V. EL AMOR VENCIDO

A las dos mujeres, que no se atrevían a volver a sus cabañas, solemnemente quemadas por el abad de Souillac y sus clérigos, no les quedaba más que abandonar el país. Sabían que las buscaban. Sin duda exageraban el peligro, porque el comandante de la plaza no tenía ningunas ganas de empezar tan pronto la persecución de los herejes; ahora decía que el celo del abad sólo le reportaba molestias, y que todas esas historias de sacerdotes no le concernían. Arsen y Fabrisse no lo podían saber, y no se atrevían a dejarse ver en la aldea ni a aventurarse por los caminos. Recorrieron cinco leguas por senderos que no conocían, con la esperanza de llegar al pueblo de Cammazers, donde los soldados sólo se detenían para avituallarse.

Llovía. El agua estaba helada y el viento se la arrojaba por ráfagas a la cara y pegaba las ropas mojadas en la piel. Las dos mujeres no habían comido prácticamente nada en dos días, su provisión de pan era tan pequeña que se conformaban, mañana y noche, con un trocito del tamaño de dos nueces. Es bueno tener costumbre de comer poco, el cuerpo de carne no se acostumbra a no comer nada en absoluto, sobre todo en invierno, sobre todo cuando se camina mucho y por senderos malos.

—Mañana llegaremos, hermana. Por favor, tomad lo que queda del pan; de todas maneras, hay demasiado poco para las dos.

—Tomadlo vos, hermana —repuso Fabrisse—, pues creo que no volveré a necesitar pan nunca más. Mañana yo no llegaré al pueblo, sino a un lugar donde no podréis venir a verme, al menos por vuestra propia voluntad.

La noche caía. No había medio de resguardarse bajo los árboles desnudos.

—Supongo —dijo Fabrisse, echándose sobre la tierra empapada— que el suplicio del agua fría es mucho menos penoso que la muerte en el fuego; debería considerarme afortunada. Pero tengo tanto frío que me cuesta incluso pensarlo.

Arsen le hizo una tienda con su capa, que estaba muy mojada pero no dejaba pasar demasiado la lluvia. Fabrisse ya no tosía; de su boca escapaban de vez en cuando pequeños estertores guturales.

—Poneos la capa, a mí ya no me ayudará —resopló—. Sería una lástima que cayerais enferma sin motivo.

Pero Arsen no sentía frío ni hambre, su corazón ardía de dolor ante la idea de que su hermana iba a dejarla.

—¡No, amiga, no, no es nuestra primera adversidad, no será la última! ¿Cómo vais a dejarme sola, por la noche, en este bosque frío, bajo el viento y la lluvia? ¡Os calentaré con mi cuerpo, no os dejaré marchar!

—¿Qué puede hacer vuestro pobre cuerpo tembloroso y transido? El frío que me hiela proviene de mi interior. Apenas noto el frío del suelo, los pies ya no me duelen siquiera. Por el amor de Dios, comed ese pan, pues yo ya no soy capaz de tomar alimento alguno; y vos necesitáis todavía fuerzas.

—No, ya no tengo hambre, ya no tengo frío. La tristeza da fuerzas, el sufrimiento de amor es nuestro auténtico pan. ¡Si por mi amor pudiera reteneros a mi lado, querida, para que no nos separaran en este mundo…!

—Anochece —dijo Fabrisse—. Nos separaremos por la noche, ya no veré más vuestro rostro carnal. Contadme lo que haréis, hermana, quiero continuar mi camino con vos aún un rato.

—Intentaré pasar por Tolosa para establecer contacto con nuestros hermanos de allí; después iré a la montaña a ver a nuestro obispo. Me dará una nueva compañera y tal vez me encargue una nueva misión.

—Despedíos de nuestros amigos de Tolosa de mi parte. Creo que vuestra hija también está allí.

—He sabido que se casó el verano pasado con un caballero tolosano. Ahora para mí es como la comida de los ricos para el pobre, una cosa deseable y buena que se mira de lejos.

—Nunca tuve hijas, y mis hijos murieron muy pequeños. Decid a vuestra hija que no se aflija si ha de traer hijos, esa vía también conduce al amor.

La lluvia cesó, pero Arsen trató en vano de encender fuego; el agua había penetrado en su zurrón de cuero, todo estaba húmedo, encendedor, yesca y cabos de vela. El cielo lucía tan negro que apenas se distinguían los troncos negros de los árboles. ¡Ay, compañera, ni siquiera una vela para alumbraros en la hora de vuestra partida!

—Ayudadme a morir, querida; mientras me quede un poco de aliento en los labios seremos dos. Decid las palabras, yo responderé mientras pueda.

—En el principio existía la Palabra —dijo Arsen— y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios.

—Ella estaba al principio con Dios —murmuró Fabrisse con esfuerzo—. Todo se hizo por ella; y sin ella no se hizo nada de cuanto existe…

—En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.

—Vino a su casa, y los suyos no la recibieron…

—Os cuesta demasiado hablar —advirtió Arsen—, yo hablaré por vos.

—Ay, ¿por qué os preocupáis por mí, querida? No debéis pensar más en mí. ¡Arsen! Adiós, compañera, no pensemos más la una en la otra.

—Pero a todos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios.

—… La cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios.

Fabrisse aguantó hasta el decimotercer versículo. Tuvo un estertor seco y breve, todo su cuerpo se estremeció y no se movió más. Arsen continuó recitando la Palabra, sola, sabiendo que ya no recibiría respuesta.

Amaneció una mañana pálida, que envolvía los árboles en una bruma blanca. Ni cielo ni tierra, sólo algunos troncos desnudos y algunos matorrales que emergían de la niebla; uno hubiera creído estar en el fin del mundo, en un islote de tierra firme suspendido sobre abismos sin fondo.

Inclinada sobre el endeble cadáver de brazos cruzados sobre el pecho, Arsen se despedía de la que había sido su compañera. Fabrisse llevaba ya varias horas muerta, y de su rostro helado y rígido emanaba una nueva juventud. Las arruguitas habían desaparecido, las mejillas chupadas estiraban las comisuras de la boca en una sonrisa tranquila, apenas asombrada; tenía la tez, antes febril, de un blanco de cera, los labios y los párpados azulados. Las largas mechas de cabello rubio, oscurecidas por el agua, se le pegaban a las mejillas. Arsen se las alisó con la mano y acarició por un instante la frente abombada, tiernamente, como se acaricia a un pájaro herido. «Pobre carne abandonada, ¡qué bella eres todavía…! Con este tierno rostro de novia dormida te entregarás como presa a los buitres. Pobre nieve sucia, flor pisada en el lodo, reliquia efímera de un templo de Dios. Mi compañera ha hallado el remanso de paz, el cielo de luces brillantes».

Arsen cogió la capa que cubría el cuerpo de la muerta y dejó sobre el cadáver sólo el fino vestido de tela, a fin de que los animales pudieran devorarlo más fácilmente. Después se comió el último pedazo de pan, pesado y empapado de agua helada, y salió en búsqueda del sendero que llevaba al pueblo.

Ya no sentía dolor. Muerte a muerte, peldaño a peldaño, se recorre la gran escalera que lleva al amor. «Los muertos son semejantes a los países que uno deja; mi corazón ha tenido tantas patrias en este mundo que he de acostumbrarme a desterrarme y ser extranjera en todas partes».

Una mujer sola no atrae sospechas; Arsen pudo llegar hasta Tolosa sin más molestias que una tos dolorosa y algo de fiebre y de agujetas. Se detuvo en la casa de un vendedor de telas, creyente rico y caritativo que albergaba a herejes de paso. La curó una hermana de tierras tolosanas, célebre por sus dones de curandera. Esa mujer le dijo:

—Necesitáis al menos dos o tres meses de reposo, de otro modo no podréis ejercer vuestro ministerio durante mucho tiempo. En nuestros días, Dios sólo puede hacer herramientas malas.

Por aquella mujer, Arsen se enteró de que su hija se llamaba ahora señora de Aspremont, que poseía una casa y pasaba por una de las más lindas mujeres del barrio de Daurade. Suspiró y se dijo: «La gran ciudad me habrá cambiado a mi niña. Casarse, todavía pasa, pero engalanarse y hacerse notar menos de dos años después de la muerte de su padre… Es cierto que ahora los meses cuentan como años. Demasiados ausentes, demasiados muertos». El marido de la joven había dejado el lugar hacía mucho tiempo.

Gentiane estuvo a punto de desvanecerse cuando su dama de compañía, una prima de Bérenguer, le anunció que una mujer de su tierra llamada Arsen preguntaba por ella. No había olvidado a su madre, pero le parecía estar viviendo otra vida. Estaba cansada de morir y resucitar sin cesar, y le daban miedo las apariciones.

Arsen cruzó el patio, guiada por la dama de compañía, y subió una estrecha escalera de caracol que llevaba a las habitaciones. Aquella casa le pareció rica pero poco cómoda; pensó: «La pobre niña se debilitará por falta de aire». Los hombres y mujeres que se encontraban en los pequeños cuartos en la crujía no eran ciertamente criados, los hombres jugaban a dados y a ajedrez, las mujeres leían o bordaban. Una joven rubia sentada en el suelo acariciando una cítara cantaba una melodía muy triste, demasiado dulce y que invitaba a llorar.

Al paso de Arsen, los hombres se levantaban, con cara de no interesarse en sus juegos, las mujeres dejaban de chismorrear y bajaban los ojos en un saludo mudo y cómplice. Ella ya lo sabía, sus seis años de ministerio le habían modelado ya uno de esos rostros que todo creyente reconoce a primera vista; a veces no necesitaba siquiera quitarse la capucha, su porte la traicionaba; en la calle, los hombres se pegaban a la pared por temor de rozarla con sus capas y las mujeres se agachaban para tocar como por descuido el faldón de su vestido. Con su sencilla capa marrón y su toca de lana gris, se sentía como una especie de reina mal disfrazada de criada, y ello le molestaba. «Los católicos hablan mucho de nuestro orgullo —pensó—, ¿tendrán razón? ¿No creerán que me he escrito en la frente "Honradme, soy una santa"?». La mujer que la acompañaba le hablaba a media voz, como si tuviera miedo de interrumpir sus meditaciones.

