III. GENTIANE

¡Dios tenga piedad del lamento de las damas del país en guerra, de las mujeres ricas y pobres, viudas o casadas, abuelas y muchachas! ¡Ya no hay para ellas amor ni alegría, están pobres y descoronadas, cargas inútiles, taras del acero, guardianas de hogares desiertos, hiladoras sin lana, lavanderas sin camisas que lavar! Esposas de un momento, madres con los brazos vacíos, amantes sin canciones de amor.

Sus tiernos corazones están completamente encarnados, atropellados sin cesar entre el martillo y yunque, sus corazones tan magullados y contusionados que acaban por no sentir los golpes. Es cruel el trabajo de amar en días de odio y de miedo. Más vale ser huérfanas de nacimiento, estar solas en el mundo, recluidas, viejas, jorobadas… Más vale tener el corazón duro como una bala de granito.

Hija de ojos secos, hija de cabeza dura, las alegrías que te esperan en este mundo son tales que te conviene glorificar a tu creador. ¿Cómo puede vencérsele, cuando es siempre y en todo lugar el más fuerte? Él, que fue el más bello de los ángeles, es nuestro amo y señor, demos gracias, yo ya no lo pongo en duda.

Por su ventana roja y azul Gentiane miraba a los hombres de banderas ornadas con flores de lis desfilar por la calle; sin armaduras, rostros descubiertos y sonrientes, arreos nuevos con clavos dorados, cruces rojas sobre las túnicas blancas, estandartes de flecos de seda. «Luis el León, que no ha tenido que luchar, que ha hecho que le abrieran las puertas después de ordenar que derribasen las murallas y que quitasen a los hombres sus espadas y sus ballestas… De él esperábamos justicia y viene a echar a nuestro conde para poner en su lugar a la fiera. El rey de Francia que nos traiciona, que no ha movido un dedo por defendernos, que ha dejado que nos aplastaran para enviar a su hijo a recibir nuestro homenaje. De él esperábamos justicia y no ha hecho justicia a su pariente y vasallo, ha puesto en su lugar a la bestia feroz, al carnicero, al asesino del noble rey de Aragón.

»He aquí lo que nos ha hecho el rey, que nos debía justicia: nos ha dado por amo a nuestro verdugo y ha vendido las ovejas al lobo. Ha traicionado su linaje y su raza en toda la nobleza de los países cristianos, y su honor de caballero; ha dado la razón al ladrón frente al señor legítimo.

»¡Oh Luis, príncipe de Francia, ojalá pudiera verte en mis visiones caído en un campo en medio de cadáveres y devorado por los lobos! ¿Acaso no tengo visiones de desgracia más que para mis amigos? ¡Ay! Simon, Simon, si viera tu rostro maldito sabría adivinar qué muerte te espera y mi corazón sería feliz, ¡pues sabremos hacernos justicia a nosotros mismos, tu muerte no será buena!

»Ahora Gentiane ya no estaba sola en su alcoba, el visitante que iba a pasar las largas horas de la tarde no era un servidor fácil de despedir. Bérenger d’Aspremont era de buena nobleza tolosana, pariente de la señora de Miraval; caballero, además, y de bello rostro. El amor de un hombre no es como un collar que una se quita del cuello para meter en un cofre, es una cadena dorada que traba los pies. Dice que muere por vos y que ninguna dama fue tan amada.

—Por un beso vuestro iría al fin del mundo.

Lo que quiere decir: casaos conmigo primero, luego iré a luchar. Bérenger quería ir a Aragón para sumarse a las tropas del conde. El amor, decía, le retenía en Tolosa.

—¿Es que me amaréis menos, una vez casados?

—No, pero si he de morir, quiero conocer antes la felicidad.

Gracias a los caprichos de su humor cambiante, a los consejos de Jacques d’Ambialet y a la insistencia de un pretendiente pródigo en bellas palabras, Gentiane se encontró prometida. Después de la muerte de su padre se vio aquejada de tal dolor por no ser un hombre que aceptó a Bérenger por sus espuelas de caballero y su destreza en el manejo de la espada. Había además muchas otras razones, pues en el mundo no siempre se hace lo que uno desea, sino lo que los demás esperan que se haga. Gentiane era poco experta en las costumbres del mundo y estaba muy decidida a vivir conforme a estas costumbres. Después de lo que había sufrido, no volvió a soñar con regresar al convento.

Bérenger d’Aspremont tenía treinta años y le gustaban mucho las mujeres; la ley del amor quiere que un hombre que avanza en edad apunte cada vez a conquistas más altas. Bérenger no había escogido por dama a una condesa ni a una princesa, sino a una muchacha pobre y sola, hija y hermana de personas fuera de la ley, una provinciana que ni siquiera sabía hablar de amor. Pero el día en que la vio, esbelta y débil, vestida de blanco, sobre el fondo de un tapiz escarlata, temblorosa bajo el soplo de su espíritu como un gran álamo crepitante entre las llamas…, aquel día Bérenger se prometió no conocer otros amores antes de obtener a aquella mujer. Lo que era, en realidad, una locura; la doncella encontraba el mismo gusto en el amor que un caballo en la carne.

