II. MONTSEGUR

Abril de 1243

Arsen vivió más de veinticinco años en el peñasco de Montsegur.

Había aprendido que el corazón no se cansa de amar, que es como un árbol que florece y da frutos cada año, la flor de hoy es parecida a la de hace veinte años, en Dios no existe el cansancio.

Había recorrido el país, a pie o a lomos de mula, curando enfermos, instruyendo a las mujeres, siempre seguida de su compañera ciega que tenía el don del canto y de la palabra y que hacía llorar a las pecadoras más endurecidas. Pasaron buenos años: de Niort a Fanjeau, de Minerve a Cabaret, pudieron visitar los nuevos conventos, asistir a asambleas más numerosas que antes de la guerra y mucho más fervientes. Arsen pensaba: «Entonces, ha sido necesaria esta prueba para fortalecer la fe de los cristianos. Nuestros amigos no han muerto en vano».

Tuvo la dicha de encontrarse con muchos de sus antiguos fieles del Minervois y de Saissac, que al verla lloraban como si hubieran visto a sus madres. El recuerdo de los días amargos vividos juntos y de los amigos desaparecidos no era una herida sino más bien una alegría; he aquí el niño a quien Renaud arregló el caballo de madera, hecho un hombre, y todavía se acuerda. Esta mujer que un día había escondido a Fabrisse bajo unos espinos… ¡Cómo se rieron después las dos! «Qué ligera era esa buena dama, no era más menuda que otra y pesaba como un niño… Ligera como la hierba de los campos, mi compañera, ligera como una llama, desde vuestra marcha no siento el peso de mi vida, es como si vuestra sangre corriese por mis venas». En su celda, sobre el peñasco, Arsen encontraba el calor sereno y eterno de los muertos. Durante el rezo, tenía la impresión de no estar sola con Esclarmonde, hasta el punto de medir sus movimientos por temor a golpear el hombro de Renaud… Dios sabe que en vida Renaud ocupaba bastante espacio, muerto era todavía más alto y más ancho, su oración era como un trueno callado, una avalancha de silencio. Arsen nunca hablaba de aquello con su compañera.

Esclarmonde era una muchacha ardiente. Hablaba de la muerte como de un encuentro deseado con el Amado, lo anhelaba con tanto fervor que muchas veces el obispo Pierre, sucesor de su tío abuelo, había tenido que conminarla a alimentarse, a velar con la lámpara en la mano en lugar de correr indiscretamente delante del Esposo.

Arsen quería bien a su compañera como se quiere bien a las flores primaverales, pues era la única que conocía lo que había de frescor pueril en esa virgen seca, exaltada y dolorosa. A pesar de su saber y de sus dones, Esclarmonde caía en éxtasis ante el canto de un mirlo, y, cuando entraba en casa de un creyente, temía que la juzgaran maleducada porque, como no veía a las personas, no podía saludarlas como conviene.

A veces preguntaba a Arsen:

—¿Sabéis de qué modo moriremos?

—¿Cómo he de saberlo?

—Si es en el fuego, prometedme que me cogeréis de la mano o, si nos atan, que me hablaréis todo el tiempo que podáis.

—En ese momento —repuso Arsen— no tendréis más necesidad de mí.

—No es que tenga miedo, pero en mis sueños veo con tanta frecuencia un gran fuego encendido, y tanta gente arrojada a él, que a causa de mi enfermedad me angustio por no encontraros.

—Sois como una niña —dijo Arsen con ternura—. ¿Quién de nosotros no ha soñado con grandes fuegos?

Nuevas hogueras se encendían por todo el país. Monseñor Pierre, obispo de Carcasona, se encontró entre los primeros quemados, con gran solemnidad, por orden del rey de Francia. La guerra se había avivado tanto que volvía a ser difícil viajar. Arsen era como un lobo blanco, resultaba muy fácil reconocer a su compañera ciega, demasiado difícil protegerla; por todas partes donde habían pasado, Esclarmonde se había hecho notar por su voz y su rostro inspirado. Y el peñasco de Montsegur estaba ahora tan poblado de hermanos y novicios que a menudo tenían que alimentarse de bayas y madroños. En el pueblo de abajo escaseaban los víveres, había que ir a mendigar en las aldeas vecinas.

De nuevo, las cosechas ardían y los colgados y los mutilados se sucedían a centenares a lo largo de los caminos, el hambre cubría el país con su gran manto de duelo. De nuevo el soldado de cruz roja estaba allí, lanza en mano, delante de las murallas de las ciudades y los pueblos. ¡Dios, ninguna peste ni plaga de langostas vuelve con tanta rapidez, los niños nacidos en plena guerra no han acabado de echar los dientes, las viñas vueltas a plantar comenzaban apenas a dar frutos! Los clérigos y los obispos les han llamado, y los han guiado, y les han abierto las puertas de las villas; el país se ha vendido por los diezmos, por las prebendas y los privilegios.

¿Qué hacer contra estas gentes malditas? Hay tantos que han muerto enfermos por los caminos que sus cadáveres apestan a una legua, y su rey Luis, no el León sino más bien el Buitre, recibió una recompensa tan bella de su Dios que volvió a su tierra con los pies por delante, cosido en una piel de buey. Y siempre vuelven, como si en su propia tierra fueran tan desgraciados que tuvieran que robar la de los demás. Uno quiere vengar a un padre, otro a un hermano, a un amigo, otro quiere recobrar su bien robado a los señores legítimos… Pues los ladrones ahora se convierten en los robados, y los hombres restituyen la tierra de sus padres a los soldados de paso que la habían arruinado.

Ésa es ahora la justicia, ésa es la ley. El verdadero amo del país se convierte en ladrón, lo juzgan por haber protegido su bien y tiene que devolverlo a quien no lo ha poseído jamás. Se le culpa por lo que debería loarse a todo hombre; al haberse defendido le tratan de agresor, por haber protegido a los suyos pasa por traidor.

