Recuerdo esta zona de cuando vine a visitar a Annie después de que su padre falleciera. Vivía en un gigantesco edificio de apartamentos, también muy al estilo de Nueva York, donde los apartamentos parecen condominios, con comedores y bañeras empotradas en el suelo. Nos detenemos delante del edificio.
—Bonito edificio, bonita zona —comenta Alan contemplándolo a través del parabrisas.
—El padre de Annie tenía dinero —digo—. Se lo dejó todo en su testamento.
Miro a mi alrededor. Es una zona limpia y segura. Aunque ninguna zona de San Francisco puede calificarse de residencial, la ciudad posee unos barrios considerados «respetables». Te alejan del ruido de la ciudad, y algunos están en unas zonas tan elevadas que ofrecen una vista de toda la bahía. Hay barrios antiguos, con viviendas de estilo victoriano, y urbanizaciones recientes. Como ésta.
Pienso de nuevo que ningún lugar está a salvo de posibles asesinatos. El hecho de que aquí sean más infrecuentes que en los barrios miserables no significa que los cadáveres estén menos muertos.
Cuando nos apeamos del coche, Alan llama a Leo.
—Estamos frente al edificio, hijo, enseguida subimos.
Entramos en el vestíbulo por la puerta principal. El recepcionista observa cómo montamos en el ascensor. Subimos en silencio hasta la cuarta planta.
Durante la subida Alan y yo apenas despegamos los labios y seguimos callados. Ésta es la peor parte de nuestro trabajo. Contemplar el hecho en sí. Una cosa es analizar pruebas en un laboratorio, asomarse a la mente de un asesino como ejercicio, y otra muy distinta contemplar un cadáver. Oler la sangre en una habitación. Como dijo Alan en cierta ocasión: «Una cosa es pensar en mierda y otra comértela».
Charlie está callado y serio. Quizá se acuerda de anoche, cuando giró el pomo de la puerta y vio a Bonnie.
Llegamos a la cuarta planta, salimos del ascensor y echamos a andar por el pasillo. Al doblar la esquina vemos a Leo, que nos espera fuera. Está sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza entre las manos.
—Déjame a mí —murmura Alan.
Asiento con la cabeza y le observo acercarse a Leo. Se arrodilla frente a él y apoya su enorme manaza sobre el hombro del joven. Sé por experiencia que pese a su tamaño esas manos son capaces de acariciarte con gran delicadeza.
—¿Cómo se siente?
Leo le mira. Está pálido y demudado, con el rostro cubierto de un sudor grasiento. No se molesta en sonreír.
—Lo siento, Alan. He perdido los nervios. Cuando lo vi, me puse a vomitar, no podía quedarme ahí dentro… —Leo habla con tono apagado y no termina la frase.
—Escuche, hijo —dice Alan. La voz de ese gigantón es suave, pero reclama atención. Charlie y yo esperamos. Por más que deseamos entrar en el apartamento y cumplir con nuestro deber, comprendemos lo que Leo está pasando. Éste es un momento crucial para los de nuestra profesión. El bautismo de sangre, cuando te asomas por primera vez al abismo, cuando compruebas que el hombre del saco existe y ha estado ocultándose debajo de la cama todo el rato. Cuando te enfrentas al mal. Sabemos que éste es el momento en que Leo o logrará sobreponerse o cambiará de profesión—. ¿Cree que es un pusilánime por reaccionar así ante lo que ha visto?
Leo asiente con gesto avergonzado.
—Pues se equivoca. Lo malo es que ha visto demasiadas películas y ha leído demasiados libros que le han dado una falsa impresión sobre lo que significa ser duro. Que pretenden mostrar la forma en que un policía debe reaccionar cuando contempla cadáveres o una escena de una violencia extrema. Cree que debe tener una frase ocurrente en la punta de la lengua, sostener un sándwich de jamón en la mano, mostrarse indiferente y demás chorradas. ¿No es así?
—Sí.
