10

Entramos en el cuartel general de la policía de San Francisco, pregunto por Jennifer Chang y nos conducen a su despacho. Al vernos entrar, compruebo con satisfacción que parece alegrarse de verme. Avanza hacia nosotros, arrastrando consigo a un compañero que no conozco.

—¡Smoky! No sabía que ibas a venir.

—Fue una decisión de última hora.

Jennifer se detiene frente a mí y me da un buen repaso de pies a cabeza. A diferencia de otras personas, no se molesta en ocultar la curiosidad que le suscitan mis cicatrices, las cuales examina abiertamente.

—No son tan horribles —comenta—. Han cicatrizado bien. ¿Y por dentro?

—Aún duele, pero me estoy recuperando.

—Bien. ¿Habéis venido para haceros cargo del caso o qué? —pregunta Jenny sin andarse con rodeos. Tengo que manejar esto con cuidado; es cierto que hemos venido para hacernos cargo del caso, pero no quiero que ni ella, ni otros miembros de la policía de San Francisco se sientan molestos por ello.

—Sí. Pero sólo debido al mensaje que el asesino dejó para mí. Ya conoces las normas, el correo electrónico constituye una amenaza contra un agente federal. Lo cual lo convierte en un asunto federal —añado encogiéndome de hombros—. Pero eso no quiere decir que pensemos que la policía de San Francisco no es capaz de revolver el caso.

Jenny pondera lo que le he dicho durante unos segundos.

—Ya, bueno. Siempre os habéis portado de forma muy legal conmigo.

La seguimos hasta su despacho, una habitación pequeña con dos mesas. No obstante, me sorprende.

—Dispones de tu propio despacho, Jenny. Es fantástico.

—Hemos tenido la tasa más alta de casos resueltos durante tres años consecutivos. El comisario me preguntó qué quería y le dije que un despacho. Y me lo dio —dice Jenny sonriendo—. Tuvo que echar a los dos veteranos que lo ocupaban. Lo cual no me hizo muy popular. Pero me importa un pito. Lo siento —añade señalando a su colega—, debí presentaros antes. Éste es Charlie De Biasse, mi colega. Charlie, unos agentes del FBI.

El compañero de Jenny inclina la cabeza. De Biasse es un apellido obviamente italiano, y Charlie tiene aspecto de italiano, aunque con una mezcla. Tiene un rostro sereno, tranquilo. Sus ojos contrastan con éste. Son muy perspicaces. Perspicaces y atentos.

—Encantado de conocerte.

—Lo mismo digo.

—Bien —dice Jenny—, ¿tenéis algún plan?

Callie le explica brevemente el reparto de tareas. Cuando termina, la inspectora asiente con gesto de aprobación.

—Suena bien. Os facilitaré unas copias de todo lo que hemos conseguido reunir para vosotros. Charlie, llama a la UDEC[1] e infórmales.

—De acuerdo.

—¿Quién tiene las llaves del apartamento de Annie King? —pregunto.

Jenny toma un sobre que hay en una esquina de su mesa y se lo entrega a Leo.

—Están en este sobre. No temáis contaminar la escena del crimen. Ya hemos recogido todas las pruebas. La dirección está anotada en el sobre. El oficial Bixby, que está sentado ahí, os llevará.

Leo me mira arqueando las cejas y yo asiento con la cabeza, indicando que puede irse.

Luego me vuelvo hacia Jenny.

—¿Podemos ir a algún sitio? Me gustaría hablar contigo sobre tus impresiones referentes al escenario del crimen.

—Por supuesto. Iremos a tomar un café. Charlie se ocupará de los demás, ¿de acuerdo, Charlie?

—Desde luego.

—Gracias.

—¿El forense que tienen aquí es un buen profesional? —inquiere James. Formulada por James, más que una pregunta parece un desafío. Jenny le mira frunciendo el ceño.

—Según Quantico es una excelente profesional. ¿Por qué lo pregunta? ¿Le han dicho que no lo es?

Él hace un gesto ambiguo con la mano, como para despachar el tema.