Si hacen semejante ultraje al propio conde, ¿no condenarán al país a un calvario? Pues la nueva paz trae la nueva justicia; los inocentes serán culpables, sólo los embusteros dirán la verdad, las víctimas serán castigadas, los ladrones indemnizados, honrados los hombres sin honor. Fidelidad llevará el nombre de traición y traición el nombre de fidelidad. Todo ello por la gran falsedad del papa Gregorio, quien, no contentándose con haber hecho instalar guarniciones francesas incluso en Tolosa, entrega el país a los dominicos como se entrega un rebaño a los lobos.

¡Desgraciado quien vive en tiempos semejantes, desgraciado quien ha luchado durante veinte años para llegar a vivir esto!

En la pequeña sala blanca del castillo de Montsegur, el obispo Bertrand ordenaba a los nuevos elegidos. Eran tan numerosos los hombres y mujeres vestidos de negro que rezaban por los postulantes que no cabían en la sala, sólo los mayores tenían acceso, los demás se quedaron en el cercado del patio, con los fieles venidos a Montsegur para pasar las Pascuas, y los hombres de la guarnición y sus familias.

Los postulantes eran unos veinte; solamente la mitad eran ancianos. Necesitaban más que nunca nuevos predicadores. En los trece años que hacía que los clérigos y los franceses habían firmado la paz, la Iglesia había padecido como no lo hizo en los tiempos de la cruzada, pues los siervos del demonio habían conseguido levantar a hermanos contra hermanos por miedo a la prisión y al fuego. Habían torturado y quemado a tantos cristianos que en las villas no quedaba ya nadie que consolase a los moribundos, y en los campos un hereje apenas podía morar en el mismo sitio un mes seguido.

—Os envío entre lobos. Os envío a la hoguera ardiente, a la boca del infierno. Que vuestro corazón no se inquiete, pues así trataron a los profetas que vivieron antes que vosotros. Si moráis para siempre en el amor de Cristo y guardáis sus mandamientos, ni el fuego ni ningún otro suplicio tendrán poder sobre vosotros, pasaréis a través de ellos enteros e intactos y sin mácula, saldréis lavados con la sangre del cordero.

»Pues su mandamiento es que amemos sin medida y sin fin, hermanos, el amor es ahora la vía más difícil, la que lleva con más seguridad a la muerte del cuerpo. Ha llegado el tiempo en que el amor de Dios ha tomado en esta tierra el rostro de la muerte. Todo hombre que os vea sabrá que pagaréis con vuestra vida el derecho a hablar de Dios. Los que no han nacido del demonio creerán en vuestras palabras, pues las que nos llevan a la muerte no son palabras vacías.

»Guardaos de profanar vuestro ministerio con palabras vanas, ateneos a la única Palabra, explicada en el espíritu de los antiguos y de los padres de nuestra Iglesia. En tiempos como los nuestros, hermanos, la mies que sembraréis arraigará en los corazones con saetas de fuego; ni los pájaros ni los campos ni las zarzas podrán nada contra ella.

»Que os guíe la prudencia de la serpiente, no rompáis el instrumento antes de que haga su servicio. Pero que, a la primera llamada, Cristo os encuentre dispuestos a testimoniar a fin de que el exceso de prudencia no se achaque nunca a la debilidad; no olvidéis que nuestros hermanos que aún no han sido iluminados miden la verdad de nuestras palabras por nuestro desprecio a la muerte. Pues el desprecio a la muerte no es un bien en sí, pero para las almas unidas a la carne es la única prueba de una fe sincera. Los tiempos en que vivimos son tales que quien se compromete con la vía arriesga su vida allá donde vaya, allá donde se encuentre, y a todas horas del día y de la noche.

»No tentéis a los débiles. Evitad entrar en las casas, exigir hospitalidad o servicios, si no es de parte de los fieles probados en la fe. Y ni siquiera a éstos les pidáis demasiado, pues corren el riesgo de pagar la fidelidad con su libertad o su vida; también corren el riesgo de flaquear bajo la amenaza y condenarse al traicionaros.

»Si alguna vez os someten a tortura y la debilidad de la carne os obliga a hablar, os autorizo a nombrar a los muertos, pues para nuestros enemigos los muertos son una presa deleitable y en su vana superstición creen poder hacer daño a las almas ensañándose con la podredumbre y las cenizas. No obstante, no lo hagáis sin necesidad imperiosa, con el fin de no hacer sufrir a los seres queridos del difunto en sus bienes y sus afectos. Si os infligen sufrimientos tales que de buena fe no creéis tener la fuerza de callar, os autorizo a rechazar todo alimento para apagar vuestro cuerpo hasta la muerte; más vale reducirse así que denunciar a los que confían en vosotros.

»Que sólo el amor de Cristo os guíe. Que, a partir de ahora, no se mezcle con ninguna consideración terrenal, las desgracias y los reveses que hemos sufrido en los últimos meses ampliamente nos lo han demostrado: ni las lágrimas, ni el buen derecho, ni el amor por una patria carnal han resistido contra el poder del demonio. Que sólo Cristo sea para vosotros la alfa y la omega, el primero y el último, el único propósito, la única vía y el único Salvador.

Condujeron a los nuevos iniciados a las celdas del peñasco para que se prepararan allí a su misión. Los fieles, hombres de guerra en su mayoría, comentaron con un respeto teñido de amargura el discurso del obispo; si había que renunciar a luchar, ¿cómo podían esperar vivir como personas?

* * *

Trece años hacía que Bérenger d’Aspremont había sido desposeído de sus bienes y cinco que le habían condenado a muerte por contumacia; llevaba la vida vagabunda de sus iguales, yendo de Cerdaña a Cataluña y de Corbières a Ariégeois, hospedado tan pronto en casa de un pariente de su mujer como durmiendo al raso. Desde que tres años antes, frente a Carcasona, recibió una herida en la pierna que le dejó un poco cojo, las ocasiones de luchar se le escapaban de las manos, las esperaba, las buscaba, hablaba de ellas durante días entre amigos… Cuando uno carga con una familia, tiene que encontrar qué comer al menos una vez al día; en una tierra pobre no se da trabajo a cualquiera.

