—¿Desde cuándo merecemos utilizar un avión privado? —pregunto.
—¿Recuerdas que te expliqué que se habían producido dos secuestros de niños y habíamos recuperado uno con vida? —menciona Callie.
Yo asiento con la cabeza.
—Don Plummer es el padre de la niña que rescatamos viva. Posee una pequeña compañía aérea privada. Venden aviones, tienen una escuela de vuelo y demás. Ofreció regalar al FBI un reactor, lo cual por supuesto tuvimos que rechazar. Pero, sin que nosotros se lo insinuáramos, Plummer escribió al director y le propuso poner a nuestra disposición un avión de su compañía a tarifa rebajada cuando fuera necesario. —Callie se encoge de hombros y hace un gesto abarcando lo que nos rodea—. De modo que cuando tenemos que desplazarnos a algún sitio rápidamente…
En este vuelo nos acompaña un elemento nuevo. Un joven que no encaja en el perfil de un agente del FBI. Parece el típico chico que luce un pendiente en una oreja y masca chicle. Le observo detenidamente y veo que tiene una perforación para un piercing en el lóbulo de su oreja izquierda. ¡Santo cielo! Quizá se pone un pendiente cuando no está de servicio. Me lo han presentado como un agente que nos han prestado de Delitos Informáticos. Permanece un tanto aislado de los demás. Su aspecto es desaliñado y parece medio dormido. Un intruso.
—¿Dónde está Alan? —pregunto mirando a mi alrededor.
La respuesta proviene de la parte delantera del avión. Más que una respuesta, es un gruñido.
—Estoy aquí —contesta Alan escuetamente.
Miro a Callie arqueando las cejas. Ella se encoge de hombros.
—Hay algo que le reconcome. Cuando llegamos, noté que estaba cabreado. —Callie mira unos instantes hacia donde se halla Alan y menea la cabeza—. Yo que tú le dejaría tranquilo de momento, cielo.
Dirijo la vista hacia la zona en penumbra donde está sentado Alan, deseando hacer algo. Pero Callie tiene razón. Además, necesito que me pongan al corriente del caso que nos ocupa.
—Dadme los detalles del asunto —digo, desistiendo de mi empeño—. ¿Qué tenemos?
Mi pregunta va dirigida a James. Éste me mira con expresión de hostilidad. Irradia una evidente desaprobación.
—No deberías estar aquí —dice.
—Pues aquí estoy —replico cruzando los brazos.
—Va contra las normas. En esta investigación sólo serás un estorbo —insiste meneando la cabeza—. Probablemente ni siquiera tienes una autorización de tu psiquiatra para incorporarte al servicio.
Callie no dice nada, lo cual le agradezco. Éste es un momento clave, que necesito resolver yo solita.
—Me ha autorizado el director adjunto Jones —respondo mirándole con el ceño fruncido—. Caray, James. Annie King era amiga mía.
Él contesta apuntándome con el dedo:
—Más a mi favor. Estás demasiado involucrada personalmente y lo estropearás todo.
Una parte de mí se da cuenta de que una persona ajena, al oír esto, se quedaría pasmada. Le parecería increíble que James me dijera lo que acaba de decir. En cierta medida, estoy inmunizada contra sus diatribas. Él es así y no hay que darle más vueltas. Por otra parte, me conviene que me trate de esa forma, siento que empieza a agitarse algo en mi interior. La antigua frialdad que siempre he utilizado para pararle los pies a James. Me aferro a ello y dejo que mi mirada lo trasluzca.
—Aquí estoy y no pienso irme. De modo que te aconsejo que lo aceptes y me des todos los detalles del caso. Deja de joderme.
Él me mira unos instantes, examinándome. Noto que desiste de su empeño de fastidiarme. Sacude la cabeza una vez en señal de desaprobación, pero sé que ha capitulado.
—De acuerdo —responde—. Pero que conste que pienso que esto es una clara violación de las normas del FBI.
—Tomo nota —contesto con un sarcasmo que topa con la indiferencia de James.
—Perfecto —responde él. Observo que sus ojos parecen un tanto desenfocados. No tiene un expediente ante él, pero ese ordenador que tiene por cerebro le ofrece todos los datos—. Hallaron su cadáver ayer. Suponen que fue asesinada tres días antes.
—¿Tres días? —pregunto sorprendida.
—Sí.
—¿Cómo hallaron el cadáver? ¿Dónde?
—La policía de San Francisco recibió un correo electrónico, con unas fotografías adjuntas. De Annie King. Fueron a comprobarlo y hallaron el cadáver y a la niña.
El corazón me late violentamente y se me revuelven las tripas. Siento un regusto amargo, como si estuviera a punto de eructar.
—¿Pretendes decirme que la niña permaneció más de tres días junto al cadáver de su madre? —inquiero alzando la voz. No es un tono estridente, pero casi. James me mira con calma. Se limita a relatar los hechos.
—Peor aún. El asesino la ató al cadáver de su madre. Frente a frente. La niña permaneció atada a su madre hasta que las encontraron.
La sangre me martillea en las sienes y me siento mareada. Se me escapa un eructo, silencioso pero repugnante. Siento un sabor a bilis en la boca. Me llevo una mano a la frente.
—¿Dónde está Bonnie en estos momentos?
