Arsen vivía unos días tristes, sola en casa con su criada, que se había hecho demasiado anciana para trabajar. Los mozos estaban en la vendimia, Ricord en la ciudad, con sus primos y cuñados; de sus hijos tenía pocas noticias, los sabía vivos y retirados en Corbières con su señor.
Varias veces había acogido a familias de refugiados del norte que cruzaban las montañas para huir a Cataluña.
—¿Llegará la guerra hasta aquí?
—¿Quién sabe, con esta gente? En primavera, volverán a traer un nuevo ejército…
—¿Y qué puede un ejército por desfiladeros de montaña?
Los hombres no decían nada, las damas y doncellas sacudían la cabeza.
—¡Lo que puede hacer! Después de lo que han hecho ya… Tomar una ciudad fortificada en un día y no dejar a una sola criatura con vida; está claro que el diablo les ayuda.
—¿Qué dice el noble Raymond?
—Está en su retiro, en Laurac; os pide que recéis y permanezcáis quietos. Con la ayuda de Dios, piensa visitar el lugar este invierno.
«¡Ay! —pensaba Arsen—, ¡si al menos pudiera ver el semblante y oír la voz de ese hombre bienaventurado! ¡Si el espíritu que hay en él pudiera fortalecer mi alma! ¿Podrá continuar sus predicaciones en estos días en que el Anticristo acorrala como perros a los siervos de Dios?». Y le entraban deseos de dirigirse a Laurac. En Laurac tenía una tía que había tomado el hábito en una casa de mujeres creyentes, la casa que había escogido ella como lugar de su probación.
Tenía buenas noticias de Gentiane: la joven soportaba alegremente ayunos, trabajos y veladas nocturnas. «A lo mejor me equivoqué —pensaba la madre—, tal vez tenía vocación». Pero vivía con el corazón angustiado, y por la noche leía y releía los Salmos, preparándose para grandes sufrimientos. Y el sufrimiento llegó del lado que menos esperaba. Ricord regresó a casa un día de octubre, frío y soleado, brillante como la hoja de una espada nueva. Venía callado y tranquilo. Llevaba meses así, abatido hasta tal punto que su mujer le creía aquejado por una enfermedad de postración. Ya no salía a cazar, no trabajaba, y pasaba el tiempo en la ciudad con sus amigos o en el granero, leyendo las Escrituras. En aquella ocasión todavía estaba más sosegado que de costumbre; sus grandes ojos abiertos parecían fijos en algo asombroso o terrible. «¿Le habrá hablado Dios?», pensaba Arsen. Pero pronto supo que no era Dios. Cuando subió a su alcoba, al anochecer, le vio entrar. Resuelto, rígido, con la cabeza alta, como si fuese al combate. Ella bajó la lamparilla de aceite y cerró el gran libro abierto sobre sus rodillas. Se miraron durante un instante; luego, con un gesto brusco, Ricord cayó de rodillas delante de su mujer y golpeó con la frente la cubierta de madera de cedro del libro santo. Dijo:
—Amor mío, vida mía, vengo a decirte que nuestros caminos no están hechos para volver a encontrarse, ni en este mundo ni en el otro. Ve adonde te lleve tu deseo sin pensar ya en mí. Que los pecados que te he hecho cometer no te sean jamás imputados. Ya no somos compañeros. ¡Dime solamente que me amarás siempre como a un hermano, haga lo que haga!
Arsen no hizo ni un gesto, sólo sus manos se crisparon un poco más sobre el libro.
—¿Y qué podrías hacer para que dejara de amarte? —preguntó.
—Vuelvo al ejército, Arsen. Mi mano es fuerte, mi brazo rápido y mi vista está bien ejercitada. Si mi cuerpo sirve aún para algo, que sea para destruir a quienes hacen el mal, pues mi alma está de todas formas perdida para Dios.
Arsen depositó el Evangelio sobre el baúl y se levantó.
—¡Blasfemas, Ricord, tu alma no está perdida! Como compañera tuya, no dejaré que te destruyas, ¡antes pasarás sobre mi cadáver! ¡No irás a mancharte el corazón y las manos con un trabajo que el primer bandido haría mejor que tú por diez sueldos a la semana!
—Nadie hará ese trabajo mejor que yo —dijo Ricord, sombrío—. Querida, cuando nuestros hijos fueron a luchar no les dijiste nada.
—No era lo mismo, Ricord. Ellos son jóvenes, sus almas son ignorantes, la tuya no lo es. Cristo rezó por los que no sabían lo que hacían, no rezó por Judas.
Entonces, Ricord se levantó también y tomó a su mujer por los hombros.
—¿Y quién eres tú, para tratarme de Judas? ¿Quién te ha dicho que mi razón no vale tanto como la tuya? Hace quince años que intento comprender los caminos de Dios. Y después de lo que he visto y oído ahora, he entendido que para el hombre hecho de carne el odio es bueno, pues no odiar el mal es quererlo. Y si yo viera a un soldado violarte, sentiría placer en abrirle la cabeza… ¿Y qué puedo hacer si está en ello mi locura, y si amo igual que te amo a ti a todas esas mujeres violadas, a todos esos niños degollados, a todos esos ancianos arrojados por la ventana al paso de los caballos? Sentiría más placer al matar a quien hace daño a los niños del que tú puedas sentir jamás al leer las Santas Escrituras.
—Ricord, ¿eres tú quien habla? ¿Te crees más fuerte que el demonio si tomas las armas del demonio? Sólo se servirá de ti para aumentar el mal. Pues el Enemigo se las compone siempre para engañarnos de tal forma que la sangre que se derrama es siempre sangre inocente. Mira, los papas, los obispos, los reyes quedan siempre al abrigo de los golpes, porque el demonio protege a los suyos; y él sabrá guiar tu mano de manera que te lleve a matar hombres que la gracia pudiera haber tocado.
