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—¿Sigue teniendo esos tres sueños?

Ésta es una de las razones por las que confío en el psiquiatra que me han asignado. No es aficionado a los juegos psicológicos, a andarse con rodeos o a tratar de sorprenderme y manipularme. Va directamente al meollo del asunto, un ataque directo. Por más que protesto y me resisto a sus intentos de curarme, le respeto.

Se llama Peter Hillstead, y no tiene nada que ver con los estereotipos freudianos. Mide un metro ochenta, tiene el pelo oscuro, un rostro armonioso como el de un modelo y un cuerpo que en cuanto lo conocí hizo que disparara mi imaginación. Lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, de un azul eléctrico que jamás había visto en un hombre moreno.

Pese a su aspecto de astro de la pantalla, no creo que con ese hombre se produzca la transferencia. Cuando estás con él, no piensas en el sexo. Piensas sólo en ti. El doctor Hillstead es una de esas raras personas que se preocupan sinceramente por sus pacientes, y cuando estás con él no lo dudas ni por un momento. Cuando hablas con él nunca tienes la sensación de que está pensando en otra cosa. Te escucha con atención. Hace que te sientas como si fueras lo único importante en su reducido despacho. Eso es lo que impide que me enamore de mi macizo terapeuta. Cuando estoy con él, no le miro como a un hombre, sino como algo infinitamente más valioso: un espejo del alma.

—Los tres de costumbre.

—¿Cuál tuvo anoche?

Me rebullo en la silla, turbada. Sé que el doctor Hillstead se ha dado cuenta y me pregunto qué interpretación le da. Siempre estoy calculando y sopesando las cosas. No puedo evitarlo.

—El sueño en el que Matt me besa.

El doctor Hillstead asiente con la cabeza.

—¿Logró dormirse de nuevo después del sueño?

—No. —Le miro sin añadir nada, mientras él espera que prosiga. Hoy no tengo ganas de cooperar.

El doctor Hillstead me observa con el mentón apoyado en la mano. Parece como si estuviera reflexionando, como si se hallara en una encrucijada. Sabiendo que sea cual sea el camino que elija será un camino sin retorno. Transcurre casi un minuto hasta que el doctor Hillstead se reclina en la silla y suspira al tiempo que se pellizca el caballete de la nariz.

—No sé si sabe, Smoky, que entre mis colegas no gozo de mucha simpatía.

Eso me sorprende, tanto el hecho en sí como el que me lo haya dicho.

—Pues no, no lo sabía.

El doctor Hillstead sonríe.

—Es cierto. Sostengo unos criterios un tanto controvertidos sobre mi profesión, principalmente que creo que no poseemos una solución científica para los problemas de la mente.

¿Cómo se supone que debo reaccionar ante eso? ¡Mi terapeuta me confiesa que la profesión que ha elegido no ofrece una solución para los problemas mentales! No es un comentario que inspire una gran confianza.

—Comprendo que a sus colegas no les haga gracia.

Es la mejor respuesta que se me ocurre a bote pronto.

—No me malinterprete. No pretendo decir que mi profesión no ofrezca ninguna solución para los problemas mentales.

Ésa es otra de las razones por las que confío en mi terapeuta. Es muy perspicaz, hasta el punto de la clarividencia. Lo cual no me inquieta. Entiendo que todo buen interrogador posee ese don. El de imaginar lo que la otra persona piensa en respuesta a lo que uno dice.

—No. Lo que quiero decir es que la ciencia es la ciencia. Es exacta. La ley de la gravedad significa que cuando dejas caer un objeto éste cae indefectiblemente. La esencia de la ciencia es la invariabilidad.

Después de pensar en ello, asiento con la cabeza.

