Gentiane vivía, desde hacía meses, en un sueño en el que todo era rojo, oro y negro, donde los rostros de los muertos se confundían con los de los vivos y el sol salía en plena noche. No era feliz. El tumulto de su sangre hacía resonar en sus oídos incesantemente cantos de guerra y clamores de alegría y de angustia, e inundaba sus ojos con una luz que a veces le impedía ver lo que la rodeaba.
Tan extraña era la vida que le hacían llevar que, en ocasiones, se preguntaba si no llevaba mucho tiempo muerta y reencarnada en otro cuerpo.
Vivía en una alcoba pequeña y redonda, cuya ventana de cristales de colores y reja gruesa daba a una callejuela. Prácticamente no se veía más que la casa de enfrente, con su pared rosa con ventanitas cuadradas recortadas, los adoquines grises de la calle separados por una reguera de agua sucia y dos altos mojones de piedra provistos de anillas de hierro a las cuales se ataban los caballos. Desde el alba hasta la medianoche, pasaba gente a pie y a caballo delante de la casa; los gritos de los mercaderes, de los portadores de agua o de los malabaristas se mezclaban con los relinchos, con las risas, con los juramentos… A veces había peleas, y algunas piedras golpeaban la reja de la ventana. Las campanas de las iglesias sonaban seis veces al día.
En primavera y verano no se podía abrir las ventanas porque la calle olía mal; en las habitaciones el aire estaba cargado y caliente, y Gentiane encontraba repugnante el olor de los perfumes, del ámbar quemado y de las especies de Oriente.
La alcoba estaba cubierta de tapices rojos con dibujos de follajes y de pájaros; los cofres, recubiertos de cuero pintado. Gentiane tenía a su servicio a dos muchachas a quienes casi no hablaba, si no para pedirles que la dejaran sola. En realidad, nunca la dejaban sola mucho rato. Pero la riqueza de la casa donde vivía no la deslumbraba; sólo los dibujos de los tapices o las esculturas del atril la hacían soñar a veces.
No le gustaba su alcoba debido a los sueños penosos que había vivido allí. Sin embargo, en el salón, donde a veces permanecía sentada al lado de la señora de Miraval, su anfitriona, sentía que vivía con una intensidad terrible; su cuerpo, como una cuerda tensísima, vibraba en silencio, tenso, tan tenso, tan cargado de fuerzas encadenadas, que le parecía que de un solo codazo podría derrumbar las paredes… A veces, entre los numerosos invitados de la señora, veía un rostro que la atraía, y se asustaba, pues no le gustaba tener visiones. Así, una vez tuvo la imprudencia de exclamar: «¡Dios mío, esta pobre mujer ha perdido a su hijo y a su amante el mismo día!». Aquella doble desgracia le ocurriría a la señora un mes más tarde: los dos jóvenes caerían juntos cerca de Foix.
«¿Podéis ver a mi hijo? ¿Podéis ver a mi hermano?…». Le preguntaban ellas, las pobres locas, y ella decía que no, pues tres veces de cada cuatro no veía nada, y cuando veía eran sobre todo malas noticias.
—Señoras, por piedad, no me atormentéis, Dios no me ha impuesto su mano para esas visiones. Ya me hace sufrir con bastante dureza, no añadáis el temor de afligiros.
Las señoras (los hombres también, por lo demás) se inclinaban y le hacían sus preguntas a través de la señora de Miraval o de su hija.
La señora de Miraval todavía era una mujer guapa, y se empleaba en adornar su alma de virtudes como alhajaba su cuerpo. Entre las nobles de Tolosa era una de las más célebres; incluso en tiempos de guerra su casa estaba iluminada por candelas de cera, dos veces por semana se servía un banquete, con danza y conciertos; en las caballerizas no cabían todos los caballos de los invitados. En sus habitaciones se hablaba con toda libertad, y las personas sospechosas de charlar demasiado corrían el riesgo de ser apuñaladas en la esquina de una calle desierta, pues la señora de Miraval tenía unos criados gallardos y entregados. Los cónsules respetaban profundamente a la noble dama y ella se sabía al amparo de la justicia episcopal; cuando entraba en una iglesia, sacerdotes y clérigos la saludaban con deferencia, aunque la sabían hereje hasta el punto de burlarse abiertamente de la misa y de los dogmas sagrados.
Su hija había vuelto del convento con una compañera cuya familia se había dispersado con la guerra. Doña Alfaïs acogía de buena gana a jovencitas nobles y pobres, pero no esperaba encontrar a una fénix entre sus «palomas», como ella las llamaba. Mostró por Gentiane de Montgeil una pasión desmesurada; le ofrecía el primer sitio en su mesa, la colmaba de presentes y acechaba los menores cambios de su rostro para adivinar sus deseos. ¿Cómo se había adueñado el raro don de visión de la joven? Al principio, había estado callada, como perdida; sólo se animaba para cantar. Tenía una voz tan bonita que la señora de Miraval decidió enseñarle música para que pudiera acompañarse con la cítara. Gentiane aprendió con bastante rapidez a tocar, y se hizo hábil sobre todo en improvisar canciones; pero eran más canciones de guerra que de amor.
Después de la batalla de Muret, que dejó en Tolosa muchas viudas y huérfanos, y la ciudad expuesta al pillaje, Gentiane de Montgeil se encontró promovida al rango de profetisa, y era justo, puesto que estuvo a punto de morir por el dolor que había sentido el día de la batalla.
Cuando la visitaba su espíritu, hablaba de ángeles que caían del cielo como flechas de fuego y del gran clamor de las almas que habían muerto mal, y de la victoria que Dios prometía al conde de Tolosa, en un futuro bastante próximo, decía, pero después de muchas desgracias. A quienes, sin haber visto a Gentiane, decían que era una extravagante, Alfaïs de Miraval respondía que ella era capaz de distinguir una esmeralda de un cabujón de vidrio. En efecto, la joven tenía una voz tan potente y tan sobrecogedora que bastaba con oírla para no dudar de ella. Lo que decía gustaba a mucha gente por razones que nada tenían de espiritual: prometía tales suplicios a monseñor Foulques, obispo de Tolosa, al conde de Montfort y al arzobispo de Narbona, que sus oyentes pensaban: «¡Que Dios la oiga!». Fuera de sus horas de inspiración, la joven era modesta, sencilla, un poco triste; no se vanagloriaba nunca de sus dones, ni de las atenciones de que era objeto.
Un buen día, la señora de Miraval mantuvo una conversación bastante tempestuosa con varios ministros de su Iglesia; éstos, obligados a vivir escondidos y, además, hostiles a lo mundano, no acudían a verla más que de noche. Ella reunía a toda la familia y a diversos amigos; en su casa se tenía la seguridad de escuchar los sermones tranquilamente. Ahora bien, el venerable Jacques d’Ambialet, el confesor de la señora, dijo que no convenía que una muchacha que no había recibido al espíritu predicase en público y profetizase.
—El espíritu —replicó doña Alfaïs— echa su aliento donde quiere; esta niña se preparó largamente y yo la juzgo digna de entrar en la Iglesia.
—La Iglesia tiene otra opinión, señora. Dad a entender a esta doncella que no tiene autoridad para decirse enviada por Dios.
—¡Esa autoridad se la podéis conferir vos!
El buen hombre, que era de talante pacífico y respetaba a doña Alfaïs, alegó la situación de la joven: dependía del obispado de Carcasona, los pastores de Tolosa no podían bautizarla.
Ese anciano desbordante de la caridad más condescendiente también sentía cariño por la doncella de Montgeil. Se alegró de enterarse que el diácono Aicart de la Cadière estaba de misión en Tolosa; y, a instancias de Jacques d’Ambialet, Aicart se vio obligado a recibir a una criatura que había confiado no volver a ver en este mundo.
—En realidad, la conozco —le dijo al anciano— en la medida que nos es posible conocer a una mujer, es decir, bastante mal. Pero su madre, que es una cristiana fuerte en palabra y en acto, nunca creyó en su vocación.
Jacques d’Ambialet observó que una madre, por muy cristiana que fuera, no siempre es un buen juez.
—Esta doncella afirma que vos animasteis su vocación cuando vivía con sus padres.
—Es verdad —confirmó Aicart, bajando los ojos—. El noble Raymond todavía moraba con nosotros, en ese tiempo. Yo era otro hombre. Ahora, aunque no tengamos instrucciones formales de nuestro obispo, no haría nada por animar una vocación precoz.
—¿Pero tenemos derecho a abandonar a un alma a medio camino? —preguntó el buen anciano—. ¿Quién sabe si esa alma desvaría de desesperación porque siente con fuerza la presencia de su espíritu celestial, por cuya separación sufre? He conocido varios casos parecidos. ¿Corresponde a nuestra voluntad el disponer de la gracia de Dios? ¿Ya nuestro juicio el decidir quién es digno de ella? Ninguno de nosotros ha sido digno de ella jamás, y la hemos recibido.
Aicart pensaba que el venerable Jacques era demasiado mayor para adaptarse a los nuevos tiempos y que vivía todavía en la época en que la seguridad de los conventos permitía que las vocaciones más mediocres crecieran y alcanzasen su plenitud.
—Nunca meditaremos bastante sobre la parábola del sembrador —dijo—: toda alma es un terreno nuevo. Ésta me parece que es un terreno rocoso donde el grano crece rápido y se seca con el primer sol. ¿Acaso vamos a tomar nuestro bautismo, como las gentes de Roma, por una panacea milagrosa que puede crear algo de la nada?
—¿Erais vos una fuente de luz pura el día de vuestra ordenación? —preguntó el anciano—. Yo llevo cuarenta años luchando en vano por ser digno del ministerio que se me ha confiado y nunca osaría decir: «En mí, la Palabra ha encontrado un buen terreno».
—Está bien —aceptó Aicart—, veremos si es conveniente imponerle a esta joven un nuevo tiempo de probación. Pero que acuda a vuestra casa para que la interroguemos en privado, pues nunca hay que dejar que este tipo de personas crea que se le otorga demasiada importancia.
Jacques d’Ambialet vivía en casa de un mercader que vendía zapatos de señora, bolsas, cinturones y otros objetos de cuero fino. Gentiane acudió con el hijo y la hija de la señora de Miraval y pasó a una rebotica mientras sus compañeros admiraban cinturones, guantes y escarpines, y regateaban con el dueño.
Jacques d’Ambialet, con la pluma en la mano e inclinado sobre una mesita cubierta de papeles y de montones de monedas, alineaba cifras en un rollo de papel; era buen contable, y conocía las últimas monedas en circulación de Europa y Oriente. Así, su presencia en la tienda era fácil de justificar. Aicart examinaba un surtido de bolsas de cuero grabado extendidas sobre el gran cofre.
Gentiane, al ver al ancianito de cabellos blancos y ensortijados disfrazado de contable y al diácono vestido de cliente rico, se sintió invadida por una profunda lástima, como si la doctrina sobre las sucesivas vidas que el alma tiene que atravesar en el curso de su penitencia se hallase representada por un símbolo visible. No estaba segura de reconocer a aquel hombre apuesto vestido con telas finas; era y no era él. Pese a la nobleza un tanto envarada de sus movimientos, se parecía tanto a un hombre del mundo que casi le molestó ponerse de rodillas y pedir su bendición. Él extendió la mano con la gravedad imperturbable que da la costumbre de repetir cientos de veces el mismo gesto y la misma frase: «Que Dios haga de ti una buena cristiana y te conduzca a una buena muerte». Ella se levantó, con una reverencia, para ir a arrodillarse delante de Jacques d’Ambialet.
—Hija mía —le dijo el anciano—, no os escandalicéis en absoluto por las apariencias que nos imponen las leyes del siglo. Dios se halla presente a todas horas y en todo lugar, y especialmente donde dos o tres cristianos se reúnen en su nombre. Monseñor el diácono, a quien vos conocéis bien, está dispuesto a interrogaros sobre vuestra fe y a daros los consejos que convenga.
Aicart pensó: «No me equivoqué, esta mujer es una trampa del demonio». Estaba mucho más guapa que antes: vestida como conviene a una joven noble, su cuerpo esbelto y delgado cubierto con un vestido verde plisado, los largos cabellos negros apenas protegidos por un velo azul. Sin embargo, bastaba mirar a aquella mujer para comprender que no se preocupaba por su belleza, ni por los vestidos que le habían dado; tenía los grises ojos ardientes fijos como los de un animal listo para saltar. Aicart sintió que la sangre se volvía más densa en sus venas por lo temible que le resultaba la mirada de aquellos ojos; pues en realidad no veía a la joven, sino la tentación de Satanás.
Gentiane, con las manos juntas en las rodillas y la cabeza alta, hacía frente a los dos hombres. Se esforzaba por rezar, y pedía a Dios que le inspirase palabras sabias y modestas. Pero sin saber por qué se sentía tensa, porfiada, dominaba con esfuerzo una incomprensible cólera. ¿Por qué aquel día la poseía un espíritu de orgullo y de rebelión? Como la virgen santa Catalina ante el emperador o santa Bárbara ante su padre… ¿era propio de ella pretender dar una lección a sus maestros? Callaba.