—Dígame cómo puedo ponerme en contacto con ella, inspectora. Y ahórrese el sarcasmo.

Jenny arquea las cejas y le mira con expresión adusta. Se vuelve hacia mí y al observar la expresión de enojo con que miro a James, se aplaca un poco.

—Hable con Charlie —dice con tono seco y áspero. Pero no impresiona a James, que da media vuelta y se aleja sin mirarla siquiera.

—Salgamos de aquí —digo tomando a Jenny por el codo.

Ella dirige una última mirada pensativa a James antes de asentir con la cabeza. A continuación nos encaminamos hacia la puerta de la comisaría.

—¿Ese tipo se comporta siempre como un capullo? —me pregunta cuando bajamos los escalones de la entrada.

—Sí. Esa palabra fue inventada para describirlo.

La cafetería está tan sólo a una manzana, un tipo de establecimiento que parece abundar en San Francisco tanto como en Seattle. Es un pequeño local, no un negocio franquiciado, que ofrece un ambiente relajado y acogedor. Pido un café moca. Jenny un té bien caliente. Nos sentamos en una mesa junto a la ventana y gozamos guardando silencio unos instantes mientras nos bebemos nuestras respectivas bebidas. El moca es exquisito. Lo suficiente para que yo lo disfrute a pesar de estar rodeada de muerte.

Observo a la ciudad desfilar frente a la ventana. San Francisco siempre me ha intrigado. Es el Nueva York de la costa Oeste. Cosmopolita, con influencias europeas, dotado de un gran encanto y carácter. Por lo general suelo adivinar que alguien es de San Francisco por su forma de vestir. Es uno de los pocos lugares de la costa Oeste donde ves trincheras, sombreros y boinas de lana y guantes de cuero. Una ropa muy estilosa. Hace un día agradable; en San Francisco suele hacer frío, pero hoy ha salido el sol y hace una temperatura en torno a los veinte grados centígrados.

Jenny deja su taza de té y pasa un dedo por el borde de la misma con aspecto pensativo.

—Me sorprendió verte aquí. Y me sorprendió aún más averiguar que no diriges a tu equipo.

La miro por encima de mi taza.

—Ése fue el pacto. Annie King era amiga mía, Jenny. Tengo que mantenerme en la periferia del caso. Al menos, oficialmente. Además, aún no estoy preparada para dirigir la Coordinadora del NCAVC.

La mirada de Jenny no revela nada, pero tampoco expresa ningún juicio de valor.

—¿Eres tú quien crees que no estás preparada o tus jefes?

—Yo.

—No te ofendas, Smoky, pero si eso es cierto, ¿cómo conseguiste que te autorizaran a venir aquí? No creo que mi jefe me lo hubiera autorizado en circunstancias parecidas.

Le explico los cambios que he experimentado gracias a haber reanudado el contacto con mi equipo.

—Creí que sería una buena terapia para mí. Supongo que el director adjunto también lo creyó.

Jenny calla unos momentos antes de responder.

—Tú y yo somos amigas, Smoky. No nos enviamos tarjetas para felicitarnos la Navidad ni celebramos juntas el día de Acción de Gracias. No tenemos ese tipo de amistad. Pero somos amigas, ¿no es así?

—Claro. Desde luego.

—Entonces como amiga tuya que soy, debo preguntarte: ¿vas a poder enfrentarte a este caso? ¿Hasta el final? Es un asunto horroroso. Tremendo. Ya me conoces, sabes que he visto muchas cosas. Pero lo que hizo ese tipo con la hija… —Jenny se estremece, un espasmo involuntario—. Me va a producir pesadillas. Para colmo, lo que le hizo a tu amiga fue también una salvajada. Ya sé que Annie era tu amiga. Comprendo que te parezca saludable volver a meter un pie en el agua, pero ¿crees que debes hacerlo con este caso?

