IV. RENAUD DE LIMOUX

Hacia el final de septiembre, una tropa armada guiada por un clérigo del obispado de Narbona se presentó en el aserradero de Ventajou y pidió al amo que mandara presentarse a un tal Renaud, burgués de Limoux, buscado por la justicia episcopal como apóstata y hereje. Renaud sólo tuvo el tiempo de escapar al bosque llevándose sus libros. Amo y siervos juraron no haber conocido nunca al tal Renaud; hasta los llevaron a Narbona para ser interrogados. Dos días más larde, los habitantes de la aldea de Ventajou que se dirigían a la vendimia vieron el cadáver de un hombre con las manos y los pies cortados, con los brazos y las piernas cubiertos de quemaduras en forma de cruz. El cuerpo estaba atado a un hito de piedra que servía para amarrar los caballos cerca del abrevadero. Habían dejado intacta la cara, para que todos pudieran reconocerlo. El hombre había trabajado en el aserradero durante dos semanas y lo había abandonado para dirigirse a Narbona, junto a su padre enfermo. Nunca se supo si fue él el delator.

Arsen y Fabrisse se marcharon del aserradero y volvieron a Laurac, donde el castellano las acogió en su casa. El lugar estaba rendido a los cruzados y el señor de Laurac pasaba por buen católico. Las dos mujeres, empleadas en el mantenimiento de la cocina, se encontraron con varios hermanos que se escondían allí, transformados por las circunstancias en bodegueros o en vendedores. Por la noche, se reunían en la alcoba de la castellana; sólo los familiares de la casa y los criados de más confianza eran admitidos a las reuniones, pero el cuarto era pequeño y con frecuencia había fieles que se desmayaban por falta de aire. Fabrisse, que estaba enferma del pecho, decía que prefería vivir en los bosques.

En octubre, el señor de Laurac recibió en su castillo al conde de Montfort en persona, que atravesaba el país para dirigirse a Agenais. Aquel día hubo una gran fiesta, llevaron toneles de vino a los soldados acampados fuera, y los caballeros del conde recibieron como regalo mantos, sortijas y telas bordadas por sus mujeres. Cubrieron las murallas de antorchas y engalanaron las salas. En el banquete, que duró hasta la noche, los cantores franceses y occitanos se desafiaron en una justa cortés, y la finura de la castellana llegó al extremo de conceder la palma a los cantores franceses. Era sabido que el conde de Montfort no era muy amante de fiestas; pero le gustaba oír canciones de su país.

Aquella noche, Fabrisse, echada sobre las baldosas de la cocina, entonaba cánticos, preguntándose si algún día recuperaría su voz.

—Hermana —le dijo Arsen—, ¿tendréis el valor de rezar por este hombre?

—Por todos los hombres, querida; si no, la oración no es más que vanidad e invención humana. Él hace lucir el sol sobre los justos y sobre los perversos.

«Mis ojos han visto a la bestia —pensó Arsen—, al verdugo de mi país. Tiene cara de hombre, come y bebe como los demás. ¿Es capaz un cuerpo humano de hacer tanto mal? He aquí un hombre que pesa más que miles de hombres».

—Fabrisse, nuestro hermano Aicart, a quien apresaron en Carcasona, era un hombre todavía joven y que hubiera podido salvar a centenares de almas si viviese. No habría entrado en una villa donde todo el mundo le conocía más que llamado por un moribundo. Por lo tanto, dio su vida por un solo hombre.

—Si tuviéramos derecho a escoger entre los moribundos que nos requieren ¿de qué valdría nuestro ministerio?

—Fabrisse, mi corazón se aflige cuando piensa que lo segaron demasiado pronto, cuando le quedaba todavía mucho por crecer en gracia y en espíritu.

—El salario es el mismo —repuso Fabrisse.

—Sí. ¡Pero cuánto mayor es el gozo de quien ha trabajado de la mañana a la noche y se ha ejercitado largamente en el amor! ¡Qué triste es ver partir a quienes les quedaba aún mucho que amar en la tierra!

—Allí arriba también aman.

—Yo no tengo ganas de dejar el valle de lágrimas —confesó Arsen, pensativa—. Es en el sufrimiento cuando demostramos mejor nuestro amor.

—¿Qué importa nuestro amor? Dios es el único que ama; en nosotros, a través de nosotros o sin nosotros.

—Ya lo sé. Pero nuestro corazón carnal desea tanto la alegría de amar que querría sufrir torturas durante mil años por la gloria del Amado.

Fabrisse suspiró y no dijo nada. Sabía que su compañera padecía un martirio desde que supo de la muerte de su marido.

—He sabido —decía— que un buen hombre llegó hasta él la víspera de su muerte; ¿cómo voy a saber si sucumbió en los tormentos? Me han dicho que me llamó hasta el final. Y yo no estaba allí.

Había llorado y gemido, y se había retorcido los dedos y abofeteado las mejillas, como hacen las viudas comunes. La pena que la desgarraba era tan poderosa que no podía pensar en moderar este dolor poco cristiano. Pues la carne es vanidad, pero no así el sufrimiento de la carne que desgarra el alma. «Mi leal compañero fue torturado hasta la muerte; el hacha, el cuchillo y la sierra entibaron en su alma con mil dolores. Cortaron su alma noble y hermosa en trozos, ¿en qué estado la ha recogido Dios? ¿Por qué no estaba yo allí? El empleado del comerciante de madera, que lo había visto, todavía lloraba al recordarlo; toda la ciudad le oyó llamarme y yo, su compañera, no estaba allí».

—No hacía falta estar en la plaza para oírlo, nunca un hombre que haya perdido tanta sangre ha gritado tan fuerte. Y cuando gritaba «¡Arsen!», los propios soldados bajaban la cabeza; y hasta la noche tuvimos todos ese nombre en los oídos, no podíamos pensar en otra cosa… Y cuando el verdugo blandió en el aire la cabeza por los blancos cabellos, tanta gente gritó «Muerte al verdugo», que los soldados no se atrevieron a acallarlos. Todo el mundo sabía que era un valiente que nunca había tomado para sí ni un sueldo.

«Ricord, ¿me perdonaste mis duras palabras, entonces? ¿Cómo ha encontrado Dios tu alma pura que pecó tanto por exceso de amor? ¿Con qué ropas ensangrentadas te has presentado a la boda?». Durante días y días la oración de Arsen fue sólo lágrimas y gemidos. Nunca se había sentido tan cerca de Dios. Nunca había ardido en un amor semejante por la imagen de Dios, tan cruelmente atormentada y perseguida en este mundo. «Señor, cuán terrible es el destino de todo lo que os pertenece en esta tierra, todo lo que os busca y quiere amaros en esta tierra, esta llama de amor que es vuestro único bien sobre la tierra. ¿Quién puede resistir a la locura de amor? Dios es amor de las almas perdidas. En nuestra tierra, Dios es piedad devoradora y ternura incansable… Y de igual modo que yo no me cansaría nunca de querer al alma tan herida de mi compañero, el Padre no se cansará jamás de su infinita piedad. Pues fue un gran pecador, pero yo sé con qué amor se consumió su alma, ¿a quién no perdonaré ahora? Mis ojos han visto al verdugo, a la fiera de cara humana, y no tengo la fuerza de rezar por él. Pero también en él, Señor, tal vez viva una llama de amor, desfigurada y profanada por los mil engaños de Satanás. Señor, vuestra piedad es locura, vuestra imagen escarnecida en nosotros llora en lo alto, en el concierto de los ángeles».

En el silencio de la noche, Arsen oía los cantos y los sollozos de las almas perdidas, de las almas mancilladas que gritaban y gritaban en vano: «¡Señor, Señor, déjanos ver tu rostro! ¡Estamos inmersas en un mar de fango, tenemos los párpados pegados, los oídos llenos de lodo!».

Veía decenas de almas puras y brillantes, pero semejantes a pájaros con un ala rota, que caían debatiéndose en el pozo negro de las matrices, en la cálida y viscosa prisión de la carne. Pues la tierra no era más que carne informe, donde las almas perdidas luchaban y daban vueltas sobre sí en un vano deseo de emerger hacia la luz. Piedad para los niños que abren por primera vez los ojos, todavía sin mirada; para los niños que gorjean como los pájaros porque todavía no saben que están en prisión. Pequeñas luces desoladas, condenadas a ser sepultadas mucho tiempo en la noche de la carne… y apenas se han arrebatado a la angustia y a las lágrimas, apenas han iniciado el vuelo hacia el cielo, su ala rota les arrastra de nuevo a la negrura… ¿Hasta cuándo?

«De todas las que la gracia del sacramento ha reunido en su espíritu perdido, ¿cuántas han sabido conservarlo en las ansias de la muerte? ¿Cuántas han franqueado el paso sin destruir sus alas reencontradas? Nosotros dijimos: "Ni siquiera la muerte podrá separarnos". Y en cuatro años no he visto su rostro ni una sola vez; la muerte ha llegado y yo estaba lejos de él. Señor, no sé nada de su alma, que tanto ha luchado, yo también estoy en la negrura.

El amor es semejante a los dolores del parto, la piedad a nuestra angustia ante el lloro del niño que ha salido de nuestras entrañas. Señor, mira este país, mira esta tierra, mira los miles y miles de almas que viven en tierra y están ante vos como un niño que se lamenta y muere. ¡Qué angustia, Señor, salvadnos del mundo, qué agudo es el dolor de amor!

—Fabrisse, hermana, ¿qué hacemos aquí? Estamos refugiadas, pero un refugio también es una prisión. Nadie se atreverá a traernos aquí a enfermos o moribundos. Tenemos que marcharnos, si no queremos convertirnos en higueras estériles.

—Me gustaría, hermana, pero hay que comportarse de modo que no nos convirtamos en antorchas humeantes en lugar de higueras, estériles o no. Nuestro obispo nos ha recomendado prudencia.

—Fabrisse, ¿quién sería tan loco de ser prudente si viera a su padre o a su hermano caer a un pozo? Está bien dicho que: «En realidad, quien me siga recibirá en esta misma vida cien veces más hermanos, hermanas, padres, maridos e hijos de los que habrá dejado por mí». ¿No nos exponemos por nuestros hermanos e hijos? Si tenemos que ayudarles, ¿cómo podemos pensar en la prudencia?

