I. LA PASIÓN DE RICORD

El otoño cubre las colinas de oro y orín, y los valles de frías brumas. De cuatro campos apenas hay uno labrado, los demás permanecen grises y amarillos como la barba de un anciano. En las laderas, las viñas arrancadas, con las raíces al aire, negras y retorcidas, parecen un ejército de diablos petrificados en la carrera. Ni siquiera los soldados menos exigentes pueden ya vivir en aquella tierra; y saquear las caravanas resulta difícil, los cruzados empiezan a conocerse también la región.

Ricord tenía ahora una tropa de doscientos hombres, y para alimentarles no podía contar con el burgués. El burgués se da perfecta cuenta de que le defienden, pero guarda el trigo en sus graneros y el dinero bajo llave. Y quitar el pan a quien no lo tendrá siquiera hasta Navidad no es de hombres honrados. El soldado también es un hombre, lleva una vida dura: en verano, batidas, emboscadas y caza de hombres, en invierno frío y hambre; si se deja coger, le despellejan vivo o le mutilan. Todo obrero merece un salario, aunque no tenga las manos limpias.

—Yo, Ricord de Montgeil, he trabajado quince años con mis manos, he dado a los pobres el pan de mis hijos, la lana hilada y tejida por mi mujer, la caza que mataba… A menudo, cuando volvía de cazar, no llevaba nada con que alimentar a mi familia; decía: «Los pobres del valle lo necesitan más que nosotros». Y ahora, tras quince años de esa vida, me convierto en un ladrón, mando a mis hombres a buscarse comida donde la encuentren. Un hombre solo puede soñar con salvar su alma; pero Dios ha puesto en mí una cólera que nada sacia; solo, nada soy, con mis hombres puedo hacer daño a los enemigos de nuestro país.

»A cuántos de los hombres que me siguieron he perdido ya… Cuántos han hallado una muerte cruel en las encrucijadas de los caminos o en las plazas de las ciudades. Sus cadáveres mutilados, colgados de los árboles, no nos dieron miedo. El soldado merece su salario, es un oficio duro el de jugar a los dados incesantemente con la muerte.

Por Navidad, Ricord mandó a su batallón que acampara en un bosque que no estaba lejos de una gruta donde vivían dos santos eremitas. La fama de aquellos hombres era grande, pero hasta entonces Dios les había protegido; la gruta tenía un acceso difícil, y los caminos estaban vigilados por hombres de confianza. Entre los soldados de Ricord había buenos creyentes; y todo hombre, por muy bruto que sea, necesita purificar su alma durante el largo ayuno de Navidad.

Había que esperar el turno durante varios días y escalar la pared del peñasco por grupos reducidos, pues los fieles que aspiraban a ver a los buenos hombres eran numerosos; diseminados por el valle, encendían fuegos de leña seca, asaban sus pescados y calentaban el vino. Los enfermos pasaban delante, y a los moribundos los llevaban sobre colchones atados a unas cuerdas.

Costaba respirar el aire de la cueva a causa del hedor de los cuerpos y de las ropas sucias; los eremitas tenían su celda en el hueco de una grieta del peñasco, donde había cirios encendidos noche y día, pues los dones de los fieles nunca les faltaban. Eran ancianos, de largos cabellos blancos y vestidos con hábitos negros; se decía que no habían salido de su celda desde hacía diez años. El mayor de los dos se había consagrado a la plegaria en silencio; sólo el más joven hablaba con los fieles.

Estaba siempre sentado en un alto asiento de piedra, con las manos juntas sobre las rodillas; su rostro alargado, fino, cuidadosamente afeitado, parecía de cera oscura. Cuando hablaba, no miraba al fiel arrodillado a su lado, sino que mantenía los ojos fijos en la maciza cruz tallada en la pared de la roca.

—Hijo —decía—, Dios no nos ha puesto aquí para que juzguemos los asuntos del mundo. En esa ciencia, somos ignorantes. Me habláis de cosas que están lejos de nosotros. A los ojos de Dios, una guerra pierde tantas almas como una gran hambruna; la muerte del rey no difiere en nada de la del último de los mendigos. Vos me habláis de los enemigos del país, pero Dios no tiene país, y tiene un solo enemigo. En realidad, los asuntos que os preocupan no tienen en sí verdad ni peso, y son semejantes a los castillos de guijarros y de barro que construyen los niños.

