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Alan telefonea a Elaina.

—Vamos para allá, cariño… ¿Has avisado a la policía…? ¡Mierda! ¡No te muevas, tesoro! ¡Quédate ahí! —Alan tapa el micrófono del teléfono—. Esos tipos han entrado en la casa. Elaina les oye moviéndose por ella. —Alan habla de nuevo con su esposa—: Escucha, cariño. No me digas nada. No quiero que esos tíos te oigan. Mantén la línea abierta, deja el teléfono y apunta la pistola hacia la puerta. Si no me oyes a mí, a Smoky o a Callie, dispara si alguien trata de entrar.

Elaina y Bonnie, Elaina y Bonnie, Elaina y Bonnie…

Llegamos a la calle donde vive Alan. Callie enfila el camino de acceso a toda pastilla y cuando para el coche nos apeamos apresuradamente.

Es el momento de la venganza. Ya lloraremos más tarde.

Me alejo del coche y subo por el camino de acceso hasta la casa. Señalo la puerta. La han forzado, el quicio está astillado.

—Entrad sin hacer ruido —murmuro—. Tenemos que intentar atraparlos vivos. ¿Me oyes, Alan?

Él me dirige durante unos momentos una mirada prolongada, fría, como la de un asesino. Luego asiente a regañadientes con la cabeza.

Entramos por la puerta principal, empuñando nuestras pistolas y mirando hacia uno y otro lado tratando de distinguir algún signo de los intrusos. Callie, Alan y yo nos miramos meneando la cabeza. En la planta baja no hay rastro de ellos. De pronto nos paramos en seco al oír movimiento arriba. Señalo el techo.

Nos dirigimos hacia la escalera. El corazón me late aceleradamente. Oigo la respiración de Alan y veo que tiene la frente cubierta de sudor, aunque hace fresco dentro de la casa. Cuando estamos a punto de alcanzar la cima de la escalera, oímos gritar a Elaina.

—¡Alan! —chilla aterrorizada. Oigo tres disparos de una pistola.

—¡FBI! —grito al llegar arriba, sin molestarme en guardar silencio—. ¡Soltad vuestras armas y arrodillaos!

Suenan otros tres disparos de una pistola. De pronto veo de dónde provienen las detonaciones. Veo a un joven de pelo negro que se mueve espasmódicamente, como si tuviera el baile de San Vito, cuando Elaina le mete tres balazos en el cuerpo. Elaina no se anda con contemplaciones y sigue disparando hasta vaciar el cargador.

Otros dos tipos se vuelven hacia nosotros. Observo al instante que uno empuña una pistola y el otro una navaja. Al principio parecen sorprendidos, pero al verme su sorpresa da paso al odio.

—¡Es ella! —grita el que empuña la pistola—. ¡Esa hijaputa de Smoky!

Alza la pistola para disparar mientras el que va armado con una navaja se abalanza sobre mí. Todo se mueve de nuevo a cámara lenta, fotograma por fotograma.

Veo a Alan y a Callie disparar contra el tipo que empuña la pistola y contemplo con fría satisfacción los orificios que se abren en su frente y su pecho, salpicando sangre. Veo cómo su pistola se dispara cuando el tipo cae hacia atrás. El de la navaja se abalanza sobre mí y se produce una repetición de la escena del aparcamiento, excepto que esta vez disparo a la mano con la que sostiene la navaja para que la suelte y atraparlo vivo. Observo que pierde dos dedos, observo que abre los ojos como platos y luego los pone en blanco al acusar el impacto. El tipo cae de rodillas, formando con los labios una «O». Vomita una vez y cae de bruces, inconsciente pero temblando.

—¡Elaina! —grita Alan.

—¡Estamos aquí! —contesta ella gritando como una histérica—. ¡Estamos bien! ¡Estamos bien! ¡Estamos bien!

Alan y yo entramos apresuradamente en el baño.

Al verlas en la bañera, ilesas, siento una sensación de alivio tan intensa que las piernas apenas me sostienen. Elaina rompe a llorar, sosteniendo todavía la pistola con ambas manos, aturdida. Bonnie está sentada en un extremo de la bañera, abrazándose las piernas, con la frente apoyada en las rodillas, meciéndose de un lado a otro. Alan y yo chocamos cuando éste corre hacia Elaina y yo corro hacia Bonnie.

—¿Estás bien, tesoro? —pregunto enloquecida de temor, tomando su cabeza entre mis manos, comprobando si está herida.

Alan hace lo propio con Elaina. Bonnie me echa los brazos al cuello y rompe a llorar, y Elaina hace otro tanto con Alan. El sonido de las palabras que murmuramos Alan y yo incesantemente, «gracias a Dios, gracias a Dios», reverbera entre las paredes del baño. Es el caos del alivio.

—¡Callie! —grito a través de la puerta—. ¡Las dos están bien! ¡No han sufrido ningún daño! —En vista de que no me responde, digo de nuevo—: ¿Callie?

De pronto veo la imagen de la pistola de uno de esos tipos al dispararse y me quedo helada…

—Dios, no —murmuro. Dejo a Bonnie, empuño mi pistola y salgo sigilosamente del baño.

Entonces la veo.

Tengo la sensación de estar dentro de una campana de silencio, una quietud producida por la conmoción.

Callie yace en lo alto de la escalera, sobre la moqueta, con el pelo desparramado alrededor de la cabeza. Tiene los ojos cerrados.

Una mancha roja se extiende sobre su pecho.

—Llama una ambulancia, Alan… —murmuro. Luego grito—: ¡Llama una ambulancia de una puta vez!