Las dos mujeres pidieron a la castellana ropas de abrigo y dinero para el camino, y se marcharon de Laurac. Un mensajero les había hecho saber que Renaud se escondía en los bosques cerca de Saissac; tenía mucha necesidad de la ayuda de una mujer, pues la aldea estaba ocupada desde hacía tiempo por los cruzados y no conseguía que le admitieran al lado de las mujeres moribundas. Y aquel invierno, a causa del hambre y de la contaminación de las aguas, moría mucha gente en esa región, sobre todo entre los ancianos.

Arsen y Fabrisse pudieron reunirse con Renaud, quien, en previsión de su llegada, les había construido una buena cabaña con estacas y ramas, a treinta pasos de la suya, al abrigo de una roca cubierta de pequeños abetos.

—Ya veis —les dijo—, todos los oficios se pueden aprender: yo era herrero, heme aquí convertido en leñador, carpintero y obrero. Ésta es todavía más bonita que la mía, he cavado tan hondo que no correréis ningún riesgo de congelaros.

Renaud juzgaba a los demás según él mismo; pese a su edad, todavía tenía la sangre tan caliente que en pleno invierno trabajaba en mangas de camisa. Estaba alegre; uno siempre se siente feliz al encontrarse con antiguos compañeros de trabajo. Además, sin perjuicio a la gravedad de su ministerio, era un hombre de naturaleza alegre. Al alba, las dos mujeres se despertaron con los cánticos que entonaba a pleno pulmón. Su voz, todavía bonita, era grave y fuerte como las notas bajas del coro; y en su boca las súplicas y los actos de contrición adquirían un aire de cantos de triunfo. Hacía sus visitas pastorales acompañado de Arsen; Fabrisse estaba demasiado débil para las largas caminatas. En las aldeas vecinas, conocían casas seguras donde podían predicar por turnos y Renaud partía el pan bendito. Los dos compañeros respondían tan bien al aspecto de una pareja de burgueses pobres que podían pasar sin temor junto a clérigos y monjes, a nadie se le ocurría examinar sus rostros de cerca. Para llamar menos la atención, Renaud se había dejado crecer la barba.

Un día, en la plaza del mercado de Saissac, dos monjes vestidos de blanco lo detuvieron por el brazo.

—¡Eh! Dinos, compañero, has de ayunar mucho para estar tan delgado.

—Dejadlo, hermano —repuso el otro monje—, ya veis que va con una mujer.

Siguieron a la pareja con los ojos, frunciendo las cejas.

—Nos hemos salvado por los pelos —dijo Renaud—. No tenemos que venir más aquí mientras estén esos hombres en la villa.

Los dos hermanos, predicadores ambulantes de una nueva cofradía muy fomentada por el obispo de Tolosa, tenían por misión especial descubrir a los herejes. En el sermón que tenía que pronunciar aquel día en casa del baile de Saissac, Renaud exhortó a los fieles a la caridad y les prohibió expresamente ponerles la mano encima a los dos monjes…

—¿En qué seríamos superiores a ellos —arguyó— si les combatiéramos con sus propias armas? Que ninguno de vosotros se deje dominar por el espíritu de Jehová y diga: exterminemos el mal con las armas y a los enemigos de Dios con el filo de la espada. El hombre que así actúa se parece al loco que se sirve de ascuas para apagar el fuego. Esos dos hombres son, es cierto, siervos de Satanás; pero cuando van solos por el camino, de pueblo en pueblo, no son más que dos pobres hombres, desnudos y desarmados, y no debéis ver en ellos si no su debilidad carnal, infinitamente digna de piedad.

»Hermanos, si Dios nos hubiera revelado alguna señal infalible que nos permitiera reconocer a los hijos de la perdición, deberíamos considerarnos superiores a los ángeles. Saúl, que tanto daño hizo a la Iglesia antes de convertirse en el mayor de los apóstoles, ha de servirnos de ejemplo eterno; ¡que ninguno de vosotros se exponga a la desgracia de apagar una llama celeste al creer golpear a un hijo de Satanás! Sabed que si alguna vez me entero de que les ha sucedido una desgracia a esos dos hombres en los alrededores de vuestra villa, haré saber al obispo que albergáis a traidores y asesinos.

—Monseñor —dijo el baile—, poco importa que yo reviente de rabia cuando pienso que esos hombres de los que habláis os buscan para mataros. Cuanto más predicáis la caridad, más se llenan nuestros corazones de cólera. ¿Cómo vamos a dejar que hagan daño a hombres como vos?

—Sabéis que nadie puede hacernos daño, hijo. No veáis hombres en nosotros, pues en realidad somos mucho menos que los demás hombres: cortezas secas y conchas vacías. Si el espíritu quiere servirse de nosotros, no cometáis el sacrilegio de creerlo prisionero de nuestro cuerpo. El día en que dejemos de servirle, encontrará instrumentos nuevos y más apropiados para cumplir su obra.

—¿Creéis, hermano Renaud —preguntó Arsen cuando se hubieron retirado los dos a su habitación—, que la Iglesia no habría perdido nada si, por una desgracia inconcebible, el bienaventurado apóstol Pablo hubiera muerto al principio de su apostolado?

—¿No es una cuestión demasiado sutil, hermana? Igual que preguntar qué sucedería si un buen día el sol no saliera. Con todo, el sol no es más que un bloque de materia inanimada, mientras que las obras del bienaventurado Pablo estaban inscritas en el pensamiento de Dios desde toda la eternidad. Nos creemos libres de caminar a derecha o izquierda; pero en realidad todo lo que ha de ocurrimos está cumplido en Dios desde siempre. Estamos leyendo un libro cuyas hojas no podemos volver antes de tiempo.

—Es un pensamiento cruel —repuso Arsen— y difícil de concebir. Cuando tratáis de desviar las almas del pecado, ¿las creéis libres de cometer o no el mal?

—No. No más libres de lo que soy yo de hablarles como lo hago; no puedo hablarles de otro modo. Si escuchan mi voz, significa que no eran libres de cometer el mal.

Después de inclinarse el uno ante el otro, se dieron la espalda para consagrarse a la oración. Renaud rezaba en voz alta, recitando el Pater noster y sus comentarios; su cadencia era monótona y solemne, parecía salmodiar una letanía. A menudo, Arsen se preguntaba si, bajo aquellas palabras tan conocidas y tantas veces repetidas, se escondía otra lengua, la que hablaban los apóstoles el día de Pentecostés; pues sentía que una fuerza y una paz nuevas descendían sobre ella cuando rezaba con Renaud. No pensaba en él más que él en ella, pero eran como la chispa y la yesca, la llama de plegaria se encendía allí donde se encontraban juntos.

Era la época del gran ayuno de Navidad. Después de comer, al alba, un poco de pan y de beber agua fría, los dos compañeros se despidieron de sus huéspedes.

—¡Si al menos a mi hermana Fabrisse se le ocurriera calentar el agua antes de bebería! —se levantó Arsen—, Tiene dolores tan fuertes de pecho…

—El alimento prescrito por la regla no sabría hacer daño —dijo Renaud—, Vuestra caridad os obliga a atormentaros demasiado por el cuerpo.

—¡Ay! ¿Cómo no voy a querer el cuerpo de mi amiga? Quien está en prisión se pega al muro a través del cual habla con su compañero.

Cerca del sendero que llevaba a sus cabañas, Renaud y Arsen descubrieron a un hombre herido; era rubio y parecía extranjero. Sus agresores le habían dejado desnudo.

—Es un milagro que no haya muerto durante la noche —dijo Renaud, acercando la oreja al pecho blanco del joven—, pues parece haber perdido mucha sangre.

Levantó al herido por los brazos para cargárselo a la espalda.

Instalaron al joven rubio sobre el jergón de Renaud, envuelto en pieles de oso y capas de lana. Las mujeres le pusieron piedras calientes bajo los pies y prepararon caldos de hierbas calmantes, pues parecía sufrir mucho. Al día siguiente estaba ardiendo por la fiebre, tanto que Renaud tuvo que sangrarle aplicándole paños mojados en la cabeza. Durante tres días, el enfermo no hizo más que gemir y murmurar palabras incoherentes; al cuarto, recuperó el conocimiento y pidió comida.

—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Arsen—, Es un francés. No podremos ocultarle quiénes somos por mucho tiempo.

—Si no nos pregunta nada, nada tenemos que decirle. Lo que importa es salvarle cuanto antes.

El joven estaba tan debilitado que apenas abría la boca, y en absoluto se le ocurría preguntar el nombre a las personas que le curaban. Renaud no tuvo más remedio que rezar sus oraciones fuera, lo cual con tiempo lluvioso era una penitencia muy dura.

El enfermo tenía una herida grave en el costado izquierdo; no era profunda, pero supuraba y le provocaba fiebre.

Era valeroso y no se quejaba, pero a Arsen se le encogía el corazón cuando le veía morderse los labios de dolor. Era muy joven, más joven que sus hijos. Le dijo:

—¡Qué terrible sufrimiento debe de pasar vuestra madre por vos! ¡Debe de contar los días y las horas!

El muchacho esbozó una bonita sonrisa, confiada y alegre.

—¡Vos lo habéis dicho! Me prometió que pondría cada día un cirio a san Miguel por mí.

Acabó por contarle que se llamaba Gautier de Maleterre, que era nativo de Ile-de-France e hijo de caballero; que servía en la compañía del caballero Manassé de Bury, comandante del lugar; sólo llevaba seis meses en el país. Unos bandidos le habían sorprendido en el bosque y le habían dejado por muerto. El país no era seguro, nunca debería haberse aventurado solo por un camino forestal, pero había querido verse con una muchacha que tenía demasiado miedo de sus padres para recibirle en su casa. Arsen suspiró. Había oído hablar a menudo de esas muchachas; creían servir al país atrayendo así a los soldados a una emboscada.

—¿Cuándo me repondré? —quiso saber Gautier—. Por el amor de Dios, haced saber a mi capitán que aún estoy vivo, os dará una buena recompensa.

—¿Para qué? Pronto os pondréis en pie —dijo Renaud.

Un día, cinco jóvenes nobles del país acudieron a ver al buen hombre, que estaba sentado a la puerta de su cabaña; dijeron que querían pedirle su bendición, pues dejaban el país a escondidas para unirse a las tropas del conde de Tolosa. Renaud no podía decirles que tenía a un francés en su choza y halló un pretexto para conducirlos hacia la casa de las mujeres. Sin embargo, Gautier ya había oído más de lo necesario. Aquella noche, cuando Renaud le llevó pan empapado en vino caliente, él rechazó la escudilla y preguntó:

—¿Por qué no me habéis dicho la verdad? Sois un hereje.