—La señora de Aspremont se excusa por no acudir a vuestro encuentro —dijo—. Dice que quiere veros a solas. No se lo tome a mal, es una joven muy sufrida.

—¿Por qué me lo he de tomar a mal, amiga?

—No la han avisado, nuestra casa es como todas las demás, señora, vivimos bajo las leyes del faraón.

Arsen frunció las cejas, no le gustaba que le dieran a entender con tanta claridad que conocían su identidad.

Gentiane la aguardaba en una pequeña alcoba tan cubierta de tapices que no se veía el color de la pared, y atestada de cofres y de arcones sobrecargados de candelabros y de vajillas de cobre y plata. En un gran atrio de madera esculpida había un libro, una cítara había quedado en el suelo, sobre almohadones tejidos de oro. La joven estaba sentada en una cama, medio hundida en una trasalcoba de cortinas rojas. Arsen cerró la puerta tras de sí y, durante algunos segundos, permaneció quieta, sin atreverse a levantar los ojos.

Acabó por decir:

—Aquí estoy.

Era estúpido, pero no se le ocurrió nada más que decir, notaba que los labios le temblaban. ¿Cómo podía ser su hija aquella mujer de trenzas entrelazadas con hilos de oro y mirada de pájaro rapaz? Gentiane se levantó lentamente, se acercó a su madre y se arrodilló para pedir la bendición. Su voz tranquila y seca parecía decirle: «Esto es lo que os debo, ¿verdad?».

—Déjame verte los ojos, al menos.

Sus ojos, alargados y grises, eran bonitos como antes, pero sin mirada; dos ventanas cerradas.

—Os agradezco vuestra bondad, madre. Honráis mi casa.

—Es a ti a quien he venido a ver, no tu casa. Te has convertido en una mujer guapa y honrada. Tu padre se hubiera sentido feliz de verte establecida.

—Por eso me casé —repuso Gentiane—. Vos y mi padre siempre habéis deseado verme casada.

—¿Por qué me lo dices con ese tono de reproche? ¿No eres feliz?

Arsen lamentó sus palabras irreflexivas, era evidente que la joven estaba embarazada, y su marido se hallaba lejos.

—¿Quién es feliz ahora? —preguntó Gentiane. Parecía menos obsesionada ya, casi amistosa—. Vosotros, tal vez. Nosotros somos como la hierba de los campos, y el viento pasa por encima y no deja rastro.

Arsen sonrió.

—Pero la misericordia del Señor mora por los siglos de los siglos en los que le temen. Tu marido es de nuestra fe, supongo.

—Todavía no me relaciono con católicos —dijo la joven, dolida—. ¿Por quién me tomáis?

—Por mi hija. ¿Por qué te hiere cada palabra que digo? Quería saber si tu marido es un hombre que haya sabido conquistar tu afecto.

—Es el mejor de los hombres. No es culpa suya si los condes esperan siempre que el viento cambie a derecha o a izquierda. Tenemos ejércitos tan grandes en España que no queda mucha gente para luchar contra los franceses.

—Hija, nuestro conde no es un soldado aventurero que lucha donde y cuando le place. Es justo que un príncipe tan importante haya intentado defender su causa delante de los reyes y el papa y demostrar su razón. No hay que culpar a los caballeros que han abandonado sus bienes y a sus familias por fidelidad a su legítimo señor.

—No culpo a mi marido; pero hace ya más de cinco meses que me dejó y no oigo hablar de él ni para bien ni para mal más que por sus cartas. ¿No seré un poco ligera al amar a un hombre que no ha hecho nada todavía por liberar su ciudad natal?

—¡Vamos! ¿Por qué te abandonas a pensamientos tan mundanos? —reprochó la madre, con un triste anhelo de ternura—. ¿He venido para que demuestres tu orgullo delante de mí?

—Ya no sé cómo hablaros —respondió la joven, tomando a su madre de la mano para hacer que se sentara en la cama—. Mirad, yo siempre os he tenido por lo más querido en el mundo, y ni siquiera me alegro de veros. Es como si me hubieran quitado el corazón para poner otro en su lugar. Vos sois la misma de siempre, aunque vuestro rostro ha mudado grandemente. Yo he vivido al menos tres o cuatro vidas desde que dejé nuestra casa.

—Veo que pronto serás madre —dijo Arsen con dulzura.

—¿Por qué me hacéis pensar en las miserias del cuerpo? Sé muy bien que me consagraré a este niño que se mueve en mis entrañas como la perra se consagra a sus cachorros. Vos misma, ¿qué otro amor habéis sentido por mí? Ni mi corazón, ni mi cabeza, ni mi alma tienen nada que ver con él, ¿por qué me habláis de ello?

—Porque no existe piedad mayor que la que nos une a los niños. Esa piedad es más tierna que cualquier otro amor.

—Yo no tengo el corazón tierno. Si es un niño, le educaré de manera que pueda vengar a mi padre y a todos los que han muerto por nuestra tierra. Pero ¿acaso no es vergonzoso pasarse las noches temblando ante una cuna, en un tiempo en que la sangre de nuestros mejores hombres se tiene en tan baja estima que se vierte en el arroyo como agua de fregar? ¿Y cómo puedo amar a este hombre que es apuesto y fuerte y feliz de vivir, cuando me digo continuamente que los mejores son quienes renuncian a sí mismos y abandonan hasta sus vidas por amor?

—Gentiane, cuando me casé con tu padre, él también era un hombre joven, fuerte y feliz de vivir, y tuve razón al amarlo como lo hice. ¿Debiera haber esperado a verle morir para amarlo?

—Vos vivisteis en otra época. ¡Ojalá pudiera volver esa época, madre! Ese tiempo en que podíamos disponer de nuestras vidas, y en que la primavera era una estación hermosa… Ahora cada primavera nos trae angustia y cada verano cosechas ensangrentadas; y los colgados y mutilados y los quemados y los ahogados nos resultan más verdaderos que los vivos, pues esas gentes han venido para matar nuestra tierra, ¡y los supervivientes no salvarán sus vidas! Sólo nos queda el honor de luchar hasta el final.

—Nos seas como los que dicen «toda la ciudad se quema» porque su casa se ha quemado. Simon de Montfort es un hombre mayor, y no deja su caballo y su armadura más que los días de fiesta. Seguramente no vivirá mucho más tiempo.

—Dios quiera que no nos envíen otro peor que él. Vos diréis que no puede haberlo peor. Y yo os digo que en el mal no hay límites, y que puede llegar el día en que digamos que desde los tiempos de Montfort no somos libres ni felices.

—Ésas, palabras terribles no te las inspira un buen espíritu —dijo su madre, estremeciéndose—. ¿Dónde hallas coraje para pronunciarlas? Darse por vencido por adelantado es un pecado.

La joven escondió el rostro entre las manos.

—Mi pecado es tener el corazón demasiado abierto al mal, huelo la desgracia como un cuervo huele un cadáver. Me han tomado por una loca y una iluminada, y me han encerrado en el matrimonio como en una prisión. Pues mis años en el convento me dieron lucidez y desapego, pero no me llevaron hasta el amor, y yo soy como un pájaro al que han cortado las alas en el momento en que sus plumas se formaban.

»¡Quiera Dios que me equivoque! Pero he rezado y pensado noches y noches, y Dios me ha hecho ver el mundo como un campo de batalla donde Satanás reina como dueño y señor, y donde el peor es siempre el más fuerte. He tenido visiones que me mostraban hombres muertos, torturados y quemados, pero nunca eran los malvados. Y por mucho que deseo con todo el corazón la victoria de nuestro país, no puedo creer en ella; pues sé que somos mejores que nuestros enemigos y que, para vencer, hay que abrazar el mal.

»¿Cómo podría ser de otro modo, madre? ¿Acaso no sabemos que este mundo fue creado por el diablo y para él? ¿Por medio de qué magia cambiaremos las espadas de hierro en el poder de la Iglesia de los arcángeles de Dios? Sólo pueden vencer con la espada los que aman la fuerza de la espada por encima de todo, sólo pueden hacer que les obedezcan los que quieren que los hombres sean esclavos; sólo son ricos aquéllos a quienes les gusta el oro, sólo están seguros de sí mismos quienes no tienen conciencia.

»Nosotros tenemos la razón, y los reyes y el emperador y el papa proclaman todos que nuestros enemigos son buenos y justos; al único rey que levantó la espada por nuestra causa le mataron. Si hubiéramos vencido por la fuerza de la espada, habríamos tenido la razón de nuestra parte; el día que invadamos los países del norte, matemos a trescientos mil franceses, incendiemos sus campos y saqueemos, entonces quizá dirán que somos buenos cristianos. Pero no somos suficientemente fuertes para ser buenos cristianos a su manera, sólo queremos el honor y la libertad.

—¿Está prohibido creer que hasta en este mundo Dios puede iluminar los espíritus y los corazones? —exclamó Arsen—, ¿Predican en vano nuestros obispos? La masa sube lentamente, el árbol no crece en un día. Te quejas como una niña porque ya no tienes fe en Dios.

—No; el árbol no crece en un día, pero en un día pueden echarlo abajo. Lo que quiere decir que en la tierra el mal será siempre más fuerte. Mirad, nuestra casa poseía tesoros inestimables, lámparas de oro puro adornadas con diamantes y perlas y todo tipo de piedras preciosas; tesoros tales que nunca se han visto en la tierra, por el menor de ellos hubiéramos vendido toda la casa. Vinieron unos ladrones y los fundieron en el fuego, los trituraron y los arrojaron a las letrinas; intentan adueñarse de los que nos quedan todavía para destruirlos del mismo modo, por desprecio hacia nosotros.

