Gentiane no se mostraba ardiente en la plegaria ni en la lectura. Le gustaba cantar; siempre era la primera en subir al granero, en bajar a la bodega, en atizar el fuego. Cuando su madre salía con ella a recoger hierbas, la joven reunía cestos enteros de bayas y de champiñones, siempre le parecía que no encontraba suficientes. Ahora quería abrazar el gozo de la vida eterna porque nada más bello se había ofrecido todavía a su deseo.
En espera del día de su partida, a veces se quedaba pensativa y dejaba caer la aguja o el libro; en esos momentos sus mejillas ardían y sus ojos se volvían claros como el agua de roca, y estaba tan guapa que las dos ancianas criadas se quedaban sin aliento y se decían: «Ahora no hay duda de que el Señor la ha designado para que sea el honor de su casa». Guillaume de Frémiac, que la amaba, no osó volver a hablarle de matrimonio. «Qué más hubiera podido pedir —le decía Ricord—. Aunque, ¿qué van a hacer un padre y una madre si un alma ha oído la llamada de Dios? Un día, también tú oirás su llamada».
En cuanto a Ricord, había oído la llamada quince años antes, y no lo olvidaría en absoluto.
Los cuatro hermanos regresaron a casa al principio de Cuaresma y acompañaron a sus padres y a su hermana a Foix. La despedida fue alegre, como conviene, pues la joven tendría ocasión de vivir una vida buena. Doña Adalays, superiora de la comunidad, la recibió con júbilo.
—Dichosa tú, que has recibido el deseo de sabiduría, hija bienamada. No pienses más en tus defectos, que no son nada, sino en el amor de Dios, que lo es todo. Tal vez algún día la Iglesia te juzgue digna de una vida cristiana.
Gentiane besó a su padre y a sus hermanos, pero ante su madre se echó a llorar.
—Pronto dejaré el mundo —le dijo Arsen—, Sólo volverás a verme vestida con el hábito negro.
—Que me ocurra lo mismo a mí, madre. Pedidle a Dios que yo acceda a ese honor.
—Debo decirle «que se haga tu voluntad», y no «que se haga la voluntad de mi hija». Al amor de Dios por tu alma nada puedo añadir ni quitar. Sólo tengo mi amor, que es poca cosa.
—Era mucho para mí, ¡cuánto pierdo al no volver a ver vuestro bello rostro! Si Dios nos promete centuplicarlo, ¡cuán grande debe de ser el gozo que nos da!
—Es ciertamente grande —dijo Arsen—, pero no como lo imaginamos. ¿Sabrás reconocerlo cuando llegue como un ladrón?
Los cuatro hijos de Ricord debían quedarse unas semanas más en Foix; acompañaron a sus padres en el camino de regreso dos leguas largas. Los cuatro se disputaban el honor de llevar a la madre en su caballo. A pesar de sus continuas ausencias, los muchachos —Sicart, Olivier, Renaud e Imbert— eran buenos hijos; estaban orgullosos de su madre como otros lo están de la dama a la que sirven. Para unos muchachos pobres el gozo del amor es un lujo más inaccesible que una armadura de caballero. Eran buenos creyentes, y los hijos de Ricord podían presumir al menos de una madre célebre en todo el país por su piedad. También ellos eran piadosos a su manera; a menudo tenían trifulcas con compañeros católicos o considerados tales, odiaban cordialmente a los tonsurados y desmontaban del caballo en cuanto divisaban a un cristiano.
Arsen no se preocupaba por sus muchachos, robustos y tranquilos. La pobreza no es ningún vicio cuando se acepta de buen talante. Sicart cumplía veintitrés años y soñaba con tomar esposa el día que su madre dejara la casa.
Al verles a los cuatro volver a montar y alejarse, Arsen sintió una profunda angustia en el corazón. Pensaba en lo que le había dicho el diácono Raymond y lo que se hablaba en la aldea. No había duda alguna de que aquella vez el Anticristo preparaba un fuerte golpe contra la Iglesia de Dios; y en la llanura el verano siguiente sería un verano de guerra. «Béziers y Carcasona quedan lejos —decían—, y muy astuto será el enemigo que suba hasta aquí. Muy frívolos, más bien, son quienes así se tranquilizan, ya que el caballo tarda dos días en hacer ese viaje, la paloma un día y el pensamiento de Satanás menos de una hora.