—No, un cristiano —repuso Renaud.

—¿Por qué os piden esas gentes que las bendigáis? No sois un sacerdote, ¿qué sois?

—No puedo mentiros. A los ojos de los vuestros somos unos herejes.

—¿Por qué me habéis mentido hasta ahora? —preguntó el joven con dureza.

—No he mentido. He estado más ocupado en curaros que en hablaros.

Gautier clavó en él una mirada extraña, cargada de espanto, asco y asombro.

—¿Vos me habéis hecho esto? —preguntó, lentamente. Cayó sobre su jergón ocultándose el rostro entre las manos—. Habría preferido morir a ser tocado por vos.

—No soy leproso ni apestado, por lo que no he podido haceros ningún mal al tocaros.

—¿Sabré algún día si habéis aprovechado mi estado para infligirme vuestro bautismo de Satanás? —exclamó el joven.

—El bautismo —arguyó Renaud— no puede concederse nunca a quien no tenga conocimiento y no lo desee. Sólo hemos tratado de curaros.

—¿De qué me sirve semejante curación? ¿Cómo puedo creeros? ¡He estado durante días sin conocimiento en vuestras manos!

Por mucho que Renaud intentó demostrarle que estaba cegado por vanas supersticiones, el joven rechazó el alimento y los cuidados, y, hacia la noche, fue víctima de nuevo del delirio. Renaud se dijo que en algunos casos resulta duro no poder mentir, pero que por lo demás la regla estaba impuesta por Dios y no por los hombres. Veló dos noches y dos días a la cabecera del joven enfermo, llegando incluso a descuidar sus oraciones, pues le parecía que la vida del muchacho estaba en grave peligro. Había que calentarle los pies continuamente, envolverle la cabeza con paños húmedos, obligarle a beber. Se helaba; Arsen y Fabrisse se relevaban para rodear el lecho del enfermo con piedras calientes que se enfriaban casi al momento.

El día que Gautier abrió los ojos, Renaud ya no estaba allí, había tenido que marcharse con Arsen para consolar a un moribundo en los alrededores de Montoulieu. Fabrisse, tiritando también de fiebre, se calentaba las manos sobre un cántaro de agua caliente. Gautier se incorporó sobre el codo y cayó otra vez con un gemido.

—¡Ah! Gracias a Dios —exclamó Fabrisse—, ya recupera el conocimiento. Habíamos creído que os perdíamos, señor Gautier.

—¿Dónde está ese hombre? —preguntó el enfermo.

—Tenía que hacer en la villa. No os agitéis, os daré de beber.

—¡Ah! Eso me da igual. Está bien, dádmela. Ya entiendo, también vos sois de su secta. Sin embargo, tenéis aspecto de mujer noble y fina.

—No sé qué aspecto tengo yo, pero vos me parecéis un muchacho un poco simple. Unas personas os recogen y os curan como pueden y vos no os dignáis a hablarles con educación.

—¿Por qué me habéis curado, si no para hacerme aceptar vuestra fe?

—¿Tantas ganas tenéis, señor Gautier? —dijo Fabrisse, con su sonrisita seca, a la que asomaba cierta maliciosa ternura—, ¿tantas ganas tenéis de aceptar nuestra fe?

—¿Por qué os burláis de mí? Soy demasiado simple para responderos.

—Se alcanza verdaderamente mucho al convertirse a nuestra fe, señor Gautier. Ved qué hermosa vida llevamos, nuestros bellos palacios, nuestros grandes festines, nuestros criados y nuestra guardia. No tenemos nada más que esto para tentaros, ¿cómo podemos tratar de convertiros? Teníamos que salvar vuestro cuerpo para que vuestra alma tenga algún día la oportunidad de que la salven a su vez.

—Ya veis —dijo Gautier, desconfiado pero sin enfado— que tratáis de seducirme, puesto que ya me habláis de la salvación del alma.

—Espero que dentro de tres días os halléis en estado de dejarnos —repuso Fabrisse—. Y no cuento con pasar estos tres días enseñándoos nuestra doctrina.

—¿Acaso creéis que en tres días sería capaz de abandonar mi fe por vuestras abominaciones?

—En realidad, no sé de lo que sois capaz —admitió Fabrisse con un leve encogimiento de hombros que llevó a pensar al joven que debía de haber sido guapa y coqueta—, Pero ya toso bastante cuando no hablo; y preferiría hablar con los árboles que con personas decididas por adelantado a no escucharme.

—¿Tanto nos desprecian los vuestros que ni siquiera se molestan en hablarnos? —preguntó Gautier.

—Hace un momento —contestó Fabrisse— teníais miedo de que tratase de seduciros.

—¿Miedo? Os equivocáis completamente, no tengo de qué tener miedo. He hecho voto de defender mi fe y de no renunciar jamás a ella, ni bajo torturas ni bajo amenaza de muerte. Aunque me hicierais ver, por arte de magia, ángeles y estrellas bajando del cielo, no creería una sola palabra de lo que dijerais.

Después de beber, el enfermo se durmió; no tuvo más recaídas. Durante dos días, Fabrisse le hizo compañía, discutiendo con él sobre religión y salvación. Aunque, a ratos, se detenía, sacudida por una tos tan cruel que a Gautier le venían lágrimas a los ojos y dolor en el pecho. Esputaba sangre en el suelo, y decía que era bueno, tan bueno como una sangría. Gautier se prometía hablar de todo aquello con su confesor. Se sentía débil y solo, y aquella mujer era dulce; a veces pensaba que si ella hubiera tenido veinte o treinta años menos, sería maravilloso amarla.

Se marchó antes del regreso de Renaud y Arsen. Tenía remordimientos por la turbación que sentía ante la mujer hereje; se preguntaba si había hecho bien en dejarla sola, enferma, sin defensa… Más valía no volverse atrás. Vestido con calzones y una camisa de Renaud (demasiado grandes para él) se sentía ridículo y humillado; tanto más porque todavía se sentía débil y caminaba vacilando; tanto más porque aquellas ropas que había llevado un hereje podían hacerle más vulnerable todavía al veneno de la herejía. ¡Bonito equipo para presentarse en la ciudadela! Sus compañeros se pusieron tan contentos al volver a verlo vivo que no se les ocurrió reírse de su ropa.

Gautier de Maleterre era un creyente sincero, y no podía impedir sentirse inquieto por la salvación de su alma. No obstante, cuando expuso su situación al capellán de la ciudadela, comprendió plenamente los peligros que corría un hombre que tiene la desgracia de ser salvado por un hereje. El capellán le negó la absolución y lo trató de promotor de herejía y de traidor a su fe; si aquel hombre no hubiera estado investido con las órdenes sagradas, Gautier nunca habría tolerado semejante injuria.

—Padre, no me es posible hacer lo que me pedís. Me deshonraría para siempre si lo hiciese.

—Más aún te deshonras tratando de proteger a unos zorros apestosos que mancillan y destruyen la viña del Señor. ¿No sabes lo que son esas gentes, cuáles son sus crímenes y sus blasfemias?

—Padre, lo sé, puesto que he tomado la cruz contra ellos. También sé que he contraído esta deuda a mi pesar, y que habría preferido ser salvado por buenos cristianos. Pero revelaros su refugio es condenarlos a muerte; después de eso tendrán razón en decir que las gentes de nuestro país no valen gran cosa.

—Veo que esos malditos ya te han contaminado —dijo el capellán—. Tu fe y tu Iglesia están en peligro, ¿y tú te preocupas de lo que piensen de ti esas gentes que son peores que perros? Has de tenerles en muy alto concepto, para temer tanto su juicio.

El joven se sentía muy confundido, pues el sacerdote daba a sus palabras un sentido que no tenían, y acabó por creerse realmente culpable.

—¡Piedad, padre! Es cierto que hablé demasiado tiempo con esa mujer cuya dulzura de maneras me engañó. ¡Pero que no se diga nunca que un francés ha entregado a la muerte a las personas que le han salvado la vida, aunque fueran cien veces enemigos de la Iglesia!

—¿Y sabes tú que un hombre que hace tan mal uso del sacramento de la confesión ya no es un cristiano, y que su confesión no es válida? ¿Sabes al menos, pobre ignorante, quién es ese hombre al que defiendes? Según lo que me has dicho, deduzco que es el hereje Renaud de Limoux, que ya ha perdido cientos de almas y ha venido a instalarse en nuestra región para acechar, como un cuervo, a los moribundos que quiere entregar a Satanás. Pues la perversidad de esa gente es tanta que en cuanto oyen hablar de un hombre aquejado por una enfermedad grave, se precipitan a su casa para hacerle renegar de la fe católica y obligarle a cometer los peores sacrilegios, a fin de que su alma quede condenada con toda certeza. ¿Crees que puedo guardar el secreto de tu confesión con riesgo de que Dios sabe cuántas almas tengan que sufrir los tormentos del infierno? Pues ese hombre es un zorro astuto que ha sabido huir de nosotros tan bien hasta ahora, que sin ti habríamos ignorado completamente su presencia en el país.

—Padre, en realidad yo desconocía que fuera un hombre tan malo; pero para mí eso no cambia nada. No estaría aquí hablando con vos si él no me hubiera recogido medio muerto en el bosque, si no hubiera pasado noches a mi cabecera. Ni mi propio padre me habría cuidado como lo ha hecho este hombre.

—Ese pensamiento te viene de tu profunda simplicidad. ¿Acaso no se puede decir también que hacemos el «bien» a los cerdos cuando los engordamos antes de matarlos? Ese hombre no buscaba tu bien, sino el provecho de su amo, que es Belcebú. ¿Te habría dejado si no solo con una mujer astuta que ha aprovechado tu debilidad hasta el punto de inspirarte sentimientos de culpa?

—¡Es una mujer mayor, padre!

—La edad no tiene nada que ver con las artimañas de Satanás; está claro que esa mujer ha empleado la magia para seducirte. ¿Sabes que esos seres perdidos afectan un aire de castidad y de austeridad, pero se entregan entre ellos a los actos más infames? Este hombre del que hablas vivió antes con un hereje joven y guapo que en su secta habían nombrado diácono y que apresaron y quemaron en Carcasona el año pasado. Ahora vive en el libertinaje con esas dos ancianas que también están vendidas a Satanás y seducen las almas de las mujeres crédulas. ¿Por ese tipo de personas arriesgarás tu salvación?

