49

Nos encontramos en la sala de observación con Barry, contemplando a través del espejo a Robert Street. Está sentado a una mesa, con las muñecas y los tobillos esposados.

Es un individuo de aspecto corriente, lo que me sorprende en cierto sentido. Tiene el pelo castaño y un rostro formado por planos y aristas. Sus ojos reflejan una expresión febril y enfurecida, mientras que el resto de su cuerpo está relajado. Nos mira fijamente a través del espejo.

—Un tipo muy frío —comenta Alan—. ¿Sabemos algo de él?

—Poca cosa —responde Barry—. Se llama Robert Street. Tiene treinta y ocho años, está soltero, nunca ha estado casado y no tiene hijos. Trabaja como profesor de artes marciales en el Valley-Barry me mira señalando con la cabeza mis labios tumefactos —. Pero eso ya lo sabes.

—¿Habéis averiguado su dirección? —pregunto.

—Sí. Vive en un apartamento en Burbank. Como sus huellas coinciden con las halladas en el apartamento de tu amiga, no tendremos ningún problema en conseguir una orden judicial. Tengo a alguien ocupándose de ello.

—¿Quién quieres que le interrogue? —me pregunta Alan—. Dijiste que lo haría uno de nosotros. ¿Quién lo hará, tú o yo?

—Tú. Sin dudarlo. —Lo tengo muy claro. Alan es el mejor, y el hombre que está en esa habitación tiene la llave para dar con el auténtico Jack Jr. Lo cual nos permitirá terminar con esa pesadilla.

Alan me mira durante unos momentos y asiente con la cabeza, luego se vuelve para observar a Robert Street a través del espejo. Lo mira durante un buen rato. Barry y yo esperamos pacientemente; sabemos que Alan ya no repara en nuestra presencia, que está concentrando toda su atención en esa zona, estudiando a Street como un cazador estudia a su presa.

Dispuesto a obligarle a confesar.

Es preciso hacer que confiese, por varios motivos. La verdad es que todavía no podemos probar su participación en los hechos. Las huellas dactilares halladas en el apartamento de Annie pueden justificarse. Un buen abogado defensor puede alegar que el sospechoso dejó allí sus huellas al mover la cama para llevar a cabo su trabajo de exterminar las supuestas ratas. Lo cual, aunque fraudulento y fascinante, no constituye un crimen por sí mismo. Tenemos su ADN, pero aún no conocemos los resultados. ¿Y si la muestra de ADN que hallamos debajo de la uña de Charlotte Ross perteneciera a Jack Jr. y no a Robert Street?

Pero ante todo, necesitamos que nos conduzca a Jack Jr.

—¿Me haces pasar? —pregunta Alan a Barry.

Éste sale con Alan y al cabo de unos momentos veo a mi compañero entrar en la sala de interrogatorios. Robert Street alza la vista y le mira. Ladea la cabeza, escrutándolo, y sonríe.

—Caray —dice Street—, supongo que usted es el poli malo.

Alan avanza hacia él, dando la impresión de disponer de todo el tiempo necesario, y acerca una silla para sentarse frente a Street. Se ajusta la corbata. Sonríe. Le observa. Sé que cada movimiento es calculado. No sólo los movimientos, sino la lentitud o rapidez con que los hace. La impresión que producen en Street. El tono de su voz. Todo está muy estudiado, con un determinado fin.

—Me llamo Alan Washington, señor Street.

—Sé quién es. ¿Cómo está su esposa?

Alan sonríe, meneando la cabeza, y le apunta con un dedo.

—Muy listo —dice—. Trata de enojarme de buenas a primeras.

Street bosteza de forma exagerada.

—¿Dónde está esa hijaputa de Barrett? —pregunta.

—Ya la verá —responde Alan—. Le pegó usted unos guantazos que la dejaron noqueada.

Street sonríe despectivamente.

—Me alegra saberlo.

Alan se encoge de hombros.

—Entre usted y yo —dice—, a veces a mí también me entran ganas de darle un par de guantazos.

Street achica los ojos.

—¿En serio? —pregunta como si no acabara de creérselo.

—No puedo evitarlo. Pertenezco a la vieja escuela. Donde yo me crie, las mujeres ocupan un determinado lugar. —Alan sonríe—. Y ese lugar está por debajo de mí, no por encima, ¿comprende? —Suelta una risita—. De vez en cuando he tenido que propinar alguna bofetada a mi mujer. Para que entienda el lugar que le corresponde.

