SEGUNDA PARTE

Aquella guerra no fue larga, en efecto; sin embargo, fue tal que otras cien guerras, en diez años, no habrían causado tanto duelo, daño ni miedo. En su obra se ve lo que puede la fuerza del demonio cuando se le concede libre curso, pues en realidad aquello no fue una guerra: no se hace la guerra contra la tempestad, contra las langostas, contra las jaurías de perros rabiosos, sino que uno huye si puede, golpea cuando le es posible, todas las puertas están abiertas a los asesinos de mujeres y niños, todos los privilegios adquiridos por adelantado; al menos tanto tiempo como el horror de la sangre inocente siga fresca, pues puede llegar el tiempo en que nada asombre ya a nadie.

Para gran terror de Béziers, el cielo se volvió negro y el sol color sangre. De Montpellier a Tolosa, de Perpiñán a Foix, la gran ola de estupor aterrador pasó y se retiró lentamente, dejando muchos corazones desolados para siempre. La guerra no había finalizado, empezaba. El ejército enemigo ya no estaba allí. Dejaba en su lugar un miedo mayor todavía que el odio, y a un nuevo vizconde encargado de llevar aquellas tierras en nombre del papa de Roma.

¿Quién osará ir contra esa bestia? Se alimenta de carne humana, sacia su sed con sangre, donde pone el pie la tierra se pudre, su aliento apesta el aire a cien leguas a la redonda. Pero llega el día en que se darán cuenta de que el enemigo también es un hombre, y de que se le puede matar.