»Pues es bien cierto que, en el cielo de Dios, esas lámparas siguen brillando con mil fuegos de gozo; pero nuestra casa ha sido despojada de ellas, en la tierra las han destruido, y valían más que la tierra. ¿Cómo decís: "La masa sube y el árbol crece"? Arrojan la masa a las cenizas, queman la tierra, nada puede crecer en ella. Y nosotros somos semejantes a los locos que labran la tierra creyendo que crecerá oro, pedimos caridad y justicia en este mundo.

—Sí, puesto que todavía no estamos en el otro. ¿Cómo podría este mundo cambiar el deseo de nuestros corazones?

—Vos ya no sois de aquí —repuso Gentiane, con dureza—, habéis alcanzado la paz. Vos pertenecéis al número de las antorchas de las que hablaba, pertenecéis a nuestro tesoro y a nuestra gloria, pero ya no lucháis. Medís con varas de una legua de largo, / dais mil escudos a quien os presta un dinero. Tenéis un cuerpo parecido al nuestro, y sin embargo sois como esas lámparas de oro que sólo iluminan las casas de los reyes y que no se emplean para bajar a la bodega ni para trabajar en la cocina.

«La paz, ¿qué paz? —pensó Arsen—, He perdido a mi compañera hace menos de tres semanas y ni siquiera me he atrevido a hablar de ello, tanto nos hacen guardar silencio sobre nuestros propios dolores. Todo mi cuerpo languidece en deseos de volver a ver a mi compañera; aquí estoy, en esta habitación caliente y adornada con tapices, y querría estar en el frío bosque donde he dejado su cuerpo. Piedad para el siervo que vuelve de los campos, hambriento y cansado, pues el amo no le dice: "Siéntate y come", sino "Sírveme a la mesa".»

—No dirías eso si tuvieras, como nosotros, que curar las heridas y lavar los paños sucios —dijo, suavemente—. Estamos hechos para trabajos que hasta los más humildes consideran indignos.

—Es vuestro oficio —arguyó la joven—. Lo habéis elegido. Y un oficio tan noble que nosotros no tenemos siquiera derecho a imaginarlo, nos dejan los bonitos vestidos y las camas con cortinas.

Tomó su cítara y, arrodillándose sobre los almohadones, se puso a puntear las cuerdas; parecía tranquila, pero en sus ojos había una llama dorada, como en los de un gato.

«Qué guapa es —pensó su madre—. Cuánto debe de seducir esta belleza a los hombres». Gentiane tocaba una melodía monótona, triste y suave, tal vez una canción de despedida. Y la madre se reprochó haberse acordado de su propio pesar cuando su hija sufría por la lejanía del hombre al que amaba. «Muchas muchachas fingen no amar por orgullo y por pudor —se dijo—. ¿He venido para discutir con ella en lugar de consolarla?».

Fue a sentarse al lado de su hija y se puso a acariciarle el cabello y los hombros.

—Paloma mía —dijo—, la pena no se expresa con palabras, el corazón late y sangra y no tiene voz. Tienes mucha razón, soy vieja y ya no sé adivinar las angustias del corazón de una mujer joven. Me gustaría volver al tiempo en que te ponía sobre mis rodillas.

—¡Madre! —le dijo de pronto Gentiane, mirándola directamente a los ojos—; madre, decidme, ¿habéis conocido los deseos y los gozos de la pasión carnal?

Arsen parpadeó, sorprendida, pero no apurada.

—Amé a tu padre como una mujer que vive en el mundo ama a su marido, con todo el deseo y gozo y dolor que puede sentir una mujer.

—¿Pero cómo puedo saberlo? —exclamó Gentiane, sacudiendo la cabeza con impaciencia—, ¿Hablamos de las mismas cosas? Para mí, cuando me habláis de mi padre es como si me hablarais del amor de Dios. Yo tengo el corazón abrasado de pensamientos impuros y crueles, no conozco ni el espíritu ni la carne. La sangre derramada hace que la cabeza nos dé vueltas, como un vino fuerte; los incendios y las hogueras han tornado tan pálida la llama de nuestros corazones que para avivarla necesitamos quemarnos el pecho con carbón ardiente.

—Lo conozco —repuso Arsen—, muchas mujeres jóvenes me han hablado de cosas parecidas. Vivimos en un tiempo de tentaciones. No te aflijas, hija, no eres más culpable que los heridos y los enfermos. Ni siquiera se puede culpar realmente a las jóvenes que faltan al honor de su sexo; la guerra es una enfermedad de las almas, y los hombres no son los únicos dañados.

Gentiane esbozó una sonrisa abierta, casi alegre.

—Muchos hombres me han suplicado amor desde que Bérenger partió. Las gentes aquí no son como en nuestra casa, no confunden honor con castidad, ni amor con placer. Y creo que siento afecto por mi marido, pues me parece que nunca jamás le engañaré.

Gentiane mandó llevar a su cuarto lo mejor que encontró entre los alimentos permitidos y lavó ella misma delante de su madre los platos y la copa. Arsen sólo tomó pan y agua, pues desde la muerte de su amiga se sujetaba a un ayuno bastante severo, por miedo a caer en las debilidades del dolor carnal.

—Come tú —solicitó—. No tienes, por respeto a mí, que debilitar el cuerpo de tu hijo, pues ahora ya es un alma que se prepara a un duro calvario. Las mujeres que no cuidan bien al hijo que llevan pecan gravemente contra la caridad.

Gentiane bebió vino y comió despacio los higos secos y las nueces, sin apartar los ojos de su madre.

—Soy avarienta —dijo—, esta noche os tengo toda para mí. ¿Es un pecado?

—No, dispongo de todo mi tiempo, no reanudaré mi camino hasta que haga buen tiempo, a menos que me vea obligada a hacerlo. ¿Vigilan tu casa los del obispo?

La joven se encogió de hombros.

—Sí. Pero me sorprendería mucho que quisieran tomarla al asalto, porque el tío de Bérenger es el yerno de uno de nuestros cónsules. Os cambiaréis de ropa y haré que os acompañe un hombre.

—¿Tienes noticias de tus hermanos?

—Sí. Bérenger me escribe que ha visto a Sicart en Zaragoza. Los tres gozan de buena salud, y tienen que dirigirse al Rosellón con su señor. Han visto muchas tierras desde que nos separamos.

—¡Ay! ¿Cuándo volveré a verles? —se preguntó Arsen—, Somos como granos sembrados al viento.

Comenzó sus rezos y Gentiane encendió las lámparas, pues había caído la noche y ya no se veía más que la reja de la ventanita cuadrada y los reflejos de los aguamaniles de plata colocados sobre el arcón.

Acostada en su cama al lado de su madre, Gentiane casi creía haber vuelto al tiempo de su adolescencia.

—Madre, ¿qué ha sido de nuestra casa de Montgeil? ¿Quién vive ahora en ella?

—Tal vez gente necesitada de refugio, tal vez bandidos… Los cruzados no sabrían qué hacer con ella, la tierra está demasiado perdida y es muy pobre.

—Quizá la hayan quemado. ¡Qué buena cosecha de ortigas y zarzas encontrarán mis hermanos, si algún día retoman su tierra! Madre, ¿os acordáis de Guillaume de Frémiac, que tanto me amaba y quería casarse conmigo? También él se ha marchado.

—Es un gran honor perderlo todo por una buena causa. Incluso cuando es pecado, el valor vale más que la cobardía.

Gentiane, con el mentón apoyado en las manos juntas, miraba la llama de la lamparilla de aceite suspendida encima de la cama.

—Madre, ¿por qué soy mujer? El valor es cosa de hombres, ¿y qué nos queda a nosotras? Hasta los enemigos nos desdeñan, nuestro odio no les da miedo… Sólo podemos amar a los que son intrépidos. Madre, ¿puedo decíroslo? Mi corazón ha caído en la trampa de las cosas terrenales a causa del gran dolor por nuestro país. Y en lugar de desear el espíritu, no hago más que pensar en cosas carnales.

—Todo es carnal en nosotros, hasta el más puro de nuestros pensamientos —arguyó Arsen—. Sólo la Palabra de Dios no lo es, y el espíritu, del que nuestra carne nada sabe.

—¡Ay! Habláis de cosas demasiado altas, madre. ¿Cómo voy a orientarme? Os contaré lo que no he contado nunca a nadie, de qué modo sedujo el mundo mi corazón. Era un día de gran alegría para nuestro país, y de gran honor para esta ciudad; el día en que el buen rey Pedro entró en Tolosa, con los condes y toda su caballería, para librarnos de nuestros enemigos. Tocaron todas las trompetas, los tambores y los clarines. Y no había muchacha honesta que no saliera a la calle cantando de alegría con su pañuelo o su rama de olivo para arrojarla al paso de los caballeros.

»Yo estaba en la plaza del Capitolio con mi amiga Béatrix de Miraval y su madre, entre una multitud de damas, todas vestidas de fiesta, y no sabría contaros cómo gritábamos todas de alegría y cómo saltaban los corazones en nuestro pecho. Hacía buen día, y los cascos y las lanzas y los escudos de los caballeros brillaban al sol como el cristal. Vi avanzar al rey, con su armadura toda dorada, la cabeza descubierta para que todos pudiéramos ver su nobleza y el buen sentimiento que profesaba por nuestro pueblo. Y tenía un rostro hermoso, madre, como un día de verano radiante y cálido, y una sonrisa tan alegre que se le veían brillar todos los dientes. Cuando le vimos, se nos saltaron las lágrimas por la plenitud de nuestro corazón, y en ese momento sentí en todo mi cuerpo tanto calor que me sentí envuelta por una gran llama.