—¡La gracia de Dios no tocará nunca a los que llevan la cruz! Los que han visto lo ocurrido y no han vuelto las armas contra sus jefes, y no se han ido al desierto a llorar el resto de sus vidas… y continúan llevando sobre el pecho esa señal infame, y están orgullosos de ello… ¡ésos ya no son hombres y no tienen nada que perder!
—¿Quién eres tú para sondear los caminos de Dios? ¿Acaso no lo predijo? ¿No nos advirtió? «Os perseguirán en mi nombre, llegará el día en que todo el que os mate creerá servir a Dios…». Y dijo: «Bienaventurados los perseguidos por la justicia».
—Mujer, una artimaña te inspira esa falta de amor. ¿He hablado yo de los perseguidos por la justicia? Ésos son bienaventurados, en efecto, pero las pobres ancianas que iban a misa, y los niños, y los hombres que no pensaban día y noche más que en ganarse el pan, a todos los que no son bienaventurados y que nunca han pensado en la justicia, ¿puede tratárseles acaso peor que a animales de matanza? ¿Qué he de decir a los que no quieren más que una cosa, que les protejan contra los asesinos? Les diré: si yo solo pudiera matar a todos los malditos, lo haría; no escapará ni tino de los que vea.
—Ricord, acuérdate del apaleado de Carcasona. Tuviste piedad de él, y sin embargo ese hombre había matado a inocentes.
—Mujer, ¿has acabado con tus malas razones? ¿Vi acaso a ese hombre tranquilo y protegido con una cota de mallas, rodeado de compañeros de armas, bendito por los obispos? Él no creía ganarse el paraíso al hacer lo que hacía. Sin embargo, al hacer daño a unos hombres que tienen el corazón envilecido hasta el extremo de tomar el mal por el bien, se les hace un bien.
—¿Quién te ha hecho juez? La ignorancia del hombre no tiene límites. ¿Ves? Tú también tomas el mal por bien, ¿qué puedes esperar de esos hombres del norte que nunca han tenido ocasión de oír la voz del espíritu? Cuando Jesús dijo: «Mi reino no está en este mundo», lo condenó todo en el mundo menos el amor. Prohibió a sus propios ángeles que arrancasen la cizaña, ¡y los ángeles ven más claro que nosotros!
—Los tiempos se cumplen —repuso Ricord—. Dentro de poco, los más ignorantes verán claro. Arsen, tú que curas las heridas de los enfermos sabes bien que al proteger los cuerpos se protegen las almas; y contra esos hombres, que son peores que los escorpiones y que las serpientes, hay que luchar con las armas que se tiene a mano. Y si los encuentro, y si puedo, me gustaría, en vez de matarlos, cortarles las manos y reventarles los ojos para que no puedan hacer más daño.
—¡Vete, no quiero volver a verte! —gritó Arsen, prorrumpiendo en sollozos—. ¡Renaces en el cuerpo de un ciego, de un sordo, del bastardo de un monje, de un verdugo! Quieres que tu alma, que tanto he amado, se me haga horrible a la vista. Pues Dios juzga las almas de los asesinados, pero el alma de Caín es juzgada por la sangre de su hermano. El pecado de los hermanos que mates caerá sobre ti, y te volverás semejante a ellos.
—Ya he hecho el sacrificio de mi alma, Arsen. Acuérdate del hombre que amaste hace tiempo. Si me transformo hasta el punto que tengas que odiarme, me resultará duro. Pero no tanto como ver lo que hacen y quedarme de brazos cruzados.
—Vete, haz lo que quieras, si tu alma es tan pobre que la visión de la sangre despierta en ella el deseo de sangre. Vete a ladrar con los perros. Vete, ya que el demonio ha sabido atraparte en su trampa, yo no tengo nada más que decirte.
—Abrázame una última vez, Arsen. Tal vez me maten, tal vez no vuelva a ver tu rostro.
Ella rodeó con los brazos el cuello del hombre y apoyó sus labios sobre su mejilla rugosa y seca.
—Perdona mis duras palabras, ni siquiera Dios tiene derecho a condenar, ¿cómo puedo condenarte yo? Ojalá Dios nos reúna un día a tu pesar. Mañana mismo me iré de aquí y ya no seré tu mujer. ¡Qué difícil me resultará hacer sola el camino que teníamos que hacer juntos!
Ricord se arrodilló aún una vez delante de ella y partió.
Al día siguiente, Arsen abandonó la casa, sola y a pie, con pan y aceitunas para el camino y los únicos objetos de valor que poseía: un collar de plata heredado de su madre, un alfiler de amatistas y un par de pulseras incrustadas de esmalte. Una dote de mujer pobre, y que le daba un poco de vergüenza; hasta entonces nunca había vivido de regalos de los demás.
Treinta leguas significaban dos días de marcha. La lluvia, el viento, el camino rocoso donde las piedras resbalan bajo el pie. Desde que el país estaba en guerra, Arsen temía encuentros peligrosos, pues la tristeza había debilitado su corazón. Caminaba por los senderos del bosque, por las pistas de los cazadores; conocía bien la región. Y para engañar al cansancio, se aplicaba en recitar mentalmente los fragmentos del libro santo que había aprendido de memoria. Rezaba: «Que mi pensamiento muera, que olvide todas las demás palabras, pues no son nada. Señor, que sois lo único vivo, verdadero y bueno, tened piedad de nosotros, que no somos más que falsedad; fuera de vuestra verdad, no somos nada, libradnos de la tentación de buscaros lejos de vos.
Cuando el universo entero diga que mentisteis y que el mal es demasiado grande para vencerlo con el amor; cuando hasta los ángeles del cielo bajen a decirme que os habéis equivocado, haced que nunca, ni con un solo latido del corazón, os traicione. Señor amado, no rezo por mí, sino por no mancillar nunca vuestra pureza; Señor, vuestra santa ley es más fuerte que todas las miserias de todos los hombres que han vivido y vivirán hasta la consumación de los siglos. Como una tela de araña frente al sol es nuestro mundo frente a la verdad de vuestro amor.