—En realidad no sé si son esas personas —dijo el joven, ocultando su rostro entre las manos. No comprendía por qué le resultaba tan penoso imaginarse a aquel gallardo bonachón viviendo en el pecado con las dos mujeres de voz dulce—. No sé lo que son esas personas ni si, perdonadme, lo que decís es cierto, padre. Puede que hayáis sido informado por sus enemigos. Pero creo que si el diablo en persona me hubiera hecho un favor semejante, vacilaría en denunciarle.

—Entonces debes de conceder un precio muy alto a la vida de tu cuerpo —repuso el sacerdote, con desprecio—, y de tener por poca cosa la salvación de tu alma. Te advierto: sobre tus pecados he de guardar silencio, aunque te niegue la absolución, pero el sacerdote no debe el secreto sobre los crímenes graves de los que su penitente ha sido testigo. Sabremos encontrar a esa gente sin ti, bastará con una buena batida por los bosques de los alrededores; pero a ti, que has frenado la acción de la justicia, te declaro desde hoy mismo sospechoso de complacencias culpables, promotor de herejía e indigno de llevar la cruz de Jesucristo.

Gautier abandonó el confesionario en un estado de agitación y tristeza tales que lamentó seguir vivo. Se hallaba en aquel país para luchar, no para verse mezclado en asuntos tan sórdidos. Estaba dispuesto a odiar al sacerdote, a odiar al hombre del bosque y a sus dos compañeras. Ellos sabían mucho más que él de aquello, para bien y para mal, disponían de su alma como de un juguete. Se sintió bruscamente desnudo, sospechoso a sus propios ojos. Irremediablemente manchado. Si la fe en Dios exigía esos sacrificios, si para evitar un pecado mortal hay que caer en otro pecado mortal… ¿qué voz cabe escuchar?

Como no aguantaba más, contó su desventura a Jean d’Andilly, su compatriota y amigo de infancia que había tomado la cruz el mismo día que él. En la sala de guardias, junto a la gran chimenea, en medio de las risas y los cantos de los compañeros, ya no se sentía fuera de lugar; estaba dispuesto a creer que volvía a ser un hombre como los demás. Al principio, Jean se mostró escandalizado por su historia, luego se puso a hacerle mil preguntas sobre los famosos herejes, todavía no había visto ninguno con sus ojos.

—Lo que es astutos, puede decirse que lo son —dijo, no sin cierta admiración—. Es igual, te tienen atrapado; tú no puedes hacer nada contra ellos, puesto que te han salvado.

—Ahora van a buscarles. Sin mí, nadie habría sabido que se esconden en este bosque.

—¡Ah, diablos…! ¿Y si les previenes?

—¿Cómo? ¿Con quién? Si crees que conocemos a las personas de la aldea que están de su parte… Ir yo en persona sería entregarlos con toda certeza.

Jean se rascó la cabeza, apurado.

—Al fin y al cabo —acabó por decir—, tú ya no tienes nada que ver, has hecho lo que has podido. ¿Te das cuenta de a cuántas personas habrás salvado, a tu pesar? Dicen que uno solo de esos hombres condena al menos mil almas.

«Tal vez me haya condenado a mí también —pensó Gautier—. ¿Lo sabré algún día? Me han manchado tanto con su contacto que ni yo mismo sé ya qué soy. ¿A qué profanaciones, a qué sacrilegios han podido entregarse sobre mí, mientras yo no tenía conciencia de nada? —Trataba de recordar el semblante calmado y austero del hombre que se había inclinado tantas veces sobre él para secarle la frente y darle fie beber—. ¿Puede el diablo dar a un rostro de hombre el poder de mentir hasta ese punto? ¿Podré mirar a un solo hombre a partir de ahora sin decirme: tal vez es el demonio?». Cada gesto, cada mirada del hereje le parecían ahora cargados de disimulada maldad, y su corazón se sentía herido por una pena que se parecía a la náusea. No tenía ninguna estima por el capellán de la ciudadela, don Fulcrand; un provenzal, un hombre duro, iracundo, siempre dispuesto a acusar a los cruzados de tibieza y de disipación mundana. Pero en seis meses a Gautier le había dado tiempo de entender que los herejes que nunca veían eran mucho más peligrosos de lo que imaginaban las gentes del norte.

Jean d’Andilly era indiscreto de carácter. Aquella misma noche toda la guarnición se enteró de que Gautier había tenido la extraña oportunidad de ver de cerca a herejes auténticos. Don Fulcrand comprendió que no había tiempo que perder; puso al corriente al señor Bury, comandante de la plaza, y al día siguiente al alba todos los soldados y los mozos de la ciudadela estaban en pie; habían prohibido a los burgueses y campesinos que dejaran sus casas. Los hombres de armas se dispersaron en pequeñas tropas por los senderos del bosque.

Fue el propio capellán, escoltado por dos escuderos a caballo, quien tuvo la buena fortuna de descubrir el sendero que conducía a la cabaña de Renaud. Encontraron al buen hombre solo; las dos mujeres habían ido a recoger leña.

Al principio, cuando vio que se acercaban unos caballeros, Renaud quiso huir; pero ¿cómo podía esconderse detrás de árboles desnudos? «¡Ay! Debería haber construido la cabaña al borde de un barranco… Cuando llegue a la roca ya me habrán cogido». Envolvió rápidamente su libro en una piel de oveja y lo arrojó a la maleza, todo lo lejos que pudo.

—¿Eres tú el hereje Renaud, de Limoux?

—Sí.

—¿Dónde están las mujeres que viven contigo?

—Se han marchado.

—No deben de estar lejos —repuso uno de los soldados—. En su choza hay un pan apenas empezado.

Esperaron media hora larga. Como el frío era vivo, decidieron que el capellán y uno de los hombres de armas llevarían al hereje al fuerte de Saissac, mientras que el segundo soldado se quedaría a aguardar la llegada de las mujeres.

Arsen y Fabrisse lograron escapar; al oír voces de hombres y cascos de caballos, soltaron sus haces de leña para esconderse detrás de un gran macizo rocoso que estaba suspendido sobre el sendero. Pudieron ver al capellán y al soldado pasar por delante, arrastrando tras ellos a Renaud por una cuerda atada al cuello. Los caballos avanzaban bastante rápidamente, y el hombre se veía obligado a correr para seguirles. Tenía los brazos atados a la espalda y hacía grandes esfuerzos por adaptar los movimientos de sus largas piernas al ritmo del paso de los caballos. Aterradas, las dos mujeres pegaron la cabeza al suelo helado cubierto de hojarasca podrida. Permanecieron mucho rato así, sin atreverse a moverse, entumecidas por el frío.

—¿Adónde vamos? —habló por fin Arsen—. Ya no podemos volver a casa.

—¡Ay! ¡No nos movamos, muramos aquí de hambre y de frío! —se lamentó Fabrisse, prorrumpiendo en sollozos.

¿Para qué servimos? Ni siquiera tenemos nuestros libros. ¿Cuánto tiempo más seguirá Dios imponiéndonos este sufrimiento?

—Hermana, ¿creéis que ese niño a quien curamos nos ha traicionado?

—¿Quién, si no? —arguyó Fabrisse, con amargura—, ¿Qué puede esperarse de almas tan débiles? ¡Pero qué importa! ¿Nos ha puesto Dios aquí para ayudar sólo a los buenos y fuertes?

* * *

El comandante de la guarnición y el abad de Souillac, representante del obispo, se sintieron muy confusos ante la captura de una pieza tan importante. Los herejes son como la resina en llamas, tan peligrosos de guardar como de transportar, y los cruzados no disponían en Soissac más que de unos cincuenta soldados.

—No puedo prescindir de todos mis hombres para mandar llevar a este acólito de Satán a Carcasona; y si envío a una pequeña escolta, perderemos a la vez a los hombres y a la presa.

—Mandad que avisen a monseñor el obispo, que nos envíe refuerzos.

—¿No esperaréis que mis soldados consientan en vivir días y semanas con una pestilencia semejante encerrada entre nuestras murallas? —dijo el caballero—. Ni que quieran abandonar a la gente de Carcasona el beneficio de su buena acción. La mitad de ellos defienden la guarnición en esta villa desde hace dos años y todavía no han visto ni una sola quema. No hay que dejar que olviden que están aquí para defender su fe… ¡ya lo olvidan bastante!

—¡No les dejaré tomarse la justicia por su mano! —repuso el abad.

—Vos, que sois lugarteniente del obispo, tenéis el poder de condenar a muerte a ese hombre.

—Dios me guarde, señor caballero, ningún hombre de la Iglesia tiene ese poder.

—Quería decir que tenéis el poder de pronunciar la sentencia que lo abandone a nosotros. Los hombres de las pequeñas guarniciones se quejan de que los tratan como a perros guardianes y no como a combatientes de la fe.

El abad, muy descontento, tuvo que rendirse a la evidencia. No era el momento más adecuado para preocuparse por cuestiones de procedimiento. Mandó convocar al día siguiente al capellán de la guarnición y al cura de la iglesia parroquial de Saissac. Los soldados iban y venían por la sala de guardias y el patio del castillo, agitados como en la víspera de una marcha. La presencia del hereje les revolvía la sangre; sobre la ciudadela había un rayo suspendido, a punto de caer. No se da todos los días ni a todos los hombres la posibilidad de participar en un acto de justicia de Dios. Más de una mano se crispaba, trémula por el deseo de tocar la madera de los haces de leña. ¿No darían los sacerdotes, con su manía de hacer las cosas en regla, tiempo de escaparse al enviado del diablo? Pues dicen que esas gentes son tan fuertes que hacen, de un golpe con el pulgar, que caigan cadenas de treinta libras, o se transforman en cuervos y levantan el vuelo, en cuanto les dejan salir al aire libre. No sin desconfianza, los hombres de armas miraron al cura de Saissac cruzar el patio para dirigirse a la sala baja del torreón. Ese cura, un hombre de cierta edad, encorvado, mal vestido, tenía un aire triste y preocupado. Bendijo a los hombres a su paso, con mano distraída, sin alzar los ojos.