—Soy casi un anciano —repuso Ricord—. Sé demasiado bien cuáles son las desgracias que pierden las almas. La muerte y la cólera no son juegos de niños.

—Sí que lo son, hijo. Todas las cosas humanas son juegos de niños, y menos que eso: sombras de juegos. Pues no hay ninguna verdad en el cuerpo ni en lo que tiene algo de él, pensamientos, pasiones y voluntad. Una única cosa es verdadera en el hombre: el dolor del alma que se agita y forcejea como un animal prisionero porque intenta unirse con el espíritu celestial que ha perdido. Y solamente en esto los hombres no son niños, pues toda alma inmortal es en sí más grande que el mundo, que es mortal. Como los niños son mayores que los castillos de barro, las almas son mayores que la vida de los hombres. Aquéllos luchan jugando y pisotean los castillos de sus compañeros, y lloran, y llaman a su madre; mas un alma inmortal ya no puede perderse, como un bloque de mármol no puede fundirse en el agua.

—Si en el mal no hay verdad —dijo Ricord—, ¿por qué nos causa un dolor tan grande? ¿Acaso un inocente torturado hasta la muerte es un juego de niños?

—Todo es sombra y juego, hijo, salvo el grito del alma separada de Dios. Pues las manos del verdugo no son malas en sí, ni las tenazas, ni el hierro al rojo; no hay mal en el corazón del verdugo, que está hecho de la materia perecedera cuya ley es obedecer al demonio que la ha formado. Pero el dolor del alma ultrajada es como el grito del niño hacia su padre, pues el niño acusa a su padre y se queja a él. ¿Tan ciego estás para dudar de la piedad del Padre?

—No —contestó Ricord, vacilante—. Pero si yo mismo, por propia voluntad, he causado la muerte de otros hombres, ¿qué suerte me depara Dios?

—La suerte del verdugo: largas tinieblas. El asesino y el lujurioso se castigan ellos mismos, pues rebajan con su violencia el alma al nivel del cuerpo, y la zambullen en un pozo negro donde pierde el poder de distinguir el bien del mal.

—Yo soy capaz de ver el mal.

—El mal está en todas partes, todo el mundo lo ve. En cuanto al bien, se encuentra en todo hombre como una ventanita recubierta de vaho, de polvo y de todo tipo de impurezas. Se ve tan poco que a menudo uno toma un objeto por otro y le embarga la confusión. No obstante, sobre esta pobre ventana, tú has bajado un grueso postigo de madera, apenas una pequeña rendija deja pasar un poco de luz. Las almas como la tuya son numerosas en nuestros tiempos.

Ricord volvió con sus hombres ensimismado e intranquilo; las palabras del anciano no le habían aportado ningún consuelo, y ya no hallaba alegría alguna en la oración. Sentía una extraña amargura: si aquellos mismos a quienes defendía le trataban de verdugo y bandido, ¿qué le quedaba? No se veía cerca el final de la guerra, ya no podía encontrar refugio en los castillos, todos ocupados o sumisos. Más de un señor de la tierra, en su fuero interno, estaba de acuerdo con él, pero no vacilaba en tratarle de salteador de caminos. Ricord pensaba mucho menos en el final de la guerra que en no dejarse coger vivo.

A los cruzados no les quedaban ejércitos regulares con los que combatir en la región y perseguían a las bandas que se escondían en los bosques. ¿Se puede prohibir a los soldados que saqueen, cuando no se les paga y tienen hambre? En el presente, a los cruzados no les costaba hacer hablar a las gentes de los pueblos.

—Pasaron por aquí hace dos días, volvieron a subir por el valle. Están acampados al otro lado del monte.

«En realidad, sentimos afecto por nuestras casas de barro y nuestros castillos de guijarros, Señor, por nuestro odio, Señor, que desde ahora será nuestro único bien. ¡Y más vale bajar el postigo de madera, y que ni el resplandor del día se filtre a través de él! Pues mi corazón está viejo y cansado, ya no sabe amar más que la sangre de los verdugos de mi tierra; es un placer ver esa sangre, no tiene el color de la sangre inocente». Cerca de Moissac, dispersaron a la tropa de Ricord: más de cincuenta hombres muertos, otros veinte colgados de los árboles, pies y puños cortados. Entre los cruzados, solamente una decena de muertos, gente humilde; los demás tenían buenas cotas de mallas.