Intentaba no pensar en Ricord, pero le dolía el corazón. «Alma débil y de poca fe, Ricord, casa abatida sobre la arena… La lluvia ha caído y los torrentes han llegado, los vientos han soplado y han abatido esa casa. ¡Ah!, en esta tierra, ni en ninguna otra, se han visto jamás esos torrentes y ese viento. ¿Quién te arrojará la piedra? Ricord, tú que aspirabas al rango de discípulo, mírate, vuelto materia y entregado a los azares de la carne que no conoce más que su propia ley. Ay, pena mía, que sea como el cansancio de mis piernas, el dolor de riñones, carnal como toda pena es carnal; en Dios no hay penas».
En Laurac, adonde llegó después de seis días de caminata, recibieron a Arsen como a una hermana esperada durante mucho tiempo. Sin embargo, y a pesar de su gran cortesía, las piadosas damas no pudieron ocultar el gran desasosiego al que las había arrastrado aquella guerra.
—Pensáis que llegáis a un remanso de paz, hija —le dijo doña Agnès de Roquevidal, superiora de la comunidad—, y llegáis a la casa de las tribulaciones.
—Poco me importa, señora —repuso Arsen—. En el Señor todo es alegría. ¿Me aceptaréis algún día entre vuestras hermanas?
—La Iglesia lo decidirá —declaró doña Agnès.
Después se felicitó de ver a una mujer guapa y en plenas facultades mostrar tanto deseo por la vida buena, sin esperar a la vejez como hacían las demás.
—Los tiempos son duros, y necesitaremos mujeres capaces de soportar todas las fatigas y todos los peligros. Desde hace mucho tiempo —añadió la santa mujer— oímos hablar de vuestra vida honesta, y sabemos que vos y vuestro esposo dais ejemplo de las más apreciables virtudes. No creo que sea necesaria una probación larga para una mujer como vos. Puedo deciros esto porque sé que no sois orgullosa.
Arsen se deshizo en lágrimas.
—No, señora, no tengo razón alguna para estar orgullosa, aunque antes lo estaba.
Y contó la ruptura con su marido y la tentación a la que había sucumbido.
—No sois la única, hija mía. Las hay que pasan trances más duros: una de las nuestras tiene un hermano que se ha adherido a los siervos del Anticristo. Recordad que nosotras no debemos culpar a nadie, pues Jesús dijo: «Yo no juzgo a nadie». No olvidéis que afligirse por los pecados del prójimo ya es juzgarlo.
Arsen se hincó de rodillas en el suelo y besó el faldón del hábito de la anciana. Luego se retiró a la celda de su tía para comenzar allí la preparación al santo bautismo. Durante más de seis semanas, vivió en soledad y silencio, sin recibir noticia alguna del exterior, alimentándose de pan de centeno y de agua colorada con vino.
Su tía, doña Serrone, vivía en la práctica de la oración silenciosa, y no hablaba con nadie más que para decir sí o no. Habitaba en la casa de las mujeres de Laurac desde hacía más de veinte años, y era profundamente venerada. Se trataba de una anciana alta y esbelta, de cabello todavía negro, pero tan seca que parecía que, a su muerte, los gusanos no encontrarían nada que comer en aquel cuerpo de piel extendida sobre los huesos, sin abultamientos y sin arrugas. Arsen no se atrevía a dirigirle la palabra y se esforzaba por pasar inadvertida. Pero percibía la presencia del espíritu que moraba en la anciana como se siente el calor del fuego. Pasaba horas enteras de rodillas, recitando en voz baja el Padrenuestro; su compañera, vestida de negro, arrodillada a tres pasos de ella, se recitaba la misma oración mentalmente, y Arsen aprendía de ella más de lo que había aprendido de numerosos sermones y de largos discursos, pues la mirada de los ojos grises de su tía ya no era una mirada de criatura humana; había Otro que miraba por sus ojos, tan llenos de severa compasión y de inconsciente majestad que era evidentísimo que doña Serrone había olvidado hacía tiempo hasta su propia existencia.
«Ay, señor —pensaba Arsen—, el día en que el Espíritu Santo entre en este cuerpo miserable, ¿no moriré yo, como Ananias y Safira, que recibieron el espíritu sin ser dignos de ello? Como ellos quisieron guardar para sí parte de sus bienes, guardo yo en mi corazón amores terrenales. Mi bienaventurada tía ya era viuda cuando se entregó a Dios».
Arsen se olvidó de contar los días; sabía solamente que, a su despertar, el cielo estaba cada día más blanco, y que doña Serrone se entretenía a veces junto a la ventana de la celda para contemplar las nubes blancas, rosas y grises por encima de la muralla de la ciudad. El cielo ya era primaveral.
—Querida tía, ¿veis presagios o señales en las nubes del cielo?
—No —respondió la anciana.
—Tía, ¿será duro para nosotras el año que empieza?
—Sí.
—¿Echaremos pronto al enemigo de nuestras tierras?
—No.
«¡Ay! Dios, ¿qué puedo hacer para evitar pensar en las cosas terrenas? En mis hijos, que tal vez van a luchar, en Ricord… ¡Señor, que no llegue nunca esta primavera, si ha de traernos desgracias!».
El día del equinoccio, Raymond de Ribeyre fue a predicar a la casa de doña Agnès. Acudió un número tan grande de gente que tuvo que predicar fuera a pesar del mal tiempo; hacía mucho viento, los postigos golpeteaban, las tejas caían. Sólo para bendecir a los fieles Raymond pasó dos horas en la puerta de la casa. Habló de los sufrimientos infligidos a la Iglesia por las fuerzas del mal, y demostró, citando las Escrituras, que aquellos tiempos habían sido anunciados y que no había que perder la serenidad por ellos. Aicart estaba en pie a su lado, con los ojos bajos, mordiéndose los labios como un hombre que sufre.
Por la noche, doña Agnès presentó la nueva postulante al predicador, que pareció contento de volver a verla. Arsen le miró, sorprendida y emocionada: el hombre ya no llevaba su hábito negro y, vestido de marrón y con un gorro de lana en la cabeza, tenía un aspecto extraño; se diría que era un plato de oro fino dejado sobre una mesa de cocina. Se lo dijo; le conocía desde hacía bastante tiempo para permitirse esas palabras familiares.
