Al año siguiente, Arsen y Fabrisse bajaron hacia el sur y llegaron a Mirepoix, guiadas por unos enviados del obispo. Necesitaban ese descanso, estaban agotadas y profundamente abatidas por el espectáculo de las miserias con que convivían y por las malas noticias. Pues parecía que el demonio triunfaba en la tierra, y que era bastante fuerte para arrebatar a las almas perdidas toda posibilidad de salvación. En Lavaur había quemado a más de cuatrocientos cristianos, cil Cassés, cerca de cien al mismo tiempo, y de los que habían apresado y quemado en Carcasona y en otras ciudades ni siquiera se hablaba ya. Las montañas ya no eran refugio seguro; la ciudad de Foix estaba superpoblada, llena de hombres de armas; los conventos de hombres y de mujeres habían tenido que exiliarse y refugiarse en castillos y grutas acondicionadas.
En el castillo de Mirepoix, donde el obispo Bernard había convocado a todos sus cristianos de Carcassés, localizados por sus emisarios, solamente cerca de trescientas personas se habían presentado en la reunión, más los hombres de armas y los caballeros de la región, y una cantidad bastante elevada de fieles, a los que, sin embargo, se les aconsejaba no demorarse demasiado rato en la plaza. No convenía llamar la atención de las tropas cruzadas que circulaban por la zona.
Fue larga la lista de nombres que el obispo y su hijo mayor leyeron a sus hermanos supervivientes para darles a conocer el estado de la Iglesia de Carcassés en aquel cuarto año de guerra.
—… Éramos más de mil —decía el obispo—, y se consideraba justamente a nuestra Iglesia la más fuerte del país (no lo digo con el propósito de glorificarnos a expensas de nuestros hermanos de Tolosa y Albi). En el presente, contando con los recién llegados, apenas somos cuatrocientos. Hermanos, guardémonos de ordenar apresuradamente a fieles cuya fe no esté lo bastante probada. El ardor de los postulantes, por admirable que sea, no es una garantía de fe auténtica, en nuestros tiempos conmocionados.
»Guardémonos de ordenar a quienes, mal instruidos en la fe y en la ciencia de Dios, podrían olvidar la enseñanza verdadera y caer en la herejía. Creyendo servir a Dios, servirían al demonio y profanarían la pureza de la doctrina de la Iglesia con las imaginaciones de su corazón. Que ninguno de vosotros diga: "El Espíritu Santo que me fue conferido habla por mi boca", pues el espíritu habla, en efecto, pero nosotros no sabemos cuándo ni cómo, puesto que está dicho: "Sopla donde quiere".
»El mundo os reconocerá como sus discípulos porque "os amaréis los unos a los otros". ¿Hablaba aquí el Señor del amor carnal que nos hace hoy derramar lágrimas por los hermanos que nos han dejado? ¡Ni mucho menos! Hablaba del amor que une a los espíritus y las almas en Dios, una unión tan plena que ninguno conserva su pensamiento propio, sino que todos piensan la Palabra del Señor y se pierden en ella, ¡y se consumen en ella como la paja en el fuego!
»Él no rezó por el mundo, sino por aquéllos que están fuera del mundo. Hermanos míos, no creáis, como las almas simples, que sólo rezó por los elegidos que reciben el Espíritu Santo. Todas las almas, desde las más puras hasta las más perdidas, están fuera del mundo desde el principio de la eternidad, y están destinadas a volver al seno del Padre. ¡Que ninguno de nosotros desprecie un alma todavía ignorante hasta el punto de anunciarle nada que no sea la pura doctrina de Jesús! Que nadie diga: esta ciencia es demasiado elevada para los pobres de espíritu, hay que llevarles a la salvación por otras vías indirectas. No hay más que una sola vía.
»Esta tentación siempre ha sido la más perniciosa de todas: fue la que causó la caída de Roma, por ella el demonio arrastró a nuestros antepasados a la idolatría. Entre vosotros, hay quien dice a sus fieles: "Vuestras almas se salvarán porque lucháis por una causa justa". Y con esas palabras ponen a las almas en grave peligro. Pues nuestra causa es efectivamente buena y justa, pero el Apóstol dijo: "Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha". ¡Que ninguno de vosotros se atreva a engañar a su hermano ignorante con una promesa de salvación por una obra carnal, por muy espléndida que sea, pues así es como actúan los que luchan contra nosotros!
