—Llegó hace una hora —dice Marilyn—. Lo enviaron a mi casa, pero está dirigido a la agente Barrett. Supuse que… —La joven no termina la frase, pero todos lo comprendemos. ¿Quién sino el asesino enviaría un paquete para mí a casa de Marilyn?
Todos están agolpados alrededor de la mesa del despacho, contemplando el paquete y mirando de refilón a la hija de Callie. Ésta se percata de ello y su exasperación parece rebasar su preocupación por el paquete.
—¡Por el amor de Dios! —exclama—. Es mi hija, Marilyn Gale. Marilyn, te presento a James, a Alan y a Leo, unos modestos funcionarios.
—Hola —dice la joven sonriendo.
—¿Ha recibido usted el paquete? —pregunto al policía, el agente Oldfield.
—No, señora. —Oldfield es un tipo fornido. Es un veterano, se siente a gusto siendo policía y no se deja intimidar por mí ni por todo el FBI—. Nuestra misión era vigilar la residencia. Y a la señora Gale, por supuesto, cuando sale —añade señalando a Marilyn con el pulgar—. La señora Gale acudió a nosotros con el paquete, nos expresó su inquietud y nos pidió que la condujéramos aquí junto con el envío.
—No lo habrás abierto —digo a Marilyn.
—No —responde la joven poniéndose seria de nuevo—. Supuse que no debía hacerlo. Sólo he completado el primer año de criminología —al oír eso Alan y Leo se miran—, pero aunque no fuera así, basta con ver algunos programas de televisión para comprender que más vale no manipular una prueba policial.
—Has hecho bien —respondo. Prosigo, midiendo bien mis palabras. No quiero asustarla, pero es preciso decirlo—. Pero ésa no es la única razón. ¿Y si el asesino decidiera cometer una locura? Como enviar una bomba.
Marilyn me mira con ojos como platos y palidece.
—Caray, yo… No se me había ocurrido… —La joven palidece aún más. Imagino que piensa en su bebé.
Callie apoya una mano en su hombro. Observo ira e inquietud en sus ojos.
—No tienes por qué preocuparte, cielo. Los de seguridad lo examinaron con rayos X antes de traerlo aquí, ¿no es así?
—Sí.
—Lo hacen para cerciorarse de que no contiene una bomba.
Marilyn recupera el color. Por lo visto se sobrepone con rapidez.
Por tanto lo que tenemos aquí, pienso, es algo novedoso e interesante. Y quizás horripilante.
—Callie, ¿por qué no te llevas a Marilyn a almorzar?
Ésta capta el mensaje. Voy a abrir el paquete, que quizá contenga algo que es preferible que Marilyn no vea.
—Buena idea. Vamos, cielo —dice tomando a su hija del brazo y conduciéndola hacia la puerta—. A propósito, ¿cómo está el pequeño Steven?
—Lo he dejado en casa de mi madre. ¿Seguro que puedes ausentarte un rato?
—Seguro —contesto yo, sonriendo, aunque no me siento precisamente alegre—. Y gracias por traer el paquete. Si esto vuelve a suceder, llámanos. Y no lo toques.
Marilyn vuelve a abrir los ojos desmesuradamente, y asiente con la cabeza. Callie la conduce fuera.
—¿Le importa que me quede, señora? —pregunta el agente Oldfield. Se encoge de hombros—. Me gustaría ver qué contiene el paquete. Quizá nos proporcione más datos sobre el asesino.
—No, siempre que añada la recepción de paquetes a su lista de cometidos en el futuro. No es un reproche, tan sólo una petición.
El agente Oldfield asiente con la cabeza.
—Ya lo he hecho, señora.
Abro un cajón, extraigo unos guantes de látex y me los enfundo. Luego me centro en el paquete. Consiste en otro sobre voluminoso, en el que aparece escrito con las acostumbradas letras en tinta negra: «A la atención de la agente Smoky Barrett». El sobre tiene un grosor de aproximadamente un centímetro y medio.
