett. No aspiramos a alcanzar la luz, ni prosperamos bajo ella. Es una lástima. ¿Sabe cuántos años he tenido que escuchar a sus colegas quejarse y gimotear mientras buscaba a mi Abberline? ¿Las interminables horas fingiendo que me interesaban sus casos, y peor aún, teniendo que esforzarme en ayudar a esos gusanos rotos y pusilánimes para poder continuar mi búsqueda? —Hillstead suspira—. Hasta que por fin di con usted. Quizá me esforcé demasiado.
—No tiene por qué acabar así, doctor Hillstead. Puedo arrestarlo.
Él se ríe.
—No lo creo, Smoky. Hablaremos de ello dentro de unos minutos. Primero debo confesarle algo. ¿Recuerda la noche con Joseph Sands, querida?
No pierdo la calma. Sus palabras no me enfurecen.
—Sabe que sí, Peter.
—¿Leyó alguna vez el expediente? Me refiero en su totalidad. Incluyendo las notas referentes a la forma en que entró en su casa.
—Sí, leí el expediente. Menos el informe de balística que usted, como es lógico, eliminó. ¿Por qué lo pregunta?
Silencio. Imagino que le oigo sonreír.
—¿Recuerda si había señales de que hubiera forzado la puerta?
Estoy a punto de decirle que me aburre este jueguecito. Que quiero saber dónde se encuentra. Pero algo me lo impide. Pienso en lo que Hillstead me ha dicho y trato de recordar lo que leí. Entonces lo recuerdo.
—No había señales de que hubiera forzado la puerta.
—Correcto. ¿Quiere saber por qué?
No contesto.
Pienso en Ronnie Barnes, en las fechas. Barnes murió el 19 y Sands mató a mi familia el 19.
—La respuesta es evidente, Smoky. Porque tenía una llave. ¿Por qué iba a forzar la cerradura si podía abrir la puerta sin mayores complicaciones? —Hillstead suelta una carcajada—. Le doy una oportunidad de adivinar cómo consiguió Sands la llave. —Una pausa—. Se la di yo, Smoky.
Veo mi reacción en los ojos de James y Alan. Éste se aparta un poco de mí al tiempo que su rostro muestra una expresión de extrema cautela. No me sorprende. Me he quedado muda debido al impulso de matar que me corre por las venas.
Oigo en mi cabeza el estrépito de unos disparos. Los ojos me arden, siento la misma furia que sentí cuando estaba en la cama mientras Joseph Sands torturaba y destrozaba a Matt.
A Matt y Alexa, los amores de mi vida. Me duelen de nuevo las cicatrices que han desfigurado mi cara y mi cuerpo, que se me clavan en el corazón y que por poco destruyen mi alma. Los meses de pesadillas, de despertarme gritando, los torrentes de lágrimas. Los funerales y las lápidas, el olor de la tierra del cementerio. Los cigarrillos, la desesperación y la amabilidad de extraños.
Este monstruo que sonríe al otro lado del teléfono ha dejado un legado de ruina. Don Rawlings. Yo. Bonnie. Ha triturado nuestras esperanzas entre sus manos como si fuera pan, arrojando las migas a unos seres que se deslizan a través de las sombras. Se ha alimentado de nuestro sufrimiento como un necrófago junto a una tumba.
No es el único mal que existe en la Tierra. Lo sé. Pero en estos momentos es la fuente de maldad en mi mundo. Es mi violación, los gritos de Matt, la expresión de asombro en la cara de Alexa cuando mi bala la mata. Las criaturas asesinadas que se aparecen en las pesadillas de Don Rawlings, el fin de mi amiga de la infancia, Callie postrada en la cama del hospital, y el grisáceo cansancio de su madre mientras se marchita como una vieja rosa.
—¿Dónde está? —murmuro.
Le oigo sonreír.
—Creo que he tocado un nervio sensible. Perfecto. —Hillstead se detiene—. Fue la última prueba a la cual la sometí, Smoky. Si lograba sobrevivir a Sands, significaba que era mi Abberline. —Su voz suena casi amable.
Nostálgica.
—¿Dónde está? —repito.
Hillstead se ríe.
—Le diré dónde estoy, pero primero quiero presentarle a alguien. Salude a la agente Barrett.
Oigo a Hillstead apoyar el teléfono contra la oreja de alguien.
—Smoky…
Siento un trallazo, una descarga eléctrica que me recorre el cuerpo.
Elaina. Todo ha ocurrido tan precipitadamente, que Keenan y Shantz todavía no han sido sustituidos. Me maldigo por ese fallo. ¡Estúpida, estúpida, estúpida!
