—Póngame al día.
Me encuentro en el despacho del director adjunto Jones. Me ha llamado para que le informe sobre los progresos del caso. Cuando menciono a Tommy Aguilera me interrumpe.
—Un momento… ¿Aguilera? Ya no trabaja en el Servicio Secreto, ¿verdad?
—Es muy bueno, señor. Un crack. —No tienes ni idea hasta qué punto, pienso.
—Ya lo sé. No se trata de eso. —La expresión de Jones es puro vinagre—. Esta vez lo pasaré por alto, Smoky. De ahora en adelante, cuando decida contratar a alguien ajeno a la casa, primero tiene que consultarlo conmigo.
—Sí, señor.
—Siga.
Se lo explico todo, inclusive mi entrevista con el doctor Child. Jones se toma unos momentos para rumiarlo antes de juntar las manos sobre su mesa de trabajo.
—Veamos si lo he entendido. Ese tipo ha matado a dos mujeres. Cada vez que lo hace, le envía a usted un vídeo. Tiene un colega. Está obsesionado con usted, hasta el extremo de colarse en su casa, pincharle el teléfono y colocar en su coche un artilugio para localizarla. Ha emprendido ataques personales contra los miembros de su equipo, y ha amenazado a otros miembros en ciernes. Aparte del compinche con el que trabaja, se pone en contacto con otros asesinos en potencia. No es quién cree ser. ¿Es así?
—Sí, señor.
—Han recogido unas huellas dactilares, probablemente tienen una muestra de ADN. Han averiguado su modus operandi, y su pista más fiable ahora mismo es examinar las otras páginas web en las que puede haberse registrado. ¿He omitido algo?
—Es un buen resumen, señor. Quiero atacar este caso de otras dos formas, y necesito su autorización.
—Cuénteme.
—Quiero informar de este caso a los medios de comunicación.
Jones me mira con recelo. Por regla general, los medios de comunicación no nos caen bien. Interactuamos con ellos cuando no tenemos más remedio, o a veces cuando pensamos que pueden sernos útiles. Pienso que en esta ocasión pueden sernos útiles. Sólo necesito convencer a Jones.
—¿Por qué?
—Por dos motivos. El primero se refiere a la seguridad. Lo cierto es que aunque empezamos a formarnos una idea del asesino, no podemos predecir cuándo lo atraparemos. Debemos enviarle una advertencia. Y creo que éste es el momento idóneo.
Jones asiente con la cabeza, pero sin mucha convicción.
—¿El segundo motivo?
—El doctor Child dijo que ese tipo se hundiría si averiguara la verdad sobre el contenido del frasco. Le destruiría. Quizá le lleve incluso a suicidarse. Debemos conseguirlo, señor. Hasta ahora ha procedido con cautela. El dato sobre el contenido del frasco es el único que nosotros conocemos y él no. Es un arma excelente. Quiero utilizarla.
—Corremos el riesgo de que cometa una salvajada, Smoky. No me refiero a esos crímenes horrendos que ha perpetrado, sino a lanzar contra usted un misil teledirigido.
—Sí, señor. Es una posibilidad. Así conseguiríamos atraparlo.
Jones me mira con una expresión que no logro descifrar. Se levanta y se acerca a la ventana de su despacho. Empieza a hablar de espaldas a mí:
—Su obsesión con usted… —Jones se vuelve—. Quiero que se ande con mucho cuidado, no… —Se detiene, dudando—. No quiero que se repita lo de Joseph Sands. Jamás.
No sé qué decir. Porque siento la emoción que me transmite el director adjunto Jones.
—La conozco desde que empezó a trabajar en el FBI, Smoky. Desde que era joven y se tomaba su trabajo con entusiasmo y era un poco ingenua. Lo que pueda ocurrirle me afecta. ¿Comprende?
Observo la angustia en sus ojos.
—Sí, señor. Tendré cuidado.