—No lo sé —respondo con sinceridad—. Ésa es la verdad. Estoy hecha un lío, Jenny, te lo aseguro. Supongo que no parece que tenga sentido que me involucre en este caso, pero… —Reflexiono unos instantes antes de proseguir—. ¿Sabes lo que he estado haciendo desde que Matt y Alexa murieron? Nada. No me refiero a tomarme las cosas con calma. Me refiero a no hacer nada. Me pasaba el día sentada, mirando la pared. Cuando me acostaba por las noches tenía pesadillas, me despertaba y me quedaba mirando el techo hasta que volvía a dormirme. A veces, me miro en el espejo durante horas, palpándome las cicatrices. —Siento que se me saltan las lágrimas. Me alegra comprobar que son lágrimas de ira y no de debilidad—. Sólo puedo decirte que vivir así es más horrible que lo que veré al implicarme en la muerte de Annie. Al menos eso creo. Sé que parece egoísta por mi parte, pero es verdad. —Callo como si me hubiera quedado sin palabras, como un reloj que precisa que le den cuerda. Jenny bebe un sorbo de su té. La ciudad sigue desfilando a nuestro alrededor, ajena a nosotras.

—Bien. Entiendo. ¿De modo que quieres que te dé mis impresiones sobre el escenario del crimen? —me pregunta Jenny. No lo hace como mero trámite. A su modo, me demuestra que me apoya, que me comprende, que no perdamos tiempo y entremos en materia. Lo cual le agradezco.

—Sí.

—Ayer recibí la llamada.

—¿Te llamó personalmente a ti? —interrumpo.

—Sí. Dijo mi nombre. Hablaba falseando la voz. Me dijo que mirara mis correos electrónicos. Posiblemente no le hubiera hecho caso, pero te mencionó a ti.

—Dices que hablaba falseando la voz. ¿A qué te refieres?

—Procuraba distorsionarla. Como si hubiera tapado el micrófono del teléfono con un trapo.

—¿Notaste alguna inflexión especial? ¿Utilizó expresiones coloquiales? ¿Un acento que te chocó?

Jenny me mira con una sonrisa divertida.

—¿Vas a interrogarme como si fuera una testigo, Smoky?

—Eres una testigo. Al menos, para mí. Eres la única persona que ha hablado con el asesino, y viste el escenario del crimen pocos días después de cometerse el asesinato. Por supuesto que eres una testigo.

—De acuerdo. —Jenny reflexiona unos momentos sobre mi pregunta—. Debo decir que no. En realidad fue todo lo contrario. No noté ninguna inflexión. Hablaba con tono neutro.

—¿Recuerdas lo que dijo exactamente? —Sé que la respuesta a esa pregunta es afirmativa. Jennifer tiene una memoria pasmosa. Es tan mortífera, a su manera, como mi destreza con una pistola. Los abogados defensores la temen.

—Sí. Dijo: «¿Es usted la inspectora Chang?». Yo respondí que sí. «Tiene un correo electrónico», dijo, pero no se rio. Ése fue uno de los detalles que me llamó la atención, al principio. No forzó la nota melodramática. Se limitó a exponer el hecho. Le pregunté quién era y contestó: «Ha muerto una persona. Smoky Barrett la conoce. Tiene un correo electrónico». Y colgó.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—Mmm. ¿Sabemos de dónde procedía la llamada?

—De un teléfono público en Los Ángeles.

La respuesta me sorprende.

—¿Los Ángeles? —Reflexiono sobre ello unos segundos—. Quizás ése era el motivo de que necesitara tres días. O es un viajante, o es de Los Ángeles.

—O pretende confundirnos. Si es de Los Ángeles, deduzco que vino aquí a por Annie —dice Jenny con una expresión tensa e irritada. Yo sé el motivo.

—Lo cual significa que el asesino quería reclamar mi atención.

Ya he aceptado esa posibilidad, mejor dicho, esa probabilidad, aunque aún no he podido enfrentarme a mis emociones. El hecho de que Annie muriera no sólo por lo que hizo sino porque era mi amiga.

—Ya. Pero son meras conjeturas. Miré mis correos electrónicos y…

—¿Desde dónde te envió el correo electrónico? —pregunto interrumpiéndola.

Jenny me mira, dudando.

—Desde el ordenador de tu amiga, Smoky. Era la dirección del correo electrónico de Annie.