»Si el cielo se hubiera abierto en ese momento para mostrarme mil arcángeles, no habría levantado la cabeza, ¡me gustaba tanto mirar a aquel buen rey! Era tan alto y fuerte el mejor de los caballeros, y tan perfecto en todos los puntos de su persona… Aquel día me dije: el cielo baja a la tierra, puesto que la bondad y la justicia se estiman en su justo precio. Y ciertamente mis amigas pensaban como yo, pues todas nos decíamos: ¡éste es el salvador que tanto hemos esperado!

»Vos ya sabéis lo poco que duró nuestro gozo y cómo nos engañó Satanás; pero quiero contaros cómo viví yo ese día de la batalla, y cómo mi corazón fue donde nunca se encontró mi cuerpo. Ni siquiera sabíamos si el combate había empezado, pero cuando estaba sentada a los pies de doña Alfaïs con mi cítara, empecé a oír gritos y estruendo de lanzas, y vi al rey Pedro rodeado de varios hombres de armas; no llevaba la misma armadura, pero tenía la visera levantada y le vi el rostro, y sabía que sufría mucha angustia, porque luchaba solo contra cuatro y estaba herido. Hicieron que cayera del caballo y le golpearon con sus espadas; yo miraba, miraba fijamente, pensaba que llegarían a socorrerle, pero sus amigos no llegaron a tiempo debido a la refriega y a los caballos heridos que coceaban en todas direcciones. Le golpearon tanto que dejó de luchar; le salía tanta sangre por la boca que tenía el casco lleno. Yo estaba como loca. Me puse a gritar: "¡El rey ha muerto! ¡El rey ha muerto! ¡Han matado al rey!".

»Ya no recuerdo lo que ocurrió después, salvo que vi a unos caballeros que se defendían contra un gran número de cruzados y que les costaba mucho esfuerzo que sus caballos no retrocediesen, pues la carga fue dura y vi que más de uno caía al suelo y lo mataban. Me llevaron a mi aposento, y forcejeé y grité, pues creía tener sangre en la boca.

»No recuerdo cuánto rato lloré, estaba en la cama y me salía sangre por la nariz y por la boca, y tenía todo el cuerpo magullado; estaba como ebria de sangre y de golpes… lo que no es extraño, pues arrancaron a más de veinte mil almas de sus cuerpos violentamente el día de aquella batalla, y lloraban y gritaban de congoja; y una de las primeras fue la del rey.

»En la ciudad no se supo hasta la noche, y entonces se dieron cuenta de que yo no deliraba, y que Dios me había escogido para ser el heraldo de la mala noticia. No podéis tener idea del luto, los gritos y los llantos que hubo en Tolosa aquellos días, pues murieron más de la mitad de los burgueses de la ciudad que habían tomado las armas. Tanto es así que Simon el maldito no osó mostrarnos su cara; por muy desarmados y desesperados que estuviéramos, ardíamos en tanto odio que las piedras de las casas habrían caído solas sobre la cabeza del asesino del rey.

»Durante meses fui prisionera de mi mal, o más bien del don de llorar con las almas que, en la sangre y el horror, se separaban de sus cuerpos, ya que el duelo por el rey tan cruelmente asesinado me había apartado del deseo de plegaria. Por mucho que leía los libros buenos y meditaba, no podía dejar de arder de amor por los que se exponen sin reservas para defender nuestra tierra. Y aquéllos a quienes pedí que tuvieran piedad de mi alma y que me unieran a mi espíritu me respondieron que no era digna, y que Dios sólo purifica las almas ya purificadas.

—¿Cómo puedes culparles? —dijo Arsen—. Tú misma dices que ya no tenías el verdadero deseo de Dios.

—Ya no lo sé. ¿Quién desea el sol antes de verlo? Estaba cansada de mi miseria, y cansada de ser un cuerpo sin alma y un alma sin cuerpo… Y un buen día, un hombre que no nombraré vino a mí con la autoridad del Espíritu para decirme que yo no tenía ni fe ni caridad, y que era preferible aun prostituirme a Satanás según la vía común, para aprender al menos humildad. ¿Qué diríais vos de un hombre que habla así?

—¿Qué puedo decir? Tal vez estaba inspirado por el espíritu.

—Madre, ¿cómo he de decíroslo? Veis el espíritu por todas partes. ¿Sabéis lo que es la mirada de un hombre que os desea con amor? ¡Y se entiende que no hablo del amor de Dios! La chica más tonta reconocería esa mirada como la fiera reconoce al cazador. Si un hombre os mira así, ¿puede estar inspirado por el espíritu?

—¿Cómo voy a saberlo? Nosotros sentimos el hambre y el dolor como los demás; puede pasarle a todo el mundo que el demonio le humille en su carne. El espíritu se sirve de nosotros en despecho de nuestras debilidades.

La voz de Arsen era triste y cansada. «¿Qué más me dirá? ¿Habrase visto una hija más preguntona…?».

—¡Madre, empezáis a hablar como los católicos!

—¡Dios me libre! Conozco la vida mejor que tú, sólo es eso. Si uno de nuestros hermanos ha sido causa de tu escándalo, hay que compadecerle.

—Madre, os juro que no fue culpa mía, yo jamás hubiera pensado en él como en un hombre, a pesar de su bello rostro… Me dijo: «Tomad un marido y vivid según las leyes del siglo». Fue como una bofetada, ¿verdad? Peor aún. Acepté. Me dije: «No te volverán a tratar de iluminada, no volverán a reprocharte intentar seducir a los hombres de Dios…».

—¿Es posible que se atrevieran a reprochártelo? —exclamó la madre, afligida.

—Madre, nunca entendéis. No me reprocharon nada, más que tal vez con el pensamiento, pero es más fuerte que yo, los pensamientos me torturan. Si os contara la décima parte de mis pensamientos, os dolería la cabeza durante tres días. Os diré: elegí a un prometido, que no era peor que los demás, quizá mejor; no por amor vulgar, sino por respeto a mi padre y a vos, y a mis hermanos. Acepté su afecto, pero mi corazón seguía siendo presa de un amor más alto. ¿Me he equivocado al casarme?

—Claro que no, paloma. Todas nuestras acciones están escritas por adelantado en el libro de Dios. Hay que pensar que es por esta vía por la que ha querido buscarte Dios. Son numerosas las cristianas que acuden a él después de pasar por la prueba del amor materno.

Gentiane suspiró.

—Puede que sí. ¡Madre! Si me place perder mi corazón en un amor demasiado alto, ¿quién puede prohibírmelo?

—Yo nunca te he prohibido nada —repuso Arsen.

Arsen se quedó en casa de su hija durante diez días y pudo ver a Jacques d’Ambialet y a dos hermanos de Carcassés de misión en Tolosa. Hablaron mucho de Renaud y Fabrisse e hicieron lo posible por consolar a la superviviente de su pena.

—Es justo —decían ellos— que languidezcáis por nuestra hermana ahora transfigurada, como la paloma languidece por su compañera, es la ley de la naturaleza. Nunca hubo en esta tierra mujer mejor, más dulce y más graciosa. Es una pérdida para todos nosotros, pero no para ella, que ha recuperado la plenitud de la alegría y disfruta por fin de los esplendores del amor verdadero.

—¡Sí, ya lo sé! Era más pura que el cristal más brillante. Amigos, lo que me encoge el corazón no es tanto la separación cuanto la idea de que nos hayan sido arrebatados unos trabajadores tan buenos en plena tarea; la cosecha es abundante, la estación está avanzada, ¡y cuántas espigas pierden el grano y se pudren por falta de cosechadores! En la tierra donde trabajamos y donde nuestro hermano Renaud perdió el cuerpo terrenal, la miseria es tan grande a causa de los campos quemados que los burgueses apenas tienen pan y la gente sencilla no dispone siquiera de gachas de salvado. Los hombres roban y matan en los caminos principales cuando pueden y las muchachas se venden a los soldados. En la aldea de Saissac, murieron seis personas en el pecado este invierno porque las familias no se atrevieron a llamarnos. No puedo volver, porque soy demasiado conocida, pero el obispo de Tolosa debería enviarles a dos hermanos de entre los ordenados recientemente; yo les indicaré los nombres de las personas con quienes tienen que ponerse en contacto. Los fieles de allá abajo están tan consternados por la muerte de Renaud que no andan lejos de creerse castigados por Dios y condenados eternamente.

—Esa aldea es de la diócesis de Carcasona —dijo Jacques d’Ambialet—. Nuestro obispo está de visita pastoral por la zona de Moissac, y a decir verdad está más a menudo por los caminos que en su casa. Como es de ordenación reciente y de edad no muy avanzada, ¿no le acusarán de invadir los derechos de monseñor Bernard, si envía a Saissac a hombres ordenados por él? Vuestra petición es justa, pero hay que evitar disputas entre los hermanos.

—¿Qué disputas? —reprochó Arsen—, Cuando una casa se quema, el primero en llegar tiene la obligación de llevar cubos de agua. Hemos perdido cerca de setecientos hermanos, visto que las riadas del diluvio han caído primero sobre nosotros. ¡Dios nos libre de ser celosos o desagradables! Vuestro venerable obispo es la luz de nuestra tierra y, por así decirlo, un nuevo san Pablo, tal es la fuerza de sus discursos y la santidad de su vida; ¿a quién podría ensombrecer? Que se limite a enviar el pan de Dios a los hambrientos. No es por mí, la última de las siervas, por quien lo pido, sino por nuestros hermanos muertos que dieron su vida por su rebaño.

—Le hablaremos de ello —dijo el anciano con un suspiro—, En estos tiempos alterados, muchos fieles pierden contacto con la Iglesia y algunos no saben siquiera de qué diócesis dependen, pues se les envía los predicadores que se puede. Por falta de pastores, mucha gente, en los campos, se deja seducir por la herejía leonista, que es más fruto de la ignorancia que de la mala voluntad.