—En uno de los hospitales locales, bajo protección policial. Está en un estado catatónico. No ha dicho una palabra desde que la hallaron.
Se produce un silencio. Lo rompe Callie.
—Aún hay más, cielo. Unos detalles que debes conocer antes de que aterricemos. De lo contrario el asunto va a pillarte desprevenida.
Temo lo que voy a oír. Lo temo como temo acostarme por las noches. Pero procuro controlarme, zarandeándome mentalmente con energía. Confío en que ninguno se haya dado cuenta.
—Sigue. Suéltalo todo.
—Son tres cosas, que expondré una tras otra. En primer lugar, Annie deja a su hija bajo tu custodia, Smoky. El asesino encontró su testamento y lo dejó junto al cadáver para que lo viéramos. Annie te nombra tutora de su hija. Segundo, tu amiga dirigía una web pornográfica en Internet protagonizada por ella misma. Tercero, el correo electrónico que el asesino envió a la policía incluía una carta dirigida a ti.
La miró boquiabierta. Siento como si me hubieran propinado una paliza. Como si, en lugar de hablar, Callie me hubiera atizado en la cabeza con un palo de golf. Pese a mi conmoción, siento una emoción totalmente egoísta, de la que me avergüenzo, pero me aferro también a ella. Es el temor de perder el dominio de mí misma delante de mi equipo. De cómo me juzgarán mis compañeros, especialmente James. Es egoísta, sí, pero lo reconozco y comprendo que es la herramienta que puedo utilizar para controlarme.
Trato de superar la conmoción y el dolor que amenazan con desbordarme y por fin logro recobrar la compostura lo suficiente para hablar. Al hacerlo me sorprende el tono de mi voz, seco y firme.
—Vayamos por partes. Del primer problema me ocuparé yo misma. Analicemos el segundo. ¿Dices que Annie ejercía como una especie de… prostituta en Internet?
—No, señora, se equivoca —tercia una voz.
Es el joven de Delitos Informáticos. El del pendiente.
—¿Cómo se llama? —le pregunto.
—Leo. Leo Carnes. Mi departamento me ha enviado por lo del correo electrónico, pero también por lo que hacía su amiga para ganarse el sustento.
Le doy un repaso de pies a cabeza. El chico me mira impávido. Es un joven bien parecido, de unos veinticuatro o veinticinco años. Con el pelo oscuro y unos ojos de mirada serena.
—¿Y cómo se ganaba la vida? Puesto que según usted estoy equivocada, explíquenoslo.
El joven se corre unos asientos y se instala junto a nosotros, cazando al vuelo la oportunidad de formar parte de nuestro círculo íntimo. Todos quieren formar parte de él.
—Es un poco largo de explicar.
—Tenemos tiempo. Adelante.
El joven asiente con la cabeza y observo en sus ojos una expresión de satisfacción. Lo suyo, lo que le apasiona, son los ordenadores.
—Para comprenderlo, es preciso entender que la pornografía en Internet es una subcultura totalmente distinta de la pornografía del «mundo real». —El joven se instala cómodamente, relajado, dispuesto a darnos una conferencia sobre el tema que domina. Es su momento de gloria, y estoy dispuesta a concedérselo. Eso me da la oportunidad de poner en orden mis pensamientos y aplacar mi estómago. Además de darme algo en que pensar aparte de la pequeña Bonnie, que estuvo tres días viendo el rostro de su madre asesinada.
—Siga.
—Hacia 1978 apareció un invento llamado BBS, o Sistema de Tablón de Anuncios. Su nombre completo era Sistema de Tablón de Anuncios Computerizado. Fueron las primeras redes no gubernamentales y accesibles al público. Bastaba con que uno dispusiera de un módem y de un ordenador para colocar mensajes, compartir archivos y demás. Por supuesto, en esa época prácticamente todos los usuarios eran científicos o chiflados fascinados por la nueva tecnología. Pero lo que hace que sea relevante al caso es que BBS se convirtió en un lugar para colgar fotos pornográficas. Uno podía compartirlas, venderlas o lo que fuera. En aquel entonces no se trataba sólo del Salvaje Oeste, sino que era un territorio inexplorado. No existían controles ni nada parecido. Lo cual era importante para los usuarios de pornografía porque…
—Era gratis y privado —tercia James.
Leo sonríe y asiente con la cabeza.
—¡Exacto! No tenías que entrar disimuladamente en una sex-shop y llevarte lo que compraras en una discreta bolsa de papel marrón. Podías cerrar la puerta de tu dormitorio con llave y descargar tus fotos pornográficas sin temor a ser descubierto. Era increíble. Los BBS constituían el único juego pornográfico público que existía, estaban en todas partes, y estaban saturados de pornografía.
»Pero los BBS empezaron a perder importancia a medida que Internet fue evolucionando y comenzaron a aparecer las páginas web, los navegadores, los dominios… En un principio los BBS servían para colgar material pornográfico, que los usuarios tenían que descargar para visionarlo. Ahora existen páginas web que muestran ese material en cuanto te conectas a la Red. ¿Qué ocurrió entonces con la pornografía? —pregunta Leo sonriendo—. Básicamente, dos cosas: unos astutos hombres de negocios (me refiero a tíos con dinero) empezaron a crear unos sitios web para adultos en la Red. Algunos procedían de la industria del audiotexto…
—¿Eso qué es? —le interrumpo.
