I. TOLOSA

El día había empezado antes del alba en la villa de Tolosa, en una fresca y brumosa noche de septiembre. El día empezaba y la gente de la villa no lo sabía todavía, escuchando, con tapices en las puertas, a los caballeros que desfilaban por las calles; los cascos de los caballos resonaban en el fango y el ruido metálico de las armas ahogaba las voces; en aquellas voces que no hablaban francés sonaban risas y llantos. Se oían gritos en las encrucijadas; en la densa niebla se encendían y apagaban antorchas, relinchaban caballos, golpeaban puertas y ventanas por todas partes como empujadas por corrientes de aire.

¿Quién llega? ¿Qué soldados entran así en la ciudad, como ladrones? No es difícil entrar, las murallas están derribadas, las cadenas quitadas, las casas fuertes echadas abajo, los fosos transformados en caminos de ronda. Entra y sale quien quiere, nada que temer. Nos han saqueado tanto que los ladrones tendrían dificultad en registrar las casas. Los pobres habitan entre los escombros, al aire libre, y encienden fuegos de leña para calentarse, los niños gritan de hambre de la noche a la mañana.

El cielo está gris y la niebla es tan espesa que la villa, el río y los muelles son una gran nube plana de donde emergen las torres; los fuegos palidecen y se apagan, y del vado de Bazacle, en el agua cubierta de bruma, se oyen chapoteos ininterrumpidos, chasquidos, resoplidos, gritos ahogados, pataleos de caballos… Todo el mundo corre a lo largo de las murallas demolidas, llama a las puertas de las casas. ¿Qué nuevas, vecinos? ¿Qué más nos depara la suerte? ¿Quieren incendiar la ciudad de nuevo? Deprisa, los burgueses preparan sus bolsas, las mujeres se cuelgan de los hombros las cunas de mimbre. ¿Hay que quedarse, hay que correr a las iglesias? Después de lo que hemos visto, ¿puede pasar algo aún peor?

Transcurrió todavía un buen rato, y hasta el alba se oyeron caballos recorrer la ciudad entre la niebla, no había modo de ver las banderas; de vez en cuando se elevaba un grito estridente, ahogado de inmediato. Luego, de repente, la villa entera no fue más que clamor.

Todo el mundo corría por las calles, desordenadamente, unos hacia la plaza Saint-Sernin, otros hacia el Capitolio, otros hacia el Garona; los ancianos, en los escalones de las puertas, blandían los puños para abrirse paso, las mujeres corrían, con sus hijos colocados en sus hombros como cántaros de agua. Se oía a los hombres sollozar en voz alta.

—¿Dónde está? ¿Por dónde pasará? ¿Por qué lado? ¡Gracias a Dios nuestros ojos le ven todavía con vida!

Las casas se habían vaciado, puertas abiertas de par en par, comida olvidada en el fuego, mesas abandonadas en plena comida.

Gentiane caminaba con las mujeres de su casa y las damas de Miraval, que ahora se hospedaban con ella, pues su mansión había sido demolida. Decían:

—Está en el Capitolio.

Entre la multitud no se veía nada, todos avanzaban. Los muchachos se encaramaban a las torrecillas y a los tejados para ver izarse en las plazas las banderas del conde.

Gentiane estrechaba entre sus brazos a su hijo que, asustado por el ruido de la muchedumbre, se aferraba al cuello de ella con sus manitas; pesaba, ya tenía dieciocho meses, pero un día como aquél la madre no había querido dejarlo con la nodriza. Estaba como ebria, un fuerte grito seguía resonando en su cabeza: «¡El conde está aquí!». El sol en plena noche, flores de mayo en pleno invierno, el salvador que vuelve con los suyos, que recupera su herencia robada. «Ahora se ve que ha mantenido su promesa, que a pesar de la Iglesia y los reyes viene a liberarnos». «Nuestro señor natural está entre nosotros, en las barbas de los franceses ha podido retomar su ciudad, nuestros hombres no han faltado a su promesa». El caballo del viejo conde Raymond tardó más de una hora en recorrer el camino entre el Capitolio y Saint-Sernin, la muchedumbre era tan densa que le bamboleaban como una canoa en un mar encrespado; los caballeros y los barones de su séquito no se atrevían a apartar al pueblo, avanzaban, con los brazos en alto, los rostros descubiertos, riendo también ellos, y llorando. De calle en calle aumentaba el clamor; y empujado por todas partes el conde sólo podía detenerse, extender las manos; de sus estribos, de sus ropas, a sus pies, de los arreos de su caballo, hombres y mujeres suspendidos, colgados, no lo dejaban más que para ceder el sitio a otros. Nunca se besaron con tanto fervor reliquias de santos o de la Virgen. Enarbolaban a los niños hacia sus manos, hacia sus guantes de marta cebellina bordados de oro. Con sólo que levantara los ojos, que volviera la cabeza, los gritos se duplicaban como si cada uno de sus movimientos hubiera sido una gracia de Dios. Hasta la noche hubo fiesta por las calles, la fiesta sangrienta de los días únicos en que el miedo se olvida… Los soldados descansaban en las casas y saboreaban el vino del regreso, mientras que obreros y burgueses, mujeres y adolescentes se armaban de martillos y de horcas. Arrastraban por las calles los cadáveres de los franceses y los niños les tiraban piedras. Quemaban banderas en las plazas, hombres con los rostros radiantes de felicidad registraban las casas, hacha en mano.

Delante del Capitolio engalanado e iluminado con antorchas, las mujeres del pueblo bailaban en corro al son de los clarines, unas blandiendo un traje de cruzado, otras alabardas; los burgueses hacían correr por las plazas sus últimas barricas de vino. En las casas ricas, las mujeres encendían cirios como en Navidad, todo soldado era un invitado de honor ese día, ya fuese pariente, amigo o extraño.

De los franceses que no habían tenido tiempo de encerrarse en el castillo no había quedado uno con vida. Por las calles engalanadas e iluminadas por antorchas, los caballeros que volvían a sus barrios tropezaban con cadáveres mutilados.

En la casa junto a la Daurade, Gentiane d’Aspremont ya no tenía tapices, ni vajillas, ni candelabros, ni pieles; paredes y mesas estaban vacías, apenas había podido recoger la vajilla de roble y las copas de estaño. De la bodega habían traído odres de vino verde, jamón magro y el último pato ahumado, la comida era modesta pero nadie se preocupaba de ello, y además no tenían hambre. Hablaban despabilando las candelas de jabón enderezadas sobre vasijas de barro.