Le doy la vuelta y examino la solapa. No está sellada, sólo pegada por la punta. Levanto la vista. Todos guardan silencio, expectantes. Ha llegado el momento de abrirlo.
Lo primero que veo es la carta. Echo un rápido vistazo al resto del contenido. Achico los ojos al ver unas hojas en las que aparecen unas fotografías impresas. En cada fotografía se ve una mujer, desnuda de cintura para arriba, luciendo unas braguitas, algunas sujetas a una silla, otras a una cama. Todas llevan una capucha que oculta sus rasgos. El sobre contiene otro objeto, que hace que se me encoja el corazón. Un cedé.
Me dispongo a leer la carta. ¿Y ahora qué?, me pregunto preocupada.
Saludos, agente Barrett:
Comprendo que le parezca un tanto complicado el que haya enviado el paquete a las señas de la señora Gale. Pero lo he hecho con un propósito: seguir haciendo hincapié en mi prioridad principal. Demostrarles que ninguno de ustedes está a salvo si decido… tocarlos.
No, esto es para todos ustedes, agente Barrett. Le ruego que tenga paciencia mientras se lo explico. Hay una base filosófica detrás de esto, una historia que debe conocer para que comprenda el contenido de este sobre.
¿Sabe cuál es la palabra más buscada en Internet? «Sexo». Teniendo esto en cuenta, ¿sabe cuál es una de las palabras más buscadas después de sexo? «Violación».
Hay millones de personas que acceden a la Red, y con todo lo que ésta ofrece, dos de las cosas más buscadas, más deseadas, son sexo y violación.
¿Qué significa eso? Teniendo en cuenta las estadísticas demográficas de la Red, significa que millones de hombres están en estos momentos sentados tranquilamente en sus casas, dando vueltas al tema de la violación, con las palmas sudorosas y una erección de caballo. ¿No le parece tremendo?
Permita que la conduzca ahora por otro camino relacionado con el tema. En Internet ha empezado a proliferar un nuevo tipo de páginas web. Unas páginas web dirigidas a hombres que comparten entre sí un profundo odio hacia las mujeres. Tomemos como ejemplo la página web titulada oportunamente «vengarsedelaputa.com». En esta página web, unos hombres que se sienten traicionados cuelgan unas fotografías comprometedoras de sus ex novias o esposas. Unas fotografías en las que aparecen desnudas, con un explícito contenido sexual. Todas ellas tienen el objetivo de degradar y abochornar a esas mujeres. Sus autores invitan a otros hombres a escribir sus opiniones debajo de cada fotografía. Los primeros folios adjuntos consisten en algunas de esas fotografías. Le recomiendo que les eche un vistazo.
Examino las fotografías a las que se refiere Jack Jr. La primera muestra a una mujer de pelo castaño, sonriente. Aparenta entre veinte y veinticinco años. Está desnuda, con las piernas abiertas, posando frente a la cámara. El pie de la foto dice: «Mi estúpida y desleal novia. Una asquerosa puta». Debajo de ella aparece un listado de respuestas. Leo algunas de ellas:
Cachascaliforniano: ¡Puta asquerosa! ¡Ojalá que otro tío le propine una buena paliza a ese puto coño!
Jake 28: ¡Debiste habernos pasado a esa cabrona a mis colegas y a mí para que la violáramos por el culo! ¡La muy guarra!
Dannyboy: ¡Yo me la hubiera cargado!
Tninch: ¡Bonito chocho! ¡Lástima que sea una hijaputa!
Pollagorda: ¡Haz lo que yo! ¡Métele tu polla en la boca y dile que cierre el pico!
Dejo las fotografías a un lado. Ya he leído bastante. Ese odio visceral es nauseabundo.
—Caray —dice Leo emitiendo un silbido—. Esto es preocupante.
Sigo leyendo.
Muy revelador, ¿no le parece? Veamos, ¿qué es lo que tenemos en nuestra olla? Analicémoslo: sexo y violación, un odio hacia la mujer en plan pasatiempo. Si mezclamos esos ingredientes, ¿qué obtenemos?