—Disculpe. Sexo por teléfono. Esos tipos que habían amasado una fortuna con el sexo por teléfono vieron el potencial que ofrecía Internet con respecto a la pornografía. Un material privado, que pagabas para ver y masturbarte, al alcance de todos los tíos. Invirtieron un dineral en adquirir el material pornográfico ya existente. Centenares de miles de imágenes escaneadas y colgadas en páginas webs. Para verlas, tenías que utilizar tu tarjeta de crédito. Y ahí fue donde cambió la situación de la pornografía.
—¿A qué te refieres con que cambió la situación de la pornografía? —pregunta Callie frunciendo el ceño.
—A eso voy. Hasta ese momento, la pornografía consistía en un negocio personal, por así decir. Si vendías vídeos, por ejemplo, conocías todos los entresijos de la industria. Dicho de otro modo, habías visitado los platós, habías visto escenas de sexo interpretadas ante tus ojos, conocías a todo el mundo metido en el tema, quizás incluso habías actuado tú mismo ante la cámara. Siempre ha sido un grupo de gente muy reducido, donde todos se conocían entre sí. Pero al aparecer las páginas web, los primeros tipos que se dedicaron a este negocio representaban una tribu totalmente nueva. Entre ellos y la creación de ese material existía una clara separación. Tenían dinero, y pagaban a los pornógrafos para que les vendieran sus imágenes. Las colgaban en la Red y cobraban para que la gente las viera. ¿Observan la diferencia? Esos tipos no eran unos pornógrafos, al menos en el sentido clásico del término. Eran unos hombres de negocios. Con proyectos de marketing, oficinas, empleados, toda la parafernalia. Ya no constituían un sórdido subestrato de la sociedad. Y obtenían suculentos beneficios. Algunas de esas primeras compañías ganan en la actualidad entre ochenta y cien millones al año.
—¡Caray! —exclama Callie. Leo asiente con la cabeza.
—Quizá les parezca un hecho sin relevancia, pero si uno profundiza en la historia de la pornografía comprueba que fue un cambio paradigmático. Para ser sincero, la mayoría de las personas que se dedicaban a la pornografía a principios de la década de los ochenta eran de los setenta. Hablamos de un montón de drogas, sexo promiscuo, todos los tópicos habidos y por haber. Pero la mayoría de los nuevos tipos que montaron un negocio de pornografía en Internet no se dedicaban al cambio de parejas ni a esnifar cocaína mientras les hacían una mamada, ni nada por el estilo. La gran mayoría nunca había pisado un plató de películas porno. Eran hombres de negocios bien trajeados, que ganaban millones con esa novedad. Empezaron a darle cierto aire respetable, en la medida en que la pornografía puede ser respetable.
—Ha dicho que ocurrieron dos cosas. ¿Cuál fue la otra?
—Mientras esos hombres de negocios creaban sus imperios, se produjo otra «revolución de adultos». A un nivel más elemental. En lugar de las páginas web con imágenes de estrellas del porno profesionales, hicieron entrada en escena mujeres o parejas que creaban páginas web centradas en ellos mismos y sus aventuras sexuales cotidianas. Esas personas no pretendían ganarse la vida con la pornografía, sino que lo hacían por diversión. Lo que les atraía era el exhibicionismo. Lo denominaron «porno amateur».
Callie pone los ojos en blanco.
—No somos unos ingenuos, cielo. Creo que la mayoría de nosotros sabemos lo que es el porno amateur. «La chica de al lado», parejas liberadas, bla-bla-bla.
—Por supuesto, disculpe. No pretendo largarles una conferencia. La demanda de ese tipo de pornografía resultó ser tan grande como la de la pornografía profesional. Hasta el punto de que la mayoría de esas mujeres y esas parejas no podían seguir haciéndolo gratuitamente, como un hobby. Los costes de mantenimiento de sus páginas web eran prohibitivos. De modo que empezaron a cobrar también por el acceso. Algunos de los que comenzaron pronto ganaron millones. Pero lo más relevante, la clave que es preciso tener en cuenta, es que esa gente no pertenecía a la industria de la pornografía. No conocían a nadie en el sector de las películas para adultos. No aparecían en las revistas, ni en las películas en las librerías para adultos. Eran personas que no lo hacían por dinero sino porque se divertían haciéndolo.
»Al margen de que a ustedes o a mí nos parezca una actividad sana, lo cierto es que generó un nuevo segmento demográfico en la industria de la pornografía. Participaba todo tipo de personas, madres y padres, miembros de las APA, que tenían una vida secreta al tiempo que ganaban dinero a espuertas mostrándose desnudos al mundo. —Leo se vuelve hacia mí y dice—: Cuando dije que estaba equivocada me refería a que he visto la página web de su amiga. Practicaba un porno blando, no hacía el amor con nadie. Se masturbaba, utilizaba juguetes sexuales y esas cosas. Cobraba por mostrar esos vídeos, lo cual no me parece necesariamente edificante, pero no era una prostituta. —Leo hace una breve pausa tratando de hallar las palabras adecuadas—. No sé si esto la ayudará, cuando piense en ello, pero…
Le miro con una sonrisa cansina. Cierro los ojos.