Esto me provoca una repentina e inopinada furia. Sé que el asesino no lo hizo sólo para cubrir sus huellas, sino para demostrar que lo que había pertenecido a Annie ahora le pertenece a él.

—Sigue —digo desterrando esos pensamientos de mi mente.

—En el correo electrónico figuraba tan sólo el nombre y las señas de Annie, y llevaba cuatro cosas adjuntas: tres fotografías de tu amiga y la nota dirigida a ti. A partir de ahí nos lo tomamos muy en serio. Hoy en día puedes manipular cualquier fotografía, pero es como una amenaza de bomba. Por si acaso, desalojamos el lugar. De modo que mi colega y yo pedimos a unos agentes que nos acompañaran y fuimos a la dirección del correo electrónico. —Jenny hace una pausa para beber un sorbo de té—. La puerta no estaba cerrada con llave, y después de llamar insistentemente sin que nadie respondiera, sacamos nuestras pistolas y entramos. Tu amiga y su hija estaban en el dormitorio, tendidas en la cama. Annie tenía el ordenador instalado allí. —Jenny sacude la cabeza al recordar ese momento—. Era una escena tremenda, Smoky. Tú has visto cosas peores que yo, asesinatos en serie, pensados metódicamente, pero aun así creo que te habrías sentido tan horrorizada como yo. El asesino la había rajado de arriba abajo, le había arrancado las vísceras y las había metido en una bolsa. Le había rebanado el cuello. Pero lo peor era la niña.

—Bonnie.

—Sí. Estaba atada cara a cara a su madre. Sin miramientos. El asesino las había colocado vientre contra vientre y las había amarrado con una cuerda para que la niña no pudiera moverse. Estuvo así tres días, Smoky. Atada al cadáver de su madre. Ya sabes lo que le ocurre a un cadáver al cabo de tres días. El aire acondicionado no estaba conectado. Y ese cabrón había dejado entreabierta una ventana. La habitación estaba llena de moscas.

Por supuesto que lo sé. Lo que Jenny describe es inimaginable.

—La niña tiene diez años, la habitación huele que apesta, y está cubierta de moscas. Había vuelto la cara de forma que tenía la mejilla apoyada en el rostro de su madre. —Jenny tuerce el gesto e imagino el horror que debió sentir en esos momentos. Me alegro profundamente de no haber presenciado esa escena—. La niña estaba muda. No dijo una palabra cuando entramos en la habitación. Ni cuando la desatamos. Estaba inerte, con la mirada ausente. No respondió a nuestras preguntas. Estaba deshidratada. Pedimos inmediatamente una ambulancia y la envié acompañada por una agente. Bonnie está bien físicamente, y he apostado a un policía junto a la puerta de su habitación, por si acaso. Por cierto, está en una habitación privada.

—Te lo agradezco mucho.

Jenny hace un ademán para restarle importancia y bebe otro sorbo de té. Me sorprende observar un pequeño temblor en su mano. Es evidente que el recuerdo la afecta profundamente.

—La niña no ha dicho una palabra. ¿Crees que logrará superarlo? ¿Es posible que alguien pueda superar eso?

—No lo sé. No deja de sorprenderme lo que la gente es capaz de superar. Pero no lo sé.

Jenny me mira con gesto pensativo.

—Tienes razón. —Guarda silencio unos momentos antes de proseguir—: Cuando la ambulancia se llevó a la niña, clausuré el apartamento. Llamé a la Unidad del Escenario del Crimen, y les ordené que se pusieran en marcha de inmediato. Quizá me excedí, pero estaba… cabreada. No, esa palabra no basta para describir lo que sentía.

—Lo comprendo.

—Después os llamé y hablé con Alan. No puedo contarte mucho más, Smoky. Estamos en los primeros estadios del caso. Hemos recogido las pruebas, pero no he tenido tiempo de reducir la marcha y analizar los datos.

—Rebobinemos un poco. Deja que te interrogue como si fueras una testigo.

—De acuerdo.

—Lo haremos como si se tratara de una EC.