—Dicho esto, ¿qué es lo que ofrece mi profesión? —pregunta el doctor Hillstead con un ademán ambiguo—. ¿Cómo enfocamos los problemas mentales? No es una ciencia. Al menos, aún no. Todavía no hemos llegado a dos más dos. De haberlo hecho, yo podría solventar todos los casos que se me presentan. Sabría que ante un caso de depresión debería hacer A, B, C, y que siempre daría resultado. Existirían unas leyes inmutables, y eso sería ciencia. —El doctor Hillstead esboza una sonrisa irónica, un tanto triste—. Pero no puedo solucionar todos los casos. Ni siquiera la mitad. —Tras guardar silencio unos instantes, mueve la cabeza—. Mi profesión no es una ciencia. Es una colección de cosas que uno puede intentar, la mayoría de las cuales han funcionado en más de una ocasión, y puesto que han funcionado en más de una ocasión, merece la pena volver a intentarlas. Pero es todo. He manifestado este criterio en público, por lo que… no gozo de mucha popularidad entre mis colegas.

Reflexiono sobre lo que el doctor Hillstead acaba de decir mientras éste aguarda.

—Creo que lo entiendo —digo—. En algunos sectores del FBI la imagen tiene más importancia que los resultados. Supongo que debe ocurrir lo mismo con los psiquiatras a los que usted no les cae bien.

El doctor Hillstead sonríe de nuevo con gesto un tanto cansino.

—Ha vuelto a dar en el clavo con su admirable pragmatismo, Smoky. Al menos, en cuestiones que no se refieren a usted.

Ese comentario me hiere. Es una de las técnicas favoritas del doctor Hillstead, utilizar una conversación normal a modo de tapadera para los misiles psicológicos que te lanza con toda naturalidad. Como el pequeño Scud que acaba de dispararme: tiene usted una mente muy perspicaz, Smoky, me había dicho el doctor Hillstead, pero no la utiliza para resolver sus problemas. ¡Ay! La verdad duele.

—Pero aquí me tiene, a pesar de lo que los demás opinen sobre mí. Soy uno de los terapeutas en quien más confían a la hora de resolver los problemas psicológicos de los agentes del FBI. ¿A qué cree usted que se debe?

El doctor Hillstead me observa de nuevo, esperando una respuesta. Sé que tiene un propósito muy concreto; nunca habla por hablar. De modo que pienso en lo que ha dicho.

—Yo diría que se debe a que es un excelente terapeuta. La excelencia siempre cuenta más que la imagen, al menos en mi profesión.

El doctor esboza de nuevo una media sonrisa.

—Tiene razón. Obtengo resultados. Lo cual no es algo de lo que me ufane ni por lo que me dé palmaditas en la espalda cada noche antes de acostarme. Pero es cierto.

Dicho con el tono sencillo y nada arrogante de un magnífico profesional. Lo entiendo. Esto no se refiere a la modestia. En una situación táctica, cuando preguntas a alguien si sabe utilizar una pistola, quieres que te responda con sinceridad. Si no tiene remota idea, tienes que saberlo, y esa persona quiere que lo sepas, porque una bala es capaz de matar a un mentiroso con la misma rapidez que a un hombre sincero. En última instancia, tienes que conocer los puntos fuertes y débiles de tu gente. Asiento con la cabeza, y el doctor Hillstead prosigue.

—Eso es lo más importante en cualquier organización militar. Obtener resultados. ¿Le extraña que considere el FBI como una organización militar?

—No. Es una guerra.

—¿Sabe cuál es el problema principal de una organización militar?

Empiezo a aburrirme y a ponerme nerviosa.

—No.

El doctor Hillstead me mira con gesto de reproche.

—Piense antes de responder, Smoky. No menosprecie mis preguntas.

Después de la regañina, obedezco. Respondo pausadamente.

—Supongo que… el personal.

—Bingo —dice el doctor apuntándome con el dedo—. ¿Por qué?

Se me ocurre la respuesta enseguida, como solía pasarme cuando trataba de resolver un caso, cuando me ponía a reflexionar en serio.

—Debido a lo que vemos.

—Sí. Eso forma parte del tema. Yo lo llamo «ver, hacer, perder». Lo que uno ve, lo que uno hace y lo que uno pierde. Es un triunvirato —dice el doctor Hillstead contando las tres cosas con los dedos—. Los policías y demás integrantes de las fuerzas de seguridad ven las peores cosas que un ser humano es capaz de cometer. Hacen cosas que ningún ser humano debería hacer, desde manipular cadáveres descompuestos, en algunos casos, a matar a otra persona. Pierden cosas, ya se trate de algo intangible, como la inocencia y el optimismo, o de algo real, como un compañero o… un hijo.