—¿Hacia dónde iremos ahora? Con los heridos, pronto nos encontrarán.

—Hermanos —dijo Ricord—, más vale una muerte rápida para algunos que la tortura para todos. Matad a los que no puedan caminar, y que Dios tenga piedad de todos nosotros; es por Él por quien combatimos.

Apenas uno de cada tres soldados de Ricord se preocupaba todavía de Dios, los demás pensaban sobre todo en no dejar que les cogiesen. No importaba, estaban orgullosos de que les dijeran que eran soldados de Dios. Lo que quedaba de la tropa se retiró hacia el Minervés, esperando unirse a alguna compañía más fuerte y mejor armada.

«Señor, vos me llamasteis y yo vine. ¿Haréis que me arrepienta de mi obediencia? Por seguiros he abandonado a mi hija, la he dejado sola y la he entregado a la tentación. ¿Cómo puedo ser digna de serviros, si no he sabido preservar las almas de los seres que amaba?». Arsen lloraba con tanta frecuencia durante su oración que su compañera acabó por reprochárselo y decirle que confundía la plegaria con la complacencia de sí misma.

—¿Qué puedo hacer, hermana? Vivimos un tiempo de gran conmiseración. La naturaleza humana no ha muerto en nosotras, solamente está atenuada.

—¡Ay! Lo sé muy bien, la alegría en Dios se paga cara. Yo también tuve mi tiempo de lágrimas, durante los primeros años de convento. El demonio de la aflicción estéril tiene una vida dura, pues toma la apariencia del amor al prójimo.

—¡Ah! El amor estéril —se lamentó Arsen—, el amor inútil. Es la espina de la carne de la que habla el apóstol. Es justo que pague el precio de mi vida carnal, pues no he olvidado sus placeres.

Ahora, las dos mujeres vivían en los talleres del gran aserradero. Las empleaban en diversos trabajos, como remendar la ropa y hacer la colada. Cuando se iban de visita, siempre las acompañaban dos o tres hombres.

El obispo no se había equivocado al hacer caso a Aicart; el aserradero se convertía en una comunidad próspera, tranquila. Incluso poseía un capellán católico (clérigo convertido) y, los domingos, gran parte de los fieles se dirigían a la iglesia de la aldea vecina, para guardar las apariencias. Los visitantes eran demasiado numerosos, como los obreros torpes, pero no se podía contratar a ningún hombre sin el santo y seña. Un buen día el obispo en persona visitó el aserradero disfrazado de mercader de candelas; ese día, en efecto, encendieron tantas candelas en el gran cobertizo de los tablones que ni en una iglesia en Nochebuena se ha visto una iluminación semejante. Se ordenaron tres nuevos ministros, y varios se confirmaron de nuevo; lo necesitaban en gran medida, los peligros de la guerra exponen a los cristianos a muchas tentaciones y faltas a la regla.

Arsen tuvo noticias de su hija por un hermano de Tolosa, y su corazón no hallaba paz. Las noticias no eran buenas: Gentiane había seguido hasta Tolosa a una de sus compañeras, hija de una viuda noble y rica; y en casa de esta dama, y entre la nobleza de la ciudad, la joven se había granjeado una reputación no mala, pero sí dudosa. Se decía que el espíritu la visitaba, que caía en trances y decía palabras que algunos consideraban proféticas. El día de la batalla de Muret cayó en síncope, luego anunció la muerte del rey de Aragón y de muchos otros caballeros de los que nunca había oído hablar; y durante ocho días había permanecido en cama, sin poder comer y sangrando por la boca y la nariz; ella decía que moría por toda la sangre que se había derramado en esa batalla. A veces, hablaba en público, ante los amigos de la dama que la hospedaba. Como, en ese momento, el obispo mandaba en la ciudad, y a menudo era objeto de los discursos de la joven, su situación era peligrosa. Cuanto más porque la noble dama se vanagloriaba de albergar a una elegida de Dios y no era de carácter reservado.

