1246
Dos años después de la toma de Montsegur, Bérenger y Gentiane d’Aspremont vieron el fin de su vida errante. Sus hijos ya no estaban con ellas; servían en una compañía de soldados al margen de la ley, como ellos, que pasaba de Corbiéres a Rosellón y de Rosellón a Cerdaña, y vivían en la región. No era difícil franquear el paso que separa al proscrito del salteador de caminos; basta con tener hambre de verdad y poseer armas. Estos soldados humillados conservaban una fe que les hubiera movido a caminar diez leguas de caminos de montaña en pleno invierno para ver a un buen hombre de paso en la región; pero esos buenos hombres eran cada vez más raros. Los pecados del soldado son grandes, sobre todo los del soldado a quien nadie paga.
Bérenger, demasiado viejo y cansado para esa vida, iba de pueblo en pueblo y se ganaba el pan como podía; sabía leer y escribir y comprendía el latín, enseñaba a sus huéspedes canciones que sabía o que componía él mismo, lo que le valía el apodo de «trovador». Gentiane todavía tenía voz, pero no cantaba más que en presencia de mujeres. Desde luego, no podían quedarse más de dos semanas en el mismo burgo, la gente sospechaba que eran contumaces.
Con todo, fue en un bosque donde les prendieron, en el transcurso de una batida dirigida por el baile del señor de Mirepoix. Buscaban a una mujer hereje que, por otra parte, ya se había marchado de la región. El jefe de la pequeña tropa de hombres armados distinguió a Gentiane, encaramada a una roca que dominaba el camino. Bérenger, sentado detrás de la roca, no los había visto.
Ella hizo ver que se encontraba mal y suplicó a su marido que fuera a buscar agua; la fuente estaba a más de un cuarto de legua.
—¿Cómo voy a dejaros si os veo en este estado?
—Por Dios, vida mía, no os demoréis, id rápido si no queréis que muera. Corred, aguantaré hasta vuestro regreso.
Él cogió la cantimplora.
—¿Cómo puedo dejaros? Tembláis de fiebre.
—Es de sed. Id. ¿Acaso queréis que muera?
Mientras él se alejaba, ella dijo a media voz:
—Bérenger.
Él se volvió y ella le hizo gestos de que corriera. Luego, Gentiane se dirigió al camino. «Si buscan a una mujer hereje, no irán más lejos cuando me hayan visto». Los hombres del baile la alcanzaron pronto.
—¿Sois vos la llamada Braïda de Bélesta?
Ella dijo que sí.
Su engaño no le sirvió de nada; como el lobo que se deja coger al seguir el rastro de su hembra prisionera, Bérenger acudió por sí solo a entregarse al baile, adivinando que su mujer no se había desvanecido en el aire durante su ausencia. Los enviaron a los dos a Tolosa con escolta.
Por el camino tuvieron tiempo de discutir la situación. Durante los altos nocturnos les dejaban bajo la vigilancia de un solo guardián, después de haberlos encerrado en una cueva. En casos semejantes la Iglesia recomendaba a los fieles todavía no investidos que se sometieran a las leyes del siglo y que no diesen testimonio más que si se sentían impulsados por un deseo irresistible; y en ese caso aún era mejor abstenerse, a menos que encontrasen en la prisión a un cristiano que pudiera concederles el bautismo in extremis.
—Con sesenta años —repuso Bérenger— no me deshonraré ni abjuraré de mi fe. Yeso para pasar unos años de mi vida en prisión. ¿Es eso vida?, decidme. En el mejor de los casos en el interior de la muralla, donde viven treinta o cuarenta por habitación. Ponen espías; con toda seguridad nos quemarían como relapsos al cabo de un mes del juicio.
—Bérenger, cuando era joven quería ser una mártir de Dios, ya lo sabéis de sobra. Pero el martirio no es un precio de torneo y no se descuelga con la punta de una lanza. El Dios de nuestros enemigos se complace con los tormentos y los gritos y los humos de las hogueras, pero el verdadero Dios no. ¡Guardémonos de pecar gravemente al ir a su festín con vestimentas sucias!
—¿Estarán menos sucias si abjuramos?
