—A ver si lo entiendo —dice Alan—. De modo que ese tío no sólo filmó el vídeo, sino que lo montó.
Leo asiente con la cabeza.
—Sí. Pero no en este ordenador. El disco duro no es lo suficientemente grande, y no puedes montar vídeos en él. Probablemente llevaba consigo un ordenador portátil muy potente.
Alan emite un silbido.
—Menudo tipo más frío, Smoky. Esto significa que montó el vídeo mientras tu amiga yacía muerta y Bonnie observaba. O peor.
Nadie ha hecho ningún comentario sobre mis lágrimas. Me siento vacía, pero ya no estoy aturdida. Respondo a Alan:
—Frío, organizado, competente, con conocimientos técnicos, y no cabe duda de que responde al perfil.
—¿A qué se refiere? —pregunta Leo.
Me vuelvo hacia él.
—Ha cruzado una línea, como persona, de la que no regresará. Ha disfrutado haciendo lo que ha hecho. Le ha hecho sentirse vivo. Uno no hace algo con lo que disfruta sólo una vez.
Leo me mira, sorprendido por esa explicación.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Ahora ya pueden irse y pediré a James que venga.
Oigo mi voz al decir esto y me choca su frialdad. Perfecto, pienso. Ya ha empezado. El dragón sigue ahí. Excelente.
Charlie y Leo parecen confundidos. Alan me comprende. Sonríe, pero no con alegría.
—James y Smoky necesitan cierto espacio. Nosotros tenemos mucho que hacer. ¿Quieres que sustituya a James en el despacho del médico forense? —me pregunta Alan.
—Sí —contesto distraída, distante. Apenas me doy cuenta cuando se marchan. Mi mente es un lugar abierto, inabarcable. Tengo la vista fija en el infinito.
Porque se aproxima el tren funesto.
Lo oigo a lo lejos, resoplando, escupiendo humo, formado por dientes, calor y sombras.
Me topé con el tren funesto (como yo lo llamo) durante mi primer caso. Es difícil de describir. El tren de la vida circula sobre la vía de la normalidad y la realidad. Es el tren en el que viaja buena parte de las personas, desde que nacen hasta que mueren. Está lleno de risas y lágrimas, infortunios y triunfos. Sus pasajeros no son perfectos, pero hacen lo que pueden.
El tren funesto es otra cosa.
Circula por unos raíles compuestos por cosas que crujen, blandas y viscosas. Es el tren en el que viajan personas como Jack Jr. Utiliza como combustible el asesinato, el sexo, los gritos. Es una serpiente gigantesca, negra, ávida de sangre, con ruedas. Si te apeas del tren de la vida y echas a correr a través del bosque, puedes encontrarte con el tren funesto. Puedes caminar junto a la vía por la que circula, correr junto a él cuando pasa, contemplar el contenido de sus vagones, en los que resuenan los alaridos de dolor. Y puedes montarte en él, avanzar entre los cadáveres que llenan los coches, entre los murmullos y los huesos, hasta que te topas con el maquinista del tren. El monstruo que persigues es el maquinista, que presenta numerosos aspectos. Puede ser bajo, calvo, cuarentón. O alto, joven y rubio. A veces, raramente, es una mujer. En el tren funesto ves la auténtica faz del maquinista, debajo de la sonrisa falsa y los elegantes ternos. Contemplas la oscuridad, y en ese momento, si observas con atención, lo comprendes.
Los asesinos que yo persigo no tienen un fondo risueño y plácido. Cada célula de su cuerpo es un interminable y eterno alarido. Balbucean, miran con los ojos muy abiertos, son malvados y están cubiertos de sangre. Son unos seres que se masturban mientras devoran carne humana, que gimen de placer mientras se restriegan con sesos y heces. Sus almas no andan, se deslizan, se mueven espasmódicamente, reptan.
