53

Concord está situado al norte de Berkeley, en Bay Area. Nos dirigimos allí para visitar a la madre de Peter Connolly, una mujer llamada Patricia. El carné de conducir que consta en los archivos de la policía indica que tiene sesenta y cuatro años. Hemos decidido presentarnos inesperadamente, en lugar de comunicarle por telegrama nuestra visita y nuestras sospechas. No sería el primer caso de una madre que incita a su hijo a cometer asesinatos. En este caso, todo es posible.

He llegado a una zona que conozco. El lugar que alcanzo poco antes de que concluya la caza del asesino, cuando intuyo que estamos a punto de dar con nuestra presa. Todos mis sentidos se agudizan de forma dolorosa; me siento como si corriera a toda velocidad por un alambre tendido sobre un abismo.

Miro a Don Rawlings mientras circulamos, y veo también en él esa chispa, aunque mezclada con una mayor desesperación. Se ha atrevido a confiar de nuevo. Para Don el precio del fracaso puede ser más que una decepción. Puede ser fatal. No obstante, parece diez años más joven. Tiene la mirada despabilada y atenta. Casi puedo adivinar cómo era cuando era un policía dedicado y competente.

Todos los que trabajamos en esta profesión somos unos yonquis. Pisamos sangre y avanzamos entre podredumbre y hedor. Nos revolvemos en la cama sacudidos por pesadillas provocadas por horrores que la mente apenas puede asimilar. Descargamos nuestra ira sobre nosotros mismos, sobre nuestra familia o nuestros amigos, o sobre todos ellos. Pero al final, cuando llegamos a esa zona, experimentamos un subidón que no puede compararse con nada. Es un subidón que hace que nos olvidemos del hedor, de la sangre, de las pesadillas y de los horrores. Y cuando todo ha pasado, estamos dispuestos a comenzar de nuevo.

Claro está que puede salirnos el tiro por la culata. A veces no conseguimos atrapar al asesino. El hedor persiste, pero sin la recompensa que hace que desaparezca. Con todo, los que ejercemos esta profesión seguimos adelante, dispuestos a volver a arriesgarnos.

Ésta es una profesión que nos obliga a trabajar en el borde de un precipicio. La tasa de suicidios entre los policías es muy alta. Como en cualquier profesión en la que el fracaso comporta una tremenda carga de responsabilidad.

Pienso en esas cosas, pero no me preocupan. En estos momentos, mis cicatrices no significan nada. Porque he llegado a la zona.

Siempre me han fascinado los libros y las películas sobre asesinos en serie. Muchos directores y cineastas parecen sustentar la idea de que tienen que dejar un rastro de migas de pan para que su héroe no se extravíe en el camino. Una serie lógica de deducciones y pistas que conducen a la morada del monstruo bajo la luz cegadora del descubrimiento.

A veces es cierto. Pero por regla general no es así. Recuerdo un caso que nos tenía desconcertados. El asesino se dedicaba a matar a niños y habían pasado tres meses y no teníamos ningún indicio, ninguna pista. Una mañana recibí una llamada de la policía de Los Ángeles para informarme de que el asesino se había entregado. Caso cerrado.

En el caso de Jack Jr., hemos agotado la gama de pruebas físicas y la búsqueda esotérica de direcciones IP de Internet. Nuestro sospechoso se ha disfrazado, ha colocado micrófonos y artilugios electrónicos para seguir mis movimientos, ha recabado la ayuda de cómplices, ha demostrado ser brillante.

Y en última instancia, la resolución del caso probablemente obedecerá a dos factores: un trozo de carne bovina y un crimen ocurrido hace veinticinco años que no se resolvió y que figura en los archivos del VICAP.

He aprendido a necesitar sólo una verdad a lo largo de los años, la cual me proporciona cuanto necesito: atrapar al asesino. Y punto.

De pronto suena el móvil de Alan.