»Ante ello reconocerá el mundo que sois sus discípulos; que su palabra resplandezca en vosotros, que sea vuestro estandarte y vuestra espada, vuestro escudo y vuestra ropa, vuestro alimento, vuestro trabajo, vuestro reposo. Cumplid su palabra en primer lugar. No tengáis otro deseo ni otro propósito que dejaros penetrar por ella, revestiros, alimentaros con ella hasta que sea en vosotros manifiesta, si Dios lo permite; pues no conquistaréis a las almas con buenas palabras ni con buenas obras; pero si os convertís en ventanas por las cuales vuestros hermanos vean la luz de Dios, habréis ayudado al Padre a encontrar a sus hijos perdidos.
Al día siguiente, en la sala de armas del castillo, a la luz de todos los cirios y antorchas que pudieron recoger en diez leguas a la redonda, el obispo ordenó a treinta postulantes, todos hombres y mujeres en edad madura. A los jóvenes les aconsejó regresar provisionalmente al mundo. Entre ellos se encontraba Gentiane de Montgeil.
Desde hacía más de tres años, Gentiane se preparaba para el día en que la recibirían entre los elegidos de Dios. No era perezosa ni frívola, pero le decían siempre que no estaba aún madura. Iba a cumplir veintidós años; después de tres años de ayunos y velas, se había quedado delgada y pálida, y casi parecía un muchacho disfrazado. Por su mirada ardiente y viva, la llamaban El Halcón; sus madres espirituales decían: «Es una niña dotada, pero que todavía no ha sacado de sí todos sus demonios». El día en que la comunidad tuvo que abandonar Foix, Gentiane y tres de sus compañeras pidieron permiso para dirigirse a Mirepoix para asistir a la asamblea que convocaba el obispo de Carcasona; siempre le decían que no podía confirmarse en su fe sin la orden del obispo.
Al pensar en las desgracias que abrumaban a su tierra, Gentiane no derramaba lágrimas como hacían sus amigas; se sorprendía ante la dureza de su corazón. Desde la noticia de la quema de Minerve, le atormentaba una visión: el rostro de su madre, con la piel sanguinolenta, hinchada, agrietada por las llamas, con la boca abierta, gritando… y esta visión no le causaba miedo ni tristeza, sino una especie de exaltación. Se endurecía el corazón y los sentidos con aquella imagen cruel; pensaba, con una alegría sombría y sorprendente: «Yo podría soportar eso, ¿qué no podría soportar yo? La copa de la que tenemos que beber y el bautismo con el que nos bautizarán. Tal como se lo pidió a los santos apóstoles, nos lo pide a nosotros, bienaventurados los que responden: nosotros podemos. ¡Madre, tan dulce y tan tierna, que mi corazón no se turbe, pues tal vez sufras semejante martirio por Dios! Mientras yo suba a la hoguera, cantaré».
El día que supo que el obispo pedía a las jóvenes y a los muchachos que volvieran al mundo, Gentiane lloró por primera vez en tres años. Ese mismo día se enteró de que su madre estaba presente en la asamblea, entre las demás mujeres venidas de Carcassés. Los postulantes se alojaban en los graneros del castillo y sólo veían a los elegidos de lejos, durante las ceremonias, y Gentiane no era indiscreta ni curiosa.
Fue Aicart (promovido recientemente a la dignidad de diácono) quien, al saber la violencia de la pesadumbre de la joven, juzgó adecuado decirle que su madre estaba allí.
—Monseñor —dijo Gentiane—, vos fuisteis el primero en animarme a tomar la buena vía, ¡hace tiempo que ayudasteis a decidirse a mi madre y al noble Raymond a dejarme seguir mi vocación! ¡No tenéis derecho a abandonarme, debéis intervenir en mi favor ante monseñor el obispo! ¡Él no nos conoce, nos juzga por la edad, pero Dios puede llamar a un alma a cualquier edad, incluso en la cuna, en el vientre de su madre, como dicen los Salmos! Vos me conocéis, tenéis que hablar por mí.