En definitiva, el tren funesto es donde arranco mentalmente la máscara del asesino. Donde le miro sin desviar la vista. Es el lugar donde no retrocedo, ni busco pretextos o razones, sino que acepto lo que hay. Sí, los ojos del asesino están llenos de gusanos. Sí, bebe las lágrimas de los niños que ha asesinado. Sí, aquí sólo hay muerte.
—Muy interesante —había comentado el doctor Hillstead durante una de nuestras sesiones, después de que le hablara del tren funesto—. Mi pregunta, lo que me intriga, Smoky, es lo siguiente: cuando se monta en ese tren, ¿qué le impide apearse, qué le impide convertirse en el maquinista?
Yo sonreí.
—Cuando ves realmente lo que es, no hay peligro de que eso ocurra. Comprendes que no eres así. Ni de lejos. —Volví la cabeza para mirar al doctor Hillstead—. Cuando le arrancas la máscara al maquinista, compruebas que es un alienígena. Una aberración, una especie distinta.
El doctor había asentido con la cabeza, devolviéndome la sonrisa. Pero sus ojos no parecían convencidos.
Lo que no le dije fue que el problema no residía en la posibilidad de convertirte en el maquinista. El problema era dejar de ver al asesino, de ver su auténtica faz una vez que le habías arrancado la máscara. Eso a veces llevaba meses, unos meses en que te despertabas al amanecer, empapada en un sudor frío después de haber sufrido una pesadilla. Lo más duro para Matt era que estaba formado por silencios. Por unas habitaciones cerradas en las que él no podía entrar.
Ése es el precio que pagas por montarte en el tren funesto. Una parte de ti se convierte en una soledad que la gente normal nunca tendrá y en la que ninguna otra persona puede entrar. Un pequeño fragmento de tu ser se transforma en una soledad eterna.
Allí, en el lugar donde murió Annie, siento que se aproxima a mí. Cuando llegue, tanto si me limito a observarlo pasar de largo o me muevo a través de sus vagones, no puedo tener a otras personas a mi alrededor. Asumo un talante distante y frío…, desagradable. La excepción es un compañero vagabundo. Alguien que conozca ese tren.
Como James. Al margen de sus muchos defectos, al margen de que sea un capullo, posee también ese don. Puede ver al maquinista, montarse en ese tren.
Metáforas aparte, el tren funesto es un lugar donde se agudiza la observación, creado por una empatía temporal con el mal.
Y es desagradable.
Miro a mi alrededor, asimilándolo. Siento al asesino, le huelo. Necesito percibir su sabor, oírle. En lugar de apartarlo, necesito acercarlo a mí. Como un amante.
Esto es lo que no le dije al doctor Hillstead. Creo que no lo haré nunca. Que esto, esta intimidad, no sólo es desagradable sino que crea adicción. Es excitante. El asesino persigue a todas sus víctimas. Yo sólo le persigo a él. Pero sospecho que mi sed de sangre es tan intensa e imperiosa como la suya.
El asesino ha estado aquí, por lo que yo debo estar aquí. Necesito dar con él, acercarme a sus sombras, sus gusanos, sus gritos.
Lo primero que intuyo siempre es lo mismo, y esta vez no es una excepción. La euforia del asesino al invadir los dominios de otra persona. Los seres humanos se separan, crean sus propios espacios. Acceden a respetar esos espacios privados. Es algo básico, casi primigenio. Tu casa es tu hogar. Después de cerrar la puerta, gozas de la intimidad que te ofrece, te relajas sin tener que seguir mostrando el rostro que muestras al mundo. Otros seres humanos pueden entrar en ella sólo si les invitas a hacerlo. Respetan tu intimidad porque quieren que tú respetes la suya.
Lo primero que hacen los monstruos, lo primero que les excita, es cruzar esa línea. Espían a través de las ventanas el interior de tu vivienda. Te siguen durante toda la jornada, observándote. Quizás entren en tu casa mientras estás ausente, paseándose por tus espacios privados, tocando tus pertenencias. Invaden tus dominios.
Su afrodisíaco es la destrucción de otras personas.
