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—Joder, cielo, no vas a tener que disfrazarte nunca más en Halloween —dice Callie. Su comentario es de pésimo gusto, grosero y cruel. Me llena de gozo. Si hubiera dicho otra cosa, probablemente me hubiera echado a llorar.

Callie es una pelirroja alta, delgada, con unas piernas larguísimas. Parece una supermodelo. Es un ser bellísimo; si la miras durante mucho rato es como si miraras el sol. Tiene treinta y bastantes años, un máster en medicina forense y una especialización en criminología, es brillante y prescinde de las normas sociales de urbanidad. La mayoría de la gente la considera cargante. Muchos piensan, al conocerla, que es una persona insensible, incluso cruel. Callie es franca, invariablemente sincera, brutal en sus observaciones, y se niega a hacer concesiones en materia de política, relaciones públicas o lo que sea. Por lo demás, sacrificaría su vida por cualquiera que considerara su amigo o amiga.

Uno de los rasgos más admirables de Callie es el que pasa más inadvertido: su sencillez. El rostro que muestra al mundo es el único que tiene. Detesta el autobombo y a los prepotentes. Eso es probablemente lo que confunde a quienes la juzgan con dureza. A ella le tiene sin cuidado que no soportes que te tome el pelo. O te resignas o no tienes nada que hacer con ella, porque como dice la propia Callie: «Si no eres capaz de reírte de ti mismo, no me interesas».

Fue ella quien me encontró después de lo de Joseph Sands. Yo estaba desnuda y sangrando, gritando y cubierta de vómitos. Callie iba elegantemente vestida, como de costumbre, pero no dudó en sostenerme en sus brazos mientras esperaba que llegara la ambulancia. Una de las últimas cosas que recuerdo antes de perder el conocimiento es su maravilloso traje sastre, manchado con mi sangre y mis lágrimas.

—Callie…

Ese reproche proviene de Alan, un tipo tranquilo, serio, franco. Alan es Alan. Un afroamericano inmenso, con un aspecto que impone. Más que corpulento, es gigantesco. Una montaña con piernas. Su ceño fruncido ha hecho que más de un sospechoso se orinara encima durante un interrogatorio. Lo irónico es que Alan es una de las personas más bondadosas y dulces que he conocido en mi vida. Tiene una paciencia tremenda que siempre he admirado y aspirado a alcanzar, y eso es lo que aporta a nuestros casos. No se cansa nunca de analizar pruebas, de examinar el detalle más nimio. Nada le aburre cuando persigue a un asesino. Y su atención al detalle ha resuelto más de un caso. Alan es el mayor del grupo, tiene más de cuarenta años, y cuando se incorporó al FBI aportó diez años de experiencia como inspector de homicidios en Los Ángeles.

—¿Qué haces aquí? —pregunta otra voz. Si la irritación fuera un instrumento musical, esto sería una sinfonía.

La pregunta es formulada sin preámbulo ni contemplaciones; abiertamente, como Callie, pero sin su sentido del humor. La ha formulado James. Entre nosotros le llamamos Damien, por el personaje en La profecía, el hijo de Satán. Es el más joven del equipo, tiene sólo veintiocho años y es una de las personas más irritantes y desagradables que he conocido en mi vida. Consigue sacarte de quicio, exasperarte, enfurecerte. Cuando quiero fastidiar a alguien, el mero hecho de mencionar a James es como echar gasolina sobre las llamas.

Aparte de eso, es brillante. Irradia la brillantez de una supernova, una inteligencia fuera de lo común. Acabó sus estudios secundarios en el instituto a los quince años, con un sobresaliente en la prueba de valoración escolástica, y fue cortejado por todas las universidades más prestigiosas del país. James eligió la que tenía el mejor currículo en criminología, y al cabo de cuatro años obtuvo un doctorado en esa materia. Luego se incorporó al FBI, que había sido siempre su objetivo.

A los doce años, James perdió a su hermana a manos de un asesino en serie al que le divertían los sopletes y oír gritar a mujeres jóvenes. El día en que la enterraron él decidió entrar a formar parte del FBI.

James es un libro cerrado, sin rostro. Parece como si sólo viviera para una cosa: el trabajo que realizamos. Nunca hace chistes, nunca sonríe, nunca hace nada innecesario con respecto al caso que nos ocupa. No comparte su vida privada ni nada que pueda revelar sus pasiones, aficiones, manías o caprichos. No sé qué tipo de música le gusta, qué películas prefiere ver o si va al cine.

Sería simplificar demasiado describirlo tan sólo como un tipo competente y obsesionado con la lógica. No, James posee una hostilidad que brota en estallidos violentos. Sus reproches pueden ser corrosivos, y su insensibilidad es legendaria. No pretendo decir que se alegra de las desgracias ajenas, pero le traen sin cuidado. Da la impresión de estar constantemente cabreado con un mundo en el que existen individuos como el que asesinó a su hermana. No obstante, hace tiempo que dejé de justificar su comportamiento. Es un cretino.

