Los ciudadanos de San Francisco conducen de forma parecida a los neoyorquinos: a lo bestia. En estos momentos el tráfico no es muy denso, y Jenny se enzarza en feroces maniobras con los otros vehículos mientras nos dirigimos de regreso al cuartel general de la policía de San Francisco. Estamos envueltas en una ensordecedora sinfonía de bocinazos y palabrotas. Me tapo un oído con el dedo para oír a Callie mientras hablo con ella por el móvil.
—¿Cómo te ha ido en la Unidad del Escenario del Crimen?
—Son unos magníficos profesionales, cielo. Excelentes. Lo estoy revisando todo a fondo, pero creo que ellos ya han analizado todos los datos desde el punto de vista forense.
—Deduzco que no han encontrado nada.
—Ese tipo tomó sus precauciones.
—Ya. —Me siento deprimida y me apresuro a desterrar esa sensación—. ¿Has hablado con los otros? ¿Sabes algo de Damien?
—No he tenido tiempo.
—Estamos a punto de llegar a la comisaría. Sigue con lo que estabas haciendo. Yo hablaré con los otros.
Callie guarda silencio unos momentos.
—¿Cómo está la niña, Smoky?
¿Cómo está la niña? Ojalá supiera la respuesta. No lo sé, y en estos momentos no quiero hablar de ello.
—Está bastante mal.
Cuelgo antes de que Callie pueda responder y miro por la ventanilla mientras circulamos por la ciudad. San Francisco constituye una mezcolanza de empinadas colinas y calles de una sola dirección, conductores agresivos y tranvías. Posee una belleza un tanto brumosa que siempre he admirado, un carácter singular. Es una mezcla de lo culto y lo decadente, que avanza rápidamente hacia la muerte o el éxito. En estos momentos no me parece tan singular, sino otra ciudad en la que se cometen asesinatos. Eso es lo malo, que pueden producirse asesinatos en el Polo Norte o en el ecuador. Pueden cometerlos hombres o mujeres, jóvenes o adultos. Sus víctimas pueden ser pecadores o santos. En todas partes se cometen asesinatos, y los asesinos forman legión. En estos momentos lo veo todo negro. No hay blancos ni grises, sino una negrura como boca de lobo, densa y compacta.
Llegamos a la comisaría. Jenny se desvía, dejando atrás la concurrida calle, y entra en el parking de la policía de San Francisco, más tranquilo. Es difícil encontrar aparcamiento en esta ciudad, pero pobre del que intente hurtar uno de estos espacios.
Entramos por una puerta lateral y echamos a andar por un pasillo. Alan está en el despacho de Jenny, hablando con Charlie. Ambos están absortos en un expediente abierto ante ellos.
—Hola —nos saluda Alan. Noto que me escruta atentamente, pero finjo no darme cuenta.
—¿Sabes algo de los otros?
—No me ha llamado nadie.
—¿Has encontrado algo?
Alan niega con la cabeza.
—Aún no. Me gustaría decir que los polis de San Francisco sois unos chapuceros, pero no es cierto. La inspectora Chang dirige un magnífico equipo —dice chasqueando los dedos y sonriendo a Charlie—. Es así, lo siento. Incluyendo a su leal colega, por supuesto.
—No me jodas —contesta Charlie sin alzar la vista del expediente.
—Seguid con lo que estáis haciendo. Voy a llamar a James y a Leo.
Alan responde alzando el pulgar y continúa leyendo el expediente.
De pronto suena mi móvil.
—Barrett.
Oigo la voz avinagrada de James.
—¿Dónde diablos se ha metido la inspectora Chang? —pregunta.
—¿Qué ocurre?
—El forense se niega a empezar a cortar hasta que aparezca tu amiga. De modo que ya puede venir pitando.
Cuelga antes de que yo pueda responder. El muy cretino.
—James te espera en el depósito de cadáveres —digo a Jenny—. No quieren empezar hasta que tú estés presente.
Ella esboza una pequeña sonrisa.
—Deduzco que ese capullo está cabreado.
—Más que cabreado.
—Bien —responde Jenny sonriendo satisfecha—. Voy para allá.
Se marcha. Ha llegado el momento de llamar a Leo, nuestro novato. Mientras marco el número pienso en algo que no tiene nada que ver: ¿qué tipo de pendiente luce en la oreja cuando no está trabajando? El teléfono suena cinco o seis veces antes de que responda, y cuando lo hace el tono de su voz me alarma. Es una voz hueca, aterrorizada. Le castañetean los dientes.
—Aquí… Carnes.
—Soy Smoky, Leo.
—El vídeo…, el vídeo es…
—Tranquilícese, Leo. Cálmese y cuénteme qué ha ocurrido.
Leo contesta con una voz que es apenas un murmullo. Sus palabras hacen que resuene en mi cabeza un ruido horrible.
—El vídeo del asesinato es horripilante…
Alan me mira con gesto preocupado, como si adivinara que ha ocurrido algo desagradable.
Por fin consigo decir:
—Quédese ahí, Leo. No se mueva. Enseguida vamos para allá.