La señora de Miraval celebraba el regreso de su hijo, que le habían traído dos caballeros catalanes, sus compañeros de armas; ya no tenía su casa y casi la olvidaba, ya no tenía su belleza (en dos años se había convertido en una anciana) y también la olvidaba; entre sus dos trenzas rubias su rostro marchito irradiaba de orgullo. Todo el mundo se quedaba en casa aquella noche, y nadie pensaba en dormir. La copa daba la vuelta a la sala, estallaban risas, todos acechaban por las ventanas, bajaban a la calle, para ver humos rosas que se elevaban aquí y allá hacia el cielo por detrás de los tejados; por la parte del castillo narbonense todavía luchaban. De las casas iluminadas, con las ventanas abiertas, salían cantos; algunos caballeros aislados pasaban por la encrucijada de la iglesia, algunos burgueses erraban por las calles, llamando a las puertas, buscando a los amigos, pidiendo noticias.

Gentiane, sentada junto a la gran chimenea, con la cuna de su hijo a los pies, escuchaba los relatos del caballero de Miraval y de sus amigos catalanes, y vibraba a cada ruido del exterior. La cabeza le daba vueltas, había perdido la costumbre de beber vino; se sentía tan brutalmente precipitada a una vida nueva que no reconocía ni su propia voz. Aquel día había visto sangre y fuego; en su cabeza resonaba el fuerte grito de alegría que tapaba las risas, cantos, estertores y llantos. «¡El conde está aquí! ¡El conde ha vuelto!». —Durante horas había errado por la ciudad, los brazos doloridos a causa del niño que cada vez pesaba más; su hijo de pequeños bucles negros, con un vestido rojo bordado con plata. Lo había izado hasta la mano del conde, lo había levantado por el aire al paso de los pendones de Foix, las banderas del Comminges, y del Rosellón, del Tolosano y del Carcassés; lo había blandido como una bandera para que bendijera con sus manitas a los que venían a devolver el honor a la villa. Lo había levantado por encima de los cadáveres de los hombres derribados con el hacha en las esquinas de las calles, le había mostrado el Capitolio iluminado por mil antorchas, le había hecho besar las columnas de la iglesia delante de la cual el conde había ido a rezar. «Tú no recordarás esto, mi primogénito, pero tus ojos lo habrán visto, cuando seas mayor te lo recordaré, que hay un Dios en este mundo y que nuestros muertos serán vengados; ¡y que en este día nuestra ciudad ha hecho el juramento de resistir hasta el último hombre, hasta la última mujer y hasta el último niño!». —Ahora el hombrecito dormía en su cuna, tan agotado que ni luces, ni gritos conseguían perturbar su sueño. Tenía un rostro rosado, luminoso como una gran flor, con las pequeñas medias lunas negras de las pestañas y las cejas. Seguía vestido con el traje rojo que su madre no se había atrevido a quitarle. Se parecía mucho a su padre; Gentiane se preguntaba con frecuencia cómo había podido el cuerpo de ella formar aquella carne extraña; había bastado con un solo abrazo, era el hombre que revivía a través de ella, con su mirada, su sonrisa, el trazo de los orificios de su nariz… El niño se había tenido que llamar Ricord, pero ella se sentía tentada sin cesar de llamarle Bérenger.

Bérenger d’Aspremont estaba en la ciudad, había hecho saber a su mujer por uno de sus escuderos que no llegaría a casa antes del alba, que no le esperasen. «¿Le habré visto? —pensaba ella—, ¿me habrá visto él?». Había tenido que desfilar por las calles como los demás, riendo como los demás y gritando: «¡Tolosa! ¡Jesucristo!». Otras mujeres habían aplaudido a su paso y levantado a sus niños por el aire, aquel día no había maridos ni mujeres, ni amantes ni dueños; un solo amante, el conde, una sola dama, Tolosa. Los hombres que, en la niebla, habían engañado al enemigo y franqueado el Garona llevaban todos el nombre de Tolosa escrito en sus corazones en letras de sangre.

Gentiane suplicó a sus huéspedes y a sus parientes que subieran a las alcobas a descansar, y se quedó sola en la sala con dos criadas; los mozos montaban guardia en la puerta por temor a los vagabundos. Las velas morían. Gentiane buscó otras, mandó llenar de agua el calderón suspendido sobre las brasas y preparar cántaros de agua fría, camisas limpias y ropa de lana; había vaciado sus cofres y temblaba por que Bérenger no llevase una compañía demasiado numerosa, los pocos bienes que le quedaban los había compartido ya con la señora de Miraval. «Volveremos a ganar diez y cien veces más —decía doña Alfaïs—, Y aunque debiéramos perderlo todo, vale la pena». Ella también había perdido tanto que no le quedaba ni un caballo ni una gargantilla de oro.

—«¿Saben nuestros hombres cómo nos han arruinado? Hemos tenido que venderlo todo, aún puedo dar gracias por conservar mi casa».

De pie, con el rostro pegado a la reja de la ventana, Gentiane luchaba contra el sueño; al levantar la vista podía ver los aguilones de los tejados y las veletas recortarse contra el cielo. A lo lejos, sonaban clarines. Unos caballeros que venían del lado de la iglesia avanzaban al trote, se oían los cascos de los caballos y un repiqueteo metálico; media docena de hombres, tal vez más. Se detuvieron delante de la casa.

—¡Por Tolosa y por Jesucristo! Aquí Bérenger d’Aspremont y los suyos. ¡Abrid, amigos, no tengáis miedo!

Los mozos descorrieron a toda prisa los pesados cerrojos de hierro y se apresuraron a coger los caballos. Bérenger entró en la sala con la capa echada por encima de una corta cota de mallas y el casco bajo el brazo. Tenía el rostro azorado de fatiga, los cabellos pegados a las sienes, los ojos radiantes de alegría.

Gentiane dio un paso adelante y se envolvió en su manto de paño verde para ocultar su viejo vestido, usado y manchado.

—Dios ha escuchado nuestros rezos —dijo con voz ronca por la emoción—. Sed bienvenido a vuestra casa.

De dos pasos Bérenger se plantó ante ella y dobló la rodilla, dejando el casco a sus pies.

—¡Vuestro servidor puede por fin presentaros su homenaje, señora! ¿Os dignaréis ahora a aceptarme como vuestro leal amante?

—Ay, Bérenguer —exclamó la joven—, ¿por qué habláis de amor cuando hay tanta plenitud en nuestros corazones? Os espero aquí para serviros, no para recibir homenajes.

Los escuderos y los soldados acudieron a saludar a la dama y se instalaron a la mesa tras una breve oración. Estaban alegres, pero extenuados, y ni siquiera tenían fuerzas para cambiarse de ropa.

—Han intentado recobrar el dominio de la villa —explicó Bérenger—, ha habido que rechazarlos y montar la guardia en torno al castillo. No se arriesgarán otra vez, a menos que les envíen refuerzos, pero de todas formas no será para mañana. —Paseó la mirada por las paredes con aire consternado—. ¡Os lo han quitado todo! ¡Ahora es una casa de pobre!

—Todo no —dijo Gentiane—, Venid a ver. —Le hizo acercarse a la cuna—. Mirad, ¿no es mejor que el oro y la plata?

Él se había quedado pálido.