Un espacio perfectamente propicio para un encuentro de mentes. Unas mentes como la mía, agente Barrett.
Reconozco que la mayoría de esas mentes son pueriles, burdas. Pero si está dispuesta a buscar, como yo, a hurgar, engatusar, convencer…, hallará algunas mentes preparadas para dar el salto. En la mayoría de los casos, lo único que precisan es que alguien les estimule. Un mentor, por decirlo así.
Siento que se me revuelven las tripas. Una parte de mí cree saber adónde quiere ir a parar ese cabrón.
Creo haberle facilitado la base para que comprenda de qué va esto. Ahora pasemos a las fotografías. Deduzco que ya les ha echado un vistazo. Examínelas de nuevo.
Vuelvo a mirar las fotos. En total hay cinco mujeres. Las miro más atentamente.
—¿Qué opinas? —pregunto a Alan—. ¿No te parece que la cama y la silla que aparecen en todas las fotos son las mismas?
Él toma las hojas y las examina.
—Sí —responde. Achica los ojos y deposita los folios en mi mesa, uno junto a otro. Luego señala la moqueta en una de ellas—. Fíjate en eso.
Al mirar la foto veo una mancha.
—Y aquí —dice Alan señalando otra fotografía.
La misma mancha.
—Vaya —dice Leo—. Las mujeres son distintas, pero el tipo es el mismo.
—Pero no parece que sea Jack —tercia James, rompiendo su mutismo—. Ese tipo no es Jack. Quizá sea su amigo.
Nadie responde. Sigo leyendo la carta.
Es usted muy lista, agente Barrett. Seguro que a estas alturas, después de examinar atentamente las fotos, ha comprendido que esas jóvenes aparecen en el mismo lugar. La razón es muy simple: las cinco fueron asesinadas por el mismo individuo.
Suelto una palabrota. Una parte de mí lo sabía, pero Jack acaba de confirmarlo. Esas mujeres ya están muertas.
Quizás usted, o uno de sus colegas, ya ha deducido también el resto. Que el hombre que mató a esas mujeres no soy yo. En tal caso, permita que sea el primero en felicitarles.
Conocí al talentoso joven que tomó esas fotografías en ese vasto y sombrío entorno, en esas agrestes llanuras que componen la World Wide Web. Capté su hambre y su odio, y no tardé en convencerle para que diera el salto. Que renunciara a su estúpido afán de aferrarse a la luz y se adentrara en la oscuridad.
Por supuesto, esto podría ser una broma por mi parte, ¿no? Eche un vistazo al cedé que adjunto, y cuando haya terminado, llame al agente Jenkins en la oficina del FBI en Nueva York y pregúntele sobre Ronnie Barnes.
Ah, y si alberga la esperanza de que Barnes le proporcione la pista que ansía encontrar, lamento informarle de que el señor Barnes ya no se encuentra entre nosotros. Mire el cedé y lo comprenderá.
En resumidas cuentas, el tema sigue siendo el mismo: procure cazarme. Esmérese en conseguirlo, y recuerde esto: Ronnie Barnes era uno de tantos que tenía esa hambre especial. Y yo siempre estoy dispuesto a participar en esos encuentros de mentes.
Desde el Infierno,
Jack Jr.
—Joder —exclama Alan asqueado.
—Es interesante —comenta James—. Ese tío es como un virus informático. Eso es lo que pretende mostrarnos. Que puede reproducirse en otros.
—Sí —responde Leo—. Y sigue subiendo la apuesta. Indicándonos que no piensa dejar de hacerlo hasta que le atrapemos.
Me siento demasiado cansada y trastornada para responder.
—Colócalo en el ordenador —digo a Leo entregándole el cedé.
Todos nos situamos detrás de él mientras pone el cedé en la bandeja y lo abre. Vemos lo de siempre, un archivo de vídeo. Leo me mira.
—Adelante.
Hace un doble clic y comienza al vídeo y el audio. Vemos a una mujer atada a una silla. Esta vez está complemente desnuda y no lleva una capucha que le oculta el rostro. Observo que es morena. Una atractiva joven de veintitantos años. Y está tan aterrorizada que mira enloquecida a la cámara.