»Aquí, en Tolosa, apenas podemos dar a los postulantes la instrucción conveniente, hay que pasar el tiempo evitando redadas y anzuelos; y algunos jóvenes toman tanto gusto a este juego que están más ocupados en inventar lenguajes secretos que en asimilar discursos inteligibles. Repito, el verdadero peligro no es la cofradía que toma al asalto casas, berreando y cantando, con la cruz en la mano. El peligro son los espías del obispo, que se introducen por todas partes, con semblantes humildes, manifestando un falso deseo de instruirse. Hemos perdido a siete hombres de ese modo, sin contar los que han tenido que marcharse de la ciudad. Hay que desalojar incesantemente y buscar nuevas casas. En esas condiciones, dirigir un seminario resulta tan fácil como escribir con plumas rotas. Y con mucha frecuencia ordenamos sin poseer los medios necesarios para probar una vocación como es preciso.

—Confiemos en la bondad de Dios, que sabrá suplir nuestra debilidad —repuso Arsen. Se decía que el buen hombre, como resultado de su avanzada edad, se sentía inclinado a desestimar la ciencia y el celo de los neófitos. ¿Acaso hubo antes, en esta tierra, mayor fervor entre los jóvenes? ¡Cuántas jóvenes habían llorado ya a sus pies, suplicándole que les permitiera acompañarla, que las llevase a la montaña con el fin de que pudieran retirarse a una ermita!

Gentiane se despidió de su madre y le suplicó que tuviese cuidado y que no regresase a las regiones donde su vida corría peligro.

—Pensad —dijo— que la muerte de cada uno de vosotros es causa de desespero y de indignación entre los fieles; y que cada hoguera encendida provoca en nuestros corazones más odio por los verdugos que amor por los mártires. No olvidéis que nosotros no somos santos.

Qué difícil se hace el amor en los tiempos de odio… ¿puede uno hacer daño, amando sin reserva? Sin compañía, con su bastón y un libro nuevo que los hermanos de su diócesis le habían regalado, Arsen caminaba a lo largo del Garona crecido, pensando en sus compañeros que ya habían entregado a Dios la cosecha confiada, fructificada y multiplicada, unos por tres, otros por cinco, otros por diez.

Muchos estaban abrumados por la edad y las enfermedades, y aguardaban ya el encuentro con Dios, el día que las llamas les devorarían vivos. Pero tantos otros tenían todavía una larga vida por delante; habían apagado lámparas llenas de aceite.

«Renaud, que aún era lo bastante fuerte para cargar a un hombre a espaldas durante más de media legua, y que cantaba antes de la salida del sol hasta despertar a todos los pájaros del bosque; Renaud, que decía que nada de lo que es del espíritu puede perderse, y que jamás la muerte de un hombre puede estorbar la obra de Dios… Y sin embargo —pensaba Arsen—, ya no habrá otro Renaud, burgués de Limoux, ministro de Dios en Minervois y en Carcassés… y nunca se podrá decir que quienes le dieron muerte cruelmente no hayan causado daño alguno a la causa de Dios.

»Aicart, que podía convertirse en un gran vendimiador en la viña del Padre, y a quien destruyeron cuando acababa de comenzar su trabajo; en un solo día lo dio todo por no faltar a su promesa. Dios acabó con él en un solo día. Pero en la tierra una gran llama de amor se apagó antes de tener tiempo de alumbrar.

»Señor, ¿en qué corazones, en qué cuerpos se volverán a encender esas llamas apagadas? No poseemos el orgullo de creer que vos tenéis necesidad de nosotros… pero ellos, nuestros seres queridos, los pobres, los perdidos, los desconsolados, a quienes, en nuestra presunción, hemos servido, han puesto su confianza en nosotros porque no os conocen a vos, Señor; todos los días nos obligan a abandonarles, ¿dónde encontrarán los rostros que han querido?

»¿Nos habéis enviado para ser una herida en sus corazones? Piedad para los mártires, piedad para los fuertes, que cuando no tienen más que su vida por entregar se convierten en un fuego que destruye en lugar de calentar. Mi pobre hija tiene razón, ante el suplicio del justo, habrá diez hombres que quieran imitarle, mil que querrán vengarlo, diez mil que quedarán sacudidos por el terror y el desaliento, uno o dos a lo sumo que se sientan besados por el verdadero amor de Dios.

»Nuestros enemigos nos tratan de locos y nuestros amigos nos veneran como a santos, y una muerte verdadera ante Dios se convierte en engaño a los ojos de los hombres.

»Señor, somos instrumentos frágiles. Para rompernos, basta una palabra… ¿qué digo?, un vaso de leche; somos más sumisos a la materia que los demás, la regla nos entrega sin defensa al enemigo. Entro en una casa y las cabezas se inclinan, y los rostros se vuelven, preocupados… Si alguna vez me prenden, ¿se sabrá nunca por culpa de quién y quién pagará? Cruzo una aldea, y me siguen las miradas, miradas a veces avergonzadas, a veces llenas de reproche: "¿Por qué vienes a cargarnos con este peso?". Y en realidad no lo piensan, porque nunca nos hacen reproches, pero tienen el corazón confuso. Todos dicen: "¡No os expongáis por nosotros!". ¿Por quién, entonces, queridos míos? ¿Creéis que jugamos a este juego por vanagloria y por desprecio a la vida?

»Vengo a ver a una moribunda al lado de su hijo recién nacido ya muerto. Apenas tiene fuerzas para repetir la oración conmigo, el dolor le consume el rostro. Cuando le impongo las manos, gime, le cuesta permanecer inmóvil. Sus ojos acorralados, locos de desespero: "¿Estoy salvada, señora?". "Tened confianza en la bondad de Dios, hermana." No creen en Dios, creen en nosotros. ¡Dios nos libre de convertirnos en sus ídolos!».

Arsen recorrió el camino a pie hasta el retiro de Montsegur, donde el obispo Bernard se había refugiado provisionalmente. Era un fuerte tranquilo; los cruzados sólo habían pasado por allí cuatro años antes, incendiaron el pueblo y devastaron los campos, pero ahora ese pueblo era dos veces mayor que antes de la guerra, y el camino que llevaba hasta él lo bastante ancho para que pasaran grandes carretas. En aquella tierra no había más hombres de armas que los del conde de Foix.

Uno cree rejuvenecer diez años. Una tierra que nunca ha abandonado las antiguas costumbres, donde los hermanos visten el hábito y dejan que les saluden por la calle, donde se habla del seminario con la misma sencillez que de la casa del baile. Se respira, se tiene la sensación de entrar en una casa caliente después de un largo viaje bajo la lluvia y el viento.

En el hospicio reservado para el uso de las hermanas itinerantes, Arsen pudo darse un baño y procurarse ropa, un velo para la cabeza y sandalias nuevas. Se maravilló al sentir por ello una especie de orgullo gozoso, como en los tiempos en que, de muchacha, le daban un vestido de fiesta.

Mientras, encima de una camisa limpia, se pudo poner por fin el largo vestido de lana negra ceñido a la cintura por una cuerda de seda, tuvo por un segundo el sentimiento de hacerse no más pura, pero sí más verdadera. Devuelta a sí misma. «Y no obstante, Dios sabe —pensó— que este vestido nunca me será más querido que mi pequeño círculo ennegrecido y empapado de sudor y que ningún ojo ha visto desde el gran día en que me lo entregaron… mi verdadero vestido, mi anillo secreto, único objeto que me pertenece realmente. Pero qué grande es la bondad de Dios, que nos concede a veces la sencillísima felicidad del hábito, a fin de que nuestra servidumbre se proclame también a los ojos de los hombres».

El corazón obliga a los ojos a encontrar hermoso lo que ama. En la sala común del hospicio, Arsen halló mayor placer en mirar los austeros vestidos negros de sus hermanas del que hubiera sentido al contemplar tejidos de brocado y de piedras preciosas. «¡Ay, si Fabrisse hubiera aguantado dos meses más, si hubiese podido morir aquí!».

Eran las primeras semanas del ayuno pascual, y en las copas y los platos solemnemente repartidos por las criadas no había más que agua y pan con sal. Arsen tenía un poco de hambre, la enfermedad y el viaje la habían debilitado. Bastante hambre para recordarse a sí misma que todavía estaba sujeta a las miserias del cuerpo, pues por lo demás se sentía como en el paraíso.

Encontró allí a varias personas que habían trabajado en el Tolosano y el Carcassés. Sus relatos no eran alegres.

—La Iglesia —decían— sufre tanto por los monjes ambulantes y por los bandidos como por los cruzados. Esos monjes, sobre todo, son como auténticos perros de caza, ardientes por encontrar cristianos. Su amo y señor, el famoso monje Domingo, pasa por una encarnación visible del demonio, y es ello lo que hace a esos hombres tan audaces.

—Si bien ya no se sabe si hay que protegerles de los creyentes demasiado celosos o señalarlos como traidores del país, pues los hay que hablan bien y que consiguen convertir a las mujeres crédulas.

Arsen se acordó de los dos monjes blancos que Renaud y ella se encontraron en Saissac.

—Hermanas, ¿nos corresponde a nosotras señalarlos como traidores? Todo el mundo sabe perfectamente que son traidores. Dios nos libre de echar aceite en el fuego, no es tarea nuestra.

—Querida hermana, nuestra tarea es la de proteger al rebaño del lobo, y en nuestra tierra no habíamos conocido todavía lobos tan crueles y astutos. Escuché a uno de sus predicadores; describen de tal forma los tormentos imaginarios del infierno que las ancianas se echan a temblar y las muchachas a gritar. ¿Cómo podemos soportar que corrompan así las almas?

