III. LOS QUEMADOS

En el convento de las buenas damas de Foix, Gentiane aprendía a leer las Escrituras según la regla y a interpretarlas según la tradición de la Iglesia. Sobre todo aprendía a endurecerse de alma y cuerpo para ser un día digna de soportar las pruebas de la vida cristiana. Durante el día, tenía que barrer las habitaciones, frotar el embaldosado, lavar las escudillas; por la noche, meditar y rezar. Si se dormía, la mandaban de nuevo al dormitorio común, lo cual era una humillación tan cruel que la joven no volvía a encontrar placer en el sueño. Si mostraba indicios de tener hambre le daban pan; condenada así a reconocer públicamente su debilidad, ella cogía el pan con horror.

Después de dos meses de aquella vida, doña Adalays la hizo acudir ante ella y le dijo:

—Os hemos observado mucho: sois orgullosa, indócil y obstinada. Más os valdría regresar a casa de vuestros padres.

Sus compañeras habían advertido a Gentiane que decían lo mismo a todas las muchachas durante los primeros tiempos de probación. Ella contestó:

—Señora, preferiría quedarme toda la vida empleada en limpiar las letrinas y barrer el patio.

—¿Tanto odio tenéis a vuestros padres? —preguntó la mujer—. ¿Queréis que crea que son personas impías y perversas?

—¡Ay, no os burléis, señora, tened piedad de mí! Tengo un deseo tan grande de la vida verdadera que hasta mis padres, con todo lo buenos y justos que son, no representan para mí nada más que sombras. ¡Pedidle a Dios que me ayude a superar los vicios de mi naturaleza!

La anciana consintió en cuidarla, sin prometerle nada para el porvenir, únicamente, decía, porque Gentiane había entrado en la casa con la aprobación de monseñor Raymond de Ribeyre. En realidad, consideraba a la joven capaz de convertirse en una excelente cristiana.

Hacia el final de mayo, Raymond de Ribeyre pasó de nuevo por Foix y fue a predicar al convento de mujeres. Gentiane se sorprendió al ver cuánto había cambiado en unos meses: no había envejecido, pero sus rasgos se habían afilado, los ojos agrandado y tenía el rostro más transparente que nunca. Habló mucho rato a las muchachas del inmenso e irreemplazable tesoro de la virginidad del alma y del cuerpo, fuente de toda fuerza y de toda virtud. Con sólo mirarle, se le podía creer. Su propia fuerza no se parecía a la de los demás hombres, aunque fueran grandes predicadores o cristianos probados en espíritu. De su cuerpo intacto emanaba esa paz que se percibe en los ojos de los niños pequeños.

—El hombre o la mujer —decía— que ni en acto ni en pensamiento ha faltado nunca a la castidad, ya tiene medio triunfo sobre Satanás y ha vuelto inoperante la obra de muerte para la cual se creó nuestro cuerpo. Queridas hijas, glorias distintas han sido prometidas a diversos elegidos, a cada uno según los dones que ha recibido y ha hecho fructificar. No obstante, ninguna es más bella ni más envidiable que la prometida a los ciento cuarenta y cuatro mil: sólo ellos sabrán cantar el Nuevo Cántico ante el cordero; y nadie aparte de ellos aprenderá jamás ese cántico celeste, tal como dice el Evangelio de San Juan.

»¡Cuánto hemos de meditar, queridas mías, sobre la grandeza de este don que, una vez perdido, nos priva para toda la eternidad de una ciencia única, del conocimiento del Nuevo Cántico! Pues aun cuando seamos investidos por el don de profecía y el don de lenguas, por el don de la predicación y el de la fe que mueve montañas, nada de ello nos hará capaces de aprender el Cántico, ni de seguir al cordero por dondequiera que vaya.

»Al crear nuestro cuerpo del limo de la tierra, Satanás no concluyó su obra; el alma sufre la ley del espíritu malvado a la manera de un prisionero, no de un cómplice. Si bien la voluntad de la carne la empuja constantemente hacia el mal, es libre mientras el cuerpo no selle el pacto con su creador al cumplir la obra de muerte que lo rebaja al rango de los animales. Sin embargo, no creáis, queridas mías, que la pureza del cuerpo es en sí misma una buena obra: no es más que la señal visible de la verdadera pureza. Es necesaria, pero no suficiente, pues nuestros pensamientos también son carne, y su poder es tal que basta una mirada para cometer adulterio, y los pensamientos nos mancillan más que el contacto carnal, tal como dicen las Escrituras. Sed semejantes a los aprendices de un oficio. No saben si llegarán a maestros, sólo saben que están seguros de no llegar jamás si no hacen el trabajo como se debe.