—¿Sí? —contesta. Cierra los ojos y me estremezco de temor, pero cuando vuelve a abrirlos veo en ellos una expresión de alivio—. Gracias, Leo. Te agradezco que me hayas llamado. —Alan cuelga—. Callie aún no ha recobrado el conocimiento, pero su estado ha pasado de crítico a estable. Sigue en la UCI, pero el médico ha dicho a Leo que ya no temen por su vida, a menos que ocurra un imprevisto.

—Estoy segura de que Callie superará esto. Es una mujer muy tozuda —digo.

James no dice nada y el silencio vuelve a imponerse en el coche mientras seguimos avanzando.

—Ya hemos llegado —murmura Jenny.

Es una casa vieja y un tanto destartalada. El jardín muestra un aspecto descuidado, pero no está abandonado por completo. Todo el lugar ofrece un aire de deterioro, pero aún se sostiene en pie. Salimos del coche y nos encaminamos a la puerta. Ésta se abre antes de que tengamos tiempo de llamar.

Patricia Connolly tiene un aspecto envejecido y cansado. Pese a ello, sus ojos están alerta.

Y muestran una expresión de temor.

—Son policías, ¿verdad? —dice.

—Sí, señora —respondo—. Somos miembros del FBI —añado mostrándole mis credenciales y presentándome a mí misma y a mis compañeros—. ¿Podemos pasar, señora Connolly?

La mujer me mira frunciendo el ceño.

—Desde luego, a condición de que no me llame señora Connolly.

—Como usted diga, señora —contesto ocultando mi perplejidad—. ¿Cómo prefiere que la llame?

—Señorita Connolly. Connolly es mi apellido, no el de mi difunto esposo. Que espero que se abrase en el infierno. —La mujer abre más la puerta para que entremos—. Pasen.

El interior de la casa está limpio y ordenado, pero carece de personalidad. Como si su dueña sólo se ocupara de ella por pura costumbre. Emana un aire bidimensional.

Patricia Connolly nos conduce al cuarto de estar, indicándonos que nos sentemos.

—¿Les apetece tomar algo? —pregunta—. Sólo puedo ofrecerles agua o café.

Miro a mi equipo y todos menean la cabeza en sentido negativo.

—No, gracias, señorita Connolly.

La mujer asiente con la cabeza y fija la vista en sus manos.

—Bien, entonces díganme el motivo de su visita.

Al decir esto no levanta la vista de sus manos, incapaz de mirarme a los ojos.

—¿Por qué no nos dice usted el motivo de nuestra visita, señorita Connolly?

La anciana levanta la cabeza bruscamente y observo que yo estaba en lo cierto. Sus ojos dejan entrever un sentimiento de culpa.

Pero no está dispuesta a hablar.

—No tengo la menor idea.

—Miente —replico con una aspereza que me sorprende. Alan me mira asombrado.

No puedo remediarlo. Estoy harta de andarme con miramientos. Estoy hasta la coronilla y no puedo contener mi furia. Me inclino hacia delante, la miro a los ojos y la señalo con el dedo.

—Hemos venido para hablar de su hijo, señorita Connolly. Para aclarar el asesinato de una madre, una amiga mía, violada y destripada como un ciervo. Hemos venido por su hija, que el asesino dejó atada al cadáver de su madre durante tres días. —Prosigo alzando la voz—: Hemos venido para atrapar a un individuo que se dedica a torturar mujeres. Y por una agente del FBI, otra amiga mía, que en estos momentos está postrada en la cama de un hospital y que quizá quede incapacitada para siempre. Hemos venido…

La mujer se levanta apresuradamente tapándose los oídos con las manos.

—¡Basta! —grita. Luego deja caer las manos y agacha la cabeza—. Por favor…, basta. —Con la misma rapidez con que ha reaccionado, se deshincha como un globo al caer en tierra. La mujer se reclina en el asiento.

Patricia emite un suspiro, una larga exhalación como si soltara por fin algo más antiguo que este momento.

—Por más que crea saber por qué ha venido —dice mirándome—, no lo sabe. Cree que han venido para aclarar los casos de esas pobres mujeres. —La mujer mira a Don Rawlings—. O de esa pobre chica a la que mataron hace más de veinte años. Todo forma parte de lo mismo. Pero han venido debido a algo mucho más antiguo que esos casos.

