II. LA CAZA DE CRUCES ROJAS

Los quince hombres, agazapados detrás de grandes bloques rocosos suspendidos encima del camino, se ataban las polainas y engrasaban las cuerdas de sus arcos y ballestas. Estaban negros por el sol y el polvo, pero vestidos con buenas cotas francesas y provistos de armas nuevas y lustrosas. Algunos llevaban al cuello o a la cintura fajas de color, otros lucían pendientes o las mangas bordadas. Su jefe era el peor vestido de todos: un jubón de cuero muy raído, calzas toscamente remendadas y en la cabeza un pedazo de tela gris anudado a guisa de sombrero. Sobre la frente le caían unos bucles de cabellos negros y grises, y su rostro delgado y duro parecía esculpido en un viejo roble. Sus ojos, negrísimos, vivísimos, estaban rodeados por grandes ojeras oscuras.

Echado panza abajo sobre la roca, observaba el camino, que describía una pronunciada curva a quinientos pies de allí: se trataba de un camino bastante estrecho, que dominaba una pendiente cubierta de pedruscos y algunos abetos. Cuando vio aparecer a dos caballeros de yelmos brillantes y largas hopalandas claras, hizo una señal con la mano a sus hombres y volvió a quedarse inmóvil como un perro que acecha la caza. El grupo avanzó. Eran unos diez hombres a caballo y muchos a pie, la mayoría con una cruz roja cosida en el pecho.

—Compañeros —dijo Ricord—, son unos cuarenta, y nosotros quince. Tirad primero sobre los hombres de a pie, que nadie falle el suyo. Yo me encargo de espantar a los caballos. Una vez hayamos tirado las flechas, echémonos encima de ellos, no se nos ha de escapar ni uno.

Flechas y ballestas silbaron y el valle se llenó de gritos y de relinchos; los emboscados empujaron las rocas y lanzaron sobre el camino grandes bloques de piedra. Tres de los caballeros rodaron por la cuesta hacia el torrente; los caballos de los demás se encabritaron donde estaban, pisoteando a los heridos. Los muchachos de Ricord eran antiguos soldados y conocían bien su oficio; al verlos gritar y blandir los mazos, todo hombre creía encontrarse delante de diablos salidos del infierno. De cuarenta hombres se pudieron salvar media docena, rodando por el valle y escondiéndose detrás de las rocas. A los demás les mataron, a unos de una cuchillada y a otros de un mazazo. Como les cogieron por sorpresa, apenas tuvieron tiempo de defenderse. Más de una cabeza quedó tan aplastada que ya no se veía en ella rastro alguno de la cara, y más de un cuerpo tan pisoteado que el jubón de nudillos que debía protegerlo quedó inservible.

Salvaron a cuatro de los caballos y los llevaron aparte. Los vencedores se curaban las heridas y se limpiaban la sangre que les había salpicado la cara y las manos.

—A los que han huido les encontraremos por la orilla. Primero tomo yo mi parte del botín y luego les desnudáis.

Con la punta del puñal, rápidamente, descosió las cruces rojas manchadas de sangre y las arrancó de las túnicas blancas y grises que cubren las cotas de mallas. Reunía así veintisiete cruces, y se las metió bajo el jubón, contra su pecho. Después, los soldados desvistieron a los cadáveres y amontonaron las armas y armaduras en buen estado sobre el lomo de los caballos.

Llevaban mucho tiempo sin una caza tan buena: habitualmente eran grupos de ocho o diez como mucho. Aquella vez Ricord había matado ocho con sus propias manos.

—El botín es bueno, amigos, pero no hay que olvidar a los fugitivos. Concedámosles la corona del martirio para que no sientan celos de sus amigos. Al menos tres de ellos iban heridos, no pueden haber ido muy lejos.

—Este —dijo uno de los soldados, cogiendo por los pies a un cadáver para tirarlo rodando por la cuesta— era buen mozo, me hubiera gustado tenerle en mi compañía, ¡se ha defendido bien!