Gentiane escuchaba y se interrogaba de buena fe, pero no logró descubrir en su corazón ningún pensamiento impuro. «Dios —pensaba—, ¡ojalá pueda conservar así mi libertad toda la vida! Aunque para ello tenga que desfigurarme, afeitarme la cabeza… No dejaré esta casa mientras no reciba el bautismo del espíritu». Raymond de Ribeyre la reconoció y le sonrió. Le preguntó si no añoraba demasiado a sus padres.

—Monseñor, no doy ningún valor a los afectos carnales.

Él contestó con benignidad:

—Es propio de vuestra edad.

Y ella creyó percibir una sombra de reproche en su voz.

—Hermano —dijo Aicart a su compañero—, ¿creéis que esta joven se convertirá algún día en una buena cristiana?

—Una niña —declaró Raymond—, Al fin y al cabo, ¿no recibimos la llamada nosotros también durante la niñez?

Durante la niñez… Aicart hizo sus estudios en el seminario herético de Carcasona, como sus hermanos, como la mayoría de sus compañeros de juegos. A los quince años anunció a sus padres que quería entregarse a Dios; su madre, con la ligereza propia de las mujeres, ya esperaba verle obispo, o cuando menos diácono. Él no supo renunciar, y dejó de formar parte de los ciento cuarenta y cuatro mil de los que acababa de hablar el maestro en su sermón; pero la gracia de Dios había sido más fuerte.

En el grupo, tan agradable a la vista, de las jóvenes postulantes en hábito gris y toquilla clara, Gentiane destacaba por su altura y por su esbeltez de muchacho. Aicart la seguía con mirada pensativa, diciéndose que la naturaleza modela a veces criaturas que dan una idea de lo que deberían de ser los ángeles si tuvieran un cuerpo visible: despojados de las apariencias del sexo, débiles, duros y orgullosos. Tal vez aquella virgen estuviera destinada a brillar entre sus hermanas como el diamante entre las perlas de la corona.

—En realidad —manifestó Raymond al salir del convento—, las mujeres tienen una ventaja sobre nosotros, amigo mío: Dios les ahorra la tentación de dedicarse al oficio de matador. ¡Cuántos jóvenes he visto en el seminario de esta ciudad dispuestos a abandonar el servicio a Dios, impulsados por una falsa idea del honor!

—La guerra no llegará nunca a su país —repuso Aicart—. ¿Qué harían los franceses en esta tierra pobre y difícil de tomar? ¿Acaso no sabemos que esas gentes están más hambrientas de botín que de indulgencias?

—¡Quiera Dios que les puedan desarmar a precio de oro! —dijo Raymond—. Pues su ejército ya se prepara para ponerse en camino, y si el conde de Tolosa cree poder detenerlos con promesas, se equivoca completamente; ya podéis ofrecerle todos vuestros bienes al soldado, que siempre creerá que por la fuerza puede obtener más.

En la ciudad se hablaba del ejército cruzado. Se sabía que era numeroso y lleno de peregrinos civiles; resultaba poco verosímil que pudiera llevar a cabo un largo asedio, en pleno verano. Si el vizconde no conseguía detenerlo antes, se instalaría delante de Béziers y los alrededores de aquella ciudad tendrían que padecer. En el Carcassés, las ciudades y las plazas fuertes estaban tan atestadas de ganado y de refugiados que apenas se podía circular a caballo, por lo cual había que pensar que la gente se tomaba al pie de la letra todas las amenazas de los clérigos.

En la propia Foix, en la plaza de la iglesia, un monje blanco todavía joven y animado por la santa cólera arengaba a la multitud prediciendo innumerables desgracias para los impíos. Raymond y Aicart, con varios hermanos de Foix, se adelantaron por el atrio para escuchar el sermón, pues el hombre era un predicador célebre que ya había causado en Carcasona dos o tres conversiones bastante lamentables.