Había caído de rodillas y, con la cabeza echada hacia atrás, buscaba ávidamente con los ojos el rostro del hombre que se volvía para no dejar que le conmoviera la lástima.
—Hija mía, ¿quién soy yo para oponerme a las decisiones de monseñor el obispo? Entre los diáconos, soy el más joven y el menos digno. En realidad, yo no os conozco; es a las madres de vuestra comunidad a quienes corresponde hablar por vos.
—¡Señor Aicart, sin vos tal vez no hubiera dejado el mundo! ¡Tened cuidado, no seáis el portador del escándalo, el que hubiera hecho mejor en arrojarse al agua con una rueda de molino al cuello! ¡Sin vos, tal vez estaría en el mundo, casada, me hubiese resignado hace mucho tiempo! ¡Obligarme a renunciar hoy a mi deseo es más cruel que arrancarme los senos con unas tenazas calentadas al rojo vivo!
Ante aquellas palabras inmodestas, Aicart notó palpitar su corazón, y la sangre le subió al rostro con tal violencia que se quedó aturdido un instante; él no llegaba a los treinta y cinco años y la joven era bastante guapa. Hacía tiempo que se creía libre de tentaciones semejantes, y se asustó; su primer pensamiento fue decir: «¡Fuera de aquí, eres un demonio!». Luego se dominó, no tenía derecho a escandalizar a un alma ignorante y pura. Dijo a media voz:
—Lo que te hace hablar así no es un verdadero deseo de caridad.
—¡Ay! No quería heriros —respondió Gentiane, en un impulso y con un asombro cándido—. Pensaba que nada os podía herir. No os reprocho nada, quiero que os apiadéis de mí.
—Ya os he dicho que vuestra venerable madre está aquí. Deberíais hablar con ella.
—Sabéis muy bien que he renunciado a los afectos carnales. ¿Qué puede hacer mi madre? Ella nunca quiso creer en mi vocación. Vos sois diácono y tenéis mayor poder… Considerad que corréis el riesgo de condenarme si me rechazáis. ¿Adónde iré? Mis hermanos son soldados, mi padre lucha con los albigenses, mi madre se ha entregado a Dios y no puede llevarme consigo.
Aicart no dijo nada. Gentiane pensó: «Ánimo. Lo he conmovido. Está dudando». Trataba de adivinar los pensamientos de aquel hombre: se hallaba delante de ella, en pie, derecho, con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos bajos, los labios tirantes. Se sorprendió de no haberse fijado nunca todavía en lo guapo que era. Incluso así, severo, tenso, ausente, su rostro invitaba a pensar en el de uno de los tres jóvenes, en la hoguera, recibiendo los reproches de Nabucodonosor. «¿Hasta ese punto me considera indigna de la salvación?».
Por fin, le preguntó:
—¿Por qué os quedáis así, sin responderme nada?
Él se estremeció; tenía que hacer un esfuerzo por mantener los párpados cerrados.
—No me habléis más —repuso—. No puedo hacer nada por vos.
—¡No! —gritó ella—. Veo que sentís piedad de mí. ¿No dijo el señor «llamad»?… Vos mismo me lo recordasteis hace tiempo, no lo he olvidado. ¿No dijo que no hay que tener miedo de importunar cuando se trata de obtener el pan celestial? Quiero ser como la viuda que agotó la paciencia del mal juez… Vos tenéis el derecho, y el poder, y la autoridad necesarios, podéis hacer que me admitan en la Iglesia. Preguntad a mis hermanas, ¡hace tres años que soy novicia y no he incurrido en ninguna culpa!
—Os he dicho que no sigáis hablándome.
—Sin embargo, me escucháis. Sentís que no me falta razón. Monseñor, hay diversas moradas y diversas vías… ¿Es una falta el ser joven? ¿Es una falta desear ardientemente lo que toda alma debe desear? Sólo Dios conoce las almas, vos no podéis juzgarlas. Él me ha conducido a vos, no me rechacéis.