Yo podría interrumpirle, contarle lo del fragmento de carne bovina en el frasco y hablarle de Jack Jr., pero algo me dice que la deje seguir hablando.

—Es curioso que a veces no nos fijemos en lo más importante de una persona. Incluso de una persona a la que queremos. Es injusto. Si un hombre es cruel y acaba convirtiéndose en un maltratador de mujeres, debería haber algún signo que lo indicara, ¿no cree?

—Sí, lo he pensado en muchas ocasiones, señora —respondo—. Debido a mi trabajo.

—Es lógico —contesta Patricia mirándome—. Entonces también debe saber que no es así. De hecho, muchas veces ocurre justamente lo contrario. Las personas más crueles a veces parecen las más bondadosas. El seductor puede ser un asesino. —Patricia se encoge de hombros—. El aspecto no indica nada.

»Claro está que, cuando se es joven, uno no se preocupa de esas cosas. Conocí a Keith, mi marido, cuando tenía dieciocho años. Él tenía veinticinco y era uno de los hombres más apuestos que he conocido jamás. No exagero. Medía un metro ochenta de estatura, era moreno y tenía las facciones de un actor de cine. Cuando se quitaba la camisa…, digamos que tenía un cuerpo que concordaba con su cara. —Patricia sonríe. Es una sonrisa triste—. Cuando empezó a mostrarse interesado en mí, me enamoré de él desde el primer momento. Como muchos jóvenes, yo estaba convencida de que mi vida era muy aburrida. Keith era guapo y encantador. Justo lo que yo necesitaba. —Patricia se detiene y nos mira a todos—. Por cierto, eso ocurrió en Texas. No nací en California. —Sus ojos muestran una expresión remota—. En Texas, una tierra de llanuras, calurosa y aburrida.

»Keith me hizo la corte, aunque no fue una persecución al estilo de un maratón, sino más bien un sprint. Le hice correr lo suficiente para demostrarle que no me conquistaría fácilmente. En aquel entonces no me di cuenta, pero Keith me caló enseguida. Sabía perfectamente que yo ya estaba loca por él, pero fingió no darse cuenta porque le divertía. Podría haberme propuesto que me fugara con él y yo hubiera accedido. Keith lo sabía, pero prefirió hacerme la corte al estilo tradicional.

»Todo lo que hacía Keith lo hacía bien. Era un artista a la hora de fingir que no era un monstruo. Se comportaba como el perfecto caballero, romántico como los héroes que yo había visto en el cine o sobre los que había leído en las novelas. Amable, romántico, guapo… Pensé que había conocido a mi hombre ideal. El hombre que toda joven piensa que se merece y que está destinada a encontrar.

La voz y la sonrisa de Patricia denotan una profunda amargura.

—Debo decirles que mi vida familiar era complicada. Mi padre tenía mucho genio. No es que pegara a mi madre todos los días, ni siquiera una vez a la semana. Pero sí todos los meses. Recuerdo haberle visto propinar un bofetón o un puñetazo a mi madre desde que tengo uso de razón. Mi padre nunca me puso la mano encima, pero más tarde comprendí que no lo hizo no porque no lo deseara, sino porque sabía que si me tocaba no sería para golpearme. ¿Comprende? —me pregunta Patricia arqueando una ceja.

Desgraciadamente, sí.

—Sí —respondo.

—Creo que Keith también lo comprendió. Estoy segura. Una noche, al cabo de un mes de conocernos, me pidió que me casara con él.

Patricia suspira al recordar.

—Eligió la noche perfecta para proponerme matrimonio. Era una noche de luna llena y el aire era fresco sin ser frío. Una noche preciosa. Keith me trajo una rosa y me dijo que se iba a California. Quería que yo le acompañara, que nos casáramos. Dijo que yo tenía que alejarme de mi padre, que me amaba y que no debíamos desaprovechar esa oportunidad. Como es natural, yo accedí.