—El lobo también se defiende bien —contestó Ricord.

El muerto era muy joven, no tendría mucho más de veinte años. Ricord se acordó de que antes, a veces, sentía lástima por los animales que mataba.

Al cabo de ocho días cayeron sobre un grupito armado que escoltaba a un obispo a lomos de una mula blanca y a cuatro monjes. Mataron primero a los soldados, al abad le cortaron dos cruces de través en la cara y una en la tonsura, luego le ataron por los pies a la cola de la mula. Los monjes, temblorosos, aguardaban su turno y recitaban oraciones. A Ricord no le gustaba ver torturar a nadie por mero placer, aunque fueran monjes, y ordenó a sus soldados que colgaran a aquellos miserables cuanto antes. Los cuatro hombres, al darse cuenta de que les ahorraban el tormento, parecieron felices, pero pidieron una prórroga para rezar sus oraciones.

—¿Con qué fin? —dijo Ricord—. Vuestras falsas oraciones no os salvarán. Si vuestro dios fuera verdadero, seríais mártires de vuestra fe y no necesitaríais oraciones.

Colgaron a tres de los monjes, el cuarto permaneció todo el rato de rodillas y parecía no ver ni oír nada. Tenía un semblante hermoso y una mirada tierna, y Ricord pensó que aquel hombre podía no estar condenado.

—Hermano —le dijo—, ¿estás ciego? ¿Acaso no ves que tu fe conduce a los hombres al asesinato y al pecado?

—La tuya también —respondió el monje—, puesto que acabo de verte matar a tus semejantes. Déjame rezar.

Ricord admiró la dignidad de aquel hombre ante la muerte, pues se dio perfecta cuenta de que aquel valor no era de origen demoníaco.

—Deja mi fe en paz. No eres digno de hablar de ella, ni yo tampoco. No obstante, podría perdonarte y llevarte con hombres que sabrían guiarte hacia la verdadera luz.

El monje dijo de nuevo:

—Déjame rezar en paz, ya que no me queda mucho tiempo de vida.

«¡Ay! ¿Por qué —pensó Ricord—, por qué le he dirigido la palabra? ¿He de verle colgado a él también, junto a los demás? —Sabía que era deshonroso tratar de convertir a un hombre por miedo a la muerte—, ¡Ay! ¿No es preferible para este desgraciado morir ahora que vivir en una fe execrable? Jamás se convertirá, después de ver lo que ha visto».

El monje seguía rezando, con la cabeza levantada hacia el cielo, el cuello estirado. Ricord se acercó a él y de un movimiento brusco con el puñal lo degolló, diciéndose:

—No sufrirá.

La sangre roja brotó a raudales e inundó el hábito de basta lana blanca; el rostro, con la boca entreabierta, permaneció sereno, apenas sorprendido.

Nunca después lamentó Ricord aquel gesto; más bien se acordaría de él como de un acto de misericordia. Y sin embargo, la tristeza que le corroía el corazón se hizo más profunda a partir de aquel día. «Dicen que de nada le sirve a un hombre conquistar el universo si pierde el alma —pensaba—. Dios sabe que nunca he querido conquistar para mí ni siquiera el valor de un botón, quería proteger a los débiles y defender a los inocentes, y por ello es legítimo que pierda el alma. Entonces, ¿por qué pensar en mi alma me pone triste como si perdiera a un amigo?