Recuerdo una entrevista con uno de los monstruos que atrapé. Sus víctimas eran niñas. Unas tenían cinco años, otras seis, pero no más. Yo había visto unas fotografías de las niñas con anterioridad a los hechos, luciendo lazos en el pelo y sonrisas radiantes. Había visto las fotografías tomadas posteriormente, después de haber sido violadas, torturadas, asesinadas. Cadáveres menudos cuyos rostros mostraban un rictus permanente de horror. Al finalizar la entrevista, cuando me disponía a salir de la habitación, se me ocurrió una pregunta. Me volví hacia el monstruo y le pregunté:
—¿Por qué unas niñas?
El monstruo me miró con una sonrisa de oreja a oreja, tipo Halloween. Sus ojos eran dos pozos vacíos y relucientes.
—Porque fue la peor salvajada que se me ocurrió, cariño. Cuanto más grande es la salvajada, mejor —añadió relamiéndose. Luego cerró sus ojos vacíos al tiempo que movía la cabeza hacia delante y hacia atrás, como sumido en un ensueño—. Esas niñas pequeñas… ¡Dios, qué salvajada tan dulce!
Es furia lo que alimenta esa necesidad. No una pequeña irritación, sino una furia que les devora como el fuego. Un fuego que nunca muere. Lo siento en este lugar. Por más que el monstruo trató de obrar con premeditación, al final destruyó a Annie en un arrebato de frenesí. Perdió el control.
Esta furia por lo general proviene de un sadismo extremado que padecieron cuando eran niños. Palizas, tortura, sodomía, violación. La mayoría de estos monstruos fueron creados por unos padres tipo Frankenstein. Unos seres retorcidos crean a unos hijos a su imagen y semejanza. Golpean a sus hijos hasta casi matarlos y éstos a su vez hacen lo mismo a otros.
Nada de eso tiene una importancia pragmática, en términos de lo que yo hago. Los monstruos son, sin excepción, irrecuperables. En última instancia, no importa el motivo por el que el perro muerde. El hecho de que muerde y de que tiene unos colmillos afilados es lo que determina su suerte.
Yo vivo sabiendo esto. Vivía con esta información. Es una compañera poco grata que no se aleja nunca de mi lado. Los monstruos se convierten en mi sombra, y a veces me parece oírles reír a mi espalda.
—¿Eso cómo le afecta a la larga? —me había preguntado el doctor Hillstead—. ¿Tiene consecuencias emocionales?
—Sin duda. Por supuesto. —Me había esforzado en hallar las palabras justas—. No es depresión, ni cinismo. No es que no puedas sentirte feliz. Es… —Yo había chasqueado los dedos al tiempo que le miraba—. Es un cambio que se produce en el clima del alma. —En cuanto lo había dicho torcí el gesto—. ¡Qué frasecita poética tan estúpida!
—No haga eso —me había reprendido el doctor Hillstead—. No es ninguna estupidez que trate de encontrar las palabras justas para describir algo. Eso se llama claridad. Termine lo que quería decir.
—Como sabe, los climas de las masas terrestres que se hallan junto al mar están determinados por éste. Por la proximidad del mar. Pueden producirse alteraciones imprevistas en el tiempo, pero por regla general es una constante, porque el mar es inmenso y no cambia nunca. —Yo había mirado al doctor Hillstead, que había asentido con la cabeza—. En este caso es lo mismo. Estás continuamente junto a algo gigantesco, oscuro y siniestro. No se aleja nunca, siempre está ahí. Cada minuto del día. —Luego me había encogido de hombros—. Eso incide en el clima de tu alma. Para siempre.
—¿Cómo es ese clima? —me había preguntado Hillstead mirándome con tristeza.
—Como un lugar donde llueve con frecuencia. No significa que no pueda ser hermoso cuando hace un día soleado, pero está dominado por los grises y las nubes. Y puede llover en cualquier momento. La proximidad siempre está ahí.
Miro el dormitorio de Annie, oigo sus gritos en mi mente. En estos momentos está lloviendo. Annie era el sol, y el monstruo representa las nubes. ¿Y yo qué soy? Más chorradas poéticas.