»El Anticristo enviará cientos de miles de sus siervos provistos de armas mortales y marcados con el signo de la cruz, y éstos no sólo traerán la muerte de los cuerpos carnales, sino esos demonios que se llaman odio, crueldad y miedo, y dominarán las almas de muchos fieles. Mis hijos son altos, fuertes y hábiles en el manejo del arco y la jabalina, y no tienen yelmo ni coraza para protegerse. ¡Ay, que Dios proteja sus tiernos corazones de la cólera y sus pechos de las lanzas del enemigo!».
—Mujer —dijo Ricord—, ¿son las repercusiones de la guerra las que te entristecen? ¿Acaso a nosotros se nos avecina alguna guerra? Nuestros hijos son libres y no deben servicio a nadie.
—¡Gracias a Dios no lo deben! —exclamó Arsen, sacudiendo su cabeza morena—. Pero les hemos enseñado el oficio de las armas porque tal es la servidumbre de nuestra condición en esta vida. Y ese oficio es una gran tentación. Sé que esta guerra no será como las otras, y que muchos sucumbirán.
Los dos esposos se habían sentado sobre un montón de piedras, a la sombra de un inmenso olivo. Su caballo pacía en la cuesta del prado. Detrás de la extensa colina cubierta de viñedos y de campos negros, las montañas se elevaban, más azules a medida que se acercaban al horizonte; el cielo, sobre ellas, era claro, y a través del follaje gris del árbol se volvía de un azul casi intenso. Arsen recitó la oración, luego deshizo su hatillo, donde llevaba pan para el camino y unos higos secos.
—¿Cuántas comidas nos quedan por compartir así? —preguntó Ricord—. Ahora nuestra hija está en buenas manos, y no debemos permanecer más tiempo juntos.
Estaba triste, y los higos que tomaba de la mano abierta de su esposa le parecían mejores que el jengibre cocido en miel. Con cuarenta años, ella tenía la belleza de un fruto maduro: su rostro era terso y firme, las niñas de sus ojos eran color avellana y miel rojiza, y sus cejas como dos colas de armiño. Era tan hermosa que a veces, aun tras cinco años de vida pura, Ricord se veía turbado por pensamientos de amor carnal. «Cuando estemos separados, cuando nuestras manos no puedan tocarse ya, cuando tengamos que saludarnos de lejos como extraños, ¿quién sabe si el recuerdo de nuestro largo amor nos permitirá dormir por la noche?».
—Me parece, Ricord —repuso la mujer—, que he llegado a la cima de una alta montaña hacia la que camino desde mi infancia, paso a paso. Todavía crecen algunas flores y hierbas, y cuando las miro me late el corazón como no ha latido nunca por los grandes manzanos de mi niñez. Desde donde estoy distingo altas montañas cubiertas de nieve que brillan como el sol; al bajar la cabeza, veo los valles, las aldeas y los bosques, y todo me parece tan pequeño que los cubriría con la sombra de mi mano; tengo vértigo y nunca jamás podré bajar. Y si subo, el sol me quemará y la nieve me helará; mi corazón se encoge de miedo. Tengo que abandonarlo todo para dejar las manos libres, y mi alma se siente profundamente desamparada, pues estoy unida a ti como la raíz a la tierra de la que se nutre.
—No te apremio —dijo Ricord con suavidad—. Quédate en casa el tiempo que te haga falta para prepararte dignamente para la nueva vida. Yo también necesitaré sin duda más de un año para pagar mi deuda y para arreglar las cuestiones de la herencia. Ahora podrás vivir en la torre tan sola como un prisionero en su celda, y así, permaneciendo bajo el mismo techo, perderemos poco a poco la costumbre de vernos.
—¡Ojalá fuese un hombre! —exclamó Arsen—. Hubieran podido darme a ti como compañero de camino. Y sin embargo no lo lamento; si fuera un hombre no te habría conocido como te conozco, ni amado como te amo.
* * *
Los caminos de salvación son extraños. Ricord, en su juventud, tenía tan mala reputación que los padres de Arsen lloraron de pena el día de los esponsales de su hija. Tenía un talante pendenciero, altivo, siempre dispuesto a sacar el puñal o a lanzar el guante a la cara de alguien. La pasión que sintió por Arsen fue tan repentina que nadie la creyó duradera, salvo la propia Arsen. Este matrimonio fue mejor que muchos otros, aunque, con todo, en absoluto perfecto, ya que los esposos estaban unidos por un amor intenso hasta el sufrimiento; y sin ser nunca infieles ni celosos, se torturaban hasta el punto de desear la muerte diez veces al día. En seis años tuvieron cinco hijos, todos guapos y fuertes. Después, cuando tenía unos treinta años, Dios visitó a Ricord de un modo particularmente cruel.
