21

Partimos a primera hora de la mañana y el vuelo de regreso transcurrió en silencio. Bonnie iba sentada a mi lado, sosteniendo mi mano y con la vista fija en la distancia. Callie abrió la boca una vez para informarme de que enviarían a dos agentes a mi casa hasta que yo dijera que ya no los necesitaba. Yo no creía que el asesino se atreviera a regresar después de haber mostrado sus cartas, pero me sentí más que satisfecha al saber que iban a protegernos. Callie me dijo también que los análisis del AFIS no habían dado ningún resultado. Una mala noticia.

Estoy hecha un lío, un amasijo de dolor y confusión aderezado por pequeños estallidos de pánico. No es la emoción lo que me abruma, sino la realidad. La realidad de Bonnie. La miro. Bonnie consigue ponerme más nerviosa al volver la cabeza y mirarme abiertamente, con franqueza. Después de observarme unos momentos, se encierra de nuevo en su mutismo y su expresión ausente.

Crispo la mano en un puño y cierro los ojos. Esos pequeños estallidos de pánico relucen en la oscuridad y luego se apagan.

La maternidad me aterroriza. Porque es de esto de lo que estamos hablando, lisa y llanamente. Bonnie sólo me tiene a mí, y aún nos quedan miles de kilómetros por recorrer. Unos kilómetros llenos de jornadas escolares, mañanas navideñas, vacunas, cómete la verdura, clases de conducir, regresar a casa a las diez… Todas esas banalidades, importantes e insignificantes, que entraña hacerse responsable de otro ser.

Yo tenía un sistema para resolver esas cosas. No se denominaba tan sólo maternidad, sino paternidad. Yo tenía a Matt. Ambos nos ayudábamos, discutíamos sobre lo que más convenía a Alexa, la queríamos los dos juntos. Buena parte de la paternidad consiste en la permanente convicción de que la estás pifiando, y es muy reconfortante poder achacar la culpa a otra persona.

Bonnie me tiene a mí. Sólo a mí. Yo arrastro un tren de mercancías repleto de equipaje, mientras que ella arrastra un tren de mercancías repleto de horror y un futuro… ¿Qué clase de futuro? ¿Volverá a hablar algún día? ¿Tendrá amigas? ¿Novios? ¿Será feliz?

A medida que mi pánico se intensifica me doy cuenta de que no sé nada sobre esa niña. No sé si es una buena estudiante. No sé qué programas de televisión le gustan, ni qué prefiere comer para desayunar. No sé nada.

El terror que me invade va en aumento mientras no dejo de parlotear conmigo misma. Sólo deseo abrir la puerta de emergencia situada en este lado del avión y arrojarme al vacío gritando, riendo, llorando y…

De pronto oigo de nuevo la voz de Matt en mi cabeza. Suave, profunda y reconfortante.

«Tranquilízate, tesoro. Debes proceder paso a paso, y ya has superado el primer obstáculo».

¿A qué te refieres?, le pregunto mentalmente con tono quejumbroso.

Siento sonreír a Matt.

«Has adoptado a esa niña. Es tuya. Pase lo que pase, por duro que sea para ti, la has adoptado y nunca la abandonarás. Ésa es la primera regla de ser madre, y la has cumplido. El resto se irá resolviendo por sí solo».

Al pensar en eso siento un pellizco en el corazón y el deseo de llorar.

La primera regla de ser madre…

Alexa tenía sus problemas; no era una niña perfecta. A veces requería que le aseguráramos continuamente que la queríamos. En esos momentos siempre le decía lo mismo. La abrazaba y murmuraba unas frases tranquilizadoras con los labios pegados a su pelo.

—¿Sabes cuál es la primera regla de ser madre, tesoro? —le preguntaba.

—No, mamá. ¿Cuál es la primera regla de ser madre?

—Que eres mía y nunca te abandonaré. Pase lo que pase, por duras que sean las circunstancias, aunque…

—El viento deje de soplar, el sol deje de lucir y las estrellas de brillar —respondía Bonnie, completando el ritual.

Era lo único que yo tenía que hacer para que Bonnie se relajara y recobrara la confianza.

Mi corazón recupera su ritmo normal.