—Me alegro —comenzó Aicart— de ver que las tentaciones de la vida mundana no han disminuido en vos un deseo legítimo y loable, y que debería ser el único deseo de toda alma viviente. No obstante, Dios no ha fijado un plazo para nuestra paciencia, pues la vida más larga es para El más breve que un abrir y cerrar de ojos. Vos sois un alma impaciente y violenta. ¿Qué diríais si Él os impusiera el sacrificio de quedaros llamando a la puerta hasta el final de vuestra vida?
—Haría lo que estuviera en mi mano por morir lo antes posible —dijo la joven con pasión—. A un moribundo no le podéis negar el bautismo.
—Sí, la regla prohíbe conferir el Espíritu Santo a un hombre desleal que no ha cumplido sus compromisos con la Iglesia. El hombre que acorta voluntariamente su penitencia y contradice la voluntad de Dios no cumple sus compromisos.
—¡Pero vos erais más joven que yo cuando recibisteis al espíritu! —protestó Gentiane, levantándose—. Tengo veintidós años. ¿Estabais menos impaciente que yo?
El reproche parecía justo. Aicart no tenía ningunas ganas de hablar de sí mismo. Aquella muchacha tenía el don de devolverle los pensamientos más penosos: el recuerdo de su juventud torturada por el demonio de la carne casi le hacía olvidar quince años de vida sin mácula. Se dijo: «Esta mujer es superior a mí; es virgen, y yo no lo soy… Si este santo anciano no estuviera aquí, le contaría a esta orgullosa lo que es la fuerza del demonio y lo gravoso y humillante que es el peso de la castidad perpetua. Y lo duro que me resulta hablarle con los ojos fijos en ese candelabro de plata como si en él viese no sé qué signo celestial… Lo duro que es sentirse hipócrita y mentiroso y no tener derecho a decirlo. ¿Acaso tengo que caer, en el umbral de la madurez, en los tormentos de mi juventud? Ya no sé qué me dice ni qué conviene que le responda, por culpa del tumulto de la sangre que se agolpa en mi cabeza».
Ella hablaba de su repulsión por la vida mundana, de todas las miradas inmodestas que tenía que soportar, de la obligación de tocar manjares impuros, de asistir a veces a oficios celebrados por los sacerdotes de Roma…
—Me han purificado, limpiado y despojado de mis antiguos vestidos, y se niegan a darme los nuevos, ¿por qué os obstináis en dejarme en este estado contra la naturaleza? Os juro que en el espíritu que me visita no hay mentira, pues no siento gozo, sino más bien sufrimiento.
—No conozco ese espíritu del que habláis —dijo Aicart.
—Es un espíritu de visión y de gran piedad —explicó Gentiane—, y en él no hay impureza ni delectación culpable. Yo no lo he llamado, ni tampoco me ha hecho descuidar nunca la oración. Únicamente siento que no puedo rezar con la misma firmeza que antes, pues soy como un sarmiento medio tronchado que amenaza con secarse. ¡La vida me resulta miserable y vergonzosa, porque no soy parte de la Iglesia!
Jacques d’Ambialet suspiró y dijo:
—Sosegaos, hija mía, y recobrad la confianza. No os corresponde acusar a la Iglesia, que sólo desea vuestro bien espiritual.
Ella dijo que no había más que un bien, y acusó al diácono de dureza y tibieza.
—¡Por qué ha de depender otra vez mi suerte de vos, que tenéis el corazón tan duro conmigo! Me guardáis rencor por las palabras violentas que os dije un día; por tanto, estáis sujeto a las debilidades humanas. ¿Con qué derecho decidís el destino de un alma, como si fuerais Dios? ¿Por qué evitáis siempre mirarme?
—No tengo que responderos —arguyó él, tan suavemente como pudo—. Me parece que hemos oído muchas palabras, y ni una nos ha hecho pensar por un instante que el espíritu de caridad os animase. Sólo tengo un consejo que daros: tomad marido y vivid según la ley del siglo. Así, dentro de veinte o treinta años tal vez empecéis a comprender lo que Dios exige de vuestra alma.
Gentiane se tambaleó como si la hubieran pegado, se sonrojó vivamente, luego palideció.
—No me esperaba unas palabras tan crueles —repuso, con voz entrecortada. Luego fue a sentarse sobre un cofre, o más bien se dejó caer sobre él, pues sus piernas ya no la sostenían; todo se volvió verde y negro ante sus ojos. Pensó: «Me muero, tanto mejor».
Jacques d’Ambialet se recordó que el diácono era demasiado joven para hablar con mujeres, pero que su consejo no era malo: cuarenta años de ministerio le habían enseñado a desconfiar de la vocación de las mujeres que se desmayan. Dijo:
—Ahora voy a buscar a la mujer del amo para que le dé a beber agua. Y, otra vez, tratad de disimular el hierro afilado de vuestras verdades bajo algunas flores de retórica; aparte de toda cuestión de caridad, hay que evitar exponernos al escándalo.
Cuando se quedó solo con la hermosa joven echada hacia atrás sobre los almohadones del cofre, Aicart no tuvo la fuerza de apartar los ojos. Había visto tantas mujeres extravagantes que pensó: «Con ellas hay que esperarse cualquier cosa. ¿Puede morir tan bruscamente una criatura tan bella y joven?». Como no podía tocarla con la mano, tomó un mazo de cobre que había sobre la mesa y lo apretó suavemente contra la frente de la joven, luego contra sus mejillas y sus labios. Reanimada por el contacto del metal frío, abrió los ojos. El no tuvo tiempo de apartar los suyos.
Se miraron un instante, sorprendidos, soñadores, serios como dos amantes. Luego, Gentiane se incorporó y se ajustó el velo.
—¿Por qué —dijo, con una voz muy distinta—, por qué, señor diácono, sois tan duro conmigo…?
Él no supo responder, la seguía mirando. Hay momentos en que resistir a la tentación se hace tan difícil como dejar de respirar. ¿Qué cambia? Ella lo ha entendido todo…
Por cosas así, hay quien mata.
Pasó rápidamente al otro extremo de la habitación, recordando que Jacques d’Ambialet y la vendedora entrarían de un momento a otro.
Gentiane se preguntó por qué milagro del cielo se hallaba sola con aquel hombre que la había mirado como a una mujer deseada. ¿En qué vida habían vivido ese instante? Lo habría dado todo por volver a ver ese rostro ardiente y doloroso, por comprender… Lo tenía a tres pasos de ella, y ya no la miraba, daba vueltas y vueltas a la maza de cobre entre sus manos.
La mujer del mercader llevó un cántaro de agua fresca y un vaso.
—Es el calor. Bebed… Esta doncella tiene el corazón frágil. ¡El espíritu la hace padecer tan duramente! ¿Ha tenido alguna visión demasiado cruel?
—En realidad, no lo sé —repuso Jacques d’Ambialet con humor—, pero, por el amor de Dios, no habléis continuamente de sus visiones. Por habladurías semejantes mandan a la gente a la hoguera.
Cuando se quedaron solos, los dos hombres se miraron un instante con más rencor del que pretendían. A causa de la situación vagamente ridícula en la que acababan de encontrarse, estaban descontentos el uno del otro. El incidente no era grave, pero sí desagradable. Jacques d’Ambialet había visto a bastantes mujeres caer a sus pies, en el tiempo en que no tenía los cabellos tan blancos y el rostro tan arrugado. Ahora, por ese tipo de María Magdalena, sentía una indulgencia teñida de un rastro de desdén involuntario: en cuanto ven a un hombre en edad de ser tentado, cambian la mirada y la voz, de modo que no se las reconoce…
—Me parece —dijo, volviendo a tomar tranquilamente su sitio delante del escritorio— que debí haberos evitado tal enojo. En efecto, vos estabais mejor situado para juzgar el asunto.
—Dios quiera que no tengamos más enojos de éstos —arguyó Aicart, secamente.
Con los brazos cruzados sobre el pecho, miró el cofre con los almohadones, donde unos instantes antes… «¿Cómo puede ser? No es idiota, ni está ciega, está claro que ya no puedo perder nada a sus ojos».
Se preguntó por qué medio podía volver a ver a aquella mujer antes de que el día tocase a su fin, y hablarle a solas. Era imposible hacer nada; cuando se ha lanzado la piedra, ésta tiene que caer. El cuerpo despreciado se venga; cuando él habla, sólo se puede callar. «Virgen de bellas palabras, no tengo nada que decirte, demasiadas palabras nos están prohibidas a nosotros. Sólo con el cuerpo puedo hablarte, y darte a entender por qué soy tan duro contigo… ¿Volver a verla? Para nosotros no hay ardides que valgan: ni mensajeros, ni cómplices, ni criados que guarden puertas, sino compañeros tan vigilantes como guardianes de prisión, y cuánto más perspicaces». ¿Pero había perdido toda vergüenza? ¿Violar a una muchacha noble en plena ciudad?
Aicart lanzó una mirada, a su pesar cargada de odio, al ancianito impasible, ocupado en alinear sus cifras; en ese momento hubiera deseado que estuviera a seis pies bajo tierra. Sabía bien lo que decía el silencio de aquel hombre: «Especie de novicio retrasado, ¿todavía estás en el estadio de las emociones naturales? ¿No te han enseñado cómo evitar esos accidentes? En realidad, todos nos comprendemos sin hablar, todos tenemos los mismos pensamientos; somos como platos salidos de un mismo molde. Hay días en que cansa.
»Hace mucho tiempo que hemos olvidado todas las palabras que no conciernen al ministerio nos resulta tan difícil hacer el mal como caminar sobre las aguas.
»Se inclinó humildemente ante el anciano.
—Perdonadme, veneradísimo hermano, si en palabra o en acto os he contrariado de alguna manera.
—Perdonadme —dijo Jacques, levantándose— si se me ha escapado una palabra o una mirada que haya podido heriros.
Se besaron tres veces en las mejillas, según la regla, y luego Aicart se puso a rezar; se dirigió a un barrio donde aquel día había refriegas callejeras. Le esperaban en una casa donde debía bendecir el pan; vivían en ella unos treinta fieles de Carcassés en comunidad. Tenía mensajes para unos, dinero para otros. A la caída de la noche, tenía que ver a un enfermo a quien no podía visitar a pleno día. A continuación, un sermón en un seminario transformado durante las horas del día en taller de cerámica.
Quien lleva esta vida no tiene voluntad propia. Es menos que un hombre, un instrumento. No tiene dos cuerpos. Va donde debe ir, dice las palabras que debe decir, ni una de más ni de menos; es la regla. Y si resulta duro bendecir el pan con manos impuras, no lo deja ver; en tiempos de guerra uno no se sustrae de una misión por un escrúpulo de conciencia.
Gentiane volvió a la mansión de Miraval abatida y como perdida. Le parecía que había recibido un buen golpe en la cabeza; que estaba ebria. ¿Acaso podía aceptar semejante ultraje sin inmutarse? Ni deseo, ni pena: un profundo asombro. «¿Es verdad, pues, que ya no soy nada, un cuerpo sin alma, buena sólo para la vida que llevan los animales? ¿Qué me importa? Estoy tan desanimada que no puedo odiar a este hombre cruel que me ha tratado así. Si pudiese volver a ver su rostro tal como lo he visto hoy, tal vez comprendería si le odio o no. Está claro que me ha mirado con deseo amoroso. ¿Cómo puede ser que yo esté más dispuesta a obedecer a una voluntad que sé pecadora que a una voluntad que creía justa y buena?».
Jacques d’Ambialet hizo saber a la señora de Miraval la decisión tomada en relación a su protegida: el hermano Aicart, diácono en Minervois, que conocía bien tanto a la joven como a su familia, estimaba que la doncella no tenía las cualidades necesarias para ser elegida, y que era víctima del espíritu de exaltación propio de su edad y de su sexo.
—Una extraña falta de discernimiento, por parte de una persona tan respetable —repuso la dama.
—Yo no puedo juzgarlo, señora, pero tampoco puedo ir contra sus consejos. Ya nos reprochan bastante que nos metamos en los asuntos de los fieles de otras diócesis. Esta joven es una iluminada a quien hay que casar cuanto antes, pues en el barrio se habla demasiado de ella. Resulta sospechosa sin el menor beneficio para su alma.
—¿Sospechosa? Yo sabría esconderla bien, protegerla, ¡no todo nuestro clero católico está todavía a sueldo de los franceses! ¿Vamos a destrozar la vida de una virgen por razones tan débiles?
—Nadie la fuerza, señora; pero os corresponde a vos velar por ella, ya que sus padres se hallan ambos en situación ilegal. En vuestro lugar, yo no tomaría la responsabilidad de exponer a una joven a peligros inútiles.
—¿Hay peligro mayor que el matrimonio? —exclamó la dama, indignada—, ¿Desde cuándo aconsejáis matar el alma para salvar el cuerpo?
La señora de Miraval aprovechaba su fortuna para hablar en voz alta a todo el mundo. Retrasaba continuamente el día de su entrada en la Iglesia, pero era sabia en teología y pretendía dar lecciones a los buenos hombres. Sus amigos decían de ella que se hubiera hecho investir de buena gana si las mujeres pudieran ser obispos; encontraba injusto que aquel privilegio estuviera reservado a los hombres.