—Muy bien.

EC significa «entrevista cognitiva». Una de nuestras pesadillas son los recuerdos y relatos de los testigos. Las personas ven muy poco, o no recuerdan lo que han visto, debido al trauma y la emoción. Recuerdan cosas que no ocurrieron. La técnica de la EC se viene utilizando desde hace tiempo, y aunque se basa en una metodología específica, su aplicación constituye todo un arte. A mí se me da muy bien. A Callie todavía mejor. Y Alan es un maestro en ese arte.

El concepto básico de la entrevista cognitiva es que el hecho de conducir a un testigo desde el principio de los hechos hasta el final, una y otra vez, por lo general no le induce a recordar más detalles. En lugar de ello, utilizamos tres técnicas. La primera se refiere al contexto. En vez de comenzar por el principio del hecho, hacemos que el testigo nos relate cosas previas al hecho: cómo fue su jornada, cómo se sentía, qué preocupaciones/alegrías/banalidades pasaban por su mente. Hacemos que evoque el transcurso normal de su jornada con anterioridad al hecho que queremos que recuerde. La teoría se basa en que eso sirve para contextualizar el hecho que pretendemos que evoque. Al centrarse en unos recuerdos anteriores a él, al testigo le resulta más fácil relatar lo ocurrido y recordar más detalles. La segunda técnica consiste en modificar la secuencia de sus recuerdos. En lugar de hacer que empiece por el principio, pedimos al testigo que lo haga por el final y retroceda. O que empiece por la mitad. Eso hace que se detenga y analice de nuevo su testimonio. La última parte de la EC consiste en modificar la perspectiva. «Vaya —podemos decir— me pregunto qué pensaría la persona que estaba junto a la puerta». Eso hace que el testigo analice el hecho desde otros ángulos y recuerde más datos.

Con una persona como Jenny, una inspectora de policía con experiencia y una memoria excelente, la entrevista cognitiva puede ser muy eficaz.

—Es a última hora de la tarde —digo, iniciando la entrevista—, estás en tu despacho y…

Jenny alza la vista al techo, tratando de recordar.

—Estoy hablando con Charlie. Estamos revisando un caso en el que trabajamos. Han matado de una paliza a una prostituta de dieciséis años y la han dejado en un callejón de Tenderloin.

—¿Qué comentáis al respecto?

La mirada de Jenny se entristece.

—Charlie dice que a la gente le importa un bledo que asesinen a una puta, aunque sólo tenga dieciséis años. Está cabreado y triste, y se desahoga conmigo. Charlie encaja mal la muerte de chicos o chicas jóvenes.

—¿Qué pensaste al oírle decir eso?

Jenny se encoge de hombros y suspira.

—Lo mismo que él. Estaba irritada. Triste. No manifestaba tanta rabia como Charlie, pero le comprendía. Recuerdo que mientras él se despachaba a gusto miré mi mesa y observé que de la carpeta que contenía el expediente de Annie asomaba una esquina de una de las fotografías. Era una fotografía del escenario del crimen, donde la encontramos. Se veía una parte de su pierna, de la rodilla para abajo. Parecía muerta. Me sentí cansada.

—Sigue.

—Al cabo de un rato Charlie se calmó. Cuando terminó de desahogarse, se quedó un rato en silencio. Luego me miró, con esa media sonrisa suya tan típica, y me pidió disculpas. Le dije que no tenía importancia. —Jenny se encoge de hombros—. Yo he desahogado mi rabia muchas veces delante de Charlie. Entre colegas es normal.

—¿Qué sentías en esos momentos por Charlie?

—Afecto —responde con un ademán ambiguo—. No se trata de un sentimiento romántico ni sexual. Eso nunca ha existido entre nosotros. Sólo afecto. Sé que él siempre estará ahí para apoyarme, y que él también puede contar conmigo. Me alegro de tenerlo como compañero, es un buen colega. Iba a decírselo cuando recibí la llamada.

—¿Del asesino?

—Sí. Recuerdo que me sentí un tanto… desorientada cuando empezó a hablar.