—La luna —murmuro para mí. La luz en contraposición a la oscuridad.
—Hola.
La voz de James me sobresalta, arrancándome de mis reflexiones. Está en el umbral, contemplando la habitación. Sus ojos lo escrutan todo, tomando nota de las manchas de sangre, la cama, la mesita de noche volcada.
—¿Qué es eso? —pregunta dilatando las fosas nasales.
—Perfume. El asesino empapó una toalla con perfume y la colocó debajo de la puerta para enmascarar el hedor del cadáver de Annie.
—Lo hizo para ganar tiempo.
—Sí.
James me muestra una carpeta.
—Alan me la dio. Contiene informes y fotografías del escenario del crimen.
—Muy bien. Tienes que ver el vídeo.
Cuando James y yo nos ponemos a hablar, lo hacemos con frases breves, rápidas, como el fuego de una metralleta. Nos convertimos en corredores en una carrera de relevos, pasándonos el testigo una y otra vez.
—Enséñamelo.
De modo que nos sentamos y yo lo veo de nuevo. Veo a Jack Jr. triscando y danzando mientras Annie grita y muere lentamente. Esta vez no siento las sacudidas y los espasmos. Casi no me conmueve. Me siento distanciada, examinando el tren con los ojos entrecerrados. En mi mente se forma una imagen de Annie, que yace muerta en un campo cubierto de hierba, mientras la lluvia cae en su boca abierta y se desliza por sus mejillas lívidas y exánimes.
James guarda silencio.
—¿Por qué nos dejó esto?
—Aún no lo sé —respondo encogiéndome de hombros—. Analicémoslo desde el principio.
James abre la carpeta.
—Encontraron el cadáver ayer, aproximadamente a las siete de la tarde. El momento de la muerte no es exacto, pero basándose en la descomposición, la temperatura ambiente y demás, el forense calcula que Annie murió tres días antes, hacia las nueve o las diez de la noche.
Tras reflexionar unos momentos, digo:
—Supongo que el asesino tardó unas horas en violarla y torturarla. Lo que significa que debió llegar aquí sobre las siete de la tarde. Lo que indica que no es de los que entran mientras sus víctimas duermen. ¿Cómo consiguió entrar?
James consulta la carpeta.
—No hay signos de allanamiento de morada. O Annie le abrió la puerta o la abrió él mismo. —Frunce el ceño—. Es un chulo. Lo hizo al atardecer, cuando la gente aún no se ha ido a dormir. Un tipo muy seguro de sí.
—Pero ¿cómo logró entrar? —James y yo nos miramos.
Ojalá cesara de llover…
—Empecemos por la sala de estar —propone él.
Pum, pum, pum, como el fuego de una metralleta.
Salimos del dormitorio y avanzamos por el pasillo hasta llegar a la puerta de entrada. James mira a su alrededor. De pronto deja de escrutar los objetos que le rodean y se detiene.
—Un momento —dice.
Se dirige al dormitorio de Annie y regresa con la carpeta. La abre y me pasa una fotografía.
—Así es como entró el asesino.
Es una foto de la entrada, tomada junto a la puerta. Comprendo lo que James quiere que vea. Asiento con la cabeza.
—El asesino utilizó el método más sencillo. Llamó a la puerta. Cuando Annie abrió, él entró violentamente y ella dejó caer el correo que sostenía en la mano. Fue imprevisto. Rápido.
—Pero era por la tarde. ¿Cómo impidió el asesino que Annie se pusiera a gritar y alertara a los vecinos?
Tomo la carpeta de manos de James y empiezo a examinar las fotografías.
—Aquí está —digo señalando una foto de la mesa del comedor. En ella aparece un libro de matemáticas de escuela primaria. James y yo miramos la mesa—. Está a menos de tres metros. Bonnie estaba ahí cuando Annie abrió la puerta.
Él asiente con la cabeza.
—El asesino dominó a la niña, y de paso a la madre. —James emite un silbido—. Caray. Eso significa que entró sin titubear.