—Es evidente —decía— que para dirigir a las mujeres son necesarias mujeres obispo. ¿Acaso los hombres son capaces de comprender nuestros pensamientos?
Sin embargo, en despecho de esas consideraciones un poco heréticas, doña Alfaïs estaba enteramente entregada a la Iglesia; pasaba la mitad de su tiempo organizando colectas, administrando obradores y talleres, y cada día recibía en las salas bajas de su mansión a veinte mendigos. Amaba tan ardientemente su libertad que ¿acaso podía consentir abandonar a su paloma en brazos de un hombre?
—Os quiero con un amor tan puro, mi niña, que no aceptaría jamás veros mancillada. Ningún hombre, por muy diácono u obispo que sea, tiene derecho a contrariar nuestra voluntad.
—He recibido un golpe tal, señora, que no creo que me recupere nunca. Los tiempos en que vivimos son tan duros que importa muy poco que mi vocación se trunque; no quiero ser objeto de escándalo. Me han dicho que no poseo caridad; en efecto, sólo pienso en mí. Me he convertido en una carga para mí misma. Tanto vale seguir la vía común y vencer al menos el orgullo.
—Tened paciencia; cuando termine la guerra, volveréis al convento.
—Jamás volverán los viejos tiempos, señora; esta guerra acabará con el final del mundo. Tendré el consuelo de decir que traeré al mundo hijos que venguen a nuestros muertos. Vos misma, o mi madre, que es la más santa de las mujeres…, tantas otras han sufrido esta humillación. ¿Por qué tengo yo que tomarme por la azucena del valle y la llama incorruptible?
Los viejos tiempos no volverán jamás. ¿Con qué gloriosas vestiduras saldrá la Iglesia de Dios de este baño de sangre? Habíamos pecado por orgullo, habíamos creído establecernos en la seguridad y la prosperidad, habíamos olvidado que la persecución es el destino del cristiano, y que será siempre así hasta el fin del mundo.
Aicart, una vez concluida su misión, dejó Tolosa, acompañado por dos hombres armados y llevando una mula cargada de ropa y víveres para los hermanos del Carcassés. Pensaba: «Qué grande es la tentación de huir de esta vida errante y retirarse a una ermita en la montaña, donde los ejércitos enemigos aún no hayan penetrado. ¡Ojalá nuestros adversarios se contentaran con destruir nuestros cuerpos! Lo que se degrada con esta vida de mentira y compromiso es el alma. Los que pasean su tonsura y su hábito de monje que a veces les vale el martirio del diablo saben bien que profanamos nuestro ministerio renunciando al hábito, y que los contactos impuros que no logramos evitar hacen al espíritu inoperante.
»No somos más que seres humanos. Si el espíritu, por un milagro inaudito, consiente en permanecer en la inmundicia que es nuestro cuerpo, arde allí como una llama vacilante, siempre amenazando con apagarse; y nosotros, temerarios o más bien insensatos, llevamos la lámpara descubierta en plena tormenta… Una falsa indumentaria, un falso nombre, falsos pretextos para dar testimonio de la Verdad. Ten cuidado de que tu título de diácono y tu poder de conferir el espíritu no se vuelvan falsos a su vez, y que tú no te vuelvas el mayor de los mentirosos.
»¿Puede Dios seguir sirviéndose de un alma que se ha hecho culpable del pecado de lujuria? Cuando mi amado hermano estaba aquí, nunca me había ocurrido semejante cosa. ¿Qué mal pensamiento habría resistido a su mirada? Sus ojos destruían el mal como el fuego aniquila las briznas de paja. Queridísimo compañero, hace tres veranos, cuatro inviernos, ésta es la cuarta primavera que vivo sin vos; el alma se cansa y el cuerpo se seca, Dios no debería permitir tales separaciones. El corazón se gasta cuando está condenado a latir solo, a palpitar en el vacío. Que Dios tenga piedad de los corazones que se ligan a las cosas divinas con un amor carnal.
»He transgredido la regla; no he sabido amar al compañero admirable que comparte mi labor y mis penas, mi lecho y mi pan de cada día. Y éste es el otro amor que se te ha propuesto por la sabiduría de Satanás: antaño, al alma prisionera que desdeñaba su desarrollo carnal, Satanás se dio a conocer con una artimaña, Eva, con el cuerpo tan deleitoso que el alma de Adán se halló presa en él como un pájaro en la jaula. ¡Una mujer, Dios de misericordia! Para vos, Señor, son nuestras semejantes, almas destinadas a la salvación; mas para nosotros, los pecadores, ellas son la peste y la muerte.
»¿Y de qué sirve no comer más que una rebanada de pan seco a la salida del sol y hacerse sangrar hasta quedar blanco, o poco menos, y tener el cuerpo agotado hasta no ver más que círculos verdes y rojos en lugar del camino y los bosques? ¿De qué sirve recitar la oración, si cada palabra resuena como un martillazo en la cabeza porque está demasiado debilitada para rezar de verdad? Y se cae en la lujuria mental, los pensamientos ya no obedecen a la voluntad. He estado a punto de inventar pretextos para regresar a Tolosa y volver a ver a esa criatura, a punto de ir a pedirle perdón por haberla ofendido… La carne es más fértil en trucos que el más hábil de los malabaristas. ¿Y por qué justo una mujer, cuando son todas iguales? Satanás sabe lo que hace al concentrar la tentación en un solo objeto, como el peso de un martillo se concentra sobre la cabeza de un clavo. ¡Ay, ese mal es el más estúpido de todos! Lleva a creer que la sed no puede saciarse más que con un vino, bebido en una sola copa, ésa y no otra, ésa y ninguna más, pues si no la hubiera visto, nunca habría conocido esta sed…».
* * *
Renaud resoplaba penosamente a cada hachazo y no lograba seguir a su compañero. Un leñador no se improvisa. Renaud tenía cincuenta años y ayunaba más de lo razonable. Los dos hombres se imponían tres horas de trabajo al día a manera de disciplina.
—Detengámonos —dijo Aicart.
—Me gustaría. Pero más vale trabajar cuando uno se siente tentado por la colera.
—¿Por qué os encolerizáis? Ya os lo he dicho, no me marcharé sin vuestro permiso.
Renaud dejó caer su hacha y se secó la frente.
—Ya os lo he dicho, no os retengo a la fuerza.
—Ya os lo he dicho, si no estuviera obligado a ello, no se me pasaría por la cabeza abandonar el país en este momento.
—Sólo vuestra imaginación os obliga. Somos dos aquí, donde al menos se necesitarían diez hombres, y vos abandonáis la tarea por un escrúpulo de conciencia.
—Estaré de vuelta dentro de dos meses, a más tardar.
—¿Quién sabe dónde estaré yo dentro de dos meses? Sabéis bien que las tentaciones ante las que no se ha cedido son como platos de carne vistos en sueños. Si el espíritu en nosotros se mancillara con nuestros pensamientos, no permanecería ni un solo día en el más puro de los hombres.
—Os hablaré con franqueza, hermano. Si los hombres como nosotros no ceden a este tipo de tentaciones, a menudo es por orgullo y por miedo a la vergüenza; somos como perros atados. Con el pensamiento también se infringe la regla.
Renaud, apoyado en el árbol, frunció las largas cejas en un esfuerzo de reflexión. No comprendía; era un hombre firme, de paz, tan poco turbado por sus propios pensamientos como por el vuelo de los mosquitos. En despecho de su natural bondad, a veces se decía que Dios, por mediación del obispo, había querido probar su paciencia al imponerle aquel compañero: un hombre autoritario, intolerante, impaciente e inclinado a los vínculos personales. Por lo demás, Renaud le amaba en Cristo, y le tenía por un buen cristiano.
—Los pensamientos —dijo— no dependen de nuestra voluntad. La falta consiste en creerse algo cuando no somos nada.
—¡Tal sencillo como eso os parece que es comprender que no somos nada! —repuso Aicart, no sin humildad—. Hermano, seríamos como los sacerdotes romanos, que dicen: «¿Qué importa que nuestros corazones sean impuros? Un médico puede ser avaro y lujurioso, mas si sus remedios son buenos es un buen médico». La gracia de Dios no se transmite por el contacto del cuerpo, como la lepra, y engañando a los hombres engañamos a Dios. Está dicho que el mal árbol sólo puede dar malos frutos.
—Vos no sois ningún mal árbol.
—Hermano, eso soy yo el único en saberlo, según Dios. Si no obtengo de monseñor el obispo la renovación de mis votos, soy como la sal que ha perdido su sabor.
—Tened cuidado de no caer en el pecado de la duda y de la falsa humildad.
—Todavía no estoy tan abandonado por Dios como para conocer la duda y la falsa humildad. Ya os lo he dicho, os pido vuestra bendición en mi marcha, pues me ha sido revelado que no debo demorar más este viaje.
Renaud dio su consentimiento de muy mala gana. Cuatro buenos hombres habían abandonado ya el país a lo largo del invierno, a dos mujeres las habían apresado y quemado en Albi, otra había muerto enferma. El aserradero se convertía en un lugar poco seguro. Renaud no quería que sospecharan que su amigo había abandonado aquella tierra por miedo al peligro.
De camino, vestido de mendigo y con su Evangelio estrechado contra el pecho bajo las ropas, Aicart no encontraba el trayecto difícil ni largo. Se sentía sobre la buena vía.
Le parecía dirigirse hacia una segunda muerte: un bautismo nuevo, una destrucción nueva de su alma por el espíritu. Había tardado dos largos meses en resignarse, tan grande es el atractivo del pecado y de la complacencia hacia uno mismo.
«Amigo amado, ¿realmente os he traicionado?
»El hombre más vil es lo bastante fuerte para encender un fuego, y quemar en él a diez, a veinte o a cien justos; mi único amigo fue destruido por seres que no eran dignos de besar la tierra que sus pies pisaban. Él decía: el mundo no tiene poder sobre nosotros. Se equivocaba. El mundo ha tenido el poder de separarnos; en este mundo, el cuerpo es más fuerte que el alma. Pues su alma está en el gozo perfecto; pero entonces me bastaba verle apretar los labios o parpadear para saber si era feliz, o si estaba contrariado, o cansado…
»¿Qué habría dicho, ahora? Cómo puedo saberlo, yo era otro hombre cuando él estaba aquí. El nunca conoció las tentaciones vulgares, si no de oídas. Uno puede tener miedo de ser purificado… Yo camino hacia mi nuevo bautismo como hacia un calvario, pues me parece que no lo sobreviviré. Este amor por sí mismo que es preciso erradicar toma formas diversas y tiene una vida difícil; hay quien sólo se despoja de él con su piel y su carne.
»Esa cosa alta, lisa y fresca, un cuerpo sin vestiduras, un cuerpo de virgen. Es como si yo no hubiera conocido nunca mujer alguna, pues mis pecados de juventud fueron sólo juegos de niño. Tener hambre de ello, desde la raíz del cabello hasta el vacío de las entrañas; y saber que esta hambre no será nunca aplacada, jamás, en ningún tiempo ni en ningún „lugar, bajo ningún pretexto, jamás… ese jamás es eterno y sin límites, es él el que nos abrasa el corazón.
Y uno acaba por amar el hambre. Uno se destruye por violencia; dentro de dos o tres meses, todo esto habrá muerto.
»Por muy debilitado que estuviera debido a la humillante situación en que se encontraba desde hacía dos meses, Aicart no dudaba en absoluto de la eficacia del remedio. El hombre resuelto a pedir una segunda oportunidad se vuelve como un pan cocido dos veces, que ya no puede endurecer ni enmohecerse. Aicart había conocido varios de aquellos Lázaros dos veces resucitados; en grados diversos, todos ellos eran hombres marcados por la tortura, ya amargados, ya inhumanamente despegados del mundo.
«Olvidarás incluso al amigo que no querías olvidar, pues para Dios era un elegido y un santo, pero para ti una ocasión de caída. Nunca te he conocido, a ti, que sólo eres cenizas y fuiste siempre podredumbre y vanidad… carne consumida por Dios. Todo lo que no es Dios es mentira, y él no era Dios. Toda amistad carnal lleva a la muerte del alma, Señor, me habéis humillado para mostrarme que no hay otro amor en la tierra que el vuestro».
En un bosque, cerca de Carcasona, Aicart conocía la cabaña de dos hermanos en religión. Pensaba pasar allí la noche; no es bueno permanecer solo demasiado tiempo. Al lado de aquellos dos hombres, la oración sería más fácil y el pensamiento menos vagabundo; hay días que uno necesita más de la presencia de sus hermanos que del pan y del agua.
Le sorprendió ver el sendero peor disimulado que de costumbre. Al llegar a la cabaña, lo comprendió. Al principio, un hedor de cadáver le hizo retroceder, luego se acercó a la puerta. Un hombre estaba echado en el suelo, tan cubierto de hormigas y de moscas negras que parecía un enjambre de insectos. Delante de la cabaña, el suelo estaba muy pisoteado, había restos de sangre negra en el marco de la puerta.