—Y si no reacciona así, significa que es un marica y se siente avergonzado ante unos polis veteranos. Quizá piense que no sirve para esta profesión porque ha vomitado. —Alan se vuelve hacia nosotros—. ¿Cuántas escenas contemplaste antes de dejar de vomitar, Charlie?
—Tres; no, cuatro.
Al oír esto Leo alza la vista.
—¿Y tú, Smoky?
—Más de una.
Alan se vuelve de nuevo hacia Leo.
—En mi caso fueron al menos cuatro. Hasta Callie ha vomitado, aunque como es la reina se niega a reconocerlo. —Alan mira a Leo entrecerrando los ojos y prosigue—: Hijo, no hay nada en la vida que le prepare a uno para contemplar estas atrocidades por primera vez. Nada. Por más fotografías que haya visto o más historiales que haya examinado. Un cadáver de carne y hueso es otra cosa muy distinta.
Leo mira a Alan con una expresión que reconozco. Una expresión de respeto rayano en veneración, como la de un discípulo al mirar a su mentor.
—Gracias —dice.
—De nada. —Ambos se incorporan.
—¿Está listo para informarme, agente Carnes? —le pregunto con tono un tanto severo. En estos momentos es lo que le conviene.
—Sí.
Leo ha recobrado el color en las mejillas y muestra una expresión más resuelta. A mí me parece un chiquillo. Leo Carnes es un crío que acaba de contemplar su primer asesinato y está destinado a envejecer antes de tiempo. Bienvenido al club.
—Adelante.
—Cuando llegué hice las comprobaciones iniciales, para asegurarme de que el ordenador no contenía ninguna trampa ni ningún virus. Luego hice lo primero que hago siempre, comprobar qué archivo había sido modificado recientemente. Era un archivo de texto llamado «leedmefederales».
—¿En serio?
—Sí. Al abrirlo vi que contenía una sola frase: «Mirad en el bolsillo de la chaqueta azul». No vi ninguna chaqueta azul, pero luego miré en el armario. En el bolsillo izquierdo de una chaqueta azul femenina, encontré un cedé.
—Y decidió echarle un vistazo. Es lógico. Yo hubiera hecho lo mismo.
Leo prosigue, más animado:
—Cuando creas un cedé, puedes darle un nombre. Cuando vi el nombre de éste me picó la curiosidad. —Leo traga saliva—. Se llamaba La muerte de Annie.
—Hijoputa —dice Charlie torciendo el gesto—. Jenny se va a cabrear con nosotros por no haber descubierto ese cedé.
—Siga —digo a Leo.
—Miré cuántos archivos contenía el cedé. Sólo había uno. Es un archivo de vídeo de gran calidad y alta resolución. Llena todo el cedé. —Leo traga saliva de nuevo y vuelve a palidecer un poco—. Abrí el archivo, que ejecutó un programa que reprodujo el vídeo. Era… —Sacude la cabeza, tratando de dominarse—. Lo siento. El asesino codificó y creó este vídeo. No muestra los hechos de principio a fin, que probablemente no cabrían en un cedé debido a la duración del vídeo, sino que es un montaje.
—Del asesinato de Annie —digo para facilitarle la tarea a Leo. Sé que no quiere decirlo él mismo.
—Sí. Es… indescriptible. Yo no quería verlo, pero no podía apartar los ojos de la pantalla. Luego me puse a vomitar. Cuando llamaron, salí del apartamento y les esperé fuera.
—¿Vomitó en el dormitorio? —pregunta Charlie.
—No, conseguí llegar al baño.
Alan da a Leo una palmada en la espalda con una de esas manos que parecen el guante del receptor de béisbol. De haber llevado el joven una dentadura postiza, la habría escupido debido al impacto.
—¿Lo ve? Por supuesto que está capacitado para ser un buen policía, Leo. No tiene que avergonzarse por haber vomitado. Eso es bueno.
El joven informático le mira sonriendo tímidamente.
—Echémosle un vistazo —digo—. No es necesario que esté presente si no quiere, Leo. Lo digo en serio.