En el pueblo de Montsegur, a la sombra del gran peñasco, uno se olvida un tanto de las miserias de todos los días. La esperanza es tenaz como la sarna. Uno se dice: el emperador será quien venga a liberarnos, el rey de Inglaterra llevará un ejército de Gascuña para asediar Carcasona… Los franceses no se quedarán, nunca nadie ha disfrutado tanto tiempo de unas tierras robadas.

Gentiane de Montgeil era una gran dama a pesar de sus vestidos, tan remendados y zurcidos que ya no se veía la tela. En la casa para mujeres creyentes donde se hospedaba con su hija durante las fiestas de Pascua tenía derecho al puesto de honor, y las mujeres con vestidos de galones y cinturones dorados le cedían el paso. Condenada a la hoguera por contumacia al tiempo que su marido, pasaba por una de esas mujeres piadosas que, sin estar bautizadas, casi tenían la dignidad de cristianas. Hablaba en voz alta y no dejaba que nadie olvidase que su madre tenía una celda en el peñasco desde hacía veinticinco años; ni que su padre había sido despedazado a hachazos en la plaza mayor de Carcasona por matar a más de trescientos cruzados; por derecho, pertenecía a la mejor nobleza del país. Era tan respetada que a menudo tomaba la palabra en público, y hablaba bien.

«¿De dónde sacan el cuerpo y el corazón la fuerza para no abdicar? Nunca hubiera creído —pensaba Gentiane— que viviría tanto tiempo, y no me siento más vieja que cuando dejé mi casa por primera vez. En absoluto más vieja, aunque tengo cerca de cincuenta años. Hemos esperado la vida, cada día decíamos: "Mañana". Mañana la victoria, mañana la felicidad, mañana el reposo. Nos hemos acostumbrado, lo decimos siempre. Y desde hace treinta años el cerco no ha hecho más que cerrarse a nuestro alrededor. Decíamos: "Quiera Dios que nuestros hijos vean el final de esta guerra". Ahora tenemos que decir: "Quiera Dios que nuestros hijos no vean el final, y que nuestros nietos tengan todavía la fuerza de resistir…". No podemos pedirles eso, es demasiado cruel.

»Hemos tenido una vida cruel, pero libre.

»De la libertad nuestros hijos no conocen más que esto: hambre, miseria, fatiga. Somos honrados y respetados, pero nuestros mejores amigos no nos reciben de buena gana en su casa. Basta con un mozo descontento, con una muchacha acobardada… Muchas personas nos dicen: "No sé si puedo contar con mis criados". ¡Ay, pronto no sabrán si pueden contar consigo mismos! “El ascenso hacia el castillo era duro; Bérenger tenía que apoyarse en su bastón, pues su pierna herida se cansaba pronto. Por delicadeza, los jóvenes se esforzaban por caminar también lentamente. Aquel día la muchedumbre de peregrinos era grande, como todos los días desde Pascua a la Ascensión; ese año más que de costumbre. Sabían que en poco tiempo el ejército cruzado del senescal de Carcasona iba a ocupar el país, sin duda para largos meses.

Gentiane caminaba al lado de su marido, con los ojos levantados hacia el castillo que, erigido sobre la roca, evocaba un gran navío echado al cielo.

—¿Pediréis esta vez la gracia de entrar en probación, Bérenger?

—No creo, vida mía. Todavía soy un hombre válido, mi pierna no me impedirá luchar si es preciso. A vos no os retengo; si quieren aceptaros aquí, estaréis mejor que en el valle.

—Hemos estado demasiado tiempo juntos para separarnos ahora. Si os prenden, prefiero que me prendan con vos.

Él se encogió de hombros.

—Si quisieran ejecutar a todos los condenados por contumacia no encontrarían suficiente madera para las hogueras. Se contentan con dejarnos llevar esta vida.

Gentiane miró a sus hijos, que les seguían de cerca, deteniéndose en las curvas serpenteantes para contemplar el amplio valle y la pesada masa del monte Thabor.

Eran cuatro: Ricord, Raymonde, Bernard de Frémiac, el marido de Raymonde, e Izarn, el hijo que Bérenger había tenido a los cuarenta años cuando, empujado por el demonio, se había unido a una concubina. Los cuatro tenían la gracia un tanto ruda de los animales montañeses: la pierna ágil, el ojo seguro y siempre al acecho, la cabeza alta, erguida sobre los hombros. Desde la cuna les habían enseñado tanto a amar el bien y a odiar el mal, que no buscaban más que bien y mal en todo lo que veían. Eran ardientes y sentían avidez de vivir, y el espíritu no les decía que tenían derecho a la vida. La vida estaba allá arriba, sobre el gran peñasco donde se levantaba el castillo, estaba encerrada en el obispo, los diáconos y los buenos hombres; estaba en el conde, en el rey de Aragón o en el emperador de Alemania; estaba en las llamas de las hogueras y en las prisiones. Estaba en las canciones y en las plegarias, y en la sangre de los enemigos de Dios.

La vida se hallaba tan lejos y tan alta que se habían acostumbrado a recorrer con la vista los horizontes y a despreciar profundamente su propio cuerpo. También ellos estaban condenados por contumacia, salvo Izarn, que todavía no tenía catorce años en la época del proceso. Para ellos, era una especie de título honorífico. Muchos de sus compañeros estaban en el mismo caso y no lo llevaban peor. Solamente era preciso no dejarse ver demasiado por las villas.

Cualquiera de los tres jóvenes, si alguna vez se encontraba con un hermano pecador, se hubiera precipitado sobre él para cortarle la garganta, y con alegría; y sin embargo eran muchachos sanos, sin maldad ni orgullo, como lo son a menudo los niños acostumbrados a la vida dura. Afortunadamente, ninguno de ellos había tenido ocasión todavía de cometer una buena acción de ese tipo. Gentiane pensaba: «Cuando faltemos nosotros, se perderán». A causa de aquello, no quería abandonar el mundo.