—¿Desorientada en qué sentido?

—Hasta ese momento todo transcurría con normalidad. Estaba hablando con Charlie y de pronto alguien me dice «tienes una llamada», yo digo «gracias» y respondo al teléfono… Circunstancias y gestos que he experimentado y he hecho mil veces. Normales. De pronto todo cambia. Paso de la normalidad a hablar con un sádico en un abrir y cerrar de ojos. —Jenny chasquea los dedos—. Me quedé helada. —Al decir eso observo en sus ojos un gesto de preocupación.

Ése es otro motivo por el que he decidido utilizar la técnica EC con Jenny. El mayor problema referente a la capacidad de los testigos de evocar los hechos es que apenas recuerdan nada debido al trauma que sufren. Las emociones intensas empañan la memoria. Quienes no pertenecen a las fuerzas de seguridad no comprenden que nosotros también experimentamos nuestros traumas. Niños estrangulados, violados, madres descuartizadas… Hablamos con asesinos por teléfono. Son experiencias terroríficas que nos producen emociones muy fuertes, por más que tratemos de dominarlas. Unas experiencias traumáticas.

—Te entiendo. Creo que tenemos un contexto, Jenny —digo con tono suave y quedo. Ella me permite que la sitúe en el «entonces», y quiero mantenerla pegada a ese momento—. Sigamos avanzando. Cuéntame lo que pasó a partir del instante en que te acercas a la puerta del apartamento de Annie.

Jenny achica los ojos como si mirara algo que yo no veo.

—La puerta es blanca. Recuerdo que pensé que era la puerta más blanca que había visto nunca. Eso me produjo una sensación de vacío en el estómago, de cinismo.

—¿A qué te refieres?

Me mira con una expresión que he visto en multitud de ocasiones.

—Comprendí que era mentira. Que ese color blanco era mentira. Lo presentí. Lo que había detrás de esa puerta no era blanco, sino oscuro, podrido, espeluznante.

Siento un escalofrío. Una especie de déjà vu perverso. Yo también he sentido lo que describe Jenny.

—Sigue.

—Picamos a la puerta al tiempo que llamamos a Annie por su nombre. Nada. Todo está en silencio. —Arruga el ceño—. ¿Sabes qué otra cosa me chocó? —pregunta.

—¿Qué?

—No se asomó ningún vecino para averiguar qué ocurría. Charlie y yo golpeamos la puerta insistentemente y con energía. Pero no se asomó nadie. No creo que Annie conociera a sus vecinos. O quizá no tenía amistad con ninguno.

Jenny suspira.

—Total, que Charlie me miró y yo le miré a él, miramos a los agentes que nos acompañaban y desenfundamos nuestras pistolas. —Jenny se muerde el labio—. El mal presentimiento que tenía era cada vez más intenso. Sentía como una opresión en la boca del estómago. Noté que a los demás les pasaba lo mismo. Sudor, adrenalina, temblores. La respiración entrecortada.

—¿Tuviste miedo? —pregunto.

Tarda unos momentos en responder.

—Sí. Tuve miedo. De lo que íbamos a encontrarnos —responde torciendo el gesto—. ¿Quieres que te cuente una cosa muy curiosa? Antes de dirigirme al escenario de un crimen siempre tengo miedo. Hace más de diez años que trabajo en Homicidios, he visto de todo, pero sigo teniendo miedo.

—Continúa.

—Giré el pomo de la puerta y cedió sin mayores problemas. Miré de nuevo a los demás y la abrí. Todos empuñábamos nuestras pistolas.

—¿Qué crees que fue lo primero que llamó la atención de Charlie? —pregunto para que Jenny cambie de perspectiva.

—El olor. Seguro. El olor, y la oscuridad. Todas las luces estaban apagadas, excepto la del dormitorio de Annie. —Jenny se estremece, pero no se percata de ello—. Desde donde nos hallábamos podíamos ver la puerta de su dormitorio. Estaba situada al fondo del pasillo, casi alineada con la puerta de entrada. El apartamento se hallaba prácticamente a oscuras, pero la puerta del dormitorio estaba en penumbra, débilmente iluminada por el resplandor que se filtraba del dormitorio. —Jenny se pasa la mano por el pelo—. Me acordé del «monstruo del armario» con el que estaba obsesionada de pequeña. Un monstruo que rascaba la parte interior de la puerta, tratando de salir. Un ser malévolo.