La vida que llevaba, pronto haría dos años, no era triste, pero a veces resultaba dura para un hombre que había esperado merecer un día el nombre de cristiano. Lo que tenía que hacer no se aprendía en las Santas Escrituras. Había escogido a compañeros dignos de la horca en cualquier otro tiempo que no fuera la guerra, y les había prometido todo el botín, hasta el último sueldo; aquellos muchachos eran soldados de profesión, y mataban por el placer de matar, necesitaba a personas como ellos. Sabía bien que no luchaba por el honor, sino por exterminar el mayor número de enemigos posible. De cazador de animales se había convertido en cazador de hombres; no hay guerra leal contra la caza mayor. Veinte veces vio la muerte de cerca, pues en ocasiones cometía el error de atacar a los buenos soldados; y nunca quiso tomar una cota de mallas para sí, ni siquiera un jubón de nudillos. A causa de esta locura gustaba a sus hombres, que lo creían protegido por un sortilegio. «Que no se diga que me aprovecho del botín, no soy un bandido ni un saqueador. Que no se diga que he querido proteger mi cuerpo, atacaré a los lobos vestido con un jubón de caza; si el asesinato es obra del diablo, el diablo sabrá protegerme». Y el diablo le protegía, en efecto: en cincuenta ataques sólo le hirieron seis veces, bastante levemente.

Inspiraba temor a sus compañeros y se hacía respetar. Pero a fuerza de vivir con ellos notaba que su corazón se hacía duro como el casco ele un caballo. Como eran malas personas, él se decía: «Tengo que servirme de ellos para el trabajo que he de hacer». Y poco a poco comprendía que su indiferencia ante la muerte (la de ellos como la de otros) es una costumbre poderosa que deforma el alma como el ejercicio de un oficio duro deforma el cuerpo. Sentía que se volvía parecido a ellos, y peor, pues ellos tenían la inocencia de los animales, y lo que más les gustaba era el vino y la ropa bonita; una vez borrachos podían tanto reventar los ojos a un herido como llorar pensando en su madre. Ricord recordaba las palabras de Arsen: «Rezó por los que no saben lo que hacen, no rezó por Judas».

Pasaba por momentos de tristeza insoportable que sólo podía calmar con el placer de matar. Sabía que sus hombres le admiraban y lo servían con devoción porque le consideraban el más feroz entre ellos; pues incluso en aquella cofradía maldita el honor pasaba por delante del dinero, y su honor consistía en ser crueles.

Después de la derrota del conde de Tolosa el trabajo se hizo más difícil, ya que los cruzados ocupaban la mayor parte del territorio y comenzaban a conocer al adversario. El gran ejército se había marchado, los que quedaban eran prudentes y valerosos, y ejercitados en la guerra de emboscadas. En las aldeas y los campos, el obispo y Aimon de Montfort, el nuevo vizconde, proclamaron que se daría una prima de cinco marcos a quien cogiese a un jefe de cuadrilla, vivo o muerto.

Ricord dijo a sus hombres:

—El invierno será duro y tendremos que escondernos en el bosque. ¿De qué viviréis? Los clérigos viajan poco y con buena escolta, no podemos contar con un buen botín. Id y encontraréis señores que os paguen una soldada.

—Podemos ir a Foix y a Tolosa —le respondieron—, a Gascuña o a Aragón o a Carcasona, a las cruzadas; nos pagarán bien en todas partes. Pero con vos podemos decir que hacemos un buen trabajo. Al mando de un hombre como vos, el conde de Foix podría poner una compañía de doscientos aragoneses.

Ricord se decía que tal vez algún día llegaría a aquello. No obstante, le repugnaba sacar provecho de su pecado, y caer otra vez en las tentaciones mundanas de su juventud. A veces buscaba refugio en los castillos donde los cruzados todavía no habían metido a sus hombres; le recibían bien, le consideraban un valiente. La esposa y la hija del amo le servían a la mesa. Le pedían que contara sus hazañas, pero él prefería callar.

—A muchos hombres les gustaría hacer lo que hacéis vos, pero tienen mujer e hijos. Los que han abandonado el país con sus familias han actuado sagazmente; pero han dejado a sus siervos y vasallos a merced del invasor. Vos, que no sois de la tierra, sois más libre.

—No os puedo culpar de haberos sometido —decía Ricord—. No es ninguna vergüenza clavar un puñal por la espalda a enemigos de esta calaña. La próxima primavera, cuando el rey de Aragón y el conde de Tolosa reúnan a sus tropas, sabremos unirnos y actuar de forma que no quede ni un francés en nuestra tierra.