La angustia desaparece de sus ojos, como si Jones la hubiera desterrado en algún lugar oculto de su ser. Ha dejado que yo la viera, quería que yo supiera que estaba ahí. Comprendo que quizá sea la primera y última vez que me permita verlo, por lo que me siento conmovida y agradecida.
—¿Algo más?
—Si localizamos a una posible víctima, quiero tender a ese tipo una trampa. Y tendré que actuar con rapidez.
—Cuando llegue ese momento, suponiendo que llegue, quiero que me consulte antes de tomar cualquier iniciativa.
—Sí, señor.
Cuando entro en el despacho, Leo agita un papel.
—Han concluido la búsqueda —dice—. Encontraron un nombre con la misma combinación de nombre de usuario y contraseña.
Qué raro, pienso, que no lo cambiaran.
—Déme los detalles.
Leo mira el papel.
—Se llama Leona Waters. Tiene una página personal denominada… —alza la vista y esboza una sonrisa cansada— Cassidy Cumdrinker. Vive en la zona de Santa Mónica.
—¿Tiene sus señas?
—Las he imprimido —responde Leo entregándome un papel.
—¿Qué quieres hacer, cielo?
—¿Qué sabéis de Barry?
—Han hallado otro recibo del exterminador de plagas —contesta Alan con aspereza—. La misma mierda que la otra vez.
—De modo que está claro que es su modus operandi.
—Eso parece.
—¿Algo más?
—No. Los de la Unidad del Escenario del Crimen siguen con ello.
—Os diré lo que quiero, Callie y yo iremos a ver a la señorita Waters. Quiero comprobar algunas cosas, explorar el terreno. A partir de ahí trazaremos un plan. Alan, quiero que permanezcas en contacto con Barry y averigües si Gene ha conseguido los resultados del ADN. Si ocurre alguna novedad, llámame.
—De acuerdo.
—¿Qué quieres que hagamos nosotros entretanto? —pregunta James.
—Mirar fotografías porno —contesto señalando las fotos de la fiesta sexual que han estado examinando con el software de reconocimiento facial—. Callie —digo chasqueando los dedos—, ¿tienes todavía ese contacto en el Canal Cuatro?
—¿Bradley? —Me mira con una sonrisa nada recatada—. Ya no nos acostamos, pero seguimos siendo amigos.
—Perfecto. Quiero que te pongas en contacto con él. Vamos a informar de este caso a los medios de comunicación. Quiero que Bradley venga aquí cuanto antes. Quiero que comenten el caso en las noticias de las seis.
Callie me mira arqueando las cejas.
—¿Tan pronto?
Le explico mis motivos. Ella reflexiona unos instantes y asiente con la cabeza.
—Eso le cabreará. Lo cual nos conviene. —Callie me mira con gesto pensativo—. Claro que quizá decida ir a por ti.
—Ya lo hace. De esa forma, estaremos preparados para atraparlo.
—Llamaré a Bradley ahora mismo.
El despacho bulle de actividad, pero en estos momentos no me necesitan como participante. Aprovecho la oportunidad para mirar mis correos electrónicos. He ordenado a todos que miren los suyos cada media hora. Yo no he comprobado el mío desde hace unas horas.
De pronto veo algo que me llama la atención. Es un correo electrónico titulado: «¡Saludos de la puta morena!».
Hago doble clic sobre el mensaje. Las palabras que lo encabezan son las mismas que las que aparecen en otros mensajes, por lo que estoy familiarizada con ellas.
Saludos, agente Barrett:
A estas alturas deduzco que ha contemplado mi última obra. La pequeña Charlotte Ross. ¡Menuda guarra! Estaba dispuesta a abrirse de piernas para cualquiera, hombre o mujer. A solas o en grupo. No deja de ser interesante que yo fuera el único hombre ante el que se negó a hacerlo voluntariamente.
Aunque eso era lo de menos.