—Fue muy rápido. Annie no tuvo tiempo de reaccionar. El tipo entró, cerró la puerta, se acercó a Bonnie y probablemente apoyó un arma en su cuello…
—Y dijo a la madre que si gritaba mataría a la niña.
—Exacto.
—Un tipo muy decidido.
Ojalá cesara de llover…
James aprieta los labios con gesto pensativo.
—Así que la próxima pregunta es: ¿cuánto tardó el asesino en ir al grano?
Creo que aquí es donde comienza el proceso. Donde no sólo tomamos en cuenta el tren funesto, sino que nos montamos en él.
—Son varias preguntas —respondo contándolas con los dedos—. ¿Cuánto tiempo tardó el asesino en empezar a torturar a Annie? ¿Le dijo lo que iba a hacer? ¿Y qué hizo entretanto con Bonnie? ¿La ató a algún sitio o la obligó a contemplar la escena?
James y yo fijamos la vista en la puerta de entrada, reflexionando. Lo veo en mi mente. Siento al asesino. Sé que a James le ocurre otro tanto.
En el pasillo no hay nadie, y el asesino está excitado. El corazón le late violentamente mientras espera a que Annie abra la puerta. Alza una mano para llamar de nuevo mientras en la otra sostiene… ¿Qué? ¿Un cuchillo?
Sí.
Va a contarle a Annie una historia, que ha ensayado repetidas veces. Una historia sencilla, como… que es un vecino que vive en el piso de abajo y quiere hacerle una pregunta. Algo que el asesino cree que Annie se tragará.
Ella abre la puerta, y no sólo un poco. Es por la tarde; la ciudad está despierta. Annie está en casa, en un edificio de apartamentos protegido por medidas de seguridad. Todas las luces del apartamento están encendidas. No tiene motivos para sentir miedo.
El asesino entra antes de que ella pueda reaccionar, como una fuerza incontenible. Entra violentamente, derribando a Annie, y cierra la puerta tras él. Luego se acerca apresuradamente a Bonnie. La agarra y apoya el cuchillo en su cuello.
—Si gritas mato a tu hija.
Annie reprime el grito instintivo que iba a proferir. Está estupefacta. Todo ha ocurrido demasiado rápidamente para que lo asimile. Busca una explicación racional. Quizá se trata de un programa semejante a Objetivo indiscreto, o de la broma de un amigo, o quizá… A Annie se le ocurren multitud de ideas disparatadas, pero cualquiera de ellas es mejor que la verdad.
Bonnie mira a su madre aterrorizada.
En esos momentos Annie se da cuenta de que no se trata de una broma. Un extraño sostiene un cuchillo sobre el cuello de su hija. Esto es REAL.
—¿Qué quieres? —es lo primero que pregunta ella. Confía en hacer un trato con el extraño, pensando que quizá quiera otra cosa que no sea asesinarla. Quizá sea un ladrón, o un violador. Por favor, piensa Annie, que no sea un pedófilo.
Recuerdo un detalle.
—Tenía un pequeño corte en el cuello —digo.
—¿Qué?
—Bonnie tenía un pequeño corte en la base del cuello —repito tocándome el mío—. Aquí. Me di cuenta de ello en el hospital.
James reflexiona unos instantes con expresión sombría.
—Lo hizo con el cuchillo.
No podemos estar seguros, pero es probable.
El extraño corta con el cuchillo la base del cuello de Bonnie. Un corte pequeño, lo suficientemente profundo para que salga una gota de sangre, para que Annie contenga el aliento, horrorizada. Lo suficientemente profundo para demostrar que esto va en serio, para que a Annie el corazón le dé un vuelco y empiece a latirle aceleradamente.
—Haz lo que digo o tu hija morirá lentamente —dice el asesino.
—Haré lo que quieras, pero no le hagas daño.
El asesino olfatea el temor de Annie, y eso le excita. Nota que el miembro se le pone duro.