—Estoy entre vosotros —decía—, como el profeta Elías en medio de los idólatras y de los sacerdotes de Baal: ¡solo, es verdad, pero fortalecido por el apoyo del Señor todopoderoso! —(No estaba solo: el convento de los hermanos blancos de la ciudad era rico y gozaba de respeto. Con todo, necesitaba valor para hablar como lo hacía)—. Para castigar la incredulidad del faraón, el Señor envió antaño las diez plagas de Egipto, y el país de los enemigos del Dios verdadero quedó inmerso en la desolación. Para castigar las abominaciones de Jezabel, el Señor envió la sequía a Israel, ¡y los sacerdotes de Baal ofrecieron sacrificios en vano! Ved aquí, hermanos, a estos sacerdotes de Baal con el alma más negra que sus hábitos, que me escuchan con arrogancia, pero con el corazón tembloroso. ¿Tendrán sus falsas oraciones el poder de desviar de nuestra tierra la tempestad a punto de desatarse, el ímpetu de las aguas, las trompetas del juicio de Dios? ¡La milicia santa de los guerreros de Cristo, protegidos por la cruz del Salvador, portadores de espadas resplandecientes, ebrios de cólera divina, avanzan en este momento a lo largo del Ródano, y sus banderas se extienden sobre diez leguas y sus barcas cubren el río!

»Vosotros, ciegos desventurados que habéis puesto la confianza en estos falsos apóstoles, en esos abastecedores del infierno, vedlos, miradlos: ¿acaso esperáis socorro de sus débiles manos, llenas de bendiciones ilusorias? Ya puede la impía Jezabel —(Hablaba, sin atreverse a nombrarla, de la hermana del conde de Foix)— prometerles su apoyo y repartir su fortuna; son hábiles en apoderarse de oro y plata, pero hace seis meses, hace un año que suplican a su maestro, me refiero a Satanás, que enturbie los espíritus de los cristianos y siembre la discordia en el campo de los cruzados, y ¿qué han obtenido? El ejército de Cristo se ha reunido, se ha preparado para el combate en la oración, y ahora avanza, como una inmensa columna de fuego, como las olas del diluvio, ¡dispuesto a abrevar la tierra que reniega de Dios con el vino de la cólera divina!

»¡Oh, santa embriaguez, embriaguez terrible, oh vino de la cólera, oh ríos de sangre que vais a inundar las calles y las plazas, a teñir de rojo el agua de los torrentes! Vosotros decís: el azote no nos tocará, nosotros estamos al abrigo… ¡Insensatos! ¿Cuántos de vosotros tenéis parientes y amigos en las provincias amenazadas? ¡Insensatos! El fuego celestial, una vez encendido, se propagará; ¡las mentiras y los falsos juramentos de vuestros condes y barones no os protegerán!

»¡Que los sacerdotes de Baal os digan si tienen el poder de desviar de vosotros esta plaga! Veis, yo levanto las manos al cielo… sin temor, Señor, con humildad, con confianza, con certidumbre… El fuego celestial ya está encendido, se acerca, listo para abrazar a los falsos profetas. Miradlos —el predicador señalaba con la mano al grupo de hombres de negro, que escuchaban impasibles y desdeñosos—, ¡miradlos, incrédulos! ¡Ya veo la llama que devorará su carne consagrada a Satanás, sobre sus cabezas, rodeando sus cuerpos, penetrando en sus entrañas! No escapará ni uno, lo reclamo sobre ellos, lo invoco, los condeno al abrazo eterno, por el poder del Espíritu Santo, con el cual me invistieron, indigno de mí, el día de mi ordenación. Sí, me invistieron realmente, de verdad, ungido y consagrado, por voluntad de la Santa Iglesia, la única iglesia verdadera, la iglesia de los apóstoles, de los confesores y los mártires, Esposa de Cristo y cuerpo místico de Jesús.

»Impostores y seductores, raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira celestial? Ahí estáis, ante mí, mudos y temblorosos, sin levantar la voz. Ahí estáis, mansos y temerosos de pronto, más humildes que palomas, diciendo: "¿Acaso hacen la guerra a hombres como nosotros?", ¡mientras que no hace mucho tiempo vuestras blasfemias, vuestros sacrilegios y vuestras palabras violentas ponían el país en fuego y sangre y provocaban el escándalo entre vuestros propios fieles! ¡Cómo podéis incitar a la gente a hacer pedazos las santas cruces de Dios y a mancillar los altares de las iglesias con sus excrementos!

Guillaume de Ventenac, uno de los diáconos de la tierra de Ariége, avanzó hacia el monje y se quejó de que no resulta fácil hablar cuando a uno no le dejan meter baza.