La primera regla de ser madre.

Podría empezar por eso.

Los pequeños estallidos de pánico remiten.

De momento.

Descendemos del avión y echo a andar sin decir nada, seguida por Bonnie.

Los agentes que nos acompañan a casa nos siguen en su coche durante todo el trayecto. Sopla un aire fresco y está un poco nublado. La autopista comienza a estar concurrida, aunque aún no es la hora punta, como un montón de hormigas esperando a sentir los tibios rayos del sol.

Apenas despegamos los labios durante el camino a casa. A Bonnie no le apetece hablar y yo estoy demasiado ocupada pensando, sintiendo, preocupándome.

Pienso mucho en Alexa. Hasta ayer no caí en la cuenta de lo poco que he pensado en ella desde su muerte. Era una figura… vaga. Un rostro borroso a lo lejos. Ahora comprendo que era la figura desdibujada que aparecía en mi sueño sobre Sands. La carta de Jack Jr. y el hecho de recordar el trágico episodio han hecho que la vea ahora con toda nitidez.

Alexa es ahora una belleza vívida, cegadora, dolorosa. Los recuerdos de ella constituyen una sinfonía interpretada a todo volumen. Me duelen los oídos, pero no puedo dejar de escucharla.

La sinfonía de la maternidad consiste en amar con total abandono, sin pensar en una misma, con la práctica totalidad de tu ser. Consiste en una pasión cuyo resplandor es capaz de dejar pálido al sol. Consiste en una esperanza insondable y una alegría violenta y desgarradora.

¡Dios, cómo quería a mi hija! Más que a mí misma, más que a Matt.

Ahora sé por qué su rostro aparecía borroso en mi imaginación. ¡Porque un mundo sin ella es insoportable!

Pero no tengo más remedio que soportarlo. Eso hace que se rompa algo en mi interior, algo que nunca cicatrizará.

Me alegro.

Porque quiero sentir siempre este dolor.

Cuando llegamos a casa, veinte minutos más tarde, los agentes me saludan sin decir palabra. Para indicarme que están de servicio.

—Espera aquí un momento, cariño —le digo a Bonnie.

Me acerco al coche. El conductor baja su ventanilla y sonrío al reconocer a uno de los agentes. Dick Keenan. Trabajaba como entrenador en Quantico cuando yo estudiaba en la academia. Cuando entró en la cincuentena, decidió que quería acabar trabajando en las «calles». Es un hombre de una pieza, de la vieja escuela del FBI, con el pelo cortado al cepillo y todo lo demás. Asimismo, es un bromista impenitente y un excelente tirador.

—¿Cómo conseguiste que te asignaran a este servicio, Dick? —le pregunto.

—Gracias al director adjunto Jones —responde sonriendo.

Yo asiento con la cabeza. Debí suponerlo.

—¿Quién es tu compañero?

El otro agente es más joven, más joven que yo. Acaba de empezar y está encantado de ser un agente del FBI. Le gusta la perspectiva de pasarse el día sentado en un coche sin dar golpe.

—Hannibal Shantz —dice sacando la mano a través de la ventanilla para que yo se la estreche.

—¿Hannibal? —pregunto sonriendo.

El joven se encoge de hombros. Tengo la impresión de que es un tipo amable. Es imposible hacer que se enfurezca o que no te caiga bien.

—¿Estás informado de todos los detalles, Dick?

Él asiente brevemente.

—Sobre ti. La niña. Sí, sé que está contigo.

—Bien. Pero quiero dejar una cosa muy clara. Es a ella a quien debéis proteger principalmente. ¿Entendido? Si tenéis que elegir entre seguirla a ella o a mí, quiero que la vigiléis a ella.

—De acuerdo.

—Gracias. Encantada de conocerte, Hannibal.

Me despido de ellos sintiéndome más tranquila. Bonnie me espera en el coche, con la casa como telón de fondo.

En el trayecto he tenido tiempo de preguntarme por qué me había quedado en esa casa. Fue un acto de obstinación. Quizá fuera también una estupidez. Comprendo que es un rasgo esencial de mi naturaleza. Es mi hogar. Si cediera al impulso de mudarme, perdería sin duda una parte de mí misma.