Con una emoción recogida, Gentiane contempló a la anciana desconocida en que se había convertido su madre. Seca, casi endeble, con la piel dura como el pergamino, los ojos seguían siendo grandes entre las profundas arrugas de sus párpados, los dientes todavía sólidos bajo los labios marchitos pero firmes. No era un rostro hermoso, era como el vestigio de un rostro más bello de lo que lo fue el de Arsen.

Desde detrás de los pliegues del velo negro, los ojos sonreían, desbordantes de candidez y buen humor; volver a ver a los suyos siempre era una fiesta para ella. Los recibía como si fueran ellos quienes le hicieran un honor. La celda era demasiado pequeña, los visitantes tenían que apretujarse quisieran o no sobre la plataforma de piedra que había en la entrada, encima de una pequeña hondonada donde crecían los avellanos.

—Esta parte del peñasco se ha convertido en un auténtico pueblo —explicó Arsen—, las santas crecen aquí como champiñones. ¡Qué cola para recoger agua en el pozo!

En efecto, en cuanto llegaban al pie de los muros del castillo, los visitantes se sentían embargados por aquel olor a santidad que reinaba en la cima del peñasco; un olor que, cerca de las cabañas amontonadas las unas sobre las otras, era más bien penetrante y sin embargo diferente al olor humano corriente; el sudor y el aliento de aquellos ayunadores perpetuos parecían oler a cera vieja, o a resina, o a manzanas ácidas, y uno se acostumbraba enseguida. Pero la presencia de tantos seres modelados por la oración embriagaba como un vino demasiado áspero. El más incrédulo de los hombres no podía resistirse mucho tiempo, hasta el punto que los ignorantes decían que el lugar estaba hechizado.

Bérenger y los jóvenes se sorprendieron al ver a la anciana sonreír y hablar de cosas banales, después de haberlos bendecido solemnemente. Y cada una de sus palabras tenía para ellos un sentido oculto, como si procedieran de un mundo del que ellos no participaban en absoluto. Se sentían bendecidos por Dios porque ella se alegraba de verles.

—No podré alojaros a todos, porque no tenemos espacio —dijo—, y hace demasiado frío para dormir fuera… —Posó la mirada pensativa en cada uno de los cuatro jóvenes, por turnos, y exclamó—: ¡Qué niños más hermosos!

Eso debería de ofenderles, porque no eran niños, Ricord pasaba de los veintiséis años, pero los ojos de la anciana, radiantes de ternura cálida y sosiego, les hacían pensar que eran realmente niños a su lado, y menos que eso.

—Ricord —continuó con labios temblorosos—, Ricord, ¿todavía no estás casado, a tu edad…?

El joven se encogió de hombros con una media sonrisa que significaba: ¿cómo podría estarlo?

—Se le ha metido en la cabeza —dijo Bérenger— casarse con la hija del carretero de Chalabre. Pero por lo visto somos demasiado bajos para pretender a la hija de un carretero. Debería conformarse con una muchacha noble, como ha hecho Bernard.

Lanzó una mirada afectuosa y cómplice a su yerno. Tenía por los tres chicos y la muchacha una pasión tan fuerte que se sentía, a su pesar, culpable hacia ellos.

Arsen bajó los ojos. Ella no se sentía culpable, pero sí molesta ante aquellas gentes que, a su parecer, pagaban demasiado cara su fidelidad a la fe. No es justo condenar a muerte a fieles que no están bautizados ni investidos, es igual que pedir cien escudos a quien no debe más que diez. ¿Podía tratarse de hereje a un hombre que había recibido el bautismo de los moribundos y a continuación había retomado la vida militar? «En nuestro tiempo sólo condenaban a los cristianos…». Sicart e Imbert, sus dos hijos supervivientes, tuvieron que enrolarse en una tropa de mercenarios aragoneses como simples soldados. ¿Tendrían que beber de aquel cáliz también esos apuestos muchachos de rostros claros y dorados? Pues es la miseria, más a menudo que la crueldad del corazón, la que lleva a los hombres a hacerse salteadores.

Bérenger hablaba. Estaba lúgubre por una vez, y desanimado; pensaba en las mismas cosas que Arsen.

—Mientras vivía en el pecado —explicaba— era honrado por los hombres, rico, estaba rodeado de amigos y seguro de mis derechos. En el Toulosain tengo familiares y amigos que son de nuestra fe y que han prestado juramento cada vez que se lo han exigido; y que ahora van a misa los domingos y comulgan tres veces al año; por eso han conservado sus bienes y pueden donar a la Iglesia y ayudar a los buenos hombres. Sin contar con que viven en casas y que pueden casar a sus hijos como les place.

»Yo he cometido muchas acciones que son pecados para Dios pero que no lo son a los ojos de los hombres. Nunca he violado ninguna ley de mi país. Puedo decir con toda franqueza, señora, que no me han reprochado otra cosa que mi fe; ninguna violencia, ni rebelión, ni saqueo; y en el proceso, según he sabido, no me han encontrado falta alguna, más que el haber recibido el bautismo cuando me hirieron, y el haber albergado y protegido a cristianos. Eso no lo he escondido nunca, más de cien personas nos han denunciado a mi mujer y a mí. De todo ello no nos lamentamos, prefiero llevar la vida que llevo a que me obliguen a ir a misa todos los domingos.