Patricia cierra los ojos y guarda silencio durante unos momentos. Deduzco que recuerda que ése fue el momento en que tomó el camino equivocado que la sumió en las tinieblas para siempre.

—Nos marchamos cuatro días más tarde, en secreto. No me despedí de mis padres. Recogí las pocas pertenencias que tenía y me fugué de noche. Jamás volví a ver a mis padres.

»Fue una época muy excitante. Me sentía libre. La vida me sonreía. Me había fugado con un hombre guapo y encantador dispuesto a casarse conmigo, había escapado de un lugar aburrido, era joven y el futuro se abría ante mí. —La voz de Patricia cambia, adopta un tono monocorde—. Llegamos a California al cabo de cinco días. Dos días más tarde nos casamos. Y en nuestra noche de bodas comprendí que el futuro que me esperaba era el infierno.

Patricia prosigue con gesto inexpresivo.

—Era lo opuesto a Halloween. En lugar de un ser humano que luce la máscara de un monstruo, Keith era un monstruo que lucía una máscara humana. —Patricia se estremece—. Yo era virgen cuando me casé con él. Keith se portó maravillosamente hasta el momento en que me tomó en brazos para atravesar el umbral de aquella sórdida habitación de hotel. En cuanto cerró la puerta, se quitó la máscara.

»Jamás olvidaré su sonrisa. Una sonrisa como la que imagino que mostraba Hitler al pensar en los judíos que morían en esos espantosos campos de concentración. Keith sonrió y luego me propinó un sonoro bofetón. Con una fuerza que me hizo perder el equilibrio; la nariz me sangraba. Aterricé de bruces en la cama. Veía las estrellas y trataba de convencerme de que estaba soñando. —Patricia aprieta los labios con gesto sombrío—. Pero no era un sueño. En todo caso, una pesadilla. “Aclaremos algunas cosas”, dijo Keith mientras me arrancaba la ropa. “Me perteneces. Te considero un útero reproductor. Eso es todo”. Creo que fue su voz, más que lo que hizo, lo que me aterrorizó. Hablaba con una voz neutra, normal. No encajaba con lo que hacía. Me obligó a arrodillarme y… no se puede decir que practicáramos el sexo. No. Por más que fuéramos marido y mujer. Me violó. Me amordazó para silenciar mis gritos mientras me violaba.

»Keith habló durante todo el rato con voz serena. “Nos quedaremos unos días aquí para enseñarte cuál es el lugar que te corresponde. Para que aprendas a obedecerme sin vacilar y sin hacer preguntas. El castigo por desobedecerme, aunque sea una falta leve, será más doloroso de lo que puedas soportar”.

Patricia calla durante largo rato. Nosotros esperamos a que reanude su relato, respetando su silencio. No tengo prisa. No tengo la menor duda de que nos conducirá a lo que queremos averiguar.

Cuando Patricia prosigue, lo hace con una voz que es casi un murmullo.

—Keith tardó tres días en doblegarme. Me hizo cortes con una navaja, quemaduras con cigarrillos. Me pegó. Hasta que accedí a hacer lo que me ordenara, por asqueroso y degradante que fuera. —Patricia esboza un rictus de desprecio hacia sí misma—. Por fin me reveló su última mentira. Me sacó del hotel y me trajo a esta casa. —La anciana asiente con la cabeza—. Vivía en esta casa. No vivía en Texas. Había salido en busca de una mujer que le diera un hijo.

—Peter —digo como si fuera una afirmación.

—Sí —responde Patricia—. Mi querido y dulce hijo —dice pronunciando la palabra «dulce» con un tono sarcástico—. Keith me ataba por las noches para impedir que huyera de él. Me golpeaba, me utilizaba. Me obligaba a hacer unas cosas repugnantes. Entonces me quedé embarazada. Fue la única época en que me dejó tranquila. Durante mi embarazo no me puso una mano encima. Yo era importante para él, iba a darle un hijo. —Patricia se lleva una mano a la frente—. Di gracias a Dios de no tener una hija. Keith la habría matado nada más nacer. Ahora comprendo que el tener un hijo fue también una desgracia en cierto aspecto.