Como ya no era joven, tuvo la audacia de hablar de su pasión, y fue cortésmente rechazado.

—No os consumáis en vano, estoy prometida a otros amores. Buscad un remedio a vuestro mal en otro lugar.

Él se puso en la manga los colores de la doncella: blanco y verde; en las comidas, hizo lo posible por no tomar más que los manjares que ella había tocado con la mano; rondó delante de su ventana, por la noche, con la cabeza descubierta y la capa echada por el suelo en señal de sumisión. No era más torpe que otros cantando y recitando versos, y a la joven le gustaba mucho su voz. Y cuando se enteró de la muerte de su padre se puso tan triste que él no se volvió a atrever a hablarle de amor.

Sin embargo, a fuerza de verla todos los días acabó por encontrarla más deseable que a ninguna mujer del mundo, con sus andares de corzo desgarbado, su tez oscura, sus ojos grises como el agua y el duro candor de su mirada. Y como un visitante inoportuno que, al no poder entrar por la puerta principal, intenta pasar por el patio, se puso a soñar en el matrimonio, con el fin de obtener al menos el cuerpo de la doncella. «Pues muchos hombres —pensaba— encuentran el camino del corazón de su dama de esta manera».

—Eso se llama empezar la casa por el tejado —le dijo la señora de Miraval, su prima—. ¿Por qué queréis casaros con una muchacha que no es rica y que no os ama?

—¿Acaso no será un gran honor para mí tomar una mujer como ella?

—Amar es un honor, primo, pero el matrimonio es con más frecuencia un negocio. ¿Osaríais pedir a una virgen tan pura los servicios que se pide habitualmente a las concubinas?

—Hay muchos hombres —arguyo Bérenger— que consideran una gran dicha poder dormir con la mujer de quien están enamorados.

—Yo no lo llamo amor —declaró doña Alfaïs—. Pero esta guerra ha degradado tantas cosas nobles y bellas que no os puedo culpar. Ya no hay lugar en este siglo para la virtud ni para la cortesía.

Gentiane dijo:

—Si tengo que vivir según la ley del mundo, será con vos antes que con otro, pues me parece que me amáis con lealtad. Puedo abandonar mi cuerpo a vos; en cuanto al corazón, que tanto deseáis, en realidad no sé nada de él, pero creo que no está hecho para el amor.

Nada más cruel ni más audaz que las jóvenes damas. Siempre empujan a los hombres a hacer más de lo que pueden y deben, porque les gusta oír hablar de sangre y de peligro. «¿No mancharéis vuestra boca con un juramento de fidelidad al usurpador? ¿No os quedaréis a los pies de vuestra dama cuando nuestro país está aquejado por tanto sufrimiento?». Dicen todo esto, no lloran por sus padres y hermanos, sino por la humillación de su patria. Y el amor toma a sus ojos el color de la sangre.

Aquel día Bérenger miraba a la dama de sus pensamientos, en pie junto a la ventana, temblorosa y rebosante de cólera.

—¡Siguen pasando, no se ha terminado! ¿Hasta cuándo durará esta humillación? ¿Cómo habéis tenido ánimos de dejarles vuestra espada, vos que sois caballero?

—No temáis, señora, me he quedado la mejor para mí —intentó calmarla Bérenger.

—¿Por qué soy mujer? Para vosotros, que os traten de mujer es la peor injuria. ¿Acaso la condición de una mujer es la de ser cobarde? A nosotras no nos piden que prestemos juramento.

—Señora, si me hubiera negado a prestar juramento habría tenido que exiliarme el mismo día y no me hubiera quedado nada para equipar a los soldados. Tened la seguridad de que nos pagarán esos juramentos.

—¡Ah! ¡Todos lo dicen! —exclamó la joven amargamente—. Nos sometemos para ganar tiempo, ¿es que el tiempo nos ha aprovechado, hasta ahora? ¡Y si el noble Aimery de Montréal no se hubiera adherido al principio, nuestra caballería no habría sufrido esta afrenta de verle colgado de una horca! En lugar de ser tratados como enemigos, seríais tratados como traidores.

—¡Qué importa! —dijo Bérenger—. Es un placer traicionar a amos semejantes. ¡Y si pienso en horcas, señora, no es en las que puede que un día nos preparen, sino en las que tal vez nos conceda Dios la alegría de levantar con nuestras propias manos para más de un traidor de nuestro país! Pues esta guerra ha hecho de la traición una gloria y del cargo de verdugo un bonito oficio. En vuestra bondad os habéis dignado a escogerme por vuestro futuro esposo, no temáis que avergüence vuestros colores ni el apellido que llevaréis.

—¡Ay! No dudo de vuestro valor, ¿cómo iba a atreverme? Pero nosotras, las mujeres, tenemos el corazón demasiado ardiente. Si fuera un hombre, abriría esta ventana, tomaría un arco y apuntaría al ojo de uno de esos hombres que pasan para vengar a mi hermano, que murió de un flechazo en el ojo.

