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Parece extraño que un demonio hable con esa voz. Mide casi tres metros de estatura, tiene los ojos del color del ágata y la cabeza cubierta con unas bocas que gimen y rechinan. Las escamas que lo recubren son de un negro semejante a algo que se ha quemado. Pero habla con una voz nasal, casi sureña.

—Me encanta devorar almas —dice como si tal cosa—. No hay nada como devorar algo que estaba reservado al cielo.

Estoy desnuda y sujeta a mi cama con unas cadenas plateadas, delgadas pero irrompibles. Me siento como la Bella Durmiente, que ha ido a parar accidentalmente a una historia de H. P. Lovecraft. Me despierto al sentir en mis labios una lengua bífida en lugar del delicado beso del héroe. Estoy muda, amordazada con un pañuelo de seda.

El demonio está al pie de la cama, observándome mientras habla. Presenta un aspecto a la vez sereno y posesivo, mirándome con la expresión de orgullo con que un cazador contempla a un ciervo sujeto al capó de su coche.

No deja de esgrimir el cuchillo serrado de combate que empuña, que parece minúsculo entre esas gigantescas manazas provistas de garras.

—Pero me gustan las almas bien hechas y picantes. A la tuya le falta algo… Quizás un toque de agonía y un punto de dolor.

Sus ojos muestran una mirada inexpresiva y de sus fauces cae una baba negra, semejante a pus, que se desliza por su barbilla y su inmenso torso cubierto de escamas. El total desconocimiento por parte del monstruo del espectáculo que ofrece resulta aterrador. De pronto esboza una sonrisa despectiva, mostrando sus afilados dientes, y me señala con una garra con gesto juguetón.

—Tengo aquí también a otra persona, amor mío. Mi dulce Smoky.

El monstruo se aparta para mostrarme a mi príncipe, el que debía despertarme con su beso. Mi Matt. El hombre que conozco desde los diecisiete años. El hombre que conozco en todos los aspectos que una persona puede conocer a otra. Está desnudo y atado a una silla. Ha recibido una prolongada y feroz paliza. Una paliza destinada a lesionar sin provocar la muerte. Una paliza interminable, destinada a aniquilar toda esperanza al tiempo que mantiene el cuerpo con vida. Matt tiene un ojo tumefacto y cerrado, la nariz partida, los labios destrozados y ensangrentados y le faltan algunos dientes. Tiene la mandíbula inferior deforme y hecha papilla. Sands ha utilizado el cuchillo para torturarlo. Veo unos cortes pequeños pero profundos en ese rostro que he amado, besado y acariciado. En el pecho y alrededor del ombligo tiene unos cortes más grandes. Y sangre. Tiene el cuerpo cubierto de sangre. Una sangre que chorrea y burbujea cuando Matt respira. El demonio le ha untado el pecho con sangre para jugar al juego de tres en raya. Observo que han ganado las «Oes».

Matt me mira con el ojo abierto y la desesperación que veo en él llena mi mente de angustiados alaridos, unos alaridos que brotan de lo más hondo. Es un sonido que te traspasa el alma, el horror transformado en voz. Unos alaridos que poseen la fuerza de un huracán, capaces de arrasar el mundo. Me embarga una furia tan completa, intensa y abrumadora que destruye todo pensamiento consciente con la violencia del estallido de una bomba. Es una furia provocada por la enajenación mental, la oscuridad total de una cueva subterránea. El eclipse del alma.

Grito como un animal a través de la mordaza, un grito capaz de hacer que la garganta te sangre y te estallen los tímpanos. Me revuelvo contra las cadenas que me sujetan con tal fuerza que se me clavan en la carne. Siento como si mis ojos fueran a saltarse de las órbitas. Si fuera una perra, echaría espumarajos por la boca. Sólo deseo una cosa: romper estas cadenas y matar al demonio con mis propias manos. No sólo quiero que muera, quiero arrancarle las entrañas, destrozarlo hasta dejarlo irreconocible. Quiero desintegrar los átomos que lo componen y convertirlo en una bruma.

Pero las cadenas son muy resistentes. No se rompen. Ni siquiera se aflojan. Entretanto, el demonio me observa con una expresión entre divertida y fascinada, con una mano apoyada en la cabeza de Matt, una monstruosa parodia de un gesto paternal.

El demonio se echa a reír sacudiendo su monstruosa cabeza, haciendo que las múltiples bocas que la cubren maúllen en señal de protesta. Luego dice con esa voz que no encaja con su aspecto:

—¡Vamos allá! Cocinar al horno o a la parrilla, aderezar con una salsa —dice guiñando un ojo—. No hay nada como un poco de desesperación para realzar el sabor de un alma heroica… —Tras una pausa la voz adquiere un tono serio durante unos instantes, mostrando una perversa congoja—. No te culpes de esto, Smoky. Ni siquiera los héroes pueden vencer siempre.

Miro de nuevo a Matt. La expresión que muestra su ojo abierto hace que yo desee morir. No es una expresión de temor, dolor o angustia. Es una expresión de amor. Matt ha logrado durante unos momentos echar al demonio del mundo de este dormitorio, de forma que sólo estamos él y yo, mirándonos.

Una de las ventajas de un largo matrimonio es la habilidad de comunicar cualquier cosa —desde una leve irritación hasta el significado de la vida— con una mirada. Es algo que adquieres a medida que tu alma se funde con la de tu cónyuge, suponiendo que desees que tu alma se funda con la del otro. En esos momentos Matt me dirigía una de esas miradas y me decía tres cosas con uno de sus maravillosos ojos: lo siento, te amo y… adiós.

Era como contemplar el fin del mundo. No envuelto en fuego y llamas, sino en unas sombras frías y viscosas. Una oscuridad que se prolongaría eternamente.