»Aunque pensamos que si el conde llega a retomar los castillos que el rey de Francia le robó y a echar a los pecadores, al menos una parte de las sentencias serán revocadas, y dejarán a los hijos vivir como les plazca y ponerse al servicio del señor que deseen… Pues incluso una mala justicia deben hacerla hombres de espíritu sano, y no locos, no se puede dejar que toda esta juventud se pudra viva en los bosques y en las cavernas. Y ahora que el conde se ha sometido como no lo había hecho nunca todavía, y que no tiene más justicia, por así decirlo, que la Inquisición, no sé de qué lado volverme, pues si nosotros, que hemos aguantado tanto tiempo, tenemos que huir a Lombardía, tanto valía que lo hubiéramos hecho cuando todavía tenía dinero y los niños eran pequeños.

Arsen meneó la cabeza.

—Sé que la vida es dura para los pobres en los países extranjeros, pero en Lombardía no os impedirán vivir según la fe.

Ante aquello, Ricord se irguió y se sonrojó; sus ojos, ardientes de un fuego sombrío, miraban de lado, como si no se atreviera a dirigirlos hacia su abuela.

—Mientras haya enemigos de Cristo en el país —dijo con voz ronca—, nos quedaremos.

Su padre frunció las cejas y se sonrojó a su vez por lo que consideraba una falta de tacto y una fanfarronada. Con todo, era un grito del corazón.

—No, Bérenger, dejadles hablar delante de mí —solicitó Arsen—, apenas he oído sus voces. Y Dios no me concede a menudo la alegría de ver a mis niños.

Los jóvenes no tenían miedo; no estaban intimidados, sino recogidos. La anciana era su mayor riqueza en este mundo, su orgullo, su herencia, su parte de Dios. Vieja, muy vieja, tenía más de setenta y cinco años, ellos la imaginaban casi centenaria; tan vieja que la fuerza del espíritu se había acumulado en ella, se había multiplicado y aumentado, y había hecho de ella un gran imán que atraía hacia sí las almas como limaduras de hierro. El parentesco de la carne es poca cosa; pero no tan poca cosa que no pudieran decir: «Nuestra pariente. También está nuestra carne y nuestra sangre en la montaña santa, también nosotros somos de la familia de los que allá viven». Bernard e Izarn, que no tenían ningún parentesco de sangre con la anciana, pensaban como los otros dos; el vínculo que les unía era todavía más fuerte que el vínculo de la sangre.

Allí estaba ella, plegaria viva, reliquia, sacramento, protectora humilde y tierna, protectora que ellos hubieran protegido con el precio de sus vidas (puesto que la fuerza de Dios no es la del mundo). ¿Hablarle? Pero si ella lo sabía todo por adelantado. Raymonde no hubiese osado levantar la voz ni siquiera para decir: «Me gustaría quedarme a vuestro lado». ¿Quién merecía tal honor? Ni siquiera su madre, apenas aquella mujer ciega, alta y delgada, que se desplazaba por la cabaña con sus gestos bruscos y graciosos de corzo cautivo.

Gentiane y Raymonde se quedaron a pasar la noche en la celda de las buenas mujeres, los hombres fueron a buscarse un refugio en la montaña con otros visitantes; en realidad, en la estación de Pascua la montaña bullía de gente, en las celdas de los buenos hombres sólo había sitio para los ancianos y los enfermos. Los peregrinos acampaban por el peñasco cerca del sendero, encendían fuegos para calentar las galletas y los pescados ahumados recibidos como regalo o traídos del pueblo. En realidad, nadie se acostumbra al hambre; eran numerosos los que decían a toda prisa sus dos u ocho Pater noster para empezar a comer antes.

Después de recitar sus oraciones, Arsen fue a sentarse al umbral; con la edad casi había perdido la costumbre de dormir. En la celda, Esclarmonde rezaba en voz alta; Raymonde, echada en el suelo, dormía. Gentiane la tapó con su capa, pues la noche era fresca, salió y se sentó a los pies de su madre.

Por el cielo corrían nubes largas y finas, persiguiendo una media luna blanca y brillante. Un ruido de voces sordas, de cantos, de oraciones, llenaba la noche; la montaña parecía vivir con más ardor todavía que a pleno día. Las dos mujeres veían, a algunos pasos de sus pies, el sendero que desaparecía en un precipicio sin fondo; a su izquierda se alzaba el castillo, gran puerta negra en el cielo gris. Sobre la muralla, unos centinelas cruzaban señales luminosas con los hombres del torreón.

—¿Todos los días encienden tantas antorchas? —preguntó Gentiane.

—No… Pero ya sabes lo que pasa ahora, los soldados no están tranquilos. Nos asediarán dentro de unas semanas, los obispos y los clérigos recluían milicias por todo el país.

Gentiane suspiró.

—Estaréis separados del país durante todo el verano. Será una gran desgracia para todos nosotros.

—Hija, no se quedarán sólo en verano, sino también en invierno; aquí sabemos bastante bien lo que ocurre en los consejos de los malvados. Dentro de un mes no quedarán en la montaña más que los que estén obligados a quedarse, pues no habrá más lugares seguros que el propio castillo y las cabañas que están debajo. Mi compañera y yo tendremos que marcharnos de esta casa para ir a vivir en la de una buena dama que vive en la esquina de la muralla oeste. Para mí —añadió tristemente— es un poco como si cambiara de país. Al menos estaremos más cerca de la casa de oración.

—¡Madre, no tomarán el castillo!

—No es nada fácil de tomar. Pero harán mucho daño, tengo esa corazonada. Cristo se ha manifestado demasiado en estos lugares, y por eso dicen que no hallaremos paz. La bestia se arma con todos sus dientes y todas sus garras porque no le es posible soportar todo lo que en la tierra habla de Dios. A nosotros, en realidad, no puede hacernos nada; pero tengo el corazón en duelo por aquéllos que nos ha confiado el Señor, pues devorará a muchos.

Gentiane dejó caer la cabeza sobre las rodillas de su madre.

—Estoy cansada —repuso—, no me avergüenza decirlo, pues incluso con pesos de veinte libras en las manos y en los pies seguiría caminando. Nos han cortado todos los caminos, incluso el del exilio; hemos llegado a un grado tal de pobreza que donde estamos mejor es en nuestras montañas… más cerca de los lobos, en realidad, que de los hombres.