—Ni menos ni más. Estamos cargados de años y de pecados. Fijaos, ya habláis de ello como si se tratara de vuestro «honor». Y no tenéis para nada en cuenta mi tormento, ¿queréis que vea cómo el fuego os come vivo ante mis ojos?, ¿queréis verme quemada y que toda la ciudad asista a mis gritos de dolor? Una muerte semejante no es hermosa, es fea, es la cosa más fea que hay en el mundo.
—Lo que hagáis vos lo haré yo —afirmó Bérenger—, ¡No quiera Dios que yo os empuje a la muerte, a una muerte semejante! Pero creo que Dios os ha concedido nuevas luces, puesto que antes no hubierais hablado así.
—Sí, puede que sea culpable de temer los tormentos. Mi valor no está quebrado, tal vez sencillamente mi amor por vos se haya hecho mayor. Tantas criaturas que he amado han sufrido esta muerte que mi corazón está como desollado vivo por ello; y por mucho que sé que mi madre es una bienaventurada y una glorificada, cuando pienso en lo que han hecho con su cuerpo, tengo que morderme los labios para no gritar. La edad no me ha endurecido, amor mío, me he vuelto un verdadero acerico, tan pinchado y agujereado por todos sitios que no queda espacio limpio… Aunque sea en prisión, quiero vivir unos años más con vos, la separación llegará pronto.
—No sabéis en absoluto lo que queréis, loco amor mío. Estabais dispuesta a dejarme solo y a hacer este camino sin mí.
—Sí, en el momento no pensé en nada más que en evitar que os prendieran. ¿Por qué os habéis entregado vos mismo? ¿Pensabais que me causaríais una gran alegría?
—Supongo que yo tampoco pensé en nada más… En realidad, no sé en lo que pensé.
En Tolosa, los esposos de Aspremont pasaron dos meses en prisión antes de ser interrogados, lo que era bastante duro, pues faltaba espacio; no había sombra de calabozo libre, a los recién llegados los aparcaban de cualquier manera en una suerte de refectorio, donde eran más de sesenta y tenían que acostarse prácticamente los unos sobre los otros. Como estaban en la bella estación, moscas, mosquitos, pulgas y piojos les devoraban hasta tal punto que muchos decían: más vale acabar de una vez por todas. Pues si hablaban de construir nuevas prisiones, no sería para el día siguiente.
El día que, por fin, convocaron a los dos esposos ante el tribunal del Santo Oficio, estuvieron a punto de desmayarse al salir al aire libre, se sintieron como ahogados. Les era indiferente que les llevaran por las calles, vestidos con harapos y cadenas en los pies; pensaban: «Gran Dios, que esto dure mucho tiempo, que no nos devuelvan pronto a prisión».
Delante de la puerta del convento de los predicadores, Gentiane se dio cuenta de que temblaba. Todavía no había visto nunca a aquellas personas de cerca, se hacía una idea tal de su fuerza diabólica que temía que la hechizaran con sólo verlos.
Bérenger tenía que entrar primero.
—Sobre todo no penséis en mí —le dijo ella—. Responded como juzguéis oportuno.
En una estancia limpia y blanca, delante de hombres bien afeitados, vestidos con ropa buena y blanca de cruces rojas y capas negras, a Bérenger le costó recordar que era caballero de buena familia tolosana. Le leyeron su juicio y su condena en latín; él dijo:
—No hace falta la traducción, lo he entendido.
—… Si bien nuestra Santa Madre Iglesia —prosiguió entonces el escribano que leía el acta de acusación— os ha reconocido a vos, noble Bérenger, una vez señor de Aspremont, como un hombre notoria y públicamente difamado de vinculación irrefutable con la depravación de los herejes llamados cátaros, de lo cual disponemos de testimonios formales de más de ciento quince testigos.
»Si bien, dada vuestra negativa obstinada a someteros a la Iglesia y a comparecer ante el presente tribunal para justificaros de los crímenes que os han reprochado, ésta os ha declarado infame, excomulgado e indigno de toda misericordia, y repudiado de su seno para entregaros al brazo secular.