Él contestó:
—Entonces tendré que embadurnarme la cara con hollín. —Sonreía, pero sus ojos estaban tristes—. Hay que guardarse de sucumbir a la tentación del martirio. Los fieles no precisan de nuestro hábito negro. Así, como nos veis, hemos pasado por ciudades y castillos donde han puesto precio a nuestras cabezas.
—No es posible que no os hayan reconocido —dijo Arsen.
Él volvió a sonreír, esta vez con alegría.
—Los que nos han reconocido no han dicho nada. Es preciso que dé testimonio de ello con el fin de incitar a los fieles a la caridad: nos hemos encontrado con sacerdotes y monjes de Carcasona y de Limoux que han fingido que no nos veían.
Después suspiró y se volvió, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Fue tan inesperado que Arsen no se atrevió a preguntarle la causa de su tristeza. El hombre sacudió la cabeza.
—¿Para qué ocultarlo? —repuso—. Me dirigí a Carcasona por las necesidades de mi ministerio, pero también para estar presente en los últimos momentos de mi hermana según la carne. No pude llegar hasta ella, y me enteré de que murió sin haber recibido el bautismo. Por culpa mía, porque sabían que era mi hermana y la vigilaron muy de cerca en su lecho de muerte; ninguno de nuestros hermanos en Cristo se pudo aproximar a ella.
—Os comprendo —dijo Arsen—, pero os creía liberado de afectos carnales.
—No somos perfectos; queremos más a quienes se nos ha permitido conocer de más cerca… Era una mujer piadosa, que esperaba con ardor el día en que la muerte la hiciese digna por fin de comulgar con el espíritu. Hermana, el dolor que siento por ella lo siento por todas las que se encontrarán en el mismo caso. Y serán muchas.
Permaneció unos minutos rezando y luego anunció a Arsen que la Iglesia la juzgaba digna de recibir el santo bautismo y que tenía que empezar el ayuno aquella misma noche, pues la ceremonia se celebraría al cabo de tres días.
Durante tres días, Arsen ayunó y veló en un cuarto de la torrecilla, sola, sin más compañía que la luz del sol. No sentía alegría, Dios la aceptaba en sí negando su presencia; pero al mismo tiempo se sentía vacía de todo pensamiento terreno, le parecía no haber amado nunca a su marido ni a sus hijos, no haber sentido lástima por las miserias de los demás. Estaba sola en el mundo, y como una virgen loca se encontraba allí, en plena noche, llamando a una puerta cerrada. Y detrás de la puerta sonaban los cánticos de júbilo del banquete nupcial.
«¡Señor, Señor, abridme!».
«No te conozco, no te he conocido nunca. Tu lámpara está apagada, los cerrojos están echados, tú no asistirás al misterio de mi alegría».
«Señor, me importa poco no verla, ¿he de necesitarme yo, si no me necesitáis vos? Aquí estoy, echada en un sepulcro con seis pies de tierra encima de mí, la gran luz que vos sois no disminuirá jamás. Todo lo que no sois vos es polvo y vanidad, ¡que desaparezca yo para siempre, que mi cuerpo y mi alma no hayan existido nunca, puesto que no son vos, Señor, puesto que no son nada! Puesto que el único dolor del mundo es vuestra ausencia, que se destruya todo lo que no es vuestro. Aquí estoy, sola en la noche, ya no os pido que me abráis la puerta, lo que os pertenece para siempre está junto a vos desde el principio de los siglos».
El día en que dos mujeres vestidas de negro fueron a buscarla para llevarla a la gran sala de la casa, Arsen permaneció callada, triste como si la condujeran a la muerte. Pero cuando vio la sala entera iluminada de cirios, la mesa cubierta con un mantel blanco y los fieles reunidos para recibirla en la Iglesia, entendió lo que querían decir los Hechos de los Apóstoles cuando hablaban de las lenguas de fuego de Pentecostés. Oía a Raymond de Ribeyre hablarle, respondía y no era su voz la que contestaba. Le parecía que se encontraba en medio de un torbellino de llamas, y su corazón ardía con tanta intensidad que casi tenía la sensación de despedir calor, como una antorcha. Aquello ocurrió en el momento en que Raymond le puso el Evangelio sobre la cabeza.
Al intercambiar el beso de paz con doña Agnès, con doña Serrone y con las demás damas presentes, todavía le costaba moverse en el interior del hábito invisible de púrpura y fuego con el que acababan de vestirla.
Es extraño volverse semejante a una lámpara encendida, contener la llama incorruptible y ser criatura de carne y de sangre transformada en templo de Dios. Templo imperfecto y frágil, aunque ¿qué importa, si en esta tierra Dios no puede tener otro? Arsen se pasó lo que quedaba del día rezando, arrodillada delante de una de las ventanas de la sala. Miraba los tejados de la ciudad, la muralla, y detrás las vastas colinas cubiertas de viñas y de campos negros y coronadas de bosques. Tenía la mente vacía de pensamientos, pero sus ojos leían en las líneas conocidas del paisaje, en la inclinación de los tejados de bálago y la piedra de las paredes, el dolor inmenso, insaciable, de un mundo que se deshacía, se pudría, se consumía sin fin por aquel mal terrible que es la ausencia de Dios. Le pareció ver, a través del espacio y el tiempo, almas, miles de almas torturadas hasta la muerte por aquella ausencia, parecidas todas a niños golpeados hasta sangrar, ahogados en el lodo… Y ni siquiera sintió tristeza, pues en ese momento le parecía que el fuego ya se había encendido en la tierra, y que los tiempos se habían cumplido. Y que había llegado el momento en que el conocimiento de Dios llenaba toda el alma como el agua llena el mar.
—Hermana —le dijo aquella noche doña Agnès—, bendecimos todas al Señor por el gran favor con que os ha honrado, y nos gustaría teneros mucho tiempo a nuestro lado. Pero los tiempos han cambiado, y seréis llamada a otro lugar. Nuestra casa os servirá siempre de refugio en caso de peligro, si Dios permite que esta ciudad se salve de la guerra.