—Tranquilizaos, llegará el día en que una muerte como ésa les parecerá demasiado hermosa. Caerán bajo los martillos, las hachas para madera y los cuchillos de cocina. Un año o dos más, y acorralarán a Simon de Montfort por los bosques como a un lobo rabioso a la espera de ser desollado y colgado.

—¡Pero Bérenger!, ¿olvidáis que su amo es príncipe de este mundo? Hace sus milagros para ellos. Contra él el buen derecho y la fe en Dios siempre tendrán las de perder en este mundo.

Giró en círculo entre el cofre y la cama, con las manos juntas bajo el mentón, los ojos brillantes y secos.

—Lo que me encoge el corazón, querido… lo que me encoge el corazón más que nada… es darme cuenta de que nosotros no podremos hacerles nada peor de lo que nos han hecho ellos. ¿Qué, apresarles? ¿Qué, torturarles? ¿Arrancarles los ojos, cortarlos en trozos? Ellos se lo han hecho a inocentes y a justos, nosotros no haríamos más que castigar a asesinos. Aunque fuéramos lo bastante fuertes para invadir su país, quemar sus casas, violar a sus hijas, ellos ya nos lo han hecho a nosotros, que no les hemos atacado. ¡Sólo obtendrían lo que merecen, y nosotros no lo hemos merecido!

—¡Con que sólo estuvieran fuera del país!, yo no pido tanto… —repuso Bérenger—, Ojalá se fueran y nos dejaran vivir. Les dejaría libres por lo demás.

—¿Acaso han cortado brazos y piernas a vuestro padre? ¿Han puesto su cabeza en una lanza en la puerta de la villa? Y por mi padre debo regocijarme, pues está en el paraíso, pero ¿cómo hay que actuar con quienes lo hicieron? ¿Se irán a sus castillos del norte? ¿Volverán con sus mujeres? ¿Tienen derecho a ello?

—Preciosa —dijo Bérenguer levantándose y cogiendo a la joven por los hombros—, no penséis más en todo eso, es demasiado cruel. ¡Malditos tiempos, que obligan a las mujeres a endurecer así su corazón; a ellas, que están hechas para la ternura, la dulzura y la cortesía! ¡Qué extrañas palabras de amor estamos cruzando!

Ella escrutó el rostro del hombre con sus ojos ardientes y pensativos; era un rostro altivo, subido de color, de labios bonitos y fuertes; tenía los abundantes bucles castaños tan largos que le cubrían la frente y rozaban sus cejas. Un hombre nervioso y vivo como un pura sangre, reflexivo, cortés e instruido… «¡Qué apuesto es mi prometido! ¿Acaso no habría estado orgulloso mi padre de un yerno así? ¿No deseó siempre mi madre verme casada? ¿Qué importa ahora? Nada puede ya avergonzarme ni darme miedo. Estoy delante de mi enemigo, que es mi amigo, sus manos tocan mis hombros y su aliento me quema la mejilla. ¿Qué más puedo perder? Los franceses entran en Tolosa, el país está traicionado y entregado; mi padre ha terminado su combate».

—¡Ay! Bérenger, ¿por qué me habéis elegido por dama a mí, que no soy bella ni instruida en las maneras de la corte? Durante tres años, en el convento, me agoté rezando y ayunando y velando por la noche. Soy mayor, tengo veintitrés años. No estoy como para aprender la ternura y dulzura que esperáis de mí.

—Yo necesito a una esposa como vos, señora; una mujer a quien pueda colocar en un lugar más elevado que yo. Y, si los azares de la carne nos obligan algún día a tener hijos, que sea una madre fuerte en espíritu, que les guíe hacia la salvación.

Todo estaba preparado para los esponsales, y ahora la propia señora de Miraval tenía prisa de verlos acabados. Desde que el obispo reinaba en la villa, no era prudente que una muchacha visionaria permaneciese virgen demasiado tiempo. Y sus visiones eran en el presente más sangrientas que nunca, aunque menos frecuentes. Veía al obispo en persona y a sus adjuntos y a sus artesanos, salpicados de sangre por todas partes, caminando entre los cadáveres, como merodeadores la tarde de una batalla.

La novia no tenía ni un sueldo; el futuro tenía que dotarla antes de la boda. Era un honor muy peligroso conceder una casa y tierras a la hija de un hombre ejecutado públicamente como rebelde de la Iglesia y de su soberano. No obstante, para los clérigos de la cancillería como para los cónsules, Ricord de Montgeil era un héroe, y aquella boda elevaba incluso el prestigio de Bérenger.

La novia se preparaba en su alcoba, ayudada por las doncellas de la casa, y estaba muy triste y agitada. Doña Alfaïs, que presidía los preparativos, la tranquilizaba sonriente.

—¿Acaso creéis que si entráis en la tienda de un mercader mahometano o judío para comprar un perfume o alguna bisutería femenina, os convertís por ello a la fe del comerciante? Si las leyes del mundo nos imponen esta ceremonia, no hay que concederle más importancia de la que merece. Sólo una fe débil puede temer estas pruebas.

—Señora, antes de venir a Tolosa yo no había entrado nunca en una iglesia; y antes de este día nunca he participado en los sacramentos del demonio. ¡El sacerdote me hablará como a una bautizada, me bendecirá con sus manos, me dará a besar la cruz!