»Y si bien habéis sido condenado por ello legal y regularmente por la justicia del siglo a ser quemado vivo como hereje y rebelde; si bien os habéis sustraído voluntariamente durante años a la autoridad maternal de la Santa Iglesia, y habéis en consecuencia merecido plenamente esta condena; estimando que no debe cerrar sus brazos a ningún pecador arrepentido, y no deseando rechazar definitivamente a ningún hombre antes de haberlo escuchado; nos, hermano Pierre, monje de la orden del bienaventurado Domingo, os adjuramos, en el nombre de nuestra Santa Madre Iglesia, que renunciéis a los errores a los que os han inducido los malos pastores, que rechacéis la pestilencia herética y regreséis al seno de la Iglesia católica, a fin de que vuestro cuerpo sea salvado de las llamas terrenales y vuestra alma de las llamas del infierno.
«¿Qué les diré? —pensó Bérenger—. ¡Si pudiese decirles que me arrepiento!». Permaneció allí, sin abrir la boca, esforzándose por comprender bien que estaba jugándose la vida, que la negativa a hablar significaba la muerte para el mismo día o para el siguiente. No sentía odio, ni pesadumbre; no lograba ni tan solo pensar en su mujer, ni siquiera en Dios. Todo lo que había amado, venerado u odiado hasta ahora le parecía de pronto carente de sentido.
«Palabras. Me dejaré matar por unas palabras». Hacía tiempo que las palabras depravación herética, pestilencia, infamia, error y crimen habían dejado de ser injurias para convertirse en jerga de cancillería; hacía mucho tiempo que las palabras no significaban nada, pues aquellos malditos habían matado la mentira al mismo tiempo que la verdad. Un hombre privado del derecho a la palabra no tiene nada de lo que renegar. Muchas personas honorables habían abjurado como si tendieran su bolsa al bandido bajo la amenaza del cuchillo… con la conciencia tranquila.
Miraba ante sí, al vacío, con una leve sonrisa molesta que parecía decir: «No os lo toméis a mal si no sé qué responder». Su aspecto miserable, su cara desfigurada, sus cabellos tan desteñidos como sus ropas, debieron de inspirar la piedad de uno de los asistentes del juez, que pidió a su superior permiso para dirigir la palabra al acusado.
—¿No es motivo de profunda tristeza —arguyó— veros a vos, antes caballero y ciudadano de buena reputación, antes uno de los más apuestos hombres de vuestra parroquia, de los mejores equipados y más corteses, reducido a un estado tal que los que os han conocido no pueden creer lo que ven sus ojos? ¿Cometeréis la locura de tratar de perseverar en una fe que os ha reducido a una condición tan lamentable?
Ante aquella persona que le hablaba como a un hombre, Bérenger recobró un tanto su seguridad.
—No es mi fe la que me ha reducido a donde estoy —hizo notar—. Es la vuestra. No fuimos nosotros quienes empezamos la guerra.
—¿Es eso todo lo que tenéis que decir en vuestra justificación? —preguntó el juez en tono glacial.
Bérenger le miró y sintió miedo. Aquel hombre era anciano, tan anciano que con sus sesenta años Bérenger se sentía casi un joven frente a él; su rostro lampiño, exangüe, labrado con arrugas profundas y netas, tenía ya la frialdad de la tumba; los ojos serenos y cansados, con el peso de cientos de condenas a muerte decididas sin compasión, poseían un poder que no es muy común en los ojos humanos, la muerte vivía en ellos más presente que en el hacha de un verdugo.
—Claro que quiero someterme a la Iglesia —repuso Bérenger, titubeante—, nunca he sido un hereje. Pero no puedo hacer penitencia si no me garantizan la vida a salvo y la prisión común donde pueda vivir con mi mujer. Estoy casado legalmente.
El inquisidor recordó que la propia mujer estaba excomulgada y condenada y todavía no había hecho penitencia, pero que, con todo, la indulgencia de la Iglesia no medía el castigo por la gravedad de la falta sino por la sinceridad del arrepentimiento. Si el procesado daba pruebas certeras de su vinculación a la Iglesia, su sentencia se revocaría y la pena de muerte conmutada en reclusión perpetua, siempre que el procesado no volviera a caer en sus extravíos pasados.
—Yo no soy un hereje —dijo Bérenger—, Hace años que no veo a ningún hereje. Han condenado y matado a todos los que conocía.
—¿Hay que consignar que este hombre se niega a hablar? —preguntó el escribano.