—Está bien —aceptó Aicart, con voz seca—. Hablaré de vos con monseñor el obispo. Id y no me importunéis más.
En realidad, Aicart se hacía así culpable, si no de una mentira, al menos de una palabra equívoca que se parecía a una promesa. Pidió audiencia a monseñor Bernard el mismo día y le habló de la doncella de Montgeil con toda la naturalidad que pudo: dijo que la creía sincera, pero exaltada, orgullosa y poco dotada para la vida del espíritu. No trató de negar el deseo carnal que le atraía hacia aquella joven, y suplicó al obispo que le impusiera una penitencia y un tiempo de retiro, puesto que no se sentía digno de ejercer el ministerio después de una caída tan vergonzosa.
El obispo le recomendó que se hiciera sangrar más a menudo y que no se detuviera en pensamientos fútiles, y dijo que encontraría una familia honesta y noble donde podrían colocar a la joven como criada o dama de compañía. Aicart creyó haber actuado de la mejor manera posible.
* * *
Arsen y Fabrisse vivían como en el paraíso desde hacía ocho días; les parecía que la vida de los elegidos junto a Dios debía de ser la imagen de aquella vida, hecha de oración en común, de encuentros con amigos, de meditación y de lectura de la palabra divina. Tan grato resultaba a unos cuerpos cansados el reposo de una casa donde uno no tiene más preocupación que las horas de las oraciones y de las comidas en común.
Como peregrinos que llegan al término del viaje, los que habían llevado la vida dura de los bosques y los largos caminos se abandonaban hasta una despreocupación pueril. Qué importaban los mañanas, qué importaban siquiera las desgracias y miserias del exterior, pronto volverían a encontrarlos, que Dios tenga piedad de los corazones cansados.
Entre las varias decenas de mujeres cristianas presentes en la asamblea, Fabrisse vio a cinco o seis de sus antiguas compañeras; se enteró también de la muerte de muchas otras. A doña Agnès y doña Serrone las habían quemado en Lavaur. Arsen lloró; y sin embargo no sentía verdadera aflicción. El corazón le sangraba desde hacía demasiado tiempo y por demasiados amigos, ya estaba embotado, y no pedía nada más que un poco de calor. Fabrisse tosía y escupía sangre, ella misma tenía dolores agudos en todos los miembros hasta el extremo de no poder dormir. Habían pasado por muchas casas, un día aquí, dos allá, pero con más frecuencia en el bosque; siempre en la brecha, en pleno país ocupado. Resultaba que aquella vida era todavía más segura que la de las fortalezas: los bosques y las montañas no se toman al asalto.
—Fabrisse, hermana, antes de la guerra no sabíamos lo que era la verdadera felicidad. ¿Podíamos pensar, hace sólo dos meses, que nos volveríamos a ver en la iglesia y con nuestros hermanos, como antes? Es como si Dios nos recibiera en su paraíso.
—No hay mal que por bien no venga —dijo Fabrisse—. Cuando acabe la guerra, tal vez la echemos de menos.
—¡Ah! ¡Ojalá la echara de menos toda la vida, con tal de que acabase! A veces me parece que vos y yo no veremos el final.
Fabrisse suspiró y se pasó la mano por la frente cubierta de sudor.
—Mi mal no es peligroso, lo provoca el frío. El verano no está lejos ya.
Las buenas damas de Carcassés se alojaban en el antiguo taller de tejidos del castillo, transformado en gran dormitorio común. La mujer del señor, una persona piadosa, que tenía ella misma una hermana retirada en el convento de Foix, las servía todo lo bien que podía, hacía que les llevaran continuamente conservas de pescado delicioso, tortas de miel y vinos añejos; a veces, pedía permiso para llevar a sus hijas y sus criadas, que se quedaban en el umbral, arrodilladas, y se comían con los ojos a las santas mujeres ocupadas en leer o en rezar oraciones. Arsen pensaba: «Un mes de esta vida acabaría por volvernos orgullosas. Aunque, ¿y qué? Sólo es el salario del obrero. ¿Dónde estaremos mañana?». Fabrisse y ella, como otras doce mujeres entre las más jóvenes, debían regresar a Carcassés; la Iglesia de esa tierra sufría tanto que los fieles corrían el riesgo de volver a caer en la idolatría romana, a falta de pastores. Los que ya conocían el lugar estaban mejor preparados para reagrupar a los creyentes.