Él me mira con una inusitada mezcla de madurez y reflexión. Enseguida adivino lo que está pensando. Piensa que Annie era mi amiga. Que si yo soy capaz de contemplar su muerte, cualquiera es capaz de hacerlo. Casi me parece oír lo que piensa. Sus ojos, que han adquirido una expresión dura, lo corroboran.
—No, señora —responde al fin negando enérgicamente con la cabeza—. Todo lo referente al ordenador es cosa mía. Es mi obligación.
Aprecio su presencia de ánimo como apreciamos ciertas cosas, sin darles importancia.
—De acuerdo. Entremos en el apartamento. Usted primero, Leo.
Él abre la puerta de la vivienda y entramos. Apenas ha cambiado de como la recuerdo. Consta de tres dormitorios, dos baños, una amplia sala de estar y una cocina enorme. Lo que más me llama la atención es el hecho de que Annie está en todas partes. Su presencia sigue viva en la decoración, en la esencia de la casa. Su color favorito era el azul, y veo unas cortinas de color azul, un jarrón azul, una fotografía que muestra un inmenso cielo azul. Es una vivienda con clase, con una calidad natural, sin cantos dorados ni pan de oro. Todo combina entre sí, pero no de forma irritantemente obsesivo-compulsiva, con el propósito de epatar. Es un ejemplo de belleza y discreción. De serenidad.
Annie siempre tuvo ese don. La habilidad de elegir acertadamente los complementos. Todo, desde la ropa que lucía hasta su reloj de pulsera, era estiloso, sin parecer pedante o repipi. Elegante sin resultar ostentoso. En Annie era una cualidad instintiva, que siempre consideré una prueba de su belleza interior. No elegía las prendas que se ponía pensando en lo que opinarían los demás, sino porque le gustaban. Porque encajaban con su personalidad. Porque le sentaban bien. El apartamento constituye un reflejo de eso. Está cubierto por el polvo fantasmal del alma de Annie.
Pero hay también otra presencia.
—¿No notáis ese olor? —pregunta Alan—. ¿Qué es?
—Perfume y sangre —murmuro.
—El ordenador está ahí —dice Leo, conduciéndonos al dormitorio.
La armonía muere aquí. Aquí es donde el asesino perpetró su crimen. Todo es deliberadamente opuesto a la belleza inconsciente de Annie. Aquí alguien se afanó en imponer la disonancia. Romper la serenidad. Destruir algo exquisito.
La moqueta está manchada de sangre, y mi olfato capta el penetrante y fétido olor a podredumbre, mezclado con el perfume de Annie. Son dos olores radicalmente opuestos: uno es el olor de la vida, el otro el hedor de la muerte. Una mesita de noche está tirada en el suelo, la lámpara está hecha añicos. Las paredes presentan un sinfín de arañazos, toda la habitación tiene un aire trastocado, descompuesto. El asesino violó esta habitación con su presencia.
Leo se sienta delante del ordenador. Pienso en Annie.
—Adelante —le digo.
Él palidece. Luego mueve el ratón, sitúa la flecha sobre un archivo y hace un doble clic. El programa de reproducción del vídeo se ejecuta, seguido por las imágenes de éste. Al ver a Annie siento que el corazón me da un vuelco.
Está desnuda y esposada a la cama. Al recordar lo que me hizo Joseph Sands siento unas náuseas que casi hacen que me ponga a vomitar, pero me domino.
El asesino va vestido de negro. Lleva una capucha que le cubre la cara.
—¡Va disfrazado de ninja! —masculla Alan sacudiendo la cabeza asqueado—. ¡Joder! ¡Para él es una puta broma!
Mis dotes de cazadora se activan automáticamente. El asesino parece medir un metro ochenta de estatura. Está en forma, tiene una complexión entre musculosa y fuerte. Por la piel que se ve alrededor de sus ojos compruebo que es de raza blanca.