—Sabéis —murmuró vacilante— que no me atrevía a hablaros de él por miedo a que…

Estaba demasiado conmovido para continuar, se inclinó vivamente para coger al bebé en brazos.

—Está cansado —dijo la madre—, dejadle dormir.

Bérenger se detuvo en seco y retrocedió dos pasos, contemplando al niño de lejos, encantado y grave.

—No pensaba que pudiera ser tan hermoso —dijo a media voz—. No me lo habíais descrito tan hermoso.

Los soldados se echaron en el suelo y en los bancos, repentinamente borrachos, olvidando hasta la presencia de la dueña de la casa.

—Los pobres chicos han hecho una guardia muy larga hoy —les excusó Bérenger—, puesto que la condesa de Montfort entiende como un hombre de mandar soldados; no hay nada que hacer para tomar el castillo, con los nuevos fosos que han cavado alrededor… Todavía son capaces de intentar una huida.

—¡Bah! Harán que les maten.

Bérenger se paseaba de un lado a otro entre la mesa y la chimenea.

—La bestia no está derrotada aún, y el nuevo papa no vale mucho más que el antiguo. A los ojos de los reyes y del emperador somos rebeldes, nuestro conde el primero. ¿Qué os sucederá, si algún día los franceses retoman la ciudad?

—En vida nuestra no la retomarán, Bérenger. Somos más de cincuenta mil hombres y mujeres para ayudaros. Lucharemos por las calles y en las casas. Ya lo hemos hecho, sabemos lo que es.

—Hemos actuado como un loco que se arma con dos cotas de mallas —se lamentó el hombre con amargura—, coge un escudo de diez pies y se deja la cabeza descubierta; nos fuimos a luchar dejando nuestra ciudad expuesta a los depredadores. ¡Que Dios les devuelva en el otro mundo lo que os han hecho sufrir! Ahora ha terminado, nuestro hijo podrá dormir en su cuna como duerme hoy. ¡Qué valor habéis tenido, al llamarle Ricord! Yo no me hubiera atrevido:

—¿Por qué? Quiero que tenga el corazón de mi padre. En cuanto al destino, no nos corresponde a nosotros escogerlo.

Pensativos y graves, los dos esposos se miraron, se interrogaron con los ojos; había muchas cosas que no se atrevían a decirse. Por fin, Bérenger cogió la mano de su mujer.

—No quiero que llevéis más anillo que el mío —dijo, no sin vacilación.

—¿Y qué hubierais dicho —preguntó ella— si llevase otro anillo?

—Por Dios, señora, no me atormentéis, no me ha sido fácil dejar mi servicio de guardia ante el castillo, al alba tengo que volver. He sufrido demasiado de celos, durante más de dos años sin veros. Ya sabéis por qué motivo he venido a vos, sabéis que un hombre no puede hablar de amor sin saber si el camino está libre.

—No es culpa vuestra —repuso Gentiane, con cierta tristeza— si los cruzados no me han tomado a la fuerza. El camino está todo lo libre que podría estar. ¿No había prometido que os esperaría? He mandado preparar vuestra cama en nuestra alcoba de forma, Dios lo sabe, que podáis olvidar que los franceses nos lo han quitado todo. No debo negaros nada en un día como éste.

Él se inclinó hacia ella, parecía de pronto aquejado por la fiebre, las mejillas encendidas, los ojos demasiado brillantes.

—Tenía miedo de venir, me consumía tanto por vos… ¡En dos años ninguna mujer me ha hecho olvidar vuestro rostro! Lo habría dado todo por saber que deseabais verme acostado a vuestro lado, en vuestro lecho; y que me recibiríais como a un amante y no como a un hombre que vuelve de cazar para encontrar una buena comida en la mesa… ¡Tengo tan poco rato para estar con vos esta noche!

—Ordenaré que os preparen un baño y ropas nuevas —dijo ella.

—No, señora, he hecho la promesa de no acostarme con ninguna mujer más que con la cota de mallas, hasta que echemos a los franceses de nuestra villa.

Gentiane pensó que era dulce magullarse los brazos desnudos y el pecho desnudo contra una camisa de hierro, y que la aplastara y la moliera y la hiriera, y devolver mordisco por mordisco y beso por beso. «Felicidad robada, felicidad de guerra, mientras no nos liberen no conoceremos otra». Aquella breve noche había conocido la felicidad de amor sin pensar en defenderse de ella, todo estaba permitido a partir de ahora, a causa de los sufrimientos pasados y de los sufrimientos por venir. «Me queda mucho tiempo para temblar por el cuerpo de mi amante, de mi marido, que me escribía: "¡Que no os vuelva a ver, que no vea a mi hijo mientras nuestro señor siga exiliado de la ciudad!".»

¿Es de día, es de noche? Sobre las cortinas de la cama la sombra de la cabeza del hombre vacila y se ennegrece, el día rosado entra por la ventanita e ilumina las mallas grises de la camisa de hierro y el pesado cuello de cuero empapado de sudor.

—¿Qué importa que la casa sea pobre, si os tengo, amada?… Volveremos a conseguir cien veces más.

—Ya lo hemos conseguido todo, Bérenger, no dejaremos que nos humillen más.

—Si hemos concebido un hijo esta noche quiero que sea una niña, para que tenga vuestro rostro y vuestros ojos.

—La llamaremos Tolosana.

—La llamaremos Felicidad.

—La llamaremos Honor.

—La llamaremos Raymonde.

—Bérenger, ahora soy vuestra amante, prometedme que no pensaréis más en otras mujeres.

Él no oyó nada más, se había dormido de pronto. Cansada y maravillada ante el extraño sentimiento de ternura que la invadía, Gentiane oyó como en sueños ruidos de cabalgada, sonidos de trompetas, gritos. El sol le quemaba los ojos, se vio envuelta en un gran vestido de fuego rojo; no estaba acostumbrada a despertarse a pleno día. El delirio no había acabado, estaba comenzando. Comenzaría de nuevo todos los días. Todos los días correrían al Capitolio, recibirían a los soldados, aguardarían la llegada del ejército enemigo, levantarían barricadas, cavarían escudos… Se amarían entre dos velas de armas. Mirarían los pendones del conde flotar sobre los tejados y las iglesias.

«¡Cómo duerme! —pensaba—. La casa podría derrumbarse y no se despertaría. Profundamente sosegado, como un muerto. ¡Ay! Todos nuestros muertos han resucitado en este día, ahora están a nuestro lado. ¿Tendré piedad de su bello rostro dormido, le dejaré en paz? Es un soldado. Si tiene que tomar el relevo, no es una buena excusa decir que se ha quedado dormido junto a su mujer. Las noches sin sueño no han acabado».

* * *

Una batalla que dura semanas y meses; cuando toda una ciudad pelea a muerte, es muy posible que dure años, ¿qué puede un soldado extranjero contra personas instaladas en la guerra como en una casa tranquila? Personas que, día y noche, excavan fosos, vigilan desde las murallas, derriban las casas para construir torres y máquinas.