Manassé de Bury quería asistir al juicio; había mandado que le instalaran un sillón a unos pasos del abad. El clérigo encargado de redactar el proceso verbal cortaba sus plumas; los tres eclesiásticos, después de rezar sus oraciones, dieron orden de hacer entrar al prisionero y de que le quitaran las cadenas.

Renaud, que no había comido nada desde el día antes por miedo a ser mancillado sin saberlo por alimentos impuros, se sentía un poco fatigado. La noche pasada en el calabozo no había sido mala; al abrigo de los muros al menos se tiene la ventaja de no padecer frío. Después de concederse unas horas de sueño, había rezado con más fervor que de costumbre: «Entonces ya está hecho, Señor, me habéis entregado, mi lucha toca a su fin; ya no necesitáis a vuestro humilde siervo.

»Gloria a vuestra bondad. Señor, os dignáis por fin a destruir este cuerpo manchado y podrido, que durante cincuenta años tanto os ha ofendido. ¡Gloria por los siglos de los siglos a vuestro amor infinitamente tierno que no ha desdeñado el bajar tanto para encender el gozo en nuestros corazones! Briznas de paja en un mar de luz, eso es lo que son todos. ¡Abridles los ojos, Señor, como a Bartimeo, como al paralítico, dadles la fuerza de caminar hacia vos, pues vuestros milagros no tienen fin!». El carcelero le había interrumpido en sus oraciones, sacudiéndole por el hombro.

—¿Estás sordo o paralítico, para quedarte ahí como un pasmarote?

Renaud no le había oído entrar. Se acordó de los compañeros que le precedieron por aquella vía, tan numerosos que no podía contarlos: Guiraud de Montpellier, su primer compañero, Aicart, el segundo… le llegaba el turno a él de pasar por la puerta roja. Se preguntó por qué no sentía temor.

Pensó en Aicart; Aicart, que tuvo que luchar duramente por domar su carne rebelde, Aicart, que tenía deseos de vivir. «Yo no odio la vida —pensó, asombrado—. Todo es vida».

Miró a los tres hombres de largas vestiduras y cabezas tonsuradas; dos de ellos llevaban cruces de plata en el pecho y ropa blanca. Por ellos sólo sentía la lástima que se debe a los animales silvestres y a toda carne viva, pues no podía impedir creerlos infinitamente alejados de la salvación. Pero el tercero, el cura de Saissac, era un hombre a quien Renaud conocía desde hacía mucho tiempo. Antes de la guerra, aquel cura acudía a veces a sus sermones y le invitaba a los suyos, y se trataban como hermanos más que como enemigos. Ahora, él se encontraba entre los jueces, rehén mudo, cómplice de un poder extranjero.

«¡Ay, hermano! —pensó Renaud—, ¿diréis que me equivocaba al conjuraros a abandonar este antro de perdición? Vos me decíais: nuestra Iglesia es como un alma sin mancha en un cuerpo purgante, nuestra Iglesia asume los pecados del mundo como Jesucristo asumió la naturaleza humana…».

Interrogaron al prisionero en occitano, pues no sabía latín; el caballero de Bury tampoco.

—¿Eres Renaud, hijo de Jacques, que fue maestro herrero en Limoux?

—Sí.

—¿Tu edad?

—Un poco más de cincuenta años, creo.

—¿Te bautizaron y educaron en la fe católica?

—Me bautizaron.

—¿Hace cuánto tiempo abjuraste de la fe católica?

—Hace veinte años de eso, después de la muerte de mi esposa.

—¿Qué personas te incitaron a abandonar la fe católica para abrazar la infidelidad de los herejes llamados cátaros o albigenses?

—Nadie más que Dios, que me abrió los ojos para que supiera preferir el bien al mal. El día que abrí los ojos, fui hacia quienes hacían el bien.

—¿Cuáles son los nombres de los herejes que te iniciaron?

—Monseñor Bernard, obispo de Carcasona, y monseñor Pierre, su hijo mayor.

—¿Osas dar el nombre de obispos a los heresiarcas de vuestra secta? —preguntó el capellán.

—Ése es el nombre con el que designamos a nuestros superiores, no conocemos otro. Nos conformamos en ello a la enseñanza de las Santas Escrituras y del bienaventurado apóstol Pablo.

—No te creas en medio de tus adeptos. Aquí te conviene hablar con un lenguaje más modesto.

—No tengo otro lenguaje.

—Sin embargo, ¿practicaste la religión católica antes de convertirte a esta condenada herejía?

—No practiqué la religión católica; era como el animal de los campos; sin religión, buena ni mala.

El señor de Bury no pudo reprimir un gesto de cólera.

—¡Es vergonzoso! —exclamó—. ¿Cómo se atreve este hombre a confesar semejantes infamias?

—¿Osas pretender que no creías en Dios antes de dar tu corazón a la fe herética? —preguntó el abad.

—No me preocupaba del dios de sacerdotes borrachos y de obispos que roban los bienes de los pobres. —Renaud lamentó aquellas duras palabras al pensar en el cura de Saissac. Se apresuró a añadir—: Era un hombre simple. Todavía lo soy. No quería ofenderos.

—No creas que nos engañarás con una falsa mansedumbre —advirtió el abad—. ¿Qué son los insultos dirigidos a nuestros sacerdotes y obispos al lado de los otros con los que colmas a nuestra Santa Madre Iglesia; tú, que recibiste la gracia del bautismo para pisotearla como los puercos pisotean las perlas? Porque eres un hombre simple y sin instrucción te has dejado sorprender por las artimañas de los falsos doctores.

—Tenéis razón —aceptó Renaud con una sonrisa tranquila—. Vuestros sacerdotes no tenían la costumbre de hablarnos de Dios y de Jesucristo. Nos hablaban del infierno, de días festivos y de dinero que pagar. No encontramos gente que quisiera hablarnos de Dios.

—Este hombre —dijo el capellán— trata de excusar su crimen echando a la Iglesia la culpa de la ignorancia vergonzosa en la que ha vivido. Si fueras sincero, ¿no deberías estar dispuesto a escuchar las enseñanzas de los doctores de la Iglesia, puesto que tú mismo reconoces haberlos rechazado sin conocerlas?

—Ciertamente, no las conozco. Pero juzgo el árbol por sus frutos.

—El imbécil —repuso el capellán con dureza— recoge del suelo una manzana podrida, la muerde y declara después que la manzana es un fruto detestable. Ya los conocemos. Si, en tu estúpido orgullo, no te hubieras arrogado el título y las prerrogativas de un pastor de almas, no hablaríamos con un grosero de tu calaña.

El cura de Saissac, visiblemente molesto, desgranaba su rosario; todavía no había levantado los ojos hacia el acusado. «¿Tendrá miedo de que le traicione? —pensó Renaud, mirando las manos que se deslizaban por el rosario temblando ligeramente. Sentía, en la actitud del cura, al menos tanto miedo como piedad—. Puede estar tranquilo, estamos más lejos el uno del otro que Tolosa y Barcelona. ¿Acaso no sabe que ahora no puedo manifestar amistad por nadie? Ni siquiera con una mirada». El cura servía a su país como podía, escondía a proscritos, intercedía por las personas injustamente despojadas y tan bien fingía ignorarlo todo sobre la conducta de sus fieles que se hacía sospechoso.

—Me parece, reverendo padre —habló el caballero—, me parece, si puedo hablaros así sin ofender vuestro venerable ministerio, que marcamos el paso. Este hombre confiesa su crimen y no parece querer arrepentirse. ¿Qué más necesitáis?

«Por fin un hombre que habla con sensatez —se dijo Renaud—, Esos saben lo que quieren».

—Señor francés —dijo—, no hacéis mal en tener prisa por terminar, para mí no resultará de ello perjuicio ninguno, sino un bien. No obstante, en vuestro lugar yo trataría de comprender que se trata nada menos que de la muerte de un hombre.

El señor de Bury frunció las cejas y se volvió.

—¿Quién te ha dado permiso, grosero, para dirigirme la palabra y tratarme de «señor francés»? Yo no soy uno de tus jueces.

—Aún no estáis habituado a su insolencia —dijo el abad de Souillac—. Renaud, escucha, sabemos quién eres y no tenemos ninguna esperanza de verte renegar de tus errores, aunque estaríamos dispuestos a concederte la gracia si manifestaras voluntad de arrepentirte. Pero todavía tenemos preguntas que hacerte. ¿Desde cuándo estás en la región de Saissac?

—Desde hace cuatro meses.

—¿A cuántos moribundos de esta parroquia has concedido lo que llamáis el bautismo o la consolación?

—Prefiero no decíroslo.

—Sin embargo, sabes que tu religión te prohíbe mentir.

—¿La vuestra lo permite, entonces?

—¡Nosotros no somos fariseos, como vosotros, que os aferráis a la letra antes que al espíritu y le aplastáis la cabeza a un hombre para salvar a una mosca! —dijo el abad, encolerizado—. Para salvar la vida de los demás o por cualquier otro bien evidente, se nos permite mentir.

—Yo no mentiré para salvar la vida de los demás. Pero callar no es mentir. No os diré nada más.

—Dinos, ¿sabía el baile que te escondías cerca de aquí con las dos mujeres herejes?

—Os he advertido que no diría nada.

—Si no lo supiera, hubieras dicho que no.

—Aunque me preguntarais si me llamo Renaud y si tengo dos ojos y boca, respondería del mismo modo.

El abad se encogió de hombros y pidió al clérigo que tomara nota de las deposiciones para leer al acusado el proceso verbal. Como éste estaba redactado en latín, Renaud pidió la traducción y examinó el manuscrito en todos los sentidos para ver si, por casualidad, el secretario demasiado celoso había añadido nombres propios. Al no encontrar nada sospechoso, firmó.

A continuación, el abad leyó, en nombre del obispo a quien representaba en aquel lugar, la sentencia que declaraba que Renaud, hijo de Jacques, burgués de Limoux, hereje y excomulgado, era abandonado por la Iglesia, que no tenía esperanzas de su salvación, le encomendaba a las llamas del infierno y lo entregaba a la justicia secular.

—¿Dónde están los jueces seculares? —preguntó Renaud.

Menassé de Bury se levantó, se echó los largos pliegues de su capa por encima del hombro con un gesto impaciente y se dirigió hacia la puerta.

—A partir de este instante —repuso— todo buen cristiano es tu juez y tu verdugo. Antes de esta noche habrás saldado tus deudas con aquél a quien has vendido tu alma.