Alan ha logrado captar la atención de Street. La mirada del monstruo denota fascinación, deseo en pugna con su incredulidad. Quiere que lo que dice Alan sea cierto, y su deseo empieza a superar su incredulidad.

Los tiempos de las porras de goma y de los «polis buenos y polis malos» han pasado a la historia. Existe una ciencia para llevar a cabo una entrevista y un interrogatorio que ha demostrado su eficacia. Es un baile basado en la psicología, consistente en la combinación de cierto arte y unas excelentes dotes de observación. El primer paso siempre es el mismo: establecer un contacto con el sospechoso. Si Street fuera aficionado a pescar róbalos, Alan se convertiría al instante en un entusiasta de ese deporte. Si Street fuera un apasionado de las armas de fuego, Alan procuraría congraciarse con él demostrándole sus conocimientos sobre el tema. Street disfruta lastimando a mujeres. De modo que Alan finge compartir esa afición. Sé que esa táctica dará resultado. He comprobado su eficacia con los criminales más irredentos. Incluso con policías que conocen esa técnica y ellos mismos la han utilizado. Forma parte de la naturaleza humana, es inevitable.

—¿Qué opina el FBI sobre eso? —pregunta Street.

Alan se inclina hacia delante con gesto feroz.

—Mi mujer sabe que le conviene mantener la boca cerrada.

Street asiente con la cabeza, impresionado.

—El caso —dice Alan— es que dejó usted a Smoky bastante maltrecha. Los otros tíos también la golpearon. Dicen que realizó una demostración de artes marciales. Es profesor de artes marciales, ¿no es así?

—Sí.

—¿Qué estilo?

—Wing chun. Es una forma de kung-fu.

—¿De veras? Al estilo de Bruce Lee —dice Alan sonriendo—. Yo soy cinturón negro en karate.

Street lo mira de arriba abajo, calibrando su envergadura.

—¿Es bueno? ¿Se lo toma en serio? ¿O lo hace para alardear?

—Me entreno dos veces a la semana, hago mis ejercicios de kata todos los días. Llevo haciéndolo desde hace diez años.

—Alan no tiene ni idea de karate —digo a Barry.

Street asiente con la cabeza. Un pequeño gesto en señal de respeto. Alan ha conectado con él.

—Eso está bien. Uno tiene que mantenerse en forma. Un hombre de su envergadura puede convertirse en un arma letal.

Alan extiende las manos como diciendo «eso intento».

—Tengo mis momentos. ¿Y usted? ¿A qué edad empezó a practicar kung-fu?

Observo que Street hace una pausa mientras reflexiona. Hace justamente lo que Alan quiere que haga.

—No lo recuerdo exactamente… Creo que tenía cinco o seis años. Vivíamos en San Francisco.

Alan emite un silbido.

—O sea que hace un montón de años. ¿Cuánto tiempo se tarda, en términos generales, en dominar el arte del kung-fu?

—Es difícil de decir —responde Street tras reflexionar unos instantes—. Pero por regla general entre cuatro y cinco años.

Alan está utilizando sus inocuas preguntas para crear una base. Emplea una técnica denominada «interrogatorio neurolingüístico», que consiste en hacer al sujeto dos tipos de preguntas. Mediante el primero se le pide que recuerde algo. El otro tiene por objetivo que emplee su proceso cognitivo. Alan está tomando nota del lenguaje corporal de Street mientras le entrevista, qué cambios se producen cuando piensa en un dato en lugar de recordarlo. Esos cambios se producen principalmente en los ojos, y Street presenta los gestos clásicos. Cuando Alan le pidió que recordara algo —a qué edad empezó a practicar kung-fu—, Street miró hacia la derecha. Cuando le hizo una pregunta que requería que Street pensara en ella —que calculara cuánto tardaría una persona en dominar ese arte—, Street miró hacia abajo y hacia la izquierda. Alan sabe ahora que si formula a Street una pregunta que requiere que piense en la respuesta y éste mira hacia abajo y a la izquierda, probablemente esté mintiendo, ya que estará pensando en la respuesta en lugar de recordarla.