Aquí hay tigres, es cierto. Pero no estaba dispuesta a mudarme.

Estamos en la cocina, y el siguiente paso se me ocurre de forma espontánea.

—¿Tienes hambre, tesoro? —pregunto a Bonnie.

Ella me mira y asiente con la cabeza.

Yo asiento también, satisfecha. La primera regla de ser madre: amor. La segunda regla de ser madre: alimenta a tus hijos.

—Veamos qué hay en la nevera.

Bonnie me sigue cuando abro la puerta del frigorífico y echo un vistazo. Enséñales a cazar, pienso, y luego reprimo una pequeña burbuja de risa histérica. El contenido del frigorífico no tiene buen aspecto. Hay un tarro casi vacío de mantequilla de cacahuete y una botella de leche caducada que se está pudriendo.

—Lo siento, pequeña. Tendré que ir a comprar algo de comer —digo frotándome los ojos y conteniendo un suspiro. Estoy agotada. Pero ésta es una de las realidades de ser madre. No es una regla, sino una ley natural. Son tus hijos, eres responsable de ellos. Si estás cansada, paciencia, porque los niños no pueden conducir y no tienen dinero.

Ánimo, me digo. Miro a Bonnie sonriendo.

—Vamos a llenar la nevera.

Ella me mira de nuevo con esa expresión de franqueza, seguida por una sonrisa. Y asiente con la cabeza.

—Vamos —digo cogiendo el bolso y las llaves—. En marcha.

Yo había pedido a Keenan y a Shantz que se quedaran en mi casa. Puedo cuidar de mí misma, y era más importante para mí tener la certeza de que no había nadie esperándonos cuando regresáramos.

Bonnie y yo avanzamos por los pasillos del supermercado Ralph’s. Es el sistema moderno de ir en busca de alimento.

—Muéstrame lo que quieres que compre, tesoro, porque no sé lo que te gusta.

Sigo a Bonnie empujando el carrito de la compra mientras la niña se desliza por el suelo, en silencio y atenta. Cada vez que señala algo, lo tomo y examino unos momentos, asimilándolo en mi subconsciente. Oigo una voz estridente y profunda en mi cabeza: «MACARRONES CON QUESO —dice la voz—. ESPAGUETIS CON SALSA BOLOÑESA, EN NINGÚN CASO CON CHAMPIÑONES, SO PENA DE MUERTE. CHEETOS, LOS PICANTES». Son los mandamientos de lo que le gusta a Bonnie, lo cual me permite conocerla mejor. Es importante.

Tengo la sensación de que un mecanismo oxidado, chirriante y cubierto de polvo comienza a agitarse en mi interior, poniéndose lentamente en marcha. Amor, protección, macarrones con queso… Todo ello es justo y natural.

«Es como montar en bicicleta», oigo murmurar a Matt.

—Quizá —respondo también con un murmullo.

Estoy tan ocupada hablando conmigo misma que no me doy cuenta de que Bonnie se ha detenido y por poco la atropello con el carrito.

—Lo siento, tesoro —me disculpo sonriendo tímidamente—. ¿Lo hemos cogido todo?

Ella sonríe asintiendo con la cabeza. Ya está todo.

—Pues vamos a casa a comer.

Pienso que el problema no es montar en bicicleta. Lo que ha cambiado es la carretera por la que circula la bicicleta. Amor, protección, macarrones con queso… Todo eso está muy bien. Pero hay una niña que se ha quedado muda y una nueva mamá que está aterrorizada, que habla consigo misma y está un poco chiflada.

Estoy hablando por teléfono con la esposa de Alan. Mientras hablo con ella, observo a Bonnie devorar sus macarrones con queso con una dedicación y una intensidad impresionantes. Los niños son muy pragmáticos en lo que se refiere a la comida, pienso. «Ya sé que el cielo se está derrumbando, pero uno tiene que comer, ¿no es así?».