—¿Adónde seré llamada, madre?
—El señor Raymond os lo dirá. Tendréis por compañera a nuestra hermana Fabrisse, que en otro tiempo fue viuda del señor de Brézilhac. Que Dios os dé a ambas comprensión y que no os separe jamás, si no con la muerte del cuerpo.
Arsén se inclinó sin decir nada y se retiró. Apenas conocía a Fabrisse de Brézilhac. Era una mujer de su edad, rubia, alta y delgada como un cirio, dotada de una bella voz. Aquella noche se encontraron en el refectorio, se prosternaron una ante la otra y se besaron tres veces en las mejillas. Fabrisse parecía feliz como una mujer que ve a su hermana después de una larga ausencia; era una persona muy amable.
—¡Ali! Tendremos que reforzarnos el calzado, pues creo que estamos condenadas a la vida del judío errante durante más de un año —dijo.
Arsen contestó que nada le gustaba tanto como aquella vida; las dos hablaban tal que si se tratara de un viaje de placer. Tan poderosas son las costumbres del mundo que, en aquel día solemne entre todos, Arsen se oyó cruzar con su compañera aquellas palabras frívolas y ni siquiera se sorprendió. ¿Qué podía hacer o decir ahora que no estuviera cien leguas por debajo de aquel otro universo del que formaba parte sin merecerlo? Se sentía extrañamente libre, una cáscara vaciada de su fruto. Lo que había en su lugar ya no era ella, no sabía qué era.
—Hermanas —dijo Raymond de Ribeyre—, si me atreviera podría repetir las palabras del Salvador: os envío como a ovejas entre los lobos. No soy yo quien os manda, pero tengo órdenes de nuestro amado señor y obispo, monseñor Bernard, que se toma muy a pecho el desamparo de los fieles en esta región. Los peligros del siglo nos han obligado a renunciar a nuestra vestidura, que era la señal visible de nuestra vocación. Estáis vestidas como mujeres sencillas, de artesanos, vosotras que en el mundo erais nobles. No veáis en ello motivo de vejación, hermanas, sino una gracia de Dios y una señal enviada a nuestra ignorancia: no es la vana pompa de un hábito la que hace que atraigamos a nuestros hermanos, sino la fuerza del Espíritu Santo que está en nosotros. Seamos semejantes en todo a aquellos hacia quien nos llama Dios. Hilaréis y tejeréis en los talleres, labraréis la tierra con los campesinos, arrullaréis a sus hijos, llevaréis sus cargas. Seréis las criadas de los más humildes, curaréis a las prostitutas y llevaréis comida a las leprosas. Lo haréis en secreto, en lo posible, para no llamar la atención. Pues no olvidéis que ahora vuestra vida es preciosa, y que adonde seáis enviadas no habrá nadie aparte de vosotras que confiera el Espíritu Santo a los moribundos.
•—¿Es ésa la tarea de las mujeres? —preguntó Arsen—, ¿puede pedirnos eso monseñor el obispo?
—Es la tarea de todo cristiano, hermana, puesto que, como dijo el apóstol, ya no hay hombres y mujeres, ni judíos y griegos, sino todos uno en Cristo. En realidad, estas palabras nos dicen que desde el día que recibís el Espíritu no sois mujeres, como tampoco yo soy un hombre. Y si la apariencia del sexo y el respeto por las antiguas costumbres conceden al hombre un privilegio en el ministerio sagrado, no hay en ello una fe impuesta por Cristo, pues la salvación de las almas pasa delante de todo lo demás. Se dice por estas tierras: «Donde no pasa la mosca, pasará la mosquita». Vos sois expertas en los cuidados que hay que dar a los enfermos, os dejarán acercaros más fácilmente a las mujeres en peligro de muerte. El don del Espíritu que se os ha ofrecido es pleno e íntegro, pues Dios no da con mesura. ¡Id, y que el Señor os preserve del sacrilegio de dudar de vuestro porvenir!
—¿Y adónde tenemos que ir, monseñor? —preguntó Fabrisse.
—Id primero a Castres; pararéis en casa de Guillaume el curtidor. Allí hallaréis amigos que os dirán adonde dirigiros.
Las dos mujeres partieron, con las alforjas sobre los hombros y el bastón en la mano, vestidas con sencillos vestidos grises que les llegaban apenas al tobillo, y tocadas con pañoletas blancas. Fabrisse entonaba cánticos con melodías de canciones populares. La primera noche tuvieron que resguardarse en una granja abandonada. Fabrisse cayó sobre el suelo cubierto de paja mohosa y se echó a llorar.
—Animaos, hermana —le dijo Arsen—, La caminata os ha cansado.
—¡Ay! No lloro de cansancio —contestó Fabrisse—, sino al pensar que no volveré a ver la casa donde he vivido, ni a mis demás hermanas. Debía marcharme, me había encariñado demasiado. Vos y yo tendremos que sufrir un duro calvario, pues la carne es débil y para nosotras todavía más débil que para quienes desconocen a Dios; ellos se consuelan con las ilusiones del corazón. Sabed que el frío, el hambre y el miedo son tentaciones peores que el orgullo y la lujuria.
Arsen creía conocer ya el cansancio y el hambre, y se sorprendió ante las palabras de su compañera. Pronto descubrió que eran ciertas: es duro sufrir hambre y miedo cuando una sabe que no volverá a casa a comer, que ya no hay paredes que la amparen. Ni un respiro, ni una parada, los amigos os reciben con alegría pero no os tienen con ellos más de dos días seguidos, hasta los pobres desconfían a veces de vosotras; dos mujeres que no se separan nunca son sospechosas, en algunos barrios había que vivir separadas y encontrarse a escondidas, de noche. De Castres enviaron a las dos mujeres a Carcasona, pues los franceses ocupaban totalmente la ciudad y ninguno de los buenos hombres del lugar podía permanecer allí más que unos días, y a escondidas. Y la miseria era grande, sobre todo en los arrabales, medio demolidos durante el asedio del último verano.