—Hoy la sencillez de la paloma ya no basta —dijo el obispo—, hay que poseer además la sagacidad de la serpiente, tal como lo prescribió el Señor. Para burlar mejor la vigilancia del demonio, viajaréis por grupos, dos hermanos con dos hermanas; y a cada lugar adonde vayáis os daréis a conocer no sólo bajo un nombre falso, sino al menos bajo un título o una cualidad conforme a las exigencias del mundo. Sed mercaderes ambulantes, obreros, burgueses arruinados o artesanos sin trabajo, según lo que os parezca más verosímil. En realidad, no será mentir; no tendréis que fingir vosotros mismos, los fieles que os acojan lo dirán por vosotros. Cuando lo juzguéis necesario, tenéis licencia para separaros de vuestro hermano o vuestra hermana y de tomar a los ojos del mundo la apariencia de dos parejas casadas; pero en ese caso que cada uno se mantenga muy en contacto con su compañero y resida siempre en el mismo lugar que él, ciudad, castillo o aldea. Que ninguno de vosotros tome por sí solo la menor decisión, ya sea un desplazamiento, una reunión pública o el consuelo de un moribundo, sin el consentimiento de su compañero; pues el Señor mandó a sus discípulos de dos en dos y les dijo: «Allí donde se reúnan dos o tres en mi nombre, yo estaré entre ellos», pero de un hombre o una mujer solos nunca dijo nada semejante. Si sois dos, representáis a la Iglesia, pero un hombre solo, por mucho que tenga todos los dones del espíritu, es semejante a un yunque sin martillo y a un arco sin flecha; a un hombre solo le cuesta mucho vencer su propia voluntad.
»Que los peligros y las necesidades de vuestro ministerio no os hagan transgredir la regla de la Iglesia: cuanto más duros los tiempos, más estrictas las leyes que se nos imponen. ¡Que ninguno de vosotros, al intentar engañar la vigilancia del enemigo, se exponga al riesgo de intentar engañar también a Dios! Que nadie toque, ni aun con la punta de los dedos, un alimento impuro; y quien se vea obligado, por la apariencia, a llevar un cuchillo al cinto, que conserve el mango y la vaina y quite la hoja. Pues la regla es el principio de la obediencia, y quien peca contra la obediencia destruye su alma y hace inoperante el espíritu: y quien es conscientemente culpable de una sola falta a la regla ya ha destruido la regla en su corazón.
Tranquilos, un tanto melancólicos, los viajeros se preparaban para la marcha. Las mujeres remendaban sus vestidos, los hombres se reparaban los zapatos. Las ropas que llevaron los fieles se distribuyeron entre los más ancianos, los regalos y el dinero se repartieron a partes iguales entre todos.
Ya llega el verano, gracias a Dios, ya no pasaremos frío. Ya llega el verano, ¿cuántas bandadas de buitres con cruces rojas nos traerá? La vigilia de la marcha, la señora del castillo fue a anunciarle a Arsen que estaba allí su hija y que solicitaba hablar con ella.
—¡Ay! Entonces Dios me ha concedido esta alegría que ya no esperaba —dijo Arsen—. ¡Qué grande es su bondad conmigo! ¡Creía que mi hija estaba en las montañas, y la tenía a dos pasos!
Dejó caer la capa que zurcía y corrió a la puerta. Gentiane estaba allí, y ni tan siquiera tuvo tiempo de arrodillarse, pues su madre la estrechó entre sus brazos y le cubrió las mejillas y la frente de besos.
—¡Paloma mía, cuánto has crecido, qué guapa estás! Esta alegría es demasiado grande para mi corazón. ¡Tus hermosos cabellos, tus ojos claros! ¿Esperabas tú encontrar aquí a tu anciana madre?