Un hombre se acerca a ella. Está sonriendo, desnudo. Trago saliva y observo asqueada que tiene una erección. El terror de la joven le excita sexualmente. Deduzco que se trata de Ronnie Barnes.
—Qué aspecto de cretino tiene ese tipo —comenta Oldfield.
Un comentario cruel, pero cierto. Ronnie Barnes es prácticamente un adolescente con la cara llena de granos, el torso escuchimizado y lleva unas gruesas gafas. Es el tipo de chico del que las mujeres frívolas se burlan, que se masturba pensando en ellas aunque las odia por los comentarios que hacen sobre él. Las odia ante todo por ser mujeres apetecibles, y se odia a sí mismo por desearlas. Lo sé, no porque Ronnie sea un joven escuchimizado con un problema de acné, sino porque empuña un cuchillo y la escena le pone cachondo.
Ronnie se vuelve hacia alguien que no vemos.
—¿Quieres que lo haga ahora? —pregunta. No oigo la respuesta, pero Ronnie asiente con la cabeza y se relame—. Mola.
—¿Con quién estará hablando? —pregunta Alan.
—A ver si lo adivinas —contesto.
Ronnie Barnes se inclina hacia delante, como haciendo acopio de valor. Lo que hace a continuación es tan decisivo, tan brutal, que todos retrocedemos espantados.
—¡Hijaputa de mierda! —grita el chico. Empuña el cuchillo de caza y lo clava en su víctima con tal brutalidad que el arma casi desaparece en el cuerpo de la joven. Acto seguido Barnes no se limita a extraer el cuchillo, sino que se lo arranca con un gesto salvaje, feroz. Lo empuña de nuevo y vuelve a clavárselo.
Barnes utiliza todo su cuerpo, todos sus músculos. Los tendones de su cuello resaltan debajo de la piel debido al esfuerzo.
Otra vez.
Barnes no emplea el metódico método de Jack Jr. Es la ferocidad descontrolada de un loco.
Otra vez.
—¡Hijaputa! —grita. Y sigue gritando como un auténtico poseso.
—¡Dios, qué cabronazo! —dice Leo levantándose apresuradamente y poniéndose a vomitar dentro de una papelera.
Ninguno de nosotros le censuramos por ello.
Todo concluye con la misma rapidez con la que ha comenzado. La mujer ha terminado postrada boca arriba. Apenas es reconocible como ser humano. Barnes está de rodillas, inclinado hacia atrás, con los brazos extendidos, los ojos cerrados, cubierto de sangre y sudor. Jadeando y gozando de su éxtasis. Ya no tiene una erección.
Mira de nuevo un punto fuera de la cámara, con expresión de adoración.
—¿Puedo decirlo ya? —pregunta. A continuación se vuelve y mira a la cámara. Esboza una sonrisa que no muestra ningún atisbo humano ni cuerdo—. Va por ti, Smoky.
—Vaya, hombre… —protesta Leo.
Yo callo. Una parte de mí permanece insensible. Sigo mirando el monitor.
Barnes se vuelve de nuevo a un punto fuera de la cámara.
—¿Lo he hecho bien? ¿Como tú querías? —De repente muda de expresión. Su rostro muestra al principio perplejidad, luego temor—. ¿Qué haces?
Cuando se produce el disparo que hace saltar la tapa de los sesos de Barnes, me levanto sobresaltada, volcando la silla en la que estaba sentada.
—¡Joder! —grita Alan tan impresionado como yo.
Me inclino hacia delante, sujetando los bordes de la mesa con fuerza, sintiendo que me tiemblan los brazos. Sé lo que va a ocurrir ahora. Por fuerza. Jack Jr. no desaprovecharía esa oportunidad. No me defrauda. Frente a la cámara aparece el rostro cubierto por una capucha, los ojos risueños debido a la sonrisa que no alcanzamos a ver, alzando el pulgar en señal de victoria.
El vídeo concluye.