Arsen siempre había considerado las grandes ciudades como lugares de perdición, y Tolosa más que ninguna otra. Y temía mucho más por el alma que por el cuerpo de su hija, ya que había visto tanta miseria que el miedo por los cuerpos le parecía una niñería. El día en que se enteró de la muerte de su segundo hijo, Olivier, en Narbona, no halló fuerzas para llorar, agradeció a Dios que le hubiera concedido una muerte digna y rápida; un corazón puro no pierde al morir su oportunidad de salvación. «¡Bendice a aquéllos a quienes la ignorancia no ha conducido al mal, y que renacerán para una vida más feliz! Mi hijo nunca sabrá cuántas miserias se le han ahorrado».

Un día, llegó un soldado al taller; estaba enfermo, la gangrena le carcomía el brazo derecho. Le habían perseguido dos noches, llegaba para morir como cristiano. Llevaba una carta de Ricord para su mujer.

Noble dama y muy venerada compañera, no sé si habéis sabido que nuestro hijo Olivier recibió un tiro de ballesta en el ojo izquierdo, sobre las murallas de Narbona. Ya no le veremos nunca más, aunque pasemos diez años buscándole. Este duelo me resulta tan cruel que poco me falta para perder la razón. Querida hermana, he expuesto mi honor, mi alma y mi vida sin consideración con vos ni conmigo mismo, pero esperaba que la desgracia no tocara a nuestros hijos. Y que ellos vieran el fin de nuestras miserias y regresaran a nuestra casa.

No es mi cuerpo viejo y cansado el que Satanás se ha complacido en destruir, sino el de mi hijo, joven y apuesto. Tengo buenas noticias de los otros tres, pero cuando se tienen buenas noticias de un soldado hay razones para temer las malas: si tienen buena reputación, es que se exponen mucho. No obstante, me alegro, pues ya que deben vivir en este mundo, es justo que vivan según la ley del honor.

Amiga queridísima, no sintáis temor ni pesadumbre por mí. El día en que perdía valor, Satanás me ha enviado este amargo consuelo: ¿cómo puedo renunciar al combate si tengo que vengar a mi hijo? Que Dios nos conceda un reencuentro después de esta guerra maldita. En el gozo de ese día olvidaremos todas nuestras miserias, y aires de alegría cubrirán nuestra tierra como un manzano de flores en primavera. Nunca hubo una felicidad tal en nuestro país, lo habremos logrado con las lágrimas y la sangre, la medida está tan llena que la justicia de Dios no puede tardar mucho tiempo más.

Rezad, en vuestra altísima bondad, por vuestro fiel compañero y servidor.

Antes de morir, el soldado pudo ver a Arsen y hablarle de su esposo. Aquel hombre veneraba a Ricord igual que a un santo, y decía que jamás pudo haber un jefe tan justo con sus hombres, ni más entregado a la causa de Dios; tan encarnizado contra el enemigo, ni más desinteresado, ni más sobrio, ni más casto, ni más curtido ante el peligro.

—Por un hombre así —dijo—, uno iría al agua y al fuego. Nunca ha hecho daño a nadie.

Arsen se asombró en su fuero interno, pues el soldado acababa de contarle cómo Ricord mataba a mazazos a los enemigos que caían del caballo y mandaba colgar o degollar a los monjes. Después, se dijo que aquel hombre tenía razón: la ceguera de la carne es tanta que al matar al enemigo no le vemos, creemos que golpeamos a un muñeco de madera… «¡Quiera el cielo que tú seas así, Ricord, y que en tu corazón no hayas hecho daño a nadie!».

* * *

Aicart de la Cadière saboreaba sin reserva el placer de viajar solo, o al menos acompañado de un simple fiel. El compañerismo impuesto por Dios puede ser, según su imprevisible voluntad, un consuelo o un sufrimiento.

Hacía tiempo que el diácono se había resignado a ver en su nuevo compañero una cruz que debía soportar sin rechistar. No tenía nada que reprocharle a Renaud, un hombre infatigable, de buen talante, modesto, bueno, un gran trabajador por la causa de Dios. Nunca habían cruzado palabras duras, miradas malintencionadas; habrían dado su vida el uno por el otro. Y no se querían. A veces bastaba con una verruga en el mentón, con una voz excesivamente fuerte, con una forma poco graciosa de sonarse. El diablo, que no podía coger a los elegidos por las tentaciones mayores, los obliga con pequeñas contrariedades que, repetidas cada día, acaban por volverse intolerables. Cuando no veía a Renaud, Aicart hacía justicia a sus altas cualidades.