Gentiane lloraba, sin saber si era de alegría o de tristeza. Creía haber endurecido su corazón, y con sólo oír aquella voz que antes tanto quería, se sentía volver a la niñez. Se soltó del abrazo de su madre y se puso de rodillas.
—Es verdad —repuso Arsen, sonriente—, ahora puedo bendecirte. Dime, ¿has hallado la felicidad? ¿Entrarás pronto en la Iglesia?
La joven se puso rígida y su mirada se hizo dura.
—Madre, me envían otra vez al mundo.
—¡No por mucho tiempo, paloma! Cuando acabe esta guerra…
—¡Madre! —gritó Gentiane—, ¿es que no entendéis nada? Sacad a un pez del agua durante un cuarto de hora y morirá. Madre, quieren colocarme en la familia del señor de Chazès, que tiene el castillo por la zona de Castelbon. Para servir a su mujer y a sus hijas, yo que nunca he servido a nadie.
—La guerra ha obligado a muchas jóvenes nobles a vivir en casas de extraños —dijo Arsen—. Tus tíos abandonaron el país y ya no tienen casa; me alegraré de saberte en un lugar tranquilo. Ya sabes el riesgo que corre una joven en tiempos de guerra.
—¡Madre! Lo que os hace hablar es un afecto carnal. Antiguamente, hubo vírgenes que dieron testimonio, plantaron cara a príncipes y convirtieron a infieles.
—Entonces hay que creer que en esos tiempos los hombres eran menos perversos. No sé cómo protegió Dios a esas vírgenes, pero sé demasiado bien cómo es la vida en una tierra donde reina el soldado. Has de sentirte feliz por haber encontrado personas caritativas que desean tenerte en su familia. Me avergonzaría de ti si te atrevieras a lamentarte de tu suerte.
—¡Entonces, nunca dejaréis de avergonzaros de mí! Porque me lamento. Mi corazón ha ardido tanto en deseos de entrar en la Iglesia que ahora está totalmente consumido, y nada puede devolverle la vida, si no el sacramento que Dios ha prometido a quienes saben desearlo. Tal vez mi corazón no sea bueno, pero ¿quién tiene derecho a juzgar? Madre, durante tres años he vivido de esperanza, no me quedan fuerzas. ¿Acaso creen que el bautismo es únicamente para los que son como vos, para los que siempre han sido buenos y puros? ¡De un ser indócil y duro puede hacer una criatura nueva, y no miento al deciros que ya no soy más que una casa vacía lista para acoger siete demonios peores que el antiguo!
Madre e hija permanecían cerca de la puerta, sentadas encima de pacas de paja; las criadas y las visitantes entraban y salían, rozándolas con sus faldas. Gentiane hablaba alto, con su voz sonora que obligaba a las mujeres a detenerse y escuchar lo que decía. Ella no parecía verlas; tenía las mejillas encendidas y tiraba con impaciencia de las mechas de sus cabellos esparcidos sobre los hombros. Arsen, derecha y tensa, cada vez crispaba más sus flacas manos en las rodillas. Lloraba.
—¡Ali! ¿He venido para ver vuestras lágrimas? —se lamentó Gentiane—. ¡Tenéis lágrimas por toda respuesta! ¿Acaso no habéis cambiado? ¿No ha hecho el espíritu otra mujer de vos? ¿No sabéis más que llorar, como cualquier madre, y quererme a salvo? Mañana os marcharéis, muy contenta de abandonarme a unos extraños, ¿creéis que lo habéis hecho todo por una joven cuando la dejáis bajo llave en un cofre como una pieza de oro?
—¿Qué quieres de mí? —preguntó la madre con voz entrecortada—, ¿Acaso soy Dios? ¿Qué puedo hacer para ayudarte? Ni siquiera soy ya tu madre, no soy nada tuyo. Según las leyes que reinan en la tierra desde la guerra, no tienes padres; tu padre y yo estamos los dos fuera de la ley. Eres libre de no obedecer a nadie.