Patricia hace una pausa para recobrar la compostura antes de proseguir.

—Keith me obligó a parir en casa. Él mismo me ayudó. Me dio un trapo con el que limpiarme mientras él hacía mimos y carantoñas al pequeño Peter. Después de que me aseara y durmiera un rato, me entregó de nuevo al niño. Y me dio un ultimátum. —Patricia se frota las manos, un gesto inconsciente que delata su nerviosismo—. Me dio a elegir. Me dijo que podía matarme en aquel instante y él criaría solo a Peter, o podía quedarme y criar a Peter junto con él. Dijo que si me quedaba no volvería a levantarme la mano. Incluso dormiríamos en camas separadas. Pero si me quedaba y trataba de huir, me perseguiría y haría que tardara varias semanas en morir. —Patricia enlaza las manos con fuerza—. Yo le creí. Debí decir que sí y matar a Peter y a mí misma en aquel momento. Pero aún albergaba una esperanza. Aún confiaba en que las cosas cambiarían.

Sus ojos, su rostro y su boca revelan una profunda amargura.

—De modo que accedí. Keith cumplió su palabra. No volvió a golpearme. Dormía en su habitación, y yo en la mía. Como es natural, Peter dormía en la habitación con su padre. Para evitar que yo me fugara con él una noche. Keith era un tipo astuto y muy cauto. Peter creció, y cuando cumplió cinco años, casi me había convencido a mí misma de que la situación había mejorado. La vida era normal. No maravillosa, pero aceptable. Qué ingenua fui. Las cosas no tardaron en empeorar. Y aunque Keith dejó de maltratarme, empezó a hacer algo infinitamente peor. —Patricia hace una pausa y sonríe débilmente—. Lo siento, pero necesito una taza de café antes de continuar. ¿Seguro que no les apetece un café?

Presiento que Patricia se sentiría más cómoda si aceptáramos su ofrecimiento.

—Me encantaría un café —digo sonriendo.

Jenny y Don coinciden conmigo, y Alan pide un vaso de agua. Sólo James se abstiene de pedir algo.

—¿Crees lo que nos ha contado? —me pregunta Alan en voz baja mientras Patricia está en la cocina.

—Yo diría que sí —respondo al cabo de unos momentos—. Sí —añado volviéndome hacia él—, la creo.

Patricia regresa portando una bandeja con nuestras bebidas y nos las ofrece. Luego se sienta y mira a Alan.

—He oído lo que ha dicho.

Alan la mira sorprendido y turbado, lo cual no es nada frecuente en él.

—Lo siento, señorita Connolly. No quise ofenderla.

Patricia le sonríe.

—No me ha ofendido, señor Washington. Cuando una vive con un hombre perverso, aprende a reconocer a los hombres decentes. Usted es un buen hombre. Además, era lógico que hiciera esa pregunta. —Patricia se vuelve en su silla para situarse frente a nosotros—. ¿Le importa bajar la cremallera de la espalda de mi vestido, agente Barrett? Es suficiente con que la baje hasta la mitad.

Me levanto con el ceño fruncido y dudo unos instantes.

—Adelante, no tema.

Bajo la cremallera del vestido de Patricia. Lo que veo me obliga a cerrar los ojos unos momentos.

—Todo un espectáculo, ¿no? —pregunta la anciana—. Ande, bájela más para que sus compañeros lo vean también.

La zona de la espalda de Patricia constituye una masa de viejas cicatrices. La parte de mi ser que no se siente horrorizada, que las contempla desde un punto de vista clínico, observa que esas cicatrices fueron causadas por diversos medios, en distintos momentos. Seguramente a lo largo de varios años. Algunas son cicatrices circulares, quemaduras producidas por cigarrillos. Otras son alargadas y finas. Como cortes. Deduzco que muchas han sido producidas por un látigo. Todos las contemplamos, pero brevemente. Esas cicatrices confirman la veracidad de la historia de Patricia, le confieren tres dimensiones. Es un espectáculo horrendo. La ayudo a ajustarse el vestido y subo de nuevo la cremallera.