—Entre cuatro y cinco años. No está mal. —Alan hace un gesto con la mano detrás de su silla. Es una señal, y yo respondo a ella dando unos golpecitos en la ventana. Alan tuerce el gesto y dice:

—Lo siento. Enseguida vuelvo.

Street no responde, y Alan se levanta y sale de la habitación. Al cabo de unos momentos entra en la sala de observación.

—Por relajado que se muestre —dice—, ese tipo no tiene remota idea sobre el lenguaje corporal ni cómo funciona un interrogatorio. Voy a comérmelo vivo.

—Ten cuidado —digo—. Queremos que nos conduzca a Jack. Nos sabemos lo leal que es.

Alan me mira meneando la cabeza.

—Eso no influirá. —Luego mira a Barry y pregunta—: ¿Has traído la carpeta?

—Sí. —Barry le entrega una carpeta que contiene varios folios, todos ellos de temas no relacionados con Street o en blanco. En la parte delantera de la carpeta aparece claramente impreso el nombre ROBERT STREET.

La carpeta es un mero accesorio. Alan se dispone a modificar el tono y el ritmo de la entrevista. A partir de ahora empleará un tono agresivo. En nuestra sociedad, las carpetas se asocian con información importante, y el hecho de que ésta contenga unos documentos indicará a Street que disponemos de numerosas pruebas que le incriminan. Alan regresará a la sala de interrogatorios y seguirá entrevistándolo con un tono agresivo. Es un punto clave en este tipo de interrogatorio, y a veces tiene unos resultados espectaculares. Algunos sospechosos se sienten tan desmoralizados que incluso pierden el conocimiento durante el interrogatorio.

Alan observa durante unos instantes a Street y luego se encamina hacia la puerta. Al cabo de unos momentos entra de nuevo en la sala de interrogatorios. Finge leer los folios que contiene la carpeta. Luego la cierra y la muestra a Street para que vea que lleva impreso su nombre. Esta vez Alan no se sienta, sino que permanece de pie. Adopta una postura de autoridad, separando las piernas a la distancia de los hombros. Es una postura que indica dominio, control. Seguridad en sí mismo. Todo está perfectamente medido y calculado.

—Veamos, señor Street. Sabemos que participó en los asesinatos de Annie King y Charlotte Ross. No tenemos ninguna duda al respecto. Hemos cotejado las huellas dactilares que encontramos en el apartamento de Annie King con las suyas y concuerdan. En estos momentos estamos comparando una muestra de ADN hallado en el apartamento de Charlotte Ross con una muestra de su ADN, y estoy seguro de que concuerdan. Asimismo, tenemos una prueba del modus operandi que utilizó antes de cometer los crímenes, los albaranes que dejó haciéndose pasar por un «exterminador» de plagas. Disponemos de unos excelentes expertos en caligrafía que sin duda demostrarán que usted los firmó. Le tenemos atrapado. Lo que quiero saber es si está dispuesto a contármelo todo.

Street mira a Alan, ese gigante que está de pie junto a él, exhalando una aplastante seguridad en sí mismo, la viva imagen del varón alfa. Abre los ojos más de lo normal y observo que su respiración se acelera. Luego vuelve a achicar los ojos, sonríe y se encoge de hombros.

—Lo haría, si supiera a qué se refiere.

Sonríe de oreja a oreja. Cree que aún le queda una baza. Que no sabemos que los asesinos son dos.

Alan guarda silencio al tiempo que le mira fijamente. De pronto se vuelve bruscamente, levanta la mesa y la sitúa contra la pared del fondo. Luego coloca su silla directamente frente a Street y se sienta muy cerca de él.

Un gesto amenazador.

—¿Qué hace? —pregunta Street con un dejo de nerviosismo. En su frente aparecen unas gotas de sudor.

Alan le mira sorprendido.

—Sólo quiero asegurarme de que no se me pase nada por alto, señor Street.

Alan echa de nuevo un vistazo a la carpeta de pega y arruga el ceño. Menea la cabeza. Está actuando. Luego deposita la carpeta en el suelo, junto a su silla, y acerca ésta más a Street, invadiendo su espacio personal. Observo que coloca una rodilla entre las rodillas de Street, creando una amenaza subconsciente contra su virilidad. El asesino traga saliva. El sudor sobre su frente aumenta. No obstante, el tipo no es consciente de esas reacciones fisiológicas. Lo único que sabe es que Alan ha invadido su universo y se siente muy incómodo.