»Madre, mi hija ha tenido dos niños. El segundo vivió tres meses enteros. Le lloró mucho, pues la carne se agarra por fuerza a su propia carne. Si tiene más hijos, ¿qué haremos? Hasta yo lloro a veces de hambre. Nuestros hijos, a pesar de todo, han servido hasta ahora; pero los señores que nos querían bien se han adherido todos. Preferiría verles muertos que convertidos en salteadores, ¡y vos sabéis que no lo digo por dureza de corazón! La mitad del tiempo vivimos de la caridad de la Iglesia, lo que no es muy decente, pues no somos viejos ni estamos enfermos.

»Sólo ahora he comprendido que la vida de cristiano en esta tierra no puede ser más que ésa: miseria sin fin y sin esperanza, sin propósito y sin salida. Mientras teníamos esperanza no éramos cristianos, sino paganos como los demás. Madre, ya que solamente estamos condenados por nuestra fe, esta condena es justa según las leyes del mundo. Está dicho: "Os perseguirán por mi causa". Eso al menos es seguro, no nos persiguen por nada más.

»He querido hacer cristianos de nuestros hijos, y enseñarles que nada cuenta más que la verdad de Cristo y la Iglesia. Pero ellos se dicen: "Nos armaremos con cuchillos afilados y con lanzas sólidas, y arremeteremos contra los enemigos de Dios". Sólo piensan en eso. Para ellos nuestra vida hambrienta y humillada no es una vida, y yo ni tan sólo tengo fuerzas para decirles: "Es justo que no tengáis otra vida". Porque es justo, madre, pero al mismo tiempo es injusto, ni yo sé cómo explicároslo, pues yo también me quiebro la cabeza en vano.

»Ya que de todos los inocentes ellos son los más inocentes, puros de toda mancilla (aunque a Ricord le bautizamos, pero la culpa es mía), educados en la fe, no conocen otro mal que las debilidades corrientes de la carne. Cristo tuvo piedad de los niños, a quienes no hay que escandalizar, y de los desnudos y de los hambrientos, y de los que están en prisión… De los niños no dijo: "Obligadles a tener todavía más hambre y más frío, y a ir a prisión y a subir a la hoguera". Él no lo dijo, ¿he de decirlo yo?

—Ya no tienen elección —dijo Arsen.

Gentiane permaneció mucho rato sin responder; seguía con los ojos la luminosa danza de señales reanudada más bellamente todavía sobre el tejado del torreón; a juzgar por la amplitud de los focos, debían de hablar con alguien del pueblo, abajo. «Hasta en este lugar de inmensa paz —pensó— no nos dejan más libertad que la de derramar sangre».

—Debería decir: «Dichosos los que nunca han tenido elección». Han crecido forzosamente en la vida buena; por otra parte, no había en ello ni fealdad ni traición. Pero que Dios tenga piedad de los pequeños que le digan un día: «Señor, no hemos golpeado, no hemos buscado, no hemos tenido que vender nuestros bienes para adquirir la perla carísima; todo estaba ya vendido».

»Madre, esta vida agota los corazones como un sol demasiado ardiente seca las plantas. Nuestros corazones llevan mucho tiempo quemados; ya no siento odio por nuestros enemigos, sino un desprecio insaciable como el hambre. Nunca seré una cristiana, y sé que tenemos que ser fieles a Dios sin esperar la salvación, porque nuestros enemigos de este siglo son tales que jamás podremos amarles ni perdonarles.

—No saben lo que hacen —declaró lentamente la anciana—, Olvídate del hombre malvado para no ver más que la fiera feroz que es en realidad; nos entregan a las fieras como hicieron con los cristianos de los primeros tiempos. A fieras más inteligentes y crueles que los leones, pero no más culpables; sólo su amo es culpable. El jefe de estos hombres perdidos, que ellos llaman Domingo, era, dicen, semejante a un perro adiestrado para ladrar muy fuerte y devorar a los cristianos. ¿Puedes despreciar de corazón a un perro? Un animal puede darnos miedo; puede incluso hacernos débiles a causa de ese miedo; pero en sí mismo no es nada. Hay que saber amar su miseria carnal y compadecer al alma perdida que acaso grite de dolor al sentir que mora en un cuerpo de animal.

—¡Ay, yo no tengo vuestro discernimiento, para mí un hombre no será nunca un animal! Madre, quieren enviar un ejército a tomar este castillo y quemar a nuestro obispo y a todos nuestros buenos hombres, y a todas las mujeres cristianas que están aquí, y a vos, madre, a vuestra compañera y a las madres y a las abuelas de tantos amigos nuestros. Y de este castillo quieren apoderarse para mancillar y profanar el lugar donde venimos a rezar, y para burlarse a su manera de nuestra fe. Antes devoraban los cuerpos, ahora devoran los cuerpos con sus almas; y los animales no hacen eso.

—¿Y cuándo tomarán este castillo? ¿Cuántos cristianos no han quemado ya, y entre los más fuertes en palabra y en actos? No tenemos por qué temerles, son ellos quienes nos temen.

—Madre, ¿qué será de nosotros si nos quitan hasta este refugio?

—Está dicho: «Las puertas del infierno no tendrán fuerza sobre ella». La piedra sobre la que se edificó la Iglesia no es, que yo sepa, el peñasco de Montsegur, ni ningún otro peñasco, por fuerte que sea.

—Sí, ya lo sé —dijo Gentiane—. Pero nosotros estamos en la tierra y esa piedra está en el cielo.

Por la mañana, una niebla de blancura resplandeciente cubría el valle, y la montaña surgía de ella, clara y dorada como el primer día de la creación. El castillo recién pintado y rodeado por su débil cinturón de cabañas grises y de estacas semejaba un gigantesco pájaro que hubiera hecho su nido en la punta del peñasco. Sus enormes ventanas brillaban al sol naciente como ojos.