Estaba de paso por Carcasona con varios de sus amigos y primos, junto a los cuales tenía que rendir homenaje al vizconde de aquella ciudad por la riqueza de su tierra. Aquel día debía llevarse a cabo una ejecución en la plaza mayor, y se había reunido una gran multitud. Los hombres de Montgeil, a caballo, veían el espectáculo mejor que nadie, y por curiosidad se detuvieron cerca del porche de un edificio a veinte pasos del patíbulo.
El hombre era un bandido peligroso, convicto por asesinatos, violaciones y sacrilegios graves, y también su muerte sería dura. Lo condujeron con las manos y los pies trabados por una cadena, y la muchedumbre le arrojaba piedras y desperdicios a su paso. Al pie del patíbulo le esperaba un sacerdote con una cruz. El verdugo y sus ayudantes comprobaron el eje de la rueda y prepararon las tenazas y el plomo que calentaban en un caldero sobre un trípode. El hombre no escuchaba al sacerdote, miraba a los verdugos pensativo, boquiabierto; parecía intimidado como un niño a quien van a pegar con una vara. Le desataron antes de hacerle subir las escaleras, hizo una amplia señal de la cruz y luego se aproximó a los verdugos, con la cabeza baja, dócil como un buey de camino al matadero.
Ricord hubiera deseado volver la cabeza, pero no podía apartar la vista del rostro del hombre. El bandido era alto y robusto, y estaba curtido por el dolor, no era la primera vez que subía a un cadalso: tenía las aletas de la nariz arrancadas, la mejilla derecha y los hombros marcados con un hierro al rojo vivo. Al principio sólo gruñó, con los dientes apretados. Luego, cuando el plomo fundido tocó las heridas abiertas por las tenazas en los muslos y los brazos, las fuerzas le abandonaron y gritó con voz animal, con la cabeza echada hacia atrás. Gritó tan fuerte que resultaba increíble que un ser vivo pudiese bramar así más de diez minutos sin morir. Atado a la rueda, no dejaba de gritar, y a cada vuelta de la rueda Ricord veía pasar la cabeza de cabello gris, ensangrentada, echada hacia atrás, con la boca abierta y los ojos inmensos, pavorosos, suplicantes, unos ojos que gritaban: «Deteneos, ¿qué me hacéis? ¿Por qué?…». Y los brazos y las piernas, con los huesos rotos, pendían, como sacos de carne negra y sangrienta, de los cuatro lados de la rueda.
La boca azulada chillaba y los ojos extraviados parecían pedir ayuda; y Ricord no sabía lo que le pasaba ni por qué la cara del hombre torturado se aureolaba con una luz roja y se le acercaba. Tenía los músculos y los nervios del cuerpo tan tensos que creía oírlos vibrar como cuerdas a punto de romperse. Una voz, sonora como un clarín, gritaba:
—¡Perdón, hermano! ¡Hermano! ¡Perdónanos, hermano! —Tardó unos instantes en darse cuenta de que era él quien gritaba. Uno de sus primos le agarró del brazo y le dijo:
—Estás loco.
Entonces, Ricord fue presa realmente de lo que, más tarde, llamarían su locura. Avanzó entre la multitud, a caballo como iba, con riesgo de pisotear a mujeres y niños, y con los brazos levantados gritó:
—¡Deteneos, idos todos! ¡Es vuestro padre, es vuestro hermano a quien tratan así! ¡Cómo hacen semejante cosa a una criatura humana!
Hablaba con una voz de trueno que cubría los redobles del tambor, los gritos del ajusticiado y las campanadas de la iglesia. Por unos instantes, todo calló, la rueda se detuvo, los verdugos bajaron sus palos. Ricord tuvo una visión que duró un abrir y cerrar de ojos: todos los que se hallaban reunidos en aquella plaza tenían el corazón y las entrañas abrasados por un fuego devorador, pues el fuego de compasión que le quemaba a él se había apoderado de ellos por un momento.