—Esperaremos al próximo interrogatorio. Basta por hoy. Que firme su declaración, simplemente; si su arrepentimiento es sincero, hablará.
Bérenger se aproximó al pupitre para leer el papel preparado por adelantado donde el escribano acababa de insertar su nombre. Nunca un escrito le había resultado tan difícil de leer, las letras bailaban y se nublaban ante sus ojos; las lágrimas le llenaban los párpados y le daba vergüenza secárselas con la mano. Cogió una pluma que le tendían y, bruscamente, sin pensar en lo que hacía, trazó una gran cruz sobre el papel y arrojó la pluma.
—Ya tengo bastantes pecados encima —dijo con voz ronca—, No añadiré éste.
Le hicieron saber que a partir de ese momento debía considerarse como relapso y que no le autorizarían a presentar apelación. Él se encogió de hombros y lanzó una mirada indiferente al anciano que reinaba en su sillón con gradas. Ahora aquel hombre no podía hacer nada más contra él, y ya no le temía.
Gentiane esperaba en el pasillo con otros quince acusados (la mayoría contumaces) y vio que los guardianes se llevaban a su marido; él trató de sonreírle, esperando que no adivinase nada. «Las mujeres están locas —pensó—, si sabe que yo no he cedido sería capaz de hacer otro tanto, sólo por amor a mí… —Ella le inspiró compasión: flaca, febril, con los ojos extraviados, los cabellos pegados a las sienes por el sudor y mal tapados con una pequeña toquilla gris raída hasta la trama—. ¿Qué es la vida, para que yo desee tanto que ella viva, aunque sea en la miseria, la humillación y el miedo?».
—… Gentiane, hija del noble Ricord, coseñor de Montgeil en tierra de Sault, rebelde y jefe de salteadores, desmembrado en Carcasona en tiempos del conde de Montfort; y de Arsen de Cadéjac, hereje investida, quemada bajo el castillo de Montsegur; casada con el noble Bérenger, de Tolosa, en otro tiempo señor de Aspremont, caballero; acusada de haber pasado tres años en un convento de mujeres herejes de Foix; de haber adorado a herejes diversas veces durante la estancia en Tolosa; de haber vuelto a caer, tras una boda católica, en sus errores, de haber asistido con un fervor extremo a la heretización de diversas personas, y en especial a la de su esposo, gravemente herido durante el asedio de Tolosa (en esta última ocasión cinco testigos atestiguan que los herejes Arnaud y Guiraud fueron convocados por la insistencia y el deseo expreso de la acusada).
»ítem, testimonios numerosos y concordantes atestiguan que dicha noble Gentiane había, tanto antes como después del matrimonio, proferido en repetidas ocasiones maldiciones e injurias abominables contra la Santísima Iglesia Romana, nuestro santo padre el papa y monseñor el obispo de Tolosa; que ha llevado su malignidad y maldad hasta arrastrar a su esposo a la perversa creencia, hasta negar el santo bautismo a su hija legítima, Raymonde, y asimismo a un bastardo que su esposo había tenido de la joven Saurine Mercier; la cual fue igualmente pervertida por la acusada y contaminada con el veneno de la herejía hasta el extremo de obstinarse en la falsa creencia hasta la muerte…
»ítem, la dicha Gentiane, no contentándose con saludar y honrar con extrema veneración a los herejes que en su perversidad iba a ver a todos los lugares donde sabía que podía encontrarlos, tenía como un honor el recibirlos en su casa, llevarles recados, atraer a numerosas personas a sus sermones; y, por medio de discursos irrepetibles y súplicas, incitaba a personas católicas o reconciliadas con la Iglesia a abandonar la verdadera fe para convertirse a la abominación herética… y más de diez testigos han reconocido haber sido inducidos al error por los discursos de la dicha Gentiane; ítem, la acusada ha llevado su diabólica malignidad hasta el punto de prohibir a un sacerdote católico la entrada en la alcoba de la señora de Miraval, pariente suya, cuando ésta estaba agonizando; y a escupirle a la cara al ministro de Dios y tratarlo de idólatra, de traidor y de vendido.