Otra puta menos. Y ustedes siguen sin dar conmigo. ¿Se siente frustrada, agente Barrett? ¿O quizás incompetente?
A propósito, le doy permiso para retirar el artilugio que he colocado en su coche para localizarla y el micrófono en su teléfono.
—Mierda —musito.
¿Con quién cree que trata, agente Barrett? Aplaudo su esfuerzo, pero ¿pensó realmente que iba a pillarme de esa forma? Yo sabía que antes o después hallaría esos artilugios. Ya puede despedir al señor Aguilera, o seguir utilizando sus servicios. De cualquier forma, no conseguirá acercarse a mí.
He emprendido el camino que me había trazado. Sigo los pasos de mi antepasado, llevando a cabo su sagrada misión. Yo también colecciono recuerdos para pasarlos a las futuras generaciones.
Mientras charlamos estoy contemplando a mi próxima víctima. Un encanto. Pero ya se sabe que la belleza es superficial. No hay más que fijarse en usted, agente Barrett. Tiene unas cicatrices espantosas, sí, pero en su interior posee la belleza de una cazadora nata. Mi víctima en ciernes tiene un físico muy atractivo, pero su interior…
No es más que otra puta.
A usted también le reservo unas sorpresas.
Seguiremos en contacto. De momento, siga afanándose.
Sé que lo hará.
Desde el Infierno,
Jack Jr.
Su autocomplacencia me saca de quicio. Yo también tengo un mensaje para ti, tarado. Un mensaje que borrará esa sonrisa que no veo pero que sé que está ahí.
—He hablado con Bradley, cielo —me dice Callie.
Cierro mi programa de correo electrónico.
—¿Y?
Callie sonríe.
—Creo que ha estado a punto de mearse encima. Llegará dentro de media hora.
—Estupendo. Di a la recepcionista que le envíe directamente a la sala de juntas de la segunda planta.
Fiel a su palabra, Bradley Cummings aparece al cabo de veinticinco minutos. Presenta el mismo aspecto que la última vez que lo vi. Tiene unos rasgos muy atractivos y luce un traje impecable. Es muy alto. Callie, que no tiene nada de pudorosa, me relató sus apasionados escarceos sexuales con él. «Muy satisfactorio», fue su dictamen.
Bradley se presenta acompañado tan sólo por un cámara.
—Gracias por venir, Bradley.
—Callie me ha dado la versión abreviada por teléfono. Ningún periodista que se precie habría desaprovechado esta oportunidad. ¿Cómo quieres enfocarlo?
—Te daré todos los detalles sin que me filmes. Luego puedes hacerme ante la cámara todas las preguntas que consideres oportunas.
—Me parece bien.
—Pero necesito que esto salga en las noticias de las seis.
—No hay ningún problema, te lo aseguro.
—Perfecto. Otra cosa, quiero comunicar yo misma una parte específica de esta información ante la cámara. Lo comprenderás cuando lo veas. Es imprescindible que sea yo quien lo diga.
Bradley me mira con cierto recelo.
—No me estarás vacilando con esa historia.
—Si te refieres a si te estoy utilizando, la respuesta es afirmativa. Pero —añado alzando un dedo— todos los pormenores son ciertos. La historia es real. Al mismo tiempo conseguirás otras dos cosas: advertir a posibles víctimas en ciernes y darme la oportunidad de cabrear al asesino. Por eso tengo que ser yo quien lo diga. Ese tipo es como una granada de mano, Brad. Y yo voy a quitarle la espoleta. —Me encojo de hombros—. Quienquiera que le quite la espoleta, se arriesga a que le estalle en la cara.
Bradley me mira a los ojos, en busca de una mentira.
—De acuerdo. Confío en ti. Dame los pormenores.
Dedico veinte minutos a contar a Bradley lo ocurrido durante los cinco últimos días. Él es un buen periodista y se afana en tomar notas, intercalando alguna que otra pregunta. Cuando termino, se repantiga en su silla.