—Amén —dijo Renaud, con los ojos impasibles clavados en el rostro angustiado del cura de Saissac—, Que ninguno de vosotros sienta por esto remordimientos ni pena. Tampoco os alegréis, pues no es una buena acción.

El señor de Bury volvió, acompañado de soldados. El cura de Saissac se levantó y gritó:

—¡Padres, no entregáis este hombre a la justicia, sino a una soldadesca extranjera, dada al pecado de la lujuria y sedienta de sangre! ¡Humilláis nuestro ministerio al actuar así!

El comandante de la plaza le lanzó una mirada tal que el abad de Souillac y el propio capellán palidecieron y se irguieron; el infeliz cura retrocedió un paso, como si viera la férrea punta de una lanza dirigida a su pecho.

—¡Basta! —exclamó el caballero—, ¡Llevaos también a ese hombre, en la prisión sabrán enseñarle a cantar otras canciones! ¡Por la sangre de Cristo, padres, está visto que vuestra raza está tan podrida y degenerada que ni sotanas ni tonsuras cambian nada! ¡Ya era hora de que viniéramos a poner orden en vuestro país!

Arrojaron, pues, al cura al calabozo y condujeron al hereje al patio, donde los soldados le pusieron sobre la cabeza un alto sombrero untado de pez. No sufrió otras vejaciones, los hombres tenían miedo de su poder maléfico y sobre todo tenían prisa por verle encerrado en la prisión del fuego. La hoguera estaba preparada a doscientos pasos de las puertas de la aldea, en un viñedo erial.

Cuando se quedaron solos, los dos eclesiásticos y el clérigo guardaron silencio un buen rato, ofendidos por la afrenta que acababan de infligirles. Por un instante, el hereje se convirtió en uno de los suyos y el cruzado en el enemigo; y estaban dispuestos a aprobar las imprudentes palabras del cura de Saissac.

—¿De qué nos servirá denunciarlo al obispo? —dijo por fin el capellán—. El padre Aymeric es un sepulcro encalado, nuestro obispo también es francés y no excomulgará a un jefe de cruzados por un cura promotor de herejía.

—¡El procedimiento es irregular! —exclamó el abad, con el rostro tembloroso de indignación—. Los laicos ya se meten demasiado en nuestros asuntos. Nos correspondía a nosotros entregar al padre Aymeric a la justicia del obispo. ¿Cuánto tiempo más soportaremos el orgullo de estos hombres del norte? Allí donde reina la espada no hay justicia.

Manassé de Bury volvió a la sala baja como una exhalación y estuvo a punto de tirar un candelabro con el faldón de su larga capa azul. Todavía tenía el rostro encendido y le aleteaban las ventanas de la nariz, pero sus facciones se habían suavizado.

—¡Por todos los santos del paraíso, padres, no me induzcáis a semejantes tentaciones! ¡Me ha costado no mandar colgar a este hombre aquí mismo, por las palabras infames que se ha permitido a propósito de los soldados de Cristo! ¡Nuestra vida en esta tierra es ya bastante dura, y mis soldados no se exponen a ser apuñalados en cada esquina para que les insulten aquéllos a los que han venido a defender! Pensad que nuestra paciencia también tiene límites.

—El cura ha hablado disparatadamente —repuso el abad—, Soltadlo y mandaremos que se lleve a cabo una investigación sobre sus costumbres; enviaremos un informe al obispo. En el momento de cumplir la justicia de Dios no conviene que nos entretengamos con insultos personales.

—Yo no llamo insulto personal a un ultraje al ejército de Dios. Pero, para no empezar la casa por el tejado, acabemos antes con ese condenado. Me parece —añadió, repentinamente desconfiado— que habéis tenido muchos miramientos con él. Si de verdad quisierais hacerle hablar, me parece que no faltan medios.

—¿No iréis, encima, a acusarnos de complicidad con él? —dijo el capellán con aspereza—. Si conocierais mejor a esa gente, sabríais que no se les puede hacer hablar. A veces se puede sacar provecho de su odio exagerado por la mentira; pero cuando deciden no decir nada, es como golpear un madero. El fuego hará su obra con mayor prontitud, será mejor para todos.

—Tengo que asistir en persona —declaró el caballero—, Pero no estoy acostumbrado a este tipo de ceremonias. ¿Me acompañaréis?

—Es nuestro deber. Si acaso la gracia de Dios le tocara en el último momento, ha de ser devuelto a la Iglesia.

—En ese caso —advirtió el señor Bury—, no responderé de mis soldados.

—Si se convierte —dijo el capellán—, quiero que me quemen a mí en su lugar. Dad la orden de que toquen las campanas y los tambores.

De pie en el patio, pegado a la pared del torreón, Renaud notó que las fuerzas le traicionaban; sentía una sed atroz. El sombrero de pez le quemaba la cabeza. Veía hombres a su alrededor… ¿Cuántos? Varias decenas. Miradas, rostros, voces… Por primera vez en su vida se sintió embargado por el horror a la vista de sus semejantes; como si en toda aquella carne hormigueante no hubiera nada de humano, como si el alma hubiera abandonado bruscamente esos cuerpos; la bestia miraba por sus ojos. Y por un instante aquella incomprensible fuerza del mal le dio vértigo. Se disponían a matar a un hombre. Poco importaba cuál; olvidaba que se trataba de sí mismo. Unas almas se manchaban en un acto contra natura y se preparaban como para una fiesta; el pobre resplandor de piedad que se encuentra hasta en los ojos de los animales, ese último reflejo del alma había abandonado a aquellos cuerpos ruidosos, robustos, jóvenes… «¡Ay, Señor, qué les he hecho yo, yo no les odio!».

Estaba separado de los hombres para siempre. Estorbo, objeto repugnante que habían acorralado en un rincón a la espera de la hora en que tendrían tiempo de llevárselo a otro sitio para destruirlo. Iban y venían, se ponían sus armaduras de desfile, reían, hablaban del frío y del viento.

—¡Dentro de poco podremos calentarnos un poco!

—Habrá con qué calentarse. ¡Pero tendremos que taparnos la nariz!

—¿Es verdad que los cuerpos de esas gentes huelen peor que los demás, cuando se queman?

—Seguro; huelen a azufre y a huevos podridos.

—¿Tú has visto quemar a alguno?

—Sí, en Lavaur. ¿Me tomas por un recién llegado? Aquel día había cuatrocientos. ¡Dios, cómo gritaban! No se hubiera oído a Dios tronar.

—¡Éste no es menos que esos cuatrocientos! Parece ser que no todos eran verdaderos herejes.

—¿Crees que éste lo es?

—¡Toma! Si está aquí es que los curas han encontrado la prueba…

«¿Les pediré de beber a ellos? —se preguntaba Renaud—. Aunque, ¿a quién podría pedírselo, si no?». Dio un paso adelante y les vio ponerse tensos y al acecho, como una jauría de perros delante de un jabalí malherido que se vuelve a levantar de pronto.

—¡Oye, tú! ¿Qué quieres? —inquirió uno de los hombres.

—Por piedad —suplicó Renaud—. Beber. No he bebido nada desde ayer.

Varios soldados se miraron entre ellos, dándose codazos. Estaban sorprendidos al constatar que aquel hombre tenía un semblante tan corriente, que parecía un herrador o un carpintero cualquiera, como decenas que habían visto. Sólo su mirada era extraña: demasiado grave, demasiado penetrante, una mirada que parecía salir del fondo de un pozo.

—¿Creéis que podemos?

—Sería hacerle un favor.

—Es asunto del carcelero.

Estaban confusos, a pesar de todo.

—No tenemos orden. No nos hables más.

«¡Ay! Tan cerca de la muerte, ¿languideceré así por un trago de agua? Lo que viene será más duro todavía, ¡pero por Dios, que se den prisa! Ya no puedo más… No vale la pena pensar en lo que puede ser destruido, pero sufro. Señor, este cuerpo que tanto os ha traicionado os vuelve a traicionar. Viejo caballo, vieja fiera, sírveme unos instantes más, no te encabrites, no me tortures, déjame hablar con mi Salvador».

Rezó. No supo cuánto tiempo. Unos hombres acudieron a ordenarle que se quitara los zapatos, le pusieron una larga camisa blanca, le echaron una cuerda al cuello. «Ya está, se me llevan. ¡Señor, libradme pronto, Señor, no me rechacéis!».

Estiró los hombros y levantó la cabeza para aspirar el aire helado con todo el pecho. «Cantemos, puesto que hay que cantar, qué importa que estos hombres se rían, ya no tengo nada que ver con ellos. Sólo con vos».

Cantaba mientras caminaba, y su voz cascada no lograba dominar el ruido de pasos y de armaduras. El cortejo avanzaba lentamente. A la cabeza iba un voceador, golpeando con el mazo una plancha de cobre, le seguían unos hombres de armas a pie, luego el comandante y el abad, a lomos de sus caballos recubiertos de caparazones blancos bordados de cruces rojas. Después iban los clérigos y los cantores. El capellán iba a pie, delante de los soldados que llevaban al hereje, y enarbolaba una gran cruz de cobre. Tres hombres a caballo seguían al condenado, lanza en mano; los mozos de a pie y los arqueros formaban la retaguardia.

Convenía celebrar aquella fiesta guerrera con dignidad y recogimiento, a fin de que las gentes de la aldea, apiñadas en la plaza, agazapadas en los umbrales de sus puertas, comprendieran que los antiguos tiempos habían pasado realmente; y que nadie se volvería a burlar impunemente de la cruz de Cristo en aquel país. El baile, el sacristán, el notario y los burgueses más ricos tuvieron que sumarse al cortejo.

Renaud no sentía sus pies, entumecidos por el frío, ni siquiera tenía ya sed. No oía la voz, parecida a un rugido ahogado, que salía de su garganta; como tampoco oía los ruidos de cascos, ni las potentes voces de los cantores que celebraban como él la gloria de Dios. Oía otros cantos, más poderosos que la descarga del trueno, más solemnes que las campanadas en Pascua; con una armonía que jamás alcanzó canto humano… pues la paz de Dios es de una brillantez tan abrumadora que el corazón no la soporta, la cabeza se destroza, el cuerpo se aniquila. ¿Puede caer el sol sobre una lombriz? Todo vuela en pedazos, las últimas partículas de carne desaparecen como chispas en el fuego.

