Había aceptado la invitación de Alan y Elaina de ir a cenar anoche a su casa porque necesitaba un poco de normalidad. Elaina no me defraudó. Tenía mejor aspecto y había recuperado su antigua alegría. Me hizo reír en más de una ocasión y, lo que es más importante, hizo que Bonnie sonriera multitud de veces. Observé que la pequeña se estaba encariñando con Elaina, cosa que comprendo perfectamente.
Mientras Elaina prepara a Bonnie para que regrese a casa conmigo, Alan y yo estamos sentados en el cuarto de estar, esperando. Es un silencio amigable.
—Elaina tiene mejor aspecto —digo.
Él asiente con la cabeza.
—Sí, está mejor. Bonnie ha contribuido a ello.
—Me alegro.
La niña irrumpe en la habitación, interrumpiendo ese momento, seguida por Elaina.
—¿Estás lista para marcharte, tesoro? —pregunto a Bonnie.
Ella sonríe y asiente con la cabeza. Yo me levanto, abrazo a Alan y a Elaina y beso a ésta en la mejilla.
—¿Te ha dicho Alan que mañana nos pondremos en marcha temprano?
—Sí.
—¿Te parece bien que traiga a Bonnie a las siete?
Elaina sonríe, se agacha y acaricia el pelo de la pequeña, que la mira con adoración.
—Por supuesto. —Elaina se arrodilla y dice—: Dame un achuchón, cielito.
Ambas se abrazan y sonríen, y a continuación la niña y yo nos marchamos.
—Sube a acostarte, tesoro —digo a Bonnie—. Subiré enseguida.
Ella asiente con la cabeza y sube por la escalera. Mi móvil empieza a sonar.
—Soy Leo.
—¿Qué hay?
—Alan y yo hemos conseguido la orden judicial para examinar la lista de suscriptores de Annie —dice—. No tuve oportunidad de decírselo antes de que se fuera. Me he puesto en contacto con la compañía. Se mostraron dispuestos a colaborar con nosotros.
—¿Ya ha conseguido la lista?
—Llevo cuatro horas examinándola. He descubierto algo.
—Cuéntemelo —respondo con tono esperanzado.
—Al parecer su amiga tenía una lista muy extensa de suscriptores. Casi un millar. Pensé que sería interesante fijar los parámetros de la búsqueda con el fin de hallar nombres relacionados con el escenario de Jack el Destripador. Ya sabe, Londres, el infierno y esas cosas.
—¿Y?
—Lo encontré enseguida. Frederick Abberline. El nombre del inspector que se hizo famoso por haber cazado a nuestro amigo Jack en aquella época.
—¿Por qué no me llamó?
—Porque aún no he terminado. Piense en ello. Es demasiado obvio. No iban a facilitarnos unas señas auténticas tan fácilmente. De todos modos lo he comprobado. Es un apartado de correos.
—Qué mala pata —contesto.
—Pero no deja de ser una pista —dice Leo—. Estoy analizando la lista también desde otro ángulo. Cada vez que alguien adquiere algo o se registra para acceder a unas prestaciones utilizando una tarjeta de crédito, su dirección IP queda archivada.
—Lo cual significa… ¿qué?
—Que todo lo que existe en la Red, ya sea un puntocom o una conexión telefónica, tiene un número. Eso es el Protocolo de Internet. Cada vez que navegas por la Red, tienes una identidad, eres tu número IP.
—De modo que cuando adquieres algo o te registras utilizando una tarjeta de crédito, ese número queda archivado.
—Exacto.
—¿Cree que eso puede conducirnos a algo interesante?
—Eso es lo problemático. Hay dos sistemas mediante los cuales las direcciones IP pueden ser relacionadas con tu conexión a Internet. Uno nos beneficia, el otro no. Las direcciones IP son propiedad de la compañía que te facilita el acceso a Internet. En la mayoría de los casos, cada vez que marcas o te conectas, te asignan una dirección IP distinta. No hay una continuidad.
—Deduzco que ése es el sistema que no nos beneficia —digo.
—Así es. El otro sistema consiste en una conexión «permanente» con la Red. Tu proveedor de servicios te asigna una dirección IP, que siempre es la misma. Eso nos beneficia, siempre y cuando Jack Jr. haya utilizado ese sistema. Porque podemos rastrear esa dirección para dar con el titular.
—Bien… —respondo con tono pensativo—. Quizá me equivoque, pero creo que nuestro Jack es demasiado inteligente para utilizar ese sistema.
—Es probable —contesta Leo—. Pero quizá no. En cualquier caso, puede sernos útil. El proveedor de servicios que utilice debe tener unos archivos que muestran cuándo se usaron las direcciones IP, y a partir de ahí podemos obtener una ubicación general. Quizás incluso una ubicación exacta.
—Muy bien, Leo. Le felicito. Quiero que se concentre en eso.
—De acuerdo —contesta él.
Le creo. Su voz denota excitación y dudo que esta noche consiga pegar ojo. Huele la sangre, la droga irresistible del cazador.
Subo a acostarme, a reunirme con Bonnie, a dormir.