Mucha gente caía en sus antiguos errores, a falta de pastores y por temor del enemigo; muchos morían sin penitencia, y los pobres, por las desgracias de la guerra, se habían entregado al pecado. Arsen conocía bien la miseria del campo; la de la ciudad era peor, pues por un pedazo de pan las mujeres se vendían a los soldados y los hombres se convertían en ladrones o delatores.
De abril a junio pasaron por la ciudad batallones de cruzados, que se renovaban sin cesar; tantas banderas de todos los países, tantos escudos pintados y tantas bellas armaduras, tantos caballos de raza de arneses de vivos colores, tantos hermosos yelmos con penachos y lanzas con confalones, que Arsen tenía el corazón encogido ante toda aquella juventud que se arrastraba hacia el crimen incentivada por el fasto mundano. Veía pasar por las calles a aquellos mozos airosos, algunos parecidos a sus hijos; entraban en las casas a buscar mujeres, volcaban los puestos de los mercaderes o rompían las ventanas a golpes, con piedras, por placer, como niños. A uno de ellos, que un día intentó abrazarla, le dijo:
—¿Querrías que trataran así a tu madre? —y, como tenía lágrimas en los ojos y una mirada severa, él la dejó; ella añadió—: Siento gran piedad por tu alma.
Él le preguntó si tenía hijos, si tenían qué comer. ¡Ay!, miseria, ¿pueden corromper así a las almas ignorantes? Aquellas pobres gentes, en su tierra, nunca han oído hablar de salvación, son inocentes como los animales, ¿quién los llevará hasta Dios?
—Es posible —dijo Fabrisse— que quienes les matan no les hagan daño alguno en realidad. Cuando un hombre se ha rebajado tanto, la muerte le impide al menos perderse todavía más.
Arsen meneó la cabeza.
—No. Un tejido sucio no se blanquea ensuciándolo aún más. No se mata el mal con el mal.
Lo decía, pero por momentos le asaltaba la tentación de la duda. «Demasiado dolor, demasiada miseria, demasiado miedo; ¡ay!, ojalá recojan quienes nos han traído la guerra lo que han sembrado, nosotros nada les hemos hecho, vinieron para robar y quemar, para matar a las gentes y perder las almas mediante el miedo. Nosotros nada les hemos hecho, nuestros hombres no han ido a su tierra a violar a sus mujeres, burlarse de su fe, quemar a sus obispos y a sus sacerdotes como montones de basura, nosotros nada les hemos pedido, su papa ya nos hacía bastante daño sin ellos…».
—Fabrisse.
—¿Sí, hermana?
Las dos mujeres dormían aquella noche en un henil, en lo alto de una cuadra. El propietario de las cuadras, un hombre caritativo, las había ocultado allí; empezaban a conocerlas en el barrio.
—Fabrisse, no os habré despertado, al menos…
—No tengo sueño. Continuamente me parece oír ruidos de pasos, abajo.
—¡Ah, no! Son los caballos. Fabrisse, me asalta un pensamiento: el noble Raymond nos dijo que debíamos ser semejantes a aquellos hacia quienes nos llama Dios, ¿verdad? Sin embargo, no sólo nos parecemos a ellos por las ropas, empezamos a pensar como ellos. Al menos yo pienso a menudo como ellos. ¿Creéis que Dios nos pide también eso?
Fabrisse, con la cara pegada a una rendija entre dos tablas, observaba la calle desierta, donde la luna se deslizaba entre dos negros lienzos de muralla e iluminaba el letrero de un matarife. Detrás de los aguilones de los tejados de tejas plateadas y negras una luz hermosa se elevaba hacia el cielo; aquella noche había fiesta en el palacio del obispo.
—Arsen, hermana, ¿cómo podemos saberlo? ¿Cómo podemos saber lo que Dios quiere de nosotras ahora? Él está tanto en nuestros pensamientos como en nuestro cuerpo: no son éstos más puros que la sangre o el sudor. Aparte de la plegaria y las Escrituras, ninguna palabra es buena de verdad. ¿Por qué preocuparnos?
«En efecto —pensó Arsen—, ¿por qué preocuparse? Pues nada somos. —Recordaba a las mujeres que habían recibido de su mano el sacramento supremo y que habían muerto reconciliadas con Dios—, Oh, hermanas amadas, soy la más débil de todas y la menos digna; puesto que Dios ha hecho de mí la copa de la que os da a beber la vida, sabrá guardarme de mancillas demasiado graves».
—Fabrisse —dijo—, tengo miedo de que no nos deje salir de aquí mañana.
—¿Y adónde iremos? Tal vez la calle esté vigilada.
—Pasaremos por el patio trasero. Este hombre se arriesga mucho al albergarnos.
—No tanto como nosotras —dijo Fabrisse con amargura—. Tenéis razón, no tenemos derecho.
Partieron al alba. Permanecieron diez días en casa de un creyente que se había hecho muy amigo de los cruzados para engañarles, frotando el embaldosado y fregando platos, mientras aguardaban la llegada de un mensajero de Laurac. Pero no llegó. La familia y los amigos del amo de la casa acudían a verlas y se encerraban con ellas en las alcobas para venerarlas y escuchar sus consejos. Los hombres hablaban de guerra y decían que el conde de Tolosa y el rey de Aragón no tardarían en llegar con sus ejércitos para echar a los franceses.
Fue allí donde Arsen tuvo, por primera vez aquel invierno, noticias de Ricord. Le contaron que un señor de Montgeil, a la cabeza de una cuadrilla de mercenarios españoles, atacaba a grupos aislados de cruzados. «Según dicen, no se le ha escapado ni uno». Arsen hizo lo posible por ocultar su tristeza. No se atrevió a decir que se trataba de su marido, tanto más porque todo el mundo alababa en gran medida la conducta de Ricord.