—Verá, hay un cabo suelto en esta historia.

Street traga de nuevo saliva.

—¿Qué?

—Un cabo suelto —repite Alan asintiendo con la cabeza. Se inclina hacia él y avanza aún más la rodilla—. Verá, sabemos que no ha actuado solo.

Street abre los ojos desmesuradamente. Su respiración se acelera. Suelta un eructo sin querer.

—¿Cómo dice?

—Tiene un cómplice. Nos dimos cuenta de ello al visionar el vídeo del asesinato de Annie King. Un individuo de una estatura distinta a la suya. Y sabemos que él es el auténtico Jack Jr., no usted.

Street se pone a boquear como un pescado que ha mordido un anzuelo. Sus ojos no se apartan de los de Alan. Eructa de nuevo. Baja las manos como para proteger sus partes. Es un gesto reflejo, del que no se percata. Alan se inclina más hacia él.

—¿Sabe usted quién es, Robert? —pregunta Alan.

—¡No! —exclama Street moviendo los ojos hacia abajo y hacia la izquierda. Está mintiendo.

—Mire, Robert… Yo creo que sí lo sabe, Robert. Creo que sabe quién es y dónde podemos localizarlo, Robert. ¿No es así, Robert? —Alan repite el nombre del sospechoso para crear la sensación de que le está acusando y que éste no tiene escapatoria. Es como repetir «¡Eh, tú!» una y otra vez.

Street lo mira. Está cubierto de sudor.

—No.

—Lo que no me explico es por qué le protege —dice Alan acercándose aún más a él. Se frota la mandíbula con aire pensativo—. Quizá… —chasquea los dedos—. En muchos casos, cuando dos asesinos en serie trabajan juntos, se follan mutuamente. Mejor dicho, el que es el jefe se folla al otro. ¿Es lo que hacen usted y Jack? ¿Por eso le protege? ¿Porque le gusta que le dé por el culo?

Street mira a Alan con ojos como platos. Está temblando de ira.

—¡No soy un marica!

Alan se inclina hacia él hasta que sus narices casi se rozan. Street no cesa de temblar. Eructa de nuevo.

—Eso no es lo que nos dijo la niña, Bonnie. ¿Se acuerda de ella? Dijo que uno de ustedes le devoraba la polla al otro como si participara en un concurso para ver quién engullía más salchichas de una sentada.

—¡Esa pequeña zorra miente! —grita Street furioso.

—¡Ya te tenemos! —dice Barry.

Alan insiste:

—¿Está seguro? Nos dio muchos detalles que una niña de su edad no puede conocer.

—¡Miente! ¡Probablemente ha visto a su madre chuparle la polla a un tío porque era una puta! Ni siquiera nos tocamos…

Street se detiene al darse cuenta de lo que ha hecho. De lo que ha dicho.

—De modo que usted estaba allí —dice Alan.

Street se sonroja. Por sus mejillas ruedan unas lágrimas. No creo que se percate de ello.

—¡Mierda! ¡Sí, yo estaba allí! ¡Le ayudé a matar a esa puta! ¡Y qué! No conseguirán atraparlo. No podrán echarle el guante, se lo aseguro. ¡Es más inteligente que ustedes!

—Ya tenemos la confesión de uno de ellos —digo.

Barry asiente con la cabeza.

—Ese tipo acaba de comprar un billete de ida a la cámara de gas.

Alan se retira un poco, sin apartar la rodilla, amenazando con propinar al otro un rodillazo. Street se está desmoronando ante nuestros ojos.

—En estos momentos unos agentes se dirigen a su apartamento, Robert. Apuesto a que encontrarán allí algo que nos ayudará a descubrir la identidad de su colega, Robert.

Street mueve los ojos hacia la derecha. Está recordando. Luego exclama:

—¡No encontrarán nada! ¡Que le den! ¡Deje de repetir mi nombre continuamente!

—¿Te has fijado en eso? —me pregunta Barry eufórico.

Sí, y al observarlo me estremecí de gozo.

Cuando Street dijo no, bajó los ojos y los movió hacia la izquierda.

Está mintiendo.

En su apartamento hay algo que Street no quiere que encontremos.