—Caray —dice—. Esto es… impresionante. Deduzco que lo que quieres decir ante la cámara se refiere al contenido del frasco.
—Exacto. Uno de los motivos por los que es importante que lo diga yo en lugar de otra persona es que eso le cabreará. Probablemente la emprenda contra la persona que le dé esa noticia.
—De acuerdo —dice Bradley—. Vamos a ello.
Se desenvuelve bien ante la cámara. Sus preguntas son perspicaces y oportunas, sin ser agresivas. Por fin llega a la pregunta crucial.
—Agente especial Barrett, ha dicho que posee una información muy importante sobre el contenido del frasco que le envió el asesino. ¿Puede decirnos algo al respecto?
—Sí, Brad. Abrimos el frasco y mandamos analizar el contenido. Averiguamos que los tejidos que contenía no eran humanos, sino de vaca.
—¿Qué significa eso?
Me vuelvo para mirar directamente a la cámara.
—Que el asesino no es quien cree ser. No es un descendiente de Jack el Destripador. Es muy probable que esté convencido de serlo. Dudo que supiera lo que contenía ese frasco. En realidad, es triste —añado meneando la cabeza—. Está viviendo una mentira, y no lo sabe.
—Gracias, agente Barrett.
Brad se marcha más que satisfecho. Me promete incluir la historia en los informativos de las seis y de las once y sale apresuradamente para cumplir su palabra.
—La entrevista ha ido estupendamente —comenta Callie—. Había olvidado lo guapo que es ese hombre. Quizá debería llamarlo.
—Si lo haces, esta vez no quiero que me des los detalles.
—Lástima, es la parte más divertida. —Callie se detiene—. Ese tipo va a pillar un cabreo monumental. Me refiero a Jack Jr. La noticia le hará polvo.
—Con eso cuento —respondo sonriendo—. Vamos a ver a la señorita Watts.
Utilizamos un vehículo del FBI, para asegurarme de que nadie nos sigue ni trata de localizarnos por medios electrónicos. Aunque los coches pertenecientes a los otros miembros del equipo han sido inspeccionados en busca de micrófonos ocultos y demás artilugios para seguir sus movimientos, es posible que Jack Jr. los reconozca.
De camino a casa de Leona Waters, llamo a Tommy Aguilera para informarle sobre el correo electrónico.
—Uno de ellos debió ir allí anoche. O esta mañana. Significa que están bien informados sobre las personas que conoces. Las personas como yo.
—Sí. De momento esto es todo, Tommy. Si no te importa, te llamaré más tarde. Para decidir si debemos deshacernos del micrófono oculto y del chisme para localizarme a través del GPS.
—No es necesario.
—¿A qué te refieres?
—Voy a continuar siguiéndote, Smoky. Ya te lo dije anoche. Eres mi jefa. Mi misión no habrá concluido hasta que atrapes a ese tío y yo sepa que estás a salvo.
Por más que quiero protestar, lo cierto es que en parte había confiado en que Tommy reaccionara así.
—Seguiré vigilándote, Smoky.
El viaje dura más de lo previsto debido a un accidente ocurrido en la autovía; una furgoneta ha chocado contra la mediana. El accidente no ha tenido consecuencias graves, pero ha ocasionado un revuelo mayúsculo, como de costumbre. Llegamos casi a las dos de la tarde. Leona Waters vive en un bonito edificio de apartamentos en una zona no muy respetable. Santa Mónica es una mezcolanza. Muchos sectores son de clase media e incluso alta, pero buena parte de esa zona se ha deteriorado, como el resto de Los Ángeles. Es una constante de esta ciudad, que obliga a muchos residentes a trasladarse cada vez más lejos en un intento de huir de ese cáncer. Pero no lo consiguen.