—Madre, no quiero apesadumbraros, pero creo que a partir de ahora no puedo más que tomar las riendas yo sola.
Se decía que Aicart de la Cardière había recibido el diaconato por derecho de herencia: compañero de Raymond de Ribeyre durante diez años, le habían nombrado diácono porque sus superiores querían honrar la memoria del difunto. Al menos, ésa era la opinión de los que no le querían. En realidad, pasaba por un hombre mediocremente dotado para la vida espiritual, pero vigoroso y combativo, y la dureza de los tiempos explicaba su nombramiento. Pero el título lo codiciaban hombres de más edad y más instruidos que él, que lamentaban ver al obispo resignado a no escatimar medios.
Por esa razón, Aicart y su compañero dejaron el castillo con ánimos poco cristianos; pensaban que había bastado con unos días de reposo para ver renacer el antiguo espíritu de intriga y de discordia; y los hermanos que vivían al margen del peligro concedían más valor a las disputas teológicas y a las cuestiones de prelación que a la lucha contra Satanás.
Renaud, el compañero de Aicart, hombre de unos cincuenta años, alto de estatura, fuerte como un toro (había sido herrero en el mundo), era uno de esos predicadores de habla ruda y espíritu vivo a quienes se acusaba abiertamente de simpatía por la herejía de los Pobres de Lyon; la chusma también lo escuchaba de buen grado. Creía que en tiempos de guerra había que rechazar los antiguos prejuicios y caminar de la mano de los leonistas.
—Porque —decía— si tienen el espíritu en el error, no así sus corazones. Satanás sabe mejor que nosotros reconocer a sus verdaderos enemigos, ¿acaso no es Roma tan dura con ellos como con nosotros?
Los dos hombres, acompañados por tres creyentes armados, se acercaban a Carcasona, donde tenían que detenerse con gran secreto. La noche era clara y el camino estaba desierto. Era peligroso caminar de día, Aicart era muy conocido en la tierra. Los tres hombres armados hablaban en voz baja por temor de molestar las meditaciones de sus venerables compañeros. Aicart, con la cabeza levantada, observaba las estrellas para que no se le pasara la hora de la oración; y tenía el corazón tan triste que le hubiera gustado no tener que bajar nunca los ojos a tierra.
Desde hacía más de dos años, el corazón le sangraba y se negaba a curarse. Desde hacía más de dos años cada paso de su nuevo compañero le resultaba como un mazazo en la cabeza. Tenía que luchar duramente para no sentir odio contra aquel hombre respetable y bueno, pero demasiado diferente al amigo perdido. «El buey, que es un animal, se deja morir de languidez cuando pierde a su compañero de yugo. A nosotros no se nos permite esa debilidad, ¡ojalá hubiera pasado por el fuego al mismo tiempo que él! Desde la juventud, él era el sol de mi vida, puedo contar las noches en que no he velado a su lado, las comidas que he tomado sin él. Su espíritu resplandece ahora entre los ángeles de Dios; pero es tanto el poder del demonio que de las mejores cosas puede hacer un veneno; por la gran amistad que sentía por él, mi amigo me ha herido, y quienes me lo han quitado han hecho de él mi peor enemigo, puesto que sufro tanto a causa de él.
»Señor Dios, que tenéis piedad de las almas, que por temor a perderlas dejáis que subsista este mundo…
»Señor Dios, la sangre de los justos grita hacia vos en nuestros corazones heridos: dejáis subsistir una montaña de mal para salvar diez gotas de agua de bien, la medida no es igual, Señor, vuestra piedad es cruel.
»Por la fuerza del mal de la carne domina el espíritu. ¿Sabéis, Señor, lo fuerte que es la carne? El hombre a quien le arrancan las entrañas sólo le queda carne, aunque sea el más puro de los puros…
»—Hermano, es hora de rezar —dijo Renaud—. Perdonad que interrumpa vuestras meditaciones.
—Gracias, hermano. Perdonad mi negligencia.
