Echo un vistazo al interior durante unos momentos antes de entrar. Siento un terror puro, limpio, que me produce náuseas. Pienso que ésta es la esencia de lo que más detesto de mi vida desde que ocurrió la tragedia. La constante incertidumbre. Una de las cualidades que siempre me gustaron de mí misma era mi carácter decidido. Todo era muy sencillo: decídete y hazlo. Ahora todo se reduce a: «¿y si…?, no, sí, no, quizá, espera, adelante, ¿y si…?». Y detrás de todo eso, «temo…».
Dios, tengo miedo. Continuamente. Me despierto atemorizada, sigo atemorizada durante todo el día, me acuesto atemorizada. Soy una víctima. Lo odio, no puedo huir de ello, y echo de menos la aplastante certeza de invulnerabilidad que tenía antes. Por otra parte, sé que, al margen de que logre reponerme o no, nunca recuperaré esa certeza. Jamás.
—Contrólate, Barrett.
Otra cosa que hago últimamente es ir de un lado a otro sin ir nunca a ninguna parte.
—Pues cambia —me digo.
Y encima hablo conmigo misma todo el tiempo.
—Estás como una chota, Barrett —murmuro.
Respiro hondo y entro.
No es una oficina espaciosa. Sólo para cuatro personas, con sus mesas y ordenadores, una pequeña sala de juntas, unos teléfonos. Unos tablones de corcho cubiertos con fotografías de la muerte. Tiene el mismo aspecto que cuando yo estaba aquí, hace seis meses. Pero por la forma en que me siento parece como si me hallara en la luna.
Entonces me fijo en ellos. Callie y Alan, de espaldas a mí, conversando mientras señalan uno de los tablones de corcho. Veo también a James, concentrado con su habitual y fría intensidad en un expediente abierto sobre su mesa. Alan es el primero que se vuelve y me ve. Me mira atónito, con ojos como platos, y me preparo para encajar una expresión de repugnancia.
Pero Alan suelta una carcajada y exclama.
—¡Smoky!
Es una voz rebosante de alegría, y en ese momento comprendo que estoy salvada.