»ítem, la acusada ha declarado en repetidas ocasiones que los hermanos de la orden de san Domingo eran satélites del diablo y encarnaciones visibles de Satanás, y que no es ilegítimo quitarles la vida; ítem…
Gentiane escuchaba atentamente, tratando a veces de adivinar de qué persona habían obtenido los jueces una u otra información; aquellas revelaciones le causaban una piedad teñida de amargura. Pero ya no tenía miedo. El acto de acusación, interminable y solemne como una letanía, le forjaba una armadura de acero: «Es de ti de quien hablan, he aquí la verdad de tu vida proclamada en juicio. ¡Dichosos los que son juzgados por actos de los que tienen derecho a sentirse orgullosos!».
A la abjuración del juez, que le preguntaba si quería arrepentirse para librarse de las llamas terrenales y de las del infierno, ella respondió con una mirada asombrada y altiva.
—Entonces, ¿no habéis oído lo que acaban de leer? —dijo—. Tengo más de cincuenta años. ¿Acaso se aprende a mentir a mi edad? ¿De qué me debería arrepentir? Sólo me reprocháis buenas acciones.
—Vuestro marido —repuso el inquisidor, lentamente— no ha sido tan obstinado como vos.
Ella le dirigió una mirada perturbada, fascinada ella también por el frío mortal que desprendía; nadie contempla sin turbarse a un hombre que posee un poder tan inmenso.
—Lo prefiero así —arguyó ella, a media voz—. Prefiero que él viva. Aunque quisiera, yo no podría deciros más.
—Sabéis —dijo el juez— que una condena por contumacia no os sustrae a la obligación de responder de las faltas que habéis podido cometer desde el día de la condena.
Entonces, Gentiane se sonrojó, luego se puso muy pálida y echó la cabeza hacia atrás.
—¡He cometido menos de las que hubiera debido, pero más de las que necesitáis! —gritó—. Aunque, si queréis someterme a tortura, sabed que no diré ni una palabra de verdad.
¡Me he aprendido de memoria los nombres de cien personas que no han existido nunca!
Los monjes cruzaron una mirada desanimada; conocían lo bastante a ese tipo de mujeres. El juez dio la orden de que se llevasen a la condenada e hicieran pasar a la persona siguiente. Gentiane d’Aspremont pertenecía de pleno derecho a la justicia secular; el resto era obra del veguer y del verdugo.
Aquel día, condujeron a cuatro personas al Prado del Conde, tres hombres y una mujer. Los demás regresaron a prisión, salvo dos que se quedaron para interrogatorios más largos.
En el patio de la prisión, Gentiane tuvo la sorpresa de encontrarse con su marido; estaba tan trastornada por lo que acababa de sucederle que casi le había olvidado, creía que él se había salvado. Entonces le vio, contra la pared, hablando con dos hombres encadenados como él. Había una hilera de soldados en el patio, con hachas y lanzas.
«¡Ah! Miseria —pensó—, ¡es por nosotros! Tienen tiempo de llevarnos allá antes de vísperas. Señor, Señor, no recibiré vuestro bautismo en esta vida, ¿es justo? Mirad, muero a causa de vos».
La hicieron acercarse a los tres hombres, todavía no se atrevía a creer que Bérenger estaba allí por la misma razón que ella. Se miraron un instante, con el mismo reproche mudo, la misma gratitud. Con esa breve mirada se dijeron más de lo que se habían dicho en treinta años de sufrimientos y luchas vividas uno junto al otro.
Los rostros de los tres hombres brillaban de sudor, sus ojos extrañamente ojerosos y dilatados parecían tener dificultades para ver lo que les rodeaba, sus mandíbulas pendían. Se pusieron tensos para calmar sus manos, cuyo temblor regular hacía tintinear las cadenas.
—¿Os han torturado…? —preguntó Gentiane. No sabía que su rostro no tenía mucho mejor aspecto.
—Tanto vale que se den prisa —dijo Bérenger con una voz entrecortada que su mujer no le conocía. Parecía buscar las palabras.
—Hay algunos —dijo uno de los hombres— que pagan al verdugo para que les estrangule en el momento en que sube el humo. Incluso para eso hay que ser rico.
Era un zapatero de Saint-Resémy; un relapso. El otro, un contumaz, hombre de unos cuarenta años, hijo de banquero, preso hacía dos días, parecía todavía muy aturdido por la brutalidad de aquel pasaje de la vida a la muerte.