—Te lo agradezco, Elaina. Alan me contó lo de tu enfermedad y me da apuro pedírtelo, pero…

—No sigas, Smoky —me interrumpe ella con un tono socarrón, afable. Me recuerda a Matt—. Necesitas tiempo para solucionar tus asuntos, y esa niña necesita un lugar donde se sienta arropada cuando estés ausente. Hasta que lo resuelvas todo. —No puedo responder. Siento un nudo en la garganta. Elaina parece intuirlo, lo cual es típico de ella—. Todo se arreglará, Smoky. Serás una buena madre para esa niña. —Tras una pausa, prosigue—: Fuiste una madre maravillosa para Alexa. Y también lo serás para Bonnie.

Al oír esas palabras me invade una sensación de dolor, gratitud y oscuridad.

—Gracias —respondo con voz entrecortada y ronca después de aclararme la garganta.

—No hay ningún problema. Llámame cuando quieras que te eche una mano.

Elaina no me exige otra respuesta y cuelgo. Siempre ha sido una experta en materia de empatía. Había accedido a cuidar de Bonnie cuando yo necesitara a una canguro. Sin vacilar, sin hacer preguntas.

«No estás sola, cariño», musita Matt.

—Quizá sí —respondo en un murmullo—. O quizá no.

De repente suena mi móvil, sobresaltándome e interrumpiendo mi conversación con un fantasma. Me apresuro a responder.

—Hola, cielo —dice Callie—. Se ha producido una pequeña novedad de la que quiero informarte.

El corazón me da un vuelco. ¿Qué demonios habrá pasado?

—Cuéntamelo —digo.

—El asesino colocó unos transmisores ocultos en la consulta del doctor Hillstead.

—¿Qué? —pregunto frunciendo el ceño.

—¿No te chocó las cosas que Jack Jr. te decía en su carta? ¿No te preguntaste cómo las había averiguado?

Silencio. Estoy estupefacta, no puedo articular palabra. No, no me lo había preguntado.

—Cielo santo, Callie. No se me ocurrió. Joder. —Me siento mareada—. ¿Cómo es posible?

—No te culpes por ello. Con todo lo sucedido, a mí tampoco se me ocurrió. Dale las gracias a James por haber pensado en ello. —Callie hace una pausa—. ¿Es posible que haya pronunciado las palabras «gracias» y «James» en la misma frase? —La oigo emitir un sonido como si se estremeciera.

—Dame los detalles —replico con tono seco e impaciente. En estos momentos no me apetece bromear y estoy demasiado cansada para disculparme por ello.

—El asesino instaló dos transmisores en la consulta del doctor Hillstead, funcionales pero no de alta gama —dice Callie, dándome a entender que no son unos artilugios supersofisticados y probablemente es imposible averiguar dónde fueron adquiridos—. Ambos eran activados mediante un mando a distancia. Transmitían por vía inalámbrica a una minúscula grabadora colocada en el armario de la limpieza. Lo único que tenía que hacer el asesino era averiguar el día y la hora en que acudías a la consulta del doctor Hillstead, cielo. Podía activar los transmisores y recoger las grabaciones más tarde.

Experimento la sensación de haber sido violada, una potente descarga eléctrica. ¿Ha estado escuchando el asesino lo que yo le contaba al doctor Hillstead sobre Alexa y Matt? ¿Tomando nota de mis flaquezas? Me invade una furia tan abrumadora que temo desmayarme o vomitar.

Al cabo de unos minutos esa sensación se disipa tan rápidamente como apareció. Ya no me siento violada, ni furiosa, sólo agotada y desolada. Mi marea ha descendido, mi playa está seca y desierta.

—Tengo que colgar, Callie —farfullo.

—¿Estás bien, cielo?

—Te agradezco que me lo hayas dicho. Pero tengo que colgar.

Cuelgo y me asombra la sensación de vacío que experimento. En cierto sentido es exquisita. Perfecta.

—Siempre nos quedará París —murmuro, sintiendo que estoy a punto de soltar una carcajada.

Compruebo que Bonnie ha terminado de comer y me está mirando. Observándome. Lo cual hace que me sobresalte, que me lleve un susto de muerte.

Joder, pienso. Se me ocurre que lo primero que debo tener presente es que no estoy sola. Bonnie está conmigo, y ve lo que hago.

Mis días de permanecer sentada en la oscuridad, con mirada ausente y hablando conmigo misma deben terminar.

