Odio los hospitales. Me alegro de que existan cuando los necesito, pero sólo guardo buen recuerdo de una estancia en un hospital: cuando nació mi hija. Aparte de eso, cada vez que he visitado uno de ellos ha sido porque había sufrido un percance, o un ser querido había tenido un accidente, o porque alguien había muerto. Ésta no es una excepción. Hemos entrado en el hospital porque tenemos que visitar a una niña que ha permanecido atada a su madre asesinada durante tres días.
El recuerdo de los días en que estuve ingresada en el hospital es surrealista. Padecía unos dolores físicos lacerantes y sólo deseaba morir. Pasaba días sin pegar ojo, hasta que perdía el conocimiento de puro agotamiento. Contemplaba el techo en la oscuridad mientras escuchaba el zumbido de los monitores y los pasos quedos de las enfermeras por los pasillos, que retumbaban en aquel silencio acolchado. Escuchaba a mi alma, que emitía ese rumor sordo que oímos cuando aplicamos el oído a una caracola.
Al notar ese olor me estremezco.
—Es aquí —dice Jenny.
El policía que monta guardia junto a la puerta está alerta. Me pide que le muestre una identificación, aunque me acompaña Jenny. Me parece bien.
—¿Ha recibido otras visitas? —pregunta Jenny.
—No —responde el policía meneando la cabeza—. Ha estado todo muy tranquilo.
—No deje pasar a nadie mientras nosotras estamos con ella, Jim. Sea quien sea, ¿entendido?
—Lo que usted diga, inspectora.
Cuando entramos en la habitación el policía se sienta de nuevo en su silla y abre el periódico.
Cuando la puerta se cierra detrás de nosotras y veo el cuerpo inmóvil de Bonnie, me siento mareada. No está dormida, tiene los ojos abiertos. Pero ni siquiera los mueve cuando nos oye entrar. Es menuda, diminuta, y parece más pequeña no sólo en comparación con el tamaño de la cama, sino debido a sus circunstancias. Me asombra el parecido que guarda con Annie. Tiene el mismo pelo rubio, la nariz respingona y los ojos de un azul cobalto. Dentro de unos años parecerá casi una hermana gemela de la joven que sostuve entre mis brazos en el lavabo del instituto, hace muchos años. Me doy cuenta de que contengo el aliento y respiro al tiempo que me acerco a la cama.
Los médicos tienen a Bonnie monitorizada, pero sólo como medida de precaución. De camino al hospital Jenny me ha explicado que le habían hecho una exploración a fondo y no habían encontrado signos de que hubiera sido violada o hubiera recibido malos tratos físicos. En parte me siento aliviada al oír eso, pero sé que sus heridas son infinitamente más profundas. Son unas heridas inmensas, sangrantes; ningún médico puede suturar esas heridas psicológicas.
—¿Bonnie? —digo con tono suave, comedido. Recuerdo haber leído en cierta ocasión que si hablas a una persona que está en coma te oye y favorece su curación. La hija de Annie se halla en un estado semejante—. Soy Smoky. Tu madre y yo fuimos muy amigas durante mucho tiempo. Soy tu madrina.
Bonnie no responde. Sigue con los ojos fijos en el techo. Viendo otra cosa. O quizá no ve nada. Me coloco junto a la cama. Dudo unos instantes antes de tomar su manita. Al sentir el suave tacto de su piel vuelvo a marearme. Es la mano de una niña, que aún no se ha desarrollado, un símbolo de lo que protegemos, amamos y atesoramos. Yo he sostenido la mano de mi hija en múltiples ocasiones, y cuando la manita de Bonnie llena ese espacio, siento una sensación de vértigo. Empiezo a hablarle, sin saber muy bien qué decir hasta que las palabras brotan de mis labios. Jenny permanece en un discreto segundo plano, en silencio. Apenas soy consciente de su presencia. Hablo en voz baja y mis palabras suenan sinceras, como si estuviera rezando.
—Cariño, quiero que sepas que he venido para buscar al hombre que os ha hecho esto a ti y a tu madre. Es mi trabajo. Quiero que sepas que sé lo mal que lo estás pasando. Cómo estás sufriendo. Quizá desees incluso morir. —Una lágrima rueda por mi mejilla—. Hace seis meses perdí a mi marido y a mi hija a manos de un hombre perverso. Me hizo mucho daño. Y durante largo tiempo deseé hacer exactamente lo que tú haces ahora, encerrarme en mí misma y desaparecer. —Me detengo unos momentos, respirando trabajosamente, y le aprieto la mano—. Quiero que sepas que lo comprendo. Puedes seguir encerrada en ti misma durante tanto tiempo como quieras. Pero cuando estés dispuesta a salir, no estarás sola. Yo estaré junto a ti. Cuidaré de ti. —Rompo a llorar, pero no me importa—. Yo quería mucho a tu madre, tesoro. Lamento que no nos viéramos con más frecuencia. —Esbozo una media sonrisa a través de las lágrimas—. Ojalá Alexa y tú os hubierais conocido. Creo que te habría caído bien.