Pero es brillante, posee una inteligencia que deslumbra a quienes están a su alrededor, como el flash permanente de una cámara. Y comparte conmigo una habilidad que nos une, un don que ha creado un cordón umbilical entre nosotros, que me proporciona un gemelo malvado. James es capaz de penetrar en la mente de un asesino. Sabe introducirse en los recovecos y las zonas oscuras, analizar las sombras, comprender la maldad. Yo también puedo hacerlo. Con frecuencia trabajamos juntos en determinados aspectos de un caso, de una forma muy estrecha. En esos momentos nos llevamos como el aceite y los cojinetes, con una suavidad y fluidez inagotables. En otros momentos, el estar junto a James es tan agradable como si alguien me lijara como a una tabla de cinco por diez centímetros.

—Yo también me alegro de verte —respondo.

—No seas capullo —dice Alan con tono quedo, pero que contiene un acorde grave de amenaza.

James cruza los brazos y dirige a Alan una mirada fría y directa. Es un rasgo que no puedo por menos de admirar en él. Aunque sólo mide un metro setenta de estatura y pesa unos sesenta kilos, es casi imposible intimidarlo. No le asusta nada.

—Era sólo una pregunta —replica.

—Pues ojito con lo que preguntas.

—No tiene importancia —digo apoyando una mano en el hombro de Alan.

James y Alan se miran irritados durante unos instantes. Hasta que este último suspira y se da media vuelta. James me observa durante unos minutos con gesto de aprobación y sigue leyendo el expediente que tiene ante él.

—Lo siento —dice Alan meneando la cabeza.

Sonrío. ¿Cómo puedo explicarle que incluso esto, ese estilo extemporáneo a lo Damien, es justamente lo que me conviene ahora mismo? Me recuerda cómo han funcionado siempre las cosas aquí. James sigue cabreándome, lo cual no deja de ser gratificante.

—¿Qué hay de nuevo? —pregunto para cambiar de tema.

Avanzo hacia el centro del despacho, observando las mesas y los tablones de corcho. En mi ausencia Callie ha asumido el mando del equipo, y responde a mi pregunta.

—No ha habido grandes novedades, cielo. —Callie llama a todo el mundo «cielo». Según cuentan, en su expediente consta una reprimenda por escrito por haber llamado «cielo» al director. Le divierte imitar la forma de hablar de los del sur, aunque ella no procede del sur. A mucha gente le sienta como una patada, pero yo lo considero un rasgo típico de ella—. No se han producido asesinatos en serie, únicamente dos secuestros. Hemos trabajado en algunos casos antiguos que se habían enfriado. —Callie sonríe—. Supongo que todos los psicópatas se han ido de vacaciones contigo.

—¿Cómo se resolvieron esos secuestros?

El secuestro de niños está a la orden del día en nuestro departamento, es algo que todos los hombres y mujeres que pertenecen a las fuerzas de seguridad temen. Rara vez tienen que ver con dinero, sino con sexo, dolor y muerte.

—A uno lo rescatamos vivo, al otro muerto.

Miro los tablones de corcho, pero no los veo.

—Al menos los encontrasteis a los dos —murmuro.

En muchos casos no es así. El que piense que la ausencia de noticias es una buena noticia es que no ha padecido el secuestro de su hijo. En este caso, la ausencia de noticias es un cáncer que no mata pero que produce un vacío en el alma. He conocido a padres que me han venido a ver durante años, confiando en averiguar alguna noticia sobre su hijo, una noticia que no he podido darles. He visto cómo perdían peso, cómo su carácter se amargaba. He visto morir la esperanza en sus ojos, y salirles canas. En esos casos, hallar el cuerpo del niño habría sido una bendición para ellos. Al menos les habría permitido llorar con certeza la muerte de su hijo.

—¿Has disfrutado haciendo de jefa? —pregunto a Callie.

Ella me mira con una de sus típicas sonrisas presuntamente arrogantes.

—Ya me conoces, cielo. He nacido para ser reina, y ahora luzco la corona.

Alan suelta un bufido seguido por una sonora carcajada.

—No hagas caso a ese patán, cielo —dice Callie con tono despectivo.

Yo me río. Es una risa espontánea, de ésas que te pillan desprevenida, como debería ser siempre la risa. Pero se prolonga más de lo necesario y me horroriza sentir que se me saltan las lágrimas.

—Mierda —murmuro enjugándome la cara—. Lo siento. —Miro a Callie y a Alan sonriendo débilmente—. Me alegro de veros. Más de lo que suponéis.

Alan, el hombre-montaña, avanza hacia mí y me abraza inopinadamente con esos brazos que parecen troncos. Me resisto unos instantes antes de devolverle el abrazo, apoyando la cabeza en su pecho.

—Ya lo sabemos, Smoky —dice.

Luego me suelta y Callie se acerca, apartándolo de un empujón.

—Deja de sobarla —le dice con tono brusco. Se vuelve hacia mí y añade—: Te invito a comer, cielo. No te molestes en decir que no.

Siento de nuevo que se me saltan las lágrimas y sólo puedo asentir con la cabeza. Callie coge su bolso, me toma del brazo y me conduce hacia la puerta.

—Vuelvo dentro de una hora —les dice a los otros. Salimos y cuando la puerta se cierra detrás de nosotras, noto que las lágrimas comienzan a rodar por mis mejillas.

Callie me da un pequeño abrazo sesgado.

—Sabía que no querías ponerte a gimotear delante de Damien, cielo.

Me río a través de las lágrimas y asiento con la cabeza, aceptando el kleenex que me ofrece Callie y dejando que su fuerza me sostenga en ese momento de flaqueza.