Nadie necesita a una madre chiflada.

Estamos en mi dormitorio, en mi cama, mirándonos mutuamente.

—¿Qué te parece, tesoro? ¿Te gusta?

Bonnie mira a su alrededor, pasa la mano sobre la colcha y luego sonríe, asintiendo con la cabeza. Yo también sonrío.

—Perfecto. Pensé que quizá te gustaría dormir aquí conmigo, pero si no quieres, lo comprendo.

Ella me toma de la mano y menea la cabeza como una muñeca de trapo. Es un «sí» rotundo.

—Genial. Tengo que hablar contigo sobre algunas cosas, Bonnie. ¿Te parece bien?

La niña asiente con la cabeza.

Algunas personas quizá no aprobarían este enfoque, el que yo quiera hablar del tema tan pronto con Bonnie. No estoy de acuerdo. En este caso actúo instintivamente, y algo me dice que debo ser sincera con esta niña si no quiero pifiarla.

—Lo primero que debo decirte es que cuando duermo, la mayoría de las veces, tengo pesadillas. A veces me aterrorizan, y me despierto gritando. Espero que no suceda durmiendo tú aquí conmigo, pero es algo que no puedo controlar. Si ocurre, no quiero que te asustes.

Bonnie escruta mi rostro. Luego sus ojos se posan en la fotografía que hay en mi mesita de noche. Es una fotografía de Matt, Alexa y yo, sonriendo, sin saber que la muerte aguardaba. Bonnie la contempla unos momentos y luego me mira arqueando las cejas.

Tardo unos instantes en comprender.

—Sí. Las pesadillas que tengo se refieren a lo que les ocurrió a ellos.

Bonnie cierra los ojos. Alza la mano y se da unos golpecitos en el pecho. Luego abre los ojos y me mira.

—¿Tú también? De acuerdo, tesoro, haremos un trato. Ninguna de nosotras nos asustaremos si la otra se despierta gritando.

Bonnie sonríe. Durante unos momentos pienso en lo surrealista que es esta escena. No estoy hablando con una niña de diez años sobre ropa, música o pasar un día en el parque. Estoy haciendo un pacto con ella sobre la posibilidad de despertarnos gritando durante la noche.

—Lo siguiente… me resulta un poco más difícil. No he decidido si voy a seguir con mi trabajo. Mi trabajo consiste en atrapar a gente mala, gente que hace cosas como lo que le hicieron a tu madre. Quizá me entristezca seguir haciendo ese trabajo. ¿Comprendes?

Bonnie asiente con gesto sombrío. Por supuesto que lo comprende.

—Aún no lo tengo decidido. Si lo dejo, tú y yo acordaremos lo que voy a hacer a partir de ahora. Si no lo dejo…, no podré tenerte conmigo todo el rato. Tendré que dejarte al cuidado de otra persona mientras trabajo. Pero te prometo que en tal caso, me aseguraré de que la persona que vaya a cuidarte te guste. ¿Te parece bien?

Bonnie asiente con cierto recelo. Empiezo a captar sus reacciones. Ese gesto de asentimiento dice «sí, pero con reservas».

—Una cosa más, tesoro. Creo que es lo más importante, de modo que escúchame con atención. —Tomo su mano y la miro a los ojos—. Si quieres, puedes quedarte conmigo. Para siempre. Jamás te abandonaré. Te lo prometo.

La cara de Bonnie muestra la primera emoción que he observado en ella desde que la vi postrada en la cama del hospital. Su carita se crispa, abrumada por el dolor. Las lágrimas ruedan por sus mejillas. Yo la abrazo, acunándola mientras llora en silencio. La estrecho con fuerza mientras murmuro unas palabras de consuelo con los labios pegados en su pelo, pensando en Annie, Alexa y la primera regla de ser madre.