A continuación se produce un silencio sombrío e incómodo. Es Alan quien lo rompe.

—Lamento lo que le ocurrió —dice a Patricia—. Y lamento haber dudado de su historia.

Patricia Connolly le sonríe. Es una sonrisa que deja entrever a la muchacha que era.

—Agradezco su amabilidad, señor Washington.

Apoya las manos en su regazo y tarda unos momentos en recobrar la compostura.

—Deben comprender que no supe lo que Keith se llevaba entre manos hasta al cabo de un tiempo, cuando era demasiado tarde. Él solía pasar muchas horas por la noche en el sótano, con Peter. Siempre cerraba la puerta con llave. Al principio, el niño subía de nuevo con aspecto de haber llorado. Al cabo de un año, subía con cara risueña. Un año más tarde, subía con gesto inexpresivo. Sólo sus ojos mostraban cierta arrogancia. Cuando cumplió diez años, la arrogancia desapareció. Mostraba el aspecto de cualquier niño de su edad. Era listo, divertido. Te hacía reír.

Patricia menea la cabeza.

—Eso es lo que veo al echar la vista atrás. En aquel entonces no di importancia a los cambios que se operaron en Peter. Los arrinconé en mi mente y dejé que se pudrieran ahí.

»Durante esos años, Keith cumplió su palabra. No me tocó. No trató de acostarse conmigo. Era como si yo no existiera para él. Lo cual me parecía de perlas. Pero… pero… —Patricia se detiene.

La emoción que la embarga ha aparecido con la fuerza de una tormenta de verano. Las lágrimas empiezan a rodar por sus mejillas.

—Pero era por un motivo egoísta. Keith me dejaba tranquila, sí, pero era porque estaba ocupado con Peter. Y yo jamás le pregunté nada ni le espié. Me limité a entregarle a mi hijo. —La voz de Patricia rebosa de desprecio hacia sí misma—. ¿Qué clase de madre era yo?

La tormenta pasa. La anciana se enjuga los ojos con el dorso de la mano.

—Porque cuando miré con atención, observé cambios en mi hijo. Vi la sonrisa de su padre, la sonrisa con que Keith me había mirado en aquella habitación en nuestra noche de bodas. Sentí en Peter la misma frialdad. —Patricia guarda silencio unos instantes. Luego emite un prolongado suspiro y continúa—: Ocurrió cuando Peter tenía quince años. —Sus ojos adquieren de nuevo una expresión distante.

»Habían transcurrido muchos años sin que Keith me golpeara o violara. Unos años durante los cuales tuve tiempo de mirar en mi interior, de pensar sin que nada me distrajera. En cierto modo, era como estar encerrada en una torre. Pero ese aislamiento me permitió volver a ser yo misma. De modo que tomé una decisión. Entonces empecé a urdir un plan. Estaba decidida a que mi hijo y yo nos liberáramos de aquel yugo. En cierto momento, el dolor que sentía empezó a dar paso a la ira. Empecé a planear el asesinato de Keith.

El rostro de Patricia no muestra emoción alguna.

—Opté por el método más sencillo. Le invitaría a acostarse conmigo. Lo cual le pillaría por sorpresa. Le dejaría hacer lo que quisiera conmigo. Y luego lo mataría con el cuchillo que tenía oculto debajo de mi almohada. Después de matarlo, mi hijo y yo abandonaríamos esta casa y regresaríamos a Texas. Comenzaríamos una nueva vida. —Patricia se vuelve hacia mí—. Supongo que algunas personas son más hábiles que otras a la hora de matar. O quizá no es que yo no tuviera ninguna habilidad, sino que Keith era muy, pero que muy astuto. Cosa que yo no sabía en aquel entonces, pero que no tardaría en averiguar.

La mujer acaricia una cadenita de oro que lleva colgada alrededor del cuello.