Para no perturbar las oraciones de las santas mujeres, Gentiane y su hija habían descendido hacia el sendero. Abrazada a un pino casi suspendido en la ladera del peñasco, Raymonde miraba abajo; precipicios por todos lados, murallas hechas de pinos y robles, cortados por salientes rocosos, y un mar de niebla al fondo. El sueño había alejado del rostro de la joven toda huella de cansancio y de tristeza; con todo y ser pálida y delgada, ojerosa y de labios agrietados, resplandecía de frescor. Su mirada maravillada parecía descubrir signos mágicos o danzas de hadas entre los juegos de los velos de la niebla en los árboles azules. Raymonde era esbelta como un muchacho y ágil como una cabra; tenía los pies, desnudos, duros y negros, y las trenzas semejantes a dos colas de perro mojadas. Se reía de ello, con su bonita despreocupación de muchacha enamorada y sana que duerme todas las noches entre los brazos de su amado. «Una joven feliz —pensaba Gentiane—. La vida dura es un viento que atiza las llamas del amor». Bernard, casado desde hacía siete años, estaba tan loco por su compañera como el primer día de sus esponsales; nunca había conocido a otra mujer.

Repartidos entre las gruesas piedras en torno al fuego apagado, los jóvenes se disponían a levantar el campamento después de recitar convenientemente sus oraciones; se abrochaban los cinturones, ataban los cordones negros en torno a la pantorrilla y se sacudían la ropa llena de musgo húmedo. Eran unos veinte, todos de la misma sangre o, mejor que eso, hermanos en el mismo amor y en el mismo odio. Algunos llevaban zapatos de cuero fino y polainas nuevas, rojo vivo o violetas o verdes, pero nadie les envidiaba ni despreciaba por ello; el azar había hecho de ellos católicos provisionales, el azar, mañana, podía arrojarles a prisión o a Tierra Santa, o, sencillamente, al gran señorío de los bosques y de las rocas donde sus ropas nuevas tendrían mucho tiempo para desteñirse… No eran como sus padres, ellos no se pasaban el tiempo previendo, esperando o desesperándose. La vida no se acaba con veinte años, les debían el milagro. En tres años el país se había sublevado dos veces, dos veces había faltado muy poco; a la tercera va la vencida, o a la cuarta. El enemigo no era real, el enemigo estaba lejos, en Roma, en París, en Carcasona, en los conventos, en los palacios, en todas partes donde no estaban ellos; y sólo ellos eran reales, ellos y sus amigos. Se creían fuertes como el mundo.

Subían por grupos hacia el castillo, cruzando saludos con los soldados de la torre de vigía que se alzaba en medio de las rocas, rodeada de inmensas estacas muy nuevas, descortezadas hacía tan poco que todavía olían a resina. En esa montaña se respiraba la libertad, se saboreaba en el pan de los buenos hombres, se hallaba en todas las miradas. ¿Quién iba a creer que tomarían nunca aquel lugar? Los perros pueden ladrar, ¡que vengan! Serán bien recibidos.

Bérenger miraba de lejos a sus tres muchachos perdidos entre la multitud de sus compañeros; y aquella mañana no sentía ni lástima ni tristeza… Le invadía la paz severa que subía de las celdas, que parecía hacer palpitar lentamente los corazones de las rocas. «Mis hijos sacrificados, mis hijos rechazados del mundo, excomulgados y proscritos; condenados por todas las justicias de nuestro país. Condenados por nada, condenados por las faltas de sus padres. Nunca les hemos pedido su opinión. Consideradlo, Señor, acaso podía yo decirle a mi hijo: "Ricord, preséntate en el convento de los dominicos de Tolosa para aguardar tu turno entre la muchedumbre, ante la puerta… Ve a decir que siempre has detestado nuestra fe y que quieres obedecer a la Santa Iglesia. ¿Nombres? Mis padres. Tus padres, se burlarán, están lejos, nombra a los que conoces en la ciudad. ¿Muertos? Ya los conocemos, nombra a los vivos. Y no sólo uno o dos, sino diez o veinte o treinta; si no dices bastantes mejor que no vengas, no olvides que no has venido de pleno buen grado, que te han convocado, que te han denunciado como creyente. Tú no te librarás, la prisión perpetua o tantos nombres como queramos exigirte. Tu arrepentimiento no es sincero, eres un perro que vuelve a su vómito".

»¿A eso expondría yo a mis hijos, Señor, como tantos otros han hecho? Si lo hubiera hecho, me los habrían enviado por dos o tres años a Tierra Santa, ya habrían vuelto, estarían en servicio regular en el ejército del conde. Un mal momento que pasa, la humillación se olvida, son jóvenes… No lo pensé, seguía creyendo que nuestro conde sabría protegernos y expulsar a los malditos. Han sido más fuertes que él, helo que se une a ellos para destruir nuestra Iglesia. A nosotros, que le hemos servido a despecho de todo. Despojados, perseguidos, traicionados, nosotros le servimos; no sólo queríamos nuestros bienes, Dios lo sabe, sino el respeto de nuestra fe.

»Nuestro amo legítimo nos traiciona, piensa: "Por su fe maldita mi país se ha perdido". Que Dios le perdone, su padre no habría dicho eso, podría buscar a vasallos más fieles que nosotros hasta el Juicio final. Ahora ya no somos sus vasallos, sino los de vuestra purísima Iglesia, que no os han fallado nunca.

»Es mejor, Señor, que estén a vuestro servicio en lugar de al del conde; es cierto que vos no nos dais caballos, ni cotas de mallas, ni dinero; vuestro servicio es fidelidad y pobreza. Ahí están, investidos con la rica armadura que Jesucristo promete a los que le sirven: sin camisas, con sólo vestido, y aun roto en todas las costuras.