—Si supiera quién me ha entregado… —repetía—. Mi hermano no puede ser, de todos modos. Quizá mi cuñada…
—Bérenger, tengo la cabeza vacía. Pensaba deciros tantas palabras en este día, y se ha acabado… no las recordaré nunca jamás.
—Estamos locos los dos. Yo iba a firmar el papel, no sé qué me lo impidió.
—Entonces, debía ser así. Tantos otros han pasado por ello…
«Padre nuestro, que estás en los cielos, sea santificado tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad…». Los cuatro condenados recitaron la oración, por turnos, durante diez minutos largos, cada uno esforzándose por dominar su voz y por que no se le pasara el turno. Luego, se los llevaron para que los vistieran con camisas de condenados y capuchones de papel. Así sentían tener derecho al nombre de herejes; creían, a su pesar, ser víctimas de un estúpido desprecio. Diez años hacía ya que aquella justicia loca reinaba en el país, y todavía no estaban acostumbrados. A todo hombre le gusta ver que respetan las costumbres de su tierra; es contrario a las leyes y cruel quemar a los no consolados.
Gentiane miró con tristeza sus largas trenzas caer al suelo, a sus pies; llenas de piojos, por desgracia, pero todavía bonitas y negras, con apenas algunas briznas blancas.
«Madre, ¿también os las cortaron a vos? No habrán tenido tiempo, os prendieron a todos tal como estabais, con vuestros auténticos hábitos, vuestros auténticos rostros. Todos juntos… Madre, ¿os acordáis de la noche en que fui a echarme sobre la tierra todavía negra de cenizas de la gran hoguera? En ese lugar, santo entre todos, supliqué a Dios que hiciera morir mi cuerpo, pues aquella noche las almas de los santos de Dios me hablaban en voz alta, y estaba rodeada de las llamas del espíritu como un ataúd de los cirios de una capilla ardiente… Aquella noche, Cristo me dijo por vuestra voz: "Hija, otro te rodeará y te llevará adonde no quieres ir". ¡Ay! Si el bienaventurado apóstol Pedro no quería ir a la muerte, ¿cómo iba a quererlo yo?»
Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Nuestro pan sobresustancial, dánosle hoy. Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores… ¡Ah! Yo no les perdono, y las mías no me serán perdonadas; como las vírgenes locas iré a llamar a la puerta cerrada. Señor, Señor, sólo he sabido ser fiel según la ley de este mundo».
La procesión avanzaba a lo largo de las calles, con soldados, tambores y voceadores, hombres vestidos de blanco con la cruz roja en el pecho cantaban en voz alta las alabanzas de Dios, precedidos de una gran cruz dorada, bien levantada en el aire, brillante bajo el sol.
Los cuatro condenados, para darse ánimos, también cantaban; les habían quitado las cadenas para ponerles un gran cirio entre las manos. Les habían puesto los vestidos de penitentes como si vistieran a muñecos de paja para quemarlos o colgarlos, el día de feria, pues en realidad ya no eran personas sino simples pedazos de carne para quemar, destinados a tomar parte en el espectáculo para edificación de los fieles.
A lo largo de las calles y en las ventanas, los ciudadanos se apresuraban, intimidados y curiosos a la vez, un tanto decepcionados, pues sabían que ninguno de los cuatro era un hereje; decían: «No son más que pobres diablos a quienes han cogido porque no tenían nada mejor entre manos». De un hereje esperaban siempre sabe Dios qué milagro.
Aquéllos cantaban, con el desafío desesperado de hombres que se embriagan de sonidos para huir del miedo. No eran hermosos: rostros grises, tensos, chupados por la edad y la angustia. Decían: «La que va delante es una mujer». Se veía en la marcada esbeltez del cuerpo, en la gracia nerviosa del paso. Una mujer noble y que casi tenía un rostro de hereje. El caballero Bérenger d’Aspremont, de quien algunos todavía se acordaban en el barrio de la Daurade, no tenía de caballero más que la gran estatura y el mentón casi afeitado. «¡Qué lástima! Un hombre a quien se vio durante el asedio echar a tres caballeros cruzados por el puente viejo. ¿Cómo permite el conde que se haga esto? Un hombre que llevaba trajes con galones bordados de oro grandes como la mano…».