Al hablar así con hombres de su rango, Ricord empezaba a darse cuenta de que olvidaba por qué luchaba; era como un soldado de oficio, para quien la mayor preocupación es matar al mayor número de enemigos posible, y sentía ganas de alardear de las decenas y decenas de cruces rojas que conservaba como único botín. ¿Luchaba por defender a los pobres o para recoger un centenar de cruces más? No se puede pensar en dos cosas a la vez, él debía pensar en matar.

Un día de noviembre, cuando le invadía una tristeza infinita (ya que llevaba tiempo sin encontrar cruzados), el leñador que le hospedaba fue a decirle que en un bosque de Minerve, a una legua de allí, se escondían dos santas mujeres. Ricord acudió con las gentes de la aldea al lugar donde aquellas mujeres reunían a los fieles para la plegaria. Esperaba purificarse el alma con su presencia, no se le presentaba con frecuencia la ocasión de rezar. Después de las quemas de Minerve y Lavaur, los buenos hombres que habían sobrevivido tenían que esconderse, sus refugios sólo se revelaban a personas de confianza.

En un claro, junto a un gran fuego de ramas secas, las dos mujeres se hallaban en pie y bendecían por orden a los fieles que llegaban a prosternarse ante ellas. Derechas y esbeltas con sus largas capas marrones, no parecían ancianas; Ricord esperó su turno con los ojos bajos. De pronto, el sonido de una voz conocida le hizo levantar la cabeza; la más alta de las dos mujeres se ajustaba el capuchón que le había caído hacia atrás, descubriendo su rostro. «Cómo se parece a Arsen —pensó Ricord—. Puede que sea su tía». Y al acercarse la reconoció.

En realidad no había envejecido, pero su rostro reseco, curtido, parecía ahora de otra materia: así habría sido, sin duda, el rostro de Juan Evangelista o de todo bienaventurado a quien la voluntad de Dios hubiera permitido vivir mil años. ¡Ah! Ni siquiera mil años, sino una eternidad separaban aquellos labios de los labios que antaño recibían y daban besos. Muerta para siempre, devorada por el Espíritu, ni madre ni mujer, sino templo de Dios.

«Esos ojos me verán y no me reconocerán». Se acercó a ella y se postró a su vez. No tenía nada que decir aparte de las palabras de la veneración.

—Pedid a Dios que haga de mí un buen cristiano y que me conduzca a una buena muerte.

Arsen levantó su delgada mano morena y agrietada y sus labios se estremecieron.

—Que Dios haga de ti un buen cristiano y que te conduzca a una buena muerte.

Había unos cincuenta hombres y mujeres reunidos alrededor del fuego; las dos mujeres, en pie sobre un pedrusco, recitaban a turnos versículos del Evangelio. Decían:

—Yo soy la viña y mi Padre el viñador.

—Todo sarmiento que está en mí y no da fruto, lo arranca; y todo sarmiento que da fruto, lo poda, con el fin de que dé aún más frutos.

—Vosotros ya sois puros a causa de la palabra que os he anunciado.

—Vivid en mí y yo viviré en vosotros.

—Como el sarmiento no puede por sí solo dar fruto si no permanece unido a la cepa, tampoco vosotros podéis, si no vivís en mí.

—Yo soy la cepa, vosotros los sarmientos…

—… Si alguien no vive en mí, se arroja fuera como el sarmiento y se seca; luego recogen los sarmientos, los arrojan al fuego y se queman… —Cuando Arsen pronunció aquellas últimas palabras, notó que le faltaba la voz; rompió en sollozos y levantó las dos manos por encima de la cabeza—. ¡Ay, hermanos, amigos! ¡Dios es testigo de que no soy yo quien llora ahora, sino el que está en mí! ¡Por todos los que no han vivido en él, por todos los que nuestros crueles tiempos han arrancado de él, por los que se han secado y se queman! ¡Pues ese fuego no puede apagarse, y el sarmiento quemado ya no dará frutos! ¡Hermanos, amigos, el dolor de Dios por las almas perdidas es mayor que el de la madre que ve torturar a su hijo! ¡Pues Él es alegría sin fin, pero para nuestro mundo su rostro es dolor, mil soles no son nada para El al precio de un alma que se pierde!