—Está conmigo, Smoky. Junto con otra persona más pequeña. Una persona que no puede hablar por teléfono porque… se ha quedado muda. —Hillstead se ríe de nuevo—. ¿No tiene la sensación de déjà vu?
Siento que me ahogo. Estoy rodeada de aire, pero no puedo respirar. El tiempo avanza al ritmo de los latidos de mi corazón, un lento latido tras otro. Lo que siento no es temor, es pavor. Un pavor que hace que se me encoja el alma, que se me retuerzan las tripas, que me ponga histérica. Cuando abro la boca para hablar, me sorprende la serenidad de mi voz.
—¿Dónde está, Peter? Dígamelo e iré. —No le pido que no les haga daño. Aunque me prometiera no hacerlo, no le creería.
—Éstas son las reglas, Smoky. Estoy en mi casa. Elaina está desnuda y atada a mi cama. La pequeña Bonnie descansa en mis brazos. ¿Le suena familiar? Si no aparece dentro de veinticinco minutos, mataré a Elaina, y Bonnie asistirá a un espectáculo que le resultará más que familiar. Si veo a policías o miembros del SWAT, o sospecho que andan por aquí, las mataré a las dos. Puede traer a su equipo, pero aparte de ellos, esto es algo entre usted y yo. ¿Entendido?
—Sí.
—Bien. El tiempo empieza a contar ahora.
Hillstead cuelga.
—¿Qué diablos ocurre? —pregunta Alan.
No respondo. Me vuelvo hacia él. Sus ojos muestran una expresión intensa, preocupada, preparada. Alan siempre está preparado. Especialmente a la hora de portarse como un amigo. Siento mi respiración, inspirando y espirando, inspirando y espirando.
Me invade una extraña y profunda calma. Estoy en una playa, sola, con una caracola apoyada en la oreja. Emite ese tenue y remoto murmullo característico de las caracolas. Me pregunto si estoy en un estado de choque.
No lo creo. Es debido a Hillstead, que ha conseguido lo que siempre ambicionaba.
Me siento como él. Dispuesta a asesinar sin pensármelo dos veces, sin lamentarlo y sin escrúpulos morales. Dispuesta a considerar el hecho de asesinar tan natural como arrancar unos hierbajos.
Apoyo las manos sobre los hombros de Alan y le miro a los ojos.
—Escucha, Alan. Voy a decirte algo y quiero que estés preparado. Quiero que te domines. De esto me encargo yo.
Él no responde. Sus ojos lo expresan todo, el atisbo de angustia al empezar a comprender.
—Hillstead tiene a Elaina y a Bonnie —digo.
Mis manos siguen apoyadas en sus hombros y siento que sus músculos se contraen, que un escalofrío le recorre el cuerpo. No aparta sus ojos de los míos.
—Las tiene a las dos, y quiere que yo vaya. Iremos allí y las liberaremos. Cuando lleguemos, lo mataremos, cueste lo que cueste, y liberaremos a Elaina y a Bonnie. —Le aferro por los hombros con fuerza, clavándole los dedos—. ¿Me has comprendido? De esto me encargo yo.
Alan me mira durante largo rato. James está callado, esperando.
—Hillstead tratará de matarse y de paso te matará a ti también —dice Alan.
Asiento con la cabeza.
—Lo sé. Tendré que anticiparme a él.
Alan retira mis manos de sus hombros y las sostiene unos momentos. Tiene unas manos enormes, duras, pero al mismo tiempo suaves.
—Tienes que ser más rápida que él, Smoky —dice. Su voz se quiebra.
Me suelta las manos y se aparta. Saca su pistola, comprueba si está cargada y echa a andar hacia el coche.
—Vamos —dice.
Se tambalea, pero no se cae.
¿Y nosotros?, pregunta el dragón. ¿Acabaremos con él, trituraremos sus huesos?
Es una pregunta retórica y no respondo.
De camino a casa de Hillstead llamo a Tommy por teléfono.
—¿Me estás siguiendo? —le pregunto.
—Sí.
—Las cosas han cambiado. —Le informo sobre las últimas novedades.
—¿Qué quieres que haga?
—Quiero que vayas a su casa y esperes. Si le ves salir solo, significa que se nos ha escapado de las manos.
—¿Y?
—En ese caso, quiero que lo mates.
Se produce una larga pausa antes de que Tommy responda con su acostumbrada flema:
—De acuerdo.
—Gracias, Tommy.
—Oye, Smoky, procura que no te tirotee. Sigo queriendo comprobar si esto va a conducirnos a alguna parte o no. —Tras decir esto cuelga.