—Querida hija, sabéis que aquí, en Tolosa, nos es imposible vivir según las buenas costumbres en las que os educaron vuestros padres. Hemos aprendido a someternos en apariencia para conservar la fe pura en el fondo de nuestros corazones. Nuestro obispo nunca nos lo ha prohibido. Sólo el cuerpo se somete a la ley del mundo; si lo hace para beber, comer y dormir, ¿por qué no ha de poder sufrir también esta humillación aparente que no compromete en nada a vuestro corazón?

Gentiane, llevada al altar por un tío anciano de doña Alfaïs, se unió al caballero Bérenguer d’Aspremont para ser su legítima esposa. La señora de Miraval, sentada en la primera fila detrás de los novios, temía ver a su protegida presa de alguna súbita inspiración, pues la joven estaba singularmente pálida y temblaba, y se erguía continuamente como si temiese caer. Bérenger no le quitaba de encima una mirada inquieta, se preguntaba si su estado lo causaba la repugnancia que sentía por él; estaba enamorado, y el visible miedo de la joven aumentaba su deseo, ¿acaso hay algo más noble que una castidad tan feroz? Había conocido a muchas mujeres que sonreían de oreja a oreja en cuanto le veían de lejos.

«¡Oh, estos cantos, oh, estos cirios —pensaba Gentiane—, oh, este altar adornado, estas paredes pintadas, esta púrpura y este oro, el olor demasiado agradable de este humo azul! ¡Cómo despliega Satanás sus artimañas para atrapar a los corazones en la trampa de los sentidos! ¡Qué bien sabe excitar la concupiscencia de la carne y de la vista! Estos cantos que odio parecen hermosos a mis oídos, y la luz que atraviesa estas ventanas de colores es una caricia a mis ojos. Lo que mi alma rechaza, mi cuerpo lo acepta gozoso. ¡Señor, piedad, los verdugos de mi padre cantan en esos coros, este oro y este esmalte están rojos de sangre! Roma y la cruz nos han crucificado, los sacerdotes han vendido nuestro país; por la tonsura y el pan sin levadura y el oro de las iglesias han violado nuestra tierra. Y nuestros cuerpos prisioneros permanecen aquí, como en un sueño, para sufrir los sortilegios del demonio».

Como en sueños, vio la mano del sacerdote unir su mano con la de Bérenger; como en sueños tomó el anillo y se inclinó ante la cruz; le parecía que otra hacía aquellos gestos en su lugar, otra, un cuerpo helado y sin vida, una hija extranjera que sólo tenía en la cabeza un murmullo de campanas, y en el corazón un agujero abierto… Se bajó el velo rojo sobre el semblante; toda la iglesia se volvió roja y los cirios vacilaron, y bajo la ligera tela de seda sintió que su rostro enrojecía de sofoco; pero ahora estaba más calmada. Velada, luego ausente. Libre de cerrar los ojos y rezar. Nadie se extrañó de su gesto, más bien admiraron su arrojo. El sacerdote, que sabía a qué atenerse, hizo como si no se diera cuenta de nada.

La joven novia entró a la mansión de Aspremont en brazos de su esposo; en el salón el suelo estaba tapizado de flores, las paredes cubiertas de guirnaldas y de ramas recién cortadas. Las muchachas del cortejo cantaban a coro y los músicos tocaban la flauta y la cítara. La mesa estaba puesta para cincuenta convidados, los manteles eran blancos, bordados en plata, y había tantos cirios encendidos en las lámparas y candelabros que a pleno día su luz dañaba a los ojos. La boda fue alegre. «Que no nos crean empobrecidos y abatidos, que no se jacten de habernos quitado la alegría. Que nos envidien lo que ellos no pueden tener, la libertad de reír y de cantar en nuestras casas, rodeados de nuestros amigos y de nuestras damas. Son libres de quitarnos todo eso, no obtendrán con ello la felicidad».

En su alto asiento de madera dorada, cansada de sonreír, un poco triste, Gentiane miraba los cirios que acababan de quemar. «La noche está aquí, las campanadas de la iglesia tocan a vísperas, la ciudad pasa de rosada a grisácea, encienden las antorchas en las calles llenas de soldados extranjeros. Aquí estoy, vestida de rojo, con traje rojo y velo rojo. Adiós, vestido negro, atavío deseado con excesivo fervor, jamás cantaré el Cántico Nuevo».

«Monseñor diácono, aquel día me habíais dicho: "No eres nada. Una débil mujer que desatina y se cree visitada por el espíritu porque el demonio de la carne la atormenta". Pues eso fue lo que quisisteis decir. Sin duda conocíais mejor que yo esas cosas, pues he oído hablar mucho de la carne y de sus deleitaciones diabólicas, y podrían hablarme igual del país de las Indias donde la gente tiene cabeza de perro.