Me siento cada vez más mareada y lloro sin parar. En ocasiones el dolor es como el agua, que en cuanto halla una abertura se desliza a través de cualquier grieta hasta que estalla, inexorable. Por mi mente desfilan imágenes de Alexa y Annie como fogonazos, convirtiendo el interior de mi cabeza en una discoteca llena de luces estroboscópicas enloquecedoras. Tardo un instante en percatarme de que estoy a punto de desmayarme.
Luego todo se hace oscuro.
Éste es el segundo sueño, que es maravilloso.
Estoy en el hospital, en pleno parto. Pienso seriamente en matar a Matt por su cuota de responsabilidad en haberme colocado en esta situación. Me siento como si me abrieran en canal, empapada en sudor, gruñendo como un cerdo entre alaridos de dolor.
Hay un ser humano moviéndose en mi interior, tratando de salir. No es una situación poética; me siento como si estuviera cagando una bola de jugar a los bolos. He olvidado la supuesta belleza de parir a una criatura, deseo expulsarla cuanto antes, la amo odio amo, lo cual se refleja en los gritos y las palabrotas que profiero.
El doctor habla con calma, y siento deseos de golpear su estúpida calva.
—Muy bien, Smoky, la cabeza de la criatura ya corona. Un último empujón y saldrá. Venga, un último esfuerzo.
—¡Que te den! —grito empujando de nuevo. El doctor Chalmers ni siquiera alza la vista para mirarme. Lleva mucho tiempo asistiendo a parturientas.
—Lo estás haciendo estupendamente, cariño —dice Matt sosteniéndome la mano. Una parte de mí alberga la pérfida esperanza de que le estoy triturando los huesos de la mano.
—¡Y tú qué sabes! —le espeto. Echo la cabeza bruscamente hacia atrás debido a la intensidad de la contracción y suelto una retahíla de palabrotas, unas blasfemias increíbles que harían sonrojarse incluso a un ciclista. Huele a sangre y a los pedos que se me han escapado mientras empujaba; esto no posee ninguna belleza, y deseo matarlos a todos. De pronto el dolor y la presión se intensifican, cosa que unos instantes antes me habría parecido imposible. Siento como si la cabeza me diera vueltas y sigo blasfemando sin parar.
—Otra vez, Smoky —dice el doctor Chalmers entre mis piernas, sin perder la calma en medio de este caos.
De pronto oigo un sonido como el que produce una ventosa, siento un dolor y una presión insoportables y la criatura sale por fin. Ha nacido mi hija: los primeros sonidos que oye son blasfemias. Se produce un silencio, seguido por unos tijeretazos y luego un sonido que borra de golpe todo el dolor, la ira y la sangre. Un sonido que hace que el tiempo se detenga. Oigo a mi hija berrear. Parece tan cabreada como lo estaba yo hace unos momentos, y es el sonido más maravilloso que he escuchado jamás, la música más hermosa, un milagro que apenas alcanzo a imaginar. Me siento abrumada por la emoción, como si mi corazón fuese a dejar de latir. Al escuchar ese sonido miro a mi marido y rompo a llorar a lágrima viva.
—Es una niña sana —dice el doctor Chalmers, inclinándose hacia atrás mientras las enfermeras limpian a Alexa. El doctor tiene un aspecto sudoroso, cansado y feliz. Siento un profundo cariño por ese hombre al que hace unos segundos deseaba matar. Ha participado en esto, y me siento agradecida, aunque no dejo de llorar y no se me ocurren unas palabras adecuadas de gratitud.
Alexa nació poco después de la medianoche entre sangre, dolor y palabrotas; es un momento de perfección que sólo experimentas unas pocas veces en la vida.
Murió también pasada la medianoche, regresando a un útero oscuro del que jamás renacerá.
Recobro el conocimiento, boqueando, temblando, llorando. Sigo en la habitación del hospital. Jenny está a mi lado, observándome preocupada.
—¡Smoky! ¿Te sientes bien?
Siento un sabor gomoso en la boca. Mis mejillas tienen un tacto áspero debido a la sal de mis lágrimas. Me siento abochornada. Miro la puerta de la habitación. Jenny niega con la cabeza.
—No ha entrado nadie. Pero estaba a punto de llamar a alguien segundos antes de que recobraras el conocimiento.
Respiro hondo y seguido, como cuando uno sufre un ataque de pánico.
—Gracias. —Me incorporo, sentada en el suelo, y apoyo la cabeza en las manos—. Lo siento, Jenny. No pensé que fuera a desmayarme.
Ella calla. Su apariencia de mujer dura se ha disipado unos momentos y me mira con una tristeza desprovista de lástima.
—No te preocupes —dice escuetamente.
Yo sigo respirando hondo, al tiempo que mi respiración se normaliza. Entonces me percato de una cosa. Al igual que en el sueño, el dolor del momento desaparece.
Bonnie vuelve la cabeza y me mira. Por su mejilla se desliza una lágrima. Me levanto, me acerco a la cama y le tomo la mano.
—Hola, cariño —murmuro.
Bonnie no contesta, y yo no insisto. Nos miramos, dejando que las lágrimas rueden por nuestras mejillas. A fin de cuentas, para eso sirven las lágrimas. Es como si sangrara el alma.