El doctor me mira con una expresión que no alcanzo a comprender.

—Ahí es donde entro yo. Estoy aquí debido a este problema. Y al mismo tiempo este problema me impide realizar mi trabajo tal como debería.

Me siento tan perpleja como curiosa. Le miro, una señal de que prosiga, y el doctor suspira. Es un suspiro que contiene su propio «ver, hacer, perder», y pienso en las otras personas que se sientan frente a esta mesa, en esta silla. En las otras desgracias que escucha el doctor Hillstead, que se lleva a casa cuando deja la consulta.

Le miro tratando de imaginar esa escena. El doctor Hillstead en su casa. Conozco los datos esenciales, porque he hecho algunas indagaciones sobre él. No se ha casado nunca, vive en una casa de dos plantas y cinco habitaciones en Pasadena. Conduce un sedán deportivo Audi. Le gusta la velocidad, lo cual revela algo de su personalidad. Pero eso son meros datos. No te dicen lo que ocurre cuando el doctor entra en su casa y cierra la puerta tras él. ¿Es el típico soltero que cena algo sencillo que calienta en el microondas? ¿O se prepara un suculento chuletón y bebe una copa de vino tinto sentado solo a una mesa impecablemente puesta, mientras suena una música de fondo de Vivaldi? O quizás al llegar a casa se desnuda, se calza unos zapatos de tacón y se pone a limpiar la casa en cueros mostrando sus peludas piernas.

Ese pensamiento me divierte y me regocijo en mi fuero interno. Hoy en día me divierten pocas cosas. Luego me concentro de nuevo en lo que me dice el doctor Hillstead.

—En un mundo normal, una persona que ha pasado por lo que usted ha pasado jamás regresaría, Smoky. Si usted fuera una persona corriente con una profesión corriente, no querría saber nada sobre pistolas, asesinos y cadáveres. Pero mi deber es tratar de ayudarla a regresar a eso. Es lo que esperan de mí. Que ayude a la gente a resolver sus trastornos psíquicos y los envíe de nuevo a la guerra. Aunque suene melodramático, es la verdad.

El doctor Hillstead se inclina hacia delante e intuyo que estamos a punto de llegar al meollo del asunto.

—¿Sabe por qué estoy dispuesto a esforzarme en conseguir eso? ¿Sabiendo que quizá la envíe de nuevo a lo que la lastimó en un principio? —El doctor hace una pausa—. Porque eso es lo que desea el noventa y nueve por ciento de mis pacientes.

El doctor Hillstead se pellizca de nuevo el caballete de la nariz al tiempo que menea la cabeza.

—Los hombres y las mujeres que vienen a visitarme, mentalmente trastornados, desean curarse para volver a la batalla. Y lo cierto es que la mayoría de las veces, al margen de sus motivaciones, lo que necesitan es justamente eso. ¿Sabe lo que les ocurre a quienes no lo consiguen? A veces logran superarlo. En muchos casos se convierten en alcohólicos. Y algunos se suicidan.

El doctor me mira al decir la última frase, y por unos momentos me pongo nerviosa, preguntándome si es capaz de adivinar mis pensamientos. No sé adónde quiere ir a parar. Hace que me sienta desconcertada, un tanto insegura y muy incómoda. Lo cual me irrita. Cuando me siento incómoda reacciono de modo típicamente irlandés, por mi lado materno: me cabreo y culpo de ello a la otra persona.

El doctor Hillstead alarga la mano hacia el lado izquierdo de su mesa y toma una gruesa carpeta en la que yo no había reparado. La coloca ante sí y la abre. La miro achicando los ojos y me sorprende ver mi nombre en la etiqueta.