Por una vez, sin ser supersticioso, Aicart se sintió presa del espanto. Venía a hablar con amigos y se encontraba ante un montón de carne hedionda. «¿Es eso la vida? La única cosa verdadera y segura. Muerte. ¿Cuál de los dos era? ¡Muy astuto será quien lo diga ahora! Aunque uno no deba afligirse por la muerte de un cristiano, el pecado es grande. Ha habido asesinato, ¿qué hombre ha osado…? ¿Por qué razón?
Un crimen de vagabundos… Las autoridades no dejan pudrir los cadáveres de los herejes, queman el cuerpo y la cabaña con ellos… Hay quien nos cree ricos. Que Dios les perdone. Los dos hermanos se dedicaban a la colecta. Quién sabe. Puede que les hayan torturado para hacerles revelar el escondrijo del tesoro. Pobres locos, si todo el mundo sabe que somos los últimos hombres a quien se confiaría un tesoro, y que nunca sabemos dónde está el dinero… La gente no es astuta.
Conteniendo la repugnancia, Aicart penetró en la cabaña; le envolvió una nube de moscas, que se pegó a su rostro sudoroso. Quería saber si el hombre que se había marchado se había llevado su libro… Rebuscó por el suelo, a tientas, esforzándose por no respirar. El libro estaba allí, bajo una escudilla de sopa volcada, llena de hormigas. «Lo hubiera venido a buscar, de haber podido. ¿Qué hago? Herido, quizás, o con una pierna rota… ¿Cuál de los dos? Raoul, el más joven. El otro tenía los pies enfermos». Aicart lanzó una última mirada a lo que había sido (según todos los indicios) el cuerpo de un alto anciano de ojos tristes, y salió de la cabaña con el libro sagrado entre las manos, manchado de sangre y de caldo seco.
Una voz le decía: «No busques; si Raoul no ha vuelto, es porque ha muerto. Dos compañeros menos. Dos más. Y por un asunto estúpido, por la tontería de algún soldado extranjero. ¡Ay! Un herido puede vivir varios días y dejarse devorar vivo por el hambre y los buitres… Raoul es un mozo inerte, de cuarenta años como mucho».
Iba a empezar su búsqueda, después de recitar rápidamente la oración, cuando oyó, procedente de un bosquecillo, una voz clara y joven que gritaba:
—¡No busques, compañero! No sacarás nada.
Un muchacho de unos quince años corría hacia él.
—¡Ay! ¡Hombre, qué desgracia! ¿También tú venías por un moribundo?
—No, no por un moribundo.
—¡Ah! Qué calamidad —continuó el niño—, nuestros dos buenos hombres muertos. Seguramente han sido los vascos, que no temen a Dios ni al diablo. He encontrado a monseñor Raoul detrás de la roca de los cuervos, con la cabeza destrozada y las manos y los pies quemados… ¡Ya mí que me habían enviado por un hombre que tiene mucha necesidad!
«No hay nada que hacer —se dijo Aicart, resignado—, no saldré antes de mañana; con toda honestidad, no puedo eludirlo».
—Si venías por un moribundo —repuso—, yo soy el hombre que necesitas.
—¿De verdad? —preguntó el niño, levantando la cabeza hacia el delgado y fino rostro medio oculto por el capuchón de tela invernal. La mirada del hombre le tranquilizó; esbozó una amplia sonrisa confiada y se arrodilló para la bendición.
—Vamos, ¿de quién se trata? ¿De un pariente tuyo?
El semblante del muchacho se volvió a poner serio.
—No será fácil, monseñor.
—¿Está vigilado?
El niño se sonrojó, sacó del cinturón una antigua moneda de cobre griego marcado con tres muescas y la dejó en la mano del hombre.
—Me ha dicho que enseñe esto.
Aicart se mordió el labio, no se esperaba que aquella moneda le fuese devuelta.
—Ya sé —dijo—. Es un soldado, ¿verdad?
—Sí, monseñor… —El niño pareció vacilar.
—Bueno, ¿dónde está? ¿Lejos de aquí? ¿Herido o enfermo?
—En prisión, monseñor. En la torre alta de Carcasona.
Se hizo un momento de silencio. Aicart, desconcertado, pensativo, daba vueltas y vueltas a la moneda que tenía en la mano.
—¿Cómo llegaré hasta él? —preguntó a media voz.
—Soy hijo del carcelero, monseñor. Mi padre sabrá haceros entrar. No os neguéis, monseñor, es un hombre muy valiente; es el señor Ricord, el que ha matado a tantos cruzados.
«¡Ay, Dios! —pensó Aicart—, ¡precisamente él! ¿Cómo se habrá dejado coger vivo?».
—¿Cuándo lo ejecutan?
—Dentro de dos días.
—¿Tan pronto? —dijo Aicart, lentamente—. ¿Y sabes cómo?
El niño frunció las cejas.
—Ya le han hecho bastantes cosas. Le cortarán la cabeza porque es noble. Pero antes los brazos y las piernas. Es muy duro, ya lo sabéis.
—Lo sé. Es corpulento. ¿Cómo me harás entrar?
—Mi padre os prestará ropa, dirá que sois un pariente. Monseñor Raoul entró así tres veces, ¡una vez incluso se disfrazó de clérigo!
Aicart se dijo que Raoul era todavía poco conocido en Carcasona, al menos entre quienes no interesaba conocer. «¡Bah! —se dijo—. También ellos han perdido a muchos de los suyos o han sido dispersados, la ciudad se ha convertido en una auténtica posada. No soy ningún gigante ni jorobado, me bastará con ocultar la cara». Después de echarse otra vez el capuchón sobre la cabeza, siguió al muchacho. Por precaución, se envolvió con un trapo sucio la mano con la que aguantaba el bastón… «Las manos os traicionan más que el rostro, con los dedos largos y delgados que ni con quince años de trabajo lograrían pasar por dedos de hombre del pueblo».
Cruzaron la ciudad por los suburbios y las callejuelas.
—Ya veréis —explicó el muchacho— que está todo empavesado, por la parte del obispado y en la plaza de palacio; dentro de poco parten los peregrinos, y entonces hacen cantar misas antes de salir, ¡si hubierais visto el desfile! Caballos completamente cubiertos de flecos de seda y de banderas, y todos sus caballeros se vistieron de color para ir a la iglesia… El nuevo obispo que nos han puesto es, según dicen, un lobo rabioso con los herejes; por fuerza, es un hombre del norte, ésta no es su tierra… A cuánta gente ha arruinado. A cónsules. ¡Ah! El que dice: «Quien desolla dos veces, dos veces no esquila» se equivoca, pues los franceses son tan fuertes que encuentran el modo de desollar dos veces, ¡y, encima, de hacer que les den las gracias! Hemos entregado nuestras casas a los mercaderes y a los banqueros, con lo poco que quedaba dentro, y les han obligado a albergar a cruzados, que es peor que tener ratas en un molino… A don Pierre Jaufré, don Isarn de la Cadière, ¡que sin embargo, va a la iglesia! Nuestro obispo se lo impone como penitencia, a causa de su hijo, el menor, el que se ha hecho hereje.
Hacía tiempo que Aicart sabía que su padre vivía más o menos para el placer del obispo y de los militares que le obligaban a albergar; con todo, era un buen creyente, y corría el grave riesgo de morir desconsolado, pues ya era anciano. Todo aquello por haberse obstinado en conservar su casa.
—¡Ay! La vida que nos hacen llevar —continuó el rapaz—, ¡Todos los soldados que hemos visto pasar! No acabaríamos hasta mañana en contar todas las banderas. No se quedan; el tiempo justo de tomar, no el tiempo de pagar. Con suerte, quedan diez muchachas que son todavía como eran. Primero se casan con las ricas, los padres no se atreven a negarse. Todos los días de Pascua y de Pentecostés hay bodas… Mi padre dice: «No quiero perder mi empleo, espero a que los otros estén en el lugar de los que meten ahora, entonces reiremos».
—No habrá de qué reír. Tu padre tiene un mal oficio.
—Ya lo sé. Pero cuando puede va a los sermones.
Aicart miraba pasar a los caballeros cruzados, vestidos con ropas de seda bordada. «¡Ay, mi ciudad natal convertida en guarida de los ladrones! ¿Hasta cuándo sufriremos esta humillación?».
Tuvo que pasar la noche en casa del carcelero. Aquel hombre reconoció enseguida al antiguo compañero de Raymond de Ribeyre; aguardaba siempre el momento de quedarse a solas con él para ponerse de rodillas.
—Nuestra vida ya no es fácil, monseñor diácono. Aquí no ocurre como en las prisiones del obispado, pero nos vigilan del mismo modo. Si dejara que me cogieran, creerían que hago que me paguen mucho.
—¿Realmente no hacéis que os paguen? —preguntó Aicart.
—Cuando la persona puede, no digo yo… Pero por ese hombre valiente que van a martirizar pasado mañana, no aceptaría ni un sueldo, aunque me lo suplicaran. Dicen que ha matado a más de trescientos cruzados en cuatro años.
—Sois un hombre extraño —repuso Aicart, suavemente—. Decís eso, y sois cómplice de sus verdugos.
—Monseñor, así es la vida. También hay que hacer el papel del diablo. He ayudado a varios hombres a morir en paz.
—Es justo. Pero tened cuidado de que el papel del diablo no sea demasiado lucido.
En aquella casa, Aicart sólo quiso aceptar agua, en la que empapó dos bizcochos que llevaba en sus alforjas. Le repugnaba hospedarse en una prisión. ¿Por dónde no nos obliga a pasar la guerra? Había motivos para empezar a creer en las señales; el viaje no podía empezar peor.
Y para colmo, el hombre a quien debía ordenar al día siguiente era el padre de la persona en la que no tenía que pensar más. Normalmente, se prohibía toda piedad personal por los moribundos y sus seres cercanos. Pero ¿cuál es el modo de defenderse de ello, cuando se trata de una muerte semejante…? La joven acabaría por enterarse; ¿cómo podría soportar un padecimiento como aquél? «Pobre muchacha, que te amparas en tus visiones como un niño en una espada, si el espíritu te jugara la mala pasada de mostrarte el cuerpo de tu padre despedazado vivo con el hacha del verdugo. Los hombres —pensó— juegan y pierden, pero es injusto que se mezcle a las mujeres en este juego cruel.
¿Se recuperará alguna vez esta niña de la humillación infligida a la carne de su carne?
La inquietud turbaba la oración y ahuyentaba el sueño. Tuvo dos pesadillas: la muchacha lloraba y le reprochaba haber causado la muerte de su padre. Él le juraba que no tenía nada que ver y trataba de consolarla de algún modo, acariciándole los hombros y las mejillas, e incluso en sueños este contacto le horrorizaba y le llenaba de una inmensa alegría. Esa misma alegría demasiado violenta se llevaba el sueño, como siempre. «Señor, ¿saben los demás hombres lo que es una mano hambrienta, una mano que siente hormigueo y se consume en deseos de tocar, aunque sólo fuera por un segundo, la mejilla de una mujer?… De noche. En algún sitio, muy cerca de aquí, un hombre te espera para recibir de tus manos la esperanza de salvación. Debido a ello tus manos no son humanas, sus gestos y sus contactos están todos medidos y previstos con antelación, hasta la muerte, nunca uno de más…
A la mañana siguiente, Aicart tuvo que cambiarse de ropa y ponerse un traje de burgués y una capucha de lana roja; les introdujeron en la cárcel en el momento en que los guardianes tomaban su comida matutina.
—Este señor os regala un pellejo de vino español —dijo el carcelero—. Es el sobrino del señor de Montgeil y no quiere que se sepa. Viene a despedirse de él.
Los hombres apenas miraron al visitante. El día antes de una ejecución capital estaban acostumbrados a cerrar los ojos. Todo hombre en la víspera de que le corten en trozos tiene derecho a su último día.
El calabozo era pequeño, bastante oscuro; la luz sólo entraba, reflejada por la pared de la muralla, a través de una fina hendidura debajo del techo. El hombre encadenado, desplomado en el suelo, se esforzaba por dormir, tras encontrar por fin una posición que le permitía permanecer echado a pesar de las cadenas que lo sujetaban a la pared por los tobillos y las muñecas. Al oír que la puerta se abría, se sobresaltó con un gemido, luego intentó ponerse de rodillas. En la penumbra, Aicart logró distinguir un rostro tumefacto, con la barba pegada por la sangre, y los brazos desnudos, hinchados y enrojecidos, cubiertos de largas heridas negruzcas.
—Hermano —dijo—, que Dios te proteja en este gran día.
Los ojos del condenado parecían hacer un enorme esfuerzo por mirar recto. El hombre no pudo tenerse más de rodillas, cayó contra la pared con ruido de cadenas y apoyó la cabeza contra una cavidad que Dios sabe cuántas cabezas habían acabado por formar en la piedra.
—¿Cómo es posible, monseñor diácono, que seáis vos? —preguntó, con voz entrecortada, llorosa a su pesar.
—Dios ha querido enviarme donde era necesario en el momento justo. El que os atendía ha muerto.
—Si hubiera sabido que seríais vos… —continuó Ricord—, no habría osado mandar que os fueran a buscar.
—Sea yo u otro —repuso Aicart—, el riesgo es prácticamente el mismo.