«¿Habría podido pensar que moriría en mi ciudad? Las campanas tocan por mí esta vez, como el día de mi boda. ¡Ay! Pobre compañera, sin ella no estaría aquí. Pobre mujer demasiado orgullosa».
Los recuerdos se le agarraban a la garganta, los recuerdos de las alegrías erróneamente despreciadas: «Los bonitos trajes de fiesta, las danzas en salas pintadas y tapizadas de flores, las armaduras doradas de los torneos, la música de las veladas y las llamadas del cuerno de caza, los senos blancos de sus amantes… Mi vida fue hermosa y engalanada con todas las alegrías que el hombre desea, a esas alegrías no renuncié de buen grado, sino obligado por la ley del honor.
»Me robaron mi vida. Todos vosotros, buenas gentes de Tolosa que no actuasteis como yo, mirad a este loco. Se ha pasado el tiempo atravesándose con todas las lanzas con que le apuntaban, diciendo: "No puedo actuar de otro modo".
»Es verdad, Señor, que no podía actuar de otro modo. Me hubiera gustado, pero no podía».
«Dios mío, por todos los mártires y los justos —pensaba Gentiane—, Dios mío, por todos los quemados de nuestra tierra; por el señor Pierre, obispo de Carcasona, por el señor Guillaume, obispo de Albi; por el señor Bertrand, obispo de Tolosa, nuestro queridísimo padre, por el señor diácono Jean… y por la señora Agnès, y la señora Béatrix y la señora Guillelme, y por la noble doña Serrone, mi tía abuela, por mi querida amiga Béatrix de Miraval…, por el señor diácono Aicart, que era tan guapo de rostro, por el señor Raymond de Ribeyre, que era puro y brillante como un ángel del cielo, por la noble y bella doña Hélis, que cantó y sonrió en el fuego… por mi honrada madre, vuestra sierva Arsen, que me quiso tanto; por todos los demás, Señor, que han pasado por este padecimiento, por todos ellos, que ahora saben lo que es, y que lo recuerdan, y que en toda la eternidad no lo olvidarán; por ellos, os conjuro en su nombre, yo que no sé rezar; por sus manos cargadas de vuestro Espíritu Santo y reducidos a cenizas, ¡por tantas manos puras que no nos tocarán jamás para purificarnos! Piedad, Señor, pues no sabemos adonde vamos ni lo que Satanás hará con nuestras almas, sabemos al menos que ante los hombres no hemos renegado de vos».
A los pies de la hoguera, el clérigo del Santo Oficio leyó en voz alta las sentencias; a Gentiane y a Pierre Bousier, el hijo del banquero, les preguntaron si persistían en sus errores; los otros dos, en tanto que relapsos, no tenían derecho a aquella última oportunidad.
—No somos juglares que dicen un día esto y otro aquello para divertir a las gentes. Si quisiera abjurar lo habría hecho esta mañana —dijo Pierre Bousier.
Gentiane se contentó con negar con la cabeza; rezaba.
«Sea santificado tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan sobresustancial, dánosle hoy. Hoy y ningún día más. Hoy, que veremos el fin del mundo. No nos dejes caer en la tentación. Líbranos del mal. Líbranos…».
Bérenger subió el primero a la pila de leña.
«Buenas gentes de Tolosa, tened piedad de nosotros, pues no sufrimos por robo ni por asesinato ni por traición, sino solamente por los pecados corrientes que todo el mundo comete, ¡y por la fe de Jesucristo! ¡Sabed que nuestra fe es tan buena que preferimos morir a abandonarla!».
El verdugo le empujó violentamente hacia el poste.
—¡Vamos, viejo, no vale la pena que desafines! Enseguida tendrás todo el tiempo para gritar.
Bérenger se volvió hacia él, con una extraña sonrisa: pensativa, asombrada, casi tierna.
—Gracias, hermano. Buena suerte.
El verdugo se estremeció y retrocedió, como golpeado por una barra de fuego al rojo.
«Me toma por loco —se dijo Bérenger—. Es cierto que he hablado como un loco. ¡Si supiera…! Es hermoso, un hombre; un hombre vivo, un hombre que verá el sol mañana, él mismo no comprende lo hermoso que es. Un hombre, sea lo que sea… ¡Y pensar que yo he tenido un oficio de matador de hombres!».