Arsen se tapó el rostro con las dos manos. «Ah, Dios, Dios, ¡y yo, miserable de mí, que aspiraba al reposo! Aquí tenemos la paz y dejamos a nuestro rebaño víctima de los tentadores que pudren el alma por el sufrimiento del miedo. ¡No se puede oír una palabra que no nos recuerde la gran aflicción de las tierras invadidas! No les basta con matar el cuerpo. —Pensaba en los fieles de Saissac, en los de Minervois, en los de Lantarès—. Sí, en regiones donde diez predicadores no bastaban, apenas quedan ahora uno o dos. Y los lobos se fortalecen y multiplican por nuestra debilidad… Quién sabe si dicen: "Mirad, vuestros pastores han abandonado, os han dejado, son débiles". Pues estos lobos ávidos no tienen miedo de nada, y dicen: "Matadnos, seremos mártires de Dios". Les resulta fácil ser mártires; a ellos el diablo, su amo, les hace insensibles al dolor y al miedo.

Al día siguiente Arsen subió al castillo de Montsegur con varias mujeres de su diócesis. El castillo estaba tan alto que, aquel día brumoso de principio de primavera, parecía planear en las nubes; el ascenso era largo y costoso, en dos ocasiones las mujeres se detuvieron en el umbral de las cabañas construidas en la pendiente. En aquellas cabañas, por lo general, vivían hombres demasiado jóvenes todavía para desplazarse mucho y postulantes; eran poco numerosas, no más de diez. Servían de refugio a los enfermos cuando hacía mal tiempo. Hasta el propio pie de la muralla no se veían los verdaderos conventos, hechos de chozas muy pequeñas y amontonadas, ya que faltaba espacio y casi estaban suspendidas sobre el vacío. Pues aquella montaña era el peñasco mayor, más alto y empinado de toda la región; y los ancianos que preferían vivir junto al castillo antes que en los bosques debían conservar al menos las fuerzas de no sufrir vértigo.

El camino que conducía a la puerta principal era todavía practicable, los caballos pasaban fácilmente, e incluso las carretas pequeñas. Pero en el patio había demasiada gente en todas las épocas; en ese momento estaba instalada una tropa de soldados de paso, en tiempos de guerra el soldado tiene derecho al primer lugar, aquellos mozos se habían desviado seis leguas para escuchar al obispo. Las mujeres de negro se sentaron al pie de la escalera que llevaba a la muralla, esperando humildemente su turno.

Monseñor Bernard tenía que quedarse en Montsegur hasta Pascua. Recibía a cuantos podía, las mujeres llegadas del Carcassés debieron esperar dos días. Acosado por todos lados por las peticiones de dinero, por las quejas escritas de algunos hermanos y fieles, ocupado en la redacción y el dictado de cartas pastorales, solicitado por los visitantes que acudían a pedirle consejo, el anciano obispo no predicaba más que dos veces por semana. Aun así, Raymond Guillaume, su hijo menor, se veía obligado a seleccionar, a espaldas del obispo, a los visitantes que le pedían una audiencia. Monseñor Bernard era capaz de pasarse dos horas escuchando las dolencias de la más insignificante anciana, pues nunca daría a entender a un fiel que su conversación podía aburrir o importunar. Cuando Raymond Guillaume le hacía notar que algunas personas abusaban de su bondad, el obispo respondía:

—No sería el servidor de todos si me permitiera juzgarles, ¿quién soy yo, para decidir que mi prójimo no es digno de hablarme?

Arsen y sus compañeras debieron tener paciencia. Pasaron el tiempo visitando a las mujeres que vivían recluidas en la montaña. ¡Era tan bonito sentirse por fin devueltas al rango de las aprendices, de las mediocres, de las que tienen que descubrirlo todo todavía! Entre las recluidas de Montsegur había varias ancianas célebres por su santidad. Al contemplar sus semblantes una se sentía de nuevo sobre tierra firme; eran sólidas, grandes y tranquilas como rocas. A pesar de las diferencias exteriores, se asemejaban profundamente entre ellas; tan bien cocidas y recocidas en el mismo fuego que se notaba resplandecer, a través de sus rostros enjutos, la luz de una juventud sin edad; primaveras eternas, cielos siempre límpidos. «¿Qué son nuestras miserias al lado de esta paz? Pues nosotras somos como lamparillas de camino y estas bienaventuradas ya están en el sol.

»Así fue también mi tía doña Serrone —pensaba Arsen—, así fueron otras señoras quemadas… hogares de oración. ¿Por qué se priva de ellos a la tierra? Nuestra vida ya es lo bastante dura».

El obispo las recibió una noche, después de la cena, en la estancia que los dueños del lugar le habían reservado. En una silla con respaldo, rodeado de escribanías, atrios, libros y rollos de papel, monseñor Bernard dictaba una carta a un postulante que le hacía de secretario; era mayor, le costaba leer e incluso escribir, aunque su mirada seguía siendo penetrante cuando la fijaba a lo lejos.

Tenía la costumbre de hablar a solas con los simples fieles, pero nunca otorgaba aquel honor a los investidos, pues decía con razón que todos los miembros de la Iglesia forman una sola alma. Las cinco mujeres se arrodillaron para la bendición, luego el obispo les señaló un banco donde podían permanecer sentadas a la espera de que terminase su carta. Dictaba en latín, pues se dirigía a un hermano de Italia, un santo y anciano diácono que conducía un seminario en Roma. En medio de las peores tribulaciones, aquel hombre altamente instruido mantenía largas disputas teológicas por correspondencia, «pues nada es más nocivo a la unidad de la Iglesia —decía— que el olvido de la pureza del dogma».

«Dios, cómo ha cambiado en tres años», pensó Arsen. El amplio rostro huesudo había adquirido el tono moreno que tienen las caras de hombres muy mayores y consumidos por la enfermedad, tenía los ojos brillantes y vivos rodeados de profundas ojeras, los cabellos blancos, que le pendían en mechas sobre los hombros, eran escasos; el cuerpo, a pesar de su natural corpulencia, parecía a punto de desplomarse sobre sí mismo, y tenía la voz ronca e imperiosa.

—Hermanas —dijo por fin—, estoy con vosotras. Me han informado de vuestra misión y del trabajo que habéis realizado; y si ha sido loable y en todo digno de vuestro rango, no me corresponde a mí agradecéroslo, y ni sois vosotras a quien hay que agradecerlo, pues todo lo bueno viene de Dios y sólo a él le pertenece. Pero si tenéis que exponerme debilidades, desfallecimientos o errores, trataré de examinar la causa con vosotras y de ayudaros a evitar la ocasión de caída.

Las mujeres se arrodillaron por turno junto al sillón para hablar. El obispo escuchaba con la mano en el mentón, los ojos bajos, y parecía que pensara en otra cosa. Ni una arruga cruzaba su rostro, impasible y cansado.

Al final, se levantó y cogió el Evangelio de su escritorio, después de secarse las manos con un paño blanco plegado sobre el brazo del sillón. Lo abrió y se puso a leer:

—El que entra por la puerta es el pastor del rebaño. El portero le abre, y el rebaño oye su voz; llama por sus nombres a las ovejas que le pertenecen y las conduce al exterior. Cuando ha hecho salir a todo el rebaño, camina delante de él; y las ovejas le siguen porque conocen su voz. No seguirían a un extraño, huirían lejos de él, porque no conocen la voz de los extraños. —Entonces, se detuvo y dijo—: No os leo la continuación, que conocéis tan bien como yo, sino que, según la poca luz que se me ha concedido, intentaré exponeros la forma en que conviene comprender los versículos 12 y 13, pues muchos de nuestros hermanos se han negado a abandonar sus puestos por temor de parecerse al mercenario que huye en cuanto ve al lobo y han querido ser semejantes al buen pastor que da la vida por su rebaño.

»Esa conducta, hermanas, es digna de alabanza, pero no siempre inteligente. Ya que ninguno de nosotros es el buen pastor, no hay más que un buen pastor. Él nunca ha huido, se quedará junto a su rebaño hasta la consumación de los siglos. Oíd más bien lo que está escrito más arriba: "No seguirán a un extraño". ¡Que Dios os libre de dudar jamás de esta parábola! El Enemigo tiene completo poder sobre los cuerpos, pero no tiene ninguno sobre las almas, si no es el poder que posee la carne que sufre por el alma que encierra. Nuestros enemigos nos temen con razón, pues hacemos oír a las ovejas la voz del pastor, y las ovejas que creían haberle robado, le siguen a Él. Nosotros no tenemos por qué temerles; nadie les seguirá, salvo los hijos de la perdición.

»Ahora, si puedo permitirme contaros una especie de parábola, os diré lo siguiente: había un hombre odiado sin motivo por su vecino, quien, presa de una rabia insensata, se puso a arrojar piedras y venablos a las ovejas del hombre, y mató a muchas. El hombre odiado sin motivo, viendo que no podía oponerse a la rabia de ese loco y que todos sus esfuerzos no hacían más que aumentar su rabia y causar un daño irreparable al rebaño, se marchó a la montaña para buscar a sus amigos, armados con bastones, diciéndose: "En grupo, seremos bastante fuertes para dominar a ese demente; y tal vez al no verme más, ese desgraciado deje de masacrar a mis ovejas, pues no es a ellas a quienes odia, sino a mí."—¡Ay, monseñor! —exclamó una de las mujeres, llamada Guillelme, juntando las manos—, ¿qué consejo nos dais?

¡Los hombres y mujeres mueren en pecado a falta de cristianos que les consuelen!

—¿Acaso creéis, como hacen los idólatras, que un alma ignorante puede ser juzgada y condenada por la única razón de que no ha podido recibir el bautismo? Los que mueren así, con el deseo del bautismo y una contrición sincera, no perderán de ninguna manera su posibilidad de salvación, y la encontrarán en la nueva vida. Pero si nuestro hombre permanece en el sitio luchando con el loco, no tendrá a nadie que pida socorro, y el rebaño se quedará sin pastor.

»Hermanas, en el pasado, gracias a la dignidad de que me invistieron por decisión de la Iglesia, predicaba en las plazas públicas y delante de príncipes, y trataba de convencer abiertamente a nuestros enemigos de sus errores, cara a cara y hombre a hombre. Ahora me escondo como un ladrón, acepto la hospitalidad de nuestros hermanos de Tolosa y no me dejo ver en mi diócesis más que rodeado de una buena guardia y vestido con ropas que no convienen a mi rango. Si fuera mañana a predicar en la plaza de Carcasona, actuaría como un loco, no como un siervo de Cristo.