—Pero por lo demás —añadió—, no nos costaría refutar las numerosas herejías y falsedades que llenan vuestro discurso del principio al fin. El dios que invocáis no es el verdadero Dios, el padre de los buenos espíritus, sino un dios perverso, sediento de sangre y de asesinatos; ¡y es una horrible blasfemia decir que Nuestro Señor Jesucristo ha adorado jamás a ese dios!

—¡Para seducir al pueblo —gritó el monje— os servís del santísimo nombre de Nuestro Señor Jesucristo como de un hábito robado! En realidad, lo adoráis con las palabras, pero vuestro verdadero maestro es Manés. ¡Pues no encontraréis ni un solo pasaje en las Escrituras que diga que Nuestro Señor haya tenido al dios de la antigua ley por un demonio!

—Vuestras palabras os juzgan —dijo Guillaume—; muestran claramente que no servís al dios de caridad. El pueblo que nos escucha es testigo de ello. ¿Acaso es decente atribuir al Padre celestial sentimientos tan viles como la cólera, y hablar de su embriaguez? ¿Acaso era el profeta Elías, a quien os comparáis, mejor que un verdugo, tras matar con su propia mano a cuatrocientos cincuenta sacerdotes del Baal? Dios, que no desea la muerte de nadie, ¿puede complacerse ante los ríos de sangre de que nos habláis? ¿Qué es el fuego celestial que nos prometéis a nosotros, si no un simple fuego de leña y maderos, encendido por pecadores que se regocijan ante los sufrimientos de sus semejantes?

—Con esos razonamientos —arguyó el monje con desdén— es fácil engañar al pueblo; os habéis hecho los maestros de la Providencia y de las voluntades de Dios. Os burláis y blasfemáis sobre los divinos misterios, simplificáis tanto los secretos del amor divino que los pregonáis a la menor ocasión. Sin embargo, no decís palabra a vuestros fieles de vuestros propios misterios, os los guardáis para vosotros solos; ¡y os hallaríais en un aprieto si tuvierais que explicarnos cómo una sola alma puede emplear diversos cuerpos, y dónde se encuentran los espíritus celestes que hacéis descender sobre los elegidos de vuestra Iglesia por imposición de las manos, y cuál era la naturaleza del cuerpo aparente de Nuestro Señor, y cómo tuvo Dios dos hijos y Satán dos hijas!

—Escuchadme, Pierre Bernard —solicitó Aicart aproximándose al hombre blanco—, ahora no es momento de abordar tan altas materias. Me parece que vos nos habláis del ejército que llamáis de Cristo y que se acerca para reducir a sangre y fuego esta tierra que es la vuestra. A nosotros, a quienes llamáis los sacerdotes del Baal, nos reprocháis el no haber sabido detener esta plaga con nuestros rezos. No obstante, ¿por qué no decís a estas gentes que nos escuchan que, con vuestros rezos, en cambio, habéis invocado a ese ejército, con las intrigas de vuestros obispos, con las cartas de vuestro papa, con las prédicas de vuestros monjes y las falsas promesas de perdón? Me parece, por tanto, que no es a nosotros, sino a vosotros a quien debería acusar el pueblo.

—Cuando un médico amputa un brazo gangrenado, no hay que acusarlo a él, sino a la gangrena.

—Si habláis de gangrena, ¿qué buscáis, tan lejos? —dijo Aicart. A pesar de toda su buena voluntad, ya no lograba dominar su disgusto—. Mientras vuestros obispos pasan el tiempo cazando y vendiendo las cargas al mejor postor; mientras los abades hacen trabajar al pobre sin pagarle y le quitan su tierra; mientras vuestros sacerdotes viven con mujeres, se embriagan de vino y no pronuncian un sermón al año, ¿osáis tratarnos a nosotros de miembros gangrenados?

—¿Hasta cuándo, señor —exclamó el monje, llevándose las manos a la frente—, tendremos que soportar los ultrajes de los impíos? ¡Tomad, arrancadme el hábito, lapidadme como vuestros semejantes hicieron con el bienaventurado san Esteban! Estoy dispuesto al sacrificio. Señor, aquí tienes a tu amada Esposa que yace en el suelo abucheada, burlada, herida, con las vestiduras a jirones y sangrando por mil llagas, ¡como el viajero atacado por los malhechores en el camino entre Jerusalén y Jericó! ¡Señor, ved aquí a sus agresores, que la insultan con la cabeza alta, se ríen de sus sufrimientos, la abruman con los nombres más viles y osan reprocharle miserias de las cuales ellos son la única causa! ¡Tened piedad, Señor, de vuestra Iglesia en esta tierra, burlada y humillada por los fariseos como Cristo en la cruz!