—Es verdad, monseñor. Pero cuando se trata de un hombre que uno no ha visto nunca, lo piensa menos.
Ricord esputó un poco de sangre y levantó la mano encadenada para secarse la boca. Siguió:
—Temía no ser capaz de hablar. Se ha deshinchado, estoy mejor. Me habrán roto todos los dientes… ¿Tendré una buena muerte, monseñor? Me han hecho sufrir tanto que ya no sirvo para mucho. Me arde la cabeza.
—Hermano, lo mismo es para todos los moribundos. Tanto mejor si os han debilitado el cuerpo, mañana sufriréis menos. Un hombre agotado puede morir de repente, después de que le corten el primer brazo.
—Dios os oiga. ¡Ay!, monseñor, el cuerpo es poca cosa, pero no es alegre pensar que lo desmembrarán así, como el de un buey… A los bueyes aun los matan antes. Toda la ciudad estará allí para verme gritar. ¡Si mis hijos pudieran no saberlo nunca!
—Estarán orgullosos de vos, hermano. Todos los hombres que no son traidores del país dirán que sois un mártir.
—Hay muertes más feas que otras. Con todo, menos mal que me cortan la cabeza, no han podido juzgarme como traidor, nunca he prestado juramento a los franceses ni a nadie que les sirviera. Han querido cogerme vivo, les comprendo.
—No penséis más en ellos.
—Sí, quiero pensar un instante todavía, monseñor. He aquí mi confesión: vos sabéis y todo el país sabe cuánto les he odiado; no he concedido la gracia a ninguno de los que he alcanzado. No he sido como un soldado que lucha mientras el enemigo puede luchar, pues para mí no merecían tratar con soldados de verdad. He matado a heridos y he degollado a monjes, porque esos hombres sin armas son peores que los que luchan y es justo que su hábito no les proteja. Pues ellos son quienes nos han conducido a la guerra. He llevado a la muerte a decenas de mis soldados, y hemos matado a muchos heridos con los que no podíamos cargar. Y para alimentar a hombres que podían luchar, hemos tenido que quitar el pan a los pobres.
»Pero nunca me he arrepentido de nada, ya que para destruir a los enemigos de esta tierra, hacen falta hombres como yo, que no retrocedan ante nada. Y quiero deciros todavía una cosa: me han herido y me han cogido vivo, y me han paseado por su campamento como un animal de feria, y me han arrastrado por toda la ciudad, con grilletes en los pies… y me han pegado y atenazado con hierro al rojo, y me han estirado en un potro (¡no sabéis lo que es eso!), querían hacerme decir si tenía cómplices. ¿Qué cómplices? Todo el país es mi cómplice, salvo los clérigos.
Siguieron torturándome por placer, incluso después de la sentencia. Y me han condenado a una muerte de bandido porque aquí la ley la hacen ellos, y no voy a morir por las leyes de nuestra tierra, sino por el mero placer del soldado extranjero.
»Ésta es mi verdadera confesión, y la más verdadera de todas: no albergo odio por lo que me han hecho a mí, se lo perdono con tanta franqueza como me hubiera gustado perdonarles el daño que han hecho a nuestro país. Pues el daño que me hacen a mí, lo he merecido plenamente, y aun con todo lo que me hagan seguiré siendo su deudor; ¡quisiera Dios que nunca hubieses hecho más que ese daño! Yen realidad ni siquiera tengo ya la fuerza para odiarles, pues el dolor ha ahuyentado el odio de mi cuerpo y el mal consume al mal.
Si queréis rezar por mí al Señor Jesús, tengo buenas esperanzas de que se apiade de mí, a pesar del poco arrepentimiento que tengo de mis faltas.
—Hermano —dijo Aicart—, renunciad ahora a esos pensamientos como a todos los demás, pues ha llegado el momento de que vuestra alma, si Dios lo desea, se reúna con el Espíritu Santo que había perdido el día de su caída.
»En realidad, esta ordenación no es como lo exige la costumbre, puesto que estoy solo frente a vos y soy un hombre tan poco digno del nombre de cristiano. Sin embargo, la Iglesia está presente aquí con todos sus miembros, glorificados ya o todavía con su apariencia carnal. Dios, en su nombre, me autoriza a hablaros. No estáis delante de un hombre, sino delante de la Iglesia de Dios, y las palabras que diréis no se las diréis a un hombre, sino a la Iglesia. Es la Iglesia, pues, por mi voz, la que os explicará y os recordará el sentido de la santa oración, a fin de que estéis preparado como conviene a recibir el bautismo espiritual.
Ricord intentó una vez más arrodillarse, luego cayó con una sonrisa triste. Repitió, después del diácono, los comentarios de la oración dominical, gravemente, esforzándose por no decir una palabra mal. Estaba intimidado como si realmente la Iglesia se encontrara allí reunida, para juzgar si comprendía la oración como es preciso. Encadenado, medio desnudo, cubierto de heridas, reducido el cuerpo a tanta miseria que no se sentía digno de levantar los ojos. ¡Ay, Dios, en aquel estado humillante tenía que presentarse ante la Iglesia para ser elegido!
Aicart extendió en el suelo, delante de él, un retazo de tela limpia, y le puso el libro entre las manos.
—Ricord, ¿tenéis voluntad de recibir el bautismo espiritual de Jesucristo?
—Sí, tengo voluntad. Pedid a Dios que El mismo me dé su fuerza.
Aicart predicó según el ritual de los moribundos, pues tenía el tiempo contado. Y cuando hubo colocado el libro sobre la cabeza del hombre para conferirle el Espíritu Santo, sintió que una inmensa calma descendía sobre él, como si también acabara de ser bautizado. Pues la gracia de Dios no desciende sobre todos los moribundos, sino sólo sobre aquéllos que la reciben con humildad; únicamente entonces se hace sensible su presencia y uno sabe que se encuentra delante de una criatura nueva. «¡Gracias, Señor, no he mentido a este hombre! ¡Está purificado e investido, ahora somos dos, reunidos en vuestro nombre!».
Se inclinó ante el hombre que en adelante era su igual y su compañero, luego le besó en las dos mejillas. Ricord permanecía callado para no profanar la majestad del sacramento. Pensativo, grave, contemplaba el libro que el diácono había vuelto a poner en sus manos. «Tenía que llegar a esto para ser juzgado digno. Dios no me ha querido durante mi vida, sólo me ha querido muerto. Pues la vida no es nada, sólo la muerte es verdadera, mi verdad es esta muerte.
»… Señor Jesús, no a vuestra derecha, sino en el último cielo, desde donde pueda al menos ver un reflejo de vuestra luz, no necesito más…». Aicart pensó: «¿Por qué tiene que morir tan rápido? Hubiera sido un buen vendimiador en la viña de Dios».
—¿Tenéis algo más que confiarme, hermano? Sin duda veré a vuestra mujer, ¿no tenéis nada que decirle?
—No, ¿qué puedo decirle que no sepa ya? Marchaos, monseñor, Dios nos ha concedido una reunión más larga de lo que me atrevía a esperar, no le tentemos. Sería una gran desgracia para todos si os cogieran.
«¿Y todavía teme por mí? He visto a muchos moribundos, pero lo que le espera es peor que la muerte.
»—Adiós, hermano. Rezad tanto como os permitan vuestras fuerzas y no toméis ningún alimento. En el estado en que os encontráis, será menos largo de lo que creéis.
Ricord negó con la cabeza.
—No. Duraré mucho tiempo. Casi hasta el final. Ya lo sé, y creo que me da igual. ¡Ah!, mis hijos son hombres, lo comprenderán, ¡pero mi hija! Debiera haberle ahorrado esto. Si la volvéis a ver, habladle de mí, que sepa que he tenido una buena muerte.
Aicart se dijo que hubiera sido más prudente abandonar la ciudad cuanto antes; pero su piedad por el hombre que iba a morir era demasiado intensa. Pensó: «Si estoy entre la multitud delante del patíbulo, tal vez me vea. Se sentirá menos solo».
No podía quedarse en casa del carcelero. Vestido de nuevo de mendigo, Aicart se dirigió al burgo, donde conocía una casa que antaño era segura. Resultó inoportuno: un caballero de Champaña se albergaba allí con sus hombres, y los huéspedes tenían que contentarse con el desván. Los soldados, instalados en la sala común y en la cocina, eran buenos chicos; tomaron a Aicart por un hombre que pedía limosna y le pusieron en las manos a la fuerza una hogaza de pan y un trozo de manteca. No obstante, uno de ellos dijo:
—Eres un poco joven para este oficio, o demasiado viejo. Harían bien en mandarte a cavar zanjas.
—Déjale —habló otro—, debe de salir de una enfermedad; está en los huesos.
La hospedera bajó al patio y se llevó al buen hombre a su casa para dejar que se lavara las manos; arrojó el trozo de manteca a su perro.
—¡Ay! ¡Cuántos pecados se ven ahora a causa de esta guerra! Por Dios, no os quedéis en nuestra casa, monseñor Aicart, mi yerno tiene tanto miedo que me pegará si se entera de que os he recibido.
—Perdonadme —dijo Aicart—, Ya me voy. Que Dios os proteja.
—¡Ay, monseñor diácono, si fuera por mí! Está como loco desde que tenemos a los soldados en casa. Para deshacerse de ellos, besaría las pezuñas de la mula del obispo, y no sólo la del obispo, sino la del último de sus clérigos. Tiene razón, los soldados van y vienen, pero son los clérigos quienes han tomado la ciudad.
Aicart no podía más que buscar otro refugio. Perdido en medio de los transeúntes, los mendigos, los animales que llevaban a los abrevaderos, erró de calle en calle, resignado a pasar la noche en la rinconada de alguna puerta. No había comido nada en todo el día. El pan de los cruzados estaba manchado por el contacto con la manteca y no se había atrevido a pedir otro a la anciana. Se sentía muy cansado, pues, y presa de un ligero vértigo.
Un eclesiástico vestido de blanco y a lomos de una mula se abría paso con dificultad entre los aguadores y los vendedores de legumbres; Aicart tuvo que echarse hacia atrás para esquivar a la mula, que asustada por un perro se había encabritado a un paso de él; la capucha le cayó hacia atrás y no se atrevió a volvérsela a poner demasiado bruscamente para no llamar la atención. Un clérigo del séquito del abad le dirigió una mirada asombrada y frunció las cejas; fue a reunirse con sus compañeros, y Aicart pensó: «No he de correr, he de caminar como si nada… Si doblo la esquina de la calle, ya no me encontrará». Una gran carreta de madera seca le cortó el paso.
El clérigo corrió tras él y le puso la mano en el hombro.
—Dime, ¿no te he visto en algún sitio?
—No lo sé.
El hombre, vacilante, escrutaba al falso mendigo con insistencia.
—Dime, ¿no eres tú Aicart de la Cadière?
Hubiera sido fácil decir: «No sé de quién habláis», encogerse de hombros, volver la espalda. O decir: «Pues no, me llamo Guillaume Vidal, de Béziers…». Sabía que un día le llevarían a responder aquella pregunta lanzada en pleno rostro, la había evitado como había podido. «No conozco de nada a ese hombre». Uno no reniega de sí mismo, sino del Salvador, de la vocación, de la regla y del espíritu. Este hombre me creerá, porque sabe que no mentimos; o bien dirá: estos hombres hacen como los demás cuando está en juego su pellejo.
—Sí —dijo—, ése es mi nombre, pero habrías hecho mejor en no preguntármelo. Si eres un hombre de corazón, me dejarás seguir por mi camino.
Pero el clérigo le había agarrado por el hombro y no le soltaba.
—Si lo hiciera, me excomulgarían. Aunque quisiese, no tendría derecho.
—¿No te da vergüenza entregar a un ciudadano de tu villa?
—Vosotros no sois de ninguna villa ni de ningún país —dijo el clérigo, encolerizado— más que del diablo al que servís. Sois vosotros los que nos habéis conducido a esta guerra. Ven.
Aicart sabía bien que la multitud no tomaría nunca partido por un tonsurado si le veía solo; pero ya se reunían con el clérigo dos de sus compañeros.
—Este hombre es el hereje Aicart de la Cadière. Me lo ha dicho él mismo.
Los dos clérigos dirigieron al hereje una mirada cargada de involuntario respeto. Una buena captura. Aquellos hombres que salían vivos del infierno no necesitaban de la hoguera para ser antorchas de Satanás, su diabólico orgullo les traicionaba en cuanto abrían la boca.
—Síguenos —ordenó el primer clérigo—. No se cometerá violencia sobre ti, serás entregado a la misericordia de la Iglesia.
—Conozco su misericordia. Tened cuidado de que el pueblo no emplee un día la misma misericordia con vosotros, que entregáis el país a Roma y a los franceses.
Los transeúntes, intrigados al principio, se dispersaron para no asistir a la captura de un hereje.
—No me moveré de aquí —repuso Aicart—. Si hay una orden de arresto contra mí, quiero que me lleve el baile del obispado.
—¿Te crees que todavía estás en los tiempos del antiguo obispo y del antiguo vizconde? Considérate afortunado de haberte topado con nosotros, otros no te habrían tratado con tantas contemplaciones.