»Cuando veáis al enemigo cubrir la tierra de lodo y de sangre, morad en Jesucristo. Aquí abajo no hay más justicia que la del demonio, ni otra verdad que la del demonio, ni otra sabiduría que la del demonio. En verdad os digo: Dios no es de este mundo, nunca lo ha sido y nunca lo será. ¡Hermanos, hermanas, Dios es una locura tal que jamás la concibió un hombre de la tierra, Dios es amor insensato, amor devorador, amor sin límites, amor sin razón, para nuestros corazones de piedra y de lodo es una locura tal que preferimos morir a soportarla!

Hablaba así, mirando al frente, por encima de las llamas, y con las manos levantadas y juntas como si estuviera colgada de una cuerda invisible suspendida por los aires.

—Hermanos y hermanas, sé que mis palabras son duras, pero ¿con qué derecho os hablaría yo de otro modo, si así es la verdad? Si buscáis otra cosa que la locura de Dios, acudid a aquéllos que os prometen la salvación por un poco de dinero, de pan sin levadura y de obediencia servil. ¡Su locura en realidad es mayor, pero es a la medida de este mundo! Si queréis juzgar según las leyes de este mundo, id hacia ellos, pues de corazón ya estáis con ellos.

Sus ojos derramaban lágrimas, tenía las mejillas cubiertas y la boca mojada. Entre los asistentes, la mayoría de las mujeres lloraban, algunos hombres también. Ricord pensaba: «Más me hubiera valido verla muerta y enterrada.

A una muerta le habría hablado llorando sobre su tumba, ¿qué le puedo decir a esa mujer, en cambio?.

Fabrisse entonaba cánticos con su voz fuerte, un poco quebrada por el frío, pero aún bonita; los hombres y mujeres respondían a coro. La noche fue larga, hubo que añadir más de un haz de zarzas al fuego. El cielo palidecía lentamente y las largas sombras negras de los abetos empezaban a distinguirse. Las dos mujeres, agotadas, ateridas de frío y como descompuestas por el sueño, se calentaban las manos junto a la hoguera, mezcladas con un grupo de campesinas, mientras esperaban la hora de recitar las oraciones matinales.

Ricord aguardó aún mucho rato, pues todos tenían consejos que pedirles a las buenas mujeres, uno para un enfermo, otro para un duelo excesivamente cruel o un caso de conciencia. Pero hacia el mediodía, pidieron que las dejaran solas para rezar en paz.

Ricord pensaba: «¿Qué tengo que decirle?». Ni siquiera le apetecía hablarle, pero el recuerdo de sus hijos y de los veinticinco años de vida en común le obligaba a quedarse. Se acercó a las dos mujeres y, después de doblar la rodilla y recibir la bendición, pidió el favor de hablarles después de sus oraciones.

—¡Ay! Mi amigo más querido —dijo Arsen—, ¡hace tanto tiempo que rezo por tener la alegría de volver a verte! (Cuando te he reconocido, esta noche, mi corazón ha saltado como un ciervo alcanzado por una flecha, tenía mucho miedo de no volver a verte y ya casi no confiaba en ello. Ésta es Fabrisse, la compañera que Dios me ha dado; su familia es de Lauraguais y en otro tiempo ella estuvo casada con Guillaume de Brézilhac. ¡Que Dios conceda a todo el mundo un compañero de viaje tan bueno!

Fabrisse se echó a reír, con su risita un tanto seca, pero tierna, y dijo que doña Arsen era la primera montañesa que había conocido con quien resultaba fácil convivir.

—Habitualmente, los de vuestra tierra nos miran como a gentes mundanas y frívolas, y no se equivocan.