Poe el Carona y por los caminos, llegan tantos soldados, tanto trigo y ganado y forraje, que jamás ciudad arruinada estuvo tan poblada ni mejor nutrida. Es necesario, el asedio es tan duro que algunos días los cadáveres vuelan por decenas a los fosos como nueces bajo la vara, las piedras golpean las paredes de madera, las torres arden, las flechas caen como granizo. No hay prisioneros; las cabezas cortadas, lanzadas como balas de cañón, van a estrellarse contra las paredes de las casas.

La guerra se ha convertido en el pan de cada día y en el oficio de todos, y en la fiesta y la oración y el juego. Los chiquillos se pasan el tiempo ejercitándose con el tirachinas y construyendo arcos, los sacerdotes se pasean con la pala en la mano, todos los hombres se han hecho albañiles y carpinteros, las mujeres ya no tienen tiempo de tejer ni de coser, transformadas en cantineras, en sepultureras, remendando cotas de mallas. Llega la primavera, llega el verano, llega otro invierno y otra primavera, el corazón no se cansa de esta vida, está tan ahíto de sangre y de esperanza que olvida que haya existido nunca otra vida.

En primavera, la llanura en torno a Tolosa se cubre de tiendas blancas, de carros y de caballos. El papa promete a todos la salvación por destruirnos, por destruir a unas personas que creen en Jesucristo y en su Madre y en Dios; y esta vez su engaño y su traición no les servirán de nada. No obtendrán la salvación. Pues Jesucristo nunca dijo que obispo ni papa pudieran hacer del robo una obra pía y del saqueo una buena acción.

Al día siguiente de Pentecostés, se encendieron fuegos por la ciudad, en las plazas, en las encrucijadas y delante de las iglesias; las murallas estaban cubiertas de ellos, leños en llamas volaban por encima de los fosos, hacia el campo enemigo, también iluminado; en la clara noche la llanura estaba completamente cubierta de hogueras. Sobre las murallas, delante del castillo narbonés, los cantos impedían oír los gritos; mientras suena la llamada, ya arrastran, en medio de la alegría y los corros, a los heridos y los prisioneros. Encima de las murallas y en los fosos luchan con hachas; algunos hombres, con las ropas en llamas, ruedan por el suelo bajo una lluvia de piedras y troncos.

Aquella noche quemaron vivos a tres prisioneros en la plaza del Capitolio. También aquella noche, llevaron al caballero Bérenger d’Aspremont a su casa, herido de un hachazo en el hombro, con el rostro y el brazo izquierdo desollados por el fuego. Su mujer estaba en las murallas, donde se ocupaba de las cocinas para los soldados encargados de los cañones. Fue doña Alfaïs quien dio los primeros auxilios al herido; empezaba a entender de aquello, la casa se había transformado prácticamente en hospital.

—Tened ánimo, primo —dijo—. Creo que no perderéis los ojos.

El herido sufría demasiado por las quemaduras para hablar. Por la mañana, hubo un nuevo asalto, los heraldos gritaban por las calles: «¡Por orden del conde: todos los de la caballería de Tolosa a la puerta Narbonesa! ¡Todos los navarros a la puerta Narbonesa!». Junto a las murallas, las mujeres, dispuestas en hileras, se pasaban los cubos de aceite y de agua hirviendo.

Gentiane, de pie junto a una de las calderas, vigilando el fuego, arrojaba pedazos de viga y tablas que le llevaban los niños hasta las murallas. Su rostro ardía a causa del calor y de la noche sin sueño que acababa de pasar; se vio obligada a apoyarse en el pilar de madera de la torre de tiro. Pensó: «Es terrible, desde aquí no se ve nada, se oye un estruendo y ya está. Han empezado con las balas de cañón». En aquel momento, uno de los que servían en la torre, alcanzado en la cabeza, cayó casi sobre ella desde una altura de diez pies. Se agachó sobre él; no había nada que hacer, tenía el cráneo partido. Ni siquiera tuvo tiempo para gritar.

—¡Eh! Alguien de abajo para pasar las balas.

Gentiane se anudó por encima de las rodillas el faldón del vestido y se encaramó por las escaleras.

—¿Una mujer? —se asombró el capitán que mandaba en la torre—. Bueno, para dar las balas, pase, no son demasiado pesadas. ¡Pero no os retraséis, por el amor de Dios! Esto quema.

El andamiaje de tablas y vigas crujía con los golpes de las balas que disparaban con tanta frecuencia que apenas tenían tiempo de cargar los cañones de piedras, y resultaba difícil apuntar.

—¡Eh, tú, muñeca, baja la cabeza! ¡Por aquí, pásame uno, apártate, por Dios!

Hacia el mediodía los disparos cesaron; Gentiane, aturdida, febril, bajó de la torre de madera diciendo:

—¡Por fin podré irme a dormir!

Junto a la muralla encontró a una de sus criadas que corría con aire descompuesto y parecía buscar a alguien.

—¿Qué ocurre, Ferrande? —inquirió—, ¿Malas noticias de tu padre?

—¡No, gracias a Dios, señora! De mi padre no. Os buscaba a vos, señora.

—Dímelo todo, no tengo miedo.

—Han herido al señor Bérenger esta noche. No temáis, no morirá, pero tampoco está en muy buen estado.

Gentiane sintió que la cabeza le daba vueltas, pero por orgullo rechazó suavemente a la muchacha, que ya se precipitaba para sostenerla.

—Es el destino de todas nosotras, Ferrande. ¿No hemos visto caer ya a tantos hombres que eran como nuestros maridos y nuestros hermanos?

Echó a correr, sujetándose a la cabeza el pañuelo que se le caía obstinadamente de lado, dejando sus cabellos al descubierto. Nunca un trayecto se le había hecho tan largo.

Al cabo de ocho días, Bérenger empezó a tomar conciencia de lo que le rodeaba, pues las quemaduras ya no le hacían sufrir tanto. Pero su estado era bastante grave, tenía fiebre y apenas podía comer. Suplicó a Gentiane que no permaneciera a su lado, pues un herido nunca es agradable, y ella tenía que cuidarse a causa del niño que esperaba… ya había perdido uno durante el embarazo, tres meses antes.

—¿Quién se cuida ahora, más que los locos? ¿Qué importa un herido más?

—Me atrevo a esperar que yo no sea un herido como los demás para vos. Al quedaros aquí, os torturáis el corazón.

Con todo, se quedó. No sabía por qué, él estaba más bien irritado, no le gustaba que ella le viera sufrir.

Nunca hasta entonces había conocido Gentiane el cansancio y el miedo. Ahora pensaba: «Si muere, me quedaré sola». El hijo que tenía de él estaba allí, a su lado, y al mirarlo sentía un terrible frío en el corazón, como si ese niño estuviera amenazado de perder la mitad de su vida.

—Bérenger —dijo—, Bérenger, si no os curáis me dejaré matar el mismo día.

