4

Me encuentro frente a los despachos del FBI en Los Ángeles, en Wiltshire. Contemplo el edificio, tratando de sentir algo hacia él.

Nada.

En estos momentos no me siento cómoda en este lugar; es como si éste me estuviera juzgando. Observándome ceñudo con su rostro de hormigón, cristal y acero. ¿Es así como lo ven las personas normales y corrientes? ¿Como algo imponente y quizás un tanto voraz?

Al ver mi imagen reflejada en el cristal de la puerta principal me estremezco. Había pensado en ponerme un traje sastre, pero me pareció una concesión excesiva al éxito. Un chándal resultaba demasiado informal. Por fin me había decantado, como testimonio de mi incertidumbre, por unos vaqueros y una blusa, unos zapatos planos y poco maquillaje. En estos momentos todo me parece inadecuado y siento deseos de echar a correr sin parar.

Las emociones me invaden como un oleaje, alcanzando su punto más alto y rompiendo. Temor, ansiedad, ira, esperanza.

El doctor Hillstead había concluido la sesión con una orden: vaya a ver a su equipo.

—Eso no era sólo un trabajo para usted, Smoky. Era algo que definía su vida. Que formaba parte de su identidad. De lo que usted es. ¿No cree?

—Sí. Es verdad.

—¿Mantiene amistad con algunas personas con las que trabaja?

Me encogí de hombros.

—Dos de ellos son mis mejores amigos. Han tratado de ayudarme, pero…

El doctor Hillstead me miró arqueando las cejas, una pregunta cuya respuesta ya conocía.

—Pero ¿no los ha visto desde que salió del hospital?

Habían ido a verme cuando me hallaba envuelta en gasas como una momia, cuando me preguntaba por qué seguía viva, deseando no estarlo. Querían quedarse un rato, pero yo les pedí que se fueran. Posteriormente había recibido numerosas llamadas telefónicas, que había dejado que quedaran grabadas en el contestador y no había respondido.

—En esos momentos no quería ver a nadie. Y luego… —no terminé la frase.

—¿Y luego? —insistió el doctor Hillstead.

Suspiré y señalé mi rostro.

—No quería que me vieran así. No habría soportado que me miraran con lástima. Me habría dolido profundamente.

El doctor Hillstead y yo habíamos hablado un poco más del tema, y él me había dicho que el primer paso para volver a tomar mi pistola era ir a ver a mis amigos. Y aquí estoy.

Aprieto los dientes, hago acopio de mi terquedad irlandesa y entro en el edificio.

La puerta se cierra en silencio a mi espalda, y durante unos momentos me siento atrapada entre el suelo de mármol y el elevado techo. Me siento vulnerable, como un conejo acorralado en campo abierto.

Paso a través de los detectores metálicos de seguridad y muestro mi placa. El guardia de servicio me examina con mirada dura y penetrante. Al observar mis cicatrices pestañea levemente.

—Voy a saludar a mis compañeros en la Central de la Muerte y al director adjunto —le digo, como si por alguna extraña razón tuviera que darle explicaciones.

El guardia me dirige una sonrisa de cortesía que indica que le importa un bledo. Me siento aún más ridícula y vulnerable y me encamino hacia el ascensor del vestíbulo, soltando unas palabrotas en voz baja.

Subo en el ascensor con una persona que no conozco, que consigue que me sienta aún más incómoda (suponiendo que eso fuera posible) por la forma en que observa mi rostro de refilón. Yo trato de ignorarlo, y cuando llegamos a mi planta, salgo del ascensor más rápidamente que de costumbre. El corazón me late aceleradamente.

«Contrólate, Barrett —me digo enojada—. ¿Qué esperas con esa pinta que tienes, que pareces el jorobado de Notre Dame? Domínate».

El hablar conmigo misma casi siempre funciona, y esta vez no es una excepción. Me siento mejor. Echo a andar por el pasillo y me detengo frente a la puerta de mi despacho. El temor vuelve a hacer presa en mí, suplantando la actitud desenfadada que había asumido. Creo observar unos paralelismos aquí. He atravesado esa puerta sin mayores complicaciones incontables veces. Más de las que he empuñado mi pistola. Pero siento un temor similar aquí, aunque en clave menor.

La vida que he dejado atrás está al otro lado de esa puerta. Las personas que componen esa vida. ¿Me aceptarán? ¿O verán a una mujer destruida cubierta con la máscara de un monstruo, me estrecharán la mano con fingido entusiasmo y me enviarán de regreso a casa? ¿Sentiré unos ojos rebosantes de compasión abrasarme la espalda cuando me marche?

Imagino esa escena con una nitidez apabullante. Estoy aterrorizada. Miro nerviosa el otro extremo del pasillo. La puerta del ascensor sigue abierta. Sólo tengo que dar media vuelta y echar a correr. Correr sin detenerme. Correr, correr y correr. Empapar mis zapatos planos de sudor, comprar una cajetilla de Marlboro, irme a casa, fumar y reír a carcajada limpia en la oscuridad. Llorar sin motivo, contemplar mis cicatrices y pensar en la benevolencia de los extraños. Esa perspectiva me atrae con una fuerza que hace que me eche a temblar. Tengo ganas de fumar un cigarrillo. Ansío la seguridad de mi soledad y mi dolor. Quiero que me dejen tranquila para poder seguir enloqueciendo y…

Y entonces oigo a Matt.

Se está riendo.

Esa risa suave que me encantaba, como una brisa fresca de bondad y claridad. «¡Vamos, tesoro, cada vez que hueles el peligro te escaqueas. Es típico de ti!». Una de las virtudes de Matt era su habilidad para tomarme el pelo sin ridiculizarme.

—Quizás ahora sea yo —murmuro.

Trato de adoptar una actitud desafiante, pero mi tembloroso mentón y mis manos sudorosas me lo impiden.

Siento sonreír a Matt con gesto afable, satisfecho, inaccesible.

Maldita sea.

—Vale, vale… —mascullo al fantasma mientras hago girar el pomo.

Aparto a Matt de mi mente y abro la puerta.