En la prisión del obispado, Aicart pasó a la escribanía para protestar por un arresto ilegal, protesta puramente formal. Él mismo, hijo de cónsul disfrazado de mendigo, hereje investido a quien todos habían visto, antes de la guerra, llevar el hábito negro, estaba en una situación más que ilegal. Los clérigos no habían hecho más que coger a un malhechor público.
«¿Cuánto tiempo más me dejarán vivir? —se preguntó—. No necesitan interrogarme durante mucho tiempo. Habitualmente, el procedimiento dura dos días, cuatro como mucho. Dios mío, cuatro como mucho, si por casualidad el obispo y su suplente se encuentran ambos ausentes… Con más frecuencia, dos días bastan. Aicart sentía que una inmensa muralla, grande como el cielo, pesada como la tierra, se levantaba lentamente delante de él… Muy cerca, contra su rostro, ya no tenía modo de dar un paso adelante sin golpearse la nariz.
Se acabó. Para siempre, aquella vida terminaba… no quería pensar todavía cómo, el dolor era de todos modos impensable. Aquella vida acababa, lejos de los hermanos, lejos de la Iglesia, en una lucha vana, en medio de hombres que no lo dejarían siquiera rezar en paz. Tenía tanta necesidad de rezar…
«Señor, no temo por mi carne. Pero mi alma está mal preparada. No tengo una larga experiencia de plegaria; me consagraron demasiado joven; he pasado mis quince años de ministerio en trabajos provechosos para la Iglesia militante, pero no para la glorificación de Dios en mi alma… He mancillado tanto el espíritu en mí con malos pensamientos que casi me he rebajado a la condición animal de la que el bautismo me sacó. Creía que la vejez me haría por fin capaz de llevar a cabo la tarea para la cual había sido llamado.
»Y he sido como el mal criado que barre la mitad de la estancia y descuida los rincones oscuros; y que, demasiado diligente con las pequeñas faenas, deja saquear el tesoro del amo. Señor, no ha sido con mala voluntad».
Se dio cuenta de que le temblaban las manos y cruzó los brazos sobre el pecho, apretándolos contra el libro, cosido bajo su ropa. «Es verdad —se dijo—, no me han registrado siquiera, no me han quitado el libro ni el dinero». En el cuarto donde se encontraba, una especie de gran antecámara cuadrada de ventanas que daban a un jardincillo, dos hermanos legos y un escribano hablaban en voz baja, de pie junto a la puerta. Evitaban mirarle, como al pasar él habían evitado el contacto de sus ropas. Para ellos, era como un apestado… ¿No lo eran ellos también para él? Aquellos pocos días que le quedaban por vivir tenía que pasarlos con hombres para los cuales él no era un hombre.
Sabía que no le convenía darles el espectáculo de una agitación que ellos tomarían por miedo. Tras la ventana, cerca de la pared encalada, un hombre con ropa de lana blanca regaba las flores con ayuda de un aguamanil de pitorro largo y fino, «Ese buen anciano —pensó Aicart— lo sentiría muchísimo si rompiera una de esas flores por descuido, y mañana glorificará a Dios al enterarse de que van a quemar vivo el cuerpo de un hombre».
Uno de los hermanos legos se acercó al prisionero y le preguntó si deseaba tomar algún alimento. Él dijo que aceptaría con gratitud pan y un cántaro de agua, pero nada más. El día acababa; encendieron dos lámparas de aceite, una delante del crucifijo, otra a la entrada del cuarto.
Aicart preguntó si, a cambio de dinero, podía obtener un vestido más limpio y más conveniente a su rango. Al principio, los guardianes se negaron, alegando que la ley les prohibía hacer favores a un hereje. Por lo demás, estaban llenos de buena voluntad, y después de concertarse en voz baja, acabaron por mandar traer una especie de hábito marrón con grandes manchas, que sin duda había dejado algún detenido que ya no lo necesitaba. Monseñor el obispo, dijeron, estaba advertido, e iba a delegar en su suplente para el interrogatorio, a continuación de las vísperas.
Aicart, en pie junto a la ventana, rezaba sus oraciones; le repugnaba arrodillarse y postrarse en aquel lugar profano, bajo la mirada de los carceleros. La noche era suave; sonaron unas campanadas, a lo lejos se oía un canto monótono, cadencioso, de una serenidad inhumana.
«Paz sin defecto, océano de luz, Padre, tú que engendraste sólo las almas puras y no las malas, pues como estás tú en los cielos están ellas en los cielos, y vienen de lo alto para regresar a lo alto.
»Que sea santificado tu nombre, que reluzca en los tuyos y a través de ellos. Que venga tu reino que es el Cristo que ilumina todas las almas llamadas a la salvación, tu reino que es Cristo y él solo, viña única de mil ramas, todas podadas y con fruto. Hágase tu voluntad en la tierra… pues Cristo dijo: "He venido a hacer la voluntad del Padre" y Él fue el único en hacerla, y esta voluntad no se hará si no en Él y por Él, a través de las almas donde reina sin partición. Nuestro pan sobresustancial, dánosle hoy… no como a los judíos que comieron el maná y murieron, sino ese pan verdadero que es espíritu y vida, tus enseñanzas verdaderas que son el único pan del alma; este alimento de Cristo que es hacer la voluntad del Padre. El pan que es su verdadera carne y su verdadera sangre, el pan verdadero que es su palabra, danos la fuerza de cumplirla en este día. En este día, Señor, que para tu servidor será el día de gracia, ese día en que, aunque mi alma flaquee, mi cuerpo dará testimonio a tu voluntad…
»—Vamos —dijo el hermano lego—, seguidme.
Al volverse, Aicart vio que tenía detrás a dos hombres de armas y a un tercero, que llevaba una antorcha.
—Me hubiera gustado terminar la oración —repuso.
Uno de los soldados le agarró por el brazo; Aicart, irguiendo los hombros, dijo que no había necesidad de llevarle a la fuerza. Mientras caminaba, retomó su oración interrumpida: «… Perdónanos nuestras deudas. Son numerosas, Señor, sólo tú las conoces y puedes perdonarlas como nosotros perdonamos a nuestros deudores… a los que nos persiguen y nos hacen daño, de todo corazón y con toda franqueza, pues desconocen su deuda para conmigo como yo desconozco mi deuda contigo, Padre; mi deuda es infinita, la de ellos terminará pronto.
El esfuerzo, Dios inmenso, que hay que hacer para mantener los ojos bajos y la cabeza en reposo… Aquí estoy, ante mi juez inicuo, el primero y el último, estoy ante el tribunal de Satanás.
¡Cuántas veces, en su juventud, había soñado con aquel momento, intentando vivirlo por adelantado, preparando sus respuestas, representándose, para endurecerse, todos los detalles del último suplicio! Ay, entonces casi lamentaba no vivir en el tiempo de los mártires, sin duda se habría sorprendido de saber que tendría que pasar por ello de verdad. Incluso ahora todavía no era lo bastante viejo para preservarse de un ligero escalofrío de orgullo ante la idea de que había llegado el momento de pagar la vocación con su vida.
Había una pared blanca, provista de un crucifijo negro, un hombre vestido de blanco y manto negro sentado en una silla de respaldo alto y otros dos a su lado, en unos taburetes. A su izquierda había un escribano instalado detrás de un pupitre, con una pluma en la mano.
El suplente, prior del capítulo del obispado, era un hombre de unos sesenta años; alto, de ojos vivos, nariz aguileña, con la boca cerrada sin dureza. Aicart le conocía; pensó: «Es un hombre de nuestra villa, y sirve al obispo extranjero». Extraña cosa, tenía menos contra esos hombres por ser los enemigos de su fe que por ser los enemigos de su tierra. El prior habló con mucha calma, casi con suavidad. Dijo que como el delito del que culpaban al acusado era de notoriedad pública, no hacían falta acusadores ni testigos, pero que por lo demás, si el llamado Aicart, hijo de Isarn de la Cadière, se consideraba acusado en falso, el tribunal ordinario no le negaría el derecho de convocar a testigos de descargo.
—¿Queréis un traductor —dijo— o hablaremos en latín?
—No necesito traductor. Escribid que no reclamo testigos.
—Aicart de la Cadière, ¿reconocéis haber profesado y enseñado públicamente doctrinas contrarias a la fe católica?
—Lo reconozco.
—¿Reconocéis haber abrazado la doctrina de los herejes llamados cátaros, y haber recibido de la mano de dichos herejes la ordenación para ser ministro de su religión?
—Lo reconozco.
—¿Reconocéis haber intentado, con palabras y actos, perjudicar a la Santa Iglesia y desviar las almas de los fieles?
—Si entendéis con esas palabras la Iglesia romana, lo he hecho. Pero ésa no es la Santa Iglesia.
—¿Os reconocéis perjuro y apóstata de la fe que recibisteis en vuestro bautismo?
—Nunca he sido perjuro de la fe que recibí en mi bautismo. El bautismo del que habláis no es más que una costumbre supersticiosa y pagana que no es de utilidad ninguna para la salvación.
—¿Creéis que fuera de la fe que profesáis ningún hombre puede salvarse?
—Lo creo firmemente.
—¿Creéis que un hombre que abraza de todo corazón la Santa Iglesia romana no puede salvarse de ninguna manera?
—Así lo creo.
—¿Reconocéis haber profesado y enseñado públicamente que la Santa Iglesia romana es la bestia del Apocalipsis, la ramera de Babilonia y el asiento de Satanás, y otras blasfemias más abominables todavía?
—Reconozco haberlo profesado y enseñado públicamente, pero rechazo la palabra blasfemias.
—¿Reconocéis haber profesado que el mundo donde vivimos, la tierra, el cielo y las estrellas y todas las cosas visibles no han sido nunca creadas por Dios, sino que son obra del demonio?
—Lo reconozco.
—¿Reconocéis haber profesado y enseñado públicamente que Cristo, Nuestro Salvador, no se encarnó nunca, no fue crucificado ni resucitó; que no instituyó jamás el sacrificio de la misa, y que el pan y el vino consagrados por el sacerdote no son verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo?
—Lo reconozco. ¿Por qué me lo preguntáis?
—Hijo mío —dijo el prior, con una dulzura inesperada—, os creéis delante de lobos dispuestos a devoraros, pero en realidad tenéis en mí a un padre indulgente y dispuesto a cerrar los ojos a vuestras faltas pasadas; no veo en vos el hombre que habéis sido, sino el que podéis ser.
»Y como el médico intenta descubrir las señales de la enfermedad, yo trato de poner el dedo sobre vuestros errores a fin de poder refutarlos a continuación y haceros ver la luz de la Verdad.
»No estoy aquí para juzgaros, sino para iluminaros. Pues el Salvador dijo: "No juzgo a nadie". Tampoco nosotros tenemos derecho a juzgar ni condenar; pero amonestamos con caridad y paciencia a los que se extravían con el fin de conducirlos por la recta vía. Vos sois un hombre instruido, pero vuestro saber, sin embargo, es muy insuficiente, y la ciencia a medias es más perniciosa que la ignorancia. Si conocieseis mejor los escritos de los padres de la Iglesia, no habríais caído en los errores lamentables que os han traído aquí.
—No existen tales escritos. Nuestra fe es la única verdadera desde el comienzo, y sois vosotros quienes habéis sido inducidos en la herejía por el papa Silvestre, quien ha causado la pérdida de numerosos cristianos y ha instituido el reino de la idolatría.
Uno de los asistentes del prior se puso rígido, como si tratara de dominar su cólera, y dijo:
—Me parece que ya hemos oído bastante, reverendo padre. ¿Qué esperáis obtener de este hombre?
Por su acento, Aicart reconoció a un francés; por un momento, despertó su curiosidad; incluso se sintió presa del deseo vanidoso de entrar en controversia con aquel extranjero. Llevaba años sin hablar latín, y aquella lengua le traía recuerdos del tiempo en que podía discutir sobre su fe en la esquina de una calle con cualquier clérigo. Pero el prior levantó la mano y repuso:
—No estamos aquí para discutir sobre nuestra fe, sino sobre la vuestra. La Verdad no necesita defenderse del error, y nada de lo que digáis puede ofenderla. Pues las palabras del insensato son como piedras que éste lanza al aire y que le vuelven a caer sobre la cabeza.
—Como el ciego sanado dijo a los fariseos: «¿También vosotros os queréis hacer discípulos suyos?», os pregunto yo a vos: ¿por qué me interrogáis, si vuestros oídos están cerrados por adelantado a mis palabras?
—¿No podría decir yo otro tanto de vos? —preguntó el prior, con una sonrisa, y pasando bruscamente del latín al occitano. Se levantó, se acercó a Aicart y le puso la mano en el hombro.
—Hijo mío, os lo digo una vez más: no estáis delante de jueces, sino delante de médicos. Fijaos: ¿os han maltratado o metido entre rejas como a un criminal? Vos sabéis que la ley del siglo es dura con vuestros semejantes. La Iglesia lo deplora, pues no es vuestra muerte lo que desea. Cristo no desea la muerte de nadie.