—Vamos —contestó él—, un hombre más o menos, ¿acaso importa ahora? Si pudiéramos estar seguros de tenerles.

Diez días después de Pentecostés, hizo llamar junto a su lecho a sus hermanas, a su tío, a doña Alfaïs y a Gentiane, y declaró que estaba resuelto a pedir el bautismo. No es que se creyera moribundo, pero no quería correr riesgos. La fiebre le atormentaba tanto que, a veces, tenía miedo de perder conciencia de sus actos. Por respeto a la costumbre y por lealtad a su señor, se había dejado arrastrar a menudo a la práctica de una falsa religión, y con más fervor del que debía; y, debilitado por la enfermedad como estaba, no podía soportar la vida a menos de saberse purificado.

Las mujeres se echaron a llorar, opinando que no había que pensar en aquellas cosas. Pero Gentiane dijo:

—Hay que hacer como desea —y dio la orden de preparar la alcoba y de llevar antorchas.

—¿Cómo podéis? —le reprochó una de las hermanas de Bérenger—. Es como prepararle ya la mortaja.

—No, señora, es darle la vida. La del cuerpo no está en nuestro poder.

Libre de vendas, Bérenger tenía un aspecto más bien siniestro, con la cara abigarrada de costras negras y rojas y el cráneo pelado. Los ojos no habían sufrido; la mirada era quizás excesivamente brillante, pero lúcida. Su mujer, silenciosa y sosegada, preparaba las pañoletas blancas y los aguamaniles para la ceremonia.

Él había pedido que les dejaran a solas; ahora le parecía que ella sólo se ocupaba de arreglar la alcoba por miedo a mirarle.

—¿Os avergüenza mi cara? —quiso saber.

Ella se volvió, con las mejillas encendidas.

—¡Nunca la he encontrado más bonita!

Él esbozó una sonrisa un poco triste, pero confiada.

—Yo sé que no habéis consentido a lo que os pedía por dureza de corazón.

—No —dijo ella—. Es porque sé que es el deseo de Dios.

—Por eso os estimo más que a ninguna otra criatura —declaró él—. Coged este cofre que tengo a la cabecera, dentro está mi testamento. Leedlo para ver si os conviene. Si hay cosas que no os plazcan, las haré cambiar. Lo mandé escribir hace dos años, cuando me enteré del nacimiento de Ricord.

Bérenger d’Aspremont legaba en testamento la totalidad de los bienes que le habían pertenecido, y que se le devolverían cuando expulsaran a los franceses del país a su hijo legítimo, Ricord, nacido de la noble Gentiane de Montgeil, bajo reserva de los derechos del conde; la citada Gentiane disponía de todo a su voluntad hasta la mayoría de edad de su hijo, salvo si se volvía a casar, en cuyo caso la tutela sería compartida entre la madre e Imbert d’Aspremont, tío del testador. Sobre lo cual la citada Gentiane de Montgeil se comprometía solemnemente a indemnizar, ya en dinero ya en bienes, a las personas a las cuales el testador había causado un daño corporal y que había descuidado de resarcir a resultas de su ausencia del país (seguía la lista de nombres); a mantener a tres pobres en la casa de los herejes de Tolosa; a ocuparse de la subsistencia de los hijos naturales del testador (dos hijos y una hija) y a establecerlos decentemente cuando llegaran a la mayoría de edad; a celebrar cada año, en Pascua, una fiesta a la cual estarían invitadas todas las personas nobles o libres que dependieran de las propiedades administradas por la familia d’Aspremont, etcétera.

—Doy por descontado —dijo Bérenger— que os comprometéis a entregar a la Iglesia el valor de la cuarta parte de mis bienes, en sueldos tolosanos; para ello habrá que vender mi tierra de Belvèse, a reserva de los derechos del conde. Ya sé que a esto se le llama descuartizar al animal antes de cazarlo, tal vez haya que esperar dos o tres años para la restitución de mis bienes… De todas formas, servirán primero a los tolosanos.

Gentiane se dijo que nunca le había amado tanto, hablaba de la victoria con tanta certidumbre y tranquilidad que podría creerse que era cosa hecha. Pensó que era bonito disponer así, con todos los detalles, de un bien que uno no posee.

—¿Tenéis algo más que decirme? —preguntó—, Al teneros tanto rato para mí sola, ofendo a vuestra familia.

Él clavó en ella una mirada ardiente y pensativa.

—En vuestra juventud —repuso—, deseasteis mucho tiempo el amor de Dios. Yo ahora lo deseo a causa del sufrimiento de mi cuerpo, y no por libre elección de mi voluntad. Pero quiero que sepáis que hay en ello un deseo sincero, y que promete darlo todo el día en que ya no le queda nada que perder.

—Si os curáis —dijo ella—, ¿renunciaréis a llevar las armas?

—No creo que tenga derecho. Pero haré lo posible por llevar por lo demás una vida cristiana.

—Bérenger, no habremos tenido tiempo de amarnos, —arguyó ella.

—Yo os he amado como he podido. Estos días he pensado tanto en mis pecados que me he dado cuenta de que no soy mejor que una rata aplastada por una rueda de carro.

—Esta noche será vuestra fiesta —dijo Gentiane— y un gran honor para nuestra casa.

La ceremonia fue muy solemne, pues Bérenger d’Aspremont tenía numerosos parientes y amigos en la ciudad; había gente como para una boda en la gran sala del vestíbulo, el patio estaba tan lleno de caballos que apenas se podía cruzar.

En el cuarto del herido, a pesar de las ventanas abiertas, costaba respirar a causa de los cirios y del elevado número de asistentes; habría unas cincuenta personas, contando los niños. Los dos buenos hombres tuvieron el espacio justo para lavarse las manos. Al enfermo, vestido con ropa nueva y un jubón rojo atado por encima de su camisa blanca, lo sostenía su tío, porque quería a toda costa estar arrodillado; su cabeza desollada, temblorosa, tendida hacia delante, no inspiraba piedad, la mirada que ardía bajo los párpados hinchados era solemne; parecía beber con avidez las palabras que salían de la boca del hombre de negro. Repetía la oración con voz un tanto entrecortada, pero sin vacilación. Cuando le posaron el libro en la cabeza, rechazó los brazos que le sostenían y se levantó.

Más tarde diría que en aquel momento había notado que se le cerraban las heridas por dentro y que le bajaba la fiebre; un dolor vivo lo había sacudido como si toda la piel se le desgarrase. Cuando le echaron de nuevo en el lecho para responder a las felicitaciones de los suyos, permaneció mucho rato postrado, sin poder decir una palabra, los ojos muy abiertos, los labios apretados en una sonrisa que recordaba la de los muertos.

Los dos buenos hombres se inclinaron ante el nuevo cristiano y pidieron permiso para retirarse, tenían otros moribundos a quienes visitar aquella noche.

—¿Nos haréis la ofensa de no pasar la noche bajo nuestro techo? —dijo doña Alfaïs.