—Keith se mostró sorprendido, desde luego. Le dije que le echaba de menos en mi cama. Vi reflejarse en sus ojos la llama del deseo. Estaba preparada para que me maltratara de nuevo, pues era la única forma con que Keith gozaba del sexo. Me condujo a mi dormitorio y prácticamente me arrancó la ropa. —Patricia sigue acariciando la cadena de oro—. Yo le dejé que hiciera lo que quisiera durante largo rato. Fue tan espantoso como de costumbre, pero ¿qué eran unas pocas horas de suplicio si ello me permitía acabar con él de una vez para siempre? —Patricia asiente con la cabeza—. Quería que Keith agotara sus fuerzas. Cuando terminó, yo tenía un ojo morado, un labio hinchado y la nariz me sangraba. Él alzó su sudoroso cuerpo del mío, se tumbó boca arriba y cerró los ojos mientras suspiraba de satisfacción. —La anciana abre mucho los ojos mientras nos cuenta lo que ocurrió a continuación—. ¿Quién podía adivinar que un ser humano era capaz de reaccionar con semejante rapidez? En cuanto Keith cerró los ojos, metí la mano debajo de la almohada y saqué el cuchillo. Al cabo de un segundo me dispuse a clavárselo en la garganta. —Patricia menea de nuevo la cabeza con gesto de incredulidad—. Pero él me aferró la muñeca una fracción de segundo antes de que yo le clavara el cuchillo. Me la sujetó con fuerza, impidiéndome llevar a cabo mi plan. Era un hombre increíblemente fuerte, nunca he conocido a nadie tan fuerte.

»Keith me sujetó por la muñeca, sonrió como solía hacer y meneó la cabeza. “Ha sido una mala idea, Patricia”, me dijo. “Me temo que voy a tener que matarte”. —Observo que le tiemblan un poco las manos—. Yo estaba aterrorizada. Keith me arrebató el cuchillo y me propinó una soberana paliza. Me golpeó durante largo rato y con saña. Me saltó un par de dientes. Me partió la nariz y la mandíbula. Yo apenas estaba consciente. Cuando estaba a punto de desmayarme, se inclinó sobre mí y me susurró en el oído: “Disponte a morir, cerda”. Luego todo se hizo oscuro.

Patricia guarda silencio. Contemplo fascinada el movimiento de esa cadena de oro mientras la anciana juguetea con ella.

—Me desperté en el hospital. Me dolía todo el cuerpo. Pero no me importaba, porque sabía una cosa. Si aún estaba viva, significaba que Keith había muerto. Miré a Peter, que estaba sentado junto a mi cama. Cuando vio que yo había recuperado el conocimiento, me tomó la mano. Permanecimos así una hora, en silencio.

»El sheriff me contó lo ocurrido unas horas más tarde —prosigue Patricia con los ojos llenos de lágrimas—. Fue Peter. Al oír mis gritos entró en la habitación en el preciso momento en que Keith iba a degollarme. Y lo mató. Mató a su padre para salvarme la vida.

Patricia se abraza, parece perdida.

—¿Imaginan las emociones que sentí en esos momentos? ¿Al cabo de tantos años y de lo que había tenido que soportar? Sentí un alivio casi insoportable. Mi hijo me había demostrado que era hijo mío, en última instancia me había elegido a mí en lugar de a su padre. —Las lágrimas siguen rodando por sus mejillas—. Yo había temido perderlo para siempre. Discúlpenme un momento.

Se levanta y se acerca a un estante en el que hay una caja de pañuelos de papel. Toma la caja, saca un pañuelo para enjugarse los ojos y se sienta de nuevo.

—Disculpen este arrebato.

—No tiene que disculparse —respondo.

Lo digo sinceramente. Los sufrimientos que ha padecido esa mujer son inimaginables. Algunos quizá la despreciarían por haber soportado esos malos tratos durante tantos años. Por no haber sido fuerte. Yo quiero pensar que soy más inteligente que esas personas. Patricia se seca los ojos con el pañuelo mientras recobra la compostura.

—Cuando me curé de mis heridas, Peter y yo regresamos a casa. Fue una época maravillosa. Él me adoraba. La hora de la cena ya no transcurría en silencio, sin que nadie despegara los labios. Éramos… —Patricia hace una pausa—. Formábamos una familia. —Su rostro se ensombrece de pronto, mostrando de nuevo el dolor y la amargura, como si luciera una máscara negra—. Pero duró poco.