He tenido un sueño. Es un sueño extraño, distinto de los otros. Se basa en un recuerdo auténtico.
«Tu alma es como un diamante».
Fue algo que me dijo Matt en cierta ocasión, en un arrebato de ira. Yo había estado involucrada en un caso que me había robado todo mi tiempo durante un período de entre tres y cuatro meses. Apenas veía a Matt y a Alexa. Él había soportado esa situación durante los tres primeros meses, mostrándose comprensivo, sin rechistar. Pero una noche, al llegar a casa, lo había encontrado sentado en la oscuridad.
—No podemos seguir así —dijo.
Yo percibí el veneno en su voz.
Me quedé estupefacta. Suponía que toda iba perfectamente entre nosotros. Pero era una característica típica de Matt. Encajaba algo que le molestaba con estoicismo hasta que ya no podía más y estallaba. Eso provocaba siempre una escena desagradable, como en esos instantes: pasaba de no rechistar a estallar con la violencia de una tempestad.
—¿A qué te refieres? —pregunté a Matt con voz tensa, temblando de ira.
—¿A qué me refiero? ¡Joder, Smoky! Me refiero a que nunca estás en casa. Un mes, pase. Dos, me molesta pero lo acepto. Pero tres es demasiado. ¡Estoy harto! Nunca estás aquí, y cuando apareces apenas nos haces caso a Alexa o a mí, te muestras arisca e irritada. ¡A eso me refiero!
Nunca he sabido encajar bien un ataque directo. En momentos perezosos lo achaco a mi ascendencia irlandesa, pero la verdad es que mi madre era la viva imagen de la paciencia. No, este rasgo de mi personalidad no lo he heredado de nadie. Cuando me siento acorralada, pierdo la noción del bien y del mal. Lo único que me importa es salir del aprieto, y lucho utilizando todo tipo de artimañas, por sucias que sean, con tal de lograrlo. Matt tenía el defecto de dejar que la ira se acumulara en su interior hasta que estallaba. Lo cual chocaba frontalmente con mi defecto de atacar sin miramientos y sin pensar en las consecuencias cuando me sentía acorralada. Nunca habíamos conseguido resolver ese conflicto, una de las imperfecciones de nuestra relación. Aún la echo de menos.
Matt me había acorralado en un callejón sin salida y yo había reaccionado como de costumbre, asestando un golpe bajo.
—De modo que según tú debo decir a los padres de esas niñas que no tengo tiempo para atrapar al tipo que mató a sus hijas, ¿no es así? Si quieres, buscaré un trabajo con un horario de nueve a cinco. Pero la próxima vez que asesinen a una niña te obligaré a contemplar las fotos y a hablar con los padres, a ver cómo compaginas eso con una apacible vida familiar.
Fueron palabras frías, crueles y terriblemente injustas. Pero ésa es la crueldad de mi trabajo, pensé entonces enfurecida, y en esos momentos odié a Matt por no comprenderlo. Si me quedo en casa con mi familia, permito que un asesino siga libre para cometer sus crímenes. Si me dedico a perseguir al asesino, mi familia se siente abandonada y frustrada. Hay que esforzarse continuamente en compaginar ambas cosas, lo cual resulta agotador.
Matt se puso rojo de ira y murmuró:
—Vete al cuerno, Smoky. —Tras lo cual añadió meneando la cabeza—: Tu alma es como un diamante.
—¿Qué diablos significa eso? —pregunté, exasperada.
Él me miró irritado.
—Significa que tienes un alma muy bella, Smoky. Tan bella como un diamante. Pero también puede ser tan fría como un diamante.
Sus palabras eran tan crueles e hirientes que mi furia se disipó al instante. Matt no solía recurrir a la crueldad. Ésa era mi especialidad, por lo que me quedé anonadada. Al mismo tiempo sentí algo muy profundo en mi fuero interno: el temor de que tuviera razón. Recuerdo que lo miré estupefacta. Matt me miró dejando traslucir un atisbo de vergüenza en su rostro.
—¡Joder! —exclamó. Y se largó escaleras arriba dejándome plantada en la penumbra de nuestro cuarto de estar, profundamente dolida.
Como es natural, Matt y yo hicimos las paces. Superamos el incidente. En eso consiste el amor, tal como yo lo entendía en los entresijos más profundos de mi ser. El amor no se basa en lo romántico o la pasión. El amor es un estado de gracia. Uno lo experimenta cuando acepta la verdad absoluta de la otra persona, tanto lo cruel como lo divino, y el otro acepta esas cosas en ti, y compruebas que sigues deseando compartir tu vida con él. Conociendo los aspectos negativos del otro, pero amándolo con todas tus fuerzas. Sabiendo que el otro siente lo mismo que tú.
Es una sensación de seguridad y poder. Y cuando llegas a ese punto, la riqueza de lo romántico y pasional no te deslumbra, sino que es algo invulnerable y eterno.
Es decir, eterno hasta que la otra persona muere.
No me despierto de ese sueño gritando. Me despierto normalmente. Siento unas lágrimas que ruedan por mis mejillas. Dejo que se sequen de manera espontánea mientras escucho mi respiración hasta que me vence el sueño.