Al cabo de un rato Bonnie deja de llorar. Pero sigue abrazada a mí, con la cabeza apoyada en mi pecho. Por fin deja de sorberse los mocos y se aparta, enjugándose la cara con las manos. Luego me mira con la cabeza ladeada, fijamente. Observa mis cicatrices. Yo me sobresalto cuando siento su mano en mi rostro. Bonnie me toca las cicatrices con tremenda ternura, delicadamente. Empezando por la que tengo en la frente, desliza los dedos hacia abajo, hasta tocarme el pómulo. Sus ojos se llenan de lágrimas y apoya la palma de la mano en mi mejilla. Luego vuelve a abrazarme. Esta vez es ella la que me abraza con fuerza.

Curiosamente, no siento deseos de romper a llorar como Bonnie. Durante unos segundos experimento una sensación de paz, de consuelo. Siento un poco de calor en esa parte de mí que se congeló hoy en el hospital.

Me aparto y la miro sonriendo.

—Menudo par estamos hechas —digo.

Bonnie sonríe divertida. Sé que es una sonrisa momentánea. Sé que cuando aflore el dolor que siente será como un maremoto. Pero es bonito verla sonreír.

—Escucha, volviendo a lo que te he dicho sobre si voy a seguir con mi trabajo o no. Esta noche tengo que hacer una cosa. ¿Quieres venir conmigo?

Bonnie asiente con la cabeza. Por supuesto que sí. Sonrío de nuevo y le pellizco en la barbilla.

—Pues andando.

Nos dirigimos en coche a un campo de tiro situado en San Fernando Valley. Le echo un vistazo antes de apearme del vehículo, haciendo acopio de valor. Es un edificio funcional, con desconchones en el muro de la fachada y unas ventanas que probablemente nadie ha lavado nunca. Es como una pistola, pienso. Una pistola puede estar llena de arañazos y haber perdido su brillo. Pero lo único que importa es un hecho elemental: ¿sigue siendo capaz de disparar una bala? Con este destartalado edificio ocurre lo mismo. Aquí acuden a entrenarse propietarios de pistolas que se lo toman muy en serio. Me refiero a hombres (y mujeres) que se pasan la vida utilizando pistolas para matar a personas o imponer el orden.

Personas como yo. Miro a Bonnie esbozando una media sonrisa.

—¿Estás preparada? —pregunto.

La niña asiente con la cabeza.

—Pues andando.

Conozco al dueño. Es un ex marine francotirador, con unos ojos que expresan calor pero que en el fondo son puro hielo. Al verme exclama con voz atronadora:

—¡Smoky! ¡Cuánto tiempo sin verte!

Yo sonrío, indicando mis cicatrices.

—Tuve un desgraciado accidente, Jazz.

Él mira a Bonnie sonriendo. Pero Bonnie no le devuelve la sonrisa.

—¿Quién es esta niña?

—Se llama Bonnie.

Jazz siempre ha tenido un buen ojo para captar a la gente. Se da cuenta de que a la pequeña le ocurre algo y no insiste en preguntarle cómo está y esas cosas. Se limita a asentir con la cabeza y me mira con las manos apoyadas en el mostrador.

—¿Qué necesitas esta noche?

—Esa Glock —digo señalando la pistola—. Y un cargador. Y unos protectores de los oídos para la niña y para mí.

—Muy bien. —Jazz toma la pistola del estante y deposita un cargador junto a ella. Luego nos entrega unos protectores para los oídos.

Tengo las manos sudorosas.

—Necesito un favor, Jazz. Necesito que lleves la pistola al puesto de tiro y que la cargues.

Él me mira con expresión inquisitiva. Me sonrojo de vergüenza.

—Por favor —digo con tono quedo—. Es una prueba. Si entro allí y soy incapaz de empuñar la pistola, probablemente no podré volver a dispararla jamás. No quiero tocarla hasta ese momento.

Noto que Jazz me observa con unos ojos cálidos y fríos al mismo tiempo. Por fin gana el lado cálido.

—No hay ningún problema, Smoky. Dame unos segundos.

—Gracias. Te lo agradezco mucho. —Tomo los protectores de los oídos y me arrodillo delante de Bonnie.

—Tenemos que ponernos estas cosas en el puesto de tiro. Cuando un arma se dispara hace un ruido tremendo. Si no te los pones, te duelen los oídos.

Bonnie asiente y extiende la mano. Le entrego los protectores y se los pone. Yo hago lo mismo.

—Seguidme —indica Jazz con un gesto.