—Es demasiado para asimilarlo de golpe, Leo. No estoy segura de lo que pienso sobre ello. Pero, sí, puede ayudarme.
En mi mente bullen multitud de pensamientos. Pienso en Annie posando desnuda como una modelo profesional. Me pregunto qué secretos oculta la gente. Ella siempre fue muy guapa, siempre fue un poco rebelde. No me sorprendería que ocultara ciertos secretos sexuales. Pero esto… Esto me desconcierta. En parte porque no entiendo mi ambivalencia con respecto al tema.
De pronto se cuela subrepticiamente una imagen en mi imaginación. Matt y yo tenemos veintiséis años. Nuestra vida sexual ese año sólo cabe calificarla de espectacular. No había ninguna zona de nuestra casa que no hubiéramos bautizado. No existía postura alguna que no hubiéramos probado. Mi colección de lencería había aumentado de forma increíble. Pero lo mejor de todo era que nada de eso era premeditado. Matt y yo no tratábamos de «aderezar nuestra vida sexual», la cual no necesitaba de ningún aderezo especial. Estábamos locos el uno por el otro, hacíamos el amor con apasionado abandono.
Yo siempre fui la más atrevida de los dos en el terreno sexual. Matt era más conservador y tranquilo. Pero como dice el refrán: en aguas tranquilas, demonios se agitan. Él no vacilaba en seguirme hacia territorios tenebrosos. Se ponía a aullar como un lobo en una noche de luna llena, al igual que yo. Era una de las cosas que más amaba en él. Era un hombre maravilloso, un buenazo. Pero podía cambiar de registro cuando el momento lo exigía, mostrándose rudo, tenebroso y un poco peligroso. Siempre fue mi héroe. Pero cuando yo quería que se comportara un poco como un villano, se apresuraba a complacerme.
Matt y yo formábamos una pareja moderna. De vez en cuando veíamos películas porno juntos. Yo era la que le inducía en ocasiones a meternos en las páginas web para adultos. Utilizando siempre su alias. Aunque yo era el Gran Hermano, me obsesionaba que alguien pudiera averiguarlo. No quería empañar la imagen del FBI. De modo que utilizábamos el alias de Matt para visionar los vídeos porno. Yo le tomaba el pelo, diciendo que era el más pervertido de los dos.
Teníamos también una cámara digital. Una noche durante ese año, mientras él estaba en la tienda, tuve un impulso. Me quité la ropa y tomé unas fotos de mí misma desnuda del cuello para abajo. Con el corazón latiéndome con fuerza, riéndome como una loca, envié las fotos a una página web que coleccionaba esas imágenes. Cuando Matt regresó a casa ya me había vestido y presentaba un aspecto de lo más recatado.
Transcurrió una semana y yo ya había olvidado el incidente. Estaba atascada en un caso. Aparte de Matt, comer, dormir y practicar el sexo, no pensaba en otra cosa. Un día llegué tarde a casa, rendida, sin apenas fuerzas para subir al dormitorio. Él estaba allí, tendido en la cama, con las manos enlazadas en la nuca y mostrando una expresión muy rara.
—¿Hay algo que quieras decirme? —preguntó.
Me detuve, perpleja, devanándome los sesos en busca de una explicación.
—No, ¿por qué lo preguntas?
—Sígueme. —Se levantó de la cama, pasó junto a mí y se dirigió hacia el despacho que teníamos en casa. Yo le seguí, intrigada. Matt se sentó ante la mesa donde teníamos instalado nuestro ordenador y movió el ratón para hacer que desapareciera el salvapantallas.
Lo que vi hizo que me sonrojara hasta el extremo de temer que mi rostro se abrasara. Era una página web en la que aparecían mis fotos, expuestas a la vista de cualquiera. Matt se volvió hacia mí esbozando una pequeña sonrisa.
—Las han remitido por correo electrónico. Por lo visto están encantados con las fotos que les enviaste.
Me puse a tartamudear, sonrojándome más y más al darme cuenta de que me estaba poniendo cachonda.
—Creo que no debes volver a hacerlo, Smoky, aunque aparezcas sólo del cuello para abajo. No me parece inteligente. De hecho, es una estupidez. Si alguien lo descubriera, te echarían en el acto.
Yo le miré con las mejillas ardiendo y asentí con la cabeza.
—Sí, tienes razón. No volveré a hacerlo. Pero…
Matt arqueó las cejas en un gesto que siempre me había parecido muy sexy.
—¿Pero…?
—Pero en estos momentos… me apetece follar contigo.
Empecé a desnudarme a toda velocidad, él hizo otro tanto y terminamos aullando como lobos en una noche de luna llena. Lo último que me dijo antes de que nos durmiéramos esa noche me pareció tan cómico, tan propio de él, que aún hace que se me encoja el corazón cuando lo recuerdo. Matt sonrió con los ojos entrecerrados.
—¿Qué? —pregunté.
—Éste no es el FBI de los tiempos de mi padre.
Yo me eché a reír y él también. Hicimos de nuevo el amor y nos dormimos abrazados.