Ricord se dijo que aquella mujer era mundana, desde luego, era graciosa y todavía podía gustar, y sintió una profunda lástima. «Son dos mujeres dignas de los mayores honores y ante las cuales los reyes deberían postrarse —pensó—, y las persiguen como a perras rabiosas, y si las cogen no las matarán como perras…».

—Arsen —dijo—, nos separamos con tristeza, y es para mí un gran honor que me recibas con alegría. Todo ser humano busca hacer el bien a su manera y según la luz que ha recibido de Dios. Esta noche has llorado por mi alma; pero si es verdad que el amor de Dios es locura, no juzgues a los locos.

»Dios sabe que no es ésta la vida que deseaba yo para ti, ni para la que tú te preparabas. ¿Quieres que te vea arrastrada por las calles, con una cuerda al cuello? ¿Quieres que te vea rodeada de leña y retorciéndote de dolor entre las llamas? Si todavía te queda algún respeto por mí, deja estas tierras y vete a las montañas, donde los cristianos están amparados y viven en sus casas.

»La vida ya me es lo bastante cruel. Han puesto precio a mi cabeza, ya no encuentro soldados y no tengo ni un sueldo. Me juré seguir luchando mientras me quedaran fuerzas en los brazos. Pero por poneros a resguardo a tu compañera y a ti dejaré esta tierra. En compañía de un hombre seréis menos sospechosas y estaréis más protegidas, y no mentirás si dices que soy tu marido.

—No —respondió Arsen—, Agradecemos tu bondad, pero seremos más útiles aquí.

—Yo también —repuso Ricord con dulzura— soy más útil aquí de lo que podría ser en una tropa regular. Arsen, escucha, he pasado por Foix y por Tolosa, por Perpiñán y por Barcelona, y he visto a muchos hombres dispuestos a luchar. Aparte del conde de Foix, todos los que podrían levantar un arma temen que les excomulguen o esperan que las cosas se arreglen por sí solas. Nuestros hijos se pasan el tiempo en las salas de guardia y los patios de los castillos, tascando el freno y jugando a dados y escuchando las noticias… En esta tierra, todo hombre que no quiere servir al enemigo no puede servir a nadie y lucha por su cuenta. Por eso me toman por un bandido, pero en mi conciencia no tengo nada que reprocharme.

Arsen permanecía sentada en un tronco, con la cabeza baja y las manos juntas sobre las rodillas, y Fabrisse, en pie al lado del fuego que se apagaba, arrojaba ramitas y hojas muertas. El sol brillaba alegremente aquel día, las sombras de los pinos lanzaban largas estrías azules sobre la hierba gris y pisoteada del claro.

—¿Por qué no me hablas? —preguntó Ricord—. ¿Tan duramente me juzgas?

Arsen le dirigió una larga mirada pensativa. Parecía no haberle oído.

—Tienes el cabello gris —habló por fin, con una voz casi tierna.

—¿Qué tiene que ver mi cabello con lo que decía?

—Nada. Antes me gustaba tanto peinarlo, y ya no debo ni rozarlo con la mano. ¡Cómo esperábamos ese tiempo del cabello gris! Y ese tiempo ha llegado y nos ha traído tribulaciones, amargura y miseria.

—Tú has encontrado la paz —dijo Ricord.

Ella sonrió y paseó lentamente la mirada por el claro desierto, el montón de cenizas negras, el sendero cenagoso…

—Cuando estamos solas —relató—, mantenemos el fuego toda la noche por miedo a los lobos, vigilamos por turnos. Y al oír ruido en el bosquecillo, nos decimos: «Dios quiera que sólo sea un lobo». ¿No está dicho que la paz de Dios supera toda comprensión? La verdad es que yo no la comprendo. El espíritu nos lleva donde quiere, pero nuestra alma se queda sola y desnuda ante la tristeza y el dolor. Pues la piedad es como un brebaje de fuego que quema las entrañas, y no hay remedio contra este ardor.

—¿Quién lo sabe mejor que yo? He perdido la razón. ¿Quieres que me quede en el bosque con vosotras, que os siga para protegeros?