—Fabrisse, el tiempo pasa, cada día se pierden muchas almas por las armas y el pecado, y nosotras permanecemos aquí, descansando. Hay que salir. Si la ciudad se vuelve demasiado peligrosa, subiremos hacia el norte y seguiremos a los ejércitos. Hay tantos vagabundos por el camino que nadie nos prestará atención.
—¿Acaso queréis que dejemos que nos violen? —respondió Fabrisse—. Ni siquiera tenemos derecho a llevar cuchillos para defendernos. ¿Queréis arriesgaros a ver el Libro Santo pisoteado por los borrachos?
Así era Fabrisse, siempre temerosa en apariencia, pero en realidad más audaz que muchas otras. Se reía al embadurnarse el rostro, demasiado blanco, con arcilla rojiza y ceniza, sin lograr dar a su maquillaje el aspecto de un bronceado.
—Al fin y al cabo —decía—, ya no es asunto nuestro. Es Dios quien ha de velar por nosotras.
A lo largo del verano recorrieron los campos devastados; exhaustas, con el corazón sangrante, a menudo más ocupadas en salvar su vida que en ayudar al prójimo. Hombres colgados en las ramas de los olivos, mujeres enloquecidas, niños abandonados, ganado destripado… Campos quemados, viñedos arrancados de cuajo, castillos y burgos desiertos y ennegrecidos por el humo, la profunda tristeza de la guerra. ¡Ah! Esto no acabará todavía este año, han traído tantos hombres, y de tantas tierras, los hay incluso que vienen de Alemania y de Flandes, y que tienen un lenguaje tan duro que no se entiende palabra de lo que dicen. Han traído salteadores de caminos, tunantes, navarros y brabanzones, como si de esa calaña no hubiera ya bastante en el país. Una nube de langostas no hubiera hecho más daños; y habría causado menos pecados.
Nunca se vieron tantos hombres sin ojos, sin manos y sin pies; ésos son difíciles de curar, gritan y blasfeman y piden que se les dé muerte. Tantos niños abandonados al borde de los caminos, no se les puede recoger a todos, a algunos se los comen vivos los buitres.
* * *
En torno a Minerve el campamento del enemigo se extendía de tal forma que cubría el campo de tiendas blancas y de colores, de caballos y máquinas, de fogatas; de lejos, se habría dicho que se trataba de la gran feria de Beaucaier. ¡Ay! Los narbonenses, traidores que se unieron a los buitres de cruces rojas; para vengarse de los minerveses vendieron sus almas al demonio. Delante de Minerve había un gran fuego encendido que se veía de lejos, en el campo, y que se olía todavía más, pues el humo era acre y amargo, ¡ay! ¡Ojalá quemase ese humo por mucho tiempo los ojos y las entrañas de los verdugos!
Nunca se oyeron tales gritos, tal clamor, tales chillidos; el fuego devoró a más de cien criaturas vivas. Aquel día, Arsen y Fabrisse estuvieron al pie de la colina, mezcladas entre la multitud de campesinos y fugitivos, que lloraban en voz alta, olvidando el temor al soldado. ¡Padres y madres nuestros, santos bienaventurados, con qué cruel martirio estos malditos os arrancan de nosotros! Fabrisse y Arsen también lloraban: «¡Padre Nuestro, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra, que tus justos no sean más víctimas del demonio!». A Raymond de Ribeyre lo quemaron aquel día, con muchos otros cristianos. Aicart, su compañero, ausente debido a una misión que cumplía en Lauraguais, no compartió su martirio.
En un claro del bosque de Ventajou, Aicart reunió a una multitud de fieles, cuatro días después de la quema. Estaba envejecido, más delgado, y sus ojos, en la cara demacrada, eran como dos agujeros abiertos en un muro de piedra.
—¡Hermanos, no hay piedad para los demonios! Dios nos ha concedido la gracia, en nuestros tiempos turbios, de revelarnos una señal visible de las almas malditas: la cruz roja que llevan en el pecho es la marca roja que el demonio imprime en los suyos. Hermanos, un alma perdida, degradada por sus pecados, puede sufrir a veces la terrible desgracia de renacer en el cuerpo de un animal; por tanto, y en la medida de lo posible, hay que respetar toda vida. Pero habéis de saber que jamás alma creada por Dios puede encontrarse en un cruzado, pues han llegado los tiempos en que la bestia revela por fin su marca infalible, ¡y esos hombres son realmente criaturas del diablo con apariencia humana!
»Si la mirada de sus ojos o la hermosura de sus rostros os turban, sabed que sólo se trata de una trampa, pues el demonio es hábil engañando a los justos. Dios no nos prohibió aplastar a las serpientes, ¡y cuántos de esos seres no son peores que las serpientes! No sólo son vil materia, sino la encarnación misma del espíritu del Mal.
Arsen se levantó y pidió la palabra.
—Monseñor Aicart —dijo—, no hablo por mí misma, sino por el espíritu que habla en mí como en vos. Si interpreto mal su voz, sed indulgentes con la imperfección de la carne, hermanos. El demonio, que es hábil en engañarnos, puede engañar también a las almas ignorantes haciéndolas llevar esta marca visible que, al fin y al cabo, no es más que un trozo de trapo rojo, y no un signo sobrenatural. Y aunque lo que decís fuese cierto, hermano Aicart, la sangre que derraman esos cuerpos malditos es del mismo color que la sangre de los justos, y los gritos de dolor de esos hombres son los mismos que los gritos de los justos; y decirles que matar es una buena obra es poner a las almas en gran peligro. Los hombres ya matan bastante sin que se lo digamos nosotros.
—Mi hermana venerada habla como una mujer —repuso Aicart—. Yo no mataría a nadie con mis manos, porque la regla me lo prohíbe. ¡Pero quien pueda manejar las armas y perdone a un solo cruzado ha de saber que se hace culpable de la mala muerte de diez de sus hermanos!
—Tened cuidado —manifestó Arsen—, es el dolor carnal causado por la muerte de vuestro compañero y nuestro amado señor Raymond el que inspira esas duras palabras. Jesús dijo: «Mi reino no es de este mundo», y vos intentáis actuar como si fuera de este mundo y nosotros pudiésemos establecerlo por la fuerza en este mundo.