»Y si ahora me marchara, si huyese de esta casa, con este vestido rojo y estos collares y pendientes regalados por el hombre que me ha comprado; si fuera hasta el palacio del obispo de los diablos: "Monseñor, he vivido hasta aquí en las tinieblas de la infidelidad herética, quiero confesarme a vos solo y revelaros todo lo que sé sobre los herejes de esta ciudad". Una vez junto a él, sabría cómo actuar. Él no lleva cota de mallas, le atinaría en pleno corazón, a la derecha de la cruz… La muerte que me darían después poco importa, no habría vivido para nada. Si tengo que perder el alma, que sea al menos con provecho.

»Loca, no por nada te piden que te pierdas, para matar tu orgullo y tu vano deseo de gloria. "… Si necesitamos beber, comer y dormir, ¿por qué no sufrir esta humillación aparente que no compromete nuestro corazón?" Después de la ceremonia de la boda católica, la del lecho nupcial. Vuelve al rebaño, ¿te tomabas por el cordero divino, tú, la más miserable de las ovejas? Más tarde, dentro de veinte o treinta años, empezarás a entender lo que Dios exige de tu alma. Acudirás a Él, vieja, fea, manchada por las costumbres del amor animal y por diez maternidades, pensando en la virgen que has sido como en una niñita extravagante. ¡Humilde, Señor! Lo seré, tendré un motivo. Todos envidian mi virginidad, también vos, monseñor diácono, me la envidiasteis.

»Ante los hombres no habéis infringido la regla y sois puro. Al menos lo espero. ¿No sabéis, monseñor, lo grande que es el poder de vuestros semejantes? ¿No sabéis que una mirada vuestra pesa más que mil besos de otro? Su fuerza es la del rayo que cae del cielo. No tenéis derecho a caer al suelo desde tan alto.

»En realidad tengo que perdonaros, yo no he pasado por lo que vos. Pronto hará un año, y mi corazón sangra todavía, por más que digan: "Ha sido glorificado, Dios le ha juzgado digno de dar testimonio"; por más que digan: "Ha cumplido con su deber de cristiano". Malditos los que cogen a hombres vivos y los asan como pollos, ¿por qué no supisteis escapar de ellos? No debo sentir piedad por vuestra alma, pero por vuestros ojos de águila, por vuestra sonrisa, por vuestras finas manos, por esa carne tan cruelmente destruida siento una piedad tan grande que no podría deseárosla nunca. A vos, que no levantabais la voz, os han obligado a gritar, a vos, siempre derecho como un cirio, noble como un rey, os han hecho semejante a un animal que chilla y se retuerce…

»Vos, que tuvisteis para mí palabras frías y dignas, que sabíais tan bien apartar vuestros ojos de mí. Tal vez soñé… ¡Ay! ¡Que me condenen a la prisión de mil vidas si sé la menor palabra de esas cosas! Era virgen de corazón como de cuerpo, vuestra mirada me abrasó como el hierro al rojo con el que marcan a los criminales. ¡Vos, que poseéis el poder de cambiar la sombra del cuerpo en ilusión de verdad, me mirasteis como un hombre sin pudor mira a una muchacha guapa! Yo no soy guapa, pero sin duda aún lo soy demasiado, debería haberme cortado la nariz y los labios… Esta misma noche un hombre vendrá a decirme: "Sed mía", también él me encuentra guapa y me mira como si se muriera de sed. No te han obligado, ni amenazado, ni pegado, te vas a perder por tu propio orgullo, para que no te miren más con lástima, para que no hablen más de ti… No soy una paloma, doña Alfaïs, ni una elegida, ni una antorcha».

Las doncellas que rodeaban a la novia le desabrochaban y desataban el vestido, peinaban sus cabellos y le ungían los brazos de perfumes. Alta, delgada, solemne, Gentiane parecía un obispo que se deja vestir para una misa pascual. Doña Alfaïs fue a besar la frente de la novia.

—Ya sé, hija, que estas costumbres son paganas e impías y que más nos convendría llorar. Pero si tenemos que someternos a las leyes del siglo, guardemos nuestra tristeza en el corazón. Pensad que las más santas mujeres han pasado por este trance sin rechistar.

¿Cómo conviene recibir a un esposo que, pese a sus loables esfuerzos, no había sabido negarse decentemente a apurar dos o tres copas de buen vino? No estaba ebrio, sino más agitado que de costumbre. Acudía a hacer la corte a la novia con una larga camisa rosa, los cabellos ensortijados y el rostro tan bien afeitado y apurado que se le podía tomar por un joven. Se sentó a los pies de Gentiane, con una cítara que no conseguía tocar bien de tanto que le temblaban los dedos. Acabó por decir:

—Esta noche no tengo voz, estoy preocupado pensando en vos.

—¡Ay! Yo también estoy terriblemente preocupada —declaró Gentiane.

Él dijo, con amargura:

—Vos no sentís nada de lo que yo siento, me habéis aceptado como se acepta un castigo. He dado mi corazón a la mujer más dura de la tierra, que incluso aceptando mi servicio me atormenta.

—Os atormentáis solo. Me he casado con vos por estima y cortesía.

—No quiero vanagloriarme, pero he conocido doncellas que me hubieran dado su mano con mayor alegría.

—Querido, soy feliz al pensar que mi padre habría estado orgulloso de teneros por yerno. Mis padres siempre desearon verme casada. Monseñor Jacques d’Ambialet me ha dado a entender que es conveniente que una joven se case más por obediencia que por amor.