—Éste es su expediente personal, Smoky. Lo tengo desde hace unos días y lo he leído varias veces. —El doctor pasa las páginas del expediente mientras lee en voz alta—: Smoky Barrett, nacida en 1968. Mujer. Licenciada en criminología. Ingresó en el FBI en 1990. Graduada con matrícula de honor por Quantico. Intervino en el caso del Ángel Negro en Virginia en 1991 como ayudante administrativa. —El doctor Hillstead alza los ojos y me mira—. Pero no se limitó a permanecer en un segundo plano, ¿no es así?

Asiento con la cabeza, recordando. Es cierto. Tenía veintidós años y no tenía la menor experiencia. Estaba eufórica por ser una agente del FBI y aún más por participar en un caso importante, aunque se tratara principalmente de un trabajo administrativo. Durante uno de los interrogatorios, me chocó un detalle del caso, algo en la declaración de un testigo que me pareció que no encajaba. Por la noche, cuando me acosté, seguí dándole vueltas y me desperté a las cuatro de la mañana con una intuición, lo cual me ha ocurrido posteriormente con frecuencia. Esa intuición fue lo que resolvió el caso. Se refería al sentido en el que se abría una ventana. Un detalle insignificante que se convirtió en el guisante debajo de mi colchón y llevó a la captura de un asesino.

En aquel entonces lo atribuí a un golpe de suerte y resté importancia a mi intervención. La verdadera suerte fue que el agente que dirigía el equipo de trabajo, el agente especial Jones, era uno de esos jefes que no abundan. Un jefe que no pretende arrogarse todo el mérito sino que atribuye el éxito a quien lo merece. Incluso a una agente femenina. Yo era una novata, por lo que me asignaron más trabajos administrativos, pero a partir de ese momento mi carrera despegó. Seguí un curso para incorporarme al NCAVC, el centro nacional para el análisis de crímenes violentos, el departamento del FBI que se ocupa de los crímenes más horrendos, bajo la atenta mirada del agente especial Jones.

—Tres años más tarde pasó a formar parte del NCAVC. Un rápido e importante salto cualitativo.

—Los agentes asignados al NCAVC suelen tener varios años de experiencia en el FBI.

No lo digo por presumir. Es la verdad. El doctor Hillstead sigue leyendo:

—Resolvió otros casos y recibió encendidos elogios por su trabajo. En 1996 la nombraron jefa de la Coordinadora del NCAVC en Los Ángeles, encargada de crear una unidad local eficiente y restaurar las relaciones con la policía local, muy deterioradas por culpa del agente que la había precedido en el cargo. Algunos creyeron que había descendido de categoría, pero lo cierto era que la habían elegido para una labor complicada. Y ahí es donde empezó usted a brillar.

Rememoro esa época. «Brillar» es el término adecuado. En 1996 todo me fue de maravilla. Mi hija había nacido a fines de 1995. Me asignaron a la oficina de Los Ángeles, lo cual representó un gigantesco tanto en mi historial profesional. Y Matt y yo éramos completamente felices. Fue uno de esos años en que me despertaba cada mañana llena de entusiasmo y vitalidad.

En esa época yo alargaba la mano en la cama y tocaba a Matt, acostado junto a mí, como debía ser.

Todo era radicalmente distinto al aquí y ahora, y me enfurezco con el doctor Hillstead por recordármelo. Por hacer que el presente parezca aún más deprimente y vacío en contraste con esa época.

—¿Adónde quiere ir a parar?

El doctor Hillstead alza la mano.

—Un poco de paciencia. En la oficina de Los Ángeles habían tenido problemas. Le dieron carta blanca para contratar a una nueva plantilla y usted eligió a tres agentes procedentes de diversas oficinas en Estados Unidos. En aquel entonces algunos consideraron su elección un tanto insólita. Pero en última instancia demostró que había acertado.

Eso es quedarse corto, pienso para mis adentros. Asiento con la cabeza, irritada.

—De hecho, su equipo es uno de los mejores en la historia del FBI, ¿no es cierto?

—El mejor. —No puedo evitarlo. Me siento orgullosa de mi equipo y soy incapaz de mostrarme modesta en lo tocante a éste. Por otra parte, es la verdad. El NCAVC de Los Ángeles, conocido como «Coordinadora del NCAVC» o internamente como «Central de la Muerte», desarrolló una magnífica labor. Punto.