Gentiane miraba el fuego crepitar y prender suavemente las ramitas de los haces de leña. Tiraba con tanta fuerza de las cuerdas que tenía sangre en los codos y en los puños. «Es una locura, ¿cómo pueden atarme así, cómo pueden quedarse ahí, mirando tranquilamente, y no hacer nada para sacarnos de aquí, cómo pueden mirar sin entender…? Señor, ¿qué puede un alma destruida por un miedo semejante?».
»Cuando una casa se quema, todos corren a salvar a los animales, si pueden. ¿Qué hacéis? ¿Por qué no lo hacéis, todos vosotros, que nada sabéis del fuego, más que para cocer vuestras comidas? Ni uno solo moverá un dedo, ¡están en un espectáculo de feria! —Miraba, detrás de los soldados, a los hombres de blanco que cantaban la gloria de Dios, sus cruces brillantes, enarboladas—. ¡Ay, su Dios de feria, su Dios de mascarada, su Dios bebedor de sangre que nos ha triturado en su boca!
»¡Señor, Señor, si uno solo de estos hombres dijese ahora: "Desatadlos y llevadlos a prisión", me convertiría a su fe! Por un solo grito de piedad vendería mi alma. Nadie lo sabe, nadie comprende que donde estamos nosotros no cuenta más que la piedad, y que una voz diga: "Desatadlos".
»Se pegó al poste y encogió los hombros y las piernas como para hacerse más pequeña, para esconderse; el fuego prendía la camisa y le parecía que toda su piel se levantaba y reventaba. «Mis manos, mis manos, ¿por qué me han atado las manos? Duele demasiado.
»Gritó:
—¡Bérenger!
Lo tenía tan cerca que ladeando la cabeza habría podido tocarle el hombro. Le dirigió una mirada enloquecida, ebria de dolor, a través de una bocanada de humo. Él tenía los ojos desorbitados y todos los músculos del rostro tan tensos que no la reconoció. Luego, Gentiane le vio tratar de sonreírle.
Por un instante, olvidó dónde estaba; sabía únicamente que les ocurría a los dos algo terrible pero inevitable. Dijo, como sorprendida:
—Nos quemamos.
Él murmuró, en un estertor:
—Con todo, no es tan duro como pensaba.
A su lado, una voz cascada gritó:
—¡Si hay un cristiano entre vosotros, buena gente, que rece por nosotros! ¡Que rece por nosotros! ¡Morimos por la Iglesia!
«Ah, ¿por qué grita? —pensó Gentiane—, ¿para qué? El orgullo de los hombres. Nos morimos».
«Acordaos de nosotros, Señor, en vuestro reino.
»Los fieles que no adoraron a la bestia y que la bestia mató.
»Los fieles que os sirvieron porque no podían actuar de otro modo, que vivieron en un tiempo en que se pagaba con la vida el derecho de ser hombres.
»Recordad a los que dieron más de lo que podían, más de lo que tenían; más de lo que tenían que dar. No podían actuar de otro modo.
»Pues este dolor es demasiado profundo para soportarlo, ya no son más que animales que gritan, y no hombres».
De los cuatro quemados, Gentiane murió la primera. Bérenger, que había logrado soltarse la mano derecha para protegerse el rostro, pudo ver con sus ojos medio cegados la cabeza deformada, ensangrentada y humeante de su compañera desplomarse hacia delante, por encima de las cuerdas calcinadas; el fuego la seguía lamiendo, crepitando y chisporroteando, ella ya no se estremecía.
El dolor ya no estaba allí, se había destruido a sí mismo. Bérenger no sabía si le comía el calor o el frío, si el humo que se extendía ante sus ojos era rojo o negro, si todavía oía gritos. «Dios mío, todavía vivo, qué difícil es morir.
»Dios mío, por todos los quemados de este mundo, piedad. Dios mío, por todos los que han amado algo más que el mundo, por todos los que han amado. Por todos los que tenían algo verdadero que amar».
Pues fueron uno de cada mil, y en cien años no quedaron más que diez mil en todo el país.
Y entre los que les miraban quemarse, nadie se atrevió a decir: «Les han condenado injustamente».
París, mayo de 1959.
Fin