Interrumpieron su visión, un hombre le hablaba. Era para preguntarle si persistía en sus errores, si deseaba reconciliarse con la Santa Iglesia. Se vio al pie de un gran montón de leña rodeada de paja. Encima, se alzaba un poste de madera. Negó con la cabeza; no tenía ganas de hablar. Examinó la leña, pensativo, imaginando el modo más cómodo de trepar sin hacer que se tambaleara. Un hombre vestido de rojo subió con él y empezó a atarlo al poste.

Lanzó una mirada a la cercana ciudadela y a las casas de la aldea, aplastadas por un cielo plomizo y gris; a los negros bosques y los campos rojos, a la hilera de lanzas y cascos resplandecientes que rodeaban la hoguera… a las decenas de hombres de a pie, con los cuellos estirados, con las cabezas erguidas. «Entre ellos hay fieles míos —pensó—, y yo ya no los reconozco. Están tan lejos… Poco falta para que esa enorme torre me parezca tan pequeña como un dado de juego».

A sus pies, vio unas pequeñas llamas azules y amarillas correr por la paja, perseguirse, aumentar, lamer suavemente la leña. Un agradable calor rodeó sus pies helados. Fascinado, con los ojos muy abiertos, miraba el fuego elevándose. «Se acerca —pensó—, ¡Señor, se acerca! ¡Misericordia! Que sólo la carne sea vencida, Señor, éste es su último combate». Una repentina ráfaga de viento hizo crepitar la paja y la leña, el fuego se precipitó sobre el hombre como una fiera sobre su presa; Renaud sintió que su cuerpo se tensaba y endurecía en un vano esfuerzo de retroceder.

El dolor estaba allí, devorando sus carnes con una violencia tan repentina que creyó que todo su cuerpo estallaba y que la muerte ya había llegado. Pero aquella muerte era lenta, nadie sabe cuán lenta; cada segundo vale una hora, mil abejas revoloteando sobre mil heridas al tiempo. Él se zarandeaba y se esforzaba por echar hacia atrás la cabeza con los ojos cegados por el humo. «¡Señor, no tengáis piedad de la carne! ¡Por fin, Señor, dejáis que vuestro siervo parta en paz, según vuestra promesa!».

Los clérigos cantaban. Los soldados y los burgueses que se habían sumado al cortejo, de buen grado o a la fuerza, se quedaron mudos. Todos tenían los ojos alzados hacia el hombre que les dominaba desde lo alto de la hoguera. Habían llevado demasiada madera, el fuego prendía demasiado rápido, los soldados sentían que sus cascos se calentaban y sus rostros enrojecían, sus caballos relinchaban y resoplaban. En lo alto, el hombre no gritaba, sino que profería gemidos sordos. De repente, con un movimiento de hombros impresionante, arrancó las cuerdas que le sujetaban los brazos. Y cuando alzó los brazos al aire, un grito de estupor surgió de todas las bocas. Todos creyeron ver al hombre precipitarse sobre ellos o levantarse por encima de la hoguera.

Se arrancó de la cabeza el capuchón de pez, y durante unos segundos agitó los brazos como si tratara de apartar las llamas que subían hacia él. Por un instante, pareció que conjurara el fuego. Una ventada arrastró las altas llamas amarillentas que dieron vueltas y se retiraron hacia el suelo hasta casi rozar las patas de dos caballos, que se encabritaron y dieron un gran salto de lado. Alguien gritó:

—¡Una horca! ¡Volved a levantar la leña, atajo de torpes!

Arriba, el hombre en camisa de fuego tendió los brazos hacia el cielo, estirando su alta figura, como si tratase de colgarse de una cuerda invisible que le levantara por los aires. Después, echó los dos brazos atrás por encima de la cabeza para aferrar con las dos manos la punta del poste y no se movió más. Su cabeza, que el viento hacía surgir por momentos del humo, ensangrentada, roja e hinchada, aún vivía.

—Padre nuestro que estás en los cielos, Padre nuestro que estás en los cielos… Padre nuestro…

Una voz lastimosa, casi infantil, entrecortada por los sollozos, gritó:

—¡No es culpa mía! ¡Os juro que no es culpa mía!

A los compañeros de Gautier de Maleterre les costó mucho dominar su caballo, al que había espoleado salvajemente y que se precipitaba hacia la hoguera.

Tuvieron que llevarse al joven, que forcejeaba; Manassé de Bury lamentó haberle impuesto aquella penitencia, demasiado dura para un convaleciente.

El verdugo, después de sacudir el cuerpo del ajusticiado con una larga barra de hierro para asegurarse de que estaba bien muerto, apartó hacia el pie del poste los haces de leña que seguían enteros. El espectáculo había terminado, lo que quemaba no era más que carroña; y el olor que despedían los densos humos negros se hacía difícil de soportar. El señor de Bury hizo volver grupas a su caballo.

Regresó a la aldea, pensativo, junto al abad de Souillac. El eclesiástico contemplaba sombrío los tejados grises y rosados que emergían por detrás de los restos de la muralla derrocada. Pensaba en las represalias y en lo duro que resulta cumplir la justicia de Dios en una tierra mal conquistada. El soldado es semejante a la espada, pues no protege más que mientras tiene el tiempo y el medio de servirse de ello. Eran cincuenta para una región de dos mil almas.

—El diablo tiene que ser muy fuerte, padre —repuso el caballero— o habría que reconocer que este hombre se equivocaba de buena fe. Yo, que entiendo de esto, podría decir, si no ofendiera a Dios, que ese hombre ha muerto como un valiente. Y sin embargo no era más que un simple burgués.

—No os maravilléis en absoluto, señor —dijo el abad, frunciendo las cejas—; en realidad, esa gente desdeña el miedo, y convierte por ello muchas almas, pero no hay que ver en eso un mérito. Pues tienen tanto odio a la vida y tanto amor a la muerte que llegan a decir que el suicidio es una práctica permitida e incluso provechosa; y en su ceguera son felices cuando les condenamos a muerte. Mas es mucho menos por efecto del valor que de una exaltación enfermiza, de una suerte de delirio que alcanzan por una larga costumbre de los ritos demoníacos cuyo secreto poseen. Dios nos guarde de envidiarles nunca ese valor, que tan distinto es de la resignación cristiana como la locura de la cordura.

—Es justo —aceptó el caballero—. Me parece que deberíais explicárselo mejor a mis soldados, que son mozos simples y corren el riesgo de equivocarse con ello. Ya han corrompido a uno de mis hombres; un muchacho de mi tierra, y no me gustaría que le molestaran por eso.

—Si os importa —recomendó el abad—, haced que no le vean por la aldea ni por el campo durante uno o dos meses.

* * *

Una vez hubieron vuelto los soldados a la ciudadela, les llegó el turno a los pobres de participar en la fiesta. Muchos habían acudido a la zaga de los cruzados y se mantenían en grupitos, apartados de la hoguera, en las viñas y en el camino. Desde lo alto del torreón el vigilante se dio cuenta de que esos grupos aumentaban a ojos vista. Todas aquellas personas parecían errar sin objeto, deambular, ir y venir como si se hallasen allí por azar. Se asemejaban a un gran rebaño de ovejas dispersas por un campo donde no queda nada por pacer; pero, imperceptiblemente, el círculo en torno a la hoguera que seguía quemando se estrechaba.

El poste calcinado se derrumbó con estrépito en el fuego, arrojando ramitas encendidas veinte pasos a la redonda; las llamas seguían crepitando sobre lo que quedaba por quemar de la carne, pero todo el centro de la hoguera estaba ya negro, con algunos puntos de brasa roja. Sólo seguían quemando los últimos haces de leña, mezclando un humo gris y rosa al denso humo negro que despedía el cadáver. El sol se ponía. Y como el frío era vivo, de lejos podía pensarse que toda aquella gente se acercaba al gran fuego que moría para calentarse. Sentados en el suelo, arrodillados o en pie, parecían viajeros que se disponen a detenerse durante la noche; o las víctimas de un siniestro que miran con taciturna resignación los restos de su pueblo que arde. Había mujeres que lloraban. Algunos hombres se pasaban el pan de hogaza y el cuchillo, la bota de vino. Hablaban poco. No miraban en dirección a la fortaleza, hay momentos en que el odio se vuelve solemne y recogido como una plegaria; en que el dolor no tiene voz.

Las llamas habían destruido demasiado amor aquel día, los hombres habían visto quemarse al que era para ellos el verdadero pan, el refugio seguro, el calor de la mirada de Dios. ¿Cuándo les enviaría su obispo otro buen hombre? ¿Lo haría, después de semejante desgracia? «He aquí todo lo que nos queda de quien sentía tanta piedad por nosotros: trozos de carne y huesos negros, rojos y humeantes. Más nos valdría perder a nuestros padres y a nuestras madres que a este hombre más bueno que el pan. Cuando el sol abandona la tierra todo queda oscuro, cuando el buen hombre se va el mundo se vuelve malo.

»Somos tantos para velarlo que no tienen bastantes brazos para prendernos a todos… ¡Qué oprobio a nuestra villa! ¿Seguirá queriendo Dios apiadarse de nosotros, que cosa semejante hemos permitido? Por miedo de las lanzas hemos dejado que nos privaran de nuestro buen hombre». Arsen y Fabrisse se encontraban entre las mujeres que velaban en el campo. Un carbonero las había escondido en su cabaña. Habían prometido no quedarse mucho, sólo el tiempo de despedirse de su compañero. Aquella misma noche debían marcharse.

—¿Por qué lloráis? —decía Fabrisse—. Es una superstición que nos importe el cuerpo de los seres queridos. Nuestro amigo no ha perdido nada.

—Nuestro país ha perdido una antorcha luminosa. El demonio se ensaña tanto en apagar todas las luces que muchos hombres tendrán que caminar a oscuras. ¿Cuánto tiempo más, hermana?

—Lo suficiente para que nuestros cuerpos no vean el final. ¿Por qué pensar en ello?

Al día siguiente de la quema, sacaron al cura de Saissac del calabozo; le habían maltratado y había recibido golpes en la cara. El señor de Bury se excusó con el abad echando la culpa a sus soldados; y el abad se vio obligado a contentarse con aquella disculpa. Sermoneó duramente al cura y lo amenazó con la suspensión y con la cárcel. El padre Aymeric escuchaba taciturno, clavando en su superior unos ojos temblorosos enmarcados en párpados hinchados.