Iba a Tolosa, donde debía ver a varios hermanos y retomar el contacto con los fieles de la diócesis de Carcasona que la guerra había obligado a refugiarse en la gran ciudad. Se decía que esos fieles se habían extraviado de manera lamentable, ponían en duda la autoridad de los ministros locales, se negaban a pagar sus deudas y caían en la superstición venerando como reliquias las cenizas y los huesos de los mártires quemados.

Provisto de una carta del obispo que llevaba cosida dentro del cinturón, Aicart había emprendido el viaje disfrazado de vendedor de trapo; el creyente que le servía de guía era un trapero de Tolosa. Aquellas mentiras por persona interpuesta ya no le causaban remordimientos: eran molestas en la medida que le exponían a faltas a la regla; en ese momento, se veía obligado a decir sus oraciones mentalmente, en pie, en medio de un grupo de viajeros que esperaban la barcaza para cruzar el Garona. Había allí mujeres, cuyo contacto tenía que evitar sin demasiada brusquedad, y hombres ebrios que cantaban una canción impúdica.

En el río, crecido plenamente por la primavera, corrían aguas amarillas que cubrían los matorrales de la orilla y los sauces jóvenes; la barcaza avanzaba con esfuerzo, luchando contra la corriente. Aicart, sentado delante, sobre un montón de lonas, terminó su plegaria en un estado de espíritu que conocía demasiado y que se reprochaba con amargura. Se sentía observado y, sin tener verdaderamente miedo, era como prisionero de esa mirada hasta que tenía medio de asegurarse de que era una mirada amiga. Varias veces su rostro le había traicionado; pero en la ciudad, donde resulta más Fácil despistar a los perseguidores.

El hombre que le observaba no era en absoluto un traidor. Aicart pensó: «Habría hecho mejor cerciorándome antes». ¡Qué bien conocía esas miradas cargadas de veneración, sorprendidas al azar de los viajes en rostros desconocidos! Por más que se decía que su persona no tenía nada que ver, el placer que sentía no estaba totalmente exento de orgullo. El hombre que le había reconocido era delgado, fuerte, iba vestido con una saya pobre, de cuero; tenía la corta barba estriada de hilos blancos, y en sus ojos rodeados de arrugas profundas ardía una llama de felicidad; sin embargo, en ese rostro doloroso la felicidad parecía el resplandor de un incendio en una casa quemada. Aicart sonrió para darle a entender que ya no rezaba.

El hombre se acercó a él, como por descuido, y dijo en voz baja, volviendo los ojos hacia la orilla inundada:

—Hay aquí cinco hombres, monseñor, que nos dejaríamos despedazar antes de permitir que tocaran uno solo de vuestros cabellos.

Aicart contestó, con media sonrisa:

—Mis cabellos no valen tanto, y no sé si vamos por el mismo camino.

—Nuestros caminos son los vuestros si nos concedéis el honor de escoltaros.

Aicart desconfiaba de los escoltas benévolos, que a menudo pecaban por exceso de celo. Aquéllos, además, parecían soldados vagabundos; les aconsejó que se preocupasen por su propia seguridad. Sin embargo, como su jefe era el famoso Ricord de Montgeil, que tanto había perseguido a los cruzados en el Carcasés, el diácono les permitió que le acompañasen una o dos leguas, para que no creyeran que desdeñaba su compañía.

Recordaba ahora al tal Ricord como un hombre de costumbres austeras, e instruido en la fe; prodigó entonces al anciano soldado los consuelos que sabía que más le conmoverían. Era consciente de que la guerra había despertado un terrible gusto por la sangre en buen número de aquellos lobos convertidos en corderos por el amor de su fe; y había que tratar a esos hombres con dulzura, pues tenían el alma atormentada por una sed espiritual insaciable. Para tales hombres, el camino de regreso está cerrado, son como frutos caídos del árbol.

—Cuando rezáis a Dios, hermano, ¿qué le pedís en primer lugar? Que os conduzca a una buena muerte. Lo que significa que la vida nunca es buena, sólo la muerte puede ser buena o mala. Hasta nuestro último día cargamos con este cuerpo que es mancilla y ofensa a Dios, como los leprosos cargan con sus úlceras; y por ello sólo la muerte es buena, pero una muerte que nos libre para siempre de la esclavitud de la carne. Ningún hombre debe estar tan desanimado para no esperar una muerte semejante. Ya que los méritos de una vida nada son, ni las buenas acciones ni los pensamientos piadosos; ante la deslumbrante pureza de Dios, la vida del santo está casi tan mancillada de pecados como la del criminal. La diferencia es tan pequeña, amigo, que ni siquiera el ojo de los ángeles la ha discernido nunca. Sólo en el momento de la separación suprema nos hacemos libres de escoger entre la verdad y la mentira.