Espero oírle decir algo. La tecnología para reconocer voces ha progresado mucho y podría ser un dato crucial. Pero el asesino desaparece unos momentos del visor de la cámara. Oigo unos pequeños sonidos, como si estuviera manipulando algo. Cuando aparece de nuevo mira directamente a la lente de la cámara, y por las arruguitas que se forman alrededor de sus ojos deduzco que está sonriendo detrás de la máscara. Luego alza una mano y cuenta con sus dedos. Uno, dos, uno-dos-tres-cuatro…
En el vídeo comienza a sonar una música que sofoca los demás sonidos. Tardo unos momentos en identificarla. Cuando lo hago, siento ganas de vomitar. Pero me controlo.
—Joder —murmura Charlie—. ¿Son los Rolling Stones?
—Sí. Gimme Shelter —responde Alan con contenida furia—. Para ese tarado todo es un cachondeo. Ha puesto una música para ambientarse.
La canción suena a todo volumen y a medida que la música se hace más rápida, el asesino se pone a bailar. Sostiene un cuchillo en una mano y baila para Annie y para la cámara. Es un baile enloquecido, frenético, pero el asesino sigue el ritmo. La locura a ritmo de rock.
—Ra-a-ape, murder, violación, asesinato…
Por eso eligió esta canción. Ése es su mensaje. Me reafirmo en lo que pensé hace un rato: el asesino siempre va por delante de nosotros. Cierro los ojos unos instantes al ver en la expresión de Annie que también se ha percatado. Es una expresión de terror y pérdida de toda esperanza.
El asesino deja de bailar, aunque sigue moviéndose al ritmo de la música. Sus movimientos parecen casi inconscientes. Como alguien dando unos golpecitos en el suelo con el pie sin darse cuenta. Está junto a la cama, con los ojos fijos en Annie. La mira casi hipnotizado. Ella se debate tratando de soltarse. No oigo lo que dicen debido a la música, pero deduzco que Annie está gritando a través de la mordaza. El asesino mira de nuevo a la cámara. Luego se inclina hacia delante empuñando el cuchillo.
El resto es como dijo Leo. Un montaje. Unas imágenes como fogonazos de la tortura, la violación y el horror que padeció Annie. El asesino utiliza un cuchillo para torturarla lentamente. Disfruta cebándose en ella, infligiéndole largos cortes. La raja por todo el cuerpo con el cuchillo. Los fogonazos, las sacudidas y los espasmos se suceden mientras el asesino tortura a Annie, mientras la viola, mientras le practica cortes por todo el cuerpo, una y otra y otra vez, sin parar. ¡Santo Dios! Los ojos de Annie reflejan una agonía, un terror indecible, y al cabo de unos minutos muestran una mirada ausente, infinitamente perdida, como si ya no vieran nada. Aún está viva, pero es como si ya no estuviera ahí. El asesino se muestra jubiloso, exultante. Ejecuta una especie de danza de la lluvia, y la lluvia es sangre. Veo morir a mi amiga. Es una muerte lenta, atroz, desprovista de dignidad. Cuando el asesino termina con ella, hace mucho que Annie ha dejado de existir. Parece un pescado al que han arrancado las vísceras. Ver morir a esta mujer que sostuve entre mis brazos cuando era una niña, esta mujer con la que crecí y a la que quería, es como estar de nuevo en aquella cama, viendo gritar a Matt.
Lo cierto es que no he llorado por Annie desde que murió. Pero ahora compruebo que estoy llorando, que no he dejado de llorar en todo el rato.
Son unas lágrimas silenciosas, unos riachuelos que ruedan por mis mejillas. Lloro la muerte de la única persona, aparte de Matt, que me conocía a fondo. Estoy sola en el mundo. No tengo raíces, lo cual me produce una sensación insoportable.
«Tú no merecías esto, Annie», pienso.
No me enjugo las lágrimas. No me avergüenzan mis lágrimas. Tienen sentido.
El vídeo concluye y todos guardamos silencio.
—Quiero verlo otra vez —digo.
Quiero verlo otra vez, porque ese dragón que hay en mi interior se está despertando.
Necesito que se despierte enfurecido.