—Creo que Bonnie estuvo presente mientras el asesino violó y torturó a Annie. Creo que hizo que la niña lo viera —digo.
—¿Por qué? —pregunta James ladeando la cabeza.
—Por varios motivos. El principal es que no mató a Bonnie. ¿Por qué? Para dominar a una segunda persona. Habría sido más fácil matarla. Pero Annie era la presa. El asesino disfruta torturando, sintiendo el temor de sus víctimas. La angustia. El hacer que Bonnie lo contemplara, que Annie supiera que la niña estaba presente, viendo lo que ocurría… Eso debió enloquecer a Annie e intensificar el placer del asesino.
—Estoy de acuerdo —dice James después de darle vueltas durante unos instantes—. Y por otro motivo.
—¿Cuál?
Me mira a los ojos.
—Tú. El asesino también va a por ti, Smoky. Y al lastimar a Bonnie te hiere más profundamente.
Miro a James sorprendida.
Tiene razón.
El tren funesto pasa resoplando, cogiendo velocidad…
—Haz lo que te digo o le haré daño a tu madre —dice el asesino a Bonnie. Utiliza el amor que madre e hija sienten mutuamente como una aguijada, conduciéndolas hacia el dormitorio.
—El asesino las lleva al dormitorio —digo. Echo a andar por el pasillo seguida por James. Entramos en la habitación—. Las encierra aquí —añado cerrando la puerta. Imagino a Annie observándole cerrar la puerta sin pensar que no volvería a verla abrirse.
James contempla la cama, pensando, imaginando la escena.
—El asesino tiene que someterlas a las dos —dice—. Bonnie no le presenta ningún problema, pero no puede bajar la guardia hasta que haya atado a Annie.
—En el vídeo aparece esposada a la cama.
—Ya. O sea que el asesino hizo que Annie se esposara ella misma. Sólo necesitaba que se esposara de una muñeca.
—Toma —debió de decir el asesino a Annie, sacando unas esposas de una bolsa y arrojándoselas…
No, eso no encaja. Rebobinemos.
El asesino apoya el cuchillo en el cuello de Bonnie. Mira a Annie. La mira de arriba abajo, apoderándose de ella con la mirada. Asegurándose de que capta sus intenciones.
—Desnúdate —le dice—. Desnúdate para mí.
Annie duda unos segundos, y el asesino mueve el cuchillo sobre el cuello de Bonnie.
—Desnúdate.
Ella se desnuda, llorando, mientras Bonnie observa. Se deja el sujetador y las bragas, un último gesto de resistencia.
—¡Quítatelo todo! —grita el asesino agitando el cuchillo.
Annie obedece, llorando a lágrima viva.
No. Rebobinemos.
Annie obedece tragándose las lágrimas. Quiere ser fuerte para que su hija no se asuste más. Se quita el sujetador y las bragas mientras mira a Bonnie a los ojos. Mírame, le dice mentalmente, mira mi cara. No le mires a él.
El asesino saca las esposas de la bolsa que lleva.
—Espósate una muñeca a la cama —ordena a Annie—. Enseguida.
Ella obedece. Cuando el asesino oye el clic del trinquete saca de la bolsa otros dos pares de esposas, que coloca alrededor de las pequeñas muñecas y los tobillos de Bonnie. La niña está temblando. El asesino hace caso omiso de sus sollozos mientras la amordaza. Bonnie mira a su madre con expresión implorante. Una expresión que dice: «¡Haz que se detenga!». Los sollozos de Annie se intensifican.
El asesino procede con cautela, con sumo cuidado. No se permite relajarse todavía. Se acerca a Annie y esposa su otra muñeca a la cama. Luego la sujeta por los tobillos. Por último la amordaza.
Ahora ya puede relajarse. Su presa está sujeta. No puede escapar, no escapará.
No escapó, pienso.
Ahora el asesino puede saborear el momento.
Lo coloca todo lenta y pausadamente. Coloca la cama, la videocámara en el ángulo adecuado. Lo hace todo con una simetría que es importante para él, vital. No hay que apresurarse. Omitir un detalle significa restarle belleza al acto, y el acto lo es todo. Es su aire y su agua.