—Hay otro detalle en su expediente que me ha llamado la atención. Unos comentarios sobre su puntería.

El doctor Hillstead me observa y me quedo cortada, sin saber qué decir, aunque no sé por qué. Experimento una sensación que reconozco que es temor y agarro los brazos de la butaca mientras el doctor prosigue.

—En su expediente consta que posiblemente forma parte del veinte por ciento de personas en el mundo que manejan con más destreza una pistola. ¿Es eso cierto, Smoky?

Miro a mi terapeuta como atontada. Mi indignación empieza a disiparse.

Todo lo que ha dicho el doctor Hillstead sobre mi destreza a la hora de manejar un arma es verdad. Puedo empuñar una pistola y dispararla con la facilidad con que otros beben un vaso de agua o montan en bicicleta. Es algo instintivo, desde siempre. No es atribuible a ningún don especial. No tuve un padre que ansiaba un hijo varón y por tanto me enseñó a utilizar una pistola. Por el contrario, mi padre las detestaba. Siempre he tenido una gran habilidad para manejarlas, sencillamente.

Yo había cumplido ocho años y mi padre tenía un amigo que había luchado en Vietnam en el cuerpo de los boinas verdes. Ése sí que era aficionado a las armas. Vivía en un tronado bloque de viviendas en un tronado sector de San Fernando Valley, que encajaba perfectamente con él, puesto que era un tipo bastante tronado. No obstante, aún recuerdo sus ojos: perspicaces, juveniles, chispeantes.

Se llamaba Dave. Un día consiguió llevar a mi padre a un campo de tiro en una zona poco recomendable del condado de San Bernardino. Mi padre decidió llevarme con ellos quizá confiando en que mi presencia acortara la visita. Dave convenció a mi padre para que disparara unos cartuchos mientras yo observaba, equipada con unas orejeras protectoras demasiado grandes para mi cabecita de niña. Los observé mientras disparaban, fascinada. Atraída por las armas que empuñaban.

—¿Me dejas que pruebe? —pregunté con mi voz de pito.

—No me parece una buena idea, tesoro —respondió mi padre.

—Venga, Rick, deja que la niña dispare un par de veces. Le daré una pistola pequeña del veintidós.

—Por favor, papá —dije mirando a mi padre con expresión implorante, con la cual sabía, pese a mis ocho años, que era capaz de engatusarlo. Él me miró con gesto indeciso, sin saber qué hacer, y suspiró.

—De acuerdo. Pero sólo un par de disparos.

Dave fue en busca de una veintidós, una pistola pequeña que yo podía empuñar con facilidad, y me subieron en un taburete. Cargó el arma y me la entregó, situándose detrás de mí mientras mi padre observaba un tanto inquieto.

—¿Ves esa diana? —preguntó Dave. Yo asentí con la cabeza—. Piensa dónde quieres que aterrice la bala. No te precipites. Cuando aprietes el gatillo, hazlo despacio. No dispares bruscamente o errarás el tiro. ¿Estás lista?

Creo que respondí, pero lo cierto es que apenas presté atención a lo que decía Dave. Empuñé la pistola con la mayor naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo, como si fuera una tiradora experimentada. Miré el blanco en forma de silueta humana y no me pareció lejano, sino cercano, accesible. Apunté con la pistola, respiré hondo y disparé.

La sacudida de la pequeña pistola que empuñaba en mis manitas me produjo una sensación de euforia.

—¡Caray! —oí exclamar a Dave.

Miré de nuevo el blanco entrecerrando los ojos y vi un pequeño orificio en el centro de la cabeza, justo donde había apuntado.

—Pareces tener un don natural para manejar una pistola, jovencita —me dijo Dave—. Inténtalo unas cuantas veces más.

El «par de disparos» se convirtió en una sesión de hora y media. Di en el blanco más de un noventa por ciento de las veces, y cuando terminé comprendí que dedicaría el resto de mi vida a disparar armas de fuego, y que lo haría bien.

Mi padre apoyó mi afición durante varios años, pese a la repugnancia que le producían las armas de fuego. Supongo que reconoció que formaba parte de mi ser, que no podía impedirme que lo hiciera.