—No disponemos de una vida muy larga para prepararnos para esa elección —arguyó Ricord—, y muchos hombres, a causa de la guerra, están tan abrumados por los trabajos terrenales que apenas si tienen tiempo de rezar.

—Amigo, ningún ser humano ha entrevisto jamás el esplendor de la cosecha de las almas regeneradas que se elevará un día de esta tierra, semejante a un inmenso campo de trigo en que cada espiga será una estrella. Tanto los que trabajan como los que siembran y los que siegan participarán de la alegría de ese día. Sin embargo, los que protegen el campo de las liebres y los jabalíes, ¿tendrán una recompensa menor? Ese día, el Señor les dirá: «Venid a mi izquierda, todos los que me visteis desnudo y ensangrentado y expuesto al cuchillo de los asesinos y levantasteis la espada para defenderme». Y ellos contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos bajo el cuchillo de los asesinos?». En verdad, ésos participarán del reposo igual que han participado de la pena.

—Monseñor —repuso Ricord—, esas promesas no están en las Escrituras. Es vuestra bondad carnal la que os hace hablar así.

—No, amigo. Esas promesas están escritas con letras de sangre en esta misma tierra martirizada que pisan nuestros pies. Ya que el día en que los fariseos dijeron al Señor: «Prohíbe a tus discípulos que hablen…», él respondió: «En verdad, si ellos callan, las piedras hablarán». ¡Hay momentos en que las piedras hablan, y en que los pozos, los árboles y los muros de las ciudades dan testimonio, por los gritos de miles de almas que han perecido con una mala muerte! En verdad, quien no ha cerrado el oído a esos gritos, aunque la muerte le sorprenda en estado de pecado, se prepara para una vida mejor y no está lejos de la liberación final.

—¡Ah! —exclamó Ricord—, ¡quiera el cielo que todo hombre reciba la alegría de oír unas palabras tan buenas! He perdido a uno de mis hijos en la guerra. Dichosos los que desconocen el dolor de los afectos carnales.

Ricord y sus compañeros se despidieron del diácono y se arrodillaron para recibir la bendición. Aicart les recomendó que no se expusieran demasiado y entregó a Ricord una moneda antigua de cobre griego, marcada con tres muescas en el canto.

—Si alguna vez uno de vosotros se encuentra en peligro de muerte, que haga llegar, si puede, esta moneda al ministro de Dios que se encuentre en la región.

Ricord escondió la moneda en un pequeño bolsillo de cuero ajustado a la vaina de su puñal, y observó al diácono y a su compañero mientras se alejaban por el camino de Tolosa.

«Dichoso el padre que ha engendrado a un hijo así —pensó—. ¡Ay! Que Dios le proteja como protegió a los tres jóvenes arrojados a la hoguera. ¿Qué sería nuestra vida sin estas antorchas de Dios?». Se le encogió el corazón, le parecía que el rostro del diácono le traicionaba más de lo que lo hubiera hecho el hábito negro. Lo invadió una gran conmiseración por aquel cuerpo frágil que el aliento del espíritu impulsaba, como una pluma al viento, de ciudad en ciudad y de peligro en peligro. ¡Ah! Hacerles un escudo con nuestros cuerpos, engañar a los verdugos, morir en su lugar… ¿Al precio de qué tormentos no querría uno comprar ese honor?

«¿Cuándo, Señor, te hemos visto bajo el cuchillo de los asesinos? ¿Cuándo, pues? En realidad, el monje que degollé eras tú, ese joven con la nariz llena de pecas a quien rompí el cráneo el otro día, eras tú, erais vos… Asesinos y asesinos de asesinos hasta el fin del mundo, ¿dónde he de buscaros, Señor? ¿En qué rostros? Al protegeros contra los asesinos, os hemos matado a vos, Señor, lo sé, lo he sabido siempre, y no me detendré. Pues todo hombre debe apurar el cáliz hasta el poso».