»De todas, nuestra Iglesia es la que más ha sufrido. No es preciso, hermanas, que el rebaño corra el riesgo de quedar sin pastores. ¡Insensato el pastor que da su vida por el rebaño sin lograr protegerlo! Ante los que están en la cuna y todavía tienen que nacer somos responsables de nuestras vidas, pues no se han cumplido todavía los tiempos, y la Iglesia debe durar siglos, no generaciones. No sembremos nuestro trigo en un campo inundado, en plena borrasca, tenemos los granos contados, somos poco numerosos.

»No os doy un consejo, hermanas; es una orden lo que os doy. Sois libres de no obedecer si en vuestra conciencia y ante Dios creéis tener que actuar de otro modo. Pero sabed que en ese caso no tendréis de mí ni ayuda ni sostén ni bendición; pues no fui elegido para serviros a vosotros, sino para servir a los fieles.

—Monseñor, si hemos venido a veros —explicó Arsen— es precisamente para recibir vuestras órdenes. A vos os corresponde juzgar a qué provincia debéis enviarnos.

El obispo dijo que provisionalmente no las mandaba a ningún sitio, y que les imponía un retiro de un año en el peñasco de Montsegur; el hierro que ha servido mucho se embota y necesita que lo afilen. Las respetables hermanas se habían expuesto a las impurezas del mundo demasiado tiempo y corrían el riesgo, al perder contacto con la Iglesia, de caer en las trampas de la imaginación y de la propia voluntad.

—Ya he constatado ese mal en muchos de los nuestros —arguyó— y no conviene que la sal pierda su sabor, realmente no es el momento. Arsen, comparto vuestra aflicción por vuestra noble compañera, que era una cristiana dotada de las más preciosas gracias del espíritu. A partir de hoy tendréis con vos a una joven ordenada hace poco, un alma fuerte en un cuerpo que ha padecido hartas desventuras, y que tendrá mucha necesidad de vuestro sostén. El lugar de vuestro retiro se os indicará mañana.

—¿Hasta cuándo, monseñor —preguntó Guillelme—, tendremos que mirar cómo los lobos diezman el rebaño?

—Menos de lo que pensáis —respondió el obispo con calma—. Aunque para nosotros no hay victoria ni derrota, puedo afirmar que los siervos del Anticristo se verán cubiertos de confusión antes de lo que creen. Por las nuevas que recibo de diversos fieles que no os nombro, pero que son poderosos en el siglo, puedo juzgar que nuestra tierra vomitará pronto el veneno extranjero, y que el propio exceso del mal traerá el bien. Vuestras lágrimas serán enjugadas, y volveréis a la vendimia con más compañeras de trabajo que hayáis tenido nunca. Y las cosechas serán más ricas que antes.

Tranquilizadas y profundamente reconfortadas por aquellas palabras del obispo, las mujeres se retiraron junto a la castellana, que estaba rodeada de varias nobles investidas. Allí, Arsen conoció a su nueva compañera: Esclarmonde de Ventenac, doncella de unos treinta años, sobrina nieta del obispo Bernard; la aquejaba una gran debilidad de los ojos, apenas veía a tres pulgadas. Decía:

—Todavía soy muy afortunada, pronto no veré nada.

Con todo, tenía unos ojos muy bonitos, semejantes a dos grandes aceitunas negras, demasiado fijos y brillantes. Arsen la besó en las dos mejillas.

—¡Dios me envía a una compañera bella y noble! —exclamó—. Que nos permita permanecer juntas mucho tiempo.

—Señora —dijo Esclarmonde, inclinándose—, quiera Dios que mis defectos no hagan que añoréis demasiado amargamente a la que os ha dejado.

—La añoraré hasta mi muerte —repuso Arsen—, ¡Cuánto os tendré que querer, en recuerdo de ella! Pues también vos sois su hermana.

Al día siguiente, condujeron a Arsen y Esclarmonde a su nueva morada, que se encontraba a unos trescientos pasos del castillo, en pleno bosque, en la ladera este de la montaña. Se trataba de una cabaña medio excavada en la roca, construida de grandes piedras cortadas. Era muy bonita. Se podía hacer fuego, dos camas de piedra se hallaban dispuestas en la peña, y la puerta de entrada era tan grande que entraba luz durante casi todo el día. Desde el umbral de aquella puerta se veía el castillo muy cerca, con su larga y alta muralla como suspendida encima de los bosquecillos y de las rocas; se veía la pendiente empinada del gran precipicio, roca desnuda que comenzaba al pie de la muralla y parecía no acabar nunca; ni siquiera asomándose era posible ver el fondo del valle.

A ambos lados del sendero crecían por la pendiente abetos delgados y torcidos, unos casi en la copa de los otros; y el sendero reptaba como una serpiente entre los bosquecillos, llevaba a otras cabañas y luego hacia las grutas. La vista que se extendía detrás de las copas de los abetos más cercanos era bonita: un gran valle de montañas de pendientes suaves, cubiertas de bosques verde oscuro que se volvían azuladas a lo lejos. En el horizonte, montañas azules.

«¿Pasar un año así? —se dijo Arsen—. Hace solamente tres meses habría soñado con esto como la suprema felicidad. Y sin duda, si mi amiga estuviera aquí, yo diría: "Nos hemos merecido nuestro tiempo de reposo". ¡Ay! Ella cantaría de alegría, adornaría la cabaña con ramas verdes… Diría: "Hemos aumentado de grado, casi podemos tomarnos por señoras ancianas". ¿Ancianas? No debía de estar lejos de sus cincuenta años; yo tampoco… Ella diría: "Puesto que monseñor el obispo nos cree cuchillas embotadas, afilémonos lo mejor posible." Diría… ¡Ah! En cada árbol, en cada piedra de esta cabaña, oigo la voz de mi paloma batida hasta la muerte, de mi compañera de combate.

»Fabrisse, hermana, todavía tengo vuestras manos ligeras en la frente, vuestra sonrisa en mis labios, por vuestros ojos miro este bello horizonte. No me habéis dejado, querida, estáis a mi lado día y noche. Mi cuerpo sólo sufre del vacío que vuestra marcha ha dejado en mí. Pero el cuerpo es un caballo repropio y difícil de domar.

»En pie, apoyada en la pared de la cabaña, Arsen examinaba la alta muralla del castillo que dominaba la cresta; aquel navío de piedra se veía tan grande al lado de las minúsculas casitas amontonadas a sus pies que no parecía construido por manos humanas. «Arco que protege a los fieles, santuario inexpugnable, esta tarde tu sombra nos cubrirá con su gran ala, dormiremos al abrigo de tu fuerza. Fabrisse, os alegráis de saberme en buen puerto para mucho tiempo. He aquí mi nueva compañera, Fabrisse; os diré cómo es. Joven, noble, pero cruelmente humillada por su carne. En su sabiduría, el obispo me la ha dado como a los caballos demasiado ardientes se les da un jinete pesado y fuerte. Con ella no recorreré caminos, no me esconderé en graneros…».

Esclarmonde cantaba al cortar el pan, al verter el agua en los cubiletes de barro; como era la más joven, tenía a su cargo los trabajos de la casa. Limpiaba el suelo, estiraba las mantas sobre las camas. A veces, chocaba contra las paredes.

—Hacía tres meses que no venía aquí —aclaró, a manera de excusa—. Ya no reconozco nada, entonces todavía veía un poco.

—Os acostumbraréis pronto —contestó Arsen.

La joven paseó los dedos por los arabescos esculpidos en la pared exterior: unos círculos que encerraban cruces cuadradas.

—Esta casa es bonita, ¿verdad? Mi abuela, que era la hermana mayor de monseñor Bernard, vivió aquí veinticinco años. Hace tres meses que dejó el valle de lágrimas, y desde entonces la casa quedó vacía… Cuando yo subía a verla, siendo todavía niña, tenía la costumbre de decirme: «Si algún día escoges la vida buena, te dejaré mi casa». Por eso monseñor no la donó a nadie, a la espera de que me ordenase.

—Es un gran honor para mí vivir en la casa de la venerable doña Braïda —repuso Arsen—. No esperaba un favor semejante.

—¡No, el favor no es tan grande! —negó Esclarmonde, con una voz entrecortada donde asomaba más humildad que amargura—. Monseñor rinde homenaje a vuestra caridad al asignaros una compañera ciega. Mi madre me decía muy a menudo: «Cásate, pues ninguna cristiana te querrá como compañera, necesitan una hija que les sea de ayuda y no una carga».

—Vos me seréis una ayuda —dijo Arsen—, Sabéis tan bien como yo que la carne es vanidad.

Esclarmonde, como no veía nada, hablaba mucho… en todo caso, mucho más de lo que exigen las conveniencias y la regla. Era una muchacha instruida, que sabía latín y un poco de griego y de árabe, era bastante buena en astrologia y en música, y podía discutir sobre Aristóteles y Platón. Arsen pensaba, no sin ternura: «¿Adónde he ido yo a buscar a esta loca?». Pues la joven se sonrojaba y temblaba de emoción al hablar de Platón y de Sócrates.

—¿Creéis que seré digna de enseñar, cuando sea anciana? Una vez termine la guerra, volverán a abrir las escuelas, y no tengo que olvidar lo que sabía cuando podía leer…

Al rezar, Esclarmonde hablaba en voz alta y con un fervor extremo. No se contentaba con recitar la oración, improvisaba auténticos cánticos hablados. Arsen pensaba que, al no ver ante sus ojos más que una niebla luminosa, la joven debía de imaginar ángeles y visiones de gloria, pues con mucha frecuencia tenía la impresión de que se dirigía a alguien que veía. La quería como habría querido a una sobrina o a una prima. Trataba de dirigirla hacia una plegaria más sobria y tranquila, pero no era fácil dirigir a Esclarmonde.