Hizo dar media vuelta a su caballo y salió de la ciudad sin mirar a nadie; los soldados que flanqueaban el portón no se atrevieron a detenerle ni a preguntarle su nombre, tan intenso era el fuego que ardía en sus ojos. Cabalgó largo rato sin preocuparse por su montura. Le parecía que era la cólera lo que le impulsaba a huir de aquel modo, a merced de los caminos pedregosos que llevaban hacia Corbiéres; tenía la boca y la garganta secas como si llevara dos días sin beber. Bajo una roca negra coronada de abetos, notó vacilar al caballo sobre sus patas y sólo tuvo tiempo de saltar al suelo, a un barranco lleno de zarzas; el animal se hundió a su lado y estuvo a punto de aplastarle; tras dos sobresaltos, dejó caer la cabeza en las ramas secas.
Ante aquel precioso animal al que había matado por su locura, Ricord pudo por fin llorar, y lloró mucho rato, con la cabeza hundida en el largo cuello nervudo del caballo.
Durante dos días Ricord erró por la montaña, y el tercer día divisó un pueblo fortificado en lo alto de un peñasco y subió a pedir pan. Cuando volvió a casa, al cabo de tres semanas de ausencia, sus hijos no le reconocieron; por cuánto había adelgazado y cuán ojeroso estaba, con los ojos ardientes por la fiebre.
—Vamos —le dijo Arsen—, tus primos me han contado lo ocurrido, y si te toman por loco es que ellos mismos no tienen muy buen juicio. Dios fue quien te habló aquel día.
—No sé si fue Dios, vida mía, pero ahora ya no hallo reposo. Durante treinta años mi corazón ha dormido en la ignorancia, y el despertar es tan duro que hubiera preferido la muerte. Te diré algo que no te gustará: nunca, ni por ti ni por nadie, he sentido el amor que me abrasa el corazón por ese hermano mío que torturaron el otro día, y por quienes son como él. Las bestias se comen entre sí, pero el hombre es peor, ya que el mal que alberga no tiene límites ni nombre. Y tu rostro me parece menos bello desde que sé lo que se le puede hacer al rostro de un hombre. Si soporto todavía la vida, es porque siento que mi propia muerte será parecida, si no más dura. Pues es tan grande la fuerza del mal en este mundo que el hombre que aspira a encontrar el bien en él es un traidor a sus hermanos y a Dios.
—Lo que me dices es duro —replicó Arsen—, ¿Por qué amas más que a mí a un malhechor que ha matado a inocentes? ¿Y por qué quieres tú, que eres inocente, morir como un criminal?
—Hermana, no hay inocentes ni criminales ante Dios, sino sólo almas perdidas. Y no me preocupo por mi alma, pues ahora me supone una carga; ¿qué importa que se salve, si hay otras que se pierden? ¿Te gustaría comer a la mesa del rey, sabiendo que tus hijos se mueren de hambre?
—Ten confianza en Dios, Ricord. Él dijo: «No perdería a uno solo de los que me ha dado el Padre. Sólo los hijos de perdición se perderán». ¿Quién sabe si ese hombre que viste no era uno de ellos?
—Si lo fuera, Arsen, mi corazón no hubiese ardido como lo hizo. ¿Por qué crees que crucificaron al ladrón bueno? Por robos y asesinatos. Pero a él se le apareció Jesús, clavado en una cruz semejante a la suya; y el hermano que vi el otro día no tenía a su lado más que un sacerdote cómplice de los verdugos.
—¿Sería acaso posible, Ricord —preguntó la joven—, que todos los ladrones tuvieran en el momento de su muerte a Jesús clavado en la cruz junto a ellos? Ha aparecido en el mundo una sola vez.
—Vino para encender el fuego en la tierra. Y ese fuego me quema las entrañas de tal forma que mi sed nunca se saciará. Pues soy un hombre ignorante; y por mucho que me dejara arrancar la piel pulgada a pulgada, nada aprendería que disminuyese la angustia de uno solo de mis hermanos. Y como no lo habría aprendido, no podría vivir.
A partir de aquel día Ricord renunció al oficio de las armas, no se dejó ver por ciudades y castillos con el fin de evitar las tentaciones de la cólera, pues su corazón ardía de cólera contra quienes tienen el poder de hacer el mal. Al llegar la primavera fue a consultar al venerable Guillaume, que era obispo de Carcasona por la Iglesia de los herejes. Se quedó en su casa diez días, ayunando y rezando, y luego el obispo le concedió audiencia. Monseñor Guillaume le aconsejó que viviera según las leyes del siglo hasta la mayoría de edad de sus hijos, a fin de probar su fidelidad primero en las pequeñas cosas, como está escrito en el Evangelio.