—Háblame del olor.

Hace una mueca.

—Olía a perfume y a sangre. El olor del perfume era más intenso, pero el olor a sangre era inconfundible. Un olor denso y cobrizo. Sutil, pero… angustioso. Inquietante. Como si vieras algo con el rabillo del ojo.

Tomo nota de eso.

—¿Luego qué pasó?

—Cumplimos los trámites de costumbre. Llamamos a los ocupantes de la casa. Registramos el cuarto de estar y la cocina. Utilizamos linternas, porque yo no quería que tocáramos nada.

—Muy bien —digo asintiendo con la cabeza.

—Luego hicimos lo que parecía más lógico, dirigirnos a la puerta de la habitación. —Jenny se detiene y me mira—. Antes de entrar dije a Charlie que se pusiera los guantes, Smoky.

Jenny me está diciendo que sabía, que presentía que al otro lado de la puerta contemplaría un asesinato. Que encontraría pruebas, no a los supervivientes.

—Recuerdo que miré el pomo de la puerta. No quería girarla. No quería mirar dentro. No quería que se escapara el monstruo del armario.

—Sigue.

—Charlie hizo girar el pomo. La puerta no estaba cerrada por dentro. Tuvimos cierta dificultad porque había una toalla colocada en la parte inferior de la puerta que impedía que la abriéramos.

—¿Una toalla?

—Empapada en perfume. El asesino la había colocado allí para disimular el hedor que emanaba el cadáver de tu amiga. No quería que nadie lo encontrara hasta que a él le conviniera.

En ese momento siento que una parte de mí desea poner fin a esto. Desea levantarse, salir de esta cafetería, montarse en el avión y regresar a casa. Es una sensación que me invade con una fuerza abrumadora. Pero consigo dominarla.

—¿Y luego? —pregunto.

Jenny guarda silencio, con la mirada fija en el infinito. Como si viera demasiadas cosas. Cuando reanuda su relato, lo hace con voz hueca e inexpresiva.

—Nos impactó a todos. Supongo que era lo que pretendía el asesino. Había movido la cama para colocarla frente a la puerta. De forma que cuando la abriéramos tuviéramos una buena perspectiva del espectáculo, para que percibiéramos al instante el olor. —Jenny sacude la cabeza—. Recuerdo que pensé en la puerta blanca del apartamento. Sentí una rabia tremenda. Era demasiado para asimilarlo de golpe. Durante unos momentos nos quedamos todos inmóviles en el umbral. Contemplando la escena. Fue Charlie el primero en darse cuenta de que Bonnie estaba viva. —Jenny hace una pausa, contemplando ese momento. Yo espero a que prosiga—. Recuerdo que la niña pestañeó. Tenía la mejilla apoyada en la cara de su madre asesinada, y parecía muerta. Pensamos que estaba muerta. Pero luego pestañeó. Charlie soltó unas palabrotas y… —Jenny se muerde el labio— lloró un poco. Pero eso debe quedar entre nosotras y los agentes que nos acompañaron, ¿comprendes?

—Descuida.

—Ésa fue la primera, y espero que la última, pifia. Charlie entró apresuradamente y desató a Bonnie, sin preocuparse de no contaminar el escenario del crimen —dice Jenny con tono hueco y turbado—. No dejaba de soltar palabrotas. En italiano. Sonaban muy bonitas. Qué raro, ¿no?

—Sí —respondo suavemente. Ella está inmersa en ese momento y no quiero distraerla.