—No, Ricord. Tu corazón ha elegido otra vía. Amigo mío, si para salvar la vida de muchos inocentes tuviera que prostituirme con un verdugo, tú no lo hubieras aprobado. Tú cometes una falta cien veces más grave y que te destruye de una forma más irremediable. Sin embargo, las leyes de este mundo son tan crueles que tal vez valga más hacer el mal, si tu alma está tan ciega para ver bien. Pues apenas un hombre de cada cien mil no está ciego. Y de cien mil maneras de prostituirse al demonio, la tuya tal vez no sea la peor.

—Vamos —protestó Ricord, levantándose—, sé bien que no es la peor. No quiero oír tus duras palabras. De nuestro pasado amor no queda nada, tenemos el cabello gris y nuestros hijos nos han olvidado. Apenas me acuerdo del placer que me daba tu cuerpo… desde hace años no he puesto la mano sobre una mujer, siempre te he sido fiel. Este vínculo que creímos tan sólido no es más que un vínculo de carne, han bastado dos años de separación, y los sufrimientos que no hemos vivido juntos nos han vuelto extraños el uno para el otro.

»Arsen, llevo aquí, en este talego atado a la cintura, tela roja con la cual coserte un gran manto, si alguien uniera todas estas cruces trozo a trozo: cada una la gané al precio de la vida de un hombre. Acuérdate también de sentir piedad por ésos, no les he matado con alegría. Pero si encuentro a otros y puedo matarlos, lo haré con más alegría, porque te he visto, y al pensar en el daño que pueden hacerte sentiré mayor fuerza que antes.

Se arrodilló y la mujer extendió la mano sobre su cabeza.

—Que Dios haga de ti un buen cristiano y te conduzca a una buena muerte.

Luego se arrodilló delante de Fabrisse, que le dijo las mismas palabras. Se marchó, pensativo, triste, preguntándose casi si había soñado.

El sendero, pisoteado el día antes por decenas de pies, estaba desierto. Cruzado por riachuelos y grandes bloques de piedra, avanzaba entre rocas cubiertas de musgo y zarzas y se perdía de nuevo en el interior del bosque de pinos; quedaba una legua larga de caminata hasta la aldea. Ricord pensó que, en resumidas cuentas, el acceso al refugio de las dos mujeres era bastante fácil; bastaba una cuadrilla de paso, una vuelta de inspección, un delator… Había un clérigo en la aldea, un anciano, un hombre del lugar pero poco querido, pues se sabía que rezaba en secreto por la victoria de los cruzados. «Ese hombre —pensó Ricord— puede denunciarlas si tiene ocasión; también puede no hacerlo. Si lo desea, el miedo no le retendrá; abandonará el lugar con los soldados, y encontrará un sitio en Carcasona o Narbona. ¿Hay que castigarle por adelantado por un crimen que quizá no piensa siquiera cometer?

»Arsen —pensaba—, yo la llamaba mi paloma y mi amada. El corazón se me ha secado tanto que el único amor de mi vida me parece ahora un juego de niño… Y si me la entregaran como era a los veinte años, la miraría como miro este pedrusco cubierto de musgo negro. Soy viejo. La cólera y la lástima me han comido las entrañas. No siento por ella más que piedad, pues fui yo quien la sedujo y la empujó a esta dura vía; las mujeres son más frágiles que nosotros, se ha quemado como una mosca sobre una vela en el fuego cruel del amor.

»Por su alma no puedo hacer nada, está en otro mundo. ¡Pero que muera yo de una muerte vergonzosa si no puedo proteger del ultraje su noble cuerpo usado y afligido! Y si se tiene que derramar sangre, que no sea la suya.

»Al llegar a la cabaña del leñador, tomó al hombre aparte y le dijo:

—Amas tu tierra, puesto que albergas a un hombre como yo. Ven conmigo, dame una de tus hachas y toma la otra, y vamos a la aldea, a la plaza de la fuente. Veremos si los hombres de aquí son valientes o si tienen que llevar faldas como las mujeres.