Para Ricord, aquello fue un profundo sufrimiento.
—Quien tolera el mal sin decir nada, ¿no es más culpable que los propios criminales, que actúan por ignorancia?
—Una mujer pone un puñado de levadura por tres medidas de harina —contestò el obispo—, ¿mete el pan a cocer enseguida, a continuación? Si lo hiciera, nadie querría comer su pan. ¿Qué son diez o veinte años para Dios?
—Si observo las leyes creadas por Satanás, ¿acaso no soy también yo esclavo de Satanás? —dijo Ricord.
—Hijo, todos le servimos, a cada bocanada de aire que respiramos, puesto que nuestro cuerpo es obra suya. Resígnate, todavía te queda mucho dinero que gastarte con las prostitutas, que se llaman cólera, impaciencia, ignorancia y presunción. Cuando tu miseria y el hambre de bienes espirituales te carcoman hasta la médula, sólo entonces tendrás verdadero deseo de volverte hacia el Padre.
Ricord aún no tenía hambre de bienes espirituales. Le devoraba otra hambre: un hambre de piedad por los miserables que sus ojos desengañados le mostraban a cada paso. Al regreso de Carcasona dio su caballo a un mendigo cojo, la capa a una anciana medio desnuda, los zapatos a un muchacho con los pies llenos de llagas. Sabía que aquello no era nada, se sentía como un hombre que ve cómo las nubes de avispas y de mosquitos devoran vivo a su amigo y que logra matar a uno o dos insectos… Los demás seguían allí, bullendo sobre el cuerpo ajusticiado. E, impotente de rabia, Ricord cayó sobre las piedras del camino y lloró. Pensó en los niños torturados por los bandidos, en las mujeres violadas, en los ancianos a quienes sus hijos dejan morir de hambre, en los campesinos colgados por cazar furtivamente, en los leprosos, en los mutilados. La miseria del cuerpo desfigura el alma y la aleja tanto de Dios que corre el riesgo de no volver a encontrarlo nunca.
Volvió a casa y su mujer no le preguntó dónde ni cómo había perdido su segundo caballo. Al enterarse de la decisión del obispo, lloró con él.
—Ya que es así, vida mía, comprometámonos uno con el otro a dedicarnos al servicio de Dios desde el mismo día en que Gentiane se case, y vivamos a partir de hoy como hermanos, sin preocuparnos por nuestros bienes más que en lo necesario para que nuestros hijos no mueran de hambre.
—¿Y qué importa, Arsen, que nuestra vida sea buena a los ojos del mundo? —dijo el hombre con amargura—. Bebamos y divirtámonos; ni uno solo de los niños que se mueren de hambre en este momento sobre el estiércol sentirán aflicción ni consuelo por ello. ¿Por qué no he de saquear las abadías e iglesias donde se acumulan tanto oro, piedras preciosas y hermosas telas, y trigo y vino, que bastarían para alimentar a todos los pobres del país durante cincuenta años? ¿Por qué no he de matar con mis propias manos a los embusteros que privan al pobre de la semejanza de Dios al venderles la salvación a cambio de dinero?
—Ricord, las fuerzas del mal son de todas formas dueñas del mundo. Jesucristo no dijo: «Matad y saquead», sino «un samaritano que pasaba por allí vio al herido».
—Él vio uno y yo veo millares. Me parece que mi ojo penetra las murallas, ve a veinte leguas de distancia. Me parece que mato a todos aquéllos a quienes no socorro; ni más ni menos que si viera matar a nuestros hijos sin mover un dedo por defenderlos.
—Vida mía —dijo Arsen, prorrumpiendo en sollozos—, veo que ya no sientes ningún amor por mí.
Era tanta la tristeza de Ricord que creía no sentir amor, en efecto, sino únicamente compasión por aquella mujer joven y guapa a quien condenaba a una vida tan austera. Sin embargo, el tiempo pasó: seis meses, luego un año, y Ricord volvió a su lugar en el lecho de su mujer, pues todavía era joven y no conseguía ahuyentar al demonio de su sangre. Una oscura noche de verano, acudió a su encuentro al granero donde ella dormía entonces, y buscó el camino hacia el jergón, pisando los montones de espliego seco, la lana cardada y las telas teñidas; el olor de las hierbas era fuerte como un vino picante. Arsen le recibió con tal gozo que fue como si diez soles iluminaran la noche para ellos.