Enfilamos el camino de acceso. Todo presenta un aspecto normal. Apacible y silencioso, la imagen habitual de una zona residencial. Cuando apago el motor del coche, empieza a sonar mi móvil.
—Barrett.
—Ha llegado antes de la hora convenida, Smoky. ¡Me siento orgulloso de usted! Le informaré sobre lo que debe hacer. Usted entrará por la puerta principal. Sus amigos se quedarán fuera. Si no se cumple alguna de esas condiciones, mataré a Elaina y a la pequeña Bonnie. ¿Está claro?
—Muy claro.
—Entonces adelante, ya puede entrar.
Hillstead cuelga. Saco mi pistola, compruebo que esté cargada y dejo que se acomode en mi mano. Un ave mortífera de acero negro y reluciente. Casi me parece oírla canturrear.
—Voy a entrar, vosotros esperad fuera. Son las reglas de Hillstead.
—No me vengas con esas chorradas —protesta Alan. Su voz denota desesperación.
Le miro fijamente a los ojos.
—Yo me encargo de esto, Alan. —Dejo que vea al dragón, que lo oiga rugir—. No fallaré —digo mostrándole mi pistola.
Él mira la pistola. Se humedece los labios. Su rostro refleja al mismo tiempo rabia e impotencia, una pugna inútil, una furia provocada por el dolor. Pero traga saliva y asiente con la cabeza. Miro a James, que también asiente.
¿Qué más queda por decir? Me vuelvo, sosteniendo la pistola junto a mi muslo, y echo a andar por el sendero hacia la puerta de entrada de Hillstead. Apoyo la mano en el pomo y lo giro. El corazón me late aceleradamente, la sangre me bulle en las venas. Siento al mismo tiempo temor y euforia. Entro en la casa y cierro la puerta a mi espalda.
—Suba, querida Smoky —oigo decir a Hillstead. Su voz proviene de la segunda planta.
Subo la escalera lentamente. El cuello me suda. Llego a lo alto de la escalera.
—Estamos aquí, agente Barrett.
Entro en el dormitorio, empuñando la pistola. Lo que veo consigue el efecto que Hillstead se ha propuesto: me quedo helada de terror.
Elaina está atada a la cama. Está desnuda, sujeta de pies y manos. Siento un sabor a bilis en la boca al ver que Hillstead ya le ha infringido unos cortes. Ha trazado un juego de tres en raya sobre el vientre de Elaina. Le ha hecho un corte alargado sobre sus pechos. La miro a los ojos y lo que observo en ellos me alivia. Está aterrorizada, pero muestra una actitud desafiante. Lo que significa que Hillstead no ha logrado aún quebrantar su resistencia.
Peter está sentado a los pies de la cama, en una butaca. Tiene a Bonnie sobre sus rodillas y sostiene una navaja contra su yugular. La pequeña muestra también una actitud desafiante, pero sus ojos expresan un sentimiento adicional que los de Elaina no muestran: odio. Si la niña pudiera matar a este hombre que asesinó a su madre, no dudaría en hacerlo.
—¿No tiene una sensación de déjà vu?, agente Barrett. Como verá, aún no he tocado el rostro de Elaina. —Peter se ríe—. Se me ha ocurrido incorporar a este escenario varios elementos del dolor y la psicosis que usted experimenta. Tenemos la destrucción de algo hermoso, un motivo recurrente del problema que la aflige. Tenemos los cortes y la desfiguración. Y por último, lo mejor de todo, tenemos a su hija Alexa, el escudo humano.
Alzo mi pistola, pero Peter mueve la cabeza de Bonnie para ocultar la suya. Oprime la navaja contra su cuello y brota una gota de sangre.
—No nos pongamos desagradables —dice—. He dispuesto también una butaca para usted. Siéntese. Tómese un respiro, como suele decirse —Peter asoma de nuevo la cara y sonríe—. Como en los viejos tiempos.
«¡Tritúrale los huesos!», brama el dragón.
Calla, digo. Tengo que concentrarme.
Miro a mi alrededor, veo la butaca que Peter ha indicado. Como es natural, está situada frente a él. Sí, es como en los viejos tiempos, tal como él ha dicho. Me siento en la butaca.
—¿Se propone seguir analizándome? —pregunto.
Peter se echa a reír y menea la cabeza.
—Esa fase ya la hemos superado ambos. No tengo más opiniones que ofrecerle sobre usted.
—Entonces, ¿qué quiere?
Tiene los ojos risueños, lo cual resulta grotesco en este contexto.
—Quiero hablar con usted, Smoky. Y luego quiero ver qué sucede.