—Hermana, Jesús quiso hacernos entender, llorando por Jerusalén, que es legítimo llorar por una ciudad terrenal si hay justos que moran en ella. ¡Dios es testigo de que no son lágrimas de la carne las que lloro por nuestras ciudades profanadas y martirizadas! ¡Dios es testigo de que el dolor por la pérdida de mi amigo no es la única causa de mi tristeza, ni de esta dureza que os escandaliza! Pues nosotros hemos hecho la promesa de no temer la muerte en el fuego, y no debemos temerla por nuestros amigos más que por nosotros mismos. Pero a los fieles que nos piden consejo hemos de decirles que combatir el mal con la violencia es un pecado menor que consentir el mal por cobardía. ¡Pues para las almas que todavía no han recibido la luz no hay término medio entre las dos!
—Que Dios os proteja, hermano Aicart —repuso Arsen, inclinándose—. Hay diversas moradas en la casa del Padre, y ninguno ve la verdad completa excepto el hijo de Dios que está en los cielos.
Aicart partió el pan aquella noche y lo bendijo, y muchos fieles comieron su parte regándola con lágrimas.
—Ánimo —decía Aicart—, monseñor Bernard, nuestro obispo, que Dios ha salvado de manos de los bandidos, pronto os enviará nuevos pastores. Recordad lo que se dijo de la Iglesia: las fuerzas del infierno no prevalecerán contra ella. Por ciento cincuenta cristianos quemados llegarán mil más. ¡Y la madre de las fornicaciones que se embriaga con la sangre de los mártires prepara en este momento un sortilegio tan terrible que vuestros corazones se estremecerían si osarais imaginarlo! Jesús dijo: «Que vuestros corazones no se turben», y también: «He vencido al mundo». Si él ha vencido al mundo, es porque está escrito por toda la eternidad que la Iglesia debe triunfar. Y los tiempos se acercan.
Antes de dejar el lugar para tomar el camino a Tolosa, Aicart se despidió de Arsen y de su compañera.
—Hermanas, no sabría deciros cómo sangra mi corazón y lo trastornada que está mi carne. El martirio de nuestros hermanos ha quitado a este mundo tanta luz resplandeciente que quedamos como sumergidos en tinieblas. Pero si el dolor ha podido arrancarme gritos que os han escandalizado, no creo haber pecado gravemente contra el espíritu. Pues incluso en este mundo hay unas causas más justas que otras, y para las almas no purificadas hay grados de pecado. Hermana Arsen, pasé por Foix esta primavera y vi a vuestra hija, a quien he encontrado progresando en discernimiento y en dones del espíritu, y dispuesta a recibir pronto el santo bautismo. Me suplicó que os pidiese vuestra bendición para ese día.
Arsen se llevó las manos al corazón, pues le faltó el aliento.
—¿La veréis, pues? ¡Ay, ojalá pudiera acompañaros! ¡Ay! Decidle que le doy mi bendición para el hambre y el frío, para el miedo y las lágrimas, para todas las tristezas de una vida sin esperanza; pues según las leyes de la carne no hay esperanza para nosotras. Ella nació de mi carne y es su carne lo que amo en ella, contra la piedad de mis entrañas no puedo hacer nada, ¡no le deseo la vida que llevo yo! Pero que Dios nos conceda que nos encontremos algún día donde ya no haya madres e hijos, ni maridos y esposas, ni amigos y enemigos, sino Cristo solo en todos.
Aquella noche, en una choza de leñadores abandonada, Arsen lloró en los brazos de Fabrisse, pues las palabras de Aicart habían abierto las heridas que creía curadas.
—Estamos locas —dijo Fabrisse—, ¡realmente de encierro! Tememos esta vida para nuestros hijos como la más grande de las desgracias, y para nosotras no querríamos ninguna otra. ¿Habéis olvidado que la sabiduría de Dios es locura para los hombres, y no solamente en palabra y en imagen?
—¡Ay! Si es locura —manifestó Arsen—, seamos locas hasta el extremo. En esta tormenta de sangre, de fuego y de angustia mortales cantemos de júbilo, pues si es verdad que Dios ha vencido al mundo, ¿quién lo dirá, si no nosotras?
Y que las mujeres que se lamentan sobre las tumbas frescas olviden sus lágrimas y nos sigan; el amor no tiene límites cuando se sabe locura, ¡hay bastantes niños por los caminos para todas las madres que han perdido los suyos! Yo estoy muerta para quienes fueron mi marido y mis hijos, querría no haberlos conocido nunca.
Las dos mujeres pasaron todo el invierno en la ciudad de Limoux, donde un burgués les dio una casa para alojar a los huérfanos y los mutilados. Se escondían, hacían la tarea de la última de las criadas para que no las descubrieran. Más tarde las denunciaron, y tuvieron el tiempo justo para huir de la ciudad, envueltas en capas de hombre. «Dios, si no se nos permite siquiera la caridad, ¿adónde iremos?».
—En los tiempos en que no habíamos recibido el espíritu —dijo Fabrisse—, podíamos engañar al mundo, ir a misa, comer carne, y entonces nadie podía impedirnos que ayudáramos a los pobres. Hay que creer, pues, que a los ojos de Dios la verdad y la fidelidad pasan por delante de todo lo demás. Nosotras no hemos abandonado a los que sufren; su confianza en nosotras nos importa más que un pedazo de pan. Ellos saben que nos han echado por nuestra fe.
—¿Iremos a vivir a salvo, al abrigo de las murallas de un castillo o retiradas en las montañas, mientras que los pobres de Dios están expuestos todos los días al capricho de los soldados? Nunca dejaré esta tierra. Incluso si vivimos en los bosques encontraremos gentes a quienes socorrer, fieles a quienes reunir para leer las Santas Escrituras.
—Sí —aceptó Fabrisse—, pero tendremos que cambiar de sitio con frecuencia. Aún tenemos suerte de que el invierno haya terminado.