No critico las excursiones inofensivas que hacen las personas adultas, al margen de la postura que sostenga el FBI. Veo el fin de la vida. Es absurdo molestarse porque alguien enseñe las tetas. Pero eso no tiene nada que ver con crear una página web y cobrar a la gente para que me vea introduciéndome todo tipo de objetos entre las piernas. Me pregunto si Annie disfrutaba haciéndolo, o si sólo lo hacía por dinero. Al recordar a mi amiga, deduzco que se trataba principalmente de dinero. Ella siempre había ido por libre, un Ícaro en versión femenina que al volar se aproximó excesivamente al sol.
Aparto esos pensamientos y me centro de nuevo en el momento presente. Durante unos instantes me pregunto si he perdido el tiempo, si voy a convertirme en una de esas personas traumatizadas que se detienen a mitad de una frase y fijan la vista en el infinito. Noto que James me está observando. Curiosamente, de pronto irrumpe en mi mente su imagen —precisamente la de James— contemplando esas fotografías en la página web, lo cual me provoca un pequeño e irracional ataque de paranoia. Dios, en ese caso no tendría más remedio que suicidarme.
—Parece que conoce a fondo el tema, Leo. Necesitamos que analice el ordenador, por lo que confío en que sea un genio de la informática.
—Un supergenio —responde él sonriendo.
—Cuéntame lo de la nota.
Callie abre su cartera, saca una fotocopia de una carpeta y me la entrega.
—¿La has leído? —pregunto a James.
—Sí. —Vacila unos segundos—. Es… interesante.
Asiento con la cabeza, mirándole a los ojos, y noto que hemos conectado. El aceite y los cojinetes. En este punto coincidimos, e independientemente de lo que James piense o diga, quiere saber lo que opino al respecto.
Me centro en las palabras mientras las leo. Necesito penetrar en la mente de este asesino, y sus palabras me dan mucho en que pensar. Este documento tiene un valor inestimable para nosotros. Si somos capaces de descifrarlo, puede indicarnos muchas cosas sobre este monstruo.
Para la agente especial Smoky J. Barrett. Quisiera que esto fuera «sólo para sus ojos», pero sé la escasa importancia que el FBI concede a la privacidad cuando se trata de cazar a alguien. Con cada puerta que abres, compruebas que han levantado las persianas, han eliminado las sombras.
En primer lugar, quiero disculparme por el tiempo transcurrido entre el momento en que maté a su amiga y notifiqué a la policía su muerte. No pude evitarlo. Necesitaba tiempo para poner en marcha ciertas cosas. Trataré de ser sincero con usted, agente Barrett, y seré franco en esta nota. Aunque el factor principal era que necesitaba disponer de cierto tiempo, confieso que pensar en la pequeña Bonnie, cara a cara con el cadáver de su madre durante tres días, mirando sus ojos muertos, percibiendo su hedor cuando su cuerpo empezó a descomponerse, me producía una extraña excitación.
¿Cree que Bonnie logrará recuperarse de ese trauma? ¿O que su recuerdo la atormentará hasta el día que se muera? ¿Ese día llegará pronto, quizá por su propia mano, mientras trata de desterrar sus pesadillas con una afilada hoja de afeitar o unos somníferos? Sólo el tiempo lo dirá, pero pensar en ello no deja de ser interesante.
Otra muestra de sinceridad: no toqué a la niña. Gozo con el sufrimiento ajeno, según el tópico que nos han colgado a todos los asesinos en serie. Ninguna objeción moral me impide violar sexualmente a una niña, pero no me atrae particularmente. Bonnie sigue conservando su pureza, al menos físicamente. Violar su mente fue mucho más satisfactorio.
Puesto que es usted una de esas personas a quienes les fascina la muerte, le explicaré cómo se produjo la de su amiga Annie King. No murió rápidamente. Sufrió mucho. Me imploró que no la matara, lo cual me pareció al mismo tiempo divertido y estimulante. ¿Mi sinceridad le sirve para tachar algún interrogante de su lista sobre mi persona, agente Barrett?
Permita que le facilite la tarea.
No fui víctima de malos tratos sexuales o físicos en mi infancia. No me hacía pis en la cama ni torturaba a animalitos. Soy algo infinitamente más puro. Soy heredero de un legado. Hago lo que hago porque pertenezco a un determinado linaje, el PRIMERO.
Nací para esto. ¿Está preparada para lo que voy a decirle, agente Barrett? Sé que se reirá, pero no me importa: soy un descendiente directo de Jack el Destripador.
Ahora ya lo sabe. Imagino que sacudirá la cabeza con perplejidad al leer esto. Me ha achacado el estatus de tarado, de un pobre infeliz que oye voces y recibe órdenes de Dios.
Enseguida le aclararé ese malentendido. De momento, dejémoslo en que su amiga Annie King era una puta. Una puta moderna de la superautopista de la información. Merecía morir aullando de dolor. Las putas son un cáncer en la faz de la Tierra; Annie King no era una excepción.
Ha sido la primera. No será la última.
Estoy decidido a seguir los pasos de mi antecesor. Al igual que él, no dejaré que me atrapen, y al igual que él, lo que haga pasará a los anales de la historia. ¿Está dispuesta a representar el papel del inspector Abberline mientras yo represento el de Jack?
Espero que sí, sinceramente.