Miro sus rodillas. Podría destrozárselas a balazos en un abrir y cerrar de ojos. Y pum, pum rematarlo con un disparo a su cabeza. Respiro hondo, le meto tres balazos y adiós Peter.
Alzo la pistola al tiempo que pienso en ello. Apunto el cañón a sus rodillas, sé que no erraré el tiro, es una sensación visceral. Sé muy bien cuántos kilos de presión se requieren para apretar el gatillo. Sé cuántos centímetros tendré que mover el cañón después del primer disparo para destrozarle la otra rodilla. Son pensamientos automáticos, un cálculo avanzado inconsciente.
Pero no es así.
Porque la mano que empuña la pistola está temblando.
Más que temblar, se agita violentamente.
Cierro los ojos y bajo la mano. Peter suelta una carcajada.
—¡Smoky! ¡Quizá me haya equivocado! Quizá debamos continuar con nuestras sesiones de terapia.
Siento que está a punto de invadirme el pánico, precipitándose lentamente hacia mí como una ola oscura en una playa de noche. Miro el rostro de Bonnie y me sorprende comprobar que me mira fijamente. Sus ojos expresan confianza.
Pestañeo y su cara se hace borrosa. Pestañeo de nuevo. Bonnie se convierte en Alexa.
Los ojos de Alexa expresan ira en lugar de confianza.
A fin de cuentas, Alexa sabe lo que ocurrió.
En mis oídos resuena un leve zumbido.
¿Un zumbido? No. Ladeo la cabeza y aguzo el oído. Es una voz. Demasiado lejana y tenue para oír lo que me dice.
—¿Smoky? ¿Está con nosotros?
La voz de Hillstead hace que vea de nuevo el rostro de Bonnie.
De pronto me doy cuenta de que estoy perdiendo el juicio. Aquí, en estos momentos. Cuando más me necesitan.
Dios santo.
Me aclaro la garganta y digo:
—Me dijo que quería hablar conmigo. Pues aquí me tiene. —Mi voz no suena convincente, pero al menos suena sensata.
Estoy empapada en sudor.
Tras una pausa, Hillstead dice:
—¿Cree que lamento la situación en la que me encuentro? Si es así, se equivoca. Mi padre me enseñó a tener unos principios. Uno de sus dichos favoritos era: «Lo que cuenta no es cuánto tiempo vives, sino la maestría con que matas cuando estás vivo». —Hillstead achica los ojos y me mira—. ¿Comprende? Ser fiel a mi linaje, al ejemplo del Hombre Sombra, no consiste tan sólo en matar a putas y burlarme del FBI. Consiste en tener cierto… estilo. Consiste en el carácter el asesinato, no sólo en el acto —afirma Hillstead con orgullo—. Os rajamos con una navaja de plata y bebemos vuestra sangre en una copa del más fino cristal. Os estrangulamos con un chal de seda mientras lucimos un traje de Armani. —Peter asoma la cabeza detrás de la de Bonnie—. Cualquier idiota puede asesinar. Pero mis antepasados y yo hacemos historia. Nos convertimos en inmortales.
Tengo que ganar tiempo, me digo. Porque vuelvo a oír en mi mente esa voz tenue y sé con toda certeza que lo que me dice es importante.
—Usted no tiene hijos —digo—. De modo que el linaje termina con usted. Lo cual da al traste con la inmortalidad.
Hillstead se encoge de hombros.
—Los genes aflorarán de nuevo. ¿Quién sabe si no deposité mi semilla en otros lugares? —pregunta sonriendo—. No he sido el primero y dudo que sea el último. Nuestra raza sobrevivirá.
Se me ocurre una idea terrorífica. ¿Es posible que yo no desee salvar a Bonnie? ¿Qué una parte de mi ser crea que no sería justo para Alexa?
Siento que mis manos tiemblan en mi regazo, que se crispan espasmódicamente al sostener de la culata de la pistola.
La voz que suena en mi mente sigue siendo tenue, pero ha adoptado un tono más apremiante.
—¿Raza? —pregunto a Hillstead frunciendo el ceño—. ¿A qué raza se refiere?
—A los cazadores primigenios. A los depredadores que caminan con dos piernas.
—Ah, ya. Esas gilipolleces.
Contengo el aliento al ver que Hillstead crispa la mano con la que sostiene la navaja contra el cuello de Bonnie. Pero luego se relaja y sonríe.