Acaricia de nuevo la cadena de oro que lleva alrededor del cuello. Juguetea con ella, la retuerce.

—Peter seguía bajando al sótano cada noche. Pasaba horas allí. Nunca me dejó entrar, por lo que yo ignoraba qué hacía allí. Pero estaba asustada. Era algo que había hecho su padre, y en el fondo yo sabía que no podía ser nada bueno.

»Transcurrieron unos meses y mi preocupación sobre lo que hacía Peter en el sótano aumentó. Pero no hice nada al respecto. Era como si me resistiera… No sé cómo expresarlo…

—¿Cómo si se negara a aceptar la realidad? —tercia Alan.

—Exacto. Me resistía a aceptar la realidad. ¿Quién puede reprochármelo? Keith, esa pesadilla que había soportado durante tantos años, había muerto. Había recuperado a mi hijo. La vida me sonreía. —Patricia se frota la frente con una mano—. Pero supongo que algo se había endurecido en mi interior. Había dejado que transcurriera demasiado tiempo, demasiadas noches en que no dejaba de pensar en ese sótano. Un día, cuando Peter estaba en la escuela, decidí bajar y comprobar qué había allí abajo.

»Keith siempre había guardado la llave del sótano debajo de una lámpara en su dormitorio. Creía que yo no lo sabía, pero se equivocaba. De modo que el día en que decidí bajar, tomé la llave, bajé al sótano y abrí la puerta.

»Me quedé un buen rato en lo alto de la escalera, escrutando la oscuridad. Librando una lucha conmigo misma. Luego encendí la luz y bajé la escalera.

Patricia hace una pausa tan larga que temo que haya perdido la noción del tiempo, que se encuentre atrapada en ese momento pasado. Pero cuando me dispongo a tocarle el brazo, ella prosigue:

—Esperé a que Peter regresara de la escuela. Cuando llegó, le dije que había bajado al sótano. Le conté lo que había descubierto. Le dije que me había salvado la vida y me había liberado, que era mi hijo. De modo que jamás divulgaría lo que había hallado en el sótano. Pero le dije que no podía seguir viviendo bajo mi techo.

»Al principio no estaba segura si Peter me creyó cuando le dije que no divulgaría lo que había encontrado en el sótano. —Patricia sonríe divertida—. Supongo que en su fuero interno me quería. No sé si porque yo era su madre o porque necesitaba algo a que aferrarse, algo que le recordara que era un ser humano. En cualquier caso, Peter apenas dijo una palabra. Hizo la maleta, recogió unas cosas del sótano, me besó en la mejilla diciendo que me quería y lo comprendía, y se marchó. No he vuelto a verlo. Han pasado casi treinta años.

Las lágrimas ruedan de nuevo por las mejillas de Patricia. Alza la vista y mira a Don Rawlings.

—Cuando leí que esa pobre chica había sido asesinada y que la policía sospechaba de Peter, comprendí que la había matado él. Encajaba con lo que yo había hallado en el sótano. —Patricia se retuerce las manos—. Sé que debí decirlo. Que debí acudir a la policía. Pero… Peter mi había salvado la vida. Era mi hijo. Sé que eso no justifica mi silencio. En aquel momento creí obrar bien, pero ahora… —Emite un suspiro que parece contener el agotamiento que ha acumulado durante años—. Ahora soy vieja. Y estoy cansada. Cansada de tanto dolor, de tantos secretos y pesadillas.

—¿Qué vio en el sótano, Patricia? —le pregunto.

Ella me mira a los ojos sin dejar de juguetear con la cadena de oro.

—Puede verlo por usted misma. Hace casi treinta años que no he abierto esa puerta. Ha llegado el momento de hacerlo.

Patricia se quita la cadena con la que no ha dejado de juguetear por la cabeza. De ella pende una voluminosa llave, que me entrega.

—Adelante. Abra esa puerta. Es hora de dejar que entre el sol en ese sótano.