»Los jóvenes discutían entre ellos, con la gravedad de su edad, una gravedad prestada que también parecía romperse bajo una insolente alegría de vivir. Una sangre gozosa corría por sus venas, todo estaba permitido, todo prometido por adelantado, su vida era bastante dura para concederles todos los derechos. Rostros oscurecidos por el sol, cabellos retorcidos por el viento, lavados por la lluvia, mejillas llenas de cortes por las malas navajas; una mirada confiada y dura cuyo fuego haría a cualquiera bajar los ojos.

Hablaban con los soldados de la torre de vigía, muchachos como ellos, nobleza de los bosques, carne de prisión, hermanos en Cristo. Hablaban del asedio. Todo el mundo estaba resignado a lo que pasaba en Carcasona, sabían el día que tendrían que levantar el campamento y evacuar el pueblo de abajo, cuáles serían los caminos practicables y con qué milicias de burgueses se podría contar; no todos los cruzados eran enemigos por fuerza.

Lo que no sabían era lo más importante: el buen emperador Federico iba a levantar un gran ejército y a bajar por el Ródano, pues quería ocupar Provenza y de ahí caer sobre los franceses por la retaguardia. Ese día el conde llamaría otra vez a todos los desterrados y no quedaría ni un dominico en el país, los masacrarían a todos, cada uno podría hacer una capa blanca para su amante con sus hábitos blancos… El papa en su palacio dorado tiembla ante el emperador, pues le ha ultrajado tan gravemente que nunca habrá paz entre ellos.

Abrirían las prisiones, dejarían a los exiliados volver a sus casas, castigarían a todos los traidores.

—No, a todos no. Sólo a los mayores.

—¿Es que tú los conoces?

—No, amigos, no castigarán a nadie; la vergüenza les bastará… Esos días subiremos hasta la puerta del castillo de Montsegur a caballo de cruzados, y regalaremos a nuestro obispo el botín conquistado.

«En realidad no lo creen —pensaba Bérenger—, ¿quién va a creerlo? Tienen la cabeza sobre los hombros. No se lo creen, pero a su edad se quiere que haya justicia en este mundo. Dichosos los hambrientos de justicia. Éstos están hambrientos por ellos, pero no solamente por ellos».

Arsen bendijo a sus hijos antes de la marcha.

—Presiento que no volveremos a vernos —dijo—, pues soy vieja, y nos esperan días difíciles. Tú, hija, la única que me recuerda todavía al compañero que tanto amé, no nos olvides a tu padre y a mí. Pues ya hace muchos años que él murió, y como me llamaba aquel día siento que me sigue llamando; y si, a pesar de mi edad, he de perecer también en el tormento, no sé a qué nombre llamaré junto con el de Dios. Mi débil carne ha amado mucho, y la mirada y la voz de los amados que me han dejado viven en mí como granos en un terrón de tierra. Tú vivirás en mí, hija, mientras me quede una gota de sangre, como tus hermanos muertos, como tus hermanos perdidos por los caminos de la desgracia. El día de mi muerte te llamaré y tú me oirás.

»No sé lo que diré ese día, pero sé que tu padre, en manos de su verdugo, me dijo que no tenía odio, sino solamente amor, amor sin razón, sin fin y sin comienzo. El amor nunca está perdido, nunca es en vano, nunca muere; si he vivido tanto tiempo es para poder decírtelo mejor. Nunca, ni en la tierra ni en el cielo, seremos vencidos si hemos amado hasta el final.

—Pedid a Dios —dijo Gentiane, doblando la rodilla— que nos conceda la gracia de amar así.

Abrazó a Arsen y a su compañera ciega, luego subió hacia el castillo. Le parecía que su madre no moriría nunca, o bien que ya estaba muerta. Las dos cosas eran una, vivía por los siglos de los siglos con su amor inquieto, tembloroso, inmutable y testarudo, su inquebrantable amor semejante al fuego y al agua, su amor demasiado paciente. «Nadie puede nada contra ella. Entonces, ¿por qué me duele tanto el corazón cuando pienso que pueden entregar a las llamas su vieja carne reseca? Me duele tanto que daría mi vida por impedirlo. ¿Cuál es el poder de la carne?».

—Bérenger —repuso—, ¿no dice nuestro Señor, en san Lucas: «Que quien no tenga espada venda sus ropas y compre una espada»?

El hombre se encogió de hombros.

—A nosotros no nos queda nada que vender.

Las armas que le quedaban estaban ocultas en una caverna a cuatro leguas de allí, en un bosque cercano a Chalabre. Yen efecto, era poca cosa.

—Bérenger, cuando los discípulos le mostraron sus espadas, él dijo: «Esto basta». Y sin embargo no bastó; y le dijo a Pedro que volviera a envainar la espada. ¿Qué quería hacer con esas espadas, pues?

—Monseñor Raymond dice que ahí se trataba de las dos espadas espirituales que son fe y caridad, y que era como una parábola.

—No obstante, eran espadas de verdad, Bérenger. Eran demasiado pocas, pero no dijo que las tiraran.

—Tampoco tiraremos nunca las nuestras. Pero tenemos tan pocas que también ellas acaban por convertirse en una especie de parábola, más que ser armas verdaderas.

—Este castillo no se entregará jamás, Bérenger. Incluso en este mundo permite Dios que haya signos visibles que hablen de él. De otro modo, no habría salvación para las almas.

El hombre movió lentamente la cabeza gris.

—No habléis así. Los hijos pueden decir eso, nosotros no. Aunque nos ocurriese una desgracia semejante, Dios no sería más rico ni más pobre.

—¡Pero nosotros, Bérenger, nosotros nos volveríamos más pobres que Job! Dios no permitirá que nos lo quiten.

(El castillo de Montsegur fue tomado un año después. Quemaron a cerca de doscientos herejes investidos, además de a unos veinte creyentes convertidos en el último momento; entre los herejes se encontraban el obispo Bertrand Marty, los diáconos Raymond Aguilher, Raymond de Saint-Martin, Guillaume, Clamens, Pierre Bonnet y un elevado número de cristianos conocidos y desconocidos).