Lo cierto es que tengo una puntería que da miedo. De lo cual no me ufano ni hago gala de ello en público. Pero en la intimidad, soy una Annie Oakley. Puedo apagar de un tiro la llama de una vela y agujerear una moneda pequeña que alguien lance al aire. En cierta ocasión, en un campo de tiro al aire libre, coloqué una pelota de ping pong sobre el dorso de la mano que utilizo para disparar. Luego bajé rápidamente la mano para desenfundar la pistola y disparé contra la pelota antes de que ésta alcanzara el suelo. Un truco estúpido, pero a mí me divirtió.

Pienso en todo esto mientras el doctor Hillstead me observa.

—Es verdad —digo.

Él cierra la carpeta. Junta las manos y me mira.

—Es usted una agente excepcional. Una de las mejores agentes femeninas en la historia del FBI. Persigue a los tipos más execrables. Hace seis meses un hombre al que usted seguía la pista, Joseph Sands, fue a por usted y su familia, asesinó a su marido ante sus ojos, la violó a usted y mató a su hija. Con un esfuerzo que sólo cabe calificar de sobrehumano, usted logró invertir la situación y lo mató.

En esos momentos no siento nada. No sé adónde quiere ir a parar el doctor Hillstead, ni me importa.

—Ejerzo una profesión en la que dos más dos no siempre son cuatro y las cosas no siempre caen cuando las tiras al aire al tiempo que trato de ayudarla a regresar a todo eso.

El doctor me mira con una expresión de lástima tan sincera que me obliga a desviar los ojos porque su intensidad me abrasa.

—Llevo mucho tiempo haciendo esto, Smoky. Y hace bastante tiempo que usted acude a mi consulta. Desarrollo ciertas percepciones, o intuiciones, como usted las llamaría en su trabajo. Pues bien, le diré lo que me dice mi intuición sobre la situación en la que nos encontramos. Creo que usted está tratando de elegir entre regresar a su trabajo o suicidarse.

Fijo de nuevo los ojos en el doctor Hillstead, un gesto reflejo que equivale a una afirmación involuntaria. Cuando por fin salgo de mi atontamiento, caigo en la cuenta de que me ha manipulado con gran sutileza. No ha dejado de hablar, de divagar, de hurgar, haciendo que me sintiera confundida y desconcertada, hasta que ha entrado a matar. Hasta que se ha lanzado sin titubeos sobre mi yugular. Y ha funcionado.

—No puedo ayudarla a menos que lo ponga todo sobre la mesa, Smoky.

El doctor vuelve a mirarme con lástima, una expresión demasiado sincera, honesta y benéfica para mí en esos momentos; sus ojos se asemejan a dos manos que tratan de aferrarme por mis hombros espirituales y zarandearme. Siento que se me saltan las lágrimas. Pero miro furiosa al doctor Hillstead. Quiere romper mi resistencia, como yo he roto la resistencia de muchos criminales en las salas de interrogatorio. Que le den.

Él parece intuirlo y sonríe suavemente.

—De acuerdo, Smoky. Una última cosa.

Hillstead abre un cajón y saca una bolsa de plástico para pruebas. Al principio no reconozco lo que contiene, pero cuando logro identificarlo siento al mismo tiempo un escalofrío y un sudor frío.

Es mi pistola. La que he llevado durante años, la pistola con la que maté a Joseph Sands.

No puedo apartar la vista de ella. La conozco como conozco mi rostro. Es una Glock, negra, mortífera. Sé lo que pesa, conozco su tacto, incluso recuerdo su olor. La contemplo dentro de la bolsa, y al verla me invade una sensación de pánico inenarrable.

El doctor Hillstead abre la bolsa, saca la pistola y la deposita en la mesa, ante nosotros. Me mira de nuevo, pero esta vez con una expresión dura, no de lástima. El juego ha terminado. Me doy cuenta de que lo que supuse que era su jugada maestra no lo era ni de lejos. Por motivos que no alcanzo a comprender, aunque Hillstead por lo visto sí, ese objeto es el que va a romper mi resistencia. Mi propia pistola.