—¡Que nuestro pecado le sea imputado a quien sedujo a los ángeles! Amor mío, agotémoslo hasta consumirnos, pues nuestro amor es ciertamente tan fuerte como el viento del sur y las mareas. ¿Quién puede luchar? Dejemos que pase sobre nosotros sin lamentarnos.
—Arsen, quisiera que esta noche no acabase jamás, ya que mañana nos encontraremos como éramos ayer, y a partir de ahora tendremos dos almas y dos deseos que combatirán incesantemente. ¿Se puede aspirar a dos bienes contrarios entre sí? Y sin embargo mi corazón los desea ambos con igual fuerza.
—Llegará el día en que ya no me desees.
—¡Que no llegue jamás ese día! Ese día, aunque viva, estaré muerto.
—Que llegue ese día, Ricord. Nada podrá separarnos.
Durante diez años siguieron viviendo como marido y mujer, y se consumían en un trabajo más duro que el de los campesinos, pues tenían pesadas cargas y trataban de vivir cristianamente. La tierra les pertenecía, pero no tomaban de las aceitunas ni del centeno ni de la lana de sus ovejas más que lo necesario para vivir, y aun así con frecuencia los daban, porque siempre se encontraba gente que lo pidiera. Por necesidad como por caridad cristiana, Ricord se enganchaba a veces al arado para ayudar a un campesino enfermo, y cuando era época recogía las aceitunas y metía él mismo la mano en el lagar.
Los muchachos crecían salvajes como lobatos, y el padre dedicaba la mitad de su tiempo a enseñarles a tirar con el arco, a manejar la lanza, y montaban por turnos el único caballo de la cuadra. No es que Ricord quisiera enseñarles el oficio de las armas, pero no conocía otro, y algún día los niños tendrían que ganarse la vida. El año que el menor de los cuatro cumplió quince, Ricord vendió por dinero su vino y las aceitunas de la temporada, pidió prestados cincuenta sueldos a su hermano y compró cuatro caballos. Después de aquello, los muchachos miraron a su padre como si fuera Jesucristo en persona. No eran chicos ingratos; todo don de sus padres era para ellos como un regalo de rey, no estaban acostumbrados.
Sin embargo, a Gentiane, la más joven de los cinco y la única niña, los padres la trataban, sin poder evitarlo, como si se lo debieran todo. Arsen perdió, en su primera infancia, los cuatro hijos que tuvo después de la conversión de su marido. Trabajaba tan duramente que los niños venían al mundo pequeños y enclenques, y a ella le faltaba leche. La ternura por esos seres perdidos tan temprano se volcaba en Gentiane; además, pensaba sin cesar: «El día de su boda será el de nuestra separación». A causa de ello, quería a la niña más todavía. Cuando cumplió doce años, Arsen se la llevó consigo al granero de lo alto de la torre, y Ricord no volvió a acudir al lecho en el que en adelante su sitio estaría ocupado.
Desde aquel día, su pasión por la caza creció hasta convertirse en una obsesión. No se cansaba de decirse que toda aquella caza servía para alimentar a quienes no podían procurarse solos pan o carne, que no cazaba por placer. El buen hombre que le aconsejaba le decía:
—Nos purificamos gradualmente; es mejor no matar nunca, pero más vale matar animales que a hombres, más vale cazar que darse al comercio carnal. Así, sustituyes un pecado mayor por otro menor.
El anciano no sabía qué angustias y qué placeres puede sentir un hombre al acorralar una presa, al disparar, al degollar a un animal jadeante. En realidad, Ricord a veces sentía compasión por las bestias, y en alguna ocasión había llevado a casa un cervatillo herido o un osezno cuya madre acababa de matar. Su corazón estaba herido para siempre por la piedad, aunque no sabía separarla del gusto por la sangre y, en algunos momentos, se sentía como un hombre perdido, tan confusa era su vida hecha de plegaria, de renuncia y de placeres salvajes que eran los únicos que le devolvían a sí mismo.
Arsen le había adelantado por el buen camino, leía mucho y meditaba sobre las Santas Escrituras mientras hilaba o pelaba las verduras. A menudo hablaban de ello.