»Falsos profetas, ¿quién, si no vosotros, ha debilitado la fe en Dios en nuestra tierra, ha quitado a los pobres el consuelo de los sacramentos, quién ha desacreditado a nuestros sacerdotes y nuestros obispos con calumnias infames, ha abusado de las almas simples con una falsa sabiduría inspirada por el demonio? Vosotros que les habéis dicho: "Seréis como dioses, conoceréis el Bien y el Mal…", y habéis puesto a su alcance, para desasosegarlos, secretos que no pueden entender; ¡vosotros que nos habéis tratado de idólatras porque veneramos con humildad las reliquias y las santas imágenes que nos hablan de Dios, mientras hacéis caer a los fieles en una idolatría peor al hacer que os adoren a vosotros mismos! ¡Sabed que no os tememos, pues el purísimo cuerpo de Nuestro Señor, ofrecido e inmolado cada día por los pecados del mundo, es el buen samaritano que salva a nuestra Iglesia de vuestros ataques y la hará triunfar por los siglos de los siglos!

—¿Y por qué necesitáis, entonces —intervino Aicart—, llamar en vuestra ayuda a los ejércitos del norte? ¿Son también los cruzados de los que habláis buenos samaritanos? ¿Acaso es nuestra sangre, de la que parecen tan sedientos, ese aceite y ese vino que precisáis para curar vuestras llagas? ¿Nos acusáis a nosotros de los desórdenes de vuestra Iglesia? Dios sabe que nunca hemos impuesto nuestra fe por la fuerza de las armas, ni corrompido las almas con dinero y honores; ¡si muchos fieles nos han creído, es porque vuestra Iglesia hablaba en contra de ella misma y nos daba la razón! Y vos, Pierre Bernard, lo sabéis tan bien que hace poco no osabais dejaros ver por las calles de Carcasona en hábito de clérigo y sin sombrero. ¿Es que cuando vos hicisteis profesión en el convento de los hermanos cistercienses vuestra Iglesia se volvió de pronto santa y pura?

—Ciertamente —exclamó el monje, cruzando los brazos—, ¡cómo se puede juzgar entre nosotros a quien no juzgó a la adúltera! Quien esté sin pecado que tire la primera piedra. No pretendemos estar sin pecado, y vosotros tenéis el orgullo de consideraros sin pecado; con ello engañáis a las almas crédulas, ¡y ya sabemos a qué atenernos en cuanto a vuestra pretendida pureza! No podéis precisamente vos, Aicart, reprochar a nuestros sacerdotes su lujuria, pues es bien sabido que vos y vuestros iguales os entregáis en secreto entre vosotros al pecado de Sodoma, ¡y ahí reside el misterio de vuestra castidad! Sabemos que vosotros, que llamáis a nuestra Iglesia la madre de las fornicaciones, atraéis a los fieles permitiéndoles vivir en el libertinaje y en los vicios más vergonzosos, ¡pues con ese propósito profesáis el desprecio por el sacramento del matrimonio!

—¡Sólo el espíritu de prostitución que anima a todos los hijos de la gran Ramera puede inspirar semejantes palabras! —dijo Aicart, retrocediendo un paso—. Alegraos, Pierre Bernard, de que, por respeto a nosotros, las gentes que nos escuchan no os arrojen piedras a la cara.

—Venid —le dijo Raymond, tomándole por la mano—. Dejemos a este desgraciado. ¿Por qué encolerizarse por injurias tan banales?

—¡Ay, hermano! —exclamó Aicart, con los labios aún trémulos y los ojos brillantes—, no es por la injuria en sí; es que a ese hombre lo conocí en mi juventud, nuestros padres son vecinos. ¿Tenía que creer precisamente él esas infamias que se cuentan sobre nosotros? Hay que pensar que la ribalda pudre profundamente todo lo que toca; el hombre que la sirve sólo puede vivir ya de la mentira. Odian el nombre y la vida de Jesucristo y apenas lo emplean todavía como pantalla para esconder su juego.