El demonio parece intuirlo también. Suelta otra risotada y da un pequeño brinco, meneando la cola y chorreando pus a través de sus poros.

—¡Ay, amore! Qué dulce. Ésa será la guinda de mi pastel de Smoky, la muerte del amor.

La puerta de la habitación se abre y se cierra. No veo entrar a nadie…, pero observo una figura pequeña y borrosa en la periferia de mi visión. Su presencia me produce desesperación.

Matt cierra el ojo y siento que me enfurezco de nuevo mientras trato de romper mis cadenas.

La navaja se abate sobre Matt. Oigo el sonido sordo, húmedo y cortante que produce la navaja serrada. Él grita a través de sus labios machacados y yo grito a través de mi mordaza. El Príncipe Encantador se muere, el Príncipe Encantador se muere…

Me despierto gritando.

Estoy tendida en el sofá de la consulta del doctor Hillstead. Éste está arrodillado junto a mí, acariciándome con palabras, no con sus manos.

—Tranquilícese, Smoky. No pasa nada, ha sido un sueño. Está aquí, a salvo.

Estoy temblando de pies a cabeza y empapada en sudor. Noto que las lágrimas se secan sobre mi rostro.

—¿Se siente bien? —me pregunta el doctor Hillstead—. ¿Ha regresado de su sueño?

No puedo mirarle. Me incorporo.

—¿Por qué lo ha hecho? —murmuro. Estoy cansada de fingir ante mi terapeuta que soy fuerte. Me ha hecho polvo y sostiene en sus manos mi corazón, que sigue latiendo.

Hillstead no responde inmediatamente. Se levanta y acerca una silla al sofá. Se sienta, y aunque aún no puedo mirarle, siento que me mira, como un ave batiendo las alas contra una ventana. De forma tentativa, persistente.

—Lo he hecho… porque debía hacerlo. —El doctor Hillstead guarda silencio durante unos instantes—. Llevo varias décadas trabajando con el FBI y otras fuerzas de seguridad, Smoky. Ustedes, los del FBI, están hechos de una pasta muy resistente. En este despacho he visto los mejores aspectos de la humanidad. Dedicación. Valor. Sentido del honor, del deber. Por supuesto, también he visto maldad, corrupción. Pero es la excepción que confirma la regla. Principalmente, he visto fortaleza. Una fortaleza increíble. Fortaleza de carácter, de espíritu. —El doctor hace una pausa y se encoge de hombros—. En mi profesión se supone que no debemos hablar del alma. Ni siquiera creer en ella. ¿El mal y el bien? Son unos conceptos ambiguos, indefinidos. —Hillstead me mira sonriendo—. Pero usted no cree que sean meros conceptos, ¿no es así?

Sigo con la vista fija en mis manos.

—Usted y sus colegas atesoran su fuerza como si fuera un talismán. Se comportan como si tuviera una fuente limitada. Como Sansón y su cabello. Creen que si se derrumban y se dejan arrastrar por la emoción, perderán esa fuerza y no volverán a recuperarla. —El doctor Hillstead guarda silencio durante largo rato. Me siento vacía y desolada—. Hace tiempo que me dedico a esto, Smoky, y usted es una de las personas más fuertes que he conocido. Creo poder decir sin temor a equivocarme que ninguna de las personas que he tratado hasta ahora habría podido soportar lo que usted ha padecido, lo que sigue padeciendo. Ninguna.

Por fin alzo la vista y le miro. Me pregunto si se está burlando de mí. ¿Fuerte, yo? No me siento fuerte. Me siento débil. Ni siquiera soy capaz de empuñar mi pistola. Miro al doctor Hillstead y éste me devuelve la mirada sin pestañear, con una expresión que reconozco con un sobresalto. He contemplado escenas de crímenes, cuerpos desmembrados, sin pestañear. Soy capaz de contemplar esos horrores sin desviar la vista. El doctor Hillstead me mira impávido, y me doy cuenta de que ése es su don: es capaz de contemplar los horrores del alma sin pestañear, impávido. Yo soy su escena del crimen, y Hillstead no desviará la vista con asco o repugnancia.

—Pero sé que está a punto de desmoronarse, Smoky. Lo cual significa que puedo hacer una de dos cosas: observar cómo se derrumba y muere, u obligarla a sincerarse conmigo y permitir que la ayude. He decidido hacer lo segundo.

Siento la verdad de sus palabras, su sinceridad. He mirado a un centenar de criminales embusteros. Me considero capaz de oler una mentira incluso dormida. El doctor Hillstead dice la verdad. Desea ayudarme.

—Ahora le toca a usted mover ficha. Puede levantarse y marcharse, o podemos avanzar a partir de aquí. —Hillstead me mira sonriendo con expresión cansina—. Yo puedo ayudarla, Smoky. Se lo aseguro. No puedo hacer que lo que ocurrió no ocurriera. No puedo prometerle que no volverá a sufrir en su vida. Pero puedo ayudarla. Si usted me lo permite.

Miro a mi terapeuta librando una lucha feroz en mi fuero interno. Tiene razón. Soy la versión femenina de Sansón, y Hillstead la versión masculina de Dalila, que me asegura que esta vez no sufriré por cortarme el pelo. Me pide que confíe en él de una forma que no confío en nadie. Salvo en mí misma.

¿Y…?, pregunta una vocecilla en mi interior. Respondo cerrando los ojos. Sí. Y Matt.

—De acuerdo, doctor Hillstead. Usted gana. Lo intentaré.

En cuanto lo digo comprendo que he hecho bien, porque dejo de temblar.

Me pregunto si lo que ha dicho Hillstead es verdad. Me refiero a lo de mi fortaleza.

¿Tengo la fortaleza para seguir viviendo?