Atravesamos la puerta y entramos en el campo de tiro. De inmediato percibo ese olor característico. Un olor a humo y a metal. No existe ningún olor comparable a éste. Me alegra comprobar que el campo de tiro está desierto.

Explico a Bonnie que tiene que permanecer al fondo de la sala, junto a la pared. Jazz me mira y coloca el cargador en la pistola. Esta vez sus ojos expresan frialdad, pero luego me sonríe y regresa a la recepción de la tienda. Sabe que deseo estar sola.

Me vuelvo y sonrío a Bonnie. La niña no me devuelve la sonrisa, sino que me observa muy seria. Comprende que voy a hacer algo importante para mí y se lo toma con la seriedad que requiere el momento.

Tomo la diana con forma humana y la fijo a la pieza que la sujeta. Oprimo el botón y observo cómo se desliza hacia el fondo del campo de tiro, hasta que adquiere el tamaño de un naipe.

El corazón me late aceleradamente. Estoy temblando y sudando al mismo tiempo.

Miro la Glock.

Una herramienta negra, reluciente, mortífera. Algunos se quejan de que exista, otros la consideran un objeto hermoso. Yo siempre la he considerado una extensión de mí misma. Hasta que me traicionó.

Es una Glock modelo 34. Tiene un cañón de trece centímetros y medio y pesa novecientos treinta y cinco gramos cuando está cargada. Dispara balas de nueve milímetros y el cargador almacena diecisiete proyectiles. La resistencia del disparador, sin modificar, es de algo más de dos kilos. Conozco todos estos datos técnicos como conozco mi estatura y mi peso. La cuestión que se plantea ahora es si ese mirlo y yo podemos llevarnos bien.

Alargo la mano hacia la pistola. Estoy empapada en sudor. Me siento mareada. Aprieto los dientes, forzándome a seguir alargando la mano. Veo los ojos de Alexa, sus labios en forma de «O» cuando mi bala, disparada desde mi pistola, la alcanza en el pecho y la silencia para siempre. La escena se repite una y otra vez en mi mente, como una película que se ha atascado. Detonación y muerte, detonación y muerte, detonación y fin del mundo.

—¡MALDITA SEA, MALDITA SEA, MALDITA SEA! —No sé si estoy gritando a Dios, a Joseph Sands, a mí misma o a la pistola.

Empuño la Glock con gesto rápido y fluido y disparo. Siento la sacudida del acero negro mientras disparo: ¡pum, pum, pum, pum, pum!

Luego oigo el clic de la recámara vacía. No quedan más balas. Estoy temblando, llorando. Pero sigo sosteniendo la Glock. Y no me he desmayado.

Oprimo con mano temblorosa el botón que hace que regrese la diana. Cuando llega y la examino, siento una sensación de euforia no exenta de tristeza. Diez disparos en la cabeza, siete en el corazón. He alcanzado los puntos que quería en la diana. Como siempre.

Miro la diana, la Glock y siento de nuevo una sensación de alegría y tristeza. Sé que nunca volveré a sentir la euforia que experimentaba al disparar. Detrás de ello hay demasiadas muertes. Demasiado dolor que jamás lograré olvidar.

Pero no importa. Ya he averiguado lo que quería saber. Puedo empuñar una pistola. El que me entusiasme o no carece de importancia.

Extraigo el cargador, tomo la diana y me vuelvo hacia Bonnie, que mira fijamente la diana y a mí. Luego sonríe. Le revuelvo el pelo y salimos del campo de tiro. Jazz está sentado en un taburete, con los brazos cruzados, mostrando una media sonrisa. En esos momentos sus ojos expresan calidez, sin el menor atisbo de frialdad.

—Lo sabía, Smoky. Lo llevas en la sangre, cariño.

Lo miro unos instantes y asiento con la cabeza. Tiene razón.

Mi mano y un arma. Volvemos a ser un buen matrimonio. Por más que es una relación un tanto tempestuosa, me doy cuenta de que la echaba de menos. Forma parte de mí. Naturalmente, ya no presenta un aspecto pimpante. Ha envejecido y se ha deteriorado algo.

Eso se debe a haberme elegido a mí por esposa.