—Otro tanto dicen ellos de nosotros —repuso Raymond—, No penséis más en ellos, pues os induce a tentación. Dios me ha concedido la gracia de ver que sus almas, aunque ignorantes y mancilladas por la marca de la bestia, a veces son bellas y capaces de hallar en otra vida el camino de la salvación. Si uno de vuestros fieles fuera hijo de una prostituta, ¿le aconsejaríais que escupiera al rostro de su madre, que la echara de su casa a patadas? Oremos por que el espíritu de Jehová no se apodere a su vez de nosotros y no nos haga semejantes a la sal que ha perdido su sabor.

Aicart pensaba en el «vino de la cólera de Dios» y en las siete copas derramadas por los ángeles. «¡Señor! Los tiempos todavía no se han cumplido, la siega acaba de empezar. ¡Que la Iglesia de Cristo salga más fuerte que antes de este trance!».

* * *

A principios de junio, Sicart fue a ver a sus padres, y aquella visita no se pareció a las anteriores: el joven vestía ropa nueva, tenía los cabellos bien cortados y parecía nervioso. Apenas pudo comer, se reía muy alto y respondía indirectamente a las preguntas. Por la noche, dijo que quería quedarse a solas con su madre.

—He hecho una cosa —explicó— por la que padre podría enfadarse. Habladle por mí. Y cuando digo por mí, hablo también en nombre de mis hermanos, pues ya sabéis que juramos que jamás nos separaríamos.

—Sabes bien —dijo la madre— que está prohibido jurar.

El joven hizo un gesto de impaciencia.

—No se trata de eso, madre. Mirad, la semana que viene partimos para Carcasona. El barón de Saissac nos ha tomado en su mesnada. Somos mayores.

Parecía encolerizado. Sin embargo, Arsen lo percibió avergonzado y casi temeroso; aquellos muchachos hubieran saltado de un precipicio antes que disgustar a su padre.

—Sicart —le dijo—, ¿has reflexionado? Con esta guerra que se avecina, la mesnada del barón de Saissac corre el riesgo de ser una de las primeras en la brecha, ya que ese caballero pertenece a la guarnición de Carcasona.

El joven dirigió hacia su madre unos ojos asombrados.

—¡Precisamente, madre! Por eso. No es para ganar dinero.

Arsen se puso muy pálida.

—Sabes muy bien que quien toma la espada fenecerá por la espada. No te han atacado, ¿por qué has de acudir frente al pecado?

—El vizconde necesita hombres —dijo Sicart—. Nuestra tierra depende de él.

—Pero sabes —replicó Arsen— que ya tu abuelo se desvinculó del servicio de armas cuando repartieron la tierra. El vizconde tiene derechos sobre la tierra, pero nuestros cuerpos no dependen de nadie.

—Es mucho más honroso luchar. Madre, no querréis que los franceses vengan a imponer la ley en nuestra tierra y a decirnos lo que debemos creer o no. Mirad, ya están en camino, y entre ellos los hay que vienen de tierras que están a más de cien leguas de aquí; ¿no hemos de esperarles nosotros, lanza en mano, en nuestro propio país? ¿Tenemos que dejar que crean que somos más débiles que ellos?

—¿Tanto te preocupa lo que piensen de ti los franceses? —inquirió la madre, con desdén—. ¿Y porque ellos hagan el mal quieres tú imitarles para no ser menos?

—¡Pero si son ellos quienes nos atacan! —replicó el joven, un poco molesto.

Arsen le miró con ternura.

—Eres joven, Sicart. Si tu corazón te dice que tu deber está ahí, sigue la voz de tu corazón. Pero has de saber que si actúas por vanagloria, te sitúas por debajo de los cruzados, que acuden a luchar por ignorancia.

Sicart bajó los ojos y reflexionó.

—No, nunca estaré por debajo de ellos. Tengo amigos que piensan como yo. Los hombres que se defienden siempre tienen la razón; nosotros no hemos atacado a nadie. Ellos están atacando a hombres de nuestra tierra y de nuestra fe.

Arsen suspiró.

—Hablaré con tu padre. Él es un hombre, os dará la razón.

Sicart no reconocía todos sus motivos; estaba enamorado de una dama cuyo marido era un caballero de Carcassés muy valiente, y Sicart quería granjearse la estima de ese señor. Además, la dama todavía seguía la antigua religión, iba a misa, y Sicart quería demostrarle que las gentes de la fe herética no eran menos arrojadas que las demás.

Ricord le dejó marchar sin reprocharle nada, pero pesaroso.

—Lástima que tus hermanos no hayan venido contigo —se lamentó—. Aunque, gracias a Dios, esta guerra no será larga; no tendréis que romper muchas lanzas.