Todos estamos sobrecogidos y silenciosos. Leo se enjuga la boca. El agente Oldfield tiene la mano apoyada en la pistola, un gesto reflejo.
Siento como si tuviera la mente vacía, hueca, y a través de ella flotaran unas plantas rodadoras impulsadas por el viento.
Tengo que hacer un esfuerzo casi sobrehumano para recobrar la compostura.
Por fin digo con tono seco, tenso, furioso.
—A trabajar.
Todos me miran como si estuviera chiflada.
—¡Vamos! —les espeto—. Poneos las pilas. Éste ha sido otro truco para distraernos. Jack Jr. pretende confundirnos. Serenaos y poneos a trabajar. Voy a llamar al agente Jenkins. —Mi voz suena firme, pero sigo temblando.
Al cabo de unos minutos los otros asimilan mis palabras y reanudan su trabajo. Yo descuelgo el teléfono, llamo a la centralita y pido que me comuniquen con el cuartel general del FBI en Nueva York. Siento que la cabeza me da vueltas. Pregunto por el agente Jenkins. Curiosamente, también trabaja en la Coordinadora del NCAVC.
El teléfono suena y Jenkins responde en el acto.
—Agente especial Bob Jenkins.
—Hola, Bob. Soy Smoky Barrett, de la Coordinadora del NCAVC de Los Ángeles. —El tono normal de mi voz me sorprende. Hola, qué tal, acabo de ver cómo descuartizaban a una mujer.
Me siento. Respiro hondo. Los latidos de mi corazón recuperan su ritmo acompasado.
—¿Qué puedes decirme sobre Ronnie Barnes?
—¿Barnes? —pregunta Jenkins. Parece sorprendido—. Es un caso antiguo. Ocurrió hace unos cinco o seis meses. Asesinó y mutiló a cinco mujeres. Más que mutilarlas, las destrozó. Para ser sincero, fue un caso muy sencillo. Alguien percibió un hedor y lo denunció a la policía. Unos policías entraron en el apartamento de Barnes, hallaron a una de las mujeres asesinadas y a éste con una bala que él mismo se había disparado en la cabeza. Caso cerrado.
—Te equivocas, Bob. Barnes no se disparó él mismo.
Se produce una larga pausa.
—Cuéntamelo —responde Bob.
Le ofrezco una versión resumida de Jack Jr. y el paquete que nos ha enviado. Del vídeo. Cuando termino, Jenkins guarda silencio unos minutos.
—Creo que llevo en esto tanto tiempo como tú, Smoky. ¿Te has encontrado alguna vez con un caso como éste?
—No.
—Yo tampoco. —Jenkins emite un suspiro que reconozco, como resignándose a aceptar que los monstruos siguen mutando, y que cada vez son peores—. ¿Puedo ayudarte en algo? —pregunta.
—¿Puedes enviarme una copia del historial de Barnes? Dudo que encuentre algo en él, pero… Nuestro asesino se anda con mucha cautela…
—Por supuesto. ¿Algo más?
—Sí. Por curiosidad, ¿cuándo murió Barnes?
—Un momento. —Oigo a Jenkins tecleando en el ordenador—. Veamos… Hallaron su cadáver el veintiuno de noviembre… Basándose en la descomposición y otros factores, el forense calcula que murió el diecinueve.
Me siento como si de pronto me hubiera quedado sin aire en los pulmones. La mano con que sostengo el teléfono se queda fláccida.
—¿Sigues ahí, Barrett?
—Sí, gracias por tu ayuda, Bob. Espero que me envíes ese historial. —Mi voz me suena muy remota, y mecánica. Jenkins no parece percatarse.
—Te lo enviaré mañana por mensajería.
Ambos colgamos y me quedo mirando el teléfono.
El diecinueve de noviembre.
Mientras Ronnie Barnes estaba destrozando a esa chica, Joseph Sands estaba destrozando mi vida. La misma noche. No la misma fecha un año o una década más tarde, sino el mismo día.
¿Fue una coincidencia? ¿O encerraba algún significado, algo que se me pasó por alto?