—No encontraréis a nadie que me sustituya —repuso.

—La pérdida no será grave —contestó el abad, con amargura—, Parece que tan bien habéis desempeñado vuestras funciones, durante treinta años que todos vuestros fieles adoran a los herejes.

—No —rechazó el cura entre dientes—. También hay católicos. Incluso ahora. No de todos los pueblos podríais decir lo mismo.

—Me gustaría conocer a esos católicos —dijo el abad, incrédulo.

—Prefiero no daros sus nombres. Vuestros amigos del norte no les hacen la vida fácil.

A la puerta del presbiterio, el padre Aymeric encontró a unas mujeres deshechas en lágrimas y a unos hombres que le miraban indecisos. Entre estos últimos había algunos de los que no iban nunca a la iglesia. Tuvo miedo.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó.

—Podéis contar con nosotros, señor cura. No olvidaremos lo que hicisteis ayer.

—No hice nada y no quiero tener que contar con vosotros.

—Queríamos que lo supierais. Ahora sois de los nuestros, lo queráis o no. Os tendrán vigilado.

—Qué imbéciles sois —dijo él, tristemente—. Ya no puedo hacer nada por nadie, y nadie puede hacerlo por mí. No me queda mucho tiempo aquí. Todo lo que os pido es que no toquéis a mi sucesor, si alguna vez tengo uno.

El señor de Bury fue a ver a Gautier de Maleterre en la torre donde habían tenido que encerrarlo por sus escandalosas palabras. El joven lloraba a lágrima viva, echado en el suelo, y repetía que estaba condenado y que no quería quedarse en aquella tierra.

—Gautier —le habló el caballero—, ya no eres un niño; formas parte de mi compañía, no contamos con muchos soldados. Eres un hombre que me ha prestado juramento y me encuentro delante de una mujercita que no puede soportar presenciar una ejecución capital.

—¿Acaso no sabéis que fui yo quien entregó a ese hombre? —gritó el joven, incorporándose sobre los codos.

—No, tú te negaste a decir dónde estaba la cabaña, cuando eras el único que conocía el camino.

—¡Pero él pudo creer que había sido yo! ¡Seguramente lo creyó! Yes verdad: ¡le traicioné con mi confesión! Cuando me habéis obligado a ir a mirar, tanto me habían calentado la cabeza que ya no pensaba en ello. Me engañaron, ¡era un santo! Si he sido yo quien le ha matado, estoy condenado.

El caballero dobló la rodilla y le puso la mano en el hombro al joven.

—Gautier, no quiero perderte. Compórtate como un hombre. Si esas personas no fueran hábiles seduciendo las almas, no serían peligrosas. Tienes el corazón tierno porque eres joven. Deberías saber que el diablo es más malicioso que tú, y que se arma de maneras dulces y buenas palabras para sorprender a los cristianos. ¡No quiera Dios que tu padre se entere nunca de que has pronunciado esas palabras! Traicionar la fe de uno es todavía más vergonzoso que traicionar el país.

—Yo no he traicionado mi fe —negó Gautier, sombrío—. He traicionado a un hombre que me ha salvado la vida.

—Son los azares de la guerra, muchacho. ¿Qué es el favor que te han hecho, comparado al mal que nos causan? ¿Quiénes te atacaron, diez contra uno, dejándote por muerto, si no sus amigos? Ya sabes cómo es la gente de esta tierra, cómo tratan a los nuestros; ya sabes que nada les produce mayor placer que coger a un cruzado vivo y torturarlo hasta la muerte. Sabes que esos siervos de Satanás son sus jefes y amos, y que en este país son más fuertes que nosotros. Yo llevo cuatro años luchando aquí y he tenido tiempo de ver cuán despreciada es la fe cristiana en esta tierra maldita, cuán podrido está este pueblo y lo depravado que es. Les gusta tanto la traición que prestan juramento por el placer de perjurar a continuación. No podemos contar con nadie, ni siquiera sus sacerdotes son siempre dignos de confianza. Tú te inquietas por ese hombre sin parar mientes en que él y sus semejantes son la causa de todo el mal, pues este pueblo se ha vuelto tan malo porque ha renegado de su fe.

El joven, triste y terco, apenas escuchaba.

—Si el favor que me han hecho nada es, significa que mi vida nada vale y que estoy como muerto —repuso—. ¿Por qué habláis tanto con un muerto?

—Ya ves hasta qué punto han corrompido tu espíritu —dijo el caballero con suavidad—. Son ellos quienes desprecian la vida, no nosotros. En realidad, ese hombre quería morir, y nosotros no le hemos hecho mal alguno. Están tan cegados por sus errores que van a la hoguera como a una fiesta. No es justo que sufras por esa gente.

—Yo también me alegraría de morir ahora —declaró Gautier—. He cometido una villanía por la que jamás obtendré el perdón.

—No te dejo marchar. Eres un soldado, no un clérigo, ni una mujer, para lamentarte de tus pecados. El perdón que nos ha sido prometido por hacer la obra de Dios tú te lo ganarás luchando.

—¿Quién me concederá ese perdón, puesto que dicen que la muerte de ese hombre es una buena obra? ¿Quién tiene derecho a perdonarme ahora? Aunque fuera a ver al papa en persona, ¿qué podría perdonarme? Los sacerdotes y los clérigos de este país lo han engañado, y cree que es bueno matar a esas gentes.

El señor de Bury se dijo que, decididamente, aquel muchacho se volvía peligroso; lo dejó, prometiéndose devolverlo a su tierra en primavera con el pretexto de una enfermedad. Los compañeros de Gautier estaban muy afligidos de verle encerrado, tanto más cuanto que corría un extraño rumor entre los soldados de la guarnición: el hereje quemado, decían, sólo era un valiente demasiado ingenuo que se había sacrificado por orden de sus superiores para desviar las sospechas del verdadero hereje, que había logrado esconderse.

Tres días después, con ayuda de sus amigos, Gautier pudo evadirse; dijo que quería dirigirse a Carcasona para explicar su caso al obispo y obtener permiso para hacer una peregrinación a Roma, pues desconfiaba del abad de Souillac y no podía soportar ver al capellán que había traicionado el secreto de su confesión. Pudo procurarse un caballo y una pequeña lanza de viaje; equipado así, pensaba, no corría el riesgo de llamar la atención, le bastaba con tomar atajos.

Cuando se trata de la salvación del alma, está permitido desobedecer a los superiores. Y nunca un alma había corrido tanto peligro. Su corazón se desgarraba en deseos de volver a ver al hombre que le había curado en el bosque. «En realidad, a quien no paga sus deudas le privan de sus bienes y lo arrojan a prisión; pero mi deuda es este cuerpo vivo y este cielo que veo y el aire que respiro, y que ya no son míos. Son de ese hombre que ha muerto por mi culpa. ¿A quién pagaré yo mi deuda? Sólo él podía concederme el honor, y murió despreciándome.

»Señor, si ese hombre era un enviado del diablo, ¿quiénes son los enviados de Dios? ¿Cómo vivir en este mundo donde el mal toma el rostro del bien? Si ese hombre insultó la cruz y profanó hostias, ¿qué vale esta vida? Pues si hizo eso merece mil veces la muerte, y sin embargo se me parte el corazón de pena. ¿Son estos sus engaños? ¿Me salvaron sólo para torturar y condenar mi alma?».

A una legua de Saissac, Gautier vio a cuatro caballeros que acudían a su encuentro. No se le ocurrió huir, dos de ellos eran los hijos de un castellano de los alrededores, con reputación de buen católico, y había apurado más de una copa en su compañía. Sin desconfianza, dejó que se acercaran; uno de ellos le saludó y luego, con un movimiento ágil y rápido, le puso la punta de la lanza en el cuello. Al momento, estaba Gautier aprisionado entre cuatro lanzas de hierro: una en la garganta, dos en los costados y otra en la espalda. Le quitaron su lanza, el puñal y la espada. Uno de los jóvenes preguntó:

—¿Fuiste tú el soldado que traicionó al buen hombre?

—Yo no quería traicionarle.

—Entonces, eres tú. Baja del caballo y adentrémonos en este bosquecillo de pinos, podremos hablar tranquilamente.

Gautier hizo un movimiento brusco con la cabeza, para traspasarse con la lanza; el hombre que lo tenía de cara, más rápido que él, desvió su arma.

—Despacio, amigo, no nos estropees la mercancía. ¿Os creéis los únicos con derecho a divertiros?

Los cuatro hombres tenían rostros jóvenes y francos, y en sus gestos se adivinaba esa distinción seca pero natural que permite reconocer a diez pasos al hijo menor de la pequeña nobleza. Gautier los miraba sin comprender. Muchachos como él. Lo que brillaba en el fondo de sus ojos castaños ni siquiera era odio, ni siquiera crueldad. Parecían sobre todo contentos; pero inhumanamente tranquilos. Gautier se sintió más aterrado que si hubiera visto cabezas de lobos sobre hombros de hombres.

Le tiraron del caballo y luchó mucho rato con las manos desnudas, tratando en vano de adueñarse de una de las lanzas; era hábil, y sus agresores hacían lo posible por no herirle seriamente. Al final, inmovilizado, dejó de forcejear y dijo:

—No será un combate del que os jactéis delante de vuestras damas, si vuestras damas no han perdido, como vosotros, todo honor. Ahora dejadme tiempo para rezar.

—No te faltará tiempo, esto durará tres o cuatro horas.

—Tenéis un bonito oficio —repuso él, con desdén.

—Tan honrado como el tuyo. Gaulcem, coge los caballos. No tengas miedo, francés, tus amigos cantarán bonitas misas por tu alma.

* * *

Aquel día, Gautier pagó su deuda larga y plenamente. Por la noche, su caballo llevó a la ciudadela su cuerpo atado. Tenía la cabeza, las manos y los pies completamente negros, transformados en carbón como legumbres calcinadas lentamente a la brasa, y su rostro a la vez quemado e intacto estaba petrificado en una expresión de sufrimiento tan espantosa a la vista que uno de los soldados que entraron el caballo y el cadáver en el patio del castillo cayó en redondo, sobrecogido, y costó mucho reanimarlo.

El señor Bury hizo investigar al baile y a los burgueses más sospechosos y, al encontrar a los culpables, hizo prender al azar a quince jóvenes.