—No soy viejo, ni feo, ni de maneras groseras —repuso él—. ¿Querríais ser mi amante esta noche?

Gentiane sintió que le flaqueaban las fuerzas, no se esperaba tan pronto una pregunta tan brutal.

—¿No faltaría al pudor de mi sexo si dijera que quiero? ¡La naturaleza nos empuja a huir de semejante amor! Bérenger, si sólo necesitabais otra concubina, ¿por qué habéis escogido a una mujer como yo?

—Habéis de saber —explicó Bérenger— que he despedido a todas mis concubinas. Por amor a vos no quiero tener otra mujer.

—¿Cómo podéis llamar a eso amor? —preguntó la joven—. El verdadero amor desprecia el don del cuerpo.

—Señora, es difícil decir qué es el verdadero amor. Cuando el amor se apodera de nosotros, le servimos como podemos y hablamos de él según nuestro conocimiento; es tormento y placer para el alma, pero para el cuerpo también, y lo uno no va sin lo otro, ni siquiera en los amantes más célebres.

»El poder del amor es tal que al veros tan casta y pura siento por vos un deseo diez veces mayor; no puedo deciros lo infeliz que sería si me rechazarais.

Gentiane se volvió para no ver el rostro humillado y suplicante inclinado hacia el suyo, ¡por qué no podía taparse también los oídos! Parecía más desgraciado todavía de lo que decía, tenía la voz entrecortada y lágrimas en los ojos. Decía que ella debía tener piedad de él y no volverle loco de dolor; que era demasiado cruel, que no se puede rechazar a un amante a quien se ha abierto la puerta de la alcoba… «¡Ah! Yo tengo el corazón duro, ¿sentiré piedad? —pensaba ella—, ¡y por qué sentiría piedad cuando el país sufre tal desamparo, cuando han ajusticiado a mi padre, han matado a mi hermano, persiguen a mi madre por los bosques como a un animal, cuando queman a los cristianos en las plazas públicas! ¿He de sentir piedad por un hombre fuerte y afortunado, que se lamenta sin ninguna dignidad porque una mujer es dura con él? ¡En realidad, si un caballero suplicara así para salvar la vida, sus amigos le despreciarían! ¿Es tan profundo el sufrimiento de amor?, ¿es posible que me ame tanto?». Hasta entonces, había tenido a Bérenger por un hombre prudente y ponderado.

—¡Ay! Si sois un verdadero amante —le solicitó—, dejad al menos de estrecharme de este modo en vuestros brazos y de besarme, me da miedo.

Él dijo que no debía tener miedo, que él era un amigo.

—¡Ah! Esta alcoba es pequeña, me ahogo con todos estos perfumes y el olor de las velas… Al menos abrid la ventana para que podamos respirar aire fresco.

Él apagó las velas y abrió la ventanita; a través de los rombos de las rejas, Gentiane vio la pared almenada de la casa de enfrente. «¿Una prisión? ¿Acaso no he sabido siempre que la vida era una prisión?».

—¿No sois mi enemigo? —repuso.

En la oscuridad, aturdida por una lluvia de palabras tiernas y de besos, pensó: «Entonces, es ésta la corrupción del alma y del cuerpo». No sentía repulsión, apenas se asombraba… ¡Cómo!, ni su madre ni ninguna de sus compañeras se habían acercado tanto a ella, y lo que no habría tolerado de parte de una mujer, se lo permitía a un hombre, a un extraño, sin que la vergüenza la aniquilara. «Dios mío, ¿tengo que ceder mi alma al ceder mi cuerpo? Me han dicho que el alma podía evitar la mancilla si permanecía vigilante, y así es como si no tuviera alma ni pensamiento».

Al día siguiente, la joven esposa se encerró en su alcoba para rezar y meditar. No quería ver a nadie. Acodada en su atril, buscaba en las Escrituras una respuesta a las preguntas que no lograba contestar: dónde está el límite entre el alma y el cuerpo, cuál es la relación entre la voluntad y el pecado… Quien mira a una mujer con deseo ya ha cometido adulterio… Si es tal la fuerza del pensamiento, ¿qué importa que todo el cuerpo se entregue a la corrupción? «Y si mi cuerpo está ahora corrupto y podrido, ¿cómo conservaré el alma intacta? Las santas mujeres que me instruyeron me preparaban para una vida de virgen, no me enseñaron el medio de desligar el alma del cuerpo en el momento de una tentación tan temible. Sin embargo, hay que creer que ellas habían vivido puras de corazón incluso durante el matrimonio. La primera vez, yo no he logrado hallar la felicidad en mi humillación, o si no la felicidad, al menos poca tristeza.

»El hombre con quien me he casado no es un verdadero amante, sino un ser ignorante, más diestro en los ardides del amor que en el espíritu y la cortesía. ¿Cómo podía yo saber que era así? Por lo visto, juzgar a un marido antes de dormir en su lecho es tan absurdo como juzgar una espada según su vaina».