—Mujer, ¿por qué no seguí al maestro el día que se me apareció en el más desheredado de sus hermanos? Nuestro obispo, como los de la Babilonia romana, escucha la voz de la sabiduría del mundo. Tengo más de cuarenta años, y los vínculos que me unen a los bienes carnales son más fuertes que antes.
—¿Acaso confiarías más en un hombre como tú que en otro nacido del espíritu y elegido por la Iglesia? Te mandó a casa porque todavía no habías saciado tu sed de pecado. El día que él designó, entrarás en la Iglesia, y tu obediencia se tendrá en cuenta.
—No sé si llegará ese día, Arsen. Puede que muera antes, puede que me esperen otros padecimientos. Una voz me dice: «Has matado animales indefensos, un día te llevarán a matar a hombres».
—¡Dios te guarde de ello! —exclamó Arsen—. ¡Dios te guarde, no digas eso, es una tentación! Tu edad avanza, y se acerca el día en que nada más deberemos a este mundo. Eres un hombre libre, nadie puede obligarte a luchar.
Arsen pensaba a menudo en la parábola de la perla. Ella había encontrado aquella perla de gran valor sin saber cómo, una noche de invierno que, tras velar a una enferma, subía el sendero que llevaba a casa. Los gemidos de la mujer seguían resonando en sus oídos, estaba cansada y tenía frío, y pensaba en el fuego que ardía en la chimenea.
Al límite de sus fuerzas, se sentó sobre un pedrusco y pensó: «No avanzaré más, aunque me muera de frío». El viento helado la abofeteaba, intentaba arrancarle la capa. Se echó a llorar. Luego le pareció que ya no sentía su cuerpo. Había alguien allí, a su lado, alguien tan grande que ella habría podido apoyarse en su mano para franquear el precipicio que la separaba del otro lado del valle. Sin ver nada delante de sí más que las copas de algunos abetos y la niebla gris, se sentía en presencia de una belleza tal que ni los rostros de sus hijos ni la luz del sol sobre la nieve de la montaña podían dar idea de ella. Entendía que el dolor no podía alcanzar aquella belleza, que el mal estaba fuera, en otro mundo.
Se levantó y echó a andar hasta la puerta de su casa, y era tan feliz que no podía pensar en nada. Cruzó el patio, sus dos perros saltaban a su alrededor y le lamían las manos y la cara; les sonrió. No era capaz de guardarse su felicidad para ella sola. En la sala había tres pobres, dos castellanos vecinos y Gentiane. Todos la miraron como si vieran una aparición, por la palidez de su rostro y la luz que había en sus ojos; ella no sabía nada. Sirvió la cena, habló, pero le parecía que sus palabras salían de una boca ajena.
Por la noche, en su alcoba, no pudo explicar nada a su hija; se quedó mucho rato delante de la lámpara de aceite, contemplando la piedra gris de la pared. El semblante del Amado estaba trazado allí, sin forma, sin color, pues en realidad no era más que piedra gris. Pero ella lo veía, y sabía que Él ya no la olvidaría.
Desde aquel día, la ternura que sentía por su marido y sus hijos se hizo más dolorosa y más ferviente; como si hubiera descubierto que estaban hechos de una materia tan efímera como los pétalos de las flores. La belleza que intuyó con el corazón era sólida como un bloque de mármol tan grande como el cielo; ¡las cosas terrestres eran todas tan débiles a su lado! «Y el viento pasa por encima y las huellas ya no se encuentran…». Ahora esperaba el día del gran retiro, sin ver en ello renuncia ni júbilo; sabía que debía llegar como el árbol ha de traer su fruto, ¿es ese esfuerzo doloroso para un árbol, o gozoso? ¿Quién lo sabrá nunca? El fruto ha de venir. ¿Por qué? Corresponde decirlo a quien lo ha creado.
Y sin embargo el dolor de dejar a los seres queridos es profundo y da miedo como la muerte, y con frecuencia a Arsen se le encogía el corazón.
La casa parecía vacía sin Gentiane. Los dos esposos se sentaron a la mesa con sus criados, que desde hacía tiempo eran compañeros de trabajo, y algunos huéspedes de paso. La anciana sirvienta llevó el vino, el pan y la sopa de habas, y Ricord cortó el pan con su gran cuchillo y dejó una rebanada aparte, para su hija ausente. Nunca había entendido cuánto la quería; volvía incesantemente los ojos hacia la puerta, como si esperara verla entrar, con sus mechas despeinadas y las mejillas enrojecidas por el viento.