—¿Cuántas veces ha empuñado esta pistola, Smoky? ¿Mil? ¿Diez mil?

Me humedezco los labios, que tengo resecos como el polvo. No respondo. No puedo dejar de contemplar la Glock.

—Tómela, ahora mismo, y diré en mi informe que está lista para reincorporarse a su trabajo, si eso es lo que desea.

No puedo contestar, y no puedo apartar los ojos de la pistola. Una parte de mí sabe que estoy en la consulta del doctor Hillstead, que está sentado frente a mí, pero todo se reduce a un mundo: esa pistola y yo. Los sonidos se han atenuado, de forma que en mi mente percibo un silencio denso y extraño, salvo por los violentos latidos de mi corazón. Lo oigo latir con fuerza y aceleradamente.

Me humedezco de nuevo los labios. Tómala, me digo. Como ha dicho el doctor Hillstead, la has empuñado diez mil veces. Esa pistola constituye una extensión de tu mano; empuñarla es un gesto tan automático como respirar o pestañear.

La pistola reposa sobre la mesa, y mis manos siguen aferradas a los brazos de la butaca, tensas, crispadas.

—Adelante, tómela —dice el doctor Hillstead con tono áspero. No brutal, pero inflexible.

Por fin logro despegar una mano del brazo de la butaca y la extiendo con toda la fuerza de que logro hacer acopio. Pero mi mano no responde, y una parte de mí, una parte muy pequeña que sigue siendo analítica y serena, no da crédito a lo que sucede. ¿Cómo es posible que una acción que para mí es casi un acto reflejo se convierta en lo más difícil que he hecho en mi vida?

Siento el sudor que me resbala por la frente. Todo mi cuerpo tiembla y mi visión empieza a oscurecerse en los bordes. Me cuesta respirar y siento una sensación de pánico, una sensación claustrofóbica, como si estuviera atrapada y me asfixiara. El brazo me tiembla como un árbol sacudido por un huracán; los músculos se contraen en unos violentos espasmos. Mi mano se aproxima lentamente a la pistola, hasta detenerse a pocos centímetros de ella, mientras los temblores se intensifican y me recorren todo el cuerpo, empapado de sudor.

Me levanto de un salto de la butaca, derribándola, y me pongo a gritar.

Grito y me golpeo la cabeza con las manos, y noto que rompo a llorar y comprendo que el doctor Hillstead ha logrado su propósito. Ha destruido mi resistencia, me ha abierto en canal y me ha arrancado las entrañas. El que lo haya hecho para ayudarme no me consuela, porque en esos momentos lo único que siento es un dolor indescriptible.

Retrocedo hacia la pared izquierda, alejándome de la mesa del doctor Hillstead, y me siento en el suelo. Me doy cuenta de que estoy gimiendo, emitiendo unos alaridos atroces. Es un sonido espantoso. Me duele oírlo, como siempre. Es un sonido que he oído en demasiadas ocasiones. El sonido de un superviviente que se da cuenta de que sigue vivo cuando todo lo que ama ha desaparecido. Lo he oído en madres, maridos y amigos, cuando identificaban unos cadáveres en el depósito o recibían la noticia de una muerte por mi boca.

Me choca no sentirme avergonzada en esos momentos, pero el sentimiento de vergüenza está fuera de lugar. El dolor invade todo mi ser.

El doctor Hillstead se acerca a mí. No me abraza ni me toca; un terapeuta no puede hacerlo. Pero le siento. Es una forma borrosa que está acuclillada frente a mí, y en esos momentos siento por él un odio perfecto.

—Hábleme, Smoky. Cuénteme lo que sucedió.

Es una voz rebosante de bondad que desencadena una nueva oleada de angustia. Por fin consigo decir, hundida, entre sollozos:

—No puedo seguir viviendo así, sin Matt, sin Alexa, sin amor, sin una vida, habiéndolo perdido todo y…

Mis labios forman una «O». Alzo la vista hacia el techo, me llevo las manos a la cabeza y me arranco dos mechones de raíz antes de desmayarme.