Una o dos veces por semana las dos mujeres subían al castillo para los sermones y la bendición del pan.

Monseñor Bernard, tras una estancia de tres meses, se marchó de Montsegur y reanudó su vida errante.

En la soledad y el rezo, el dolor se despierta como león hambriento. Sus primeros meses de retiro fueron para Arsen meses de lágrimas. Le parecía haberlo perdido todo para nada; sus hijos ausentes, su marido martirizado, su hija sola en una ciudad extranjera, sus compañeros quemados, Fabrisse… y todos los enfermos que no había podido curar, los niños que no había podido consolar, los moribundos que no había podido ordenar…, en aquella tierra no la necesitaban, no faltaban predicadores y médicos.

«La destrucción por la paz. Señor, algún día os veré cara a cara. ¿Queréis que olvide hasta los nombres de aquéllos a quienes he amado? Para ser digna de serviros deberé ser más lisa que el guijarro, más transparente que el cristal. Que pueda ver vuestra cara en los rostros de mis hermanos humillados, para amaros sólo a vos, ¡yo, que he amado tanto a los que no eran vos!».

* * *

En primavera recibió la visita de sus hijos. Ahora estaban en el ejército del conde de Foix y subieron a Montsegur con veinte de sus compañeros para pasar las Pascuas. No se esperaban encontrar allí a su madre, hacía tiempo que habían perdido su rastro. Un hombre de la guarnición, al enterarse de que eran los hijos de Ricord de Montgeil, les dijo:

—Sé que una pariente vuestra está de retiro en el peñasco. Sin duda os recibirá con gusto.

Y cuando los tres jóvenes treparon la escalera de grandes piedras que subía desde el sendero hasta la casa de su madre, se detuvieron a diez pasos de la puerta y se sentaron sobre el musgo, a los pies de un abeto, sin atreverse a interrumpir la meditación de las recluidas.

Se miraron los tres en silencio, pensativos y asombrados, como si se vieran por primera vez tras siete años. Sicart era ya un hombre de treinta; los cabellos y la barba cortos, la tez oscura, una larga cicatriz en la frente, las mejillas hundidas y la boca desdentada, a resultas de un buen mazazo en la mandíbula. Renaud conservaba los dientes, pero le faltaban tres dedos de la mano izquierda y sufría una enfermedad de las entrañas desde que fue pisoteado al caer a un hoyo; tenía la tez terrosa y ojeras azuladas bajo los ojos. Sólo Imbert tenía mejor aspecto, era un hombre esbelto, delgado y robusto; su duro rostro, dorado como un pan demasiado cocido, emanaba salud. Los tres seguían teniendo la mirada ardiente y viva de su juventud, no se habían visto cambiar. Ahora se decían: «¡Pero si somos nosotros, en efecto! Qué cabezas más extrañas tenemos».

Delante de la puerta de la cabaña, sobre una pequeña plataforma de piedra, había un gran cántaro de barro marrón y un plato para moler el grano. Una voz de mujer joven entonaba un cántico, una voz fuerte y pura que por momentos se elevaba tan alto que las hojas nuevas de los matorrales y las briznas de hierba parecían estremecerse y vibrar. Por unos instantes los tres hermanos se sintieron semejantes al hombre que escucha durante cien años el canto de un pájaro, creyendo no escuchar más que un minuto. Tan impregnada estaba aquella montaña, desde el fondo del precipicio hasta la cima, de silencio y de paz; tan tierna era aquella voz, tan extraño les resultaba saber a su madre tan cerca y no atreverse a acercarse.

—Hermana —dijo de pronto una voz—, hay unos hombres delante de casa. Preguntadles qué desean.

No estaban seguros de haber reconocido aquella voz; una jovencita delgada y vestida de negro apareció en el umbral, dio unos pasos hacia ellos con las manos tendidas hacia delante. Los tres hombres doblaron la rodilla y Sicart preguntó si les permitiría hablar con doña Arsen de Montgeil, pues eran sus hijos y llevaban siete años sin verla. La joven les bendijo y les pidió que entraran en su morada.

Arsen, sentada en la cama con las manos juntas, miraba en silencio a los tres hombres arrodillados. Pensaba: «Mis hijos. Mis hijos. Son mis hijos». No comprendía. Habían cambiado, eran soldados como se ven a decenas, a centenares. «Esta guerra me ha quemado a mis hijos, no se parecían a nadie y ha hecho de ellos cabezas semejantes a todas las demás. Olivier… a Olivier nunca volveré a verle, mis cuatro hijos Aymon, que ya sólo son tres». —Bajó los ojos hacia las manos callosas y ennegrecidas, con un orgullo inconsciente.

—Veo que siempre hacéis el servicio a caballo —dijo.

Los hijos se esperaban tan poco aquella observación que se echaron a reír, con una risa dura y alegre.

—Nunca os avergonzaréis de nosotros —repuso Sicart—. Tenemos monturas mucho mejores que antes.

Esclarmonde les hizo sentarse al lado de la puerta y puso delante de ellos, en el suelo, un cántaro de vino, galletas de trigo y filetes de pescado ahumado. Intimidados, los tres jóvenes apenas tocaron los platos que sus anfitrionas no probaron.

—Tomad, comed —decía Arsen, casi suplicante—, debéis de tener hambre. ¿Negaréis esta gracia a vuestra madre? Yo ya no puedo daros nada más. Ya no puedo tocaros ni besaros, al menos quiero veros comer como antes.

—Para nosotros, es como si fuera pan bendito, señora —declaró Renaud.

Pensaba que a veces se hartaban, y también comían carnes más o menos frescas.

—Habláis muy poco —señaló Arsen—, vosotros que erais tan dicharacheros.

Imbert sonrió.

—Seguimos siéndolo. Pero normalmente hablamos mucho para no decir nada.

—No es lo mismo desde que le dispararon la flecha en el ojo a Olivier —dijo Sicart—. Seguimos estando unidos, pero somos un poco como una carreta con tres ruedas.

—En fin —habló Renaud, levantando la pálida cabeza de pesados cabellos castaños—, seguimos rodando bastante bien. Ahora que los meses de invierno han acabado podremos hacer un buen trabajo.

—Vos nos excusaréis, señora —dijo Sicart—, no podemos evitar hablar de esas cosas; no tenemos otra vida.

Arsen no apartaba los ojos de su hijo mayor; aquel labio deformado que el bigote no conseguía ocultar, aquella boca de viejo en una cara joven, la mirada despreocupada de un hombre sosegado y resignado a arriesgar su vida todos los días… Arsen ya no sentía lástima, aquel hombre se dedicaba al oficio para el que había nacido y pagaba su deuda al contado.

—¿De qué más se puede hablar? —preguntó, con dulzura—, Ahora la guerra es la vida de todos nosotros. Cuando nuestra tierra se libere, hablaréis de otras cosas.

—No será pronto —se lamentó Imbert—, Madre, después de lo que hicieron a nuestro padre, ¿seguiríais diciendo que es un pecado luchar?

—No —dijo la madre, bajando los ojos—. Sigue siendo un pecado, en efecto, como vivir es un pecado, pero nosotros ya no somos dueños de la vida que se nos impone. Cuando atacan el país y la fe de uno, un hombre puede no ser libre de quedarse de brazos cruzados. Pero matar a hombres sin defensa o torturarles es un pecado.

—¡Madre! —exclamó Renaud, tras un breve silencio—, ¿qué es preferible, cortar las manos y los pies a un hombre o matarlo?

—¡Renaud, Renaud, yo no soy tu jefe ni tu capitán! Pero tú mismo lo sabes, no tienes derecho a golpear más tiempo del que arriesgas tu vida. El hombre desarmado es tu hermano.

—No lo es —negó Sicart—, No les hacemos prometer que no lucharán más, dicen que una promesa hecha a nosotros no es válida. ¿Cómo podemos hacer prisioneros que acaso sean soltados al día siguiente? Esta guerra no es como las demás, ni siquiera tratando bien a los prisioneros nos hacemos sus amigos.

Y por la tristeza que vibraba en la voz de su hijo, Arsen le perdonó todo. ¡Cómo les hubiera gustado a ellos una guerra donde pudieran tratar al adversario como amigo!

«¡Esta cuestión ha de atormentarles mucho para que se hayan atrevido a hablarme de ella! —pensó—. Esa pregunta que me han hecho tantos hombres: "¿Qué pecado es menor…?". ¿Le corresponde a una madre contestar?». Pensó en Olivier, en su cuerpo parecido a aquellos tres cuerpos altos y morenos, y que desde hacía más de dos años se pudría bajo tierra y no era más que un esqueleto. Y por un segundo vislumbró a su hijo muerto… no muerto, sino sin manos ni pies, caminando con dos muletas, utilizando dos muñones para coger el pan. Una ola de horror y de lástima animal la inundó; se llevó las manos a los ojos. «Eso no, Dios mío, gracias, le habéis evitado eso».

—Matad —dijo, a media voz—, si no podéis obrar de otro modo. Matad sin hacer sufrir, en la medida de lo posible. Más vale morir rápido que morir a fuego lento durante veinte años. Pues la vida llega y pasa, pero el sufrimiento dura y corroe el alma. Como vosotros tratáis a los demás, os tratarán ellos a su vez, si os prenden.

—¡Madre querida! —exclamó Imbert, en un impulso—, ¿acaso hemos venido a atormentaros? Os hablamos de duelo y de pecado, y vos no deberíais conocer nada de eso. ¿Y para qué hemos luchado, durante siete años, si no para que nuestra fe sea respetada y para que quienes nos dan la vida puedan vivir en paz? Decidnos si llegarán esos tiempos.

—Seguramente —repuso Arsen—, Queridos míos, ojalá no tengáis que exponer demasiado vuestra vida hasta ese día. Y sin embargo, nuestra vida ya no depende de nosotros, sino de vuestro valor.