Su vecino y pariente, Isarn de Cadéjac, le dijo:
—No estéis triste; ya se sabe cómo es el deseo de una joven. Dentro de diez meses, volverá, y la próxima primavera la casaréis.
—¡Ay! —exclamó Ricord, sacudiendo su cabeza, enjuta y morena—, ¡Dios lo quiera!
Aquellas palabras se le escaparon como un grito de sufrimiento; no hubiera querido pronunciarlas, le parecían impías.
Charlaron. Hablaron de las cruzadas que se preparaba en el norte. Hacía tiempo que sabían lo grandes que son la insolencia de los emisarios del papa y su orgullo insaciable; ya estaban acostumbrados. Sin embargo, el papa que residía en Roma desde hacía diez años era una evidente encarnación del espíritu del Mal, y su fuerza era temible. Había seducido a príncipes y barones con mentiras para que se lanzaran contra la Iglesia de Dios. Había predicado tanto y escrito tantas cartas que Felipe, el rey de Francia, permitió a sus vasallos que tomaran la cruz contra sus iguales; como primo hermano del conde de Tolosa, no supo impedir semejante villanía.
—Amigos, este papa es realmente fuerte. Levanta ejércitos a los que no paga prometiéndoles bienes que no le pertenecen. ¿Acaso la locura de los católicos no es grande, al seguir obedeciendo a un papa que empuja a las almas a la perdición al declarar que el asesinato es una obra pía?
—Hay católicos —dijo Isarn de Cadéjac— que son como los obreros que tienen un mal amo: si aman su oficio, piden a Dios que el amo sea sustituido por otro y continúan su trabajo. No están más locos que otros; les han educado en esa fe.
—De todas formas —replicó Ricord—, no hay que tener la cabeza muy bien puesta para cometer asesinatos por amor a la fe.
—Es que las gentes del norte —repuso Pierre de Frémiac— son crédulas y fáciles de manejar, están llenas de todo tipo de supersticiones. Les gusta tanto la guerra que quien mata mayor número de paganos en Tierra Santa se considera el mejor cristiano.
—¡Ah, ellos sí que son paganos! —exclamó Arsen—, ¿qué se les puede pedir? La voluntad de la carne es la que les guía, el orgullo y el gusto por el botín. Muchos hombres que no son del norte ni católicos hacen lo mismo. Es una desgracia tanto para ellos como para nosotros.
—Os atormentáis porque nuestros hijos son mayores —dijo Ricord—. ¿Tan fuertes los creéis? Sólo vienen por cuarenta días. ¿Qué gran ciudad se puede tomar en cuarenta días? Carcasona y Béziers tienen víveres para seis meses y buenas guarniciones.
—Las ciudades resistirán bien —declaró Isarn—, pero en los campos habrá miseria; si realmente traen diez mil hombres, como dicen, los estragos serán terribles, se perderá tanto en ganado, viñas y cosechas que los pueblos de allende los montes quedarán empobrecidos durante tres años.
—Las guerras son como el granizo y la peste —manifestó Arsen—, Hay que dejarlos pasar. ¡Ojalá no induzcan a demasiadas almas a la tentación!
Aquella noche, Ricord y Arsen hablaron mucho rato sobre la decisión que deberían tomar.
—Si la niña cambia de idea algún día o no la consideran suficientemente fuerte, ¿volverá aquí para quedarse a cargo de su hermano mayor? Sicart es buen chico, pero es demasiado joven para guiarla, sobre todo después de un sufrimiento semejante.
—Vida mía —dijo Ricord—, daría mucho porque te quedaras todavía a mi lado, pero haz lo que tu corazón desee. Yo, por si nos vuelven a mandar a la niña, quiero permanecer en casa y esperar que se confirme en su vocación.
—Ay, Ricord, sabes muy bien que lo que temo son los ardides de la carne que retrocede ante el sacrificio; temo dejarte tanto como un viajero que parte por mar teme dejar su tierra natal. No renunciaré al mundo si tú no lo haces al mismo tiempo que yo, no daré ni un solo paso hacia Dios sin ti.
Ambos decidieron aguardar al final del tiempo de probación de su hija. Ninguno de ellos podía creerse que Gentiane hubiera dejado el mundo para siempre.