Aparcamos el coche y nos encaminamos hacia la entrada. Ésta tiene una puerta de seguridad, de forma que los residentes deben utilizar un código de acceso. En el mostrador de recepción hay un guardia de seguridad. Llamo con los nudillos en el cristal para hacer que levante la vista. El hombre nos mira con una expresión entre aburrida e irritada hasta que le muestro mi placa del FBI a través del cristal. Al verla el guardia de seguridad se levanta apresuradamente y nos abre la puerta.
Al ver las cicatrices que tengo en la cara el tipo se detiene unos instantes, observándome descaradamente. Luego mira a Callie, dándole un buen repaso y deteniéndose durante medio segundo en sus tetas.
—¿Ocurre algo, señora?
—Queremos entrevistar…
—Ricky —me interrumpe el guardia de seguridad pasándose la lengua por los labios y enderezándose. Ricky aparenta cuarenta y muchos años. Muestra el aspecto tronado de una persona que solía estar en forma, pero que se ha abandonado. Tiene la cara llena de arrugas y una expresión de hastío. No da la impresión de sentirse satisfecho de su vida.
—Queremos entrevistar a una inquilina. No tiene mayor importancia.
—¿Necesita que yo le eche una mano, señora? ¿De qué inquilina se trata?
—Me temo que eso es confidencial, Ricky. Espero que lo comprenda.
El guardia de seguridad asiente con la cabeza tratando de asumir un aire importante.
—Por supuesto, señora. Lo comprendo. El ascensor está a la derecha. Si necesita algo, no dude en decírmelo. —Ricky da un último repaso a las tetas de Callie.
—Lo haré, gracias. —Que te crees tú eso, pienso.
Callie y yo nos montamos en el ascensor.
—Qué tipo más asqueroso —comenta ella mientras subimos a la tercera planta.
—Sí.
Salimos del ascensor. Unas flechas nos conducen al apartamento 314. Llamo a la puerta y al cabo de unos momentos nos abre una mujer.
La mujer y yo nos miramos, sin saber qué decir. Callie rompe el silencio.
—¿Acaso tienes una hermana que no conozco?
No tengo ninguna hermana, pero es una pregunta lógica. Leona Waters y yo podríamos estar emparentadas. Somos casi de la misma estatura. Ella tiene las caderas anchas y poco pecho, como yo. Tiene el mismo pelo largo, oscuro y espeso que yo, y unas facciones parecidas a las mías. El tamaño de la nariz es similar. El color de sus ojos es distinto del mío. Por supuesto, no tiene mis cicatrices. Tras mi sorpresa al comprobar la semejanza que guarda Leona conmigo, siento un angustioso desasosiego. Creo que está claro el motivo por el que Jack Jr. la ha elegido.
—¿Es usted Leona Waters? —pregunto.
La mujer me mira a mí, a Callie y luego de nuevo a mí.
—Sí…
Le muestro mi placa de identificación.
—Soy la agente especial Smoky Barrett, del FBI.
—¿He hecho algo? —inquiere arrugando el ceño.
—No, señora. Soy la directora de la Unidad de Crímenes Violentos de Los Ángeles. Perseguimos a un hombre que ha violado, torturado y asesinado a dos mujeres, que sepamos. Creemos que se propone convertirla a usted en su próxima víctima. —Me lanzo directamente a su yugular, sin miramientos.
La mujer me mira estupefacta, con los ojos como platos.
—¿Es una broma?
—No, señora Waters. Ojalá lo fuera. Pero no lo es. ¿Podemos pasar?
Tras unos instantes de vacilación, Leona recobra la compostura y nos invita a pasar.
Al entrar en su apartamento me choca el buen gusto con que está decorado. Una belleza sutil, muy femenina. Está claro que es la vivienda de una mujer.
Leona nos indica que nos sentemos en el sofá. Ella se sienta frente a nosotras en una butaca tapizada a juego con el sofá.
—¿De modo que no es un cuento, que hay un tarado que pretende asesinarme? —pregunta Leona.