—No veáis desprecio en ello, hija, no somos lo bastante numerosos para todos los heridos de estos días. Tantos de los nuestros han tenido que abandonar la ciudad que apenas somos veinte en total y para todos, de los cuales tres están tan enfermos que no se mueven de la cama.

Los dos hombres, de ordenación reciente, todavía jóvenes pero extenuados, terriblemente delgados, se envolvieron en las capas marrones que ocultaban sus hábitos negros. En la villa asediada no faltaban soldados españoles capaces de sentirse ofendidos por la vista de los herejes; aquellos soldados exigían el sacerdote, la cruz y el cáliz. Por otro lado, mucha gente del país reclamaba la asistencia de sacerdotes católicos a despecho de lo prohibido. Algunos llamaban tanto al sacerdote como a los buenos hombres, la vida se hacía tan dura que ya no había bastantes santos en el cielo, ni bastantes reliquias ni plegarias ni cirios por quemar. Las campanas sonaban, en la Daurade, y en Saint-Etienne, y en Saint-Sernin, y el conde hacía llevar en procesión las imágenes de la Virgen y de los santos mártires.

A plena noche, clarines y tambores tocaron a llamada, un nuevo asalto por el lado del puente viejo y del suburbio. Los caballeros que asisten a la ordenación de su compañero corren a sus caballos, llaman a sus hombres; no necesitan vestirse, vienen de la muralla, tal como iban, en cotas de mallas y polainas de acero. Desde que esos perros han retomado el suburbio de Saint-Cyprien, ni una noche ni un día de paz.

En la sala engalanada para la fiesta, las mujeres, silenciosas, excitadas, se esforzaban por no demostrar una emoción inconveniente. Aquella noche, Dios había visitado la casa, uno de los suyos se había entregado a Jesucristo. Ahora, la paz de Dios se deshacía en el tumulto, en el estruendo de las balas de cañón, las cabalgatas nocturnas y los gritos de guerra. El viejo puente estaba tan cerca que al salir a la calle se podía ver el humo de las máquinas incendiadas y oír los gritos:

—¡Montfort! ¡Montfort! ¡Dios está con nosotros!

Gentiane subió a la alcoba del herido. Le habían dejado solo para no turbar la profunda paz en que se encontraba; los cirios seguían encendidos y la cama resplandecía blancura. Ay, ¿querrá Dios entregarlo ahora, con el alma nueva y brillante como el lucero de la aurora?

—Bérenger, Bérenger, ¿estáis todavía aquí?

Inmóvil, con la cabeza echada hacia atrás, el enfermo escuchaba los ruidos que le llegaban por la ventana abierta.

—Luchan delante del puente —dijo.

—Querido, ¿es el momento de pensar en ellos? ¡Son tan pobres esas cosas al lado de lo que acaba de cumplirse en vos!

—No. Dios me devuelve la vida para luchar —respondió Bérenger.

—¿Cómo os lo ha revelado?

—Lo sé. No deis mis armas a nadie. Pronto las retomaré.

En pie junto al lecho, Gentiane contempló aquel cuerpo ya santificado y por el cual había conocido los placeres y las angustias del pecado. «¡Ay, el amor carnal con el que me quería se ha acabado para siempre, su belleza está destruida, su cuerpo se ha vuelto demasiado puro para que me atreva a tocarlo! Más piedad para los amores terrenales, el amor que nos quema a todos ahora es demasiado mortal». Se arrodilló lentamente delante de la cama, luego bajó, cogió su capa y salió a la calle.

Hasta el alba estuvo en la muralla entre los soldados, llevando piedras, recogiendo las armas caídas, gritando con los demás: ¡Tolosa y Jesucristo! En diez ocasiones una flecha le pasó tan cerca del rostro que había sentido el silbido frío en sus mejillas, y se sorprendía de seguir con cabeza. Inclinada sobre "el parapeto de madera, medio derribado por las balas de cañón, miraba el infierno: hombres con cascos y cruces rojas sobre el pecho subían por las escalerillas apoyadas contra la muralla; caballos destripados se precipitaban a los fosos; llamas en el puente, un hormigueo de cuerpos ensangrentados, gritando, abajo, muy cerca de ella, a unos diez pies… Desordenadamente, los nuestros y los suyos, les caen encima tizones en llamas, las escaleras se vencen hacia atrás, arrastran a una cadena de cuerpos vivos que vuelan hasta estrellarse sobre otros cuerpos.

«¡Sí, gloria a Dios! Nunca serán más fuertes, resistimos tan bien que no tomarán ni una pulgada de la ciudad; nuestra sangre es más fuerte que la suya, ellos nos han forjado corazones de fuego y hierro».

—Ven, mujer valiente, ayúdame a arrastrar esas piedras, estoy herido. Esto se calienta junto a la puerta.

El soldado cayó. Gentiane tiró de la rejilla cargada de piedras, esquivando cuerpos de heridos y muertos. En pie sobre las vigas que oscilaban, lanzaba las piedras abajo, las blandía por encima de su cabeza como el verdugo blande el hacha. Nadie decía: «Está loca», todos estaban locos. La viga cedió, la joven tuvo el tiempo justo de saltar hacia atrás. Sabía que ya no tenía cuerpo; y que estaba en el cuerpo de todos aquellos hombres que, al pie de la muralla, hundían sus espadas y sus lanzas en la carne humana.

—¡Ha acabado! ¡Gracias a Dios! Se baten en retirada.

Un clamor de alegría recorrió la muralla y se extendió por la ciudad. Por la puerta abierta, los hombres volvían a entrai’, extenuados y ensangrentados, llevando sus caballos, que temblaban de cansancio; las campanas sonaron, el sol estaba alto en el cielo, nadie lo había visto salir.

Gentiane caminaba a la cabeza de un grupo de mujeres, con los brazos levantados. Cantaba. Al verla pasar, la gente se paraba y callaba como si viese una procesión. Un hombre delgado, de barba negra, con el jubón desgarrado desde la espalda a la cintura, corrió hacia ella cruzando la plaza de la iglesia.

—¿No sois mi hermana, señora? Tenéis su voz.

Ella se sobresaltó, como si la hubieran despertado de golpe, y le miró, pensando: «Lo conozco con toda certeza; se parece a alguien…». Él sonreía, con una amplia sonrisa siniestra a su pesar, pues no tenía dientes.

—¿Sicart? —dijo—, Sicart, ¿eres tú?

Él se quedó con la boca abierta, con su pobre sonrisa titubeante, tenía como un dolor acorralado, extrañado, en el fondo de sus ojos.

—Estamos en Tolosa desde Pentecostés. A Renaud lo acaban de matar, justo antes del alba, en el puente viejo.

Ella se arrojó a sus brazos.

—Ven conmigo, venid los dos a mi casa, Imbert y tú. Mi marido recibió la consolación ayer por la noche.