Hacia el mediodía, Bérenger acudió a buscarla para rogarle que bajara y recibiera a sus amigos y a su familia; le pedía excusas por ello, pero decía que no podía negarse a hacerlo.

—Decidles que os habéis casado con una provinciana que no está al corriente de las buenas maneras y que prefiere la compañía de los libros a la suya.

—Lo haría —repuso, medio sonriente y medio contrariado—, si las buenas maneras no prohibieran a un hombre hablar de su mujer. Si os negáis a venir, mis padres pensarán que es una afrenta.

—¿Acaso tengo yo ganas de haceros una afrenta? Queríais ser feliz. ¿Lo sois?

Él la miró divertido, con una especie de deseo mezclado con pesar, o impaciencia.

—He de creer que sí. Mucho menos de lo que esperaba, porque veo que no sentís ninguna ternura por mí.

—Decíais que seríais el más feliz de los hombres si me tuvieseis toda para vos.

—Sabéis tan bien como yo que no os he tenido toda para mí. ¿Me tomáis por un patán? No hubiera obtenido nada más si os hubiese violado. Hace un año que intento daros a entender que os estimo más que a nada en el mundo, deberíais conocerme mejor.

—Tengo la cabeza dura.

—Es sobre todo el corazón lo que tenéis duro. Me pregunto qué he de hacer para conquistarlo.

«¿Y por qué me sigue mirando con esos ojos que sufren, si es a mí a quien ha hecho sufrir? —pensaba Gentiane—. ¿De qué se queja? Hace sólo unas horas creía morir de felicidad y helo aquí con cara de jugador que ha perdido su última camisa. ¿No tiene edad para saber que ese juego del diablo es un juego de tontos?».

—¿Vos me preguntáis —le espetó— cómo se conquista el corazón de una mujer, a mí, que no sé nada de esas cosas?

—Os divertís burlándoos de mí. En realidad, con vos no sé cómo comportarme, porque no poseéis la ternura y la dulzura naturales de vuestro sexo.

—Querido —dijo Gentiane, conmovida por aquel reproche—, no es culpa mía. Soy franca con vos. Pensáis en el amor como se pensaba antes de la guerra. Ahora ya no hay más que un modo de conquistar el corazón de las damas…, hablo de damas dignas de ese nombre. Sabéis bien cuál, y no os deseo que conquistéis mi corazón de esa manera. Nuestros corazones están ensangrentados y enlutados y, desde el noble rey de Aragón hasta el último de los mozos de a pie caído con la lanza en la mano, todos los muertos tienen derecho a nuestro amor. Es natural amar a los que se han entregado hasta el final. La culpa no es de los vivos. Mi corazón ha sangrado tanto que los tormentos de amor me parecen una cosa fútil.

Bérenger se sonrojó y se irguió como si acabase de recibir una bofetada.

—Muy bien, señora, he entendido. Trataré de actuar de suerte que me améis. Una vez viuda, sólo podréis citarme como ejemplo al marido siguiente.

Se marchó. «¡Ay! Dios —se dijo Gentiane—, ¿ha creído que lo trataba de pusilánime? ¿Es que no sentía por él toda la estima que se le debe a un hombre honesto y bueno? ¿Por qué me pide ternura en el momento en que soy menos capaz y cuando, por la fuerza de las cosas, se ha convertido en mi enemigo? Ni siquiera sé dónde estoy, ¿se puede no odiar a un ser que violenta a nuestra alma y la convierte en carne? ¿Puede el alma volverse carne?

»Yo deseaba el más alto amor y fui rechazada… Monseñor diácono, vos me habíais dicho: "Dentro de veinte o treinta años…", no será todavía hoy cuando empiece a comprender esta vida».

Bérenger no estaba orgulloso de sí mismo; sólo el último de los patanes puede hablar duramente a una mujer a la cual ha prestado servicio. Pero aquella mujer tenía el corazón situado tan alto que no concebía el sentimiento de gratitud; la boda no le había aportado si no fortuna y seguridad, bienes que no le preocupaban en absoluto. Hacía caso omiso de ellos, sólo pensaba en su alma. Hay personas que no detestan que las venzan, sobre todo cuando se sienten fuertes: Bérenger admiraba a su joven esposa. Se decía que no podía pedir a la hija de Ricord de Montgeil que arrullase como una paloma. A pesar de todos los servicios que había prestado al país, Ricord tenía una reputación siniestra. Se puede amar la patria sin tener el valor de degollar a heridos y a monjes.

Bérenger estaba tanto más contento de su boda cuanto que su tío, casado con la hija de un cónsul, se lo había reprochado duramente.

—Ya nos cuesta bastante vivir en paz, y vos gastáis un cuarto de vuestros bienes en semejantes esponsales. Creerán que lo habéis hecho más por honrar al padre que por agradar a la hija.

—¿Cómo no honrar a un hombre que ha hecho tanto daño a nuestros enemigos?

—Me hubiera hecho feliz hacer lo que él, pero una cosa es valor y otra locura; los hombres como él nos comprometen, por su culpa ponen a nuestros caballeros en el mismo saco que a los bandidos. Le juzgaron legalmente.

—Sí, en Carcasona.