—Es un individuo muy peligroso. Ha asesinado a dos mujeres. Sus víctimas son mujeres que tienen páginas web pornográficas. Las tortura, las viola y las mata. Luego mutila sus cuerpos. Cree ser un descendiente de Jack el Destripador.
Sigo exponiéndole la situación con toda crudeza, a fin de eliminar cualquier recelo por mi parte y dudas por parte de Leona. La táctica parece dar resultado, porque ella ha pasado del rosa a una intensa palidez.
—¿Qué le hace pensar que me ha elegido a mí?
—El asesino sigue un esquema. Se registra como miembro en una página web. Lo ha hecho en el caso de las dos mujeres que ha matado hasta ahora. Elige una combinación de nombre de usuario y contraseña relacionada con Jack el Destripador. Hemos encontrado una de esas combinaciones en la lista de suscriptores de su página web, señora Waters. Ese individuo me odia —añado señalándome—, está obsesionado conmigo. ¿No se ha fijado usted en nuestro parecido?
Leona duda unos instantes mientras me examina atentamente.
—Sí, por supuesto que me he fijado. —Se detiene—. ¿Fue él quien… le hizo eso? —pregunta señalando mi cara.
—No, fue otra persona.
—No quiero ser grosera, pero nada de esto me inspira mucha confianza.
Yo sonrío brevemente para demostrarle que no me ha ofendido.
—Es comprensible. Pero el hombre que me hizo esto me cogió desprevenida. Eso es justamente lo que tratamos de evitar en este caso. El asesino no sabrá que le seguimos la pista.
La expresión de Leona indica que lo ha comprendido.
—Ya entiendo. Quiere tenderle una trampa, ¿no es así?
—Sí.
—¿Utilizándome a mí como cebo?
—No exactamente. Usted es el cebo, pues el asesino cree que la encontrará aquí. Pero colocaré a una agente en su lugar. No puedo arriesgarme a que sufra usted algún daño. Sólo necesito utilizar su apartamento. Y usted tendrá que ausentarse durante unos días.
Los ojos de Leona reflejan algo que no alcanzo a descifrar. De pronto se levanta, se aleja unos pasos y se detiene, de espaldas a nosotras. Cuando se vuelve, su rostro muestra una expresión decidida.
—¿Sabe cuántos años tengo? —pregunta.
—No —respondo.
—Veintinueve —dice Leona—. No estoy mal para una mujer de veintinueve años, ¿no creen? —pregunta señalándose.
—No. Nada mal.
—Me casé a los dieciocho años con el primer hombre con el que me acosté. Creí que era el amor de mi vida, el tipo más maravilloso del mundo. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por él. Y durante un tiempo lo hice. Pero de repente el Príncipe Encantador cambió. Durante siete años me propinó unas palizas tremendas. No me partió ningún hueso, pero sabía cómo lastimarme. Aparte de otras cosas degradantes. —Leona me mira a los ojos—. ¿Imagina lo que supone acostarse con un hombre así? Es como si te violaran. Da lo mismo que estés casada con él. Él lo convierte en una violación. —Mueve la cabeza y desvía los ojos—. Tardé mucho tiempo en madurar. Siete años. Durante los seis primeros, no se me ocurrió abandonarle. Ni se me pasó por la cabeza. Mi marido me convenció de que yo tenía la culpa de que me maltratara. O que tenía el derecho de hacerlo.
—¿Qué hizo que cambiara la situación? —pregunta Callie.
No se nos ocurre preguntar a Leona adónde quiere ir a parar ni qué tiene eso que ver con el asunto que nos ocupa. Está claro que necesita desahogarse, y para conseguir lo que queremos, tenemos que escucharla.
Leona se encoge de hombros y sus ojos muestran una expresión dura.