Gentiane no lloraba, sino que pensaba: «¿Cuándo dejaremos de pagar con nuestra sangre? ¿No nos habremos merecido el paraíso…? Su cuerpo está ahora pisoteado por los caballos, en el lodo de la orilla».

* * *

Porque una bala de piedra le rompió el cráneo a un hombre sonaron tantos clarines y tambores y trompetas y timbales en la ciudad, al día siguiente de San Juan, que no se hubiera oído tronar. Los gritos de alegría se convierten en cantos, los cantos suben hasta convertirse en gritos.

¡Sí, viva Tolosa! Que ha arrancado el milagro de manos de Dios y del demonio. Muerta la bestia, muerto el verdugo, el hombre de la cruz de sangre. Toda la ciudad lo ha visto desde lo alto de las murallas. Su cuerpo no estaba hecho de hierro, su cabeza no era tan dura como la piedra, todos la han visto reventar como una cáscara de nuez, todos han visto el cerebro derramarse y los dientes volar en pedazos.

Sus amigos se han llevado la carroña para envolverla en ropas blancas y tejidos bordados. Que lo adornen y lo embalsamen, no le harán una cabeza nueva. Que le lloren y honren, tienen todo el derecho. Nunca se recuperarán de esa pérdida, una vez han abatido al buitre ¿quién teme a una bandada de cornejas? El viento se ha girado, el fuego que han encendido se vuelve sobre ellos.

La muerte se llamaba Simon de Montfort, pero han matado a la muerte. Han matado a la humillación.

Las iglesias queman fuegos de mil cirios por san Juan, san Étienne y san Serin. ¡Sí! El papa de Roma que nos traicionó no dirá que a su mercenario le han faltado capillas ardientes, no hay mujer tan pobre que no dé su último ochavo para celebrar la muerte del soldado del Anticristo.

No han sabido quitarnos nuestra riqueza, el padre y el hijo, el conde anciano y el conde joven, tan despojados y traicionados por la Iglesia y los reyes. Las piedras de las calles se han levantado por ellos, los arados y las layas se han convertido en espadas.

La victoria no ha llegado todavía, es como el resplandor rosáceo que se extiende en el horizonte, antes de la aurora. No ha llegado todavía, no está lejos, el cielo cada vez se aclara más, el sol todavía no ha desandado nunca su curso.

En la época de la vendimia habrá más tiendas francesas delante de Tolosa. Nos tocará acorralarlos y pasar a la guarnición por el filo de la espada, ni las murallas de Carcasona ni las de Narbona serán lo bastante fuertes para protegerlos. En cada castillo que han tomado hay diez hombres libres por cada traidor, cien burgueses por cada cruzado. Y de los bienes que han robado no se llevarán a su país con qué comprar un par de guantes.

Loado sea Dios, pues esta felicidad nos viene de Él.

Bérenger d’Aspremont renovaba el equipo de sus hombres, ya que de todos los mercaderes de Tolosa los armeros eran con toda certeza los más ricos y los mejor aparroquiados. Durante el asedio les había llegado de España y de Aquitania tanta mercancía y acero bueno y resistente que condes y caballeros podían elegir. Las herrerías y los talleres dejaban de trabajar, qué listos los franceses que habían creído no dejar ni una sola arma en la ciudad si no en sus propias manos. Las damas acompañaban a sus maridos y amantes, les ayudaban a escoger las armas, a falta de ocasión, como antes, de elegir pieles y joyas; pocas eran las mujeres con amantes tan ricos como para regalárselas, y el surtido no era grande. Habían aprendido a entender de cotas de mallas, corazas y guantes de combate.

Bérenger quería para sí un casco pintado de negro y un escudo que fuera liso como un espejo, sin más ornamento que el arco de clavos de cobre. Gentiane estaba a su lado, sus ojos radiantes de codicia erraban de una armadura a otra. El pequeño Ricord, a quien llevaba de la mano, forcejeaba tanto por ir a jugar con los objetos brillantes que veía en la tienda, que al final su padre tuvo que cogerlo en brazos.

—Para él compraremos un casco dorado con hebillas esmaltadas —dijo—, y una camisa de acero de Toledo.

—Seguramente —repuso el comerciante, que extendía sobre el gran cofre cotas novísimas de mallas brillantes—, ese niño tan guapo gustará más a las damas que Lancelot y Gauvain. ¡Fijaos cómo le placen ya los adornos de caballero!

Gentiane se dijo que Bérenger, en cambio, no gustaría nunca más a las damas. En su rostro carcomido nacía una piel nueva, tan cicatrizada y desigual que algún día, en el mejor de los casos, parecería un hombre desfigurado por la viruela. «¡Ay, las damas poco me importan! Al fin y al cabo no son tan difíciles, pero es una lástima ver un bello rostro tan degradado. Se han borrado para siempre tantas cosas bonitas de la tierra, que nuestro país se asemejará todavía por mucho tiempo a un jardín castigado por el granizo.

»Nos enviarán otros ejércitos, nuestros campos no han dejado de arder. Nuestro obispo, que Dios lo maldiga, ha ido a París para volver a predicar la guerra santa contra nosotros».

—Vida mía, prometí a Jesucristo que no depondría las armas antes del día de la paz. Sé que no me ha purificado para sustraer mi cuerpo del peligro, sino para que sea más digno de defender mi fe. Pues no podemos vencer por la cólera y el odio, sino por el amor de toda criatura; ahora ya no odio a nuestros enemigos más que a un adversario al que podría enfrentarme en un torneo. En realidad, hacemos la guerra como el campesino labra su campo, y hay que volver a empezar cada año; nuestra pena será grande, pero no tenemos elección.

—¿No podré encontrar la paz? —se lamentó Gentiane—, La sangre de nuestros muertos me quema el corazón, nunca podré perdonar. ¿Queréis que me retire a un convento, ya que no tenéis necesidad de mujer? Allí no correré peligro, nuestros enemigos estarán más ocupados en protegerse a sí mismos que en perseguir a los cristianos.

Bérenger la miró pensativo, por encima de la mesa donde ardía una gran lámpara de llama vacilante.

—¿Puedo deciros algo, vida mía? Ya no siento por vos amor carnal, pero me resultará difícil separarme de vos. Ricord y el niño que va a nacer os necesitarán. Si queréis quedaros en mi casa, será un placer para mí, pues todavía tenemos que combatir mucho juntos.

—Ya sé —declaró Gentiane, levantando la cabeza— que ahora tendré que ser el intendente de vuestras propiedades, la gobernante de vuestros hijos, ¡yo que soñaba con amores tan altos, que la tierra me parecía demasiado pequeña! Mientras duraba la batalla, podía vivir, pues cuando se tienen los nervios tensos como cuerdas de arco no hay tiempo para pensar.