—La cama —dice James.
—¿Qué? —pregunto mirándole perpleja.
Él se levanta y se acerca al pie de la cama. La cama de Annie es de matrimonio, formada por unas piezas de madera lisas y redondeadas. Un mueble de gran envergadura.
—¿Cómo consiguió moverla? —pregunta James acercándose al cabecero y observando la moqueta—. Hay señales que indican que la arrastró. De modo que la arrastró hacia donde se encontraba él. —Se coloca de nuevo al pie de la cama—. Debió sujetarla por aquí y tiró de ella al tiempo que retrocedía. Debió utilizar algo a modo de palanca… —Se arrodilla en el suelo—. Supongo que la agarró por la parte de los pies y la alzó. —James se levanta y se sitúa a un lado de la cama, se tumba de espaldas y se mete debajo de ella hasta los hombros. Veo que enciende la linterna y luego la apaga. Cuando sale de debajo de la cama está sonriendo—. No hay indicio de polvo para recoger huellas.
James y yo nos miramos. Casi siento que ambos cruzamos los dedos.
La gente comete el error de pensar que los guantes de látex impiden que las huellas dactilares queden grabadas. En la mayoría de los casos, es cierto. Pero no siempre. Este tipo de guantes fue creado en un principio para que los cirujanos pudieran mantener un ambiente estéril durante las intervenciones quirúrgicas. Los guantes tienen que ajustarse como una segunda piel para que los cirujanos puedan utilizar sus instrumentos sin merma de precisión o sensibilidad. Esto, junto con la sutileza del material, hace que los guantes se adhieran a los surcos y las bifurcaciones de las huellas de la mano y los dedos. En algunos casos —pocos, pero no deja de ser posible—, cuando alguien se pone esos guantes y toca una superficie, puede quedar grabada una impresión, unas huellas utilizables. La cama de Annie es de madera. Es posible que los materiales empleados para limpiar la madera dejaran un residuo que retuviera unas huellas dactilares, incluso a través de los guantes usados por el asesino.
Es una probabilidad remota pero posible.
—Un excelente hallazgo —digo.
—Gracias.
Aceite y cojinetes, pienso. El único lugar donde James se comporta de forma legal es en el escenario del crimen.
El escenario está preparado. El asesino ha movido la cama para situarla en el ángulo preciso. Lo comprueba por última vez para asegurarse de que todo está perfecto. Luego mira a Annie, centrando su atención en ella.
Ésta es la primera vez que Annie se da cuenta. El asesino ha estado distraído mientras montaba el decorado. Annie tenía aún esperanzas. Pero cuando él la mira, ella lo comprende todo. Ve unos ojos sin horizonte. Unos ojos insondables, negros, que reflejan una voracidad ilimitada.
El asesino se percata de que Annie lo ha comprendido. Eso le estimula, como siempre. Ha logrado aniquilar la esperanza en otro ser humano.
Le hace sentirse como un dios.
James y yo hemos llegado simultáneamente a la misma conclusión. Estamos allí; vemos al asesino, vemos a Annie y a Bonnie con el rabillo del ojo. Percibimos el olor a desesperación. El tren funesto comienza a coger velocidad, picamos nuestros billetes y nos montamos en él.
—Miremos otra vez el vídeo —dice James.
Hago un doble clic en el archivo y contemplamos el montaje. El asesino se pone a bailar, hace cortes a Annie por todo el cuerpo, la viola.
La violencia de sus actos lo salpica todo de sangre, que el asesino huele, saborea, siente su viscosidad a través de su ropa. En cierto momento se vuelve para mirar a la niña. Bonnie está pálida y su cuerpo tiembla como si sufriera un ataque epiléptico. Eso crea para el asesino una sinfonía cuasi orgásmica de unas sensaciones exquisitas casi insoportables. Se pone a temblar, cada músculo de su cuerpo se crispa debido a la emoción y las sensaciones. Ésta es su mayor salvajada, violar a su presa, follarla hasta acabar con ella. La música, la sangre, las vísceras, los gritos y el terror. El mundo tiembla, y el asesino es su epicentro. Asciende hacia la cumbre y saborea el momento en que todo estalla en una luz de una intensidad cegadora, donde la razón y todo rasgo humano se desvanecen.