»Si nos fuera posible sustraeros a la ley, lo haríamos. Pues el arrepentimiento de un hombre como vos causaría tanta alegría entre los ángeles del cielo como la salvación de diez hombres como yo. Os ruego encarecidamente que no cerréis los oídos por obstinación, ni por deseo de mostrar vuestro valor. Fijaos que he abandonado mi lugar de juez para hablaros de hombre a hombre, pues os juro que mi corazón sangra por vos.
Caminaban de un lado a otro de la habitación, sus sombras recorrían lentamente las paredes blancas. Aicart mantenía los brazos cruzados y los ojos bajos, y, sin escuchar mucho las palabras del hombre, se maravillaba del tono de bondad sincera que hacía sus palabras agradables al oído.
—Si tratáis de reconfortarme —dijo—, no lo necesito. Y no albergo odio contra vos.
—Quiero salvar vuestra alma. ¿Por qué iba a permitir que pagarais con una eternidad de tormentos un instante de obstinación ciega? ¿Podéis afirmar que vuestra alma, tal como es en este instante, es digna de comparecer ante el tribunal de Dios? Hasta vuestra religión, que está llena de errores, reconoce que la salvación sólo se obtiene con una vida perfecta y sin mácula.
—¿Qué queréis de mí? —quiso saber Aicart—. Vuestras palabras me parecen oscuras. Yo no me jacto de ser perfecto y sin mácula.
El prior le contempló con una intensa piedad.
—Vos sois un hombre aún joven y de bello rostro. No es posible que no penséis nunca en mujeres. Ahora bien, sabéis tan bien como yo que el perfecto amor de Dios no puede morar en un corazón que todavía alberga pensamientos impuros. Y destruiros hoy significa exponeros a no conocer jamás la beatitud eterna. Os hace falta tiempo para madurar en el ayuno, la abstinencia y la oración, el estudio de las Santas Escrituras y la ofrenda continua de vuestra vida a Dios.
—¿Qué queréis de mí? —repitió Aicart—. No consigo comprender el sentido de vuestras palabras.
—Hijo, no pido milagros. Sé bien que tu error no puede erradicarse en un día. Pero con una sola palabra puedes conceder a tu alma su oportunidad de alcanzar algún día la salvación; y no tienes derecho a dejar escapar esta oportunidad. No se te pedirá nada: ni que nombres a tus amigos, ni que reveles los secretos de tu fe que quieras callar, a menos que tu arrepentimiento te impulse a ello más tarde. Te bastará con decir que renuncias a tus antiguos errores, aunque no hayas renunciado de corazón; pues me bastará con un primer paso para darte confianza en lo demás.
Ante aquello, Aicart sintió por un momento que le abandonaban las fuerzas. Tuvo ganas de vomitar. ¡Ay! Debería haber previsto que tendría que exponerse a todas las afrentas, incluso a aquélla.
Bajó los ojos y se volvió para no ofrecer al prior la visión de un rostro desfigurado por la repugnancia.
—No creía haberos dado semejante idea de mí —dijo—, no creía haberme comportado de manera que tuvierais derecho a tomarme por un pusilánime.
—Hijo, ¿acaso habría hablado así a un pusilánime?
—Si por mis pecados he tenido la desgracia de merecer semejante ultraje, con todo, no lo esperaba de boca de un compatriota. ¿De mí pensáis obtener con palabras lo que de un bandido o un ladrón se obtiene a duras penas con la tortura?
—¡Ay! Hijo mío, ¿de qué os sirve engañaros a vos mismo? Si mis palabras no os hubieran hecho vacilar, ¿os habríais enfurecido así?
Aicart dirigió al prior una mirada de sorpresa, casi desarmado. ¿Era realmente aquel hombre incapaz de comprenderle?
—¡Ah! —exclamó, con cansancio—, ¡poco me importa lo que penséis de mí, al fin y al cabo! Sois seres malditos y pérfidos, animales con rostro humano, sin entendimiento y sin corazón. Lamento haberme rebajado a hablaros. No sigáis perdiendo vuestro tiempo, no os contestaré.
El prior retomó su puesto de juez y el interrogatorio volvió a empezar, pero Aicart no volvió a despegar los labios. El clérigo que apuntaba las preguntas y las respuestas tuvo que conformarse con escribir cada vez: «Se niega a contestar». Los dos asistentes del prior, menos pacientes que este último, hacían preguntas insultantes, del tipo «¿Profesáis que el adulterio, el incesto, la sodomía y otras abominaciones son, a los ojos de Dios, preferibles al matrimonio?», o «¿Es verdad que autorizáis a vuestros fieles a cometer incesto con sus madres, sus hermanas o sus hijas, mediante una suma de dinero?». Aicart tenía tanto sueño que apenas se tenía en pie, y debía clavarse las uñas en las palmas para espabilarse. «Es una artimaña —pensaba—, quieren cansarme para que mi rostro me traicione si me preguntan: ¿tal persona es de vuestra fe?». Y se esforzaba por concentrar su espíritu en palabras de oración, pero el sueño le enturbiaba la mente.
—¿Sabía vuestro padre que estabais en Carcasona?
No dijo nada. Pensó: «Habría hecho mejor en responder que no, saben perfectamente que mi testimonio sirve como prueba formal. ¡Ay! ¿Qué importa? De otros no habría podido responder que no». Al acabar, los dos carceleros fueron a buscarle para conducirle a su calabozo; él pensó: «¡Dios!, podré dormir».
Había que bajar unas escaleras, luego la puerta se volvió a cerrar en una celda negra y fría. Paja podrida por el suelo. Un pálido resplandor a ras del techo permitía adivinar una ventana. Y como por encantamiento, dos minutos después de echarse en el suelo, ebrio de sueño, Aicart se sintió desvelado, e incluso seguro de no poder dormir en toda la noche.
«… ¿Por qué no puedo olvidar a ese hombre que me llamaba su hijo y me hablaba con voz suave y decía: "Mi corazón sangra por vos"? Cuesta más olvidar la caricia de un sapo que un bastonazo. ¡Ay! Hasta del deseo de salvar nuestra alma consiguen hacer algo feo. Señor Jesús, si acaso la obediencia a vuestra ley me privara de la salvación, seguiría siendo feliz de obedecer.
»Señor, puede haber malas razones para obedecer. Para nosotros la abjuración es una humillación tan mortal que incluso si creyese encontrar en ella la salvación (lo cual es monstruoso de imaginar), mi cuerpo rechazaría esa humillación.
»Señor, ese hombre maldito me ha dicho: "El perfecto amor no puede morar en un corazón donde penetran pensamientos impuros", y yo no he sabido evitar los pensamientos impuros.
»¿Acaso no he deseado a una mujer con un deseo más fuerte que mi razón? Sin embargo, Señor, sed juez entre ellos y yo. Yo me digo: te reprochan abominaciones y tu corazón ha ardido por una muchacha casta y pura, y aun así no has osado tocarla más que con una maza de cobre… Señor, me han creído culpable del acto más vil que un hombre pueda cometer, ¡a mí, que tenía miedo de la sombra de un pecado! En realidad, si viera a esa muchacha aquí y ahora, le diría: soy un hombre. Voy a morir. Uno no miente delante de la muerte. Si pudiera dormir contigo esta noche, mi carne no se humillaría más de lo que ya lo está, y al menos conocería una alegría de la cual los hombres que no viven como nosotros no tienen idea alguna…
»No he regateado con mi vida, Señor; tal como prometí el día de mi ordenación, la entrego a la primera petición. Dejadme pensar una sola vez en esta vida que, buena o mala, fue la mía.
»Quería al amigo que me quitaron. Señor, era tan superior a mí que nunca volveré a verle en los cielos de los cielos donde está ahora… Ni siquiera de lejos, ni siquiera a través de siete esferas de luz. Le quería con un amor que no se debe a la criatura. Mujer ignorante, en realidad no te he querido, no era más que la concupiscencia de la carne y de los ojos. No era nada, mujer, sólo una brisa cálida sobre un manzano en flor, una cosa perecedera y sencilla y dulce, y no está ahí la verdadera vida de un hombre. ¡Que Dios te perdone esta vida, virgen ignorante, que es lo que eres, que te perdone los excesos del corazón y las inagotables tentaciones del orgullo!
»Sonaron campanas… se oía, desde lo alto, aunque no muy lejos, la voz cansina y llorosa del sereno. La prisión estalla en plena villa, el foso se extendía a lo largo de la calle. De niño, Aicart solía escuchar, en las noches demasiado calurosas, el grito solitario del sereno. «Nuestra casa no queda lejos —pensó—. Padre, madre, qué tormentos voy a causaros en vuestra vejez. Tendréis que decir: "Habíamos renegado de él hace mucho tiempo", estas gentes sospecharán que nos hemos visto…
»Ha sonado la prima. Aún dos horas de espera para el día. Antes de ponerte a rezar, mira si tu hermano tiene algo que reprocharte… ¡Señor! ¿Iba a empezar a orar así? Sométete a la regla, eres un animal indócil, ¿acaso tu odio te es más caro que la ley de Dios?
»Acabas de tratar a tu hermano de maldito y de animal con rostro humano, e ¿ibas a rezar? Hombre pusilánime y engañado, dirás: "No era mi hermano, sino un enemigo". Nos dijeron: "Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os odian…". Tu artimaña no puede sacarte de aquí. "Si no se arrepiente, que sea para ti como un pagano y un publicano…" Si, pero ¿acaso nos dijeron que odiásemos a los paganos y a los publicanos? La primera regla impuesta a un cristiano has violado con placer, diciéndote para tus adentros: todo está permitido a quien ha de morir. "El cielo y la tierra pasarán y su palabra permanece para siempre." Reflexiona y considera: ¿qué es la pobre y pequeña rebelión de una carne que va a morir como mueren cada día a millares?
»Los publicanos y las prostitutas nos muestran la vía; ese viejo soldado, mancillado con más asesinatos que conversiones has hecho tú, ha dicho de los que le han torturado: "De todas formas, siempre seré su deudor". Pero tú, ordenado para el oficio divino, ¿no eres acaso el deudor para siempre de todo hombre vivo? ¿Porque te has acostumbrado a ver a ricos y pobres arrodillarse ante ti, te permites hablar en alto a personas que no son de tu religión y no tienen ningún motivo para respetarte?
»Al alba, Aicart estaba casi preparado para hallar la paz. Es tan grande la fuerza de la regla, que ni el lugar ni el día pueden impedir a un hombre sujeto a esta disciplina que se olvide a sí mismo. La misma a través de los años, la misma a través de las tristezas, las tentaciones y las alegrías, pan del alma y fortaleza inexpugnable.
«Eres tan poca cosa que importa poco que sea éste el último o el penúltimo día, en realidad. Tú y tus pequeñas tentaciones, tus pequeñas cóleras, tus pequeños remordimientos… Vanidad de vanidades».
El interrogatorio volvió a empezar. Ya no había nada que preguntar, pero el prior se obstinaba en convertir al prisionero, tratando de explicarle sus errores. Aicart, lamentando su dureza del día anterior, se excusó con sus jueces:
—Ya sé —dijo— que creéis hacerme bien predicando lo que vosotros pensáis que es la verdad. Habéis recibido esta doctrina de vuestros maestros, tampoco vosotros sois plenamente responsables.
Aquella excusa tuvo el don de irritar a los dos sacerdotes asistentes, pero el prior estaba curado de espanto. Este hombre pensaba que debía desesperarse por la salvación de un pecador, y lamentaba no disponer del tiempo necesario para obtener una conversión: el hereje obstinado no pasaba mucho tiempo en las prisiones del obispado. Los amos del momento y el propio obispo así lo querían; un castigo rápido era más adecuado para sacudir de temor a los fíeles y para sostener la moral de las tropas. Los soldados, venidos de las provincias del norte para defender su fe, se escandalizaban de no ver quemar nunca a herejes, y acusaban a la justicia episcopal de complacencia y venalidad, lo cual era injusto. Las capturas de herejes eran raras porque resulta difícil controlar un país entregado a los desórdenes de la guerra. El prior del capítulo, hombre de una fe sincera, deploraba esta impaciencia, legítima en sí pero poco provechosa a la causa de la Iglesia. Si es necesario aislar a un apestado, ¿hace falta destruir su cuerpo, cuando el ejemplo de su curación podría curar otras almas? ¿Acaso una enfermedad tan grave se cura en dos días, y en el momento en que el paciente, tomado por sorpresa, se resiste y rechaza los remedios con la energía de la desesperación? «Este hombre es joven —pensaba el prior—, y por tanto está menos corrompido que los demás. Pues en realidad, entre los herejes el corazón no está corrupto, es su inteligencia la que se encuentra gangrenada por el error. La conversión del corazón puede ser obra de un instante, la de la inteligencia pide largos años o un milagro». —Hijo mío, rezo por vos. He rezado toda la noche, pues vuestras palabras me hirieron profundamente y me hicieron sentir que yo también me equivocaba. Si unos infieles me conminaran a mí a renegar de mi fe, habría respondido como lo hicisteis vos, aunque tal vez con menos cólera.