—El caso, Smoky, es que no importa que me haya atrapado. En última instancia, yo fui fiel a mi linaje. Eso es lo único que cuenta. Más fiel que mi padre, que nunca encontró a su Abberline. ¿Mis acólitos? —Hillstead me produce la sensación de un ave que se pavonea satisfecha—. Eso es una originalidad por mi parte. —Me mira de nuevo—. Por lo demás, tengo un par de ofertas que hacerle. Unas ofertas divertidas.
Por primera vez, desde que la mano con que empuño la pistola comenzó a temblar, la voz que oigo en mi cabeza enmudece.
—¿Qué clase de ofertas? —preguntó atemorizada.
—Unas cicatrices de por vida, Smoky. Quiero dejar mi impronta en usted y ofrecerle algo a cambio.
—¿A qué carajo se refiere?
—¿Me creería si le dijera que a cambio de que se descerraje un tiro dejaré libres a Bonnie y Elaina?
—Por supuesto que no.
—Ya. Pero ¿y si le dijera que se hiciera unos cortes en la cara con un cuchillo a cambio de que yo deje libre a Elaina…?
Mi temor aumenta. Empiezo a sudar de nuevo.
—Aaaah… ¿Lo ve? Eso es lo divertido de plantear esas posibilidades, Smoky. Ese escenario le parece más plausible, ¿no es así? —pregunta Hillstead riendo—. Las posibilidades son infinitas. Usted puede no hacer nada, seguimos como hasta ahora, y quizá consiga sacarlas de este aprieto, o quizá mueran las dos. Si se hace unos cortes en la cara, quizá yo esté mintiendo y sigamos como hasta ahora…, pero sólo se habrá producido unos cortes. No es lo mismo que morir. O puede hacerse unos cortes en la cara y yo dejar libre a Elaina, y la posibilidad de que eso ocurra significa que merece la pena tener en cuenta el segundo escenario. Lo peor, por lo que a usted respecta, es que yo esté diciendo la verdad. Es creíble que yo deje libre a Elaina a cambio de divertirme viendo cómo usted se destroza más la cara, ¿no? Sobre todo si retengo a esta muñeca a modo de escudo.
Aún no he respondido. El temor ha dado paso a las náuseas, a una grasienta sensación como si se me revolvieran las tripas. Hillstead no se equivoca. Es una posibilidad que debo tener en cuenta. Su oferta es atroz, pero soportable. Como cualquier apuesta, yo podría perder, pero la recompensa si ganara… ¿Merece la pena intentarlo?
Sí, probablemente.
«¡No, no, no! —protesta el dragón—. ¡Tritúrale los huesos!».
Cállate, le digo.
La otra voz sigue muda. Sigue allí, pero no dice nada. Espera.
—¿Me ha hecho esa oferta en firme, Peter? —pregunto.
—Por supuesto. Hay un cuchillo entre el cojín y el brazo de su butaca.
Deposito la pistola sobre mi regazo y paso los dedos sobre el borde del cojín hasta sentir el frío tacto del acero. Sigo palpando hasta dar con el mango, lo agarro y saco el cuchillo.
—Mírelo.
Hago lo que Hillstead me dice. Es un cuchillo de caza. Destinado a cortar carne.
—Unas cicatrices —murmura Hillstead—. Unos recordatorios. Como… unos anillos en un árbol que señalan el paso del tiempo. —Peter asoma un ojo detrás de la cabeza de Bonnie y lo fija en mí. Observo sus movimientos, casi lo siento sobre mi rostro. Como unas manos suaves acariciando mis cicatrices. Amorosamente, en cierto sentido—. Quiero dejar mi impronta sobre usted, mi querida Abberline. Quiero que cuando se mire en el espejo me vea. Siempre.
—¿Y si acepto?
—Dejaré que utilice ese cuchillo para cortar las ligaduras de Elaina. Pase lo que pase luego, su amiga saldrá de aquí viva e ilesa.
La mujer de Alan se esfuerza en hablar a través de su mordaza. La miro. Menea la cabeza al tiempo que con sus ojos dice «no, no, no…».
Miro de nuevo el cuchillo. Pienso en mi rostro, que se convertirá en un mapa de carreteras del dolor. Ha significado la pérdida de todo. Eso es lo que mis cicatrices me recuerdan. Quizá la cicatriz que Hillstead quiere que me haga en la cara me recordará que salvé a Elaina. Quizá no sea más que otra cicatriz. Quizá muramos aquí todos y me entierren con esa herida que no llegó a cicatrizar.
Quizás apoye mi pistola contra mi sien y apriete el gatillo. ¿Me temblaría también la mano si disparara contra mí misma?
Todo me da vueltas. Bonnie se convierte en Alexa, Alexa se convierte en Bonnie. Oigo el estruendo del océano en mi cabeza. Me siento al mismo tiempo serena y aterrorizada.