»Ahora, mi corazón grita de angustia. Henos aquí, ante el dragón de siete cabezas, hemos derribado una o dos, y las demás viven todavía y las derribadas volverán a crecer. Nunca emperadores ni reyes osarán levantar la voz por nuestra tierra excomulgada; por habernos defendido, somos traidores y rebeldes; y mientras no acaben con la Ramera, seremos como hombres que luchan con armas defectuosas. El hedor de su espíritu de prostitución nos sofocará; mientras luchamos contra los soldados, los clérigos y obispos nos apuñalarán por la espalda.

—¿Por qué hablas mal de la fe de nuestro conde? —le reprochó Bérenger—. El papa que reina ahora es malo, otro tal vez sea menos duro. Y no todos los obispos son traidores.

Gentiane se levantó, con el rostro ardiente.

—¿Cómo queréis que eduque a nuestros hijos? —dijo—. ¡A mí no me bautizaron, mis padres no me enseñaron a adorar trozos de hueso podridos y pedazos de pan sin levadura! He tenido que dejar que llevaran a mi Ricord a las fuentes bautismales, él que recibió el nombre de mi padre, porque tenemos que vivir como todo el mundo y mirar la Iglesia del diablo como la tienda de un taller, quien no pase por ella es como un hombre que camina completamente desnudo.

»Y si nuestro conde tiene que someterse, junto a los grandes barones, por respeto a las antiguas costumbres y por temor al gran embustero que está sentado en Babilonia, hace de todos nosotros unos embusteros; pues yo tendré que decir a mis hijos: "No odiéis la cruz, que es un objeto abominable, inclinaos ante ella aunque esté roja con nuestra sangre. Posternaos en las iglesias, que son las moradas de Satanás, honrad a los obispos que han traicionado a nuestro país".

»¿Cómo queréis que viva así? Habéis sido investido con el fuego del espíritu y ya aceptáis esta vida de falsedad, creéis que el mal puede cesar de ser el mal. No tengo nada en contra, puesto que es vuestro deber de soldado, ¡pero mi padre prefirió vivir como vagabundo perseguido y rebajarse al rango de los salteadores de caminos, que mancharse con un juramento prestado a la cruz! Por amor a nuestro conde iréis a las iglesias y os descubriréis la cabeza delante de las reliquias, y diréis: "Esto no es nada, sólo es la sumisión del cuerpo, mi alma no se ha manchado". ¡Pero los hombres que han recibido el espíritu se dejan quemar vivos antes que mancharse con el menor contacto impuro!

—¿Qué queréis de mí? ¿Cuándo me dejaréis en paz? —se lamentó Bérenger—, ¿Acaso he nacido para predicador? ¿Puedo servir a mi señor y llevar a la vez el hábito negro? ¿De qué modo queréis que viva, si vuestras exigencias son tales que hacéis un crimen de mi fidelidad al conde y de la obediencia a las leyes del país? No soy el único, todos mis amigos piensan como yo; una vez acabe la guerra el conde nos concederá la franquicia de vivir según nuestra fe. Una vez acabe la guerra, renovaré mis compromisos y me entregaré a Dios sin retorno. No puedo prometeros nada más.

—Ya os lo dije hace tiempo, Bérenger. Dios quiera que nuestros hijos vean el final de esta guerra. Tomáis el mal camino diciendo: «Mañana será el momento de volver sobre mis pasos». Decís que debéis servir a vuestro señor, vos que no deberíais servir más que a Jesucristo. Puesto que nuestro obispo os lo permite, quiero creer que no hay nada malo en lo que hacéis; pero yo no soy un soldado. Quiero educar a nuestros hijos de manera que sepan que la fe de sus padres ha sido siempre la fe verdadera, que no tengan que sonrojarse ni llamarse herejes. Les llevaré a mi tierra, pues mis hermanos van a retomarla. Venid a vernos cuando queráis. Pues ha llegado el momento, vida mía, en que tenemos que resistir y edificar nuestras casas sobre la roca más sólida; empezamos a conocer lo que es la lluvia, los torrentes y el viento.

—Muy bien, querida —aceptó Bérenger—. Puesto que ése es vuestro deseo, haré que os lleven en cuanto vuestros equipajes estén listos. Si el niño que ha de nacer es varón, ¿qué nombre le daréis?

—Renaud. Pero si es una niña la llamaré Raymonde, como me habéis pedido.

Él tomó el candelabro y acompañó a la joven hasta la puerta de su cuarto. Pensó: «Aunque no me hubiera prometido no conocer mujer, no podría desearla. Hemos pasado por pruebas tan crueles que mi deseo se me ha vuelto odioso como las quemaduras de mi rostro. La amo tanto que ya no podría servirme de ella para el placer de mi cuerpo. Pues nuestro amor es duro como el acero bien bañado, ahora sé que me ama con toda la dureza de su corazón».

Al volver a la sala de guardias donde dormía con sus soldados, sacó de su cofre de viaje el libro, que ahora leía cada noche, y lo abrió al azar (todavía no se había curado del deseo supersticioso de hacer preguntas a Dios). Leyó:

Luego vi unos tronos. Se sentaron en ellos y se les dio el poder de juzgar; vi también las almas de los que fueron decapitados por el testimonio de Jesús y la palabra de Dios, y a todos los que no adoraron a la bestia ni a su imagen, y que no aceptaron la marca en su frente y en su mano; revivieron y reinaron con Cristo mil años.

Los demás muertos no revivieron hasta que arribaron los mil años. Es la primera resurrección.

Dichoso y santo el que participa en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con él mil años.

Bérenger cerró el libro. Las palabras que acababa de leer se grabaron en letras de fuego en la pared. Pensó que la marca de la bestia es fuerte, y terrible el poder de la carne. La Ramera se adorna con tanto oro y joyas y luces resplandecientes, música, cantos, incienso y mirra; lleva como brazaletes coronas de reyes, se rodea de cascos, de lanzas, de espadas y de oriflamas, por toda la tierra va gritando: «¡Nadie me iguala en esplendor y santidad!».

«Tan grande es su fuerza que yo, lavado de su marca por el bautismo, estoy a punto de dejarme marcar de nuevo, y de decir: "Soy un hombre de carne, he de comerciar con las rameras". Pues esta Ribaude ha sido amada por príncipes y reyes; yo también, sin quererlo, la he amado, por el sonido de las campanas de mi barrio y sus altares pintados y dorados cubiertos de cirios. ¿Qué responderemos a quienes participaron de la primera resurrección? Hemos luchado por nuestro país y por nuestra fe, pero como débiles; en lugar de dar testimonio sencillamente hemos llevado a cabo nuestro oficio de matadores de hombres…».

Apagó la lámpara y se echó sobre el suelo cubierto de paja. Durante mucho rato, ante sus ojos abiertos, se alzaron los tronos donde los hombres y las mujeres quemados vivos resplandecían vestidos de fuego. ¡Oh, no les traiciones, no te abismes en las humillaciones sin fin de las segundas muertes que acechan a las almas inacabadas! Hoy se ha encendido en la tierra un fuego que no se puede dejar de mirar hasta tener los ojos quemados.