Empezaremos la persecución de este modo: el veinte debe estar en su despacho. Le entregarán un paquete, que corroborará mis palabras. Aunque sé que no me creerá, le doy mi palabra de que el paquete que le enviaré no contendrá ninguna trampa ni ninguna bomba.
Vaya a ver a la pequeña Bonnie. Ahora que se ha convertido en su nueva mamá, quizá se despierten mutuamente por las noches con sus respectivos gritos.
Y recuerde, ni oigo voces ni recibo órdenes de Dios. Para saber quién soy, me basta con escuchar los latidos de mi corazón.
Desde el Infierno,
Jack Jr.
Cuando termino de leer la carta me quedo callada e inmóvil unos momentos.
—Menuda carta.
—Otro tarado —dice Callie con un tono lleno de desprecio.
—No lo creo —contesto frunciendo los labios—. Creo que es algo más que un tarado. —Sacudo la cabeza para poner en orden mis ideas y miro a James—. Hablaremos sobre esto más tarde. Necesito pensar en ello un rato.
Él asiente con la cabeza.
—Sí. Yo también quiero examinar el escenario del crimen antes de sacar conclusiones.
Siento que James y yo hemos vuelto a conectar. Estoy de acuerdo con él. Debemos examinar el lugar donde ocurrió. Pisar el escenario del crimen. Percibir el olor del asesino.
—A propósito —digo—, ¿quién se ha hecho cargo de esto en el Departamento de Policía de San Francisco?
—Tu vieja amiga Jennifer Chang —responde Alan desde la parte delantera del avión, lo cual me sorprende—. Hablé con ella anoche. No sabe que vienes con nosotros.
—Me alegro de que sea Chang. Es una de las mejores agentes. —Conocí a la inspectora de policía Chang hace seis años, cuando ambas trabajábamos en un caso. Tiene aproximadamente mi edad, es muy competente y posee un sentido del humor corrosivo que me gusta—. ¿En qué fase se encuentran de la investigación? ¿Han empezado a analizar las pruebas recogidas en el lugar del crimen?
—Sí —responde Alan, acercándose por el pasillo del aparato y sentándose junto a nosotros—. La Unidad del Escenario del Crimen de San Francisco ya se ha puesto a trabajar bajo la férula de Chang, que disfruta haciendo de pequeña dictadora. Hablé de nuevo con ella a medianoche. Ya había enviado el cadáver al forense, tenía en su poder las fotos del escenario del crimen y había mandado a analizar fibras y otras pruebas. Esa mujer es una negrera.
—Coincide con el recuerdo que tengo de ella. ¿Y el ordenador?
—Aparte de recoger las huellas que pudiera tener, no lo han tocado. —Alan señala a Leo con el pulgar—. El sabiondo les ha dicho que él se encargará de examinarlo.
Miro a Leo asintiendo con la cabeza.
—¿Tiene algún plan? —pregunto.
—Muy sencillo. Echaré un vistazo al ordenador por si han instalado alguna trampa para borrar el disco duro o algo por el estilo. Buscaré lo más inmediato. Pero tendré que llevármelo al despacho para analizarlo más detenidamente.
—Muy bien. Quiero que examine a fondo el ordenador de Annie, Leo. Necesito todos los archivos que hayan sido borrados, incluyendo correos electrónicos, fotografías y cualquier cosa que pueda ayudarnos a resolver el caso. El asesino encontró a Annie a través de Internet. Lo cual convierte su ordenador en la primera arma del criminal.
—Deje que le hinque el diente —responde Leo frotándose las manos.
—De momento quiero que tú, Alan, te encargues como de costumbre de recabar copias de todos los informes y análisis de que disponga la policía de San Francisco y los examines a fondo.
—No hay ningún problema.
—Tú encárgate de la Unidad del Escenario del Crimen —digo dirigiéndome a Callie—. Allí son muy buenos, pero tú eres mejor. Procura ser amable, pero si tienes que apartar a alguien de un codazo… —añado encogiéndome de hombros.
Ella me mira sonriendo.
—Es mi especialidad.
—En cuanto a ti, James, ve a hablar con el forense. Presiónalo. Necesitamos que haga la autopsia hoy mismo. Más tarde tú y yo iremos a echar un vistazo al escenario del crimen.
La hostilidad es palpable, pero James asiente sin decir palabra.
Hago una pausa mientras repaso mentalmente todos los extremos, para asegurarme de no haber omitido ninguno. Creo que no.
—¿Eso es todo? —pregunta Alan.
Le miro, sorprendida por su tono adusto. No sé a qué viene.
—Creo que sí.
Se levanta.
—Bien —dice regresando a su asiento en la parte delantera del aparato mientras todos le observamos perplejos.
—¿Qué le hemos hecho para que esté tan cabreado? —pregunta Callie.
—¡Qué tío tan borde! —apostilla Leo.
Callie y yo nos volvemos hacia él, que es objeto de una mirada hostil por parte de todos los presentes.
Leo nos mira nervioso.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—Como dice el refrán —responde Callie dándole unos golpecitos con el índice en el pecho—: No te metas con mi amigo. Nadie se mete con él excepto yo. ¿Entendido, chavalote?
Leo se pone serio y adopta una expresión impertérrita.
—Desde luego. ¿Se refiere a que yo no soy su amigo, pelirroja?
Callie le mira ladeando la cabeza al tiempo que suaviza un poco su expresión beligerante.