Estoy perdiendo la razón, sí. No cabe duda.
Aparto los ojos de Elaina.
—¿Dónde? —pregunto.
El ojo que asoma detrás de la cabeza de Bonnie se abre exageradamente. Observo unas arruguitas en el borde. Hillstead está sonriendo.
—Una petición bien simple, Smoky. Dejaremos un lado de su rostro intacto. Quiero que vista de un perfil sea la Bella y del otro la Bestia. Así pues, en el lado izquierdo. Un solo corte, desde debajo del ojo hasta la comisura de esa preciosa boca.
—¿Y si acepto podré cortar las ligaduras de Elaina?
—Eso he dicho. —Hillstead se encoge de hombros—. Aunque podría estar mintiendo, claro está.
Tras dudar unos instantes, acerco el cuchillo a mi rostro. No tengo opción. ¿Por qué voy a demorarlo?
«¡No te demores, que quedan pocas existencias! —se burla la parte de mí que ha perdido el juicio—. ¡Córtate la cara y te regalaremos un horno último modelo!».
Apoyo la punta del cuchillo debajo de mi ojo izquierdo. Siento la frialdad del acero. Es curioso, no hay nada que tenga un tacto tan frío e imparcial como la hoja de un cuchillo sobre tu piel. Un cuchillo es el soldado por excelencia, que acata todas las órdenes sin importarle lo que hagan con él siempre y cuando lo utilicen para cortar.
—Hágase un corte profundo —dice Hillstead—. Cuando termine, quiero ver el hueso.
Joseph Sands quería que yo le tocara la cara. Peter Hillstead quiere que me toque la mía. Yo obedezco y me hago un corte profundo y decisivo. Siento un dolor exquisito. La hoja está muy afilada y me raja la cara con un bostezo de aburrimiento, sin mayores esfuerzos. Es un corte prolongado, y empieza a sangrar abundantemente. Siento un chorro de sangre que se desliza sobre mis labios. Lo saboreo como si fuera un buen vino.
El dragón grita.
Hillstead me observa fascinado con el ojo que asoma. Contempla el espectáculo, sin perderse detalle, alimentando sus necesidades.
Yo le concedo un momento para refocilarse.
Luego le apunto con el cuchillo.
—¿Puedo cortar ya las ligaduras de Elaina?
Él sigue observando con el ojo muy abierto la sangre que me chorrea por la barbilla.
—Es maravilloso… —murmura.
Mi herida sigue sangrando. Hillstead observa como hipnotizado el arroyuelo de sangre que brota de ella.
—Peter. —Hillstead desvía a regañadientes el ojo con que contempla el espectáculo gore que le ofrezco—. ¿Puedo soltar a Elaina?
Observo de nuevo unas arruguitas en sus ojos. Está sonriendo.
—Pues… —responde lentamente—. No, creo que no. No.
Una sensación de desespero y autodesprecio hace presa en mí.
—¡Qué previsible es usted! —digo—. Si quisiera ser original, dejaría libre a Elaina. Supuse que no lo haría.
Hillstead se encoge de hombros.
—No se puede complacer a todo el mundo.
—Podría complacerme a mí.
—¿Cómo?
—Muriéndose, Peter. Muriéndose.
Unas palabras valientes, pienso, pero sigo temiendo empuñar mi pistola.
Él se ríe.
—De acuerdo, Smoky. Vayamos al grano. —Hillstead sujeta a Bonnie por la nuca con una mano y con la otra sigue apoyando el cuchillo sobre su cuello—. Usted ya me ha dado lo que le he pedido. Terminemos de una vez con esto.
Dejo caer el cuchillo. Hillstead lo observa caer al suelo estrepitosamente.
Yo lo miro también, fascinada por su brillo, por la mancha de mi sangre en su afilada hoja.
Achico los ojos y ladeo la cabeza. Oigo de nuevo la voz en mi mente, esta vez más cerca.
—¿Cómo va a terminar esto, Peter? —pregunto sin mirarle.
—Sólo puede terminar de una forma, Smoky. De una forma u otra.
Lo miro. Mi atención está dividida. Una parte de mí observa a Hillstead, le escucha, responde. La otra se esfuerza al máximo en oír a esa voz.
—¿Qué significa «de una forma u otra»?
El ojo me mira risueño.