Es un momento efímero, el único en que la voracidad y la necesidad se funden y diluyen. Un breve instante de placer y alivio.
El asesino clava el cuchillo en Annie una y otra vez. Todo está cubierto de sangre, empapado en sangre, mientras el monstruo sigue ascendiendo, alzándose de puntillas sobre el pico de la montaña, estirándose todo lo que puede, alargando un dedo, no para tocar el rostro de Dios ni para convertirse en algo MÁS, sino para convertirse en nada, la nada más absoluta. El asesino echa la cabeza hacia atrás mientras su cuerpo tiembla sacudido por un orgasmo más potente de lo que es capaz de soportar.
Cuando todo termina, retorna la ira que está siempre presente.
Hay algo que me ha llamado la atención.
—Un momento —digo. Utilizo los controles del reproductor para rebobinar el vídeo. Luego vuelvo a pasarlo. Siento que algo me da vueltas por la cabeza. Arrugo el ceño, frustrada—. Hay algo que no encaja, pero no sé qué es.
—¿Quieres que lo revisemos fotograma por fotograma? —pregunta James.
Manipulamos los controles hasta que logramos, sino visionar el vídeo fotograma por fotograma, al menos a cámara lenta.
—Está ahí —murmuro.
James y yo nos inclinamos hacia delante, sin quitar ojo a la pantalla. Es hacia el final del vídeo. El asesino está de pie junto a la cama de Annie. Observo un movimiento, el asesino sigue junto a la cama de Annie, pero algo ha cambiado.
James es el primero en darse cuenta.
—¿Dónde está el cuadro? —pregunta.
Rebobinamos de nuevo el vídeo. El asesino está junto a la cama, y en la pared, a su espalda, hay un cuadro de un jarrón que contiene unos girasoles. Aparece otra imagen, el asesino sigue junto a la cama, pero el cuadro ha desaparecido.
—¿Qué ha hecho con él? —pregunto mirando el lugar donde estaba colgado el cuadro. Lo veo apoyado contra la mesita de noche volcada.
—¿Por qué lo quitó de la pared? —inquiere James. Se lo pregunta a sí mismo, no a mí.
Volvemos a pasar el vídeo. Vemos al asesino junto a la cama, el cuadro a su espalda, y vemos de nuevo al asesino junto a la cama, pero el cuadro ha desaparecido. Lo visionamos una y otra vez, la imagen del asesino, el cuadro, el cuadro que desaparece…
Más que ocurrírseme de golpe, la solución me acomete con una fuerza inusitada. Me deja noqueada, mareada.
—¡Joder! —grito, sobresaltando a James.
—¿Qué?
Rebobino de nuevo el vídeo.
—Observa con atención. Fíjate en la parte superior del cuadro, y cuando desaparezca observa el lugar que ocupaba en la pared.
El vídeo avanza y llegamos a la escena de marras.
—Yo no… —James frunce el ceño. Luego abre los ojos como platos—. Pero ¿es posible? —pregunta incrédulo. Vuelvo a rebobinar el vídeo.
No hay duda. James y yo nos miramos. Todo ha cambiado.
Ya sabemos por qué desapareció el cuadro. Había que eliminarlo porque el marco era una referencia. De la estatura de una persona.
El hombre que está inclinado sobre Annie mientras el cuadro sigue colgado en la pared mide unos cinco centímetros más que el hombre que aparece inclinado sobre ella después de haber retirado el cuadro.
James y yo habíamos llegado a la sala de máquinas del tren funesto y lo que habíamos contemplado allí nos había causado un impacto tremendo.
No había sólo un maquinista.
Sino dos.