—No, cielo, no me refiero a eso. Esto no es una camarilla, y no estamos en el instituto. De modo que deja de hacerte la víctima. —Se inclina hacia delante y prosigue—: Me refiero a que siento un gran cariño por ese hombre. En cierta ocasión me salvó la vida. Y no consiento que te metas con él. Aún no tienes derecho a hacerlo. ¿Captas la onda, cielo?
Leo muestra una expresión menos beligerante, pero no está dispuesto a capitular.
—Muy bien, entendido. Pero no me llame chavalote.
Callie me mira sonriendo.
—A lo mejor hasta consigue integrarse en nuestro grupo, Smoky. —Se vuelve de nuevo hacia Leo—. Si aprecias tu pellejo, no vuelvas a llamarme pelirroja, chico del piercing.
—Iré a hablar con Alan —digo.
Estoy un tanto preocupada y ese toma y daca me divierte menos de lo que me habría divertido en otras circunstancias. Avanzo por el pasillo del avión, dejando que los otros sigan peleándose afectuosamente. Una pequeña parte de mí que era una líder cae en la cuenta de que lo que hace Callie es bueno para Leo y por tanto para el resto del equipo. Ella acepta a Leo, a su modo. De lo cual me alegro. A veces, cuando un equipo lleva mucho tiempo trabajando junto, sus miembros se vuelven un tanto intolerantes, casi unos xenófobos. No es sano, y me satisface comprobar que mis colegas no han caído en eso. Al menos en el caso de Callie. James mira por la ventanilla, hosco, frío, sin querer participar. Es lo suyo, no representa ninguna novedad.
Llego a la hilera de asientos donde se encuentra Alan. Tiene los ojos fijos en sus pies, y exhala una tensión asfixiante.
—¿Te importa que me siente? —pregunto.
—Haz lo que quieras —contesta con un ademán ambiguo, sin mirarme.
Me siento y le observo durante unos momentos. Alan se vuelve y mira por la ventanilla. Decido no andarme por las ramas.
—¿Qué te ocurre?
Me mira con una rabia que casi me intimida.
—¿Por qué lo haces? ¿Para demostrar el buen rollo que tienes con «el hermano negro»? ¿A qué viene esto?
Me quedo muda. Estupefacta. Espero unos instantes, pensando que ya se le pasará, pero Alan sigue mirándome con una rabia que va en aumento.
—¿Y bien? —pregunta.
—Sabes que no me refiero a eso, Alan —respondo con tono quedo. Sin perder la calma—. Es evidente que estás molesto por algo. Sólo quería saber el motivo.
Él sigue observándome con inquina unos momentos, pero su expresión se suaviza un poco.
—Elaina está enferma —dice fijando la vista en sus manos.
Le miro boquiabierta. Siento que me embarga un sentimiento de dolor y preocupación, instantáneo y visceral. Elaina es la esposa de Alan, a la que conozco desde que le conozco a él. Es una mujer latina de gran belleza, tanto física como interior. Fue la única que vino a visitarme al hospital. En realidad, no pude evitarlo. Entró con paso decidido, obligando a las enfermeras a hacerse a un lado, se sentó en el borde de la cama y me apartó las manos para abrazarme, sin pronunciar una palabra. Mi resistencia se vino abajo al momento y lloré en sus brazos hasta que mis lágrimas se secaron. Mi recuerdo más vívido de ella será siempre ese momento. Veo el mundo borroso a través de mis lágrimas mientras Elaina, reconfortante, cálida y fuerte, me acaricia la cabeza y murmura unas palabras de consuelo en una mezcla de inglés y español. Es una amiga de verdad, esa especie tan rara que nunca te deja en la estacada.
—¿Cómo? ¿A qué te refieres?
La ira de Alan se disipa, quizá debido al temor que detecta en mi voz. Ya no me mira con rabia. Sólo con dolor.
—Tiene un cáncer de colon en fase dos. Le han extirpado el tumor, pero se había reventado. El cáncer había afectado a su organismo antes de que la operaran.
—¿Y eso qué significa?
—Eso es lo más jodido. Quizá no signifique nada. Puede que las células cancerosas que se escaparon cuando el tumor se reventó no signifiquen nada grave. O quizá se propaguen por su organismo. No pueden darnos ninguna garantía. —Los ojos de Alan muestran un profundo dolor—. Nos enteramos porque Elaina sufría unos dolores tremendos. Pensamos que era apendicitis. La operaron inmediatamente y al hallar el tumor lo extirparon. ¿Sabes qué me dijo el médico más tarde? Que tenía un tumor en fase cuatro. Que probablemente se moriría.
Observo las manos de Alan. Están temblando.
—No pude decírselo a Elaina. Se estaba recuperando. No quería preocuparla, sino que se esforzara en recobrarse de la operación. Durante una semana, temí que se muriera, cada vez que la miraba pensaba eso. Ella jamás lo sospechó. —Alan emite una amarga carcajada—. Cuando fuimos al hospital para un chequeo, el médico nos dio una buena noticia. El cáncer estaba en fase dos, no en cuatro. Lo cual significa que las probabilidades de supervivencia son entre setenta y ochenta por ciento a lo largo de cinco años. El médico sonrió satisfecho y Elaina rompió a llorar. Había averiguado que su cáncer no era tan agresivo como habíamos temido, y hasta ese momento no se había dado cuenta de que esto era una buena noticia.