»¿Estáis ciego, hijo mío? No sois un hombre sin inteligencia. Vivís en un país donde la excelencia de la Santa Iglesia queda atestiguada en templos admirables, en la vida perfecta de miles de monjes santos, de venerables religiosos, en la elevada sabiduría de los escritos de doctores innumerables… para no hablar más que de cosas humanas. Os ha escandalizado ver a algunos ministros indignos, a algunos malos pastores. ¿Creéis que a mí no me escandalizan tanto como a vos? ¿Os estimáis tan perfecto vos mismo, que estáis expuesto a menos tentaciones que ellos, para poder arrojarles la piedra?
»Hijo mío (y por la edad podríais ser realmente mi hijo), no me toméis por un hombre de corazón insensible. Contemplar vuestro cuerpo noble y fuerte y lleno de vida me remueve las entrañas de piedad, pues hay en él un hermoso instrumento destinado a servir a la gloria de Dios, y vos queréis dejar que se destruya. Vuestra fe, que, como la de los fariseos, exagera las prescripciones de la ley divina para glorificarse, os obliga a dirigir vuestra piedad hacia los más viles animales; sin embargo, de la debilidad humana no sentís piedad. ¿Qué insensata ceguera os lleva a pensar que la luz de los ojos, la belleza de los rostros, el sol, las flores, y todas las cosas excelentes que veis en este mundo son obra del demonio? ¿Qué locura os impulsa a odiar la vida hasta el punto de querer renunciar a ella por diabólico orgullo? Vuestros ancianos padres todavía viven; tenéis hermanos, hermanas, amigos… ¿no sentís ninguna piedad por ellos?, ¿os habéis imaginado el dolor que vais a causarles?
—¿Sois vos quien me tenéis que decir eso? —preguntó Aicart, con un melancólico desdén.
—Yo no soy juez —declaró el prior—. He aceptado estas funciones por obediencia. Sufrimos de corazón por la ley que nos obliga a abandonaros a la justicia del siglo. Soy un servidor de la Verdad. No puedo pediros más que esa Verdad; deciros: hijo mío, os pido que aceptéis este sufrimiento que os parece más duro que la muerte porque yo sé con toda certidumbre que es la única ocasión de salvación para vos, en este mundo como en el otro. Os lo ruego, os suplico y os imploro, rechazad todo orgullo, pues debéis estar más allá del orgullo; toda preocupación por vuestro honor, pues para un hombre que sirve a Dios no hay más honor que el de Dios. Por un instante, tratad de deciros: «Soy un hombre falible, tal vez no conozco la Verdad, estoy dispuesto a todos los sacrificios para conocerla mejor…». Yo he sentido y vivido esta Verdad, y con cada una de las fibras de mi alma sé que es real. Me hago garante de ello. ¡Tras pasar por este duro sufrimiento, no quedaréis decepcionado!
—Podría deciros lo mismo —repuso Aicart, con tanta dulzura como pudo—. Renegad de vuestra fe, recibid el bautismo de mis manos y subid a la hoguera conmigo, y veré en vos a un amigo y un hermano. No os digo esto para burlarme. Me pedís una cosa que no me es posible. Vos podéis creer que vuestra fe es buena, pues ha conservado de la apariencia de Cristo lo necesario para engañar a las almas crédulas. El propio demonio no puede creer nada que no tenga al menos una apariencia de bien, de otro modo no sería el padre del engaño. Pero por sus frutos se juzga el árbol. Podría probaros con las Escrituras la falsedad de vuestra fe, pues me ejercité mucho en mi juventud. Ahora soy más maduro y estoy acostumbrado a juzgar la fe por los actos antes que por las palabras, aunque sin descuidar por ellos las palabras. No necesito acusar a vuestra Iglesia, vuestros obispos y papas lo hacen por mí, y atacan a los frutos podridos sin ver que es el árbol lo que hay que cortar. Vos, que sois un hombre capaz de bondad, me proponéis este trato: acepta mi verdad o muere. Ahora bien, es indigno tentar así a las almas, pues la carne es débil y pocos hombres odian la vida hasta el extremo de desear la muerte. Yo no deseo morir. Yo también soy un ministro de mi fe y la creo necesaria para la salvación. Pero si viera a nuestros obispos condenar a muerte a gente por su fe, diría: la verdad de Dios no está en esta Iglesia, y reniego de ella sin vacilar.
—Hijo, ¿no ves que sufro por esta ley que nos han impuesto? En realidad, no es la Iglesia, sino la dureza del siglo la que impone esta pena a todos los que perturban el orden público. Nosotros no somos más que portadores de antorchas que caminan delante para alumbrar el camino. No podemos golpear ni proteger a los ladrones y las fieras que se descubren con nuestra luz. Y no tenemos derecho de apagar nuestras lámparas.
—Yo no he sido un ladrón para mi rebaño, ni un lobo. A quienes vuestros hermanos han despojado y despreciado han venido a nosotros, no les hemos obligado. No les hemos impuesto diezmos, no hemos construido nuestros templos con su sudor y su sangre; no les hemos amenazado con la hoguera en la tierra y con suplicios del infierno en el otro mundo. Han venido a nosotros libremente y por nosotros han expuesto sus bienes y sus vidas. Entre los servidores de la Iglesia yo soy el menor y el más indigno, pero puedo hablar audazmente, puesto que no es el hombre, sino el cristiano al que condenáis en mí. Y la caridad me prohíbe decir quiénes son los ladrones y las fieras.
—Resulta fácil —arguyó el prior— a quien no lleva el timón culpar al que dilige el barco. ¿Qué sabéis vosotros de nuestras labores, de nuestras cargas, de las dificultades que nos acechan a cada paso? Habéis cosechado los campos que nosotros labramos, y robado miles de almas a la Iglesia que ha sometido pueblos y reinos a Cristo. Y ciertamente sois ladrones e hijos indignos que pisotean el seno de su madre. Y si el crimen de parricidio se castiga con la muerte, ¿no ha de castigarse el vuestro con muchas muertes? Es menos cruel el matar a una madre que arrastrarla al lodo, cubrirla de escupitajos y deshonrarla con calumnias infames. Si un hombre que hace eso merece ser odiado, ¡cuánto más quien, después de hacerlo, se vanagloria de ello y se glorifica!
»Si he sentido piedad por vos ha sido mucho menos a causa de vuestro cuerpo que de vuestra alma, reducida a semejante grado de bajeza sin saberlo. Pues creo, aunque me resulta muy doloroso decirlo, que merecéis la muerte más que cualquier otro hombre.
—Otros la merecen más, y la han merecido… quienes los soldados mandados por vos y por los vuestros quemaron en Minerve, en Lavaur y en otros lugares; otros la merecen más que yo, ¡y quiera Dios que se os escapen! Pero quienes sostengan sus palmas ante el trono del cordero, vestidos de blanco y lavados con la sangre del cordero, a quienes los vuestros han impuesto la gran tribulación… cuando quieran perdonaros y hablar por vosotros en el Juicio, ya no podrán, ¡pues nada quedará de vuestras almas, y desaparecerán para siempre en el abismo de la nada con su maestro!
Después de aquello, Aicart no tuvo más que releer el proceso verbal de sus interrogatorios y firmar. El prior hizo redactar la sentencia que declaraba al llamado Aicart, ciudadano de Carcasona, hijo del noble Isarn de la Cadière y de Marsilia de Cajar, apóstata, hereje y rebelde; y siendo este hecho reconocido, constatado y probado, la Iglesia, ante la obstinación del citado Aicart, su dureza y su voluntad de perseverar en sus errores, le declaró para siempre excluido de la comunión de los fieles y le abandonaba a la justicia secular. Sobre lo que recomendaba a sus jueces que no pronunciasen contra el citado Aicart sentencia alguna que supusiera mutilación de los miembros u otro daño corporal irreparable.
Mientras esperaba las últimas palabras de la sentencia, Aicart no pudo evitar una sonrisa.
—¿Es a Dios o a los hombres a quien intentáis engañar? —preguntó.
Enseguida le hicieron sentir que ya no estaba bajo la protección de la Iglesia; uno de los guardianes le abofeteó. El prior dijo que no toleraría brutalidades semejantes en su presencia y dio orden de que se llevaran al prisionero. Los soldados del baile aguardaban en la puerta de la prisión desde hacía media hora larga, y estaban impacientes; temían que el hereje les jugara la mala pasada de convertirse en el último momento.
Aicart volvió a la prisión donde el carcelero le había acogido dos días antes. Se sentía molido, con el cuerpo vacío de todas sus fuerzas como después de largas torturas… «¿Es esto el miedo a la muerte? Una noche entera, quince, dieciséis horas por vivir, ¡ay! Incluso en este calabozo, con grilletes en las muñecas, con la cabeza rasurada… Este cuerpo, este cuerpo miserable y cálido y palpitante de vida desde la médula hasta la punta de los dedos, el cuerpo se contentaría con este calabozo, con este lecho de paja, con este cántaro de agua caliente… ¿Saben solamente cuán rico es un hombre que posee esto?
»No lo cambiaría por el trono de un rey, aunque le dijeran que era para siempre, para un año, para un mes. Todas las negaciones le parecen permitidas, todas las bajezas, ¿se preocupará la carne de las palabras? «Todavía puedo impedir con una sola palabra que ocurra esto, esa palabra me matará, pues no la diré. No ya por vergüenza ante los hombres, no ya por mí, sino porque la ley que me fue impuesta es más fuerte que mi voluntad. Esa palabra que, con toda la fuerza de mi alma, querría poder decir, no la diré jamás. Señor, yo quiero vivir y vos sois la muerte.
»Señor, esta otra vida que me aguarda no la conozco, y la que me quitan casi la he olvidado. Estas pocas horas por vivir son para mí más queridas que los treinta y cinco años ya vividos y más queridos que la eternidad.
»¿Cómo puede ser buena la muerte? Es el enemigo. La obediencia es buena, la obediencia sin alegría, sin esperanza, sin propósito, sin orgullo… la obediencia animal de la carne humillada, pues yo sólo soy carne y la carne quiere vivir, Señor, ni siquiera tengo la fuerza de decir: "Os he amado hasta la muerte"; ya no sé nada, sólo sé que no renegaré de vos».
* * *
Durante mucho tiempo, en la gran plaza del mercado resonó el último canto a la gloria de Arsen. Un canto que era un grito, y una llamada y una plegaria. El hombre estirado sobre el potro levantado en medio de la plaza la llamaba sin cesar, con una voz tan potente y desgarradora que los soldados y los caballeros alineados en torno al patíbulo para asistir al suplicio sintieron el corazón encogido de angustia como si vieran morir a un amigo. Apenas podían recordar que ese hombre era un bandido y un degollador; resultaba duro mirar cómo sus cabellos grises se volvían blancos ante sus ojos.
Al principio había resistido y sufrido en silencio, luego se había desmayado y le habían reanimado vertiéndole agua helada sobre el rostro. Entonces se había puesto a gritar y a llamar a Arsen: «Arsen, ¿me ves? ¡Arsen, Arsen, nuestros hijos, Arsen, nuestros hijos!». Se aferraba a ese nombre para no chillar como un animal, cada grito de dolor era Arsen, Arsen sin nada más, pues parecía haber olvidado las demás palabras. Solamente al final bramó: «Piedad».
Cuando le habían dado la vuelta al tronco mutilado para cortar la cabeza, el hombre ya estaba muerto. Tenía los cabellos blancos y la barba y el rostro rojos de sangre, los ojos desorbitados, la boca muy abierta y negra.
* * *
Al cabo de unos días, arrojaron a una fosa llena de cal viva el cuerpo de la noble Marsile, madre de Aicart de la Cadière. La anciana, para ver por última vez a su hijo, se había escapado de casa y se había mezclado con la multitud reunida en torno a la hoguera. Había vuelto a casa pálida y como embrutecida, luego se había puesto a balancearse, a echarse adelante y atrás y a doblarse en todos sentidos, como si estuviera atada y quisiera liberarse; al mismo tiempo, soltaba largos bramidos y rugidos que no parecían salir de un pecho humano, y no veía ni oía nada de lo que ocurría a su alrededor.
A ratos recobraba la lucidez, se llevaba la mano a la frente y gritaba:
—¡Ay! Dios, Dios, ¿es posible semejante sufrimiento?
Luego, empezaba otra vez a forcejear y retorcerse. Al cabo de tres días, no podía más y se encerró en su alcoba para abrirse la garganta con un cuchillo.
El anciano Isarn de la Cadière, convocado al tribunal del obispado, juró que había detestado siempre la fe de su hijo y que desde el principio de la guerra no había tenido relaciones con él; que estaba completamente entregado a la fe católica, al obispo y al nuevo vizconde. Le confiscaron los bienes a título de enmienda por su tolerancia pasada y tuvo que abandonar la villa, acompañado de una de sus hijas, viuda, que vivía con él.
—¡Maldito y condenado sea, ha causado la muerte de su madre y me ha reservado este padecimiento en mi vejez! ¿Por qué no le enterré cuando era un niño inocente? ¿Por qué no le estrangulé con mis manos el día en que nació?
—¡Padre, es pecado, padre, es un mártir de Dios!
—¿Por qué tengo que ser yo mártir? ¿Le eduqué para que me destruyera? ¿Permite Dios que mi hijo haya sufrido una muerte semejante y que siga yo con vida?