—A los hombres de aquí —dijo el leñador— nunca les han gustado los saqueadores y los traidores.

De pie sobre la gran tabla que cubría el pozo, Ricord blandió el hacha en el aire como una bandera y gritó:

—Que todos los que estén a favor de los franceses y los clérigos digan su nombre, ¡tengo que hablarles! Y los que no estén a favor de ellos, que escuchen lo que tengo que decirles: ¡soy Ricord de Montgeil, quien me entregue se hará rico, pero no por mucho tiempo! ¡Y quien me siga será pobre y perseguido, pero no por mucho tiempo! Dicen que soy un salteador de caminos, pero habéis de saber que nunca he cogido un solo sueldo para mí, ni he atacado a nadie si no a los enemigos del país. Quiero que sepáis que soy pariente de una de las mujeres que viven en el bosque, y que soy de su fe, como mi padre y mi abuelo lo fueron antes que yo, ¡y que siempre he amado más a los pobres que a los ricos, a los débiles que a los fuertes!

»El enemigo tiene caballos y máquinas, lanzas y escudos, espadas y ballestas; tiene cotas de mallas, yelmos, corazas y guantes de hierro; tiene las murallas de nuestros castillos, graneros llenos de nuestro trigo y bodegas llenas de vino de nuestras viñas, y de mujeres de nuestras aldeas y nuestros burgos. ¡Están tan bien alimentados y tan bien protegidos que no hay que maravillarse si luchan bien! ¡Los que no tienen más que su pecho y sus brazos, ésos son los verdaderos hombres, y cuando pelean, no lo hacen por jugar! Hermanos, cuando ellos son diez, nosotros cien; cuando ellos son cien, nosotros mil, somos más fuertes que ellos. ¡Quien no tenga hacha que coja una guadaña, quien no tenga guadaña que coja un cuchillo, quien no tenga cuchillo que coja un garrote, que llene sus alforjas de piedras!

»¡Ellos están a salvo en los castillos, pero que sepan que no siempre es seguro que salgan, metámosles tanto miedo en el cuerpo que se vean obligados a desenvainar la espada delante de cada roca y de cada zarza! Y que se vayan a su tierra y se lleven a sus abades y a sus obispos y a todos los demás bebedores de sangre: ¡pues tal como beben en recuerdo la sangre de Nuestro Salvador, beben en realidad la sangre de nuestros hermanos!

»¡Vosotros, que me miráis, vosotros, que sois hombres más jóvenes que yo! Muchachos que no tenéis veinte pelos de barba en el mentón, que vivís en casas y encendéis fuego todos los días. Y dejáis que vivan en pleno bosque unas mujeres lo bastante mayores para ser vuestras madres, ¡y tan santas que una sola de sus lágrimas vale más que toda vuestra sangre! ¿Acaso sois peores que animales? ¿Acaso la vida que es buena para esas mujeres no es lo bastante buena para vosotros?

»Las tareas del verano han terminado, la siega, y las vendimias, y la cosecha de aceitunas. ¡No os quedéis parados, la veda está abierta, que quienes aman su país no dejen que se lo coman vivo ante sus ojos! Dios y Jesucristo están con nosotros, no quieren que se mate a mujeres ni a niños, ni que se agravie a los pobres. Quien me siga no perderá el tiempo, ni la pena.

Aquel día Ricord reunió a treinta hombres y mandó recoger hachas, arcos, hoces, martillos de herrería, y horcas y guadañas. Se decidió que la cuadrilla se marcharía de la aldea e iría a acampar en el bosque cerca del camino de Tolosa. Allí podrían cazar a los exploradores y a los rezagados, y a los correos del ejército.

Las gentes de la aldea eran soldados muy pobres, un solo mercenario español valía lo que diez de ellos. Pero tenían buena voluntad, y también rabia: aquella misma noche, masacraron al viejo clérigo y a su familia en su casa.