—Ya se lo he dicho, maduré. Mi marido sabía cómo maltratarme sin dejarme ninguna señal. Hablé con unos policías, que me dijeron que iba a ser una lucha larga y complicada. —Leona sonríe—. De modo que oculté una videocámara y lo grabé. Dejé que me propinara una última paliza, que me lastimara, que me humillara. Entregué la cinta a la policía y le denuncié. El abogado de mi marido trató de demostrar que le había tendido una trampa al grabarlo en vídeo, pero… —Leona se encoge de hombros—. El juez lo admitió como prueba. Mi marido fue a la cárcel y yo vendí todo lo que teníamos y vine a Los Ángeles. —Señala el apartamento—. Esto es mío. Es posible que ustedes no aprueben la forma en que me gano la vida, pero no me importa. Este apartamento es mío y ya no estoy sometida a mi marido. —Leona se sienta frente a nosotras—. Me juré que no permitiría que ningún hombre volviera a dominarme de esa forma. Jamás. De modo que si quieren utilizar mi apartamento para atrapar a ese psicópata estoy dispuesta a colaborar con ustedes. Hasta donde haga falta. Pero no dejaré mi apartamento. —Se reclina en la butaca mirándonos con gesto decidido.
Observo a Leona Waters durante un rato. Ésta soporta mi escrutinio sin inmutarse. La idea no me gusta nada. Pero sé que esa mujer no va a capitular.
—De acuerdo, señora Waters —digo alzando las manos en un gesto de rendición—. Si consigo que mi superior lo autorice, lo haremos como quiere.
—Llámeme Leona, agente Barrett. Díganme —Leona se inclina hacia delante con una expresión vehemente y excitada—, ¿qué piensan hacer?
Me siento más animada, aunque con reservas. Leona no ha recibido ninguna visita del exterminador de plagas, lo que significa que esos tipos todavía no han echado un vistazo a su apartamento. Podrían hacerlo en cualquier momento. Hoy, mañana. Estoy convencida de que lo harán pronto.
El dragón se agita furioso en mi interior, huele la sangre.
He hablado con el director adjunto Jones y le he explicado lo que necesito. Después de mucho protestar, ha accedido a mi petición. Callie y yo estamos todavía en el cuarto de estar de Leona, esta vez sosteniendo unas tazas de café que nos ha ofrecido. Esperamos a dos agentes y dos policías del SWAT de Los Ángeles, que llegarán de forma escalonada. No queremos alertar a los asesinos si están vigilando la casa.
Leona está en el despacho que tiene su apartamento; nos ha dicho que tiene que responder a unos correos electrónicos.
—Aunque no me gusta lo que hace la señora Waters —dice Callie—, confieso que me cae bien. Es una mujer fuerte.
Yo la miro con una media sonrisa.
—A mí también me cae bien. Preferiría que no insistiera en quedarse, pero no he tenido más remedio que ceder. Es valiente y dura de pelar.
Callie bebe un sorbo de café mientras reflexiona.
—¿Qué posibilidades tenemos de conseguirlo? —me pregunta.
—No lo sé, Callie. Después de ver a Leona, estoy segura de que vamos por buen camino. Jack Jr. la tenía en su lista. No hay más que ver el parecido que guarda conmigo —digo torciendo el gesto—. Probablemente la eligió para tener la sensación de que me estaba violando y asesinando a mí.
—Es impresionante, cielo. Casi hace que crea en lo del doppelgänger.
De repente suena mi móvil.
—¿Sí? —respondo.
Oigo la voz de barítono de Alan.
—Quería contarte las últimas novedades. Gene dice que el análisis del ADN se retrasa más de lo previsto. Cree poder decirnos algo sobre las diez de la noche.
—Tenemos una pista que promete. —Cuento a Alan nuestra entrevista con Leona y el plan que hemos trazado.
—Eso podría dar resultado —contesta él—. Ojalá atrapemos a esos cabrones.
—Cruza los dedos. Os mantendré a todos informados. —Cuelgo y miro mi reloj—. Cómo pasa el tiempo. —Miro a Callie—. Son casi las seis.
—Van a dar las noticias por la tele.
—Espero que el psicópata pille un cabreo de órdago.