—Voy a degollar a Bonnie. Contaré hasta diez y luego le rebanaré el cuello, dándole una sonrisa húmeda, llorosa de oreja a oreja. A menos que usted me mate antes. —Hillstead mueve un poco la navaja—. Pase lo que pase, sé que al final usted disparará contra mí y me matará. De modo que una solución es que usted dispare contra mí y me mate antes de que yo cuente hasta diez, y Bonnie se salvará. ¿La otra? —pregunta mirando mi pistola—. Se repetirá la tragedia de Alexa. Bonnie morirá y usted habrá perdido a otra hija. Luego podrá matarme, pero será demasiado tarde.
Entonces oigo la voz.
«Mamá».
—Lo único que tiene que hacer, Smoky mía… —Hillstead asoma la cabeza. Está sonriendo—. Es dejar que la ayude por última vez.
«Escúchame, mamá. Puedes hacerlo. Todo irá bien».
Siento como si me vaciara por dentro. Me quedo quieta, sin mover un músculo.
—Que le den.
—No lo creo. —La sonrisa de Hillstead se hace más ancha—. No se equivoque, Smoky. Le daré diez segundos y luego mataré a la niña. Le rebanaré su bonito cuello con mi navaja. La única oportunidad que tiene de salvarse es si usted dispara contra mí. Claro está que puede errar el tiro y matarla a ella, como ocurrió con Alexa. Es posible que mate a otra niña con su pistola.
La sangre sigue chorreándome por la cara. Veo en mi mente los ojos de Bonnie.
Pero es a Alexa a quien llevo en mi alma.
Recuerdo todo lo hermoso relacionado con ella. De golpe. Cada momento que la vi sonreír, que la abracé, que percibí el olor de su pelo. Cada lágrima que le enjugué, cada beso de ángel que me dio. De un tiempo a esta parte recuerdo muchas cosas de Alexa, es cierto. Pero estos recuerdos son diez mil veces más vívidos. Diez millones de veces más intensos.
Todo ha desaparecido, para siempre.
—Vamos, agente especial Barrett. Voy a empezar a contar los segundos.
Siento que estoy inmersa en un océano de lágrimas que no tiene un horizonte.
Me pregunto de nuevo: «¿Me temblará la mano si apunto la pistola contra mí misma?». Esto podría terminar así. Rápidamente. Fácilmente.
Terminaría con los recuerdos. Eso es lo que quiero por encima de todo, olvidar mi pasado.
—Usted fue mi Abberline, Smoky. Debería sentirse satisfecha, es la mejor de todos. Nadie ha logrado atraparnos, desde la época de mis antepasados. Aplaudo el truco que utilizó con el frasco que contenía un útero. Una mentira evidente, pero reconozco que consiguió enfurecerme. En cuanto a lo de atrapar a Robert… Era muy torpe, por lo que no lo considero una genialidad por parte de usted. Pero tiene talento, Smoky. Mucho talento.
Apenas le escucho. En mis oídos resuena un fragor que amenaza con sofocar los demás sonidos. Soy yo, golpeándome con mis puños hasta hacer que sangren. Yo, gritando sin cesar. Yo, gimiendo, blasfemando, muriendo y… «¡Mamá!».
El fragor cesa.
Silencio.
La veo con el rabillo del ojo. Pero no puedo mirarla. No.
Me siento demasiado avergonzada.
«No te preocupes, mamá. Sólo tienes que recordar lo más importante».
¿Qué? ¿Que yo te fallé? ¿Que te maté? ¿Que sobreviví y tú no? ¿Que la vida continúa? Eso es lo peor de todo.
Siento una profunda vergüenza, que clava su hocico en cada parte de mi cuerpo. Que se aloja en lo más recóndito de mi ser.
Siento un dolor absoluto e infinito.
Hemos llegado al fin, pienso. Al desenlace. Cuando pierdo la apuesta definitivamente. Cuando se produce un fundido en negro.
Empiezo a perder el conocimiento.
Pero antes de desvanecerme, Alexa sonríe.
Es un sol ardiente. Una luz dorada gigantesca.
«No, mamá. Recuerda el amor».
Parece como si alguien hubiera pulsado un botón de «pausa». Todo el dolor, toda la vergüenza, cesa. Desaparece.
Se produce un silencio.
Transcurre un momento y contemplo cómo pasa. Bum, me late el corazón, y otro bum, un solo latido.
Frente a mí veo a Alexa. Ya no es una sombra borrosa, un efímero instante en un sueño.
Mi maravillosa y espléndida Alexa.
«Hola, mamá», dice.
—Hola, pequeña —murmuro.
Sé que Alexa no está ahí. También sé que está tan presente como es posible.
«Tienes que elegir, mamá —dice suavemente—. De una vez para siempre».
—¿A qué te refieres, cariño?
Alexa se inclina hacia delante y toma mi mano. Exhala una intensa ternura que me envuelve. Tan hermosa que me estremezco.