—Si no actuamos con prudencia, dentro de un año Tolosa valdrá lo que Carcasona.

—Prudencia, tío, es una hermosa dama que nunca ha sido amiga del honor. Ya me reprochan bastante el ser demasiado prudente.

Antes de la boda, Bérenger había empeñado todo lo que, de sus bienes, no correspondía a su mujer, y había logrado recoger cien marcos de plata. Con esa suma pensaba reclutar en España a una treintena de buenos soldados. Debía dejar la ciudad bajo un pretexto cualquiera y llevarse a sus escuderos y a los mozos que tenían edad de usar las armas. Gentiane tuvo que firmar muchos papeles. Se convertía en la única propietaria de los bienes que recibía en dote y declaraba que su fortuna no podía en modo alguno ser de provecho a su marido, ni para el pago de sus deudas ni para cualquier otra causa de confiscación.

—Mientras Tolosa conserve sus franquicias —dijo Bérenger—, este contrato será válido y nadie tocará vuestros bienes, haga yo lo que haga. —Parecía creer que el mundo podría venirse abajo antes de que Tolosa perdiera sus franquicias.

—¿Por qué os importa tanto proteger vuestros bienes? Podríais empeñarlo todo. El día que os confisquen los bienes, vuestros acreedores os acusarán de fraude. Mientras que si lo perdéis todo, se darán cuenta de que lo habéis hecho por amor al país.

—¿Queréis que algún día nuestros hijos nos reprochen el no haberles dejado con qué ofrecer presentes a sus amigos? Esta guerra no nos enriquecerá. Una vez liberado el país, podremos quitarles nuestros bienes a los franceses, pero no a nuestros propios banqueros.

—Nuestros hijos, Bérenger, si algún día los tenemos, nos podrán reprochar más bien el haberlos traído al mundo, pues esta guerra no está cerca del final; no nos concederán la paz mientras haya cristianos en el país. Tendremos que educar a nuestros hijos en la pobreza, la resistencia y el odio del mal, y no en el lujo y las vanidades del mundo.

—¡Dios quiera que os equivoquéis! —exclamó Bérenger—. No podremos soportar esta vida mucho tiempo.

«¡Qué tristeza, ser mujer! —pensaba Gentiane—, Él va a luchar, él lo tiene todo claro. Aunque pase seis meses arrastrándose de castillo en castillo y despilfarrando su dinero por no alistarse en un ejército que lucha… Cuántos de nuestros hombres han perdido así su tiempo para nada. Pero ¿qué trabajo nos toca a nosotras, que no podemos hacer la guerra? Somos más inútiles que el pan y el vino en una casa que se quema».

Antes de partir, Bérenger preguntó a su mujer si seguía deseando verle muerto. Había transcurrido un mes desde la boda, y los dos esposos habían pasado más tiempo hablando de guerra que de amor, gracias a lo cual se entendían muy bien. Al día siguiente de la boda, Bérenger se había prometido no volver a ejercer sus derechos de marido hasta su regreso de la guerra. Gentiane se vio obligada a reconocer que se comportaba como un amante leal. Creía estar encinta. Sabía que los hombres tienen la debilidad de querer transmitir su nombre y sus bienes a los hijos. «Si se lo digo —pensaba—, sentirá sin duda una alegría mundana y fuera de lugar. ¿Y cómo decírselo?».

—¿No me dijisteis que sólo los que se dejan matar tienen derecho al amor de las damas? Espero demostrar que mentís, pues quiero matar, pero no dejarme matar. ¿Hay algo más vencido que un hombre asesinado?

—Algunos no son vencidos con la muerte, sino que muertos alcanzan la más alta gloria. Bérenger, sé que sois fiel a nuestra Iglesia, pero creo que, con todo, formáis parte de los que titubean. No puedo culparos de tener amigos católicos, pero los falsos sacramentos que honráis por costumbre acabarán por envenenaros el alma.

—No cambiaréis —dijo él, casi de buen humor—. Os hablo de amor y me contestáis con sermones. Quería saber si pensaréis un poco en mí cuando no esté con vos.

—Aunque no quisiera —repuso ella—, es muy posible que me vea obligada, a mi pesar. Bérenger, creo que llevo un hijo vuestro. Ya veis que tendré que pensar en vos.

Él se mordió los labios, sin saber si aquella noticia le hacía feliz o desgraciado.

—Me parece que pienso demasiado en vuestro corazón para conceder excesivo valor a lo que acabáis de decirme. Pues si es una desgracia para vos, lo es para mí.

Gentiane pensó: «No le detesto». Se acercó a su marido y le puso las dos manos en las sienes.

—Si ése es nuestro destino, sufrámoslo dignamente. No seré infeliz por tener hijos que puedan vengar algún día a mi padre. Que este niño viva y que, con mi sangre y mi leche, le inculque en el cuerpo el odio hacia nuestros enemigos, pues en el presente vivo según la carne y a partir de ahora el odio me está permitido. Y que viva para amar nuestro país y nuestra fe y para salvarse un día. ¡Y por él y por mí, quiero veros regresar a Tolosa con el ejército de nuestro conde, aunque no sea hasta dentro de un año o de cinco!