—Alan…
—De modo que van a administrarle quimioterapia. Quizá también radioterapia; aún no nos hemos informado de las opciones que podemos elegir. —Fija de nuevo los ojos en sus enormes manazas—. Creí que iba a perderla, Smoky. Incluso ahora, cuando todo indica que puede salir de esto, no las tengo todas conmigo. Lo único que sé es lo que sentiría si muriera Elaina. He tenido una semana para averiguarlo. No puedo dejar de pensar en ello. —Alan me mira de nuevo con rabia—. Sentí la posibilidad de perderla. ¿Y qué hago? Volar a San Francisco para investigar la muerte de nuestra próxima piltrafa humana. Elaina está en casa, durmiendo —añade mirando por la ventanilla—. Quizá ya se haya levantado. Pero no estoy con ella.
Lo miro estupefacta.
—¡Joder, Alan! ¿Por qué no pides una excedencia? Deberías estar con Elaina, no aquí. Ya nos arreglaremos sin ti.
—¿No lo entiendes? No estoy enojado por estar aquí, sino porque no hay motivo para que no esté aquí. Las cosas se resolverán de un modo favorable o no. Da lo mismo lo que yo haga. —Alan alza las manos con los dedos separados. Parecen dos gigantescos guantes de receptor de béisbol—. Puedo matar con estas manos. Puedo disparar con ellas. Puedo hacer el amor a mi esposa y enhebrar una aguja. Son fuertes. Y hábiles. Pero no puedo arrancarle ese cáncer. No puedo ayudarla. No lo soporto.
Apoya de nuevo las manos en las rodillas y vuelve a fijar sus ojos de mirada impotente en ellas. Yo también las miro, tratando de hallar unas palabras de consuelo para mi amigo. Siento su temor, y el mío. Pienso en Matt.
—Comprendo tu sensación de impotencia, Alan.
Él me mira mostrando en sus ojos unas emociones ambivalentes.
—Lo sé, Smoky. Aunque, no te ofendas, pero eso no me tranquiliza precisamente. —Alan tuerce el gesto—. Mierda. Lo siento. No debí decir eso.
Yo meneo la cabeza.
—No te preocupes. No se trata de lo que me ha ocurrido a mí, sino de lo que estáis pasando Elaina y tú. No puedes explicarme lo que sientes y al mismo tiempo andarte con pies de plomo.
—Supongo que no —responde espirando aire por la boca—. Joder, Smoky. ¿Qué voy a hacer?
—Yo… —Me reclino durante unos momentos en el asiento. ¿Qué va a hacer? Le miro de nuevo a los ojos—. Vas a demostrarle tu amor y hacer todo lo que esté en tu mano para ayudarla. Vas a dejar que tus amigos te ayudemos en caso de que lo necesites. Y, esto es lo más importante, Alan, vas a tener presente que quizá se solucione todo. Que no lo tienes todo en tu contra.
Me mira con una sonrisa irónica.
—Es cuestión de ver la botella medio llena, ¿no es así?
—Por supuesto —respondo con vehemencia—. Se trata de Elaina. La única forma aceptable de encararlo es viendo la botella medio llena.
Alan mira por la ventanilla, luego observa sus manos y por último me mira a mí. La afabilidad que siempre he admirado en mi amigo se refleja de nuevo en sus ojos.
—Te lo agradezco, Smoky, de veras.
—Venga, hombre, anímate.
—De momento prefiero que esto quede entre nosotros, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. ¿Te sientes bien?
Alan aprieta los labios y asiente con la cabeza.
—Sí, sí, estoy bien. —Me mira achicando los ojos—. ¿Y tú? ¿Estás bien? No hemos hablado desde… —Alan se encoge de hombros.
—No porque no lo intentaras. Sí, de momento estoy bien.
—Me alegro.
Nos miramos durante unos segundos, en silencio, comprendiéndonos con la mirada. Me levanto y le doy un apretón en el hombro antes de alejarme.
Primero Callie, ahora Alan. Problemas, sufrimiento y misterios. Siento remordimientos. He estado tan obsesionada con mi tragedia durante los seis últimos meses que ni siquiera he pensado que las vidas de mis amigos pudieran no ser perfectas, que pudieran sentir temor, dolor y sufrimiento. Me siento avergonzada.
—¿Todo va viento en popa, cielo? —me pregunta Callie cuando me siento.
—Sí, todo va bien.
Me mira unos instantes con su característica intensidad. No creo que se lo haya tragado, pero no insiste.
—Mientras cada uno de nosotros cumplimos con la tarea que nos has asignado, ¿tú que vas a hacer, cielo?
La pregunta me recuerda el propósito de este viaje y me estremezco.
—En primer lugar iré a hablar con Jenny. La invitaré a una cafetería o algo así. —Miro a James—. Es una buena profesional, y vio la escena del crimen poco después de cometerse el asesinato. Quiero conocer sus impresiones de primera mano. —James asiente con la cabeza—. Luego iré a ver al mejor testigo que tenemos.
Nadie me pregunta a quién me refiero, pero sé que todos se alegran de que lo haga. Porque me refiero a Bonnie.