Los dos hombres se detuvieron; los soldados los dejaron solos y fueron a sentarse al terraplén que quedaba a veinte pasos. Estaban reventados de cansancio y miraban con un rencor lleno de admiración a los dos buenos hombres: después de dos horas de marcha, ésos podían reanudar el camino como si hubieran dormido toda la noche. Piernas de acero, corazones de acero. Ésos, si alguna vez los cogían, ya sabían lo que les esperaba. Para entrar en Carcasona, hay que estar en la puerta del burgo antes del alba, cuando los centinelas prevenidos con antelación no hayan hecho el cambio…
Apartados del camino, al borde de un campo de tierra negra, los dos hombres arrodillados repetían la oración dominical y sus comentarios, prosternándose lentamente después de cada versículo; impasibles y solemnes como si se encontraran en una sala iluminada con cirios y llena de fieles.
Echados sobre la hierba, los soldados hablaban en voz baja para no dormirse.
—¿Al menos, estás seguro del centinela?
—Ya te digo que es mi cuñado. Su hija es novia de un mozo del norte desde el otoño pasado; un picardo. Mi cuñado dice: no hay mal que por bien no venga.
—Gracias a Dios, yo no tengo hijas. Todos los bastardos que esta guerra nos habrá dejado en los brazos… No se les puede ahogar a todos, ya no.
—Te diré una cosa, Guillaume: si mi cuñado pide al picardo que cierre los ojos cuando conviene, no se hace pagar por ello. Es él quien pone dinero, ¿entiendes?
—La moza ha de ser un rato hermosa. Lo que no quita que en el lugar de tu cuñado me pasaría más de una noche afilando el puñal, para el día en que los nuestros retomen la ciudad.
—¡Vamos hombre! Vosotros dos. ¿No podéis hablar de cosas más apropiadas, mientras los buenos hombres rezan?
—Ah, sí, es pecado. La vida nunca es apropiada, en tiempos de guerra.
Los tres pensaban que los buenos hombres rezaban demasiado rato y que había que prepararse para dos leguas de marchas forzadas, para llegar a la hora. Conocían el desprecio a que se exponía el torpe guía que dejara que detuvieran a aquellos hombres, aquellos desarmados que no podían mentir. El guía es el guardián de un tesoro de incalculable valor; el enemigo sólo mata los cuerpos, la muerte de un ministro de Dios priva a las almas de la salvación.
En Carcasona, Aicart y Renaud pudieron dar el bautismo del Espíritu a veinte enfermos graves. Algunos, por temor a no volver a hallar ocasión de purificarse y de tener una buena muerte, apresuraron ellos mismos su muerte negándose a que les curaran y a tomar alimentos, lo que escandalizó a algunos fieles. Aicart declaró que él no animaba tales prácticas, pero que toda alma era libre de elegir su vía, una vez estaba unida a su sustancia celestial, y que la muerte del cuerpo era un mal menor que el pecado mortal.
Después de ocho días de idas y venidas nocturnas por los arrabales de la ciudad, de escaladas por las ventanas y tejados de los graneros, de prédicas en cocinas iluminadas por una sola vela, los dos hombres se marcharon de la ciudad. No era razonable que se entretuvieran más tiempo, ello retrasaba su llegada a la parroquia en el Minervois; un rico burgués de Carcasona había puesto a su disposición, por encarecimiento de Aicart, una posesión donde tenía un aserradero.
Los predicadores partieron pues acompañados por el hijo de ese burgués, que debería hacer que les contrataran como serradores. Ellos no conocían el oficio; pero sabían que no trabajarían mucho con las manos.
Aquel verano, la cosecha fue abundante; por mucho que el temor al enemigo fuera muy grande, la familiaridad con el peligro hace a los hombres hábiles en el engaño. Hasta en los alrededores de los castillos ocupados se podían reunir centenares de fieles para los sermones públicos, en los bosques, o en los caseríos abandonados. A los que antes de la guerra iban a misa no les gustaba que se lo recordaran, y clérigos y curas acudían a los sermones diciendo: «Nosotros no somos de vuestra fe, pero nos resulta demasiado duro servir a esos obispos. Han abandonado nuestra tierra a los extranjeros».