«¡Debes vivir, mamá!».
La verdad, según he podido comprobar, se presenta de modo imprevisto, pero aparece en un instante y lo cambia todo para siempre. La verdad real siempre es muy simple.
Esta verdad también lo es.
Elegir entre vivir o morir es elegir entre Alexa y Hillstead.
Entre Matt y Sands.
Alexa sonríe, asiente con la cabeza… y desaparece.
Y de golpe, entre un latido y otro, recobro la cordura. Esa verdad hace que desaparezca mi locura.
El tiempo comienza de nuevo.
Hillstead sigue parloteando, pero no oigo lo que dice. Tengo la sensación de estar en una cámara de silencio. Un mundo donde todo lo demás se mueve a un ritmo normal, pero mis pensamientos son como un ensueño, como practicar taichi en el fondo de una piscina.
Bonnie no ha apartado los ojos de los míos desde el instante en que he entrado en la habitación. Llenos de terror, de confianza. Yo la miro. Ahora que he recobrado la cordura puedo verla.
«Es preciosa, mamá».
—Sí, es verdad, cariño —murmuro.
Hillstead achica los ojos. Esta vez oigo lo que me dice.
—¿Con quién habla, Smoky? ¿Se ha vuelto definitivamente loca? Procure dominarse. Faltan sólo tres segundos para que la pequeña Bonnie empiece a sonreír debajo del mentón.
El disparo que debo efectuar para salvarla es complicado. Aproximadamente una cuarta parte de la cabeza de Hillstead está visible. El resto está oculto detrás de Bonnie.
Empiezo a calcular, al principio lentamente, luego con mayor rapidez.
El dragón presiente que ha llegado su momento y ronronea.
Oigo de nuevo la voz de Alexa, que encaja con el ritmo del zumbido como el viento encaja con un aguacero. «No te preocupes, mamá. Siéntelo. Lo llevas dentro, confía en ti misma».
«No lo sé, Alexa —contesto—. Cinco centímetros, tres centímetros y medio… No sé. Podría matar a Bonnie».
Siento los brazos fantasmales de Alexa ciñéndome desde detrás por la cintura. Me toca con una mano el corazón. «Está ahí, mamá. Has dejado de confiar en ti misma, pero Bonnie te necesita. Y a mí no me duele que te necesite. Me preguntaste eso en un sueño, pero te despertaste antes de que yo pudiera responder. Quiere a Bonnie, a mí no me molesta». Veo en mi imaginación la cara de Alexa; los ojos castaños de Matt, una sonrisa de duendecillo, los hoyuelos no se sabe de quién. Ya no temo mirarla. Alexa retira sus manos y la siento retroceder a mi espalda. Antes de marcharse, murmura una última cosa: «¿No lo entiendes, mamá? Eres perfecta. Haz lo que crees que debes hacer, es cuanto puedes hacer. Sólo puedes dar lo mejor de ti misma».
El dragón ruge y el zumbido da paso a un grito que crece en mi interior y se convierte en un colibrí en llamas, que se convierte en un halcón, que se convierte en un águila, y…
Mi mano deja de temblar.
Alzo la pistola y oprimo el gatillo sin pensarlo dos veces.
No oigo la detonación. Todo es visual. Veo el rostro de Bonnie inclinarse bruscamente hacia atrás en el momento en que la cabeza de Hillstead estalla y la navaja se cae de sus manos, y sé que la he matado a ella también.
Siento un grito en mi garganta, me llevo las manos a la cabeza, pero de pronto veo a Bonnie avanzar hacia mí trastabillando debido a que tiene los pies sujetos.
Bonnie vuelve la mejilla izquierda hacia mí y veo a Hillstead tendido en el suelo, con un orificio de bala en un ojo, y entonces lo comprendo.
Disparé. La bala rozó la mejilla de Bonnie, pero di en el blanco. Ella está a salvo. Hillstead está muerto.
Mi mano tiembla cuando enfundo mi pistola. James y Alan suben apresuradamente la escalera, seguidos por Tommy. Alan rompe a llorar mientras desata a Elaina y la cubre con una manta, y James y Tommy me preguntan si estoy herida. No respondo.
Miro a Hillstead, que yace muerto en el suelo. El hombre que procuró a Sands la llave de mi casa, que fue responsable de la muerte de mi familia, de las cicatrices que tengo en la cara. Pienso en el reguero de destrucción que ha dejado tras de sí.
Al final, Hillstead demostró que tenía razón.
La muerte siempre está a un paso.
Pero la vida también, y todos los que abogan por ella.