—Bonnie estaba inerte, muda. Parecía como si no tuviera un hueso en el cuerpo. Charlie la desató y la sacó inmediatamente del apartamento, antes de que yo pudiera decir o hacer algo. Pero lo comprendí. Estaba desesperado. —Jenny tuerce el gesto—. Ordené a los policías que pidieran una ambulancia, que llamaran a la Unidad del Escenario del Crimen y al forense, bla-bla-bla. Yo me quedé allí con tu amiga. En esa habitación que olía a muerte, a perfume y a sangre. Sintiendo una furia y una tristeza que me produjeron náuseas. Mirando a Annie. —Se estremece de nuevo mientras crispa y abre el puño repetidas veces—. ¿Has notado lo quietos y callados que están los muertos? Ningún ser vivo podría fingir esa quietud. Quietos, callados, ausentes. En ese momento desconecté. —Jenny me mira y se encoge de hombros—. Ya sabes…

Asiento con la cabeza. Por supuesto que lo sé. Una vez que consigues superar el impacto inicial, te desconectas de tus sentimientos para cumplir con tu deber sin ponerte a vomitar o perder el juicio. Tienes que contemplar el horror con ojo clínico. Es antinatural.

—Es curioso, bien pensado. Es como si oyera mi voz dentro de mi cabeza, monocorde y robótica —dice Jenny imitando ese tono—: «Mujer de raza blanca, de aproximadamente treinta y cinco años, sujeta a su cama, desnuda. Presenta unos cortes desde el cuello hasta las rodillas, probablemente producidos con un cuchillo. Muchos de los cortes son alargados y superficiales, indicando posible tortura. La cavidad torácica —Jenny titubea unos segundos— está abierta y todo indica que le han extirpado los órganos. El rostro de la víctima está crispado, como si gritara en el momento de morir. Al parecer le han partido los huesos de los brazos y las piernas. La han matado de forma lenta y metódica. La postura del cadáver indica que se trata de un asesinato premeditado, no de un crimen pasional».

—Háblame de eso —digo—. ¿Qué pensaste sobre el asesino en esos momentos, al contemplar la escena?

Jenny guarda silencio durante largo rato. Yo espero, observándola mientras mira por la ventana. Luego se vuelve hacia mí.

—La agonía de Annie hizo correrse al asesino, Smoky. Fue el momento sexual más intenso de su vida.

Esas frases me impactan. Son tenebrosas, frías, horribles.

Pero en parte responden a lo que yo buscaba. Y son ciertas. Al tiempo que siento una sensación hueca, de vértigo, empiezo a percibir el olor del asesino. Huele a perfume y a sangre, como la puerta iluminada por el resplandor que se filtraba de la habitación. Huele a carcajadas mezcladas con gritos. Huele a mentiras que simulan ser verdad, a podredumbre atisbada con el rabillo del ojo.

El asesino actúa con precisión. Y goza con lo que hace.

—Gracias, Jenny. —Me siento vacía, sucia, llena de sombras. Pero al mismo tiempo noto que algo empieza a agitarse en mi interior. Un dragón. Algo que temía que hubiera muerto y perdido para siempre, que me había amputado Joseph Sands. Aún no se ha despertado. Pero por primera vez en muchos meses vuelvo a sentirlo.

—Ha ido muy bien —dice Jenny centrándose de nuevo en el momento presente—. Me has obligado a ponerme las pilas.

—No he tenido que esforzarme. Eres una testigo ideal. —Mi respuesta suena hueca. Me siento muy cansada.

Ambas guardamos silencio unos minutos. Pensativas y turbadas.

Mi café moca ya no me sabe tan rico, y Jenny parece haber perdido interés en su té. Se debe a la muerte y al horror, que son capaces de enturbiar el momento más alegre. Es una de las cosas con que nos enfrentamos continuamente los agentes del orden. El sentimiento de culpa de los supervivientes. Nos parece casi un sacrilegio saborear un momento en nuestra vida mientras hablamos sobre la muerte entre gemidos y alaridos de otra persona.

Suspiro y pregunto a Jenny:

—¿Puedes llevarme a ver a Bonnie?

Pagamos la cuenta y nos marchamos. Durante todo el trayecto temo la perspectiva de contemplar esos ojos ausentes. Me parece